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CASTILLA, Américo, “¿Hay un curador acá?

El criterio de autoridad en los museos - El caso Fortabat”, en


María José Herrera (dir.), Bondone, Marchesi, Rabossi, Serviddio y Usubiaga (coords.),
Exposiciones de arte argentino y latinoamericano. Curaduría, diseño y políticas culturales,
Córdoba, Ed. Escuela Superior de Bellas Artes Dr. Figueroa Alcorta (2011, en prensa).

¿Hay un curador acá? El criterio de autoridad en los


museos - El caso Fortabat

Américo Castilla*

Es un orgullo para mí como argentino poder contar con


personas que entregan tanto esfuerzo en pos de valores,
la cultura y el arte. [La] felicitamos por esta iniciativa.

Fernando Elías, Director de la Corporación Puerto Madero.1

Amalia Lacroze de Fortabat no eligió cualquier lugar para construir su museo. Las calles que
rodean su predio de Puerto Madero llevan el nombre de mujeres memorables. Juana Manso
promovió tempranamente la participación de la mujer en los asuntos públicos del país; Olga
Cossettini fue la pedagoga que revolucionó la educación infantil; Macacha Güemes, la popular
salteña partícipe de las luchas por la independencia; Aimé Paine, una recordada cantante
mapuche que reivindicó a su cultura; Azucena Villaflor, antes de su desaparición, fundó la
agrupación de Madres de Plaza de Mayo. Todas fueron, a su modo, transmisoras de ideas
socialmente valiosas.

La Colección Amalia Lacroze de Fortabat se inauguró el 28 de octubre de 2008 en ese


distrito de la ciudad de Buenos Aires y la noticia, ciertamente importante para la ciudad, tuvo
escasos pero agudos comentarios de la prensa. Ese acontecimiento, sin embargo, merece
mayor atención por una serie de razones, entre las que se destacan el lugar y su urbanización,
la arquitectura del conjunto y del museo en sí, el propósito de su dueño, los comentarios del
público que visita la zona, los criterios de autoridad y del gusto puestos en juego con la
colección, y en especial los aparentes valores a que se hace referencia en la cita del comienzo.
Estos valores serían justamente los que guiarían a los curadores del museo para elaborar, a
partir de la colección, las hipótesis que les permitirían poner en escena un discurso
determinado a la vez que inteligible y atractivo para el público. Sin embargo, un turista escribe
en el libro de visitantes del museo: “Is there a curator here?”

* Consultor en museos y especialista en gestión cultural. Desde 2004 preside la Fundación Typa. Fue director del Museo
Nacional de Bellas Artes (2006-2007) y director nacional de Patrimonio y Museos de la Secretaría de Cultura Argentina
(2003-2007). Dirigió el Área Cultural de la Fundación Antorchas (1992-2003).
1
Anotación tomada del cuaderno de visitas del museo, una selección de las cuales encabezan los capítulos de este
trabajo. El título es, de hecho, la traducción de una cita escrita por un turista: “Is there a curator here?”

1
1. Uma bela opotunidade para conhecer a beleza desse país

El puerto de Buenos Aires fue siempre un sitio estratégico pero no parecía ser parte
integral de los proyectos de urbanización del conjunto de la ciudad. Más bien tuvo su propia
línea de progreso con la construcción de nuevos diques y edificios aduaneros. Recién en 1923
se comienza a revertir esta situación y a partir de entonces, en todos los planes que le
siguieron, se incluyó al conjunto portuario y en él la presencia de espacios culturales y
recreativos. El viaje de Le Corbusier a Buenos Aires, en 1929, derivó en la recomendación de
una serie de reformas que incluyeron la creación, en reemplazo del antiguo puerto, de un
“museo viviente” para el conocimiento de la Argentina, además de una Cité des Affaires
acomodada en islas a un trecho de la costa. La creación de la Corporación Puerto Madero en
1989 fue decisiva para el reordenamiento urbano de la zona y destacados estudios de
arquitectura convirtieron al lugar en uno de los más cotizados del país. En la actualidad residen
unas 15.000 personas y trabajan regularmente otras 40.000. A ello se suma un flujo turístico
importante estimulado por su proximidad con el centro de la ciudad.

