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El banQuete

Revista de Literatura
Año XI – N° 7 – Diciembre de 2008

Consejo de Dirección

Silvio Mattoni
Cecilia Pacella
Carlos Schilling
Carlos Surghi

Editor

Juan Carlos Maldonado

Colaboran en este número

Adriana Canseco
Mauro Césari
Laura Crespi
Daniel Link
Natalia Lorio
Santiago Llach
Fabián Mié
Augusto Munaro
Claudia Santanera
El banQuete

7
Índice

Ensayos

Para terminar con esa moneda del sentido Henri Meschonnic


Esas poderosas cantantes Daniel Link
El exceso sublime del yo Silvio Mattoni
Robert Walser. Un mundo feliz Augusto Munaro
Viel Carlos Surghi
Movimientos poéticos de Fogwill Cecilia Pacella

Poesía

Cuaderno de cuatro años Eugenio Montale


Pequeña editorial de vanguardia Santiago Llach
Hechos Mauro Césari
Árboles alineados Laura Crespi
Sampling Claudia Santanera

Escrita

Tres poemas Carlos Giordano

Margen

La antropofagia ritual de los tupinamba Alfred Métraux

Reseñas

Serena Abisinia Carlos Surghi


Cecilia Pacella
Escuchando la música del mundo Adriana Canseco
Ocasión y sustancia Silvio Mattoni
Movimientos subterráneos Carlos Schilling
La desmesura soberana Natalia Lorio
Ensayos
Para terminar con esa moneda del sentido*
Henri Meschonnic

Terminar con una metáfora, una vulgata vulgar. En abstracto, el dinero circula, el
sentido circula, intercambiaríamos ideas por palabras como monedas de 5 francos por
cualquier cosa que éstas puedan comprar. Desde que esta analogía circula, no ha
enriquecido al pensamiento. Más bien, lo ha empobrecido. Quiero decir, antes que nada,
que esa grosera reversibilidad se ha vuelto insoportable.
Sin embargo, la analogía parece tener la fuerza de una evidencia y, además, autores
ilustres. Hay sentido en el dinero, como en todo lo social. Hay signo. Sólo eso se ve, como
en el lenguaje, el signo oculta lo que muestra. Lo que circula es moneda falsa.
Haremos una antología. El fragmento, para nosotros sin dudas más famoso, es el de
Mallarmé en Crisis del verso:

"Narrar, enseñar, aun describir, sirve, y si bien es posible que sea suficiente para
intercambiar el pensamiento humano, tomar o poner en la mano de otro en silencio una
moneda, el empleo elemental del discurso desgasta el reportaje universal en el que, la
literatura exceptuada, participan todos los géneros de escritos contemporáneos."

Al azar de las lecturas, el abate Grégoire, queriendo una lengua nacional para
difundir la libertad contra los "idiomas feudales", obstáculos para la "propagación de las
luces", decía: "las palabras son las letras de cambio del entendimiento", en su informe de
1794 "sobre la necesidad y los medios de erradicar el patois y universalizar el empleo de la
lengua francesa".

Y Montesquieu, citado por Marx en El Capital: "El dinero es el signo de una cosa y
la representa." Como el lenguaje. O, mejor, como la palabra. Transparente a lo que nombra,
como el aire deja ver las cosas. Transitivo como el pasaje a su objeto directo, que es lo que
tiene que decir. El lenguaje, visto como medio de comunicación, se disuelve en su empleo,
*
Texto extraído de L'argent (Pour une réhabilitation morale) VV.AA, Editions Autremont, Serie Mutations
Nro 132. Octubre de 1992.
se vacía en su utilización, una vez dicha la cosa. Está para eso. Sólo cuenta esa cosa de la
que habla, y que él no es, la "ausencia de todo ramo". Ocuparse del lenguaje en sí mismo
no sería más que prestarle atención al medio, a la expresión.
Todo el lenguaje puede estar comprometido. Fraseología, frases huecas, para Marx.
Marx sólo considera el lenguaje como un instrumento de comunicación. Stalin, también.
Marx primero avanza por el camino equivocado: "La lógica es el dinero del espíritu", en los
manuscritos de 1844. Sin distinguir entre signo y símbolo. Luego descubre una
"mistificación" (en la crítica de 1859), un "error", y critica al signo como "mero signo de
valor". Para él todo lenguaje es ilusión y confunde el lenguaje con el discurso, con la
ideología, con la estafa de los estafadores. Pero su propio lenguaje, para él, era transparente
a la cosa, al denunciar el lenguaje de los otros. Reniega de la metáfora: "El dinero no es un
símbolo, así como la existencia de un valor de uso como mercadería tampoco es un
símbolo", en la Crítica de 1859. La paradoja es que su crítica se anula, en la medida en que
Marx reemplaza al signo por el jeroglífico, que sólo es el signo más el acertijo que se debe
descifrar. Al pretender librarse de las trampas del lenguaje, Marx sostiene y no conoce nada
más que el signo.
Lo que dice el signo-dinero es el signo mismo. Su dualismo ordinario. La oposición
banal entre el vehículo ordinario de tus pensamientos ordinarios y una alteridad que nada
tiene que ver con eso, que es lo anti-arbitrario, lo anti-utilitario, el acercamiento
deslumbrante del paraíso recuperado —la unión de las palabras y las cosas—, la
sacralización de la literatura. Esta es la fórmula rápida para el viaje —Sartre: "Los poetas
son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje."
Como ese maniquí binario supone un extraño desconocimiento del lenguaje, una
concepción tanto más celebrada, saboreada, cuanto más vil y mezquina es, con lo cual
queda satisfecho tal vez, mediante el desprecio, el culto del pensamiento puro en el que
retomar la metáfora significa atribuírsela a sí mismo, por todo eso y para situar mejor a los
filósofos que dividen así el lenguaje, yo cierro esta antología portátil con un pasaje de
Gadamer que resume toda la vulgata:

"[...] lo primero que nos enseña la literatura es que a diferencia del tratamiento del resto del
lenguaje en la comprensión no atravesamos su manifestación verbal para abandonarlo
inmediatamente. [...] Cuando recibo una carta y la leo, ella hizo lo que tenía que hacer.
Algunos rompen las cartas una vez que las leen. Lo cual pone de relieve la esencia de esta
comunicación verbal, terminada la recepción, cumplió su función".

No se trata, sin embargo, de negar la evidencia: un poema actúa y continúa


actuando, mientras que la comunicación usual termina en su cumplimiento. No se trata de
negar, sino de desplazar la evidencia. Y en ese mismo desplazamiento, se vacía, la
evidencia. Cede su lugar a algo menos simple. Pasa del discontinuo binario a lo múltiple
del continuo, el sentido se enriquece.
El dualismo es ordinario, no el lenguaje. La metáfora, esa transposición tan común,
entre el sentido y el dinero, no es más que el signo de la oposición inmemorial entre la
palabra y el pensamiento, el continente y el contenido, la materia y la forma, el sonido y el
sentido, el hábito, también, y el pensamiento (aparentemente desnudo). Dos elementos
heterogéneos, y un tercero, que falta. Eso es el signo. Pero el signo sólo te muestra la
lengua. Coloca la grilla de lo discontinuo sobre lo desconocido del lenguaje y, como en el
proverbio indio del sabio que muestra la luna, el imbécil mira el dedo.

Pero en el discurso, que oculta el signo, sólo hay un acto de lenguaje, que es del
orden de lo continuo. No el continuo fabuloso entre las palabras y las cosas, entre el
hombre y la naturaleza con los animales, sino el continuo de historia, múltiple, entre cultura
y lenguaje, entre un discurso y un cuerpo-lenguaje, ritmo, gestualidad; entre una palabra y
sus situaciones: las cuarenta maneras de decir "esta noche" (Sevodnja vecerom) del actor de
teatro de Stanislavski del que habla Roman Jakobson. Hay ocasiones en las que lo ya dicho
no termina nada y que son mucho más distintas y numerosas de lo que deja ver ese gris
binarismo: las palabras de amor y las palabras de resentimiento, las palabras que dañan y
las que uno nunca deja de disfrutar, de volverse a decir, ya sea porque son divertidas, ya
sean que mimen al Narciso que permanece despierto incluso cuando dormimos, las palabras
que nos inquietan, las que nos vuelven en sueños. Hasta el esquema abstracto, donde
algunos parecen haberse detenido, de la información (como si hubieran dejado de pensar
durante los años 50), emisor-mensaje, decodificación-codificación, conjuga tanto lo
continuo como lo discontinuo, pero el modelo impide que lo veamos.
Es la física del lenguaje, la prosodia y la rítmica individuales del hablar, las
pronunciaciones regionales: el acento meridional para el informe meteorológico —hay sol,
al menos en la voz. La manera de masticar, o de lanzar, las palabras. Además de las
"prosodias personales", de las que habla Apollinaire y que constituyen la poética de una
obra. Existe la dicción-espectáculo de los políticos, la cual, se sabe, es inseparable de lo que
generan en sus discursos. Su retórica, en el sentido de Aristóteles, acción y representación:
la voz histérica de Hitler que inauguraba un reino de mil años, la voz contrita de Pétain que
convocaba a un pueblo a castigar sus pecados, mediante la regeneración de sus judíos.
El lenguaje no se consume consumiéndose. No es como el carbón que desaparece
después de quemarse. Esta representación consumidora, aniquiladora de la lengua hace
tiempo que está a punto para ser erradicada de una vez por todas. El lenguaje merece algo
mejor.
Según la analogía común, la palabra, y la moneda, ambas unidades discretas,
divisibles, portátiles, son intercambiables. La noción de intercambio en sí misma se presta a
una generalización del intercambio. No por el dinero. La noción de intercambio se convirtió
en una metáfora del signo —la palabra— y el signo, metáfora del intercambio.
El dinero, a la vez en la abstracción y en lo concreto de una moneda —una pieza, una
palabra— es la materia de la analogía. Todo por la mismo plata. Debido a la falta de
distinción entre los tipos de signos que permite la circulación del sentido, la vuelve creíble.
Fiduciaria, pero insolvente.
Sucede que esta circulación entre estas dos cosas circulantes no es más que un
paralogismo. Puesto que la analogía con el dinero sólo conserva la primera parte de una
observación elemental: que las palabras no se parecen a las cosas que significan, que la
moneda o su valor dinerario no se parece a eso que permite obtener. Pero la analogía se
queda corta, porque el elemento conceptual de la palabra, particular o general, siempre es
específico, único —salvo ciertas palabras claves que se entienden en el contexto y que son
comodines, o un juego. Con la palabra mesa sólo se dice mesa, que no es una silla, ni una
infinidad de otras cosas. En la palabra misma se detiene la cuenta. Debería detenerse. Pero
como continúa, como circula, ofrece la posibilidad a la vez de pensarla y de saber lo que
dice, y porqué, e incluso de seguirla en algunos de sus efectos.
Se trata de comprender qué decimos cuando decimos que el sentido circula y que
circula como el dinero. No circula como la sangre circula. Como los autos circulan. Como
una mercadería circula: compra y venta, al por mayor y al por menor. No se compra una
palabra, tampoco se la vende. La lengua no es un stock. Al menos, es lo que descubrió
Saussure. Pero no todo el mundo conoce este descubrimiento. Lo que primero revela esta
analogía es la constatación curiosa, casi inverosímil, de que la reflexión sobre el lenguaje
—pese a que el animal humano se define por el lenguaje— a la mayoría le resulta difícil,
alejada de sus preocupaciones cotidianas, extremadamente lenta e incierta en el
conocimiento de su objeto y de sí misma. Cuatro siglos para reconocer el sistema del
artículo en francés. De modo que la lengua no es un stock. Los mismos diccionarios, más
allá de las apariencias, tampoco son un stock. Una cosa es la palabra en una lista de
palabras, otra la palabra en la lengua, otra en la cabeza, y luego en la boca de quienes
hablan, otra cuando se escribe, y además todo depende de quién, y a quién, y porqué.
Sin embargo, la masa de expresiones en la que aparece la palabra dinero revela que
el dinero es sobre todo un medio o un bien. Lo que se gana, lo que se pierde. Se presta, o se
pide. El dinero, no el sentido. La analogía sólo ha conservado el instrumentalismo del
signo. No hace del sentido lo que el sentido no es: una posesión. No se puede atesorar el
sentido. Sólo se puede perderlo. La metáfora dice más de lo que uno sabe y tal vez de lo
que quiere saber.
Péguy afirmaba en L'Argent: "Hay que hablar del dinero en términos de dinero."
Sólo retengo de él, que decía que "se tomaba todo en serio" y que "los teóricos de la
claridad escriben libros oscuros", que hay que tomarse en serio las metáforas.
Es por eso que me tomo en serio la que va del sentido al dinero y del dinero al sentido. En
principio, porque es tan clara, a primera vista, que todo lo oscurece. Y después, porque en
su interior, insidiosamente, se descompone, se vuelve seudorreal.

Y, metáfora o comparación, el cambio, la reversibilidad entre el sentido y el dinero


se concentra demasiado en lo que hay de semejante y muy poco en lo que hay de
desemejante como para no ocultar lo desemejante, imponer la evidencia, que ostenta, en
este caso, la fuerza tranquila del signo. En eso consiste el abuso. De lenguaje y de
confianza. Precisamente el contrato que denuncio.
Si el sentido se parece al dinero, es necesario aproximarse al modo en que el sentido
está en el dinero. Cómo prepara el intercambio. Observar el estatuto de las nociones de
sentido en Filosofía del dinero, de George Simmel, que trata de "esclarecer la esencia del
dinero". De qué manera, con el dinero, como con cada elemento social, es el sentido del
sentido lo que está en juego. Toda reflexión sobre un sector de lo social presupone un
sentido del sentido.
La noción de "contenido" en Simmel es postulada en términos de "acto de
conciencia", de "proceso psíquico", no en términos de lenguaje, aunque vivamos en el
"mundo de los valores" y que Simmel compare el valor con una lengua: "Valor y realidad
son casi dos lenguas diferentes".

Lengua, metafóricamente, designa un modo, o un mundo, de representaciones. Más


que hacia el lenguaje, Simmel empuja el valor hacia otra comparación: el valor estético, el
arte. El valor como mundo de "mi deseo", en el que el sentimiento de lo bello es explicado
mediante un pasaje de la especie al individuo (que presupone la metáfora de una repetición
de la historia de la especie en la del individuo), pasaje de lo útil al placer que realiza de ese
modo una metáfora de metáfora. A través de la representación del objeto deseado, Simmel
añade incluso al dinero la "analogía del amor", porque "permanece aún en el dominio de la
representación", en el que el modo del deseo engendra en las cosas "la categoría especial
que denominamos su valor".

La definición de intercambio de Simmel parece a primera vista confirmar la


analogía entre el sentido y el dinero, dado que el intercambio es analizado como la
categoría más general: "La mayoría de las relaciones entre los hombres pueden ser ubicadas
en la categoría del intercambio: representa al mismo tiempo la interacción más pura y la
más intensa, constitutiva de la vida humana en su búsqueda de materia y contenido." Es que
el intercambio es formulado previamente en términos de lenguaje: materia, contenido. Pero
Simmel habla de situaciones de discurso: "El orador ante la asamblea, el maestro frente al
curso." Se trata de influencia recíproca, de interacción social: "Y, además, toda interacción
puede considerarse como un intercambio: la conversación, el amor (incluso si es
correspondido por otros sentimientos), el juego." No se trata del lenguaje como actividad,
sino de su efecto. En términos de Saussure, no la lengua, sino el habla. E incluso no el
habla en su funcionamiento como lenguaje sino como el juego de las relaciones sociales: de
la psicología y de la sociología. Donde el lenguaje, aparentemente captado, es nuevamente
atravesado y perdido.
De hecho, Simmel, determinado por el saber de su tiempo, no distingue una
especificidad del lenguaje. Coloca en un mismo plano, como modos de relación, "la lengua,
la moral, el derecho, la religión, en fin, todas esas formas fundamentales de la vida humana
que nacen y reinan en todo el grupo". Ahora sabemos, con Benveniste que "la lengua es un
intérprete de la sociedad". Para Simmel, el génesis del lengua, en su evolucionismo, no se
diferencia de otras formas de intercambio, "sería análogo al rapto de mujeres en los pueblos
primitivos". Así, el cambio, al ser la matriz de toda relación, "como forma y como función
original de la vida interindividual", lo sería también del lenguaje.

El sentido estaría en el intercambio antes que en el dinero. ¡Antes que en el


lenguaje! Pero como el sentido es el lenguaje, el lenguaje está primero. La lógica de
Simmel es insostenible. El dinero es la "base y expresión de la intercambiabilidad como
tal", la "forma pura de la intercambiabilidad", "objeto absolutamente funcional" y "ausencia
de individualidad".
Pero inmediatamente se impone la incomparabilidad entre el dinero y el lenguaje. El
intercambio es "una entrega contra una ganancia". Hablar, escribir, no es entregar las
palabras. Ya que uno no es su propietario. Parcialmente, la analogía se vuelve, si no una
impostura, digamos un paralogismo, para no herir la buena fe sorprendida de las víctimas
de la analogía —que no obstante, y por lo general, son también los cómplices y los
condescendientes del signo. Incluso, sus beneficiarios.
El acto del lenguaje no es una transacción. Los interlocutores no son "contratantes".
El acto del lenguaje tampoco es un "sacrificio", que ingresa, según Simmel, en la definición
del intercambio: Sacrificio, “de un lado, valor suntuario, del otro." Sacrificio: "el hecho de
que para obtener un objeto tenga que entregar otro". Nada parecido en el valor en la lengua,
en el sentido de Saussure: nada más que el diferencial interno en un sistema.
La analogía que se sirve del lenguaje sólo retiene un aspecto, enfocado
exclusivamente en el dinero. Una "relación de reciprocidad" donde, en relación al deseo y
al goce, interesadamente, todo adquiere el sentido del dinero y no el sentido del sentido: los
"obstáculos" del deseo, la circulación de los bienes que no se produce "sin lucha y sin
restricción" —escasas relaciones con los obstáculos de la comprensión, que son de otro
orden, incluida la incomprensión interna a la comprensión, de la que habla Humboldt.

La relación con el sujeto tampoco es la misma. El intercambio, pese a la palabra


misma, no es el mismo: "En el cambio, el valor se vuelve supra-subjetivo, supra-individual,
pero no por eso una cualidad o realidad factual inherente a la cosa: dado que el valor se
presenta más como pretensión de la cosa, superando su realidad inmanente, sólo cedida,
sólo adquirida a cambio de un contra-valor correspondiente." Más allá de que nada es
cedido, nada es adquirido, en la comunicación de un sentido, a menos de jugar
constantemente con las palabras, la noción de "contra-valor correspondiente" no tiene valor
aquí: o es un único sentido que pasa, o es otro, debido a un malentendido o diferencia de
interpretación.

Hay una distancia entre el dinero y lo que éste permite o no permite. No hay
distancia entre la palabra y su sentido, entre el emisor y el receptor, en el momento de
hablar. Dejo de lado el escrito, la carta, la botella arrojada al mar. Lo cual, por otro lado, no
cambia nada: la palabra no es seguida por su sentido. Es su sentido. Así como el
significante es inseparable de su significado, y uno sólo escucha el participio presente del
verbo significar. No el sonido, el sentido. Sólo si uno no comprende, si no conoce la
lengua, escucha nada más que el sonido.
El dinero es un medio. Que puede transformarse en un fin. El lenguaje no es —
contrariamente a una idea tan generalizada— un medio que sirve para comunicar. Esa
reducción simplista tiene efectos graves y groseros. Conocidos pero no siempre
reconocidos. Otra prolongación de la analogía: el instrumento. El dinero-instrumento: "El
dinero es el instrumento más puro", según Simmel. El lenguaje-instrumento. Alain lo
sostenía. Ahora, Rorty. Ese simplismo sólo vale por y en el signo.
El dinero es una medida. Expresa la "relación de valor entre los bienes". Se vuelve
valor él mismo: el préstamo a interés. Nada parecido existe en el lenguaje, que no mide
nada —salvo en la métrica. Pero, precisamente, la métrica, que mide o cuenta, no tiene
sentido. No tiene el sentido. Cuenta sílabas. Pero la sílaba no es una unidad de sentido. En
sí misma. El sentido no se cuenta.
Simmel señala que el dinero, en su "significación filosófica" es "la manifestación
más visible y la realización más clara del ser universal, mediante el cual las cosas adquieren
sentido unas en contacto con las otras, y así deben su ser y su estar a la reciprocidad de
relaciones en las que están sumergidas". A partir de allí, el lenguaje se aleja del dinero, la
analogía ya no puede sostenerse. Puesto que en el dinero "se objetiva ese más allá del sujeto
que es la circulación económica". Pero el lenguaje no es, no padece esta abstracción. Es un
sujeto que pasa a otro sujeto. El dinero, en su abstracción, es "objeto de intercambio,
eminentemente divisible, cuya unidad resulta conmensurable con cualquier contrapartida,
por más indivisible que sea". Lo que sólo se sostiene a condición de no conocer más que la
palabra, el sentido, la frase, la lengua —las únicas unidades de lo discontinuo y del signo.
El dinero sin duda es el "triunfo supremo" de la abstracción. El lenguaje es la diversidad de
las lenguas, que sólo superficialmente puede ser comparado con la diversidad de monedas,
dado que esta diversidad es el continuo lengua-cultura, lengua-literatura, discurso, ritmo y
prosodia de los sujetos: su historia, su libertad. No quedan demasiadas similitudes, en eso
que circula, entre el sentido y el dinero.

Pero mientras más vacía está la analogía, más oportunidades tiene de circular. La
comunicación, actualmente, vuelve a ponerla al día. Mediante la reducción del lenguaje a la
comunicación. Que postula el facilismo: sentido por todas partes. Pero el pensamiento
circula con más dificultades que el habla. Un pensamiento nuevo, incluso, no circula en
absoluto. Forma su tiempo. Forma su público. Que no lo preexiste. Es difícil. No por
elitismo. Sino porque la grilla del signo hace parecer difícil lo que oculta. Por definición.
Mallarmé decía: "Tomar o poner en la mano de otro." Retener el gesto, donante o donatario,
ya es afirmar la abolición del lenguaje en el acto de comunicación, y construir el signo
sobre la ausencia de la cosa. Esta ausencia de la cosa tiene consecuencias que sólo conoce
el lenguaje. No el dinero. El efecto-conciencia, desde Hegel a Blanchot: una muerte e
incluso hasta un crimen. Es verdad que no es más que literatura. Sin la ironía de Mallarmé.
Pero todos parecen olvidar ese elemento por el cual la frontera no pasa entre la literatura y
el reportaje universal, el ausente de esta ausencia, y tan diversamente presente: el
significante que pasa.
¿Dónde tiene la cabeza esta analogía que olvida tanto? Como sólo conoce la lengua,
es indiferente al hecho de que no hay sinónimos en el discurso. Curiosamente el que mejor
describe Mallarmé es el pasaje de una palabra de una lengua a la palabra de otra: el
diccionario bilingüe.
Sin embargo, es verdad que el dinero, separado del trabajo que lo produjo,
considerado como puro valor de cambio, es un significado sin significante. Y que el sentido
del lenguaje, así reducido, tampoco es más que un significado sin significante ni sujeto.
Ya que si el dinero es o puede ser tan abstracto, no hay una palabra aislada que no sea a la
vez todo el lenguaje, en su continuo, según los casos —cultura, sujeto, poema—, es decir
todo el hombre. Lo que oculta la evidencia de la analogía entre la circulación del dinero y la
circulación del sentido consiste en que el lenguaje visto desde el signo implica el olvido de
la ética y la poética —creyendo que las preserva. Aparte.

Si esta analogía está tan arraigada es porque es ahistórica. El dinero, considerado en


abstracto, no tiene historia. El sentido es la historicidad. Con sus discontinuidades. Sus
unidades variables: palabra, frase, discurso, obra, época. El dinero, en el marco de esta
analogía, no es una actividad. Incluso si el dinero trabaja, produce dinero. La mirada es
dirigida al producto. Pero el sentido no es un producto. El lenguaje, lo sabemos desde
Humboldt, es una actividad, no ergon, energeia. No un comercio. Salvo en el sentido de
Montaigne. Que no es el de Mallarmé: "Hablar es tratar la realidad de las cosas sólo
comercialmente: en literatura, basta con hacer una alusión o sustraer su cualidad que
incorporará alguna idea". En el binarismo, el refugio. El ghetto del poema. El reino del
signo es el mismo que el del señor Homais. La defensiva de Mallarmé, la huida fuera del
signo le deja libre el lugar. Pero esta situación no es universal. Está fechada, situada.
Demasiado francesa. Revela hasta qué punto la analogía, que supone dos partes en el
lenguaje, tiende a invadir todo. Dado que llega incluso al poema y lo determina. Basta con
ver ciertas poetizaciones. La analogía transforma al poema en el judío del signo.
En el paradigma del signo, la parte del poema, que pasa por buena, es en realidad la
misma que la del judío, que es la mala. Es el significante escamoteable escamoteado y
sostenido. Dado que la analogía visible contiene a la analogía invisible. Toda la lógica del
paradigma lingüístico, antropológico, filosófico, teológico, social, político del signo. Su
coherencia y su fuerza, que desborda toda búsqueda de cientificidad. Esa es la razón de que
las ciencias del lenguaje sean sectoriales y mudas. Y la sorpresa final, inesperada para los
oídos inocentes, de la analogía entre el sentido y el dinero es que implica al judío, lo asocia
a su fiesta identitaria, aglutinándola con otra analogía, aparentemente lejana, entre el judío
y el dinero.
En el paradigma del signo, el lugar del judío se asimila al del paradigma teológico,
en el que el Nuevo Testamento, mediante la lógica de la prefiguración, expresa el sentido
del Antiguo. Lo conserva, anulándolo. Como el significante del signo. Y prepara, según la
historia del antijudaísmo de la Iglesia, la reducción a la usura, de la que el abate Grégoire
quería liberar a los judíos, considerándola una historia, mientras que el antisemitismo
transforma a esta historia en naturaleza, biológicamente. Marx, en La cuestión judía, lo
naturaliza, convierte al dinero en el significante judío, el dinero, el Dios del mundo, en un
juego de palabras en alemán Gott y Geld: "Welches ist sein welticher Gott? Das Geld."
(¿Cuál es el Dios del mundo? El dinero.) El dinero se vuelve aquí una palabra-Dios. Es el
judío-dinero de Proudhon, de Fourier, de Toussenel. El judío de Marx.
El intercambio entre el judío y el dinero, y entre el dinero y el sentido, es preparado
en Marx por el jeroglífico. Lo extraño es que la desmistificación remistifica a su vez. En La
Sagrada Familia, el mundo capitalista burgués en general es "judío hasta el fondo del
corazón". El estatuto metafórico fomenta la fusión de dos metáforas. El lenguaje es
engañoso, el judío es engañoso. Los socialistas franceses, que a Marx no le gustan, son
"una sinagoga socialista" y, en El capital, "la lengua del mercado posee, aparte del hebreo,
muchos otros dialectos y patois". En eso se ha transformado la lengua de la santidad.

Todo esto tiene mucho que ver con el sentido. De diversas maneras. Si el judío es
identificado con el dinero, y el dinero con el sentido, entonces el judío también es
identificado con el sentido. Eso es lo que justamente está en juego en la relación teológico-
política de la Iglesia con el Judío por el motivo de la prefiguración. Motivo del sentido:
sentido de la historia, incluso. Que el Virus Israel es la Iglesia. Y el tema del Virus Israel es
el sentido motor del antijudaísmo. La voluntad de retomar el sentido. Ser el sentido.
Pero reducir el judío al dinero, identificarlo con el dinero, es despojarlo de ese sentido. El
sentido. En donde el dinero no es análogo al sentido. Es más bien lo contrario. Lo cual es
dejado de lado para que sólo tenga el sentido del dinero. Dinero que en los Evangelios es
entregado a Judas como pago por su traición. De modo que el sentido implica la muerte. El
imaginario de este dinero está vinculado a la muerte. El imaginario antisemita del judío lo
convierte en alguien que da muerte. Cuando Giraudoux en Pleins Pouvoirs, en 1939, evoca
a un médico judío, ese médico practica abortos.
Del judío, pleno de sentido en la Antigua Alianza, al judío, pleno de dinero, la
analogía se invierte. Su sentido se invierte. Venía del sentido e iba hacia el sentido. El
antisemitismo, en la civilización del dinero, lo convierte en el que viene del dinero y va
hacia el dinero. No se puede quitarle más sentido. Esa es la primera exterminación. La del
sentido. Posibilita, y precede, a la otra. Por esta vía, y en su singular oscuridad, se produce
la victoria perfecta de esta analogía que se articula y se invierte. Es incluso su única
victoria.
En cuanto al resto, entre el sentido y el dinero, sin el judío, lo que circula es la devaluación
más miserable del lenguaje: el signo. Hagamos un esfuerzo. El sentido vale más que este
desconocimiento satisfecho, transmitido por esta analogía, la cual dice tan poco que
podríamos pasarla de mano en mano, como una moneda, en silencio.

