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El Diario de Paraná

Lunes 14 de enero de 1935

El dolor y el ritmo de la pampa, la selva y la montaña


Por Atahualpa Yupanqui

Hay un camino abierto, amplio y generoso, por donde el viajero puede descubrir el
íntimo sentir de un pueblo o región: La música folklórica. El cancionero popular expresa
la condición social de los pueblos. Hay siempre, en todas partes, el hombre-tipo que
refleja en su cantar el sentimiento colectivo. Ya desempeñados con rudimentario
instrumento original, o adaptados en milagrosa hermandad (la guitarra, por ejemplo),
vagan en las alas del viento los ritmos y canciones de nuestra América grande, heroica y
sentimental.
En la maravillosa amplitud de las pampas, tierra de gauchos altivos y generosos, de
alma grande como el suelo en que nacieron, trabajaron, amaron y murieron, han tenido
su origen muchas danzas y canciones que se difundieron luego por todo el país, danzadas
o cantadas por el gaucho que se hizo soldado cuando peligró el suelo nativo.
Época heroica aquella mitad del siglo pasado, cuando a los labios americanos asomaba
emocionada la palabra Patria y se tenía ya la sensación de la independencia con sólo
tender la vista sobre el paisaje imponente de la montaña, sobre la selva desmelenada y
fiera, y sobre la llanura inconmensurable de las pampas argentinas, donde se paseaba
orgulloso el viento más libre del mundo.
La acción heroica de los pueblos impresionó hondamente el ánimo de los rudos
troveros y payadores y nacieron cielitos, tristes, estilos, triunfos y cien canciones, donde
se confundían en una sola grande emoción, el amor y la esperanza con el nombre de
varones ilustres, de hechos de armas y de sacrificios realizados por esos gauchos para los
cuales PAMPA, tenía el simbolismo de la palabra MADRE, en la intensa vibración de la
vida interior.

Cielo, cielo y cielito


de los guerreros,
que salieron triunfadores
del entrevero.

Cielo, cielo y cielito


que están bailando,
mientras andan las chinas
enamorando.

La guerra, la mujer, la libertad y el amor, se enredan en el cordaje tenso de las guitarras.


Mientras tanto, en el follaje de la selva misteriosa y sagrada retumban por las noches
las cajas vidaleras. Es otro el paisaje. Es distinta la lucha entre el monte. Es brava la
conquista del pan cotidiano. Y la canción refleja el alma de la selva con la claridad con
que se mira un pedazo de cielo en la diafanidad de un arroyo campesino.
Vivo en el medio del algarrobal.
El sol y el monte saben mi mal.
No tengo rancho, tampoco amores.
Tengo mis penas para llorar.
Ay… ay…
Vivo en medio del algarrobal.

La sugestión del bosque con su maraña perfumada se prende a la vida del nativo. Y
éste termina siendo un pedazo del monte; un ser que se agita, sufre, goza y llora con la
selva, con el concierto asombroso de los pájaros, con el aullido de los pumas, con el
zumbar del viento entre el ramaje y con la solemnidad de la noche cargada de rumores y
leyendas…

Se está muriendo la tarde


sobre los montes del pago…

Es el hombre cósmico que se eleva en el eco de la vidala. Sólo queda en el corazón de


la selva una caja sonora, rústica, llena de remiendos y humedecida de lágrimas. Sólo
queda una voz que es alarido viril y emocionado, drama del hombre, drama del monte
perdido en su propio ser.
Y más allá se levanta soberbia la montaña, florida y mansa, arbolada y arisca, peligrosa
y nevada, cuna de los pechos bronceados; tierra de los señores del pelo lacio; antiguo
imperio del cóndor y del puma, del keswa, del calchaque y del aymara.
También allá cantan y lloran la montaña y el valle con sus charangos, sus quenas y sus
tamboriles indios!
Tiene el cerro su fiesta colorida de ponchos y salpicada de chistes aborígenes. Canta
su mal de ausencia en la BAGUALA, clarinada de amor de los vallistas.

Cuando te encuentre, mi negra,


olvidaré mi tormento…
Golpe y golpe de mi caja
que sabe lo que yo siento…

¡Cuando te encuentre, mi negra,


llorarás y lloraré!...

El indio esconde su pena, arisco y aguantador. Lo delata su mirada triste y honda, como
si contemplase en su alma el altar de sus ilusiones desvanecidas. Cansado están sus ojos,
como si toda la luz se le hubiese ido extinguiendo a fuerza de ambicionar horizontes y
añorar lejanías.

Cuando me vaya y no vuelva


recién te hai pesar…
Cuando me pierda en los cerros
me habrás de extrañar…

Cuando te anuncien que he muerto


te has de poner a llorar…

Y en las montañas majestuosas de las tierras incanas, vagan sobre las rocas bañadas
de luna las penas keswas nacidas en los sicuris y en las quenas. La quena es para el
aborigen peruano como un talismán de olvido: es una compañía que entretiene al solitario
en el misterio de los atardeceres. Esplendores de Kosco, glorias del Coricancha,
melancolía del Misti, profundidad solemne del Urubamba, valles perfumados de amancay
en Quiruvilca, Huancavélica, Yura y Chiclayo, desfilan en el melódico llanto de las
oriflautas.
Está dolorido el viento de emociones indígenas. Cantos que son llantos y llantos que
son canciones. El yaraví se duerme en brazos de una noche poblada de silencios. Hombres
de carnes tostadas y de alma sonora, con sangre de sol. Tristeza del indio que se quedó
sin patria; tristeza gris, de ese gris melancólico de las montañas muertas y abandonadas.

Mi vida es como un arroyo


que va a perderse en el mar.
Hoy cruza campos de flores
mañana, seco arenal.

…………………………

Todos dicen que el indio


llora en su quena,
porque canta con alma
sus crueles penas…

Es la voluptuosidad del dolor, característica keswa. La eterna paradoja de la vida


interior del indio: llegar a la alegría por medio del llanto. Consolar una vieja dolencia del
alma con el acento desgarrador de la quena en la noche.
Así canta esta tierra sus alegrías y dolores, sus goces y desesperanzas, sus amores y
sus dramas. Honda y simple canción de las pampas, de las selvas y de las montañas de
esta América india, grande y sentimental, misteriosa y heroica.

Paraná, enero de 1935.

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