A comienzos de los 90, el convenio de la ciudad de Buenos Aires con el Ayuntamiento de


Barcelona impulsó el reordenamiento urbano del sector. El puerto de la ciudad catalana fue el
modelo y hoy se respira un ambiente muy similar a aquel. La iniciativa le ofreció a Buenos
Aires el conducto para ingresar al estereotipo de la “civilización global” sólo que este atractivo
nuevo apéndice está enclavado en una ciudad que está lejos de haber alcanzado la prosperidad
española y no ha sido absorbido por sus habitantes como propio. El resultado es extraño. El
visitante se siente exactamente como tal y no como un porteño que circula por la ciudad a la
que pertenece. Son otros los hábitos de consumo y hasta el poder de policía, en manos de la
Prefectura Naval y de las compañías privadas de seguridad, omnisciente, tiene un aspecto más
pulcro, como los barcos en sus prolijas amarras y las brillosas hojas de las plantas y flores,
donde predomina la alegría del hogar. Es perfectamente comprensible entonces que abunde la
mención de los turistas a: “un hermoso lugar” en el libro de visitantes del museo. Hasta tanto
los porteños no hagan uso de él aportando sus propios contenidos e historia de vida, el lugar
tiene la neutralidad asegurada, es: “la seguridad total que se nos propone día a día”2. Al Puerto
Madero le falta aún el material cultural de desvío del que habla Jean Baudrillard, como signo de
apropiación del habitante de Buenos Aires.

Amalia Lacroze de Fortabat, embajadora itinerante del Presidente Menem en pleno


apogeo productivo de su cementera Loma Negra, contrató al arquitecto Rafael Viñoly para que
le proyectara un edificio donde exhibir una colección que había ido comprando a lo largo de los
años. El estudio Viñoly de Nueva York es uno de los más demandados para la construcción de
edificios asociados a la vida cultural de ese país y de muchos otros. El imponente Forum de
Tokio es uno de los más recientes, pero en Buenos Aires, donde inició su carrera, se lo recuerda
por el edificio de ATC, la ampliación del Ministerio de Relaciones Exteriores o algunas de las
sucursales del Banco Ciudad. Hacer un museo a partir de una colección privada ya constituida
tiene la enorme ventaja de conocer de antemano cuáles son las obras a exhibir y por
consiguiente cuáles son las condiciones espaciales y ambientales que requieren. Se logra lidiar
con un solo cliente y no hay un Board of Trustees, técnicos de museo ni autoridades políticas

2
Jean Baudrillard, en conversación con Jean Nouvel, en Los Objetos Singulares-arquitectura y filosofía, Buenos aires,
Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 105 y ss.

2
que convencer. Un dato no menor es poder conocer también las ideas del propietario para
adaptar el edificio a las hipótesis de comunicación que este plantee.

A poco tiempo de comenzada la obra surgieron, sin embargo, inconvenientes. El nuevo


siglo nació para la Argentina con una grave crisis institucional y financiera que, entre otras
muchas cosas, demoró la construcción del museo y condujo a la venta de la cementera de
Fortabat. Esos contratiempos incluyeron la desavenencia3 entre el arquitecto y su mandante,
pero la promesa de exhibir las hasta ese momento desconocidas piezas de la colección, que
incluían a grandes maestros, y el demostrado talento del estudio de arquitectura, permitían
pensar en un buen resultado. Finalmente, el edificio fue terminado y algunas de esas obras
maestras exhibidas.

2. Qué distinto es apreciar una colección oficial y “cumplidora” como la de otros museos,
en comparación a esta que denota el gusto personal y la verdadera pasión por el arte.
Gracias Señora Lacroze.

El gusto de la coleccionista, valorado en ese comentario del libro de visitas, es