Traducción de Carlos Schilling

Esas poderosas cantantes


Daniel Link

nihil potest homo intelligere sine phantasmata


Aristóteles (según la Vulgata)

Nunca sabremos con certeza si Odiseo realmente quería volver a su casa, o si por el
contrario temía enfrentarse con la terrible tejedora, a la que debería informar de su entrega
fatal a la seducción del mundo.
Apenas “se nos mostró la tierra patria, donde vimos a los que encendían fuego cerca
del mar” (X: 28-31), el héroe fecundo en ardides se rindió al sueño (a las ensoñaciones),
circunstancia que sus “amigos” y “camaradas” aprovecharon para abrir el odre repleto que
Eolo había regalado a Odiseo, para mejor distribuir entre ellos el oro y la plata que creían
merecer tanto como su capitán. Horrenda codicia: al desatar el cuero, los “amigos”
liberaron los vientos, que arrastraron la nave, una vez más, lejos de la patria. La
circunstancia no parece haber afligido demasiado a Odiseo (“me quedé en el barco y,
cubriéndome, me acosté de nuevo”, X: 51). Los fatigados navegantes volvieron chez Eolo,
que los sacó carpiendo (X: 72-74), pasaron por Telépilo de Lamos (X: 80-133), llegaron a
Eea, la morada de “Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz” (X, 135-
140), donde los marineros se entregaron a la seducción de las “drogas perniciosas” (X: 233-
236) cuyos secretos dominaba la solitaria cantante “de voz sonora” (X: 252-253).
Escudado en otro pharmacon, Odiseo decidió ir a rescatar a sus camaradas y,
aconsejado por Hermes (X: 281-301), subió al “magnífico lecho de Circe” (X: 346-347), la
dealer de los mares griegos que, ahora transformada en magnífica anfitriona, les exigió que
la cortaran con el “copioso llanto” y la manía de traer “de continuo a la memoria la
peregrinación molesta” (X: 456-465). Odiseo y sus amigos se dejaron seducir por Circe y
se quedaron más de un año en su palacio (X: 466-468).
Pasado ese tiempo, vinieron los “fieles compañeros” (X: 471-474) a ver si se
volvían de una vez por todas a la patria. Odiseo, una vez más, “se dejó persuadir” (X: 475)
y después de un último “banquete”, subió “a la magnífica cama de Circe” (X: 480) y, entre
una cosa y la otra, le dijo: “—¡Oh, Circe! Cumplíme la promesa que me hiciste de
mandarme a casa. Ya mi ánimo me incita a partir, y también el de los compañeros, que
apuran mi corazón, rodeándome llorosos, cuando estás lejos (X: 483-486). Ella,
naturalmente, le contestó que no se quedara ni un segundo más de mala gana en su palacio,
y lo mandó al infierno (X: 489-575).
Vuelta la turba de marineros, para sorpresa de Circe, del Hades (XII), “nuestro
ánimo generoso se dejó persuadir” (XII: 28), celebraron un nuevo banquete y Odiseo
recibió instrucciones de la diosa para sobrevivir al encantamiento de esos monstruos, las
sirenas (XII: 37-54), y a otros tantos peligros marítimos en los que, por el momento, no
hace falta detenerse.

El episodio de las sirenas en la Odisea (XII: 165-200) es suficientemente conocido y


no es necesario glosarlo. Ha recibido, además, numerosas interpretaciones, muchas de las
cuales contradicen el candor con el que Karl Marx supo alguna vez referirse a la seducción
que sigue ejerciendo sobre nosotros la literatura griega: no es, como él pensaba, que lo
griego constituya la infancia de la humanidad (a la que no podemos mirar sin el candor del
caso), sino que en los textos de la antigüedad sobreviven los fantasmas (con esa particular
manera de hablar, repleta de usos figurados, tan característica de “lo griego”) que nos
acosan y que interpelan nuestra propia actualidad (lo que se llama un "clásico" es esa
potencia de futuro).
El comentario de Adorno, por ejemplo, ha sido esgrimido más de una vez como
ejemplo de la actualidad de la Odisea:

El pensamiento de Odiseo, igualmente hostil a la propia muerte y a la propia


felicidad (...), conoce sólo dos posibilidades de escapar. Una es la que prescribe a
sus compañeros: les tapa los oídos con cera y les ordena remar con todas sus
energías. Quien quiera subsistir no debe prestar oídos a la seducción de lo
irrevocable, y puede hacerlo sólo en la medida en que no sea capaz de escucharla.
De ello se ha encargado siempre la sociedad. Frescos y concentrados, los
trabajadores deben mirar hacia delante y despreocuparse de lo que está a los
costados. El impulso que los empuja a desviarse deben sublimarlo obstinadamente
en esfuerzo adicional. De este modo se hacen prácticos. La otra posibilidad es la
que elige el mismo Odiseo, el señor terrateniente, que hace trabajar a los demás para
sí. Él oye, pero impotente, atado al mástil de la nave, y cuanto más fuerte resulta la
seducción más fuerte se hace atar, lo mismo que más tarde también los burgueses se
negarán la felicidad con tanta mayor tenacidad cuanto más se les acerca al
incrementarse su poder. Lo que ha oído no tiene consecuencias para él; sólo puede
hacer señas con la cabeza para que lo desaten, pero ya es demasiado tarde: sus
compañeros, que no oyen nada, conocen sólo el peligro del canto y no su belleza, y
lo dejan atado al mástil para salvarlo y salvarse con él. Reproducen con su propia
vida la vida del opresor, que ya no puede salir de su papel social. Los lazos con los
que se ha ligado irrevocablemente a la praxis mantienen, a su vez, a las sirenas lejos
de la praxis: su seducción es convertida y neutralizada en mero objeto de
contemplación, en arte [ihre Lockung wird zum bloβen Gegenstand der
Kontemplation neutralisiert, zur Kunst]1.

Como se recordará, Adorno y Horkheimer leen el capítulo XII de la Odisea como


una alegoría premonitoria (ahnungsvolle Allegorie) de la dialéctica de la Aufklärung. La
contemplación desinteresada sólo ha podido existir como tal porque es la cara que
dialécticamente se opone a la apropiación interesada. Odiseo, en esa perspectiva, puede
aparecer como espectador desinteresado del canto de las sirenas porque sabe muy bien lo
que le interesa: el dominio de lo natural y el dominio sobre los demás hombres (aunque sea
discutible, el razonamiento es tan límpido que puede aceptarse provisoriamente).
Pero las sirenas no son naturales ni tampoco sociales. Es más: el canto de las sirenas
viene de ese más allá que legítimamente podemos identificar con "lo imaginario". No están
ni en lo Real (lo Natural) ni en lo Simbólico (la estructura social entendida como sistema de
clasificación): son monstruos2. La modernidad normalizadora y clasificadora (la
modernidad Ghostbuster, podría decirse) no pudo lidiar con alegría con ese "entre-lugar" de
lo imaginario, por lo que procedió a tapar ese nido de fantasmas o a despoblarlo3.
¿De dónde viene ese odio o pánico a lo imaginario, a las fantasmagorías, imágenes,
figuras? Tal vez de la convicción de que la unidad imaginaria está en el lugar de otra cosa,
"la cosa" (Das Ding). Lo imaginario, en esas perspectivas, responde a la lógica de la
representación. Es lo que se deja leer en el fragmento de la Dialéctica: las figuras de los
1
Horkheimer, Max y Adorno, Theodor W. Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid,
Trotta, 2003, pág. 87
2
Quiero decir: desclasificadas aún cuando no estén descalificadas, o precisamente por eso. No hay fantasma
descalificado (aun cuando todo fantasma sea, por principio, un desclasificado) y para que haya fantasma debe
haber calificación: las sirenas son, como se verá, diese gewaltigen Sängerinnen, "esas poderosas cantantes"
(para no citar la apabullante masa de epítetos de la épica griega).
3
Que se trata de un “entre-lugar” queda claro incluso en la consideración de quienes mayores reservas en
relación con él manifestaron: “En ese punto de juntura de la naturaleza con la cultura que la antropología de
nuestros días escruta obstinadamente, sólo el psicoanálisis reconoce ese nudo de servidumbre imaginaria que
el amor debe siempre volver a deshacer o cortar de cuajo" (Lacan). Hay que “deshacer” o “cortar de cuajo”
las identificaciones narcisistas serviles que pudieran aparecer en ese punto de juntura entre naturaleza y
cultura. La modernidad normalizadora y clasificadora sostiene un proceso de desencantamiento del mundo
(Entzauberung der Welt) y de instrumentalización de la razón (Max Weber).
guerreros (Odiseo y sus muchachos, esa banda de bribones que no titubearon en intentar
robar a su capitán en cuanto lo vieron dormido) aparecen en el lugar de obreros y patrones,
la lógica que domina la relación entre ellos (contra todo lo que la Odisea señala) se
interpreta en términos de dominio (político) y de explotación (económica). La figura del
arte aparece (por una pirueta de prestidigitador de montaña) en el lugar de lo imaginario,
solo que despojado de su potencia (que es una potencia de muerte y de felicidad), etc.
Pero no es el dominio el tema que el fragmento homérico problematiza, sino la
“seducción de lo irevocable” y los medios para sustraerse a ella. La Dialéctica (y aquí
dialéctica significa tanto el título de un libro como un método) analiza un dispositivo fatal
de seducción y encantamiento, sostenido en figuras o fantasmas (en este caso particular, se
trata de monstruos, de inclasificables)4 que, ahora sí, no puede sino ser lo imaginario. La
seducción es, pues, su lógica5. Dicho de otro modo: la capacidad de seducción (y no otra
cosa) constituye la potencia de lo imaginario y eso lo sabe desde la cantante solitaria de
bonita trenza que sólo es capaz de someter a los que la visitan poniéndoles alguna droga en
la bebida, hasta la Dialéctica, que una vez constatada la potencia irrevocable de lo
imaginario, se precipita no a la contemplación interesada de esos fantasmas potentes (o de
la potencia de esos fantasmas) sino a analizar los procesos de depuración (Entzauberung) o
vías de sustracción a la seducción de las fantasmagorías: los trabajadores son llevados a la
sordera (“de este modo se hacen prácticos”) y los patrones (terratenientes, burgueses) son
llevados al esteticismo (de este modo, se hacen coleccionistas).
*

Kafka pensaba el fantasma de otro modo. En “El silencio de las sirenas”, leemos:

4
Lo que desde Sartre o Aby Warburg hasta Jean-Luc Nancy ha recibido la designación de "imágenes", pero
que prefiero llamar de otro modo para evitar referirme a la pesada tradición del nombre. La mercancía forma
parte para Marx de una "fantasmagoría... que cae y a la vez no cae bajo los sentidos" ( El capital. Buenos
Aires, Siglo XXI, 1984: "El carácter fetiche de la mercancía y su secreto", cuarta parte del capítulo primero).
Para Agamben, Marx comparte con Rilke la nostalgia del valor de uso que caracteriza la crítica a la
mercancía. El ángel rilkeano es el símbolo de la superación en lo invisible del objeto hecho mercancía, o sea
la cifra de una relación con las cosas que va más allá tanto del valor de uso como del de cambio. Cfr.
Agamben, Giorgio. Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental. Valencia, Pre-Textos, pág.
81.
5
El habla cotidiana nos obliga a convivir con recurrentes "cantos de sirenas", así como con "lágrimas de
cocodrilo".
Prueba de que también medios insuficientes y hasta pueriles pueden servir para la
salvación:
Para guardarse de las sirenas, Odiseo se tapó los oídos con cera y se hizo encadenar
al mástil. Algo semejante podrían, naturalmente, haber hecho desde tiempo antiguo
los viajeros, con excepción de aquellos a quienes las sirenas atraían desde lejos, pero
en el mundo entero se reconocía que ese recurso no podía servir para nada. El canto
de las sirenas lo traspasaba todo, y la pasión de los seducidos habría hecho saltar
prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Pero Odiseo no pensó en ello, si bien
quizá algo habría llegado ya a sus oídos. Confiaba por completo en los trocitos de
cera y en la atadura de las cadenas y con la inocente alegría que le ocasionaba su
estratagema marchó al encuentro de las sirenas.
Pero éstas tienen un arma más terrible aún que el canto: su silencio. Aunque no ha
sucedido, es quizá imaginable la posibilidad de que alguien se haya salvado de su
canto, pero de su silencio ciertamente no. Ningún poder terreno puede resistir a la
soberbia arrolladora generada por el sentimiento de haberlas vencido con las propias
fuerzas.
Y, en efecto, al llegar Odiseo, no cantaron las cantantes poderosas; fuera porque
creyesen que a aquel adversario sólo podía vencérselo con el silencio, o porque la
contemplación de la felicidad reflejada en el rostro de Odiseo, que no pensaba sino en
cera y cadenas, les hiciera olvidar todo canto.
Pero Odiseo, para expresarlo así, no oía su silencio, creía que cantaban y que sólo él
se hallaba exento de oírlas. Fugazmente vio primero las curvas de sus cuellos, la
respiración profunda, los ojos arrasados en lágrimas, los labios entreabiertos, pero
creyó que esto pertenecía a las melodías que se alzaban, inaudibles, en torno de él.
Mas pronto todo se deslizó fuera del campo de sus miradas puestas en la lejanía, las
sirenas desaparecieron ante su resolución, y, precisamente cuando mas próximo
estaba, ya no supo de esos seres nada más.
Ellas , empero –más hermosas que nunca–, se erguían y contoneaban, las
chorreantes cabelleras ondulando libremente al viento y las garras abiertas sobre las
rocas. No querían ya seducir, sino solo apresar, mientras fuese posible, el fulgor de los
grandes ojos de Odiseo.
De haber tenido conciencia, las sirenas habrían sido destruidas aquel día. Pero allí
quedaron y sólo ocurrió que Odiseo escapó de entre sus manos.
Aquí, por lo demás, se transmitió un agregado. Se dice que Odiseo era tan rico en
astucias, y tan zorruno, que las mismas deidades del destino no podían penetrar en lo
más íntimo de su fuero interno. Aunque ello no sea ya concebible para el
entendimiento humano, quizás notó realmente que las sirenas callaron, y opuso a
sirenas y dioses, en cierta manera como escudo, el simulacro descripto más arriba.6

6
Kafka. "El silencio de las sirenas". Trad. Alejandro Ruiz Guiñazú (en La muralla china. Madrid, Alianza,
1990, pág. 81-82). He repuesto el nombre de Odiseo. La versión en alemán se cita, en adelante, según Kafka,
Franz. "Das Schweigen der Sirenen" en Die Erzählungen und andere ausgewählte Prosa. Frankfurt am Main,
S: Fischer Verlag, 2003, pág. 351-352.
Kafka sospechaba que si Odiseo era (es) fecundo en ardides no podía serlo por la
estupidez (kindische Mittel) de haber tapado con cera sus oídos y los de sus remeros7. Si ese
método de resistencia a la seducción hubiera servido para algo, ya lo habrían aplicado otros
viajeros. Inútilmente, porque el canto de las sirenas lo traspasaba todo. "En eso, sin
embargo, no pensó Odiseo, aunque a lo mejor había oído algo". Con certeza, podríamos
decir, dado el irrisistible instinto del inventor del "presente griego" para aceptar todos los
regalos (caramelos del engaño que hemos enseñado a nuestros hijos a rechazar con énfasis),
a su natural tendencia a entregarse a todas las ensoñaciones y a escuchar cuanto canto
seductor (el de los camaradas, el de la dealer solitaria) se le cruzara en el camino: si en todo
el mundo antiguo hubo alguien sensible a la seducción y a las cosas dichas, ése sin dudas
fue Odiseo. El señalamiento de Kafka es de capital importancia porque asocia la sordera, la
seducción, la audición y la cultura (la transmisión oral) y nos lleva a pensar en el papel que
las fantasmagorías cumplen en relación con la memoria y la cultura, en la articulación entre
pasado y presente. Odiseo no pensó, sin embargo (como no pensarán, luego, las sirenas). La
relación de seducción está en un más allá del pensamiento o es otra forma de pensamiento.
Se sale de los límites de la cultura (esos límites que, lo sabemos, son la locura y la ciencia),
a los que toca por fuera (punto de juntura, etc...).
Por no haber pensado, Odiseo se aferra a sus medios pueriles, "mediecitos"
("Mittelchen"), con alegría inocente ("unschuldiger Freude"). Hasta aquí, Kafka presenta a
Odiseo como un tarado que pretende vencer a las poderosas cantantes, por consejo de una
hechicera despechada, con taponcitos de cera: ¡pero ese canto lo atraviesa todo! ¿Por qué
habrían de ser temibles, de otro modo, las sirenas? Kafka se ríe de la tecnofilia y desprecia
la posibilidad de que a la potencia de seducción de lo irrevocable podamos oponer una
técnica, un paredro de la ciencia o un ardid de la razón (porque eso implicaría caer en las
mismas aporías de la razón instrumental8).
Supongamos, dice Kafka, que alguien haya sido capaz de salvarse de la seducción
del canto. Sea. Pero las sirenas tienen un arma todavía más poderosa: el silencio. Y de eso,
de la seducción del vacío, de la seducción de la nada, no se salva nadie. No es que las
fantasmagorías chillen en ese "entre-lugar", entre Naturaleza y Cultura, que les
reconocemos. La potencia de esos monstruos es diferente de la espera de la tejedora
7
El forzamiento del texto homérico es, en este punto, necesario para Kafka.
8
La obra de Max Weber no era en absoluto desconocida para Kafka.
patriótica o de la generosidad de la cantante embriagadora, porque está en otra parte sin
estar en ninguna. Y esos monstruos, las sirenas, no están en el lugar de algo, de otra cosa,
de la Cosa (el tejido matrimonial o las altas camas). Lo más terrible es que están en el lugar
de nada, la nada es su lugar, son nada, lo que queda confirmado en su silencio.
Ahora bien, ¿por qué no cantaron las sirenas? Habría dos respuestas posibles. O
porque quisieron usar un arma todavía más poderosa (eine noch schrecklichere Waffe), el
silencio, contra ese soberbio tecnócrata que pensaba que podía resistir (¡tan luego él,
víctima de cuanto canto, risa o llanto se le cruzó por el camino!) a la seducción de lo
irrevocable (hipótesis dialéctica), o porque quedaron estupefactas ante la estupidez
tecnofílica de Odiseo: se olvidaron de cantar (hipótesis pop, que liga bien con "Josefina, la
cantante").
Lo que sucede, entonces, es que el canto, encanta. Y el silencio más todavía. El
canto es autónomo del sujeto. No es una producción de la conciencia sino que a seducirla se
dirige, como las ondas mnemónicas de Aby Warburg (que también osciló entre la ciencia, la
cultura y la locura) o las ondas de implantación del mito de Roland Barthes9. El Odiseo de
Kafka está totalmente perdido: es insensible al canto (al goce ilimitado de los monstruos, a
diese gewaltigen Sängerinnen, esas cantantes poderosas) pero también al vacío de habla, al
silencio, a los terremotos (y al satori).
Por eso las sirenas callan: se olvidan de cantar y a punto están incluso ya de no
gozar (no habiendo seducción posible, ¿por qué habría de haber goce?). No es, en esta
perspectiva, que los remeros se vuelvan prácticos, es Odiseo el que se vuelve práctico y
arrastra a los demás consigo. Y es esa practicidad, ese pragmatismo, ese considerarse más
allá (como quien dijera, de vuelta) del silencio implacable, lo que enmudece a las atónitas
sirenas: "¿a estos tarados que lo confunden todo, que creen que chillamos cuando en verdad
callamos, deberíamos, se supone, seducir?".

9
Cfr. Barthes, Roland. Mitologías. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, pág. 246. La memoria es como el sonido,
dice Kafka y así como la ninfa de Warburg (phatosformel) goza, gozan las sirenas, callando. La única relación
posible con ellas sería la del "sismógrafo" sensible, porque cuando dos registros se tocan, ese punto de juntura
entre naturaleza y cultura provoca un seísmo o un satori. "L'écriture est en somme, à sa manière, un satori: le
satori (l'événement Zen) est un séisme plus ou moins fort (nullement solennel) qui fait vaciller la
connaissance, le sujet: il opère un vide de parole" (Barthes, Roland. L'Empire des signes. Ginebra, Skira,
1970, pág. 10) [La escritura es en suma, a su manera, un satori: el satori (el acontecimiento Zen) es un seismo
más o menos fuerte (para nada solemne) que hace vacilar el juicio, el sujeto: opera un vacío de habla].
Odiseo, si hay que creerle a Kafka, no oye el silencio de las sirenas y cree que
cantan, y cree que él ha triunfado sobre el canto de las sirenas, que el proceso de salvación
se ha cumplido gracias a esas tecnologías de zorrito (fecundo en ardides) recomendadas por
la zorra , "divina entre las diosas" (O, X: 503), gracias a una pequeña astucia de la razón,
gracias a la transmisión de una experiencia (imposible). Si las sirenas hubieran tenido
conciencia, habrían sido exterminadas (sie wären damals vernichtet worden10). Si Odiseo
hubiera pensado, jamás habría acatado la recomendación de la hechicera. Por fortuna, las
sirenas son sólo fantasmas y, como tales, sobreviven a todas los taponcitos y las cadenitas
(lo que podríamos identificar, sin miedo a equivocarnos, con "cultura") y, por desgracia,
Odiseo es el héroe que nos regala el presente griego de la mistificación que supone
identificar fantasmagoría (seducción) y cultura (normalización), uno de cuyos elementos,
pero sólo uno, es el esteticismo burgués (la pretendida autonomía del arte).

Hay una coda, claro, que vuelve sobre la astucia de Odiseo: él habría notado,
propone Kafka, que las sirenas callaban (y que callaban para él, que lo habían abandonado,
que habían renunciado a seducirlo y ya sólo querían interceptar su mirada, "mientras fuese
posible"). Humillado en su "soberbia arrolladora", sabiendo que no había sido transformado
ni por el canto ni por el silencio (porque no había habido seducción, y él no merecía que la
hubiera), urdió un simulacro para hacer creer (a las sirenas y a los dioses) que había
vencido "con sus propias fuerzas". Opuso al instante de vacilación de su conciencia y de la
fantasmagoría (que, si hubiera sido otra cosa que el punto de juntura entre la res cogitans y
la res extensa, habría sido aniquilada de tristeza) un trazo de cultura (de memoria) nuevo: el
héroe es capaz de triunfar sobre la seducción de los monstruos.
Hay, en efecto, un conflicto, un combate entre los hombres y los monstruos (las
sirenas de Kafka, además de todo, tienen garras). Están, esos todavía-no-cadáveres
(morituri perpetuos), en lugar de nada, en un umbral entre naturaleza y cultura. Hay un
conflicto entre dominio y seducción. La seducción es la seducción de la muerte, del vacío,

10
"Vernichten", hay que recordarlo, puede ser también "anonadar", lo que tal vez nos llevaría en la dirección
de la néantisation sartreana. Pero más importante es oponer "vernichten" y "verneinen" (como se oponen
"nicht" y "nein"), exterminio y negación.
del silencio, de la nada. La fuerza de seducción de los fantasmas es real (el goce) y su
potencia, ilimitada.
Más penoso que haber abandonado a los fantasmas a su suerte (que ya ni callando
consiguen lo que quieren de los tarados que se les aproximan) es todavía el simulacro, la
adulteración narrativa de la que Kafka culpa a Odiseo al final de su relato: haber decidido el
"entre-lugar" de la fantasmagoría en favor del mito y la cultura, haberse condenado a
salvarse de una seducción que nunca sucedió realmente, haberse puesto en el lugar de la
pequeña astucia de la razón para mejor preparar su regreso a la cápsula patriótica, a los
cultivos nativos, al tejido...
Nosotros, tal vez, "podemos preferir el señuelo al duelo, o al menos podemos
reconocer que hay un tiempo del señuelo"11. Odiseo, lo quiera o no, no puede sino volver a
su casa y a sus medios pueriles de supervivencia.

El exceso sublime del yo


Silvio Mattoni

11
Barthes, Roland. Lo neutro. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, pág. 112.
De alguna manera, desde su invención como concepto aplicable al arte o a la poesía,
la idea de lo sublime se relacionó con una especie de exceso. Se trataba de obras o
momentos de obras cuya intensidad conducía a una comparación con lo que más
impresiona en la naturaleza. Así, Longino bautizó su tratado sobre lo insuperable en el arte
retórica o la poesía con el nombre de Peri hipsoús, “sobre lo más alto”, acerca de las
“cumbres” literarias. Esas alturas, traducidas al latín como “sublimes”, propiamente “cosas
que están en el aire, que flotan arriba”, afectarían muchos siglos después a sensibilidades
como la de Burke, que vincularía esa elevación con el espanto, el horror ante lo
inconcebible. Pero como sabemos, fue Kant quien realizó un mapa riguroso de las zonas
que se adscribirían, por un lado, a la simple admiración de las cosas bellas y, por otro lado,
al placer negativo de la imaginación que admite su derrota frente a lo irrepresentable. La
cosa bella era una forma que se realiza en sí misma, o que al menos es juzgada como algo
sin otra finalidad y cuya existencia no satisface una necesidad del sujeto que la juzga bella.
En Kant, lo bello es ajeno al terror, se da en escenas apacibles, lugares amenos; existe en la
naturaleza cuando se perciben sus límites claramente, cuando se vuelve un cuadro, y en los
cuadros, melodías o construcciones cuyas cualidades formales inspiran un placer que no va
acompañado de intereses prácticos ni de nociones de utilidad. El color verde claro de una
pequeña loma, para ser juzgado bello, no requiere que yo desee su existencia, ni mucho
menos que pregunte para qué existe. Lo sublime, en cambio, no se plantearía tanto como
una cualidad sino más bien como una magnitud, no una composición de colores sino la
enormidad de algo que, por sugerir lo inaprensible, excede la capacidad de la imaginación.
Kant nos habla entonces de catástrofes naturales, maremotos, tormentas furiosas, o bien
paisajes inconmensurables, precipicios, montañas imponentes. Llega incluso a decir que
difícilmente el arte puede suscitar el sentimiento de lo sublime. Menciona en un pasaje las
pirámides de Egipto, pero justamente no por las cualidades de sus formas, sino por su
tamaño: no en lo artístico, sino en su competencia de magnitud con la naturaleza podrían
considerarse sublimes. ¿Y cuál es el placer que proporcionaría contemplar tales
enormidades, que incluye el desapegado y cruel placer lucreciano de mirar un naufragio
desde la costa? Como ya sabrán, se trata de una intuición a la que se accede más allá de lo
que se está viendo. La imaginación no puede abarcar en una figura esa idea que sin
embargo intuye por la magnitud excesiva de lo que se le presenta. Dicha idea está en la
razón, es lo infinito, y una vez que la imaginación acepta su derrota, momento de agrado
negativo, horror de lo irrepresentable, el homúnculo de Kant alza la cabeza y comprende,
frente al poder ciego de la naturaleza, que tiene dentro de sí una ley y que puede entender lo
infinito, algo que ninguna cosa natural y limitada logra representar. La razón juzga entonces
sublime aquello que excede la imaginación y que a partir de ese exceso suscita la intuición
de lo infinito.
Sin embargo, es sabido que Kant supone que el pensamiento es anterior al habla, al
lenguaje; no podía suponer otra cosa y describe a veces la naturaleza del lenguaje en forma
de categorías. El horror de lo indecible, de lo que excede a las palabras, bien podría ser
calificado de sublime, pero no se trata de una imposibilidad de representación que en otro
nivel se resuelva como idea. ¿Qué es una idea, si no una imagen? No sólo por la etimología,
sino también porque presenta una palabra que va a resumir una construcción. Para que la
intuición de lo que no se representa ni se dice llegara al pensamiento –o al cuerpo quizás,
porque ¿qué pensamiento estaría fuera de la representación?– habría que sentir un más allá
del lenguaje. Así, incluso el verde claro de la sierra tranquila podría suscitar el efecto
sublime de lo que no cabe en palabras: tiene un matiz entre amarillo, verde y lila para el
que habría que inventar nombres, y además es sólo perceptible en un estado que hace
olvidar los límites propios, sin finalidad, sin interés, sin un “yo”, que si llegara a nombrarse
haría desaparecer aquel matiz.
Al pensar en la audición de discursos y poemas más que en la contemplación de
paisajes o de obras plásticas, Longino había descripto como sublime algo muy distinto, aun
cuando su fragmentario tratado no intente definir un concepto sino una forma de leer y una
guía para escribir. Allí la palabra se presenta como tal y a la vez indica que algo la excede,
una inmensidad o una intensidad que no es simple armonía o desarmonía verbales. Tal
exceso del lenguaje, que nos hace intuir algo más allá de las palabras, aun cuando éstas lo
indiquen, puede manifestarse de dos formas: mediante la proliferación, por una elocuencia
excedida, extasiada o entusiasmada, que desagrega su tema en múltiples aspectos y los
presenta a gran velocidad, suscitando el entusiasmo del que escucha o lee; o bien, por una
sugestión tácita, mediante lo no dicho que remitiría a una realidad demasiado noble para ser
descripta, o quizás se refiera a algo que precede al habla, algo imposible, tal vez algo
inmundo. Pero también la proliferación de una elocuencia apasionada busca lo imposible y
deja en las palabras la fisura de aquello que no alcanza en su loca carrera verbal. El ejemplo
que está en Longino de esta modalidad elocuente es el más famoso poema de Safo. El
amor, como sabemos, suele pensarse que suscita a la vez el entusiasmo expresivo y la
mudez, lo inexpresable. Safo escribió:

Parece igual a un dios el hombre aquel


que frente a ti se sienta, y tan de cerca
te escucha absorto hablarle con dulzura
y reírte, deseable.
Eso sobresaltó mi corazón
dentro del pecho; pues cuando te miro
un solo instante, se quiebra mi voz.
Mi lengua queda helada, y un sutil
fuego no tarda en recorrer mi piel,
mis ojos no ven nada, los oídos
me zumban y me cubre
un sudor frío y un temblor me agita
todo el cuerpo y estoy, más que la hierba,
pálida, y siento que ya falta poco
para morir. Pero hay que ser valiente…

