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Hay un camino abierto, amplio y generoso, por donde el viajero puede descubrir el
íntimo sentir de un pueblo o región: La música folklórica. El cancionero popular expresa
la condición social de los pueblos. Hay siempre, en todas partes, el hombre-tipo que
refleja en su cantar el sentimiento colectivo. Ya desempeñados con rudimentario
instrumento original, o adaptados en milagrosa hermandad (la guitarra, por ejemplo),
vagan en las alas del viento los ritmos y canciones de nuestra América grande, heroica y
sentimental.
En la maravillosa amplitud de las pampas, tierra de gauchos altivos y generosos, de
alma grande como el suelo en que nacieron, trabajaron, amaron y murieron, han tenido
su origen muchas danzas y canciones que se difundieron luego por todo el país, danzadas
o cantadas por el gaucho que se hizo soldado cuando peligró el suelo nativo.
Época heroica aquella mitad del siglo pasado, cuando a los labios americanos asomaba
emocionada la palabra Patria y se tenía ya la sensación de la independencia con sólo
tender la vista sobre el paisaje imponente de la montaña, sobre la selva desmelenada y
fiera, y sobre la llanura inconmensurable de las pampas argentinas, donde se paseaba
orgulloso el viento más libre del mundo.
La acción heroica de los pueblos impresionó hondamente el ánimo de los rudos
troveros y payadores y nacieron cielitos, tristes, estilos, triunfos y cien canciones, donde
se confundían en una sola grande emoción, el amor y la esperanza con el nombre de
varones ilustres, de hechos de armas y de sacrificios realizados por esos gauchos para los
cuales PAMPA, tenía el simbolismo de la palabra MADRE, en la intensa vibración de la
vida interior.
La sugestión del bosque con su maraña perfumada se prende a la vida del nativo. Y
éste termina siendo un pedazo del monte; un ser que se agita, sufre, goza y llora con la
selva, con el concierto asombroso de los pájaros, con el aullido de los pumas, con el
zumbar del viento entre el ramaje y con la solemnidad de la noche cargada de rumores y
leyendas…
El indio esconde su pena, arisco y aguantador. Lo delata su mirada triste y honda, como
si contemplase en su alma el altar de sus ilusiones desvanecidas. Cansado están sus ojos,
como si toda la luz se le hubiese ido extinguiendo a fuerza de ambicionar horizontes y
añorar lejanías.
Y en las montañas majestuosas de las tierras incanas, vagan sobre las rocas bañadas
de luna las penas keswas nacidas en los sicuris y en las quenas. La quena es para el
aborigen peruano como un talismán de olvido: es una compañía que entretiene al solitario
en el misterio de los atardeceres. Esplendores de Kosco, glorias del Coricancha,
melancolía del Misti, profundidad solemne del Urubamba, valles perfumados de amancay
en Quiruvilca, Huancavélica, Yura y Chiclayo, desfilan en el melódico llanto de las
oriflautas.
Está dolorido el viento de emociones indígenas. Cantos que son llantos y llantos que
son canciones. El yaraví se duerme en brazos de una noche poblada de silencios. Hombres
de carnes tostadas y de alma sonora, con sangre de sol. Tristeza del indio que se quedó
sin patria; tristeza gris, de ese gris melancólico de las montañas muertas y abandonadas.
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