reafirmado por la uniformada guía del museo que capta con gracia la atención de cincuenta
señoras mayores: “a lo largo de cuarenta años la Señora Fortabat eligió los cuadros guiándose
solamente por su gusto personal…”. El atuendo de la guía coincide con el de todas las otras
empleadas que circulan: uniforme azul oscuro, camisa celeste policial, corbata azul y el pelo
recogido. Este último dato figuraba entre los requisitos del aviso de búsqueda de personal. Los
hombres, aun más estrictamente uniformados, pertenecen a una empresa de seguridad y son
los encargados de recibir al visitante con miradas inquisidoras y advertencias explícitas: “No
está permitido tocar las obras de arte, sacar fotos, fumar, comer o beber en el interior del
edificio. Le rogamos, además, que apague su teléfono celular al ingresar y que tome a sus niños
de la mano y no les permita correr en las salas. El edificio está vigilado por cámaras de video.”
Gracias, decimos. No quedan dudas de que la moderna “uniformidad dinámica” de la
urbanización Puerto Madero, se ha vuelto más estricta aquí dentro, donde el número de
uniformados por metro cuadrado compite con el número de obras4. Usted ha ingresado a un
espacio ausente de conflictos, podría anunciar un cartel, mientras nos deslizamos hacia el piso
inferior transportados por una escalera mecánica marca ThyssenKrupp. El armonioso viaje nos
permite hojear el folleto entregado a cambio de quince pesos en el cual no figura información
alguna acerca de quién fue o es el curador de la exposición, quién diseñó el montaje, quién se
ocupa de la conservación o de los servicios al público.

3
“‘Demoré mucho en hacer este museo, es la primera vez que vengo’, dijo anteanoche Fortabat durante la presentación
del Museo ante sus propios invitados. La decisión de fundar este espacio y darle un destino público a una parte de su
colección la había tomado a fines de los años noventa. Pero ‘hacer un museo es una cosa complicada, no se tiene
demasiada ayuda’, aclaró la coleccionista y contó -en parte- sus diferencias con el arquitecto Rafael Viñoly y -también en
parte- las circunstancias económicas que la llevaron a vender 20 pinturas impresionistas, algunas con calidad museística,
entre ellas obras de Gauguin, Degas o Miró.”, en “Amalia Fortabat se dio el gusto de abrir museo propio”, Diario Ámbito
Financiero, Buenos Aires, 22 de octubre de 2008. A su vez el diario La Nación comenta: “Bueno, ya saben -dijo la
señora de Fortabat-: el cliente siempre termina peleado con su arquitecto. [Sonrisas.] Nos reunimos con Viñoly en la casa
que tenía en Southampton. Me llevó varios proyectos, pero ninguno me convenció del todo.”, La Nación, Buenos Aires,
21 de octubre de 2008.
4
Un visitante anota en el libro de visitas lo siguiente: “Muy fascista la prohibición de acercarse a las obras de arte y el
proceder del personal de Prosegur. José María.”

3
Accedemos a la denominada Sala Familiar. El gusto de la coleccionista determinó que
debía ser ella y su familia los protagonistas de esta historia y no los curadores, especialistas o
intermediarios que en la actualidad se prefieren como emisores del discurso curatorial.
También dispuso verse reflejada en un pastel y carbonilla del año 1946, realizado, al igual que
el retrato de Alfredo Fortabat, por un pintor catalán: Alejo Vidal Cuadras, a quien le vuelve a
solicitar un nuevo retrato en 1962, que también se exhibe. Sus nietos, pintados por Berni en
1979 en agradecimiento por la ayuda de la retratada a la realización de los murales de las
Galerías Pacífico, no logran mejorar la calidad muy mediana del conjunto. La única foto que se
exhibe en el museo, un retrato de María Inés de Lafuente, completa el grupo familiar. Esa foto,
de Aldo Sessa, es de singular eficacia y se destaca por la intencionalidad en demostrar el poder
de la retratada, algo ausente en las actitudes pasivas, las pequeñas perlas o los simples anillos o
pulseras esclavas de la joven Amalia.

De todo el museo, este conjunto es el único que parece tener claramente una intención, y
lo hace al modo realista tradicional, procurando que no se deslicen ambigüedades. Parecen
decir: esta es una familia real y nosotros somos los responsables de lo que sigue.

Uno se pregunta si era necesario enfatizar la figura del propietario en esa medida,
cuando ya en el frente y en la entrada del museo se advierte que se trata de la Colección Amalia
Lacroze de Fortabat. Posiblemente se intente justificar el anacronismo de poner a la persona de
su dueño en primer término, antes que la obra de los artistas. En realidad, se trata de reafirmar
el criterio de autoridad, criterio que a lo largo de la historia fue materia de disputa entre los
regidores de los primeros museos y los científicos que los sucedieron como emisores del
discurso museal. En realidad, los museos ganaron terreno ante el decaimiento del poder
intelectual e institucional de la religión y de su narrativa y antes de la configuración de la
ciencia como nueva forma académica. Esa autoridad en manos de los regidores de los museos,
imponía las formas de exponer, clasificar y de comunicar, sin ninguna otra intervención ajena.