En la última frase, ese imperativo de ser valiente, ¿no volvemos a encontrar la ley
moral, el cielo estrellado de Kant, que se descubre cuando el pensamiento se enfrenta a la
potencia de la naturaleza y se aparta de la imaginación y su libre juego? En todo caso, lo
sublime en Safo acaso no sea su tema ni la veracidad de su estado de ánimo, sino la
precisión con que lo describe, la valentía que después del ataque de celos ha triunfado y se
ha vuelto cálculo de las palabras, medidas rítmicas, análisis de la pasión y síntesis de todos
sus signos que así pueden enfrentarse. El poema es la victoria de Safo, aunque cuente el
alejamiento de la amada. Y lo que dice excede a tal punto las palabras, señala hacia su
exterior con una fuerza tan grande y que ya asombraba a Longino, que aún ahora, a través
de los siglos y los idiomas, es posible sentir su eficacia. ¿Cómo podría explicarse eso?
Obviamente, no de manera historicista. Deberíamos pensar en algo fuera del lenguaje, y
fuera de la historia, que sea el objeto imposible de esa transmisión imposible.
Frente al modo elocuente de indicar lo que excede al lenguaje, también en Longino
encontramos el silencio, a veces el mero laconismo como indicio de un ánimo, una
naturaleza o un tema que no cabe en las palabras, que las contrae oprimiéndolas al máximo.
Como si la expresión, en lugar de expulsar la interioridad por la fuerza ejercida,
comprimiera lo dicho y lo decible y señalara así la magnitud de lo que se conserva y
contiene. Dice Longino: “Lo sublime es el eco de un espíritu noble.” Y agrega: “Por eso, a
veces, también un pensamiento desnudo y sin voz, por sí solo, a causa de esta grandeza de
contenido, causa admiración; así el silencio de Áyax en la Nekyia es grandioso y más
sublime que cualquier palabra.” En ese episodio de la Odisea, la llamada “evocación de los
muertos”, Ulises intenta hablar con la sombra de Áyax, con quien había tenido una disputa
por las armas de Aquiles, que debían darse al más valiente de los griegos e injustamente se
le negaron. Áyax, que luego de un rapto de locura en que masacra un rebaño de ovejas, se
suicida, no acepta la ofrenda de su enemigo; aun sin vida, mera sombra, su carácter se
preserva, mudo, y no concede a las palabras que rebajen su grandeza. El suicida, se me
ocurre ahora, tendría una larga tradición que lo vincularía con esta forma de sublimidad:
matarse como una forma de hacer silencio que deja tras de sí ese acto, único y definitivo,
para aludir al sentido inexpresable de la ley tácita que lo gobierna.
Más allá de estas dos figuras ejemplares, la sombra de Áyax y la poeta enamorada,
el dato crucial en Longino es que lo sublime no depende de técnicas; ni una retórica del
entusiasmo, ni un dispositivo de la presentación lacónica garantizarían tal efecto de exceso
en el lenguaje, de que hay algo más que palabras, algo que pulveriza todo como un rayo,
según comenta Longino. Sólo el contagio, el entusiasmo ante lo sublime percibido en otros,
sería el modo de comunicación del exceso y permitiría así que el oyente o lector a su vez
pudiera generar su propio entusiasmo en las palabras, multiplicándolas hasta el infinito o
bien restringiéndolas hasta hacerlas decir lo que no pueden.
Acaso este momento, el de la comunicación, sea también el de la prudencia, que
significaba antiguamente colocar las palabras justas, saber escuchar, saber esperar y saber
actuar; todo en el orden del lenguaje, por supuesto, donde el varón prudente desplegaba sus
cualidades. Para que lo sublime llegue al poema o al discurso, antes habrá que haber
aprendido la prudencia, haber reconocido lo sublime en otros, eso que no está en las
palabras ni en sus silencios pero que desde allí se manifiesta, por indicios, y atestigua la
intensidad de la existencia ajena. El primer paso que avanza hacia la imposible salida del
lenguaje es olvidarse de esa distancia entre el gesto del otro y el propio arrojo fuera de uno
mismo.
El amor locuaz de Safo, quizá exageradamente, presa de su propio exceso, parece
confiar en la existencia de un espacio continuo, donde la amada no está separada de quien
habla, donde el poema, el lector y la que escribe coinciden. Mientras que el prudente
Ulises, hábil para los litigios, conoce la articulación separada del lenguaje que repite la
discontinuidad de los seres y de las cosas, y por lo tanto se aleja rápidamente de Áyax sin
intenciones de interpretar una continuidad en su naturaleza. “Está muerto”, parece decir el
navegante, “¿de qué le sirven ahora su honor y su orgullo?” Es Longino, el crítico prudente,
quien percibe un efecto sublime en ese silencio, ese detalle dentro de un relato extenso, y
puede atribuírselo al poeta, a alguien que ha conocido el silencio al mismo tiempo que la
elocuencia.
Volviendo a Safo, su actitud tiene algo de prudente, por eso puede decir lo que le
pasa, o al menos intentar convencer a alguien de que le pasa algo. El exceso sería una
invención del yo para existir en el terreno anónimo de la lengua, pero por su misma
naturaleza tiende al solipsismo. Sólo la prudencia, después de atravesar las olas del exceso,
permite elegir las palabras, le pone diques al flujo indetenible y hace figuras con sus
desvíos. El exceso puro no es más que silencio o grito, es Áyax, bañado en la sangre de las
ovejas, que a la luz de la luna descubre la estupidez de su furia. Sin embargo, según este
dudoso principio, sólo quien haya pasado por el exceso podría acceder a la prudencia. En
términos que recuerdan a Bataille: sólo quien ha sentido que le es imposible hablar está
destinado a decir “yo hablo”. Porque ese mismo punto de lenguaje, abstracto, asumible por
cualquier hablante en cualquier momento, designa a la vez un cuerpo, este instante, la
muerte misma del que habla puesto que no nació hablando. ¿Y acaso la idea de lo infinito
que la razón kantiana aprehendía luego de contemplar ciertas catástrofes no sería la idea de
la muerte? Sin dioses, ¿qué otra idea absoluta puede tener un yo que habla, más allá de su
habla? “Siento que me muero”, escribía Safo, y ahí está el exceso, que las palabras simulan
ordenar pero que el ritmo impuesto a ellas termina por atestiguar. Un testimonio sacro,
terrible: la belleza, el cuerpo, el verde claro de la loma de Mitilene o Córdoba, todo va a
desaparecer. Y contra eso, la prudencia de las palabras, la creencia en el vestigio puesto en
ellas: “pero hay que ser valiente”, sugiere Safo. ¿Cómo? Escribiendo quizás. Tal vez
leyendo y pensando con el apasionado exceso de Longino, que habla de las cumbres del
estilo.
En su lectura de Nietzsche, escribió Bataille: “Hablar de una moral de la cumbre es
algo particularmente ridículo.” Porque ese hablar, piensa Bataille después, me impediría
acceder efectivamente a la cumbre, sentir el viento helado que congela el instante. ¿Cómo
hablar del exceso sin anularlo? ¿Cómo pensar la transgresión sin reducirla a mera instancia
de la ley del pensamiento? ¿Qué sentido darle a la ausencia de todo sentido? Eso que en
Bataille se experimenta como ausencia de Dios es la experiencia imposible, que tensa las
palabras en busca de la herida ausente, esa nada que decir. Defino la idea de la ausencia de
Dios: cuando abandono la escritura, dejo caer la birome, y me río porque a nadie me estoy
dirigiendo, porque no me importa en absoluto haber escrito. La muerte pondrá fin a la
ilusión de ser, pero ahora se termina, en este momento de risa nerviosa, angustia y
flaccidez, la ilusión de permanecer en lo escrito, último vestigio, última larva del gran
insecto transformista que llaman Dios. ¿Cómo hablar sin creer en eso, sin crearlo de nuevo?
Viene entonces la prudencia a decir que Safo existe en su poema. Incluso Áyax, que
es un mito, existe como modelo de valentía irreflexiva. ¿No hay en el habla otros que me
conmueven? A pesar de lo irrrepresentable, que es la muerte, me represento en las palabras,
con la misma materia de los sueños, con ídolos, con música vana, y al darles algunos
sentidos a tales formas, fabrico nuevos dioses, ocasionales, mortales. Elocuentes o
lacónicos, hijos de la prudencia, esos dioses provisorios serían a la vez quienes hacen
posible el exceso, como sensación presente de estar muriendo que intensifica la vida hasta
lo indecible o hasta que lo imposible atraviesa lo dicho. Yo soy –exclamará Bataille– “esta
mujer que abrazo y la pérdida infinita de los seres”. Safo habrá dicho entonces, en lo cual
Longino viera su exceso sublime, no sólo que está a punto de morir (de amor) sino que ella
misma, junto a la amada y al hombre divinizado por el favor de la amada, junto al prado
que empalidece y la lengua de Lesbos, todo fluye hacia la desaparición con la consistencia
de un sueño. Pero hay que ser valiente: ¿hablar entonces, o escribir, para atestiguar con
prudencia, sin ninguna certeza, que hay otros, y atestiguar excesivamente que uno mismo,
el primer pronombre, se refiere a un ser?

Robert Walser. Un mundo feliz


Augusto Munaro
I

A menudo, la literatura ha legado extraordinarias obras que fueron escritas durante


períodos y tópicos no necesariamente venturosos para el espíritu sensible del autor.
Bástenos recordar la monumental Anatomía de la melancolía de Robert Burton, un
compendio de mil páginas que intenta escrutar con la pericia de un médico las infinitas
sintomatologías de la tristeza. Podemos también considerar el Libro del desasosiego, de
Fernando Pessoa, compuesto por más de quinientos fragmentos en prosa sobre la naturaleza
de la ensoñación. Para Bernardo Soares, heterónimo y alter ego literario de Pessoa, ninguna
voluptuosidad supera aquella que se siente ante la ilimitabilidad del ensueño. “Ese episodio
de la imaginación al que llamamos realidad” (fragmento 224). Principio que plantea una
estética quimérica como posibilidad absoluta y sustitución de una realidad más verosímil
que la propia existencia.
Otro caso no menos interesante resulta la obra del filósofo nihilista E. M. Cioran,
cuyo epicentro gravita en torno al hastío y el aburrimiento ante la vida. Sus cientos de
páginas de aforismos pesimistas acentúan esa abyecta angustia metafísica. Sin embargo sus
sentencias breves, a pesar de ser demoledoras, gozan de una lucidez proverbial. Es evidente
que el dolor y la pérdida han estimulado la imaginación de poetas y escritores desde épocas
inmemoriales, llegando a producir –paradójicamente– obras sanas, que parecen
perfeccionarse con el correr de los tiempos.
Si la angustia suele, con frecuencia, utilizar la escritura como canal de
representación, ¿puede la dicha ser también cuestión literaria? ¿Puede el sentimiento
verdadero y sincero de felicidad alguna vez transmutarse y convertirse en sustancia
narrable? Hubo casos excepcionales. Tal vez el más ilustrativo sea el escritor y poeta suizo
Robert Walser, quien hizo de la complacencia materia estetizable y núcleo de su propuesta
literaria.
Poco sabemos de su vida. Nació en la ciudad de Biel (Suiza), el 15 de abril de 1878.
Tuvo ocho hermanos, de los cuales ninguno se casó ni tuvo hijos. Desde muy joven quiso
ser actor, pero una serie de fracasos lo obligaron a mudarse de empleos. Fue dependiente
de librería, secretario de un abogado, empleado en dos bancos, mayordomo, copista de una
editorial, obrero en una fábrica de máquinas de coser, entre otros oficios. Vale destacar que
cada uno de ellos los llevaba a cabo con perfección pero solía dejarlos rápidamente puesto
que era incapaz de comprometerse a largo plazo.
Felizmente la escritura no tardó en propiciarle uno de sus mayores placeres, y fue el
único trabajo del que no se desligó precipitadamente. Su período como escritor activo
abarca los años entre 1904 y 1925, publicando 15 libros: novelas, ensayos, poemas y más
de mil relatos cortos. Los cuadernos de Fritz Kocher (Fritz Kochers Aufsätze) con prólogo
de Herman Hesse fue el primero en aparecer. Influido por Meinrad Inglin, Jacob
Schaffner y Gottfried Keller, mientras reside en Zurich (1907-13), escribe su gran tríptico
novelístico: Los hermanos Tanner (Geschwister Tanner), El ayudante (Der Gehülfe) y
Jakob von Gunten, tres ficciones sólidas a las que debe mayoritariamente su fama. Si bien
son obras ligeramente irónicas, es posible hallar en ellas la inconfundible impronta del
estilo de Walser: la desdramatización de la vida y su particular modo de narrar la fugacidad
de lo cotidiano.
Autodidacta y errante, regresó a Biel (1913-20) donde además de acrecentar su
habitual nomadismo que acentuara su exilio social, publica sus volúmenes de relatos: El
paseo (Der Spaziergang) y La rosa (Die Rose). Conjunto de prosas breves, espléndidas
instantáneas que revelan al autor en un encuentro casual con la vida y el mundo. Son
escritos que prescinden de tragicidad, y contienen un claro sesgo autobiográfico. Walser
habló y escribió en abundancia sobre sí mismo pero con el fin de extinguirse. Tenía la
particularidad de estimarse demasiado poco a sí mismo, para valorar en exceso al prójimo y
este concepto poco convencional de vivir y sentir se refleja especialmente en el contenido
de sus novelas. Acostumbraba pasear constantemente –de hecho, murió en el transcurso de
una caminata–, por lo tanto, muchos son los cuentos inspirados en sus solitarias
excursiones. Aquellos recorridos campestres eran en gran medida el sustento de sus
vivencias. Ese vagabundeo le permitió desarrollar un gusto por el placer de observar; el
modo de saciarse con lo mínimo.
Los años veinte lo encuentran en Berna, y no fueron los mejores. A pesar que sus
cuentos continuaban siendo publicados en diarios y revistas de lengua alemana tanto en
Austria y Suiza como en Alemania; su existencia marginal –ya amenazada por el
aislamiento– se acrecentó. Se inician por entonces sus alucinaciones y períodos de gran
depresión que lo llevaron al alcoholismo y dos intentos frustrados de suicidio. Las causas
acaso se relacionaban con el modo precario y solitario en que vivía, próximo a la
indigencia. Así todo, pudo trabajar en dos novelas más: Theodor y El bandido (Der
Räuber); la primera extraviada y la otra inconclusa. En 1929 es internado
voluntariamente en un hospicio de Waldau (Berna), debido a una enfermedad nerviosa
hereditaria. Poco después se lo traslada a la clínica psiquiátrica de Herisau donde
permaneció hasta su muerte acaecida en la navidad de 1956. La enajenación de Walser
continúa siendo discutible. Los años de encierro en el manicomio fueron apacibles,
inclusive productivos, puesto que llegó a componer más de cien poemas además de sus
afamados Microgramas; una colección de 526 relatos breves escritos en lápiz con una
caligrafía microscópica. Estos cientos de ceñidos cuentos cierran el ciclo de una obra cuya
lectura deleitó a innumerables autores tan disímiles como Franz Kafka, Elías Canetti,
Robert Musil, W.G. Sebald, Susan Sontag, J. R. Wilcock, Walter Benjamin y Thomas
Bernhard. Quien se empeñó en su habilidad de no sobresalir –ser en lo posible invisible
ante los demás– resultó ser una de las personalidades literarias más influyentes del siglo
XX.

II

La primera impresión que se genera al leer al autor de Los hermanos Tanner, es la


de un novelista complejo de escritura sencilla. Trata temas delicados pero los expone a
través de una trabajosa simplicidad. Es una prosa elegantemente fluida y apenas
descuidada, recubierta a su vez por una leve ironía. El tono con que narra sus novelas y
cuentos es casi siempre el mismo: nítido, neutral, apacible y gentil.
Walser con extremo recato eleva la forma narrativa a un plano superior. Alejado del
concepto tradicional del narrador que ordena, dispone y comenta; su talento descriptivo
yace principalmente en el arte de la fuga. Se encarnó en mil figuras y entonó innumerables
voces, aunque sin jamás revelar lo que pensaba realmente. Existen reflexiones filosóficas
pero amalgamadas en una prosa poética donde impera la libertad como el mayor valor
interior del hombre, la esencia íntima del ser. Sugiere, casi al pasar y con descuido, el
despojamiento de los bienes, para así alcanzar una absoluta autonomía espiritual.
Ese individualismo radical que figura en su obra se limita a evocar las aventuras del
vagabundeo, narradas con un espíritu alegre y optimista. Cada una de sus páginas irradia
complacencia ante esa independencia de todos y de todo. Un alegre inconformismo hacia la
burguesía, como acontece de otro modo con Charles Dickens o Jane Austen. Es lícito
afirmar que no escribía para entretener, es decir, llenar páginas hedónicas siguiendo un fin
pasatista. Lo hacía para difundir esa extraña ética; la satisfecha resignación como serena
superioridad. Por eso no hay historia, ni meta u objetivos claros en sus novelas. Sólo es un
continuo fluir del presente ahistórico. El pasado y el futuro en el mundo walseriano
esclavizan. No resalta los problemas sociales y morales del hombre, los esquiva. En El
paseo, un poeta sale a caminar y en el transcurso de su peregrinación disfruta de la belleza
de las cosas mínimas y cotidianas, poniendo en absurdo –aunque muy ligeramente– las
convenciones de la modernidad. No condena a la sociedad, sólo le da la espalda, atenúa o
silencia las graves y desagradables transformaciones socio-económicas de la época. Se
refiere a las costumbres colectivas, pero casi de modo accidental, y cuando lo hace,
interpone siempre la imperturbable serenidad del protagonista.
En El ayudante, tal vez su obra maestra, un joven trabaja en casa de un afamado y
adinerado inventor que pronto enfrentará su ruina y la de su familia, pero de la que él –el
aprendiz– se mantendrá a salvo, puesto que, a diferencia de su jefe, tiene poco por perder:
tan solo su empleo. La historia, es un ataque –sin ser áspero o moralizante– contra la moral
burguesa. Su mirada se conserva como espectador pasivo y jamás como un actor. Sus
personajes están casi siempre conformes y encantados, dichosos de deambular por la vida
sin esperar nada a cambio. Desinteresados, carecen de ilusiones y precisamente por ello son
dichosos. No parecen precisar de nada, ni siquiera del amor.
Para Walser, el modo convencional de amar es absurdo. Querer a alguien no
depende en absoluto de la correspondencia, puesto que amar es más relevante que ser
amado. Así, no profesa un erotismo centrado en una sola mujer. Una flor, un cielo
despejado o un río inspiran la misma belleza que una muchacha. Se manifiesta entonces un
amor mundi que lo abarca todo, desde una imperceptible piedra hasta la idea más pura y
alta de Dios. Su obra es el testimonio de un hombre satisfecho, que al no padecer ninguna
necesidad, simplemente escribe con el deleite y benevolencia de un ser profundamente
feliz.
Hay una gran simpatía y compasión detrás de esta mirada descentrada. Se trata de
una contemplación desde una perspectiva sincera y humilde. Para Walser, el mero hecho de
yacer con vida es sobrado motivo para escribir. La escritura entendida como acto de
agradecimiento a este hecho milagroso. Anteponiendo su deseo de plenitud personal,
celebró la existencia, viviéndola y adscribiendo en consecuencia a ese principio
fundamental: considerar la vida como la mayor de las maravillas. Profesando ese culto por
lo efímero, construyó una prosa espiritual donde sin importar qué acontecimiento se narre,
por más cotidiano y banal que pueda parecer, merecía ser relatado.
Con Walser, en un tono de convencida satisfacción, la narrativa de ficción comienza
a presentar cambios profundos. La obra del escritor suizo propone una inusual
interpretación del mundo, siendo una de las precursoras en intentar suplantar la novela
tradicional por la moderna. Robert Walser buscó ensayar en sus libros el nuevo camino que
debía recorrer el hombre para adquirir su anhelada felicidad.

Viel
Carlos Surghi

Rutas Argentinas

Hay libros en los cuales Viel –sí esas cuatro letras como estrellas de una
constelación singular– parece llevarse mejor con los fantasmas que con los hombres. Es el
caso de Plaza Batallón 40: “Pienso un poco en mi casa. No, nunca tuve casa.”; en estos
versos experiencias extremas de la soledad aguardan al lector, diálogos imposibles y
obstinadas charlas con lo inanimado se detienen en versos irregulares y en una recurrencia a
la narración de los detalles y lo mínimo observable que sorprende por no decir que llevan a
continuar leyendo hasta llegar a ser, uno mismo, el fantasma que acompaña y que le cuenta
a Viel lo que Viel nos cuenta y quiere que le cuenten. Pero si ya no se puede estar entre los
hombres es justamente porque el propio Viel duda de su condición de hombre, está en otro
lado, sueña otras cosas en la anterioridad del momento previo al libro: “Allá todo era
simple. / Se me caía el anillo / de casado del dedo, / salía a la terraza, / miraba amanecer.”
Como si la vida de todos los días estuviese distante y perdida, el padre, el hombre casado y
cansado, encuentra en la ausencia de los hombres de acción –más precisamente en un
batallón de muertos en una plaza que lo acompañará en toda su poesía– su lugar, su
uniforme, el sueño de “muchos hombres pobres / y borrachos / sobre la luz de un monte”
que lo ayudará a iluminarse.
Quien nos dice “no sé para qué sirve / ese morir de cara al techo.”, no se puede
mantener quieto. Para él escribir es vagar y vagar es posar la mirada en diversos lugares
que piden ser escritos porque representan en la autobiografía del muerto hecha a través de
momentos y personajes, un deseo de abandonar las ciudades y buscar el cielo abierto en el
campo nuestro donde finalmente escribir un poema que sea el pase de manos de una cédula
con un gendarme o una botella de anís entre “peones resecos”, momentos estos delatores de
sí mismo si los hay. Sólo estas cosas –que son proximidad, contacto, destello– lo liberan de
“este malhumor americano” que es filial, conyugal y ciertamente existencial; o le llaman la
atención sobre él y lo llevan a querer encontrar en cada momento de su itinerario por una
futura geografía interior que se vuelva según su deseo ancha como el océano, “recuerdos
para hincarlos / como clavos de plata entre los dedos” con los cuales construir su propio
ascenso de brazos extendidos y rostro iluminado. Ocurre que Viel siempre se aburrió, lo
dice abierta y constantemente desde su condición de hombre afortunado que juega al buen
salvaje; es más, apela para ello a imágenes que tienen que ver con una naturaleza que no
puede estarse en sí misma pero que requiere para ello del contraste –leones, caballos,
orangutanes que viven o cobran vida desde jaulas, cascos de estancias o habitaciones y
livings en céntricos departamentos porteños. Sin embargo, ese mismo aburrimiento es el
que lo lleva a hacernos creer que efectivamente “Uno, dos, tres, cuatro, / cinco veces o
siempre / yo jugaré al león / junto a las olas”.
Para buscar entonces los extremos de la intimidad que terminen por darle cuerpo al
retrato del hombre aburrido en la medianía de la vida pisando el juego de las olas y la
espuma, Viel desplegará puntos cardinales de un peregrinaje o viaje a través de sí mismo;
tomará su mapa del Automóvil Club Argentino –ese que le faltó comprar a la generación
del cuarenta cuando se atribuyó el paisaje como continuidad del ánimo– y ubicará la poesía
en un viaje que va de las ciudades que no dan para más a la inmensidad de los océanos; del
frío revelador y solitario del aire patagónico, al calor subtropical y erótico de las aguas en
caída y en movimiento. Pero para hablarnos de cada extremo no habrá que inventar nada,
tan sólo alcanza con tomar a los hombres por su nombre y su rostro, su soledad y su
ocupación, a los lugares en su detalle y a la propia sensibilidad que cambia de clima en
clima como la medida de toda variación sensible y mirarse en cada uno de ellos. El paisaje
será tan real que sólo él lo hará olvidarse por un momento del batallón de muertos que lleva
consigo y del malhumor que alimenta a esos soldados. Cuando Viel sale a las rutas
argentinas comienza entonces la historia de la poesía escrita como un recuerdo de viajes
imaginarios y reales, sin color local, sin aldeas por pintar, y por sobre todo, sin los dedos
adheridos de tanto esperar.
El muerto entre los muertos que quiere saber quién es, escucha que le dicen “es
cierto que a los quince años / quise ser marinero… / pero no adúltero… / pero no loco.” Y
ante esa propia voz conmocionada en los cañadones y las bahías que le marcan el alcance
del arco donde se tensan el deseo del hombre y la condición real del esposo, Viel se siente
deambular como una sombra entre mecánicos solteros que comparten el vino y le acercan la
bendición de una pala contra la nieve que su mismo dios mandará como estallido, como si
en esos gestos y en esos objetos, aún pudiese compartir algo con el resto de los hombres.
Pero no; sólo en cuatro patas, atento a los animales que regresan de cierta proximidad
natural que es la que él busca o al gusto del agua que es divina y por tanto reflejo de un
espejo más profundo donde por primera vez se mira, Viel descubre su itinerario, su hoja de
ruta –que luego será de afeitar y de separar– entre hombres “que aman el alma del
hombre, / como Laudonio, / y los que no se atreven” como él, que sólo puede ser en este
extremo contemplación inclinada, cabeza hincada por la espalda que se le da al mundo y la
cara que en Puerto Madryn mira al mar. La expiación del viaje consiste entonces en
confesar a cada instante del futuro recorrido una vida anterior que se celebra en la vida
perturbada del pasado y la encarnación en el presente; presente en el cual ahora piensa: “es
cierto que a los quince años / quise ser marinero / pero recién a los treinta y seis / pude
apoyar la frente en este suave / mar del sur.” El regreso del muerto al hombre requiere así
de esta escenografía de hombres simples y paisajes solitarios donde nada se puede
escuchar, salvo un silencio doblemente ensordecedor del Dios-loco-de-Viel.
¿Cuánto puede durar la soledad del hombre que busca al hombre entre los hombres
pero que avanza como un muerto entre ellos manejando su auto, fumando sus cigarrillos,
escuchando su radio? Viel se sabe solo y podríamos decir que eso es lo que lo lleva a
escribir y a viajar entre tanta inmensidad que ni siquiera se molesta en sobredimensionar.
Días sin hablar con nadie entre el humo de ranchos en invierno y el cartel “Leleque” de
almacén pintado en blanco, lo llevan a escuchar más que a seguir el viaje. Y en cuanto se
detiene, ni bien “cambio despacio / una pieza del coche”, es asaltado, pero no por el perfil
de una forma humana bajo la congoja, la sorpresa, el hastío o la alegría del fantasma que
lleva consigo. La atención en sí mismo, la recaída de este arrebato, surge no de una
introspección profunda sino más bien de un golpe a orillas del abismo de lo soportable, al
cual, sin más, hay que dejarse caer porque allí “Veo la nieve. Estalla. / Estallo en mi
silencio. Te descubro, / Dios, en mi yo.” En estos versos está lo que obsesiona a Viel y lo
que al mismo tiempo resuena dos veces desde el fondo de un espacio indiscernible como la
fe puesta a prueba que escribe su poesía. Cómo llevar a Dios en uno, como llevar a Dios en
la guantera del coche o en su baúl, cómo cargar con Él y sus manifestaciones, cómo ser un
hombre con Dios adentro o con un vacío de Él mediante el cual la soledad puede
incrementarse o concluir, parece ser la pregunta que ni siquiera parece estar en la poesía si,
justamente, la poesía no se vuelve otra cosa que ahora se nombra como rareza de la
felicidad.
La rareza de la felicidad, ya lo supo bien Bataille al escribir: “En fin, la virtud de la
felicidad está hecha de rarezas”, para Viel es “como el fin de un viaje” que en realidad es la
forma de un círculo en el cual el muerto encuentra al muerto, es decir al padre. “Y pienso
en dónde estás ahora, / que hace tres años te moriste, / y sé que no me haría esa pregunta /
si no te sintiera cerca / y en una forma nueva, / abierto, libre y cerca / en el aire de Buta
Ranquil, papá”. Como vemos, la historia del reino desciende a la clave autobiográfica, sólo
de este modo Dios parece soportable como los “propios pecados” que llevaron adelante el
viaje y que ahora lo detienen. Morir, la rara felicidad que Viel añora, sería más que una
superación, una celebración de quien “con los brazos en cruz, / con las piernas abiertas”
encuentra su propia ley de los cielos en la “tierra del corral”. En el lazo familiar que se
altera por sus extremos, morir y nacer se tocan para que la vida en la tierra pueda aún
celebrarse; así el hijo que encuentra al padre se libera de ese círculo cerrado donde la vida
es alternancia: “Y vos estás de nuevo con tu hijo, / y vos estás, papá, casi tocándome, /
cerca mío, papá, y en una forma nueva, / libre y abierto en este aire indio / de morir o llorar,
recién nacido.”
El viaje que encuentra la felicidad de poder disponer en cualquier momento de la
propia muerte, concluye con la celebración del nacimiento desde el cual se la busca. Por
esto mismo la vida de fastidio se transfigura en el regalo de cumpleaños de la revelación.
Un año lejos de casa y en el cruce de rutas hace en Viel que el recuerdo de juventud de los
quince años, se termine superponiendo con el registro alterado del presente. “Y cumplí los
treinta y siete / no en el mar sino entre cerros” nos dice ahora quien se ha atravesado a sí
mismo para terminar encontrándose al costado del camino en “una mañana de mirar el
agua” regalada por ese Dios que se ofrece en “tanta luz, tanta piedra y agua, tanto ruido…”
Dios no es sólo un silencio doblemente ensordecedor, duplicado por el estallido de
sus imágenes; también es el ruido insoportable y placentero adentro de ese silencio y en el
destello de esas imágenes que abren una revelación cercana la cual debe ser traducida al
comentario o la glosa de una forma distinta de poesía. La poesía de Viel no dice, más bien
cuenta; la diferencia reside en que decir es ejecutar el verbo y contar darle distancia a eso
próximo que produce un sobresalto en el sentido abandonado por la experiencia en que ese
sentido se da ya distante. Recordar también es contar, pero con el tiempo a favor de la
escritura por no depender del instante que se pierde sino justamente que se recupera. Por
eso quien escribe siempre está en una doble temporalidad, aquella con la que nos cuenta el
recuerdo mientras busca en ese instante la experiencia que ya se ha perdido. De ahí que los
libros –como los mapas, las hojas de ruta o las cartas de navegación– necesiten paso a paso
sus indicaciones; las señales o las huellas de un instante desde el cual, para ser desplegados
como experiencia, comenzar a contar los diversos momentos de la muerte aproximándose a
la felicidad.

Armas, mujeres, pertenencias de clase

Previo a todo está el amor. Y su soledad o su compañía, o su desahogo y su


conquista que no deja de nombrarse desde el comienzo hasta el fin de la experiencia; y que
significa, en esa estela de nombres, posiciones, recursos, desesperanzas y ardores, una
marca de la enfermedad contraída en la infancia y la adolescencia: nada más ni nada menos
que el deseo. El cuerpo entonces es esa marca de algo mucho más profundo: es un arma en
su vaina, una potencia que se actualiza en un poder que es ejercido o que escapa como un
disparo que ensordece; es también un corte que rasura y abre, o una eyaculación en el
impulso con el cual justamente se es más que un simple hombre, pues así se pertenece a la
distinción de una clase, el mandato de una tribu, el reconocimiento de una aristocracia. Las
armas empuñadas, las mujeres poseídas y el dinero que asegura el ocio y el tedio del
misterio y el desenfreno, son en conjunto una forma de derroche y gasto, una virtud elevada
que enseña y ayuda a escribir mejor que nadie.
1952-1953 es el año que marca el comienzo de la experiencia alrededor del cuerpo
tanto propio como ajeno. Fogwill lo sitúa ahí en una pregunta que organiza el relato Luz
mala: “¿Qué sería el virgo? Para mí, el virgo era algo que existía como un animalito de
lengua bífida y cuerpo de molusco surcado por gruesas arterias cuya rotura producía un
ruido idéntico al de una petaca al cerrarse y desencadenaba una hemorragia más que difícil
de parar.” En esta alucinación de un bestiario que suplanta la anatomía secreta y
desconocida está condensado aquello que se quiere, lo que se desea, lo que hay que poseer
para saberse hombre y que en su resolución va mucho más allá de una cuestión social o de
género. Ya no es la simple iniciación sexual, ahora se trata de robarle algo a alguien, ser
dueño de ese presente en el cual se pierde algo o algo nos pierde. Así las vírgenes abundan,
la política se mezcla con el machismo conspirador y la idea trastocada de la revolución. En
eso se empeña y se consume la juventud de Fogwill –y talvez la de Viel que por momentos
se parece a la joven voz del relato– en esos años en que “soñaba con un confuso olor y con
el ruido de la petaca que se cerraba herméticamente sobre mí.” Este tiempo del desenfado y
la ignorancia está lleno entonces de claves, contraseñas, señales para entendidos que viven
de sensaciones inmediatas otorgadas por el hecho de estar “algunos armados con revólveres
.32, los más fuertes con Star 9 mm españolas, o con pistolas Mauser .765 que tiraban
aquellas balas ‘botella’, inconseguibles”. Armas, balas, gestos de camaradería que los
convencen de ser hombres “enfermos, tísicos, con el pulso alterado y las ideas confusas,”
que como los únicos hombres verdaderos en la Argentina de Perón viven “días y noches
enteros rodeados por un ejército de mujeres que había que desvirgar”. Estos son entonces
los elementos y el decorado para la formación sentimental de la altanera literatura argentina
que se autoconoce en la hermosa sensación de portar un arma.12
Pero antes de la consumación del acto hay un gusto por los objetos que no abandona
en ningún momento el ritmo del relato que leemos y que los personajes se construyen para
sí y para el recuerdo que escriben. Ellos son como pequeños tesoros, talismanes que ocultan
el pasaje, la iniciación o simplemente la corroboración de otro mundo en el cual el estado
de naturaleza se parece a “una caja de balas Mauser que habíamos rellenado con mercurio y
corcho molido para volverlas explosivas y venenosas.” Tener un puñado de balas o una caja
de condones ayuda a atravesar el fin de la infancia y la madurez de la adolescencia. Ser
dueño de algo, poseer algo, ocultar algo, guardan en ello un secreto que los demás ignoran
12
No sólo el dinero y las armas son esa sensación de posesión y distancia sobre el mundo. Dejando de lado el
caso de los personajes de Arlt, Carlos Correas, en su cuento El revólver de 1952, ha sabido ver la delgada
línea de atención que entreteje la humillación de la nada y el poder de un arma en un instante que trasciende
cualquier condición de clase tras esas especulaciones fabulosas del afantasmado Karl Marx. Cito acaso
algunos pasajes reveladores de la atención puesta en el objeto y de la sensación embriagadora que de él se
desprende: “…Es formidable. Un pedazo de fierro y un pedazo de carne y hueso. El revólver y mi mano. Es
artificial pero resulta más duro decirlo así. Sin nombres propios; una cosita de metal acá abajo: el gatillo. Se
aprieta y se le corta el hilo a un tipo. A un tipo que está lejos, engrandecido y desolado con su carga de
preocupaciones y sus principios macizos (…) Es hermosa esa cosa de acero azulado, limpia, brillante; se
llama revólver. Revólver… cuando era chico miraba una cosa y le repetía el nombre hasta el cansancio. Y
pasaba algo interesante. La cosa se alejaba cada vez más, se aguaba en la cabeza; después resultaba estúpido
que un lápiz se llamara lápiz. Era una cosa larga, negra, que servía para… Este revólver sirve para matar.
Matar: asusta. Sin embargo el viejo Dios no se asusta.”
y que vale sólo para uno, parece ser la forma de adueñarse del presente. Pero las
excursiones adolescentes son también esa corroboración de entusiasmo, desenfreno y
deseo; por ejemplo en el encuentro de una pequeña culebra: “si la cazo, desvirgo; si la cazo,
volteamos a Perón; si la cazo, hacemos la revolución social”; o en la visita al monte de
noche para buscar la luz mala, disfrutar del humo de los American Club y hablar de
cualquier cosa: el ansia inocente del amor libre y el recelo a la sombra telúrica del macho.
Acariciar en la oscuridad los cartuchos en los bolsillos, dejar el arma a los pies,
mientras el cuerpo joven de la amiga que la hermana ha llevado al recreo campero de
verano –trabajado por la práctica de los deportes de la clase alta: “el disco y la jabalina"– se
siente estremecerse contra uno –que poniendo entre las piernas una cantimplora con alcohol
luego de dar un trago “pasaba el pico de vidrio por la cabeza inflamada de la pija”–, son
también una de las tantas formas de dejarse excitar por todo lo que lo rodea. Como la
fantasía de que una chica de buena familia se transforme en “una criada de la casa” que
obedece en todo por el juego de hablar en “cordobé”, el onanismo en la oscuridad es
también una máscara a través de la cual apenas se mira ese otro lado desde el cual el deseo
llama. Sentado, de pie y mirando por sobre los hombros blancos y delicados de las dos
chicas, de rodillas en el piso, embriagado por el olor a alfalfa o, en la oscuridad solitaria de
un bosque, hay que masturbarse rabiosamente, hay que darle paso a la vida animal en uno,
hay que ser cazado, poseído, obligado a aullar para escucharse: “y sentía desde atrás un
enorme toro invisible que me estaba montando, y entraba un tubo de carne caliente para
inundarme con su sangre, que bajaba a la bolsa de mis bolas haciéndome crecer y crecer
tanto la pija que se me hizo muy fácil acabar arrodillado, mientras ellas avanzaban por el
camino de los alambrados hacia la casa.”
Que una mujer nos apunte con un arma es una acción que excita hasta el desenfreno,
que alimenta el ansia de posesión –aunque sea nuestra propia hermana. En este frenesí
convergen todos los objetos, olores y sensaciones del relato. Como si algo se anudase para
cortar en su unión la tensión acumulada, ahora la ignorancia se vuelve un relato
pormenorizado del tacto y las asociaciones, pero como experiencias y no como simples
objetos cargados de un valor simbólico: “Fue todo simultáneo: empezó a aparecer una
materia untuosa, que en ella me pareció más limpia, su voz empezó a quejarse y a jadear y
sus dedos se crisparon torpes, alrededor de la base de mi pija. La mano se había muerto:
ella seguía jadeando y yo pensaba que sus dedos, que imaginaba que eran los dedos de
Mag, se iban a endurecer, que después se iban a encoger y a retorcer como culebras muertas
anudadas a mí.” Besar a la hermana es lo único prohibido, todo lo demás conduce al abierto
reino del deseo; tal vez el sentimentalismo moral lo deseche ante el vacío que genera un
cuerpo soberano en el que nadie ha inscripto esa parte de humanidad y violenta naturaleza.
La hermana que apunta con un arma abre entonces la posibilidad de la muerte; esto excita,
pierde, desestabiliza el estado de quien desde la edad de la infancia y la adolescencia está
enfermo de deseo; pero también, inmediatamente, abre la posibilidad de erguirse como un
hombre que por medio de su erección –la que ahora vale más que cualquier objeto– se sabe
dueño de lo que puede un arma: “–¡No hay que apuntar… puta! ¿Ves, puta, lo que pasa por
apuntar…?”
Ser poseído, atado de pies y manos por un demonio de la carne, es querer el deseo
ajeno en el interior del propio cuerpo; pero de un cuerpo que reniega de sus límites y de su
tendencia a ser débil por la cercanía de otro cuerpo más débil y más bello. Esto es
justamente aquello contra lo que Viel escribe. Su cuerpo desde temprano se ha vuelto la
intimidad de un arma tan próxima que debe usarse en lo que puede y en lo que quiere; pero
también, en lo que experimenta y en lo que goza con sólo llegar a empuñarla. Tal vez todo
se reduce a sentir que el cuerpo se desmonta en el vuelo del alma, y el alma se monta en
guardia como un arma.
Más allá del pudor expuesto en el pequeño prefacio que acompaña a El Arma de
1953, donde no hay inspiración en “el amor físico y menos aún en el de sus amantes”, pero
sí una experiencia hecha de palabras que salen a “rodar por la sangre” y que “comprometen
a mis veinte años”; estos primeros poemas son en realidad previos a la verdadera
exploración del cuerpo que se realiza en los rituales de la clase, al mismo tiempo que se
pierde más allá de ellos. La batalla por el virgo en la juventud del deseo, se transforma
ahora en batalla-contra-Dios como demonio-que-tienta con el nudo que ata, o que prueba
su apariencia y su ausencia, en el cuerpo que tensa; y que al mismo tiempo busca guardar
las virtudes heredadas en una sola letra que se cambia en la pronunciación del arma poseída
como mujer enamorada. “Mi puño desenvaina de mi cuerpo / un arma que te escuda y que
te acera”, lo que a simple vista en estos versos parece seducción, es en realidad, visto a la
distancia, el hundimiento más profundo; ese que de tocar fondo emerge como contracara
violenta de un alma a la que “he puesto empuñadura y, descubierta, / la llevo como un arma
de combate”. Con el alma pronta a disparar, y con el arma en la cercanía del disparo, el
cuerpo joven y su edad se disponen para su experiencia: ser colmados y ser vaciados al
mismo tiempo como ley propia de una cara del amor: la seducción y el éxtasis.
Lo que sorprende en estos primeros poemas son justamente las superposiciones de
diversos elementos, estados o valores encarnados en objetos para la escritura de Viel. Por
ejemplo: el alma que es arma, la vaina que es cuerpo y la mujer que es alma desenvainada
como espada erguida que es cuerpo vacío, es decir, vaina que ya nada contiene donde
retumba el disparo del arma o donde el filo que se esgrime ya nada corta. No es casual que
al repliegue del cuerpo corresponda también el salto –en la noche oscura que ahora es
mediatarde– que se adueña de los objetos y los transforma en intimidad. Y es que todo
puede acabar con uno, todo puede ayudar a desentenderse de uno para ser otro justamente
en uno: “Mujer enamorada, tú en mi cuerpo / eres mi alma de pie, como una espada / que
idéntica a su vaina adolescente / nada lo mismo el cielo que las aguas.”
En la acción de los versos que dicen “Yo mismo me remonto, me retrepo / como
nadando ríos verticales” donde la superposición se vuelve remolino –que más adelante
llamaremos rompiente–, Viel se transforma en el-muchacho-sin-cuerpo-y-sin-edad, un ser
extraño que es pura juventud y por lo tanto puro deseo. Pero este es un momento en el cual
ya no hay vida de hombre sino de joven-que-aspira-a-ser-santo o a la inversa, vida de
santo-que-añora-su-cuerpo-de-joven. Cuando la presencia de Dios o la mitad del deseo
embisten como una “carga de caballería”, extrañamente la violencia no es muerte sino más
bien nacimiento. Por esto el cuerpo antes de ser usado debe ser conocido, inspeccionado,
revisado en su potencia de tiro como el tambor de un arma es inspeccionado al llegar a ser
empuñada por la mano. Entre el goce y el saber, Viel opta por el segundo. Como San Juan
de la Cruz, que aún comprende su ciencia contemplativa –inflamado en su llama y previo a
la llegada del amante que para Viel es el instante anterior a disparar, desenvainar o sentir la
proximidad de la seducción–, hay un tiempo en el cual la atenta mirada puesta al propio
cuerpo permite el recogimiento del alma o la inspección del arma. El ascenso “nadando ríos
verticales” tiene que ser entonces sensación que se vuelve conocimiento. Pero
conocimiento no de lo último, sino de lo próximo, de lo que puede traducirse en las
imágenes superpuestas del arma, la espada, la vaina y la mujer. Abarcar en un mismo
escozor –como la primer ola de la zambullida del nadador o las primeras balas que silban
en la carga del legionario, o más aún, el roce sobre el pecho del santo– espalda, rostro,
pectorales y frente, dispone para saber el poder que encierra el disparo ensordecedor de un
Dios-armado que nos apunta de frente aun cuando “uno en el otro, todavía en tierra / pero
mojados ya por todo el cielo, (…) tú en mi mano, tú azul, tú por el aire, / yo te veo, mujer, y
yo me veo.” Desde ya que es una simple mirada, pero en ella hay al fin unión imposible;
pues es uno oculto y hallado en otro, y entonces ya nada queda del recogimiento consigo.
El cuerpo que es un arma y que ha disparado contra sí mismo, la espada
desenvainada que en su filo separó la propia vaina donde en silencio aguardaba por la
acción de batallar contra uno y por un otro, y la mujer que nos amó hasta confundir
justamente lo uno de sí en lo otro del deseo, le han servido a Viel para abrigar la desnudez
del cuerpo encontrado en el vacío de ese cuerpo colmado: “Tiro mi cuerpo al suelo y yo me
tiro / sobre mi propio cuerpo con mi cuerpo, / y, adentro mío, en un instante empuño / el
arma que eres tú, el amante acero / que, ya rota su vaina, a mí me envaine / cuando muerto
de amor lo lance al cielo.”
Lanzarse al cielo con el cuerpo roto –lo que luego será un cuerpo estallado– es
ascender como zambullirse es nadar en una profundidad vertical. Pero nadar y ascender en
esta inversión poética es siempre llevar a otro, o trepar por medio de ese otro hacia otra
condición o estado de movimiento y quietud. De esto está hecha no sólo la poesía sino
también las pasiones del alma que no pueden estar quietas en su condición de reposo o en
su ánimo exaltado. Por eso el alma de Viel está mojada, contenida de bruces en el piso
sintiendo el peso que le impide elevarse –“sé que a la tierra me unen dos tobillos”– o pronta
a ser lanzada como un disparo que rompe el silencio o que vuelve a él para durar apenas un
instante que es el instante de la poesía, pero también, el instante del cuerpo en su negación
y en su afirmación.
Aun así no basta con llegar en la superficie del mundo revelado a un momento en el
cual “sea mi pie vaina del tuyo / y sean tus talones mis espuelas” como Viel señala en esa
especie de comunión erótica y guerrera de “militar igualdad” entre quien combate y quien
ama, y al mismo tiempo, desea con cuerpo y alma no estarse quieto en lo que es; más bien
hay que ser multiplicado por el otro, condenado por el peso de la propia carne y absuelto
por la levedad del alma misma que sabe que “Debe saltar mi cuerpo hacia los cielos / y
estallar hasta ser multiplicado.” Sin embargo, aquí no hay rostro o círculo sagrado para ese
otro, apenas “un metro azul de ángel casi ahogado”. ¿Se esconderá entonces en los
elementos del aire, la tierra y el agua como atributos del otro-Dios-loco-de-Spinoza esa
forma imposible de pensar que, más allá de la invención del panteísmo, siempre se sustrae a
la reciprocidad del amor y por eso se vuelve deseo? ¿O la conjunción sagrada de Viel
depende del movimiento y la detención que supone: a mayor estado de conmoción mayor
dificultad de contemplar ese nombre, ese rostro, esa presencia que se vacía y se excede?
A partir del estallido habrá libros de la contemplación –los viajes, el mareo, el
tedio–, de la acción –la natación, el adulterio, la culpa– y de la quietud –la enfermedad, la
guardia, el recuerdo–; todos mezclados entre sí se leen del principio al final o desde el
capricho hacia el orden, pero porque el cuerpo es justamente movimiento-puro-del-deseo-
erótico-espiritual que ya no puede ser lo que es, como acaso lo es la ausencia del virgo y la
posesión del mismo en ese juego sagrado de la anterioridad del amor, en donde todo es
posible, hasta ser poseído queriendo poseer.
Es entonces el mismo Fogwill, años más tarde, el que mejor entiende este
movimiento de la poesía de Viel y el que mejor la sintetiza al momento de encontrar un
elemento que la contiene y la desborda ahí muy cerca del poema. En Versiones sobre el
mar tras los pasos de una “heráldica” de los placeres y de personalísimas “hagiografías
urbanas” que nombran y ocultan una patria perdida y un amigo que ya no está, hay una
lúcida comprensión de lo inmenso y desmesurado que el deseo ha trabajado en las
obsesiones de esta poesía. El mar es el último instante del deseo, la suma de todos los
movimientos emprendidos por el cuerpo, el lugar donde mayor vitalidad adquiere y donde
el cansancio lo corona por contraposición a la quietud, la angustia y el tedio de la llanura;
es más, el mar es la memoria de todos los libros que lo antecedieron en su evocación y que
negaron otros libros; es también la memoria de todas las direcciones en las cartas
consultadas y la huella de cada verano en el futuro. “El mismo mar nos pierde; nos
encuentra y nos pierde” señala Fogwill para dejar en claro que hay un solo elemento a la
hora de hablar de Viel: su hábitat marino de raro poeta en tierra.
Es ese mismo espacio el que parece darnos la clave de la comprensión que el hecho
de afrontar la caducidad, el deterioro, las renuncias y las derrotas del cuerpo, trae a su
poesía: “Tus manos: ¿traen sabores de mar prohibidos para evocar la prohibición de amar a
una materia que se descompone? Cuerpos y ondulaciones de esos cuerpos marcan su breve
descomposición. Y sus formas anuncian nuestra leve recomposición. ¿Amar…? Sí: y en ese
mar perderse.” En estos versos el cuerpo que fue deseo, que amó, que tuvo su instante de
aspiración viril y vital a ser algo más que su contemplación juvenil trascendente y su uso
adulto para el goce, comprende que ya no puede ser otra cosa más que su final: mar en
calma, mar enfurecido o pleamar: “El mar semeja, el mar conduce, el mar identifica, el mar
es un Estado de la materia.” Es entonces este estado, el del movimiento inmenso y
constante como olas que “se arman, desobedecen, las crea el viento –¿su amor?– y se
derrumban para volver a armarse con restos de olas anteriores”, el que corresponde a la
visión de un cuerpo estallado y vuelto a reunir por el deseo una y mil veces divino y
multiforme.
Pero en tanto que Estado de la materia el mar es también la “menuda sociabilidad
de sus playas”; casi como una pertenencia a la condición que es distinción o signo de gracia
politizado por su fuerza y su voracidad para con el cuerpo, los rituales del adulterio que lo
consagran, las formas de goce que le esperan en el ocio y el tedio, y que deben ser también
parte de ese estallido interior que anuda el sensualismo de la carne y el alma. El tono
elegíaco que respira por detrás de las palabras de Fogwill –“¡Patrias perdidas en lo
oceánico, en el o-sea del sentido!”– confirman que tanto la pertenencia como la clase –
origen de una aspiración que también entrecruza culpa y goce– son instantes irrepetibles en
la visión futura de la obra: “Y el mar, sin ti, es el naufragio del universo. Y el mar, sin
textos, sería la espuma de un instante.” Por lo que aún las aspiraciones místicas,
aparentemente exorbitantes, saltan por los aires en tanto existen y se desean “cuerpos
sumidos en algún sueño de perfección”; esa perfección acaso de la obra hecha en la vida, y
de la vida vivida como la repetición de la obra que es puro-estado-de-la-materia.
Adueñarse del deseo del otro es entonces ejecutar una variación del deseo de uno en
las formas que de él se pueden descubrir al imaginar un otro. Este machismo del deseo
demuestra que todo oficio del amor entrega el conocimiento y el entrenamiento de una
virtud en el poder del cuerpo. En el caso de Fogwill es esa pequeña cosa que se
metamorfosea a lo largo de todo el relato, que tiene la misma potencia que un arma y que
termina haciendo de él mismo la tensión expectante de un arma. Pero por sobre todo ese
conocimiento de la virtud es un loco espíritu de época. Sin embargo Viel invierte esa ley
erótica de la materialidad desencantada; prefiere en todo caso usarla como trampolín para
hablar y escribir cuando en realidad su intención es llevar en sí a un otro, hacer que la
experiencia se adueñe del cuerpo y no a la inversa, como si de ésto dependiera la
experiencia misma y su testimonio. Una indistinción del deseo se presenta como estado
natural al cual se aspira por el mismo deseo entrevisto. En medio de esa continuidad
incesante, no es de extrañar que el ambiente marino no sólo insista en la obra y el
homenaje, sino también en la intuición de escribir-como-se-nada.
Para Viel el erotismo ingenuo de la primera juventud es similar a la “erosión” del
último largo donde Fogwill lo encuentra y le adjudica una forma que es su distinción: “Es
como un mar y como al mar, la huella / de erosión y de azar llama a desearla”. Cíclico y
constante, el pudor, la gracia, el ofrecimiento de la herida que marca la iniciación, todo
persiste ya sea de una u otra forma, tanto humana o divina, como ese olvido en un otro que
se hace necesario para saber que sólo después se escribirá: “Soy yo al mirarla y ella ya no
es ella / sino yo en ella y ella en mí. Al mirarla / soy la mirada y soy lo que por ella / en ella
me convierte al reflejarme.” ¿Pero dónde concluye este juego de miradas y reflejos, de
posesión de amor al mismo tiempo que flagelo de renuncia? La edad del deseo parece estar
situada en el tiempo donde las experiencias llevan consigo tanto la inocencia de su
ignorancia como la consumación de su pavoroso conocimiento: “Hay un pulso marino que
me lleva / a perderme en las aguas del abismo / llamado amar por un amor que juega / a
convertirme en ella y en mí mismo”. Tal vez el reconocimiento de Fogwill en estas palabras
conteste nuestra pregunta, pues hablan de reconocer la madura valentía del último joven
armado y deseoso que fue Temperley al escribir sobre Viel.
Movimientos poéticos de Fogwill
Cecilia Pacella

Podemos definir el movimiento como aquel estado de los cuerpos en el que éstos
pasan de un lugar a otro o de una posición a otra, pero también sabemos que la misma
palabra sirve para nombrar la variación en el estilo en una composición poética o literaria,
sin olvidar el uso musical del término, para nombrar los distintos momentos de una sonata o
sinfonía de acuerdo a las variaciones de tiempo existentes entre ellos.
Los libros de poemas de Fogwill, Canción de paz (2003) y Últimos movimientos
(2004), actualizan todos estos significados del término, exponiendo una teoría poética
donde la relación entre cuerpo y escritura muestra una correspondencia ineludible. Pero,
¿por qué decimos que en estos poemas se actualizan todos los significados de aquello que
llamamos movimiento? Si leemos detenidamente, veremos cómo los poemas van desde un
ritmo musical a aquello que podríamos llamar un ritmo corporal. ¿Hay alguna diferencia
entre ellos? Podemos establecer en los poemas de Fogwill una relación particular de la
poesía con la música y con el cuerpo. Podemos también afirmar, después de leer los poemas
de Fogwill, que el cuerpo es aquello que siempre está atravesado por una musicalidad que
lo hace propio y la poesía, el lugar de manifestación de esa musicalidad.
Para comprender está concepción poética, sería necesario dividir teóricamente la
historia de la poesía en dos grandes grupos, uno intentaría con sus ritmos y métricas fijas
hacer de la poesía un arte con sus propias reglas y del poeta un artífice, un artesano del
verso, esculpiendo las palabras. Otro, más subjetivo, que tiene manifestaciones desde la
antigua Grecia, pasando por los primeros poemas del amor cortés medieval, hasta las
búsquedas de los románticos, donde el ritmo del poema expresa, transmite, manifiesta un
ritmo interior del poeta y por eso llamado verso libre.
Verso libre no quiere decir que no tenga un sistema rítmico organizado, sino que esa
organización no se corresponde con ninguna estandarización y, a la vez, se escapa de las
estandarizaciones, porque su característica esencial es la de manifestar la musicalidad
propia de un cuerpo, que en su unicidad está sujeto a un ritmo absolutamente propio que lo
atraviesa y lo constituye como tal.
La idea de que ese sistema rítmico esté relacionado con una musicalidad interior, tal
vez fue lo que obsesionó a Mallarmé y que lo llevó a considerar el tiempo del verso libre
como el tiempo del triunfo de la manifestación de la música en el poema. Así nos dice: “Un
feliz hallazgo con el cual parece casi clausurada la búsqueda de ayer ha sido el verso libre,
modulación (como digo a menudo) individual, porque toda alma es un núcleo ritmico.”
Sin embargo “el nucleo rítmico” que para Mallarmé constituye toda alma, no parece
ser, siguiendo sus escritos, el producto exclusivo de una subjetividad, sino más bien la
forma particular en que la música atraviesa un pensamiento, un individuo. La poesía, el
resultado de ese traspasamiento.
Sabemos que muchos de los poemas de Mallarmé, incluso sus Variaciones acerca de
la poesía, donde encontramos una teoría poética que sin duda dejará sus huellas en toda la
poesía posterior, se concretan sobre el papel, luego de su infaltable asistencia a la
temporada de conciertos. Una de estas Variaciones, aparecida en la Revu Blanche en 1895,
es la conocida “Crisis de verso”, en ella podemos vislumbrar la afirmación de que es la
Música la única capaz de salvar la poesía.
Si la preocupación que absorbió la obra de Mallarmé fue la de darle un sentido más
puro a las palabras de la tribu, es entonces en la música donde la expresión encuentra su
pureza máxima, ya que es ella el único lugar donde permanecen “el conjunto de las
relaciones existentes en todo”, o con otras palabras mallarmeanas, el misterio del mundo.
La poesía, donde se evidencia el defecto de las lenguas, anhela para sí ese poder que tiene
la música de captar la noción pura, la idea.
El poeta moderno tiene la misión de restaurar esta relación y recobrar así la función
de la poesía. Dice Mallarmé: “...que estamos aquí, precisamente para buscar, ante un
quiebre de los grandes ritmos literarios y su dispersión en estremecimientos próximos a la
instrumentación, un arte de llevar a término la transposición de la sinfonía al Libro, o
sencillamente de recobrar nuestro bien”.
Si el bien del poeta es poder hacer transparente un ritmo que lo atraviesa, una
música de la humanidad, sólo tangible en la poesía, entonces, la propuesta poética de
Fogwill, a cien años de distancia de las divagaciones mallarmeanas, es el intento de
recuperar dicho bien.

Poema de los días

En el año 2002, Fogwill escribe un poema en el cual propone una teoría poética
donde la preocupación de Mallarmé encuentra un lugar adecuado. Se titula “Poema de los
días” y comienza así:

Es la poesía del movimiento:


la conversión del movimiento en cosas
de pensar: la utilidad del tiempo,
el gasto humano, la recuperación
de la materia y la gradual
desaparición de todo lo que hay.

La poesía del movimiento sería aquella que se produce a partir de la energía de un


cuerpo. Ese cuerpo desarrolla un movimiento propio que como tal produciría un ritmo, y
cada movimiento, aquí volvemos a la acepción musical del término, tiene un ritmo propio.
Como en la música, los movimientos se diferencian unos de otros por el grado de lentidud o
presteza con el que debe ejecutarse una obra. Así podríamos describir los distintos
movimientos que realiza nuestro cuerpo como presto, allegro, andante, adagio o largo, o
como cualquiera de sus variaciones. Cada cuerpo, o incluso cada movimiento del cuerpo,
estaría atravesado por un ritmo que lo domina y lo condiciona. Ese ritmo particular
traspasaría la materia y conformaría una base donde se acomoda el pensamiento. El ritmo
como base es principio y origen, por lo cual sería imposible un pensamiento no sometido a
él.
Pero Fogwill nos dice que la poesía del movimiento es la conversión del
movimiento en cosas del pensar, entonces son las palabras las encargadas de transformar
ese ritmo corporal en pensamiento, o para decirlo de otro modo, es en la poesía donde el
ritmo del pensamiento se materializa, donde se recupera esa energía del cuerpo, su modo de
ser atravesado por el tiempo.
El “Poema de los días” expresa así la unión indisoluble entre el poema, el poeta y el
tiempo. La poesía es el resultado de un ritmo único del transcurrir, de la temporalidad en la
que está sumergido el poeta. Así el día como unidad de tiempo, y su sucederse en días,
ejerce su ritmo tirano sobre los cuerpos. En el poema leemos:

En fila vamos con el día.