En 1683 el Ashmolean, en Oxford, Inglaterra, fue el primer museo abierto al público de


la historia5 y sirve de ejemplo del resguardo de los criterios de autoridad en manos de sus
fundadores y donantes. Han transcurrido tres siglos desde entonces, y los criterios de
autoridad de la nobleza fueron suplantados por la sociedad civil y sus especialistas, sean estos
científicos, historiadores, curadores o técnicos. Y esto fue así en función de los valores que los
museos se demostraron capaces de transmitir, lo cual requirió habilidades capaces de
explicitarlos, a la vez que planteó nuevos interrogantes acerca de la noción de capital. La
transmisión de un capital físico se mide por su valor económico pero sucede que ciertos
objetos tienen además un valor simbólico, transmisible sin necesidad de la transferencia física
del bien. Pierre Bourdieu6 señala, en ese sentido, la paradoja de las estrategias de inversión
escolar, las cuales no toman en cuenta la más determinada socialmente de las inversiones
educativas, a saber, la transmisión del capital cultural.

Ese capital cultural incorporado sería, según Bourdieu, aquel cuya acumulación “exige
una incorporación (ligar al cuerpo, cultivarse) y que, en la medida en que supone un trabajo de
inculcación y de asimilación, consume tiempo, tiempo que tiene que ser invertido
personalmente por el ‘inversionista’ (al igual que el bronceado, no puede realizarse por poder)
y que se convierte en parte de su persona”. En el ámbito de los museos, las personas que hacen

5
Susan M. Pearce, Museums, Objects and Collections, Washington, Smithsonian Institution Press, 1992.
6
Pierre Bourdieu, “Los tres estados del capital cultural”, Sociológica, México, UAM-Azcapotzalco, n° 5, pp. 11-17.

4
del conocimiento su profesión no son los nobles ni los empresarios, sino los historiadores, los
curadores, los técnicos o los científicos que muchas veces ponen en crisis a los mecenas, nobles
o funcionarios políticos que ven necesario emplearlos. “¿Cómo comprar este capital
estrechamente unido a la persona, sin comprarla a ella, si eso ocasiona privarse del efecto de
disimulación de la dependencia? ¿Cómo concentrar el capital –cuestión necesaria para ciertas
empresas– sin concentrar a sus portadores, si de ello resultan consecuencias rechazadas de
antemano?”7

Al respecto, recientemente, y a raíz de la cultura de la interactividad que impulsa el


Internet y sus distintas herramientas de comunicación, también se cuestiona el criterio de
autoridad curatorial única y se abre a la participación mucho más activa del público que
concurre a los museos.8

3. Hermoso lugar, hermosa colección

Cuando, en 1896, Eduardo Schiaffino logra inaugurar el Museo Nacional de Bellas Artes,
del cual sería fundador y primer director, lo hace con un popurrí de obras que incluían todas
las tendencias: desde la pintura de sus colegas y amigos a ejemplos que pudo conseguir de la
pintura francesa, italiana, española, y hasta unas imágenes religiosas jesuíticas donadas, entre
otros, por Juan Bautista Ambrosetti. La culminación de un muy deseado proyecto, la creación
del Museo Nacional, era el acontecimiento preponderante del momento.

Un siglo después, la colección Fortabat produce un efecto similar en la sala que, bajo el
título de “El Paisaje, la ciudad y la tradición. Siglo XIX y XX” (convengamos en que queda muy
poco afuera) agrupa a algunos de los precursores: Morel, cinco cuadros atribuidos a Prilidiano
Pueyrredón, y un Blanes para luego mostrar cuadros de De la Valle, Pallière y Rugendas. De
Rugendas, con una obra de 1845, se salta sin más intermediación que veinte centímetros a una
pintura de Giudici de 1913 que representa un nevado de Cuomo, y unos metros más allá a un
cuadro actual que puede competir con ventaja entre los peores de la colección: una recreación
de la quinta de Rosas hecha en 1992 por un pintor comercial de cosas gauchas. Como si nada
sucediera, luego se exhibe, entre otros, a Ramón Silva, Alice, Quirós, Quinquela o Malanca. En el
extremo de esa sala, dos grandes cuadros nos guían acerca del gusto asociado a las
preferencias populares de la coleccionista: La tropilla (1907) y Entre durazneros floridos
(1910) de Fernando Fader. Los dos formaron parte de la recordada retrospectiva del pintor en
el Museo Nacional de Bellas Artes de 1988 y fueron votados por el público en aquella ocasión
como los dos que más gustaron.