En su girar-con o encima de nosotros.


No encima muestro, porque lo nuestro se perdió
como el pan nuestro y el amor nuestro de cada mi-
nucioso recorrido
de ese girar ajeno que representa el día.

Ese “girar ajeno” del que nos habla Fogwill, un movimiento extraño, ajeno a la
propia subjetividad del poeta, se apodera del poema, le impone su ritmo. ¿No es acaso el
anhelo mallarmeano para la poesía, cuando desea para ésta la eficacia del canto del grillo,
donde el mundo no está dividido en materia y espíritu?
Fogwill sabe que el poema es ese ritmo que lo atraviesa y a la vez un micrófono de
alta fidelidad, para escucharlo, para verlo funcionar. En otro fragmento del poema leemos:

Desobedezco: miro
el día el día en el poema de los días.
El día entero un movimiento
de retorno del cielo y el aire.
Lo azul, el gris, el terciopelo
cribado de las noches.

Todo retorna y cambia y permanece.


No son las palabras solas aquellas que en el poema nos trasmiten las ideas. Es el
canto que reclaman, un sonido, un silencio, un ritmo que somos, la vida misma. El poema
lo guardará para sí:

Oír solamente el día, lo más humano.


Atender entender el silencio del día
la obstinación callada del girar.

Somos un ruido que desaparece.

Poemas movimientos

Podríamos suponer que sobre la teoría que desarrolla el “Poema de los días”
aparecen los poemas agrupados bajo el título: “Últimos movimientos del señor Fogwill”.
Los poemas son la materialización del ritmo corporal en sus distintos movimientos. El
ritmo de poema no es más que el ritmo de los movimientos de un hombre, del señor
Fogwill, que escribe los poemas. Así por ejempo en el primer poema, “El Sr. Fogwill fuma
pipa”, el ritmo de los versos parece imitar cierta regularidad de la acción de fumar. Leemos:

El señor Fogwill fuma en pipa.

Pasa
el tiempo.
Sube
como una nube de tiempo hacia su frente
y fuma. No debería fumar
en pipa el señor. Le teme al cáncer
el señor. Son muchas leucoplasias superadas
en sus labios y encías y es mucho
el miedo que no mitiga ni el sabor del latakia.
Los poemas se suceden describiendo e imitando uno a uno los distintos
movimientos que cotidianamente conforman el día del Sr. Fogwill, así leemos en el índice:
“El Sr. Fogwill fuma pipa”, “El Sr. Fogwill, delgado, en el espejo”, “El Sr. Fogwill, antes
del desayuno”, “El señor contempla su obra”, “Abre el correo”, “Baja a la siesta”, “Oye
llover”.... En todos ellos el ritmo del poema es el ritmo de un cuerpo, respiración, latidos,
fluir de la sangre, pero también el resultado de un ritmo ajeno, que golpea ese cuerpo, como
un dictado. La experiencia de extrañamiento del ritmo aparece en la práctica de la lectura.

Claro: es uno mismo


quien se interna
en los tiempos de otro.

Su prisa, su torpeza
parecerían ajenas y uno
se va volviendo ajeno a la par.

En el tiempo de otro
se vive como en un verso ajeno.

Todo está pero falta


uno, el uno, el nombre.

La propia voluntad.

Si el nombre propio, la voluntad propia se pierden en el tiempo de los otros, el verso


ajeno o la lectura ajena, entonces tampoco la escritura, como movimiento del ritmo oído o
sentido, es del todo una propiedad. Como diría Alberto Girri, cualquier cosa que pueda ser
llamada propia es, al mismo tiempo y por eso mismo, lo de todos. La lengua propia es la
lengua de todos. Lo único propio podría ser el nombre, pero justamente su naturaleza
consiste en denominar a alguien para los otros, quienes dicen el nombre propio para juzgar,
llamar, afirmar un cuerpo ajeno. Lo propio irreductible permanece en el misterio, en el
dictado obedecido, vale decir, en los ritmos del cuerpo que escribe porque vive, y escribe al
ritmo de lo que vive.
De alguna manera, el poeta comprueba y confirma la sentencia girriana: “El ritmo
de lo escrito es el ritmo del que escribe”; y lleva esta sentencia hasta sus últimas
consecuencias. ¿Puede la poesía tener otro ritmo que no sea el ritmo corporal del que
escribe? ¿Es la poesía la transformación de nuestro movimiento en cosas del pensar?
Preguntas que hemos intentado responder, o más bien prolongar en su interrogación que
tiende a sondear un centro inaccesible, si es que no un vacío en el interior del dominio
rítmico de los poemas.
Mallarmé, Girri, otros nombres que aparecen aludidos en los movimientos del señor
Fogwill, puesto entre las comillas del trato distante. Y son otros nombres de maneras de
pensar los poemas y de reflexionar sobre el ritmo propio y las materias poéticas heredadas,
ajenas. Fogwill se incluye en esa nómina, pero no para autoelevarse al rango de poeta que
piensa, sino con bastante más ironía y bastante menos fe en la salvación por el poema
exacto. Anotaciones, dictados, costumbres de una vida diaria, los Últimos movimientos de
un nombre se traducen en un cuerpo, en la mortalidad y el desgaste. Así leemos:

Es el fracaso
de la materia humana.

Es el trabajo humano
con el fracaso interpretado:
buena razón para insistir.

A pesar del destino perecedero de toda obra y todo poema, algo insiste, con razón.
Son las razones que ostenta Fogwill para seguir un ritmo, en el seno del día. El ritmo, como
en la música, es el testimonio de que hay un tiempo finito, marcado, que se apresura o se
ralenta, se vuelve serio o cómico, pero que habrá de desembocar en un punto límite. Los
poemas movimientos expresan entonces tanto el paso del tiempo que los corroe, el ritmo
que los mantiene vivos en el momento pero que puede precipitarlos en el silencio
subsiguiente, inexorable, como la detención del presente, el día que se aprovecha porque se
escribe.
Poemas
Cuaderno de cuatro años
Eugenio Montale

El poeta que gozaba descifrando inciertos signos de una naturaleza que aún le
hablaba al hombre –aunque, por cierto, ya no de una manera directa o con contenidos
sagrados, ni dando ocasión a bucolismo alguno estrictamente–, el mismo que, en su
juventud, observaba selectivamente el mundo privilegiando –sin más razón para ello que la
que un espíritu rebosante puede ofrecer en su hora de esplendor– sus partes aún no agotadas
y sus zonas de indefinición, allí donde no todo se acaba en lo que aparece a la vista
descolorida y casi siempre inevitablemente exhausta de la vida cotidiana, el poeta bien
conocido y buscado con recurrencia para aprender qué significa ser rico justo en medio de
la condición de pobreza y abandono en que se efectiviza la existencia sin atributos, ese
mismo poeta, ahora en su vejez, ha abandonado –junto con el curso del siglo– toda
posibilidad de abordar la realidad sin la irónica lucidez del desencanto. En Quaderno di
quattro anni (aparecido en 1977), Montale pone en breve consideración teorías filosóficas,
ideas difundidas de carácter científico, prejuicios vulgares y dogmas históricos o culturales,
actos de fe política ... y los expone apáticamente sobre la mesa de análisis como un
anatomista clásico, para desarticular sus tejidos superficiales y descubrir una desproporción
–a menudo escandalosa– entre la apariencia y la realidad. Esa desproporción es parte de la
razón que justifica el “negativismo” de su última poesía. No se trata exactamente en esta
época de la producción poética montaleana de pesimismo o fatalismo, aunque es factible
reconocer en estos ejercicios poéticos el sello de la “lírica sin aura”. La renuncia
sistemática a la metáfora es, en parte de la poesía contemporánea, efecto de la elección
consecuente de un lenguaje no representativo; es también confirmación de la separación
que existe entre un universo leído en clave y el sujeto encargado de articular estrategias
para su desciframiento. Más precisamente, esa renuncia es expresión del agotamiento de un
recurso literario genuinamente viable y operable sobre la base de un cierto optimismo
epistémico y de una correlativa intuición del vínculo entre los estados de cosas y los
estados anímicos. En estos poemas de Montale, el lenguaje no ostenta una función
representativa porque hace ya tiempo que la poesía no se define por la adecuación a la
realidad objetiva, y porque ya tampoco expresa la interioridad. Esta poesía montaleana,
para ser tan efectiva como un elemento de la naturaleza física, actúa como un registro
surgido de la observación de la inadecuación fundamental del lenguaje y es testimonio
mudo e inconsciente –aunque no por ello ignorante de su propia posición– de una
objetividad demasiado extraña, complicada y ajena a nuestros anhelos, como para ser
alcanzada por nuestras explicaciones. Conforma una poética antirromántica y
antihumanista, que no se revela contra el hombre, sino contra su idea y contra la ilusión que
ha producido teorías fútiles. El lugar de esta poesía es el de la total falta de pretensión;
pero, a su vez, el demarcado por un lenguaje que se separa del lenguaje poético heredado
sin aferrarse a una dirección alternativa. Es una poesía de transición que no está dispuesta
empero como un tránsito hacia otro lugar o estado. Montale sigue siendo en Quaderno di
quattro anni, contra toda disrupción en su poética, el escéptico que arriba, paradójicamente,
por esa vía, a la convicción de una realidad inagotable e inconquistable, desligada de todo
servicio y de toda teleología, y liberada así también de las grandes ilusiones. En Montale, el
escepticismo desempeña su antiguo rol de un conocimiento negativo desmitificador, por el
que se llega a saber que las costumbres no son ..., que los astros no son ..., que las ideas no
son ...; mas, como resultado de la aplicación de esa terapia a la razón, queda lo real sin
atributos, sólo casualmente abierto a nuestro uso y ocasional tráfico con él.

F.M.
Lo lleno

No sirve un huracán de saltamontes


para hacer insurcable el rostro del mundo.
Es verdad que ellos se multiplican por miles, por millones
y forman una corteza más compacta que un muro.
Pero lo demasiado lleno simula lo demasiado vacío
y es aquello que basta para hacernos admitir
este cambio de barbas. No le hace mal a nadie.
Dos destinos

Celia fue convertida en esqueleto por las termitas,


Clizia fue consumida por su Dios
que era ella misma. Sin saberlo supieron
lo que casi nadie llama vida.
Los pájaros habladores

La moral dispone de pocas palabras


alguno las ha contado en cuatrocientas
y el récord hasta ahora no ha sido batido.
Ni siquiera los pájaros indios
que hoy están de moda
y parecen mirlos
de rapaz pico de fuego y plumas de oscuro azul
alcanzan a decir más.
La diferencia está en la risotada:
la del mirlo falso no es la nuestra,
tiene una meta propia el hombre que se cree
más libre que él: que yo, que paso
cada día y saludo ese ovillo
de plumas y sonidos destinado a vivir
menos que yo. Así se dice, pero ...
El vacío

Ha desaparecido también el vacío


donde en un tiempo uno podía refugiarse.
Ahora sabemos que también el aire
es una materia que pesa sobre nosotros.
Una materia inmaterial, lo peor
que podría tocarse.
No está suficientemente lleno porque debemos
poblarlo de hechos, de movimientos
para poder decir que le pertenecemos
y aun muertos jamás escaparemos de él.
Atestar de objetos aquello que es
el único Objeto por definición
sin que a él nada le importe, oh torpe
comedia. ¡Y con qué celo la representamos!
Después de la lluvia

Sobre la arena bañada se aparean ideogramas


como hechos por una pisada de gallina. Miro atrás
pero no veo refugios o asilos de voladores.
Habrá pasado un pato agotado, quizás cojo.
No sabría descifrar aquel lenguaje
aunque fuese chino. Basta un soplo
de viento para cancelarlo. No es verdad
que la Naturaleza sea muda. Habla sin ton ni son
y la única esperanza es que no se ocupe
demasiado de nosotros.
Historia de todos los días

La única ciencia que queda en pie


la escatología
no es una ciencia, es un hecho
de todos los días.
Se trata de las migajas que se marchan
sin ser sustituidas.
Qué importan las migajas, va refunfuñando
el arúspice,
es la torta lo que queda, aunque desgarrada
y aquí y allá un poco deshinchada.
Todo consiste en un adecuado período de estacionamiento,
cien años más que diez, mil años más que cien
incrementarán el sabor.
Obviamente será más afortunado
el futuro catador sin saberlo
y “el resto es literatura”.
Elogio de nuestro tiempo

No puede exagerarse lo suficiente


la importancia del mundo
(del nuestro, entiendo)
probablemente el único
en el cual se puede matar
con arte y también crear
obras de arte destinadas a vivir
el espacio de una mañana, aunque fuera
de milenios o más aun. No, no se lo puede
magnificar suficientemente. Sólo
hay que apresurarse porque podría
no estar lejana
la hora en que se habrá hinchado demasiado,
según un conocido apologeta, la rana.
SE ABREN peligrosas nervaduras
sobre la costra del mundo
es cuestión de años o de siglos
y no atañe sólo a California
(lo que parecería el menor de los ¡ay!
porque el mal de los otros no interesa)
y nosotros estamos aquí, pobres dementes,
hablando de la suma de los réditos,
del compromiso histórico y de otros
chismes indignos. ¡A pesar de todo en la escuela
nos habían enseñado que lo real
y lo racional son dos caras
de la misma medalla!
Al mar (o casi)

La última cigarra chirría


sobre la corteza amarilla del eucalipto
los niños recolectan piñas
indispensables para la galantina
un perro alano aúlla desde las rejas
de una villa ahora ya deshabitada
las villas fueron construidas por los padres
pero los hijos no las quisieron
habría lugar para cien mil víctimas de un terremoto
desde aquí ni siquiera se ve la ribera
puede llamarse así a aquel ochenta por ciento
cedida en uso a los bañeros
y sería excesivo pretender
la “paz del alción”*
el mar está, por otra parte, infestado
mientras los desperdicios, en total,
forman onduladas colinitas plásticas
extinguidos los setos han obtenido la restitución
los deliciosos hijos de la herrumbre
los chochines o “reatini” como a menudo
los citan los poetas Y hay también algunos capullos
de magnolias la chaqueta de un pediatra
pero aquí los niños vuelan en bicicleta
y no tienen necesidad de sus curaciones
Quien quiera respirar un gran hedor

*
Lit.: “una pace alcionica”; los “días alciónicos” (giorni alcionici) son los correspondientes al solsticio de
invierno (22 de diciembre), caracterizados por la bonanza del clima, en que los alciones, según se creía,
edificaban sus nidos e incubaban sus huevos. (N. del T.)
la musa de nuestro tiempo la precariedad
puede pasar por aquí sin apresurarse
es el golpe seco aquello que produce horror
no ya la evanescencia el dulce soplo de la nada
Hic manebimus si os place no en verdad
a gusto pero lo mejor sería demasiado similar
a la muerte (y ésta place sólo a los jóvenes).
SE RESUELVE muy poco
con la ametralladora y con la fuerza.
La hipótesis de que todo es una disputa,
un intercambio de sílabas es la más plausible.
No por nada en el principio era el Verbo.

Traducción de Fabián Mié


Pequeña editorial de vanguardia
Santiago Llach

Santiago Llach nació en Buenos Aires en 1972. Publicó La verdad láctea (1998), La raza (1998), La causa de
la guerra (2001) y Aramburu (2008).
cuando adquiere por fin la forma de letra la poesía - enmudece - 7 a.m. - sobre el bois de
boulogne - corren - cherquis bialo - y domingo felipe cavallo - a cherquis lo acompaña una
niña, a domingo lo acompaña alvariños - una joven escritora argentina - residente en una
universidad menor - de los estados unidos de américa - Ismael - Ismael, Arafat, Cohen -
Cohen, Coen, Kohan - Escudé - Escudé, Escudé - decide publicar todo lo que se le ocurre -
todo lo que ocurre - en una pequeña editorial de vanguardia - tiene el mismo suceso
editorial - que los mejores poetas de su tiempo - literaturas comparadas - Narrador tiene
varias teorías acerca de la vanguardia - la primera - no, el poslogio - no - una nota
introductoria - debería aclarar - el sentido a través del cual - por ejemplo, en la frase -
“pequeña editorial de vanguardia” - uno al que consideraban genio - porque oscurecía
mediante elipsis - algunos discursos públicos que dominaron el período - un túnel a través
del cual - un puente - el núcleo duro de esa poética - que tan escasos poemas había dado -
era - una idea que relacionaba - la función sintáctica de las conjunciones - con determinado
correlato objetivo - en una universidad holandesa - alguien lo había formulado de otro
modo -- contemporáneamente - en una aldea de nigeria - en el chat acerca de un sistema
operativo alternativo a Microsoft - en una plaza - o vamos a decir mejor - un ágora - un
lugar - donde un conjunto de hombres y mujeres - expresaban una serie - que para sintetizar
- llamaremos voluntad colectiva - cantidad de veces que - se repite la palabra - Harvard - a
lo largo del corredor del bajo - 3 - en el escaparate de una tienda - en el aparcadero de una
gasolinera - en la remerita verde de una negrita - venus - una bookman old style - cuyo
diseño - mediante el cual - quizás la última - moneda de oro - quizás la moneda de oro - que
acuñó el new deal - material beat - cantidad de pegatinas - in a material beat - de una
conocida marca de - hamburgueserías - en los autos que pasan - infinidad - el empleado -
cuyo orden del día - el genio publicitario - cuyo mayor éxito - de pobre gramática y peor -
un aparente agitador - médicos, profetas y demás héroes - cuyos autos llevan - permisos de
libre estacionamiento - burgueses en lo mejor de su historia - decididos a patinar toda la
tarde - por ese largo hielo ahistórico - que algunos llaman - pavimento - y otros - más
decididos a practicar - antropología social - corredor del bajo - quienes - cuyo interés
principal - parodiar las eses - ¿una antropología abstracta? - una poética para una - posible
antropología - el corpus que han dejado los poetas - el vacío dejado por los narradores - uno
- a quien consideraban genio por otros motivos - había utilizado en forma equívoca la
expresión - “acabada” - una discusión acabada, había dicho - lo consideraban genio - por
motivos sexuales, por haber compartido con él una caminata iluminadora, por simple
afición a la zona, por ciertos equívocos en relación a otro - y era esa forma equívoca - lo
que consideraban genial - en la búsqueda sin esperanza de un héroe - que sustentara la
notoria inclinación - que ellos - por la teoría - la notoria inclinación por la teoría- a quien
todos consideraban un gran escritor - un gran escritor mallea, decía él - y después aclaraba -
adjetivo - otra: la innumerable cantidad de personas - que daban circunloquios para --
mientras avanzaba por el largo corredor del bajo - le venía una frase que dejaba inconclusa
- bicho, corredor cuyano - le venía - como quien dice - bajo el efecto de determinados
ansiolíticos - bajo el efecto de un fuerte viento frío - y sin embargo - en este lugar - donde a
todas luces era verano - y sin embargo - generaba a su alrededor una enorme - vamos a
decir - producción simbólica - sustentada - no - ¿podía ser de otra manera? - en dosis
cuantificables de - si lo dijera - si no - si - como si lo hubiera dicho - producción material --
un héroe - un héroe de su adolescencia tardía - un amigo podía decir - alguien con quien
había tirado paredes - un escritor al fin - un mal escritor - había escrito - la había publicado
- en un medio de gran circulación - eufemismo mediante el cual los entendidos - decían
clarín - y sólo en contadas ocasiones -- los que compartían los códigos - los que habían
crecido al amparo de - los burócratas - los técnicos progresistas - los que habían llevado a
saussure a las escuelas - coronando así de paso la ruina de la enseñanza - la había publicado
y nadie - o sí tal vez - un gran silencio - lo acogió ese día - y esos silencios al fin - había - a
su modesto entender - silencios estratégicos y silencios místicos - o vamos a decir - míticos
- uno que quería decirlo todo - y la otra - la doctora filosófica en literaturas comparadas -
por la universidad de - vamos a decir - reno, nevada - o bien - Pittsburgh - la otra no podía
decir nada - y si bien leía libros de títulos imperiosos - del tipo - la crisis final del
imperialismo - y si bien había concurrido a una conferencia de noam chomsky - podía
señalar allí algunos problemas gramaticales - al mismísimo chomsky, sí - el mayor de los
cuales - era su auditorio - y el hecho de que la conferencia se celebrara en una capilla - a
media cuadra de harvard square - lo cual no significaba que - lo cual no significaba que la
conciencia - que la conciencia - que la conciencia - establecida por - establecida para - y
ahora venía por primera vez esa palabra - primera vez - en lo que consideraba iba a ser -
sería - un largo tramo - y la palabra era - cultura - ese tramo de pavimento - podía decirse -
hervía de cultura - pero no - porque quien en ello buscara - porque quisiera proveerse de -
no por una cuestión retórica - sino - sin la cual - proveerse de un énfasis crítico - no - no, no
- sino que ese tramo - de pavimento restaurado - lo sabía - lo recordaba - no por haber
recurrido a los archivos municipales - restaurado al comienzo de cada uno de los gobiernos
- al ritmo diría - de lo cual podían extraerse ya - hipótesis - al ritmo de los gobiernos diría -
Benito creía que aquí cabía - también - señalar una primera contradicción - su no elaborada
teoría - teorías, había dicho antes - teorías de la vanguardia - chocaba con lo que - podía
pensarse - con la posibilidad de formular hipótesis acerca de la cultura - este largo tramo de
pavimento - metáfora de algo - un desplazamiento - cuya intensidad - podemos decir -
marca también - la apertura de la cuenta capital - los efluvios - las corrientes de capital - las
marcas superpuestas - los sucesivos locatarios de un determinado - lote - en la avenida del
libertador - cuya altura despareja - corre ahora narrador - nada en esa corriente - avanza -
bajo las copas de las tipas - cuyo cielo - por así decir - cuyo techo - es el cielo - el ebb and
flow de la marea - ebb and flow cuyo origen - quizás - un ceño de preocupación - las
indicaciones de un mapa topográfico - si a ese cordón umbilical se añade - llamar tal vez -
el cordón turístico - una ristra - una faja - una mancha - extendida todo a lo largo de la
población - cuya población - todo a lo largo de la última década - un cordón colorido - una
cinta de la que cuelgan - morris, boom & the floyds - esa franja se estrecha - a lo largo de lo
que podríamos llamar el partido de la costa - centros de jubilados, guarderías de tablas de
windsurf, canchas de fútbol sintético, restaurantes - y el lugar conocido como - perú beach -
la guerra del guano - allí - en el centro neurálgico del menemismo - en lo que - podríamos
considerar - se libra la guerra del guano - es un núcleo urbano - los fines de semana -
abordan - dallas, mackinlay, vía flaminia - digamos partidarios del inglés - provenientes de
otras zonas del llamado - conurbano - y barrios - y barrios de clase media - de la capital - de
lo que se conoce - de lo que han dado en llamar - a imitación ya no - de las tullerías -
haussmann - ya no - de hyde park - ya no - del Museo de Arte Moderno de la isla de
Manhattan - más conocido - como MAHOMA - sino del distrito federal - los mismos
autores - del fin de la educación - los mismos payasos que recitaban el texto - del inventor
del pararrayos - los mismos que - en el distrito federal - caballito, belgrano y palermo - ese
cordón que delimita - el ruido a níquel de lo que han dado en llamar - tren de la costa - y el
olor a níquel - de una serie prolija de establecimientos - de una cadena de pollos tomados
por la sed - de esa franja se entiende - la sombra amenazante de lo que alguien llamó - las
casas políglotas - las mansiones - la senda de los rollerbladers - la sombra literal de -
alguien conocido como - el gran tucán - en las comisarías de la zona - no porque las
frecuentara - no - la sombra folclórica podríamos decir - un espía recién llegado a las
grandes ligas - las catervas de payasitos alegres - las esquirlas de viejas domadoras - las
madres - procurando domar el potro de los sueños - las pequeñas bestias comedoras de
combos - con cantimploras de plástico - pero y este detalle humano - esta forma humana -
estas pequeñas bestias del comercio - luces de plástico, luces de vidrio, luces azules,
marrones y verdes - peces muertos en la costa - la costa que bañan las aguas - del río de la
plata - como si no hubieran - como si no tuvieran - capacidad de evitar la redundancia - le
pusieron río de la plata - el río de la plata y otras reflexiones sobre la nacionalidad -
escribirá un payaso con vocación de psiquiatra - un peronista con vocación keynesiana -
quien debería asistir aceleradamente a un curso - a un curso-homenaje a rudi dornbusch -
pero acá el río - como los que pululan los fines de semana - también tiene una acendrada
vocación americana - no son chistes, no - son verdaderos dramas - como si la calidad
dramática - dirá otro - no tuviera el cuerpo mismo de la calidad - del humor - dirá pensando
- en algunas escenas de tolstoi, de balzac, de discépolo - y de otros artistas barrocos - y si la
que escribe todo lo que se le ocurre? - y si los doctorados en literaturas comparadas? -
porque hay otros, también - está este al que ahora llaman poeta - no que sea cordobés - y
hay otros todavía - uno que es un gran analista de nuestra coyuntura poética - lo cual no
justifica ciertas pertinacias - y quienes escudados en dante - nada menos, en dante - como si
dante - a quien otros llaman - el dante - se quejan en público de la aterradora elementalidad
- me refiero por ejemplo - a la señora - o señorita - ivonne bordelois - el jumbo a la mañana
- el jumbo a la tarde - el jumbo a la noche - jumbo - cuando - uno que va - al comienzo de
todo - uno que va todas las mañanas - con un celular de este tamaño - con un movicom de -
con un aparato - con un discman cancerígeno - de qué dios detrás de dios me estás hablando
- ockham cocido en las brasas de - ricardo güiraldes - ockham con lentes de contacto - el
camarada mao con uniforme de fajina - el payaso de mc donald’s - mc donald’s - mc dlt - el
hombre del rifle - si - si - sido así - con paso de conejo, Narrador - Narrador, con paso de
ardilla - cuyo pie deja una marca - indolente - en la lagaña de la mente de - como si eso
fuera posible - como si - ismael deposita su pie sobre la tierra - como una orquídea - como
un clavel - como una cala - su mano - su mano - su mano - se apoya también - en la arena -
en el suelo - al nivel de - lo que podría ser - lo que vendría a ser - lo que más tarde será -
una conocida cadena de hamburgueserías - finas - una cadena de hamburguesas pensada
para - a través de la cual llegar al - al fin - al fin de cuentas - Narrador se pregunta - o dice o
- esto es lo que veo - lo que veo nunca lo creo - lo que sigue - lo que sigue - sólo lo ve
Narrador - una chica - que pareciera haber perdido el sentido de la orientación - si no fuera
- porque su cuerpo registra - una chica - lo que alguien llamaría - minifalda - y otro - más
avieso - a lo largo de la calle - muchos patinadores - hacen snowboard y están en gstaad -
pero son de - belgrano - palermo, caballito y belgrano - uno - se rasca el culo - y otro, nulo -
se saca la grasa de la fritanga - pero piensa pedir un combo 4 - entre cuyas propiedades
nutritivas - mangueras - mangueras de fibra cinceladas - mangueras en serie - una
cinceladora 4 - sello donde dice - la marca - mangueras, relojes, regadores - motorcitos -
tractores peq - pequeños tractores en los cuales - fingidores - uruguayas - verbos - viñedos -
racimos - adelante, una especie gregaria - de ancianos de inclinaciones marxistas - los
antiguos pilotes de una ideología que - a ver - si del olor a fritanga acrílica - lo que mana
surge como - viendo que, tal vez, las rayas amarillas - friqui - padre – etcétera – un
periodista con vocación de poeta – un trotskista con vocación de artista – un martillero con
vocación de economista – un payaso con vocación de sociólogo – un bonzo con forma de
pavo – un payaso acendrado – con vocación de – piluso
Hechos
Mauro Césari

Mauro Césari nació en Paraná en 1977. Los poemas que siguen integran una sección del libro inédito El
entrerrianito.

1
La canoa fija en medio del río dimana
un súbito del movimiento

fija

como un delirio al paisaje la acariciada


(secreta idea)
de avanzar
hacia atrás . . .

¿Corporizar o multiplicar los reflejos que dorados sobre el agua son millones de peces?

Sábalos, Armados,
delicadas Bogas de labios retráctiles
y el Pacú majestuoso
como deidad perseguida y escasísima:

carne codiciada reservada para otros


Carne codiciada para otros.

1.1

Sólo
ser devorado por el hambre sería terrible
que me ahoguen en la sed de ese hambre sería terrible aun
cuando lo preciso sea que el sentido ese manatí se hunda y lo que acuda a nosotros
a humedecernos sea un chapuzón
una aurora de negritos que juegan tenaces y con ramas
dibujan letras
sobre el río que corre.

2
“o esa que la hora de finas sombras cebra”
J.L.Ortiz

...una y otra las liebres, rapidísimas cruzan...

A través del pelaje del pasto se difunde el sonido, su paso. Los párpados.
Abren y cierran como puertas azotándose
como almas enloquecidas atadas a un palo

Capaz que llueva otra vez

Pequeñas nubes negras tapan la luna de a ratos, tersan


de grises el paisaje como si fuera una cebra, vuelven
la noche intermitente como si la cebra escapara ahora
corriendo entre árboles.