No se le hace justicia a Ripamonte, Molina Campos y a muchos otros artistas expuestos,


ya que las obras escogidas no alcanzan la calidad que se exige normalmente en un museo. El
gusto personal probablemente no precise sujetarse a los criterios de los conocedores y
académicos del área, pero aun así, descartando el criterio especializado, esta selección de obras
no resiste la comparación con el gusto de otros coleccionistas particulares de parecido poder
económico que hicieron su propio museo. Pienso en la extraordinaria Colección Menil de

7
Ibid. Se sugiere la lectura del las diferencias entre capital cultural incorporado, objetivado e institucionalizado, cuya
explicación excedería el propósito de este trabajo.
8
Elaine Heumann Gurian, “Introducing the Blue Ocean Museum: an imagined museum of the nearly immediate future”,
www.egurian.com, 2007.

5
Houston, Texas, por cierto muy heterogénea, ya que tiene vasos griegos como ésta, obra
religiosa, surrealista y contemporánea, del paleolítico hasta el presente, pero toda ella escogida
con el muy afinado criterio museístico de Dominique de Menil y sus muy profesionales
asesores. Otros museos privados hacen también jugar a su favor la homogeneidad del gusto de
una persona en oposición a las colecciones más anónimas aglutinadas a partir de muchas
donaciones. Es el caso de la colección Insel Hombroich cerca de Düsseldorf, plena de objetos de
arte diversos, la Beyeler en Basilea o la Pulitzer en St. Louis, Estados Unidos, que combina
piezas tribales con arte moderno. En todas ellas, el gusto personal sale airoso.

Desde la sala de “El Paisaje…” asoma un balcón que permite observar, mirando hacia
abajo, la galería principal en toda su extensión. Un enorme espacio sin subdivisión alguna, de
unos noventa metros de largo por unos veinte de ancho y quince de altura. Desde el balcón
podemos ver dos obras de Petorutti, El Indeciso y La resistencia, del año 1950. Las otras obras
no tienen un tamaño que permita identificarlas desde la altura, por lo que agradecemos poder
volver a pasear por la ThyssenKrupp que circula lentamente en estado de ahorro de energía
hasta que uno se sube, y allí desciende con serena velocidad hasta la planta inferior.

Las escaleras parecieran cumplir una función adicional en los museos. El prototipo de
museo en la Argentina, el museo de Ciencias Naturales de La Plata, inaugurado en 1888 por
Francisco Moreno, guarda una perfecta correspondencia entre su arquitectura, la ideología
predominante de la generación del 80 y la política del museo. La altísima escalera custodiada
por los dos felinos en su entrada marca la distancia entre el conocimiento erudito de los
científicos y el acatamiento y admiración hacia ese conocimiento que se esperaba de los
visitantes. La manera poco didáctica de exhibir la colección y las cédulas identificatorias de las
piezas muchas veces escritas en latín reforzaron esa distancia poco dispuesta al diálogo, pero la
escalera, como en las catedrales, marcó el esforzado y custodiado, acceso al círculo de los
dioses. Corresponde al período en que el criterio de autoridad se posaba, incuestionadamente,
en manos de la ciencia. En el Fortabat en cambio, la escalera mecánica aporta su última
tecnología y no adhiere al criterio de autoridad de la donante: es el único dispositivo
interactivo que toma en cuenta la presencia del público, o su peso al menos, y se dispone a
complacerlo.

Ya en la gran sala, a un costado de la escalera, una serie de carteles agrupados dicen lo


siguiente: “Arte Internacional”, “El espíritu de la modernidad”, “Figuraciones I”, “Figuraciones
II” y “Antonio Berni”. “Arreglensé”, faltaría que dijesen. El arquitecto seguramente supuso –y
aquí podríamos imaginar uno de los posibles conflictos con su mandante– que la enorme
superficie habría de estar compartimentada para sugerir un recorrido, o que se habrían de
seleccionar piezas clave y que podríamos tener la emoción de descubrirlas en el trayecto, o que
habría núcleos de sentido que facilitarían la comprensión de las hipótesis curatoriales. Esa
suposición se confirma al observar que cada diez metros existen en el piso tomas de energía
para alimentar posibles paneles o vitrinas, indicadores, o bien luces que maticen o dramaticen
un pasaje o que contribuyan a la narrativa. El recorrido aconsejable para un visitante en un
museo es comparable en sus tensiones al transcurso de una narración o de una pieza musical,
donde la trama literaria o sonora no está a la vista desde el comienzo, ni toda ella en una
misma clave rítmica, de altura o luz. El espectador merece el privilegio de la expectativa del
cazador, donde la pausa puede ser su ingrediente más significativo.

La compañía de transportes de obras de arte Delmiro Méndez e Hijos, profesionales de


prestigio en el acondicionamiento y traslado de obra, fue la encargada de colgar los cuadros

6
según una enumeración y orden preciso de montaje que les fue facilitada por la dueña del
museo por medio de un intermediario.9 Uno de los extremos de la sala para Julieta y su aya
(1836) de Turner y el otro, para Domingo en la chacra (1945 y 1971), de Berni. Los Petorutti
mencionados (1950) en el medio. A los costados del Turner dos atractivos retratos sin fecha de
J.B. Greuze (1725-1805). A simple vista puede observarse que el Turner tiene dificultades de
conservación y que las tendrá en mayor medida con el transcurso del tiempo. Sus
desprendimientos debieran ser contenidos con urgencia, pero ese deterioro puntual puede
resultar menos grave que el exceso de luz que baña al cuadro con rayos ultravioletas y que
invariablemente deteriorará el color. La importancia de ese cuadro merecería que un
conservador de patrimonio lo trate pero, como dijimos, el museo no dispone de especialistas.10

4. Una gran colección, aunque un poco frío el entorno. Quizá la intención sea
impresionar, y lo logra. Sería bueno que hubiera una tienda como en el Malba. La visita
sponsoreada por Arnet no me satisfizo. Muy corta y poco interactiva. Deberían dotar de
un megáfono a la guía.

Julieta y su aya es una de las piezas clave de la colección y clama por ser puesta en contexto. Si
bien toda la disposición de las obras pide la presencia de un diseñador profesional, es en el
tratamiento de las piezas clave donde más se pierde la oportunidad de crear atmósferas que
comprometan más al espectador, emocional e intelectualmente, y se revelen de un modo
persuasivo los valores culturales de las obras. Para ello no es suficiente una buena visita
guiada, ya que no es sólo información adicional la que se requiere, sino una experiencia
espacial, emocional, algunas veces táctil, interactiva o sonora que no podríamos exigir a las
guías. El propio J.M.W. Turner especificó en su legado de obras a la National Gallery de Londres
que sus cuadros fueran puestos en contexto. De modo comparable lo hicieron Gustave Moreau
o Auguste Rodin, y en nuestro país, Rogelio Yrurtia y Luis Perlotti: todos ellos donaron sus
estudios para que sus obras pudiesen ser comprendidas dentro de un clima específico. La
pared Oeste que continúa al Turner exhibe algunos de los mejores cuadros de la colección: los
dibujos de Gustav Klimt; La Torre de Babel del círculo de Maarten van Heemskerck y El Censo
de Belén de Pieter Brueghel II. En ese sector se ubica la única escultura exhibida: La edad de
bronce de Rodin, fundida por Alexis Rudier en Paris, en 1876.

Que obras de esta calidad artística puedan ser vistas por el público revela sin duda un
gran acierto, aunque un curador profesional podría haber calibrado mejor las connotaciones
inevitables. El Turner y el Brueghel son los únicos dos cuadros que están montados en una caja
y protegidos del público por una gruesa hoja de vidrio. Son además, por lejos, los de mayor
valor de mercado. Este hecho hace que se distingan, sobre todo, por el valor económico de la
transacción. ¿Por qué no merece un vidrio de media pulgada el empequeñecido Figari que está
colgado a centímetros del Brueghel?, ¿Qué valores se están transmitiendo a los visitantes: los
ligados al capital económico o al artístico?11

9
“Dicen que hubo curadores, pero que a última hora la que decidió todo fue la Señora. Desde el living de su casa miró
los planos del museo que recién pisaría por primera vez el día de la inauguración y, pared por pared, digitó qué iba en
cada sala. Luego, con una lapicera, marcó con una cruz el lugar donde cada guardia de seguridad debía pararse.”, María
Gainza, “Los caprichos”, Revista Radar, Buenos Aires, 15 de marzo de 2009.
10
En el presente mes [junio de 2009] se han comenzado a dar charlas y visitas guiadas acerca de algunos de los artistas
expuestos, lo cual hace tener esperanza de que en el futuro se revierta la situación aquí descripta.
11
“Va como dato, dicho por un especialista, que si el Turner saliera al mercado, a pesar del tsunami financiero, no
costaría menos de 60 millones de dólares”, La Nación, art. cit.