3
Una imprecisión del movimiento

Floración de las imágenes sobre una galería italiana.

Niños-gajo
regordetes florentinos
fijados dulcemente a la luz y en la espiral de la luz
sumergidos
o n d u l a d o s aun en la contracción del tempo que los reaparece,
aun como reminiscencias,
peces que con los tablazos de sus cuerpos levantan un imperio sonoro cuando cae la noche
y que los pescadores con lascivia
llaman cachorros...

4
Una torsión de la forma

En la invitación a reconstruir un escape


una huida fragante entre naranjos rota el paisaje
sobre el eje imantado de sí mismo
corre cortito
sumergiendo el rostro

en las decrecencias de la luz

...un rastro..!

entre los dedos


deshaciendo
los soretitos en su tibieza, en su escritura
el baqueano construyendo
no el carpincho: su imagen
vapor de un ritmo-símbolo

en el aire

Sólo
tenemos
memoria de un presente
vertebrado
al producir pasado

composiciones

oscilantes

los pescados en manojo

(meditaciones del resplandor)


una esfera en balance
de lunares oleosos:

grises y rojo-agalla
colgados de un alambre

desprenden el sonido

de un arpa eólica

.
.
.
5

Pétalos de plástico amarillo


tapizan el río anuncian
la llegada de la Virgen de la Angustia.

Nuestra señora
viene bajando desde Corrientes

la traen los fieles en un camalote


cargado de frutas y de panes y de ofrendas y de
ruegos de las madres de los chicos que son sus hijos y piden.

Cantan

piden remeras y transplantes pulmonares en el hálito monocorde de la rima heredada

El señor te impulsa, camalote negro

corriente abajo te lleva nos trae un perfume

caricia blanca de tu estela yéndose...


6

¿nos sumergen en el río por el talón o sólo el pensamiento


es Aquiles, el de los pies ligeros y al pedo..?

La dispersión/rayas
del matiz barro en agua

cruzadas en diagonal

y en solitario del pescador


sobre
las
cosas

¿quien pesca oscila a un ritmo del que sólo oye una parte
el ruido de sus dedos roza el alambre el espinel la promesa
inaudible que aún no es el día hilos de náilon transparente y colorido
cincelando el ojo y los jejenes?
7

Una anomalía

El río esta tarde es compact tildado


raro avance inverso,
desarti
culado

7.1

Tic-
tic-tic-tic-

¿O habrá que unir


puntos..?

Enhebrar burbujas muertas en la espuma


de la costa al trazo espeso que frutece en alga y flota
de Uno a dos se expande
el desflecarse de la fibra
óptica ilusión de Rostro donde sólo hay puntos que unimos torpemente.
8

Un fenómeno de refracción

Formas tutelares, sombras.


Deetrás del vidrio
o

Contra la helada
Toda la noche

dos caballos

. .

.
9

Camalotes como Ofelias

(boca arriba)

...un lentísimo flotar hacia la muerte nos hamaca


nos va envainando el sentido en ofrecidos manjares
desde la orilla ofrecidos: las flores de colores más puros,
las de brillantes jugos
vaporizados
al solo contacto de la tarde...

No deberíamos, cerrar los ojos contra el suave vaivén.


No deberíamos.
árboles alineados
Laura Crespi

Laura Crespi nació en San Fernando, Provincia de Buenos Aires, en 1973. Publicó Días de besos (2006) y
Una onda magnética (2008).
Soñé que por fin me hablabas, y en susurros empezamos a escuchar las voces que salían del
cuarto contiguo. Entonces borramos las palabras que estaban escritas en la ventana de la
cocina, y aparecieron líneas aguadas, largas gotas, para descifrar en lo reaparecido algo.
Nada se veía entre el vapor. Sólo nadaban indicios de esa circunvalación fortuita que nos
reunía a todos.

En el sueño se cruzan fugaces distintas escenas, vistazos que más tarde emplazaban las
arenas movedizas al rodearnos. Los dos esperábamos que alguien manifestara antes el
núcleo del riesgo, sabiendo que igual el tiempo estaba perdiéndonos solos.

Una placa negra que sostiene trenzas de hilo negro. Ella deja en su cabeza guirnaldas de
flores apoyadas en los ojos, aros que desprenden una a una las miradas que van a insinuar la
lejanía como un síndrome de otra bienvenida. En una combinación de todo lo presente y lo
pasado, durante la vuelta del camino la lluvia se desplaza rítmicamente sobre el parabrisas.

Quedamos inmóviles apoyados en la baranda gris de la vereda. Habíamos comprado


caramelos sin saber muy bien cómo explicarlo, sin poder rodear la idea con palabras, lo que
iba a percibirse en muy pocos minutos al sonar el timbre de la escuela.
De los trazos agrupados en dos círculos que hacíamos con lápiz verde, los árboles
dibujados parecen moverse en un costado de la ruta litoral.

Intentando repasar los hechos descubro una intensidad en esa permanencia tan difusa. La
vigilia apresa esa pared de niebla que era fácil construir al despertarnos. Luego sueño y
algo se introduce en mis oídos con un golpe.

Los canales frente a nosotros desdicen las palabras que pronuncio sin coherencia. Vuelvo
caminando a ese momento entre los árboles, y por primera vez al lado tuyo, buscando los
cigarrillos en el bolso y desviándome nerviosa hacia el cordón de la avenida. Los ojos se
iban cerrando entre las copas verdes...

Suave o nítida figuraba una voz el aire. Perseguía la velocidad y entrando por un pasadizo
en curva, los árboles alineados movían en espiral el viento.

El día de vacaciones nos reúne en una cápsula de humo. Las voces se adhieren como una
segunda piel al silencio de algo así como un fuero interno. Conservando alguna imagen del
pasado quedamos envueltos en la niebla, despidiendo la claridad de esa esfera enrarecida
por la droga.

Si era todo lo que hacíamos para poder gozar una pluralidad incipiente de deseos, si
sabíamos agrupar en cuestiones que luego llevábamos a la conversación las gesticulaciones
de esas generalidades...
Una tarde húmeda de primavera. Los cambios de humor insistían en concentrarnos hasta
vernos, al menos alguna vez al día, con la ropa bien acomodada en el placard.

Estaba hojeando unos papeles. Había copas y vasos desordenados. Los amigos habían
dejado la casa durante la madrugada mientras nosotros dormíamos en un costado de la
pieza que compartías con Alex. Ya te habías levantado cuando la numeración de páginas se
organizaba sola entre mis manos y me desperté olvidando todo lo que había soñado.

Habíamos ganado algo cuando juntos divisamos en la lejanía algunas instantáneas de los
días que pasamos juntos en los suburbios de la ciudad. En otros lugares era el título del
libro que estudiábamos ese verano. Leyendo en el tren, y preguntándonos en cada track si
íbamos a inscribir algo de eso en el futuro, construimos el silencio más perfecto.

No te había conocido tanto. Las personas que nos vieron por primera vez no sabían que
igual había que dejar encandilarse, ceder y recomenzar.

En el sueño me arrastrabas de los brazos por la arena hasta que la piel se ponía roja y áspera
en mi espalda. Luego el agua y el alivio me sumergían en vos de otra manera.
Lo mejor había sido pensado para esos rarísimos atardeceres cuya gravedad... o las palabras
que emitíamos, que combinaron impulsos secos con ese roce continuo de una
voluptuosidad añadida...

O quizá sólo la piel se contraía para dejar desaparecer las voces que esgrimían distintas
formas de ver las cosas. Reconsiderando en esa pertenencia una tranquilidad y hasta una
ligera vacilación ensoñadora, yo parecía dormirme cada vez que comenzaba a variar
nuestro sistema de absoluta felicidad.

Eran algunos detalles, una hilaridad dialógica que movía parágrafos en torno al margen
hasta dar con una momentánea desaparición de las palabras.

Apaciguadamente se duerme la casa con todos adentro. La música corre en los pasillos a la
gente que sigue despierta y camina sin registrarme en un lugar enorme, antiguo.

Sigue el fluido del sueño diversificando escenas cuando veo a un hombre cada vez más alto
entre la bruma. En una calle desierta y alejada. Finalmente la figura va perdiendo densidad
hasta borrarse por completo.
El tiempo de cura viene prolongándose infinitamente. Vamos hacia el escritorio para contar
unas bolsas llenas de moneditas doradas. Y asomamos por la ventanilla una birome para
sellar el contrato de igualdad, de libertad, de ese despabilarse sobre puntos complejísimos
al intentar visualizarlos, verlos. Por fuera sólo aparece pólvora que estalla un cálculo de
divisiones mal compaginadas.

Percibo en la calle una circulación perfecta. Automóviles y bicicletas ceden ante un grupo
de peatones del que formo parte. Cruzo, entro al barrio nuestro, dejo tras de mí una estela
de agua que va desapareciendo. Algo de lo que una vez vino a fijarse y a cercar una
inscripción siempre tardía, vuelve, entre voces o sueños que siguen un circuito de
transparencia.

El agua que se desplaza y rompe...


Sampling
Claudia Santanera

Claudia Santanera nació en Córdoba en 1960. Publicó Tartaruga (2004) y Cuatro visitas (2008).
Teresita (Santa del corazón de Jesús)

Mi constante deseo ha sido llegar a ser santa


Me digo que es imposible que dios inspire deseos irrealizables
A pesar de mi pequeñez puedo aspirar a la santidad
Ir al cielo por un caminito bien recto, bien corto, un caminito del todo nuevo

Coro

No es posible alcanzar ese estado


la gracia
ser una santa

black Goddess & white Goddess


deidad personal
más que musa
recato del deseo en ella

Habla la virgen – Préstame tus ojos.

Habla la niña – Es intenso el calor del sol bajo mis axilas.

Habla la virgen – No puedo caminar, crecen nuevas ciudades bajo mis pies.
Habla la niña – Otra vez el teléfono, atenderé y no habrá quien responda. Desde que nací
estoy esperando que me mires. Ya ha pasado demasiado tiempo. Por momentos, frente al
espejo, recuerdo tu mirada. Tu perfil que deforma el mío. Dos narices respirando por un
instante juntas.
Contrafiguras en el agua del lavatorio.

Amante (Fray Luis)

O Virgen tu que la serena frente


no con laureles vanos y civiles
circundas en la fuente de Helicona
porque de doce estrellas
de rayos relevantes y sutiles
el cielo ciñe ya tus sienes bellas.

Coro

El bien y el mal
Amor y odio
Verdad y falsedad
Ella conoce la fuerza inspiradora de la duda

Pero la no verdad es parte de su origen


no se puede aceptar la naturaleza artificial de las falsas vanguardias

la regi regina
comienza a desvestirse y
arroja un guante a los espectadores
Amante (Fray Luis)

Tu que presides no a las nueve musas


sino a los nueve coros
en sus gloriosos cánticos canoros
de mis voces turbadas y confusas
pues siempre al pecador el oído inclinas

Habla la Niña – Mañana habrá dictado. Tengo que aprender de memoria las reglas de
ortografía. Pasan las oraciones de a una, de a dos, de a tres.
No alcanzo a leer los subtítulos, el blanco sobre el blanco.
Van quedando pequeños huecos. Comienza a tomar forma un relato perforado.
Los equívocos dejan pasar el aire.
No entiendo el fragmento que lee la maestra.
Virgen, se escribe con v corta y g.

Virginia

Por experiencia, Clarissa sabía que el éxtasis religioso endurece los modales de la gente
(igual que las causas); amortigua su sensibilidad.

Dice la virgen – No puedo despertar.


El perfume de las flores, el éxtasis del aire.
Durmiente y sola abandono este altarcito, sin mis sandalias y sin regreso.
Nadie me ha escuchado cantar
¿me das tu boca?
Dice la niña – Clarice abrirá esa puerta y dirá que no está muerta, que viene por su
herencia, que Mariana no existe, que sólo María tiene un nombre para ella y único. Todas
las palabras pueden ser todas las cosas. Mariana deja de existir en este instante.

Amante (Fray Luis)

escucha el ronco acento


conque el trágico cuento
daré fin del segundo cautiverio
de aquel confuso babilonio imperio

Habla la virgen – Me traslado sobre una mesa rodante. Una inmensa nave en una mar de
cabezas. Un oleaje mecánico que avanza lentamente. Veo los mantos, las nucas, las
coronas, las capas, los bonetes. Sigo de cerca los talones de mis fieles. Ellos dirán qué
dirección debo tomar. Hacia dónde iré ¿me darías tus piernas?

Habla la niña – A la reunión de infieles he dado la espalda, por el momento no volverán a


molestar. 7 veces la mujer ha pronunciado “perdonen que vuelva sobre lo mismo” y el
joven no ha podido completar la frase.

Virginia

¡Amor y religión!
¡Cuán detestables eran!
Las realidades más crueles del mundo, pensó, al verlas torpes, ardientes, dominantes,
hipócritas, subrepticiamente vigilantes, celosa, infinitamente crueles y carentes de
escrúpulos.
Dice la niña – En el patio más pobre, bajo el limonero quiso que la vieran, con tocado de
alambre, transparente. Yo quería verla flotar en medio de su nube de leche, tapando el sol
con la cabeza, las manos juntas.
Pero yo no pude verla.
Todos la vieron, hasta que la vieron.
Los perros ladraron porque estaba allí.
Me dolían los ojos pero no pude ver su resplandor, ella se negó.

Virginia

Pero ahora el ala del misterio había pasado por ellos; habían oído la voz de la autoridad; el
espíritu de la religión había salido al exterior con los ojos vendados y la boca abierta de par
en par.

Dice el Dr Beauregard

Los religiosos contemplativos tiene experiencias místicas porque lo ansían y, según ellos,
porque Dios así lo ha querido.

Dice el Dr House

La gente reza para que Dios no la aplaste como a una cucaracha.

Maria Reina

Son muchas las correlaciones, conformidades y semejanzas que hay entre las partes del
cielo y de la tierra
He viajado por los círculos de ambos.
He cruzado la línea sombreada.
Mercurio, Júpiter, Neptuno se han acercado hasta sentir mi corazón oscuro.
El latido numero trece.
Los astrónomos y geógrafos no han llegado a un acuerdo. Los atlas no han dado pistas de
los sucesos que me precedieron.
No he logrado hallar la imagen de la tortuga gigante que sostiene la tierra.

Habla la niña – Conozco el silencio. Conozco la distancia y el frío. Tantas veces he


encendido una velita y tu rostro parecía tener movimiento. Algunos bichitos nocturnos se
han acercado en el verano al resplandor de tu cara.

Margarita

Ella se abandona por sí misma al destino que se propone. Consiente en ser una reina.
Consiente en ser una prisionera. Depende de lo que él desee que ella sea.
–¿De dónde surge ese talento en ella oculto?
–Quizá de sus funciones reales. Quizá, también, de su facultad para presentir la muerte, que
tiene en común con las mujeres de los Evangelios, las de los valles de Jerusalén.
–¿Cómo pudo él ignorar hasta tal extremo su desesperación...?
–Decidiéndolo, creo. ¿Sabe?, no hay nada de lo que él crea no poder disponer en nombre de
su reino.

Sören

Él obra en virtud del absurdo; porque lo absurdo consiste en que está como individuo por
encima de lo general.

Coro

Comenzamos a entender las causas del poema


tu entredicho
los signos más y menos
que anteceden la frase
tu enunciado
las sonámbulas estiran los brazos
sin rozar las puertas ni los muebles
van descalzas entre los animalitos despiertos de la noche
ellos son la guía
los hermanos
los amantes

como formas de la luz en el aire


los gritos
la inocencia de la noche
llevan sus coronas de reginas malvadas y justas

sólo se cruza una calle para volver del sueño


de la pesadilla de lo inexistente

los cronistas
adivinan la naturaleza ideológica de las confesiones de los perseguidos
extrañezas rarezas histerias extravagancias supersticiones.
Escrita
Tres poemas

Carlos Giordano

Carlos Giordano publicó sólo tres poemas en su vida. Pocas veces una frase
informativa tiene la ventaja de ser tan lacónica, menos cuando se refiere a un poeta. Los
tres poemas que forman esa cantidad hechizada están reunidos en una plaqueta, publicada
por Alberto Burnichón el 18 de agosto de 1972, y titulada, como habrán adivinado, Tres
poemas. Pese a que se trata de una edición austera, una página se anima con un dibujo de
Luis Saavedra que representa un escudo y una espada. Dentro del escudo, recostada, se ve
una mujer desnuda con un cáliz en la mano. Es una clara alusión al poema Odiseo, el
segundo de la plaqueta, que también tendrá una segunda oportunidad sobre la Tierra cuando
aparezca reeditado a mediados de la década de 1980 en la revista Escrita que dirigía
Antonio Oviedo. Esa es la oblicua razón que motiva este tardío homenaje a Giordano en El
banquete, donde sin embargo reproduciremos los tres poemas, en una perfecta combinación
de egoísmo de redescubridores y generosidad hacia los lectores.
Como todo libro minúsculo, Tres poemas también está afectado por un exceso de
cortesía editorial: antes de llegar al primer poema saluda al lector con la reverencia de 10
páginas preliminares vacías o casi vacías. La más interesante, si se excluye el dibujo, es la
dedicatoria en latín, escrita en mayúsculas imperiales pero con un mensaje íntimo y un
destinatario, mejor, una destinataria cuyas iniciales alientan la infidencia biográfica: “I.L.:
Quondam haec/ carmina tibi dedi;/ nunc etiam”. Como se verá los poemas no desautorizan
una lectura sentimental, aunque tampoco la propician de modo indiscreto.
Carlos Giordano nació en 1930 y murió en 2005. Lo que cabe de una biografía en la
muda elocuencia cronológica de esas dos cifras será aquí reducido a una bibliografía
esencial. Giordano publicó Boedo y el tema social (1967), La poesía social después de
Boedo (1967), El 40 (1969), Literatura social en Argentina 1920-1930 (1983) y Oficio de
viento y sombra, ensayos de historia literaria argentina (2002).

Carlos Schilling
La estación de nuestro amor

Cuando ya nadie pueda imaginar siquiera,


muy pronto,
quizás hoy, ignorándolo, al borde del desastre y la agonía,
cómo fui cuando me amabas.
Cuando nadie pueda suponerme, pensar –ay– recordar siquiera
la mirada imperial,
el labio desdeñoso,
la zarpa feroz y ávida,
un gran buitre insaciable, feroz, rapaz y majestuoso
(quizá sólo un roedor pequeño y gordo,
algo horrendo que imagina, que sueña, que fabula,
un simple y defectuoso animal de fingimientos).
Suponerme, recordar siquiera,
el ejercicio empedernido del alba, del vino y del tabaco,
el terco uso de los días, de las horas,
del tiempo, del verde, del espacio.
Tantas cosas
del vicio, de la furia y la alegría.
Suponernos –ay– suponernos juntos:
la piel y los dulces, dulcísimos epitelios,
la carne tensa, al rojo, los suaves rosas,
el marfil curvado, los íntimos cabellos,
la voz lindando con el grito o el murmullo
resuelta, al fin, en el silencio pleno y vinculante.
(Porque sólo el silencio es la total presencia,
el mundo de la no distancia,
la nada apetecible,
lo que existe y donde todo ocurre
indiviso y total, inexpresable).
Cuando nadie pueda ver en eso que seré,
que soy ya de alguna forma,
ver
al amante espléndido,
el espléndido amante amado, buscado y ferozmente combatido.
Convendrá, sin embargo, entonces,
si alguien queda para hacerlo,
advertir con un frío estremecimiento,
relámpago de luz, tenebroso estallido,
advertir que tu juventud entrañaba mi destrucción y la muerte
que todo combatiente lleva en sí.
Al mismo tiempo, la victoria y la caída ajenas
la soledad y la camaradería
de una guerra que lo excede,
que empezó antes y no terminará nunca
más allá de la venganza, el amor y el miedo.
Todo soldado es la muerte.

Tú eres joven y serás joven todavía,


y conservarás la audacia y la inocencia
mientras mi sombra tropieza con los primeros cuervos de la sombra.
Compartimos, otrora, el rotundo gesto
de la audacia y la insolencia.
Fuimos un desafío, una apoteosis,
quizá, sin saberlo, un turbio sacrificio.
Practicamos la violencia y el altivo desprecio
para saber, de una vez, acerca de la ternura y el llanto,
del odio y de la antigua cortesía,
de la tristeza, de la amistad, de la elegía.
Practicamos,
ejercimos juntos tantas cosas.
Advierto también ahora,
vana esperanza acaso,
ilusión, debilidad, falso consuelo,
que no todo desaparecerá. No es posible.
Algo restará de tanta maravilla.
Diré algún verso, en algún momento, con algo que no será retórica o costumbre,
habrá un temblor que no será recuerdo,
una brevísima mirada que será otra vez destello,
mi piel sentirá, firme, la canción del viento,
por un instante,
las manos, los labios, las mejillas,
de nuevo la vida en un roce inesperado.
Levantaré, entonces,
una vez más,
la diamantina convicción de que la dicha, porque existió, existe todavía,
la insobornable, la inmortal seguridad
–verdad o mentira, ¿quién miente?–
de que la felicidad es posible para el hombre,
ese algo que tiene y tendrá siempre más allá del olvido y de la muerte.
Aunque no lo sepa, aunque no lo crea,
aunque parezca fugaz y no lo entienda,
aunque la debilidad y la traición desbaraten el nuevo follaje de cada primavera.

Yo lo sé, creedme, sobre sus ruinas la historia permitirá


un día,
un día que postergará sin embargo, hasta el final, empecinadamente,
que una pareja, un hombre y una mujer distintos,
marchen
hacia un sol que no será ni un crepúsculo ni una aurora.
Villa María, octubre de 1971
Odiseo

En el brumoso país de los cimerios, en los confines del Océano,


–cuenta un ciego–
convocó Odiseo a las pálidas sombras del infierno.
Derramó vino, miel, agua y harina,
esto es seguro,
pronunció, quizá, palabras que los hombres hace tiempo han olvidado:
los fervientes conjuros,
los rituales secretos que tornaban poderosos, por un instante,
a los mortales.
Luego, y esto también es seguro, colmó de sangre un ancho foso,
de sangre oscura y caliente,
de sangre, oh, de la sangre que una espada implacable
derramaba,
tanta sangre que toda la arena del mundo no hubiera podido
jamás absorberla por completo.
Quería interrogar a los muertos y los muertos acudieron.
Lo dijo hace mucho un ciego y otro ciego hoy lo repite:
Odiseo convocó a los muertos y los muertos acudieron.
Sobre esto no cabe duda alguna.
Quería saber de un pasado que desconocía,
pero, sobre todo, de aquello que colmaba, bajo el bronce, de
temor su pecho,
de aquello que hacía empalidecer el duro rostro
y temblar las crines de su casco:
del futuro, del incierto futuro que amenaza siempre y en
verdad no existe.
Y el pasado y el futuro sólo lo conocen los dioses y los muertos.
Tal vez mejor los muertos.
¿Existe todavía Ítaca, la dulce patria?
¿Había existido, en realidad, alguna vez?
Era tanto el tiempo transcurrido y tantas las cosas que
ocurrieron.
¿Eran aún blancos y dulces los brazos de Penélope,
erguidos sus pechos, hábiles sus caderas?
Y si así fuera, ¿en qué ajenos brazos renacía cada noche
para olvidar los de su fastuoso dueño verdadero?
Bebieron con avidez las pálidas sombras del infierno
y Tiresias, el tebano, y Anticlea, la madre venerada,
dijeron, entre otras voces, lo que el viejo Homero cuenta
y vuelve a contar infinitamente quien lo lea.
También ciego, yo repito hoy esta historia:
no sus palabras,
algunos de los hechos que las palabras sólo simulan imperfecta
y vanamente.
No poseo cóncavas naves de proa amenazante,
no he sido el opulento señor de una ciudad amurallada,
no he combatido en guerras cuya memoria perdurará en el
tiempo,
ninguna coraza forjada por los dioses cubre un pecho que
encanece,
no tengo casco alguno, nada protege la débil frente.
Pero igual derramo vino, miel, agua y harina
en honor de ambiguos dioses en los que ni siquiera sé si creo.
Ciego, porque ya nada veo.
Ciego, porque la luz, si existe todavía, está perdida.
Ciego, cavo un ancho foso y murmuro plegarias cuyo sentido
ignoro,
plegarias que provienen del propio fondo de la misma raza de
Odiseo.
Pero no tengo las reses de la hecatombe,
ni una espada,
y en el ancho foso sólo cae gota a gota mi propia sangre,
una sangre que quisiera multiplicada
para que no desaparezca de inmediato en un puñado de arena
como en el olvido desaparecerá mi nombre y mi historia.
Tampoco invoco –orgulloso– a Tiresias y a cientos de
sombras infernales,
pero con igual pasión y con igual coraje y terror sagrados,
con la última gota de mi sangre
(sangre, eso sí, oscura y caliente como la de las reses de Odiseo)
convoco a una muerta que no vi morir por ver a otra mujer
viva.
Convoco a una muerta que no acude,
para preguntarle si realmente existió el amor un día,
si es cierto que una vez no estuve ciego;
para preguntarle, al fin, sobre un futuro que no tengo.
Convoco a una muerta,
pero nadie viene ni vendrá de la muerte a contestarme.

Córdoba, febrero de 1972


Il Gattopardo

El viejo señor vuelve de la guerra


firme en el caballo aún, pero cansado,
gastadas las sedas, lustroso –por el uso– el cuero,
algo abollados (¿diremos, ultrajados?) escudo, coraza,
manoplas, cota y espaldares.
Sin embargo, algo reluce amenazador, sin mácula, imponente:
el casco que no ostenta cimera ni divisa.
Y algo, justamente, no reluce:
un rostro barbudo que es de cuero, hierro y sombra.
¿De qué guerra vuelve el señor callado y solitario?
¿Es un señor acaso, un escudero afortunado, un asesino a
sueldo de los grandes?
Es un señor. El anónimo casco y algo en la forma de estribar lo
manifiestan.
El viejo señor.
Es un error decirle viejo,
tan sólo es duro,
de una dureza forjada por los hechos que, sin duda, implican el
transcurrir del tiempo,
aunque el tiempo no implique necesariamente que ocurran
cosas, hechos, circunstancias.
Vuelve de la guerra. ¿De qué guerra?
La segunda, desastrosa Cruzada, el saco de Roma,
Milán, Pavía, Caporetto, las arenas de Libia,
una amante joven, Abisinia, España,
hijos, matrimonios,
una cátedra (¡qué extraño!),
barricadas, comisarías, empresas con nombres extranjeros
incendiadas.
Detalles.
El envejecido y duro barón vuelve de la guerra.
Pero de la guerra no se vuelve nunca:
sobreviviente, se la trae consigo.
Sin que nadie los vea, acompañan al despectivo señor el
demonio y la muerte.
Es difícil entender estas cosas,
cosas de señores, de izquierdas y derechas, de guerras y destinos.
Nada coincide.
Sin duda, sabemos que el guerrero vuelve.
Ignoramos sus combates,
ignoramos cuándo ató o desató las hebillas de su casco,
si del asalto tuvo la embriaguez de las espadas, o del vino, las
mujeres y el saqueo.
O todo.
Pero vuelve. No va. Vuelve.
Ansía, silencioso ahora, estirar las piernas ante el fuego,
una casa –palacio, covacha, cualquier cosa.
Encontrar a Dios acaso, un poco de lecho o pan,
algún igual, algún amigo.
Morirse un día –pronto– y que sus pies descansen en un
lebrel dormido.
Oh injusticia, él, que combatió tanto.
Lo que no sabe (a veces la vida y la muerte son muy piadosas)
es que ya no necesita nada.
Cabalga con su anticuado casco, alta todavía la larga lanza,
amenazador –lo repetimos– el casco
sobre ese rostro indescriptible de escepticismo y sombra.
Atraviesa una región asolada por el hambre y por la peste.
Las nubes de un atardecer inminente fingen,
sobre un cielo casi oscuro,
el confuso perfil de una figura heráldica, peligrosa y libertaria.

Villa Dolores, febrero de 1972


Margen
La antropofagia ritual de los tupinamba13

Alfred Métraux

El objetivo de los tupinamba durante la batalla era capturar prisioneros; mostraban


de antemano esa intención porque llevaban consigo sogas enrolladas alrededor de sus
cuerpos. Tras haber combatido a distancia durante un rato, los guerreros de ambos bandos
se lanzaban unos contra otros, y cada uno se esforzaba por desarmar a un adversario y
apoderarse de él con vida. Rara vez podía lograrlo un solo hombre si no era ayudado por
sus compañeros. Pero como la captura de un enemigo era una proeza rigurosamente
individual, era una regla establecida que el prisionero pertenecía a quien lo había alcanzado
primero. Y dado que en el ardor de la lucha no siempre resultaba fácil darse cuenta de a
quién le correspondía tal honor, se daban a veces disputas bastante violentas al respecto.
Para resolver amigablemente el diferendo, a menudo se decidía ejecutar al prisionero en el
acto y repartir su carne entre todos los hombres que habían participado en la expedición. El
jefe de la tribu de quien dependía aquel que había capturado al prisionero procuraba sin
embargo hacer valer sus derechos, decretando que el cautivo debía ser llevado vivo a la
aldea para que las mujeres pudieran verlo y celebrar el caouin de la victoria.
Antes de dejar el campo de batalla, despedazaban a los muertos y sus miembros
asados eran o bien comidos en el lugar, o bien llevados a la aldea. Los tupinamba cortaban
también los órganos genitales de las mujeres y los niños muertos durante el combate y se
los entregaban a sus mujeres que los ahumaban y se los servían en trozos en grandes
ocasiones. Los prisioneros heridos eran ultimados y devorados en el acto.
En este punto se ubicaría una ceremonia cuya autenticidad no puedo garantizar
porque sólo nos es conocida por una única fuente. No bien se había capturado un
prisionero, aquel a quien le correspondía el honor de la captura volvía a su aldea para
anunciar la buena nueva. Apenas llegaba, sus amigos se abalanzaban sobre él y lo
despojaban de todos sus ornamentos y de todas sus armas, sin olvidar su hamaca, sus
13
Capítulo del libro La religion des Tupinamba et ses rapports avec celle des autres tribus Tupi-Guarani [La
religión de los tupinamba y sus relaciones con la de las otras tribus tupí-guaraní ], Bibliothèque de l’École des
Hautes Études, París, 1928.
herramientas de limpieza y sus provisiones. Tomaba entonces un nuevo nombre y las
mujeres viejas le arrojaban cenizas negras en la espalda “para compensarlo por su pérdida”,
explica Thevet. Cuando traía consigo carne humana ahumada, las mujeres le quitaban el
canasto donde se hallaba y se la comían. Una vez vaciada la cesta, era escrupulosamente
devuelta a su dueño por la mujer que tenía alguna autoridad sobre sus compañeras. Todas
las ancianas que habían devorado esa carne cambiaban de nombre al día siguiente. El
pasaje del manuscrito inédito de Thevet de donde se extrajeron estos detalles describe un
conjunto de prácticas que, según admite el mismo autor, son observadas cada vez que un
miembro de la tribu ha matado a otro hombre en el campo de batalla o ritualmente. Como
veremos, el saqueo de los bienes de quien mataba tenía lugar luego de cada ejecución
ceremonial. Dado que ningún otro autor alude a estas medidas tomadas con el hombre que
había capturado a un prisionero, podemos preguntarnos si Thevet no cometió un error
considerando como dueño de un prisionero a un guerrero que simplemente habría matado a
un adversario y que se habría dirigido a su aldea llevando el mensaje de la victoria. Sea
como fuera, desde que el feliz resultado de la empresa era conocido, las ancianas de la tribu
pasaban la noche sin dormir golpeándose la boca con la mano y gritando a toda voz para
manifestar así su impaciencia de ver llegar a los vencedores acompañados por el cautivo.
Durante ese lapso, la tribu victoriosa emprendía la retirada con su botín. Si el
prisionero parecía particularmente peligroso, le pasaban cuatro sogas alrededor del cuello y
le ataban la mano debajo del mentón. Era insultado, maltratado y todos se regocijaban
anunciándole claramente su suerte pues se mordían la parte del cuerpo que correspondía a
la que codiciaban. Durante el camino de regreso, el prisionero era atado todas las noches a
un árbol; aunque le daban una hamaca para que pudiese dormir cómodamente. Quienes lo
tenían atado, le decían para burlarse: “Eres mi animal encadenado.”
La expedición victoriosa hacía su entrada triunfal en todas las aldeas aliadas que
encontraba en su camino. Cuando se detenían, el jefe que les otorgaba hospitalidad invitaba
a los vencedores para que cada uno tomara a su prisionero y lo llevara ante la empalizada
que rodeaba las chozas. Se formaba un círculo en torno a los prisioneros y se les daba una
maraca que debían agitar bailando. Cada cautivo era luego autorizado a dirigirles a los
guerreros que lo habían apresado el siguiente discurso: “Salimos como deben hacerlo los
valientes para capturarlos y comérnoslos, a ustedes, nuestros enemigos. Ustedes ganaron y
nos apresaron. No nos quejamos. Los verdaderos valientes mueren en el país de sus
enemigos. Nuestro país es grande y los nuestros nos vengarán de ustedes.” Y los asistentes
contestaban: “Ustedes mataron a muchos de los nuestros y nos vengaremos por eso.”
Antes de entrar en su aldea, el dueño del esclavo le hacía afeitar las cejas y los
cabellos sobre la frente. Exteriormente al menos, se hacía imposible distinguir al prisionero
de un guerrero tupinamba, cuyos signos distintivos eran, entre otros, la tonsura en forma de
media luna sobre la frente y la ausencia de todo pelo en la cara y en el cuerpo. El cautivo
era además untado con resina y miel que luego se espolvoreaban con plumas, y era ataviado
con los más hermosos adornos de plumas que podía vestir un tupinamba.
Si al acercarse a la aldea la tropa se encontraba con mujeres, obligaban al prisionero
a gritarles: “Yo, su comida, estoy llegando.”
La caravana hacía un alto a cierta distancia de la aldea. Se erigían unas chozas de
hojas de palmera donde los vencidos debían alojarse mientras los guerreros empezaban una
borrachera que podía durar tres o cuatro días.
La entrada triunfal en la aldea sólo se efectuaba cuando los enemigos vencidos
habían sido llevados a la tumba de los padres de sus dueños que los obligaban a
“renovarlas”, o sea a limpiarlas14.
Apenas se había difundido la noticia del regreso de la expedición, todos aquellos
que se habían quedado en casa acudían al paso de los vencedores. Las mujeres,
principalmente las viejas, manifestaban su alegría golpeándose la boca con la palma de la
mano, gritando, saltando y bailando. Al mismo tiempo, sonaban unas flautas hechas con los
huesos de los enemigos matados anteriormente. Los guerreros entregaban el prisionero a las
mujeres que lo escoltaban y lo conducían a una choza en medio de bailes y canciones; estas
últimas eran las mismas que se entonaban cuando se estaba a punto de devorarlo. Las
mujeres no se interrumpían sino para golpearlo e insultarlo; y al hacerlo no dejaban de
repetir: “Vengo a mi amigo que los tuyos mataron.”
El prisionero podía descansar por unos momentos, luego las mujeres volvían a
buscarlo y, pegadas a él en racimos compactos, lo arrastraban ante el jefe de la aldea. Según
Staden, de quien tomo estos detalles, recién en ese momento era depilado y afeitado.
14
Thevet: “Y cuando regresan con ese botín a su país, es un gran placer ver las fanfarrias, juegos, gritos y
aullidos que hacen para expresarles a los suyos la victoria obtenida, y le hacen caricias al prisionero al cual,
antes de introducirlo en sus moradas, llevan a la tumba de sus padres o madres difuntos, que hacen renovar
por el cautivo, como si éste fuera una víctima que debiera ser inmolada en su memoria.”
Una vez hecha la presentación, las mujeres llevaban al prisionero ante la choza
donde estaban reunidas las maraca. Le ponían cascabeles en los pies y un abanico de
plumas en la cabeza y, haciendo un círculo a su alrededor, lo obligaban a bailar. Le
entregaban luego las maraca y le hacían observar la veracidad de sus propiedades a las
cuales su captura daba una completa confirmación.
Todo hombre o toda mujer hecho prisionero durante una expedición se volvía
esclavo de quien se había apoderado de él en virtud de la práctica siguiente: “es una
ceremonia de guerra, practicada entre esas naciones, que cuando un prisionero ha caído en
manos de alguien, aquel que lo atrapa lo golpea con la mano sobre el hombro y le dice yo te
hago mi esclavo, y a partir de entonces el pobre cautivo, por importante que sea entre los
suyos, se reconoce como esclavo y vencido, sigue al victorioso, le sirve fielmente, sin que
su amo se preocupe por él.”
En general, este último quedaba en poder del guerrero en cuyas manos había caído y
que debía ejecutarlo. Pero era igualmente frecuente que se lo regalara a uno de sus parientes
o simplemente a un amigo a quien quisiera honrar de manera particular. Así, por ejemplo,
Staden fue entregado al tío de su dueño, quien estaba moralmente obligado a renunciar a su
botín en favor de su tío porque un tiempo antes le había regalado un esclavo que había sido
matado según los ritos.
La posesión de un prisionero constituía un privilegio envidiado y aquel que gozaba
de él no dudaba en hacer sacrificios para proveer a su mantenimiento. Antes se habría
privado de alimento que verlo sufrir de hambre.
Si un guerrero tupinamba tenía un hijo que aún no había participado en ninguna
expedición, le entregaba el prisionero que había capturado y que se convertía en la primera
víctima de su hijo, dándole de alguna manera su primer galardón.
Los buenos tratos de que era objeto el esclavo unos días después de su llegada a la
aldea contrastaban con la explosión de odio con que lo habían recibido. Se volvía entonces
un miembro de la tribu, gozando de casi todas las ventajas y los privilegios de quienes lo
habían adoptado. Depilado y tonsurado como un tupinamba, nada revelaba su condición,
salvo en ocasiones el collar que llevaba alrededor del cuello y que consistía en una gruesa
soga, dura como madera, y de la cual colgaban sobre su nuca unos flecos de hilos de
extrema delicadeza. El nudo del collar era tan complicado que sólo el autor podía llegar a
desatarlo. Soares de Souza asegura que esas cuerdas no solamente eran pasadas alrededor
del cuello sino que también se las enrollaba sobre los riñones.
Según Thevet, el collar habría tenido un significado muy distinto de un símbolo de
esclavitud. Habría sido un verdadero calendario: “Y se puede conocer fácilmente ese
tiempo por un collar hecho de hilo de algodón, con el cual enhebran ciertos frutos redondos
o huesos de pescado o de animal a la manera de un rosario, que ponen en el cuello de su
prisionero Y cuando desearan conservarlo cuatro o cinco lunas, igual número de sus cuentas
de rosario le arrancarán; y se las quitan a medida que las lunas expiran, continuando hasta
la última; y cuando no quedan más, lo hacen morir. Algunos, en lugar de esas cuentas, les
ponen otros tantos collarcitos en el cuello como lunas tienen que vivir.”
Si la aldea estaba situada cerca de la frontera del país enemigo, ponían en los pies
del prisionero unas ligaduras de hilos de algodón.
Los cronistas franceses que vivieron largo tiempo entre los tupinamba niegan
formalmente que los prisioneros hayan sido limitados de alguna manera en su libertad de
movimientos. Habrían sido libres de ir y venir a su antojo y no se habría ejercido ninguna
vigilencia sobre ellos por la sencilla razón de que “si algún prisionero hubiera escapado
para volver a su región, no solamente hubiese sido considerado un Couaue eum, es decir,
cobarde y sin valor, sino que además sus propios compatriotas no dejarían de matarlo con
mil reproches por no haber tenido el valor de soportar la muerte entre sus enemigos, como
si sus parientes y todos sus semejantes no fueran lo bastante poderosos como para vengar
su muerte.”
En realidad, el prisionero probablemente era considerado como ya no perteneciente
a su tribu, y asimilado a los enemigos que lo habían adoptado. Gandavo cuenta también que
un prisionero al que le ofrecieron la libertad la rechazó por temor a ser despreciado por los
suyos y expulsado por ellos.
El sentimiento que tenían los miembros de una tribu con respecto a uno de los suyos
que había sido capturado nos brinda un indicio que nos permite sospechar que éste había
dejado de formar parte de su grupo natural para entrar en otra comunidad. Este dato
extremadamente importante se pone de manifiesto además en todo lo que sabemos sobre el
estatuto de los prisioneros y en particular en la ceremonia siguiente: muy poco tiempo
después de su ingreso en la aldea, el prisionero se dirigía a la choza que había ocupado en
vida el individuo cuya tumba había limpiado, adonde le llevaban la hamaca, los collares,
los atavíos de plumas, las provisiones, las armas del muerto, en resumen, todo lo que el
difunto había dejado. Esos objetos pertenecían en adelante al prisionero que podía usarlos a
su antojo y todos sin excepción debían ser cuidadosamente lavados por él. Antes de que
hubiesen sido librados de toda corrupción, estaba prohibido usarlos15.
Si los parientes cercanos de aquel cuya sepultura ha sido “renovada” habían
perecido con las armas en la mano, las viudas desposaban a veces al prisionero que otro de
sus parientes había capturado. Esa unión debía compensar la pérdida de su marido. Si el
muerto era soltero, el cautivo recibía a la hermana, la hija o incluso a una de las mujeres de
quien lo tenía en su poder. En caso de que no hubiera ninguna disponible, éste pedía a uno
de sus amigos que le cediera su hermana o su hija para dársela a su prisionero. Ese pedido
siempre era bien recibido, porque los lazos que unían con un enemigo vencido se
consideraban honorables.16
El matrimonio del prisionero tenía lugar alrededor de cinco días después de su
llegada a la aldea.
Los prisioneros eran amados y cuidados por la mujer que se les daba como si fueran
miembros de la tribu. Sus esposas debían trabajar para el marido exactamente como si
debieran pertenecerle toda la vida. Los esclavos tenían derecho a pintarse y adornarse en
todas las ocasiones en que su amo celebrara una fiesta. Claude d’Abbeville da incluso a

15
Thevet: “Y luego de que se ha entrado en la aldea o campamento, no piensen que el prisionero sea puesto en
una cárcel, ni atado ni maltratado, sino que es llevado a la casa de aquel cuyo sepulcro haya sido renovado; y
le traen como regalo el arco, las flechas, collares, plumajes, camas, frutas y otras cosas pertenecientes al
difunto, a fin de que mientras viva las use, o sea, la cama para acostarse, collares y plumajes para adornarse,
cuando mejor le parezca. En cuanto al arco y las flechas, es preciso lavarlas y limpiarlas, a causa de que no le
está permitido a nadie servirse del bien de ningún difunto hasta que uno de sus enemigos lo haya usado y le
haya quitado la corrupción que piensan que tiene.”
16
Thevet: “Porque si los hermanos, hijos u otros parientes del mencionado difunto, cuya sepultura ha sido
renovada, han fallecido en guerra, sus mujeres no pueden unirse en segundas nupcias antes de que su marido
muerto haya sido vengado mediante la masacre de uno de sus enemigos. Tan pronto entonces como un
prisionero es equipado así, a veces le dan las mujeres del occiso, para que se sirva de ellas; y éstas, unidas a
los bienes, dicen que son compensadas por la pérdida de sus primeros maridos a los que llaman Pourra Offeu-
notz, que significa aburrimiento y tristeza; y los mantienen tan bien, con todo el cuidado y la diligencia, como
lo hacían con sus maridos, que eran sus amigos, hasta que llega el tiempo y el día prefijado para la muerte y
matanza del prisionero; y a menudo sucede que han tenido hijos, a los que comen de grandes, a veces no, con
su padre, dado que, como ya dije, opinan que esos hijos nunca podrán serles fieles. Si aquel que había muerto
en batalla no tenía mujer, el poseedor del prisionero tiene que proporcionar a una de sus hermanas para el
matrimonio del cautivo, y si no tiene, debe pedir a sus amigos que se la suministren; algo que jamás se rehúsa
a causa del gran placer y contento que sienten así, por haberse emparentado con un enemigo, y aquel que
captura uno es muy alabado entre ellos, así como aquel que no atrapó ninguno es condenado por todos si ya
está en edad de hacerlo.”
entender que podían ir de caza o de pesca cuando les pareciera. Vivían en la choza de su
dueño y de noche descansaban a su lado. En una palabra, habrían sido tratados de igual a
igual.
Por cierto que en estas aseveraciones de los misioneros franceses hay una gran parte
de exageración. Nuestra mejor autoridad en lo que respecta a los prisioneros cautivos es
Yves d’Évreux. La cuestión parece haberle interesado muy particularmente y nos ha dejado
un cuadro bastante preciso sobre la condición de los prisioneros de guerra, que confirman
por completo las fuentes portuguesas. Los prisioneros eran obligados a trabajar el campo,
cazar y pescar para su amo. Éste les dejaba todo lo que no necesitaba. Los esclavos
tampoco podían disponer libremente de lo que poseían. Si alguien recibía un regalo de un
esclavo sin que su amo estuviera informado de antemano, debía devolverlo.
Les estaba prohibido a los esclavos, bajo pena de muerte, penetrar en una choza
pasando a través de las paredes de follaje como lo hacían frecuentemente los demás
habitantes.
Los prisioneros podían tener relaciones sexuales con todas las mujeres no casadas
de la tribu que, debemos decirlo, se les entregaban sin dificultad. Tales relaciones no
acarreaban ninguna deshonra, apenas si se prestaban a algunas burlas. Para evitarlas, las
muchachas tenían sus citas en la selva donde construían pequeñas chozas destinadas a
albergar sus amoríos. Tenemos derecho a suponer que no era solamente cuando tenían
relaciones con los esclavos que las muchachas tomaban tales recaudos. Probablemente
actuaban igual con los otros jóvenes de la tribu. Al menos en el Chaco, donde reina la
mayor libertad sexual, las mujeres no casadas siempre llevan a sus galanes a pequeñas
chozas levantadas en la espesura.
Si un esclavo se convertía en amante de una mujer casada, era inmediatamente
ejecutado y la mujer adúltera era apaleada, repudiada o matada.
En determinadas ocasiones, su amo los obligaba a pasearse por la aldea para
mostrarse ante todos. Se cuidaba entonces que vistieran todos los ornamentos de plumas
que se usaban en grandes ceremonias tribales. Entre otros, se cubrían con espléndidos
mantos de ibis rojo que todavía se pueden admirar en algunos museos europeos. Durante
esas vueltas, les arrojaban plumas de loro. A ese acto estaba ligada una significación
simbólica, porque una vez terminada la vuelta, nada podía salvar al prisionero de la muerte
que le esperaba.
A todas estas coerciones se añadía además para el esclavo la humillación de ser
exhibido en determinadas fiestas. Aparecía entonces con las piernas atadas y era objeto de
risa para todos. Se regodeaban malvadamente maltratándolo y cada uno señalaba en su
propia persona las partes del cuerpo que deseaba comerse.
Tales datos, que parecen accidentales en la versión de Staden, son descriptos por
Thevet como una ceremonia de características propias. La borrachera en que el prisionero
veía todas las porciones de su cuerpo repartidas a los asistentes era organizada por su amo
que invitaba a sus parientes y amigos. Los pedazos que había sido elegidos correspondían a
quienes los habían dejado reservados de alguna manera el día del festín. A cambio, estos
últimos debían aportarle víveres de vez en cuando.
En esa ocasión, nos dice Thevet, es cuando se distribuía a cada cual el papel que
tendría que desempeñar durante el drama que iba a desarrollarse. Todo estaba previsto de
antemano: uno debía matar al prisionero, otro estaba encargado de hacerle una tonsura, otro
de pintarlo con jagua, un tercero debía adornarlo con plumas, un cuarto lavarlo y un quinto
finalmente se encargaba de sostenerlo cuando estuviera desatado. Las mujeres tampoco
eran olvidadas. Unas tenían la misión de ocuparse del pelo, que debían emparejar con
fuego, y a otras se les asignaba la tarea de poner un tapón de madera en el ano de la víctima
después de su muerte. Según Thevet, ese mismo día el ejecutor habría proclamado en
presencia del prisionero, así como de sus parientes y amigos, el nuevo nombre que había
elegido. En este punto, Thevet está en abierta contradicción con todas nuestras demás
fuentes que concuerdan en situar esta ceremonia después de la matanza ritual, único
momento en que tendría una significación plausible.
Aparte de esas manifestaciones que les recordaban a los prisioneros su condición,
eran tratados con dulzura y consideraban a sus dueños como parientes. A su vez, éstos se
sentían muy ligados a ellos. Cuando se introdujo la costumbre de vender los prisioneros de
guerra a los europeos, quienes los habían entregado se afligían al verlos maltratados. Si los
esclavos se fugaban, estaban seguros de hallar refugio con sus antiguos dueños que los
escondían en la selva y enviaban a su propia hija a vivir con ellos y velar por su
manutención.
Yves d’Évreux cita el caso de un esclavo al que sus amos iban a visitar con
frecuencia por el gran afecto que le tenían. Había sido capturado siendo muy pequeño. Su
madre había sido comida y le esperaba la misma suerte, pero la certeza de su muerte no
alteraba en nada el amor que sentía hacia sus padres adoptivos.
La mujer que era entregada a un esclavo debía responder por él. A ella le
correspondía la tarea de vigilarlo y hacerlo engordar. Algunos autores cuentan que en
ciertos casos las mujeres ayudaban a huir al marido e incluso no dudaban en irse con él. Si
eran atrapados, la mujer era golpeada, incluso a veces comida; en cuanto al hombre, dejaba
de pertenecer a su amo. Se volvía el bien común de la tribu y su ejecución ya no debía ser
postergada. El regreso del fugitivo provocaba las mismas manifestaciones que las
producidas durante la vuelta triunfal de la expedición. Las ancianas acudían a su paso,
golpeándose la boca con la palma de la mano y gritando siempre lo mismo: “Nos lo
comeremos, es nuestro”.
Ningún esclavo podía escapar del sacrificio ritual al que estaba destinado. Si se
enfermaba y no había esperanzas de curarlo, se lo arrastraba a la selva, le hundían el cráneo
cuyo cerebro se derramaba en el suelo y dejaban su cadáver sin sepultura. Si sucumbía por
una muerte súbita, su cuerpo era arrojado al piso, arrastrado de los pies dentro de la selva y
abandonado a los pájaros. Tampoco en ese caso se olvidaba romperle la cabeza.
La muerte que esperaba a los prisioneros de guerra no les correspondía a los
individuos que iban voluntariamente a buscar refugio en una tribu enemiga, los cuales sólo
eran sometidos a la ley común si caían enfermos.
La condición de las mujeres cautivas no difería de la de los hombres. Se convertían
generalmente en esposas de quienes las habían capturado. En caso de que su amo no las
quisiera como mujeres, eran libres de tener relaciones sexuales con quien quisieran, excepto
con aquellos cuya frecuentación les prohibiera su amo. Ningún indio podía rehusarle ese
derecho a su cautiva, de otro modo ésta podría reprocharle que no la haya tomado él mismo
como esposa. Si le creemos a Gandavo, toda enemiga que se convertía en la mujer de un
jefe escapaba por eso a la ejecución, pero después de su muerte le partían el cráneo.
Las mujeres en general eran bastante libres en sus movimientos; su suerte difería de
la de los hombres en la medida en que la duración de su cautiverio era mucho más breve.
Los hijos que el prisionero tenía de la mujer que le habían dado eran considerados
como enemigos y eran destinados a ser muertos siguiendo los mismos ritos que los
guerreros apresados en combate. Recibían el nombre de “cunhambira, hijo del enemigo”17.
Algunos autores afirman que su ejecución seguía de muy cerca a su nacimiento. Sin
embargo, la mayoría concuerdan en declarar que en casi todos los casos su madre podía
conservarlos durante algunos años. Eran educados como hijos de la tribu hasta que
estuviesen en edad de ser comidos. Entonces eran remitidos a su tío materno o, en su
defecto, al pariente más cercano de la madre del lado paterno. Éste se mostraba muy
contento por el honor que le habían conferido y debía manifestar su reconocimiento. La
ejecución del niño se efectuaba en presencia del padre que era matado el mismo día y
siguiendo los mismos ritos que para los adultos. La madre era la primera en consumir la
carne de la víctima. Algunas mujeres tupí procuraban sin embargo proteger a sus hijos y
hacer que la tribu los adoptara definitivamente. Otras se provocaban abortos. Según Alfonse
de Saintonge, las hijas que se consideraba que eran de la misma naturaleza que su madre se
salvaban.

Ceremonias preliminares para la ejecución de un prisionero

La duración del cautiverio de un prisionero era por completo variable. Los viejos
eran matados y comidos casi inmediatamente después del regreso de la expedición. Los
jóvenes, en cambio, eran mantenidos prisioneros durante varios meses e incluso durante
años. En opinión de Thevet, la duración de su cautiverio podía llegar a quince o veinte
años.
Cuando el bohío, es decir, el consejo de los principales guerreros, había fijado la
fecha en la que debía efectuarse la ejecución de un esclavo, se enviaban mensajeros a todas
las aldeas vecinas y aliadas para invitarlas a que participaran de la fiesta. La convocatoria
de todos los parientes y amigos requería mucho tiempo; en efecto, se debía avisar y esperar
la llegada de tribus que vivían a veces en un radio de treinta o cuarenta leguas.

17
En realidad, “hijo de mujer”.
Apenas se anunciaba en la aldea el sacrificio ritual del prisionero, todo el mundo se
ponía a trabajar activamente para comenzar los preparativos de la ceremonia. Los hombres
trenzaban la cuerda llamada musarana que estaba destinada a atar al prisionero. Era un
verdadero objeto de culto rodeado de un respeto religioso y cuya fabricación era confiada a
los jefes. No era retorcida, nos dice Cardim, sino trenzada, un procedimiento que
representaba una labor enorme. El mismo autor agrega que un año apenas alcanzaba para su
fabricación y que sólo algunos jefes poseían una. Staden, en cambio, afirma que se trenzaba
una nueva cuerda para cada ejecución; considera tan importante ese objeto que nos brinda
un dibujo en su libro. En el manuscrito inédito de Thevet, la longitud de la musarana se
calcula en treinta brazas.
Probablemente eran los hombres quienes estaban encargados de preparar la maza
con que iba a ser golpeada la víctima. Dado que esa arma cumplía un papel primordial en
las ceremonias que precedían a la ejecución del prisionero, es conveniente describirla aquí.
Tenía una cabeza más o menos redonda, casi elipsoidal. El mango, de 7 a 8 palmos de
largo, tenía cerca de la cabeza un ancho de 4 pulgadas y se iba adelgazando
progresivamente hasta su extremo inferior que estaba adornado con un mosaico de paja. La
empuñadura estaba guarnecida con lo que llamaban “Aterabebé, hecho de varias clases de
plumas entrelazadas y dispuestas muy bellamente”. Se le atribuía una importancia especial
a los cordones y pompones que adornaban el mango de esa macana y que eran puestos
recién en la víspera de la ejecución18.
Las mujeres se ponían a fabricar un gran número de vasijas de formas y
dimensiones diversas que decoraban con un cuidado muy especial. Unas debían contener
las bebidas fermentadas y otras el color con el cual el cautivo iba a ser pintado. Algunas
muchachas estaban encargadas de preparar el caouin.
Mientras transcurrían esos preparativos, el prisionero seguía viviendo como si nada.
Claude d’Abbeville asegura sin embargo que un mes o dos antes de matarlo, “lo ataban y
encadenaban ni más ni menos que como hace un verdugo con un malhechor indecente
después de la sentencia de muerte, no obstante el prisionero no está atado tanto como para
que no tenga licencia en todo ese tiempo de pegar, golpear, sustraer pollos, gansos y otras
cosas, y hacer todo lo peor que pudiera para vengar su muerte sin que nadie se lo
18
Una de esas mazas, quizás la que perteneció al famoso jefe Quoniambec, se encuentra actualmente en el
Museo del Trocadéro.
impidiera.” Cardim tuvo la oportunidad de observar esa curiosa costumbre, pero la atribuye
a la necesidad. El esclavo, que no habría recibido ya ningún alimento de su amo, se habría
visto obligado a procurárselos a la fuerza.
Durante el tiempo que duraba la preparación del caouin, las mujeres llevaban en dos
o tres ocasiones al prisionero a la plaza de la aldea y ejecutaban danzas a su alrededor.
El día fijado, llegaban las tribus invitadas con mujeres y niños y entraban en la aldea
bailando. El jefe les salía al paso para desearles la bienvenida en estos términos: “Ustedes
vienen a ayudarnos a comer a nuestro enemigo.”
Los recién llegados eran invitados a participar en una borrachera preliminar. Sólo
entonces empezaban las ceremonias que precedían a la gran comida antropofágica.
Primer día. – La cuerda con la que iba a ser atada la víctima era traída a la plaza de
la aldea en medio de gritos tumultuosos. En presencia del prisionero o de los prisioneros, la
cubrían con una pintura blancuzca parecida a la cal que se dejaba secar colgando la soga de
unas horquetas que habían sido previamente clavadas en la tierra. Un individuo
especialmente hábil, según Cardim, o los más ancianos de la tribu, según Thevet, le hacían
nudos muy complicados: “Eran ingeniosos y llenos de artificios, pocos eran capaces de
imitarlos; en efecto, tenían a veces diez vueltas, cinco arriba, cinco abajo y se
entrecruzaban como los dedos de la mano izquierda y de la mano derecha cuando se juntan.
Tenían cuidado de dejar pasar el resto de la cuerda por el medio del nudo”. En el preciso
momento en que los nudos estaban terminados, los asistentes batían palmas dando gritos de
alegría. La musarana era puesta en una vasija y llevada a la choza de aquel a quien le
pertenecía el prisionero.
En opinión de Cardim, ese primer día no abarcaría ninguna otra ceremonia aparte de
las que se acaban de mencionar. Por el contrario, Thevet describe en su manuscrito inédito
un conjunto de ritos y de preparativos que se habrían realizado inmediatemente después de
la consagración de la musarana. Dado que asegura haber sido testigo ocular de los hechos
que relata, su testimonio resulta valioso y no podría desatenderse, aun cuando no siempre
esté de acuerdo con nuestras otras fuentes.
La misma mañana en que se había pintado la musarana, se hacía salir a los
prisioneros de las casas que les habían adjudicado hasta entonces y donde habrían sido
“cuidadosamente guardados”. Los llevaban a la choza situada al sur de la aldea. Iban allí
con sus hamacas que colgaban de inmediato. Les afeitaban la parte delantera de la cabeza y
les ennegrecían la cara y el cuerpo con jagua. La mayoría de las mujeres de la aldea,
jóvenes y viejas, acudían en seguida a la misma choza y también se pintaban de negro.
Habrían acudido invitadas por los guerreros de quienes dependían los prisioneros, que
inmediatamente después eran conducidos ante ellos. Al caer la tarde, volvían a su nuevo
alojamiento donde se les unían una determinada cantidad de ancianas que por la mañana se
habían pintado con las demás. Se acostaban en hamacas que habían tendido alrededor de las
de ellos y empezaban a entonar canciones que continuaban durante toda la noche y en las
que expresaban el desdén que sentían hacia sus prisioneros y hacia las personas de su tribu
que nunca habían sido capaces de matar “a ninguno de sus amigos”; les anunciaban la
suerte que les esperaba de un momento a otro y la venganza que se proponían obtener de
ellos. Tal es al menos el sentido general de sus cantos que un intérprete le tradujo a Thevet.
Junto a la hamaca de cada prisionero, estaba clavada una viga de unos 70 cm. y del
grosor de una pierna en la que se apoyaba un gorro de cera que había sido confeccionado
durante el día y en el que se habían insertado hermosas plumas.
Entre los individuos reservados para la matanza, había uno, refiere el mismo viajero,
que dormía con una chica de quince años que le habían dado para esa noche, aunque ya
estuviera unido a otra mujer. La chica dormía debajo de la hamaca de su marido, como de
costumbre.
Mientras se procedía al arreglo de los prisioneros y de las mujeres, los hombres que
debían tener una participación activa en el sacrificio se reunían en una cabaña construida
para la ocasión y donde trazaban sobre sus cuerpos toda clase de dibujos con jagua. Se
embadurnaban de resina, se pegaban en el cuerpo plumas rojas y en la cara fragmentos de
cáscaras de huevos verdes. Sobre la cabeza, se hacían adherir plumas con cera. En cuanto a
las piernas, se las teñían de rojo. Algunas mujeres se ataviaban del mismo modo, salvo
porque no llevaban plumas en el pelo. En el transcurso de la noche, los hombres y las
mujeres que no habían ido a reunirse con los prisioneros no dejaban de bailar recorriendo
todas las chozas, incluso aquellas en las que descansaban las futuras víctimas. Señalemos
para terminar que las ceremonias descriptas por Thevet debían tener lugar dos días antes de
la ejecución.
Segundo día. – Todo el mundo salía a recorrer los campos para buscar bambúes de
la altura de una lanza. Por la tarde, se los clavaba en círculo en medio de la plaza
apoyándolos unos contra otros. Se obtenía así una especie de choza cónica a la que se le
prendía fuego. Todos, hombres y mujeres, bailaban alrededor de la hoguera llevando
paquetes de flechas en la espalda19.
El prisionero que se hallaba a cierta distancia de los bailarines les arrojaba todo lo
que encontraba a mano.
Tercer día. – Todo el mundo se reunía en la plaza de la aldea con una trompeta en la
mano. Los hombres y las mujeres empezaban entonces a ejecutar danzas al son de ese
instrumento; éstas consistían en martillar el suelo unas veces con un pie, otras con el otro,
siguiendo un determinado ritmo. Nadie cantaba entonces ninguna canción.
Cuarto día. – Por la mañana, el prisionero era llevado a orillas de un río donde lo
lavaban con cuidado. Según Thevet, ese último lavado habría tenido lugar entre las chozas
situadas al norte y al oeste y habría consistido en limpiarle la “barba” (¿?) y afeitarle los
pelos que todavía le quedaban en el cuerpo. Al volver, era asaltado bruscamente por un
indio que procuraba dominarlo, mientras otros lo ataban con la musarana. El cautivo ponía
todo de sí para mostrar su fuerza y su valentía resistiéndose el mayor tiempo posible a su
agresor. Este último a su vez era reconocido como un hombre valiente si podía paralizar los
movimientos de su adversario sin tener que recurrir a la ayuda de sus compañeros. Si era
forzado a abandonar la partida, otro ocupaba su lugar y reiniciaba la lucha. Como a veces
corría el riesgo de prolongarse demasiado, los tupinamba ataban previamente las piernas
del esclavo. Claude d’Abbeville describe ese episodio de manera completamente diferente:
“Desatan al prisionero un día o dos antes de matarlo y lo dejan libre como antes; es
cierto que no por mucho tiempo, pero apenas le quitan las cadenas de los pies le dicen
Ecoain, sálvate. En el mismo momento, el podre desgraciado empieza a correr tanto como
puede, como si quisiera escapar, y quienes se han reunido a su alrededor lo siguen como
perros que van detrás del ciervo corriendo más fuerte para atraparlo, de tal modo que el
pobre miserable no va muy lejos al ser perseguido tan de cerca.