7
En la pared opuesta hay aún otras obras de autores extranjeros, entre ellos el Andy
Warhol que retrata a la coleccionista y es uno de los que demuestra mayor coherencia con la
construcción que ella hiciera de sí misma. Mucho más pertinente que el pintor catalán con sus
flojos retratos de la inicial sala familiar, Warhol exploró en profundidad la superficie de las
personas y de las cosas y puso en crisis las distinciones que señalabamos entre capital
económico y cultural.12

Las obras de los autores argentinos: Forner, Victorica, Russo, Presas, nos autorizan a
pensar que estamos en la Figuración I o II. Si el gusto de la coleccionista puede derivarse de la
cantidad de obra que adquirió de cada autor, Carlos Alonso está al frente con quince pinturas.
Berni y Castagnino están en segundo lugar. Aquí también la calidad es muy variada. Luego de
apreciar tres buenas obras de Benedit y un excelente Aizenberg de 1971, la vecindad con un
mal cuadro hace perder credibilidad al conjunto.13

Volvemos a subir. Dos pisos más arriba, un cartel indica que veremos “Abstracción y
nuevas formas de la figuración”. La sala tiene también noventa metros pero, a diferencia de la
anterior, tiene una pared anulada en toda su extensión por los vidrios y persianas reguladoras
de luz que dan al oeste, y la altura es mucho más acotada, no excede los tres metros cincuenta
en la superficie donde se ubican los cuadros. Las medidas de los lienzos son sin embargo
mucho más grandes que los del piso inferior, lo cual hace dudar de la conveniencia de
exhibirlos en esas condiciones. Las cabeceras de la sala esta vez no están jerarquizadas como
en la sala principal. En lugar de Turner y Berni, aquí se exhibe a Joaquín Molina y Miguel
D´Arienzo. Si volvemos a seguir el método cuantitativo como indicador del gusto de la
coleccionista, en este conjunto los vencedores son Luis F. Noé con seis buenos cuadros, seguido
por cinco igualmente buenos de Rómulo Macció y otros tantos de la nieta de la dueña, Amalia
Amoedo. Próximo a los elementales ejercicios de color de esta última, hay un cuadro que
diríamos que es cándido, si no hubiera sido pintado por Ernesto Sábato. En ese conjunto
destacamos también los excelentes cuadros de Ernesto Deira.

La mezzanina del piso superior y último, una superficie recortada que balconea sobre la
sala antes descripta, tiene algunas sorpresas. Bajo el rubro: “Objetos de la colección”, fueron
dispuestas cuatro vitrinas. Una con figuras egipcias, otra con dos piezas de Art-Decó, una
tercera con dos piezas griegas –una de las cuales es un vaso de alabastro del siglo IV a.C.– y una
cuarta de gran tamaño con un mosaico bizantino. Las vitrinas y los soportes de las piezas
fueron bien diseñadas por técnicos que contrató la firma Delmiro Méndez y, si bien están
amenazadas por la luz que entra a la sala desde el norte, lucen atractivas. En el otro extremo se
ve un raro homenaje a Raúl Soldi: las ilustraciones que hizo para una publicación de un
pariente de la coleccionista y unas pequeñas pinturas olvidables.

5. Lo que más me gustó fueron las cosas egipcias y las escaleras mecánicas

12
Ese es uno de los tres retratos que le hizo Andy Warhol, “de quien tengo además otros dos cuadros que me regaló,
porque creo que estaba enamorado de mí”. Dichos de A.L.de Fortabat, en Ámbito Financiero, art. cit.
13
“El montaje es abarrotado y recuerda el botín de guerra de un general romano, obtenido a cuatro manos en un saqueo a
una ciudad vecina. Además, el hilo de familia que hay entre las pinturas es tan delgado que, por sectores, parecen no
reconocerse entre ellas. Lo que termina dando momentos incómodos: como el arlequín geométrico de Roberto Aizenberg
al lado de un desnudo de Juan Lascano que debe tener al pobre Aizenberg revolviéndose en la tumba”, María Gainza, art.
cit.

8
La caligrafía infantil de quien escribió esa frase en el libro de visitas no esconde la
seriedad de la opinión. El relieve egipcio de un guerrero es muy atractivo, y la escalera, como
dijimos, es el único elemento interactivo que toma en cuenta al espectador. Los emisores de
mensajes culturales están demasiado habituados a desestimar la capacidad participativa de los
visitantes de los museos. El hábito de considerar al ciudadano común como un mero
consumidor indiscriminado de representaciones complejas resulta un equívoco. Muchos de los
espectadores o lectores de mensajes culturales (libros, juegos, anuncios, señalizaciones) – el
supuesto “hombre común”– puede no estar en condiciones de rebatir u oponer un sistema
alternativo al de los códigos herméticos de la representación, pero tiene la astucia de emitir
siempre su propia opinión, muchas veces ilegible o tan hermética como la del lenguaje
artístico, pero perfectamente válida y susceptible de análisis. Los cuadernos de visitantes,
independientemente de que sean severos14 o complacientes, permiten verificar esta hipótesis.
Si bien son en apariencia desarticulados, los comentarios formulan (e incluso a veces
adoptando la sintaxis de la institución) deseos e intereses no captados ni contenidos en
muchos casos por el sistema institucional.15

El edificio de Viñoly demuestra una buena arquitectura, los materiales utilizados son de
primera calidad y podría decirse que su marca distintiva es el techo vidriado abovedado, que
desciende hasta la primera planta del museo, con un original sistema automático de persianas
reguladoras de la entrada de luz. De noche es un tenue faro que apunta su presencia frente al
curso de agua y al hotel Regis cinco estrellas próximo a finalizarse. De día comparte los reflejos
narcisistas de los edificios adyacentes, espejando prosperidad. Esa majestuosa transparencia y
las inutilizadas terrazas adyacentes, sin embargo, han obligado a ceder mucho espacio de
exposición. Los dos pisos superiores permiten exhibir escasos cincuenta cuadros. Este
inconveniente se vuelve mayor si se pretendiesen hacer muestras temporarias16 o acrecentar
la colección.

Los carteles indicadores de los cuadros, de bronce y adheridos a la pared, con las
leyendas grabadas con incisión, dan la impresión literalmente lapidaria de que ningún cuadro
se moverá de su lugar. Los diarios dieron cuenta de la ausencia de proyecto en esa dirección y,
en algunos casos, se reafirma el criterio de autoridad único que sostiene a esta colección. La
ausencia de un guión curatorial es, paradójicamente, un guión curatorial que hace revertir la
mirada hacia el dueño que exhibe sus bienes –como antiguamente se mostraban las joyas de la
corona en la Torre de Londres– pero que en realidad aleja más que aproxima a su transmisión
en cualquiera de sus acepciones. Los múltiples espejos de Puerto Madero inspiraron quizá a la
colectora cuando le fue preguntado si haría otras muestras además de la permanente:
“¿Quieren que siga trabajando? Pido gancho. Ahora me voy a dedicar a un proyecto que tengo
con lo que más me interesa: el prójimo.”17

14
“Cuánta plata tiene esta mujer!! Hay que expropiarle todos los cuadros y ponerlos a disposición de la gente gratis!! Y
hay que expropiarle todas las posesiones!!! Explotadora.”
15
Michel de Certeau se extiende en analizar la “marginalidad masiva” de los usuarios culturales y sus tácticas de
asimilación. Ver: La Culture au pluriel: “Des espaces et des practiques”, “Actions culturelles et stratégie politique”, en
La Revue nouvelle, abril de 1974; citado en: Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano. Artes del hacer, México,
Universidad Iberoamericana, 2000.
16
“Pero lo cierto es que, en un futuro no lejano, la institución demandará un sistema de muestras temporarias –aún no
previsto– que le otorguen, al edificio y al patrimonio, el dinamismo que hoy tienen todos los museos del mundo que no
se limitan sólo a exhibir su colección.”, Ana María Battistozzi, “Un recorrido por el museo Fortabat que hoy abre sus
puertas al público, Clarín, Buenos Aires, 22 de octubre de 2008.
17
Ámbito Financiero, art. cit.

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