19
Es preciso señalar que la tribu cuyos ritos antropofágicos nos describe Thevet en su manuscrito inédito no
observaba todas las ceremonias que estoy enumerando. En particular, no parece haber conocido las prácticas
que los tupinamba de Bahia realizaban en los días segundo y tercero. Las ceremonias rituales que
acompañaban la ejecución de un prisionero ocupaban entre ellos tres días en lugar de cinco como en los
indios vistos por Cardim.
Y así como aquel que lo había capturado en guerra había adquirido un nuevo
nombre como premio a su valor, también el que corre más fuerte de todo el grupo, le pone
la mano en la garganta y lo agarra, es considerado uno de los más audaces y más generosos
de todos y consigue un nombre nuevo que conserva toda su vida como un honor; ellos
consideran tales acciones tan heroicas que ese mismo hombre es designado para matar al
prisionero”.
Una tercera versión de esta práctica ritual nos la brinda el manuscrito inédito de
Thevet: los indios, pintados como ya se ha dicho y llevando en la parte baja de la espalda su
rueda de plumas de avestruz, se colocaban en dos hileras enfrente de las chozas, dejando
entre ambas un espacio de veinte pasos. Los prisioneros, que habían sido previamente
liberados de todas las ataduras que impedían sus movimientos, debían correr por turnos en
esa pista, hasta el momento en que eran detenidos por un individuo especialmente
designado para ello. En el momento en que el esclavo era agarrado por este último, todos
los hombres del grupo se abalanzaban sobre él y lo arrastraban a la plaza de la aldea.
Cuando el prisionero estaba dominado, acudían unas muchachas con la soga que se
había vuelto totalmente blanca. La traían en una gran vasija recién pintada. La cuerda era
pasada por el cuello del cautivo y fijada en su lugar gracias a un nudo simple realizado
entre los que ya estaban hechos. Mientras los hombres ataban al prisionero, las muchachas
entonaban una canción bajo la dirección de una anciana que se refería a la escena que se
desarrollaba delante de ellas. Hacían unos lazos en los dos extremos de la cuerda y los
pasaban alrededor de los brazos de una mujer que caminaba detrás del prisionero. Era
auxiliada por sus compañeras si la soga le resultaba demasiado pesada. Las muchachas
entonces cantaban: “Somos las que tiran del cuello del pájaro”, o “Si fueras un loro, no te
escaparías ni siquiera volando.”
Los indios entre los que se alojó Thevet no actuaban del mismo modo: los extremos
de la cuerda eran tomados por dos hombres que acompañaban al prisionero en todos sus
desplazamientos. Le daban a éste frutos de jagua que usaba como proyectiles contra todas
las personas que quedaban a su alcance. Incluso a veces le daban un arco con flechas de
punta suave con las que no dejaba de tirar. Su mujer lo seguía para reabastecerlo de
municiones y corría de aquí para allá recogiendo las flechas que había lanzado.
Cuando ya se cansaban de ese juego, volvían a llevar al prisionero a la choza donde
estaban su hamaca y su bonete de cera. Como mencionamos, esa choza estaba al sur y no al
oeste como dice Thevet por error. Un determinado número de mujeres iban poco después
para ataviarse de plumas y entre otras cosas con ruedas de plumas de avestruz que llevaban
sobre los riñones. Tras haberse equipado con lo mejor que tenían, se disponían en grupos de
cuatro y salían a la carrera golpeándose la boca con la palma de la mano y pasando al lado
de su enemigo. En la plaza de la aldea, se perseguían como si quisieran combatir. Al cabo
de un rato, regresaban a la choza, pasando siempre junto al prisionero para volver a salir de
cuatro en cuatro. Reiteraban la misma maniobra varias veces.
Hacia las cinco de la tarde, se iba a buscar al prisionero para conducirlo a la choza
provisoria que se había levantado en la plaza de la aldea. Ese desplazamiento se hacía al
son de la maraca.
En un momento de la jornada que ignoramos, se transportaba a la choza del norte la
maza que iba a servir para el sacrificio, así como dos potes en los que se habían puesto las
plumas, los hilos de algodón y la resina destinados a su decoración. El arma misma era
llevada en una vasija nueva. Todo esto se hacía delante del prisionero.
La maza no podía ser utilizada sin haber sido de alguna manera consagrada
previamente. Con ese fin, se la preparaba casi como a la misma víctima. En efecto, era
cubierta de una capa de miel o de resina sobre la cual se desmenuzaban fragmentos de
huevos verdes de macucara (Tetrao major-Linn.), a los que les atribuían un poder mágico, y
trozos de conchillas. Ese revestimiento debía conferirle sin duda alguna una virtud
particular, puesto que antes de ir a la guerra los tupinamba nunca olvidaban esparcir sobre
sus mazas un poco de ese polvo sagrado.
Cuando se trataba de matar a un prisionero, una mujer reconocida por su talento en
decorar vasijas trazaba en el barniz viscoso que cubría la macana unas figuras que
probablemente tuvieran un significado especial. Mientras se preparaba de ese modo la
maza, unas mujeres cantaban sin parar. Cuando estaba lista, la dejaban secar por un rato
colocándola encima de la vasija en que la habían traído, después se la colgaba del techo de
la choza cuyos ocupantes se había hecho salir previamente.
Un grupo de mujeres montaba guardia toda la noche alrededor de la maza cantando
y bailando. Las canciones que dejaban escuchar tenían un carácter profundamente triste
acentuado además por los sonidos sordos de un tambor en el que se tocaba una especie de
tañido fúnebre. Toda esa música tenía como objetivo adormecer a la maza.
Las mujeres que habían decorado la maza procedían luego al arreglo del prisionero.
Lo depilaban íntegramente con miel y resina, luego pegaban en la cara y en el cuerpo
plumas cortadas finas. Además lo espolvoreaban con un polvo hecho de cáscaras de huevo
de macucara. Todo el cuerpo era pintado de negro exceptuando los pies, que eran
embadurnados con urucú20. Mientras las mujeres arreglaban así a la víctima, otras cantaban
sin parar.
Tras la caída del sol, todos los indios reunidos en la aldea se disponían a celebrar un
gran caouin. Antes de comenzar la borrachera, iban a buscar al prisionero o a los
prisioneros que ponían en medio de la asamblea para hacerlos bailar al ritmo de la maraca.
Podemos pensar que no todos lo hacían voluntariamente, porque de todos los cautivos
cuyas ejecuciones relata Thevet sólo uno, el más anciano, aceptó bailar, seguido de
inmediato por todos los asistentes, tanto hombres como mujeres. El nombre de esa danza
era “la danza de las ciervas”. Además fue interrumpida por los otros cautivos que
empezaron a hacer caer una lluvia de proyectiles sobre los bailarines. Después de esa
manifestación de hostilidad de su parte, llevaron a los prisioneros a la choza provisoria que
les habían construido y los ataron a unas ramas que Thevet califica de pequeños árboles. A
partir de ese momento, los prisioneros ya no podían entrar en ninguna choza, ni consumir
más alimento que un fruto cuyo gusto recordaba a nuestras nueces y al que se le atribuía la
propiedad de impedir una excesiva efusión de sangre. Durante toda la noche, los
prisioneros estaban muy vigilados. Eran acostados en sus hamacas con la cabeza presa en la
musarana cuyos “lazos corredizos y nudos muy sutilmente hechos” los mantenían
inmovilizados. Las mujeres que los vigilaban sostenían en sus casas los extremos de esa
cuerda.
Para mostrar su desprecio a la muerte, el desdichado cantaba una especie de elegía
cuyo texto aproximado nos ha transmitido Thevet: “Nuestros amigos los margageaz son
gente de bien, fuertes y poderosos en la guerra, han capturado y comido a varios de sus
parientes enemigos nuestros y de quienes me retienen para matarme; y muy pronto
vengarán mi muerte y los comerán cuando les plazca y también a sus hijos; en cuanto a mí,

20
Planta tropical de cuyas semillas se extrae un colorante rojizo amarillento.
maté a varios amigos del malvado Aignan que me tiene prisionero. Soy fuerte, soy
poderoso; fui yo quien los hizo huir varias veces a ustedes, cobardes, que no saben nada de
hacer la guerra.”
Los invitados y sus huéspedes pasaban el resto de la noche bebiendo, gritando,
cantando, en una palabra, en medio del tumulto usual en las fiestas donde se toma. Los
hombres contaban todos a la vez las hazañas que habían realizado y se exaltaban con el
recuerdo de sus proezas. Varios autores dignos de fe aseguran que los prisioneros
participaban de la orgía, bebían, bailaban y cantaban como los demás sin ninguna
preocupación por la suerte que les esperaba y que se consideraba envidiable, puesto que era
un gran honor “morir a la manera de los grandes en medio de danzas y de caouin y
anticipar la venganza antes de ser matado por quienes iban a comerte.”21
Quinto día. – Ese día se llevaba a cabo la ejecución si ya se había bebido todo el
caouin, lo que generalmente ocurría. A veces los bebedores agotados descansaban todo el
día y postargaban la ceremonia final para el día siguiente.
Las mujeres se levantaban al amanecer, se dirigían a la choza donde estaba colgada
la maza y cantaban durante un rato a su alrededor. Luego iban a despertar al prisionero y
destruían la choza provisoria que le habían construido. Siete u ocho ancianas iban a
recibirlo cuando salía de la cabaña y lo conducían a la plaza de ejecución, situada
generalmente en medio de la aldea entre las chozas 22. En el manuscrito de Thevet, se dice
que entre quienes escoltaban al prisionero unos sostenían las ramas en que se apoyaba la
musarana y los otros avanzaban tocando música, cantando y bailando. El sexo de las
personas que componían el cortejo desgraciadamente no se indica. Una vez llegados al
terreno reservado para las matanzas, desataban la cuerda de las ramas a las que se la había
fijado, la estiraban en el suelo y la retiraban del cuello de la víctima para anudarla
21
Yves d’Évreux. Cf. Thevet: “Me entretuve otra vez con esas pobres personas, que estaban a punto de ser
masacradas y que eran jóvenes, hermosos y poderosos hombres; y cuando les pregunté si no les precupaba la
muerte, que estaba tan cerca y era tan espantosa, me contestaron riéndose y burlándose de esta manera:
Aiouroiou mahyré, mouhan, ou touy, extranjero malo no sabes lo que dices, vete de mi lado. Nuestros amigos
nos vengarán y esta muerte nos hace felices. Sin hacer más caso de mis dichos, se alegraban y mostraban una
continencia tan segura y audaz que yo estaba maravillosamente pasmado. Y si les hablaba de liberarlos,
rescatarlos de manos de sus enemigos, tomaban todo a broma, me ponían mala cara y decían que nosotros
Aiouroiou (así llaman a lo que parece una especie de loro grande) no éramos hombres de corazón; sino que
más bien teníamos la naturaleza de sus Ouainspassa, que son monos, que viven en perpetuo temor de los
golpes y de la muerte”.
22
Según Soares de Souza, dicha plaza se habría extendido apartada de las viviendas y se la habría reconocido
por dos postes provistos de dos orificios en los que eran introducidos los extremos de la cuerda con que estaba
atado el prisionero. Ningún otro autor alude a ese dispositivo.
fuertemente alrededor de su cintura. La mujer del cautivo se acercaba entonces para hacerle
algunas caricias y lo dejaba en seguida derramando lágrimas.
Al contar los acontecimientos que se habían producido el día anterior, describí la
venganza que el prisionero se suponía que obtenía de sus verdugos arrojándoles toda clase
de proyectiles. Todos los viajeros que hablaron de la antropofagia ritual de los tupinamba
están de acuerdo en ubicar dicha ceremonia unos momentos antes del acto final del drama.
Si no dudé en remitir esa mención a la víspera, fue por respeto hacia el testimonio de
Thevet que, por su precisión, merece ser seguido casi literalmente. Es muy probable que los
ritos y en particular el orden en que se desarrollaban presentaran algunas variaciones según
las tribus. Sea como fuera, tanto entre los tupí de Rio de Janeiro como entre los de Bahia, se
colocaban entonces delante del prisionero frutos extremadamente duros del tamaño de una
manzana, piedras y jarros, y se lo invitaba a “vengar su muerte”. Sin hacerse rogar, esas
municiones caían de inmediato como lluvia sobre los asistentes.
Las mujeres se arremolinaban alrededor del prisionero, amenazando con comérselo
y exhortándolo a que contemplara por última vez la luz del día. El desdichado desplegaba
tal frenesí en su “venganza” que les lanzaba ramitas y puñados de tierra cuando ya no tenía
otra cosa a mano. Como los que estaban agarrados a la cuerda y hacían fuerza para
retenerlo eran los más expuestos a sus golpes, se les permitía cubrirse con un escudo.
Poco después aparecían en el lugar siete u ocho viejas pintadas de negro y de rojo
llevando en el pecho collares de dientes humanos. Avanzaban bailando, cantando y
tamborileando sobre vasijas que acababan de pintar y donde se aprestaban a recoger la
sangre y las entrañas del muerto. Les incumbía llevarles a los habitantes de cada choza la
parte que les correspondía.
En seguida prendían un fuego a dos pasos del prisionero de manera que éste pudiera
verlo. Hecho esto, una vieja llegaba corriendo, llevando en la mano la maza que tenía
cuidado de cargar con la empuñadura hacia arriba. Un guerrero se separaba de la multitud,
la tomaba y se la mostraba al prisionero23.

23
También en este punto hay una variante nada despreciable en la versión de Thevet, y es la siguiente: las
mazas que habían sido consagradas la víspera, eran llevadas a la plaza de ejecución y entregadas a las
mujeres, quienes se las daban por turnos a los asistentes que las manipulaban unos instantes. Ese gesto les
hacía presagiar que matarían a su enemigo futuro y era un honor hacerlo. Recién cuando todos habían
terminado se le presentaba la maza a un jefe que se la pasaba al “matador”.
Durante todo ese tiempo, quien iba a proceder a la ejecución permanecía encerrado
en su choza, ataviado con todos los más bellos adornos usuales entre los tupinamba. En la
cabeza, llevaba un gorro de plumas, alrededor de la frente una diadema roja, “color de la
guerra”. Sobre su pecho se cruzaban collares de conchillas o de plumas. Sus brazos y
piernas estaban igualmente cubiertos de brazaletes o de charreteras de plumas. Sobre sus
riñones colgaba una enorme rueda hecha de plumas de avestruz y sobre sus hombros tenía
puesto un largo manto de plumas de ibis rojo. Su cara estaba pintada de rojo y su cuerpo
blanqueado con ceniza.
Sus parientes y amigos iban a buscarlo. Lo escoltaban cantando, tocando la flauta o
la trompeta y batiendo el tambor; lo proclamaban bienaventurado “puesto que le había
tocado el gran honor de vengar la muerte de sus ancestros, de sus hermanos y de sus
parientes”24. Todos aquellos que participaban del cortejo se habían untado previamente con
una sustancia blancuzca.
El verdugo avanzaba bailando y daba la vuelta a la plaza contorsionándose y
girando los ojos de manera aterradora. Con las manos, imitaba al alcón listo para abatirse
sobre su presa. Finalmente se detenía enfrente de su víctima y recibía la maza de manos del
guerrero que la sostenía. Un viejo que hubiera adquirido una gran reputación de bravura,
generalmente un jefe, la tomaba luego. Se la pasaba y la volvía a pasar entre las piernas y
debajo de los brazos, cada vez en un sentido diferente. Luego, empuñando la macana con
ambas manos, miraba a los ojos al prisionero y la hacía silbar por encima de su cabeza. Tras
lo cual se la devolvía solemnemente al verdugo. Éste se dirigía entonces a la víctima y le
preguntaba: “¿No eres acaso de la nación… (tal o cual) que son nuestros enemigos? ¿Y no
mataste y comiste a nuestros parientes y amigos? – El cautivo, más seguro que nunca,
responde: “Pa, che tan tan, aiouca atoupavé, Sí, soy muy fuerte y he capturado y comido a
varios… oh, no lo disimulo; oh, cuán intrépido fui atacando y atrapando a los suyos, a los
que tantas y tantas veces me comí.” El ejecutor añadía: “Ahora estás en nuestro poder y
serás matado por mí, luego ahumado y comido por todos nosotros”. – “Y bueno”, se le
respondía, “mis parientes también me vengarán.”
El prisionero manifestaba siempre una profunda satisfacción por el destino que le
había tocado y se felicitaba como por una suerte inesperada: “Sólo una cosa es capaz de
24
Soares de Souza; cronista que señala que la mañana de la ejecución se cantaban canciones cuyo tema era la
víctima.
afligirlo, principalmente si se trata de un gran guerrero: saber que quien debe ultimarlo
todavía no ha estado en la guerra o que no es un Kerembaue Tetanatou, es decir, un hombre
belicoso, valiente y gran guerrero como él; eso lo desespera y lo molesta infinitamente,
considerando que es una gran afrenta la que se le hace y la mayor deshonra que le pueda
ocurrir. Pero cuando ve que es un guerrero bravo, un Kerembaue y un Tetanatou o Tauayue
el que va a matarlo y ultimarlo, ya no se preocupa por morir y cree que es un gran honor”.
Podía ocurrir, en efecto, como dije anteriormente, que el prisionero fuera ejecutado
por el hijo de quien había realizado su captura. Para facilitar la tarea del joven novicio,
ataban las manos de la víctima a la que el matador exhortaba por su parte a resistir
valerosamente para que no se dijera que había matado a un hombre cobarde y afeminado.
Le recordaba “que era propio de los bravos morir a manos de sus enemigos y no en las
hamacas como las mujeres que no han nacido para un destino tan envidiable”.
Después de ese intercambio de palabras, el verdugo blandía su maza y procuraba
asestar un golpe en la nuca de su víctima que, por su parte, ponía todo su empeño en evitar
el arma y en lo posible apoderarse de ella. Seguía una lucha desigual que podía durar varias
horas. A veces, por jactancia, se le daba una macana al prisionero para que le fuera posible
defenderse con eficacia. A veces sucedía que el condenado le arrancase al verdugo la maza
de las manos; en seguida acudían los demás al rescate y se la quitaban. Los hombres que
sostenían los extremos de la soga alrededor de su cintura, tiraban más para impedirle
moverse. En el momento en que la maza del “matador” 25 se abatía sobre la nuca del
prisionero, los asistentes lanzaban aclamaciones, silbaban y hacían sonar las cuerdas de sus
arcos. Se observaba la postura del prisionero al caer; si caía de cara al suelo, no se extraía
de ello ningún pronóstico, sino que se contentaban con cumplir ciertas ceremonias
especiales; en cambio, si el cadáver yacía de espaldas, se podía augurar la muerte próxima
del enemigo.
A veces también el “matador” empezaba asestando algunos golpes en los flancos de
la víctima, para que cayera al suelo. Si todavía estaba en condiciones de pararse, se
intentaba reincorporarla para seguir el juego, hasta el momento en que estaba al límite de
sus fuerzas. Antes de ultimarlo, el vencedor pasaba dos veces encima suyo antes de darle el
golpe mortal en la cabeza.

25
En todos los casos en que “matador” tiene comillas está en español en el original.
Apenas había sido abatido el prisionero, las viejas se abalanzaban para recoger su
sangre y su cerebro en una calabaza y beberlos calientes. La mujer que se le había dado al
prisionero, se acercaba al cuerpo y vertía unas lágrimas que por lo demás sólo tenían un
carácter ritual, ya que luego no mostraba ninguna pena y era la primera en probar la carne
de su esposo26.
El cadáver era chamuscado al fuego, escaldado de manera que se pudiera
desprender la epidermis raspándolo, como nosotros hacemos con los cerdos. Le introducían
además un palo en el ano para que no saliera nada. Los cuatro miembros eran cortados en
primer lugar y las ancianas los llevaban a las chozas dando gritos de alegría. Luego hacían
una incisión en el estómago e invitaban a los niños para que fueran a desenrollar los
intestinos. Después se procedía al despedazamiento del tronco que cortaban por la espalda.
Los trozos eran asados sobre el ahumadero y los cuidados culinarios eran confiados
a las viejas que manifestaban su alegría con una agitación frenética “y sobre todo las viejas
son ávidas”, señala Claude d’Abbeville, “no se pueden saciar al menos voluntariamente”.
Lamían la grasa que corría por los palos del ahumadero y expresaban su satisfacción
repitiendo constantemente Ygatou, “está bueno”. Algunas mujeres llegaban a untarse la
cara, la boca y las manos con la grasa del muerto y a lamer toda la sangre que encontraban.
Nada se desperdiciaba: las entrañas eran hervidas en agua y comidas por los hombres, ese
caldo lo tomaban las mujeres. La lengua, el cerebro 27 y algunas otras partes del cuerpo
estaban reservados para los jóvenes, la piel del cráneo para los adultos y los órganos
sexuales para las mujeres. Algunas porciones, consideradas nobles 28, se regalaban a los
huéspedes notables, que las hacían ahumar y se las llevaban a sus casas.
Se obligaba a los niños a tocar el cadáver y a mojarse las manos con la sangre que
chorreaba y los alentaban diciéndoles: “Te vengaste de tu enemigo, véngate con ese golpe
hijo mío. Éste es uno de los que te hicieron huérfano de padre”. A otros les frotaban el
cuerpo, los brazos y los muslos con esa sangre y para que los bebés también tuvieran su
parte en el festín, las mujeres se embadurnaban con ella las puntas de los senos. De esa
manera, imaginaban que podían hacerlos más bravos. Si estaban en edad de comprender lo

26
Thevet: “Una vez muerto el prisionero, la mujer que le habían dado hace un gesto de duelo sobre él, y llora
y grita; luego se pone a festejar y se regocija en la algarabía común con sus parientes y amigos”.
27
Según Léry, el cerebro no se comía.
28
Thevet: “lo que les parece de gusto más sabroso son las puntas de los dedos, de las manos y lo que está
alrededor del hígado y del corazón en sus entrañas”.
que les decían, los exhortaban a tratar a sus adversarios como habían visto hacerlo a sus
mayores.
Si el número de invitados era demasiado considerable como para que una porción de
carne pudiera repartirse a cada uno, se hacía hervir un pie, una mano, o incluso un dedo en
una olla y todos podían saborear el caldo. Por el contrario, si había abundancia de carne,
todo lo que no se consumía en el momento era asado y conservado en las chozas para otra
fiesta. Los invitados se llevaban pedazos de carne a sus casas y, una vez en su aldea,
organizaban una gran borrachera para terminar con los restos. Si el jefe de la aldea estaba
ausente, no se olvidaba guardarle su parte.
En regla general, las ancianas se mostraban más ávidas de carne humana que los
hombres. Sin embargo, los viejos rivalizaban con ellas en su pasión por ese manjar.
Apartaban cuidadosamente pedazos de esa carne para comer en otra ocasión.
Los huesos de los muertos eran conservados religiosamente, el cráneo era clavado
en una pica frente a la choza del vencedor. Con sus dientes hacían collares y con sus tibias
flautas o silbatos. Era una prueba de valor, que acarreaba una gran reputación, llevar
alrededor del cuello largos collares de dientes humanos y tener un gran número de cabezas
alrededor de su choza.
Ningún rasgo de las costumbres de los tupinamba ha despertado tanta curiosidad e
interés en los antiguos viajeros como su práctica de comerse a los prisioneros de guerra. A
las preguntas que se les planteaban sobre el origen y la finalidad de una costumbre tan
perversa, los indios respondían invariablemente que sólo obraban así para vengar la muerte
de sus parientes y que la venganza de sangre, único motivo de sus expediciones guerreras,
no podía ser completa sino cuando su enemigo había sido devorado. Ese sentimiento es
ejemplificado por una pequeña anécdota que narra Thevet: un indio muy enfermo prometió
que si se curaba se volvería cristiano; pero al saber que entonces debería renunciar a
vengarse, exclamó: “Aun cuando Toupan le ordenara hacerlo, no podría acceder, o si por
casualidad accediera, merecería morir de vergüenza”.
Cabe entonces la posibilidad de suponer que los tupinamba interpretaban ellos
mismos la antropofagia como una forma de la “vendetta”. Estaban tan convencidos de la
necesidad de comer o morder a quien les había hecho mal para obtener una entera
satisfacción por la ofensa, que aplicaban esa ley a los animales y a los objetos inanimados.
Todo indio picado por una pulga se apresuraba a aplastarla en su boca para “tomarse
revancha” de las picaduras del parásito. “Son muy vengativos, e incluso con furia contra
todas las cosas que los dañan, aun si tropiezan con el pie contra una piedra, actúan como
perros rabiosos que la morderían con los dientes”29.
Si tal es la significación que ha cobrado a posteriori la antropofagia, no resulta
menos cierto que tenía en un principio y todavía en el siglo XVI un carácter más elevado y
más profundo, como lo atestiguan la multiplicidad de ritos que se observaban en esa
ocasión. El canibalismo a menudo ha sido considerado como una práctica exclusivamente
destinada a aumentar la fuerza vital de quien la realiza, o al menos como un medio capaz de
procurarle determinades cualidades30. Los tupinamba no son ajenos a esa concepción, como
parece indicarlo el hecho de que los viejos, es decir, los seres cuyos cuerpos debilitados
necesitarían un aporte de nuevas energías, siempre son descriptos como especialmente
ávidos de carne humana. Si tal creencia ha existido entre los indios, no debe sin embargo
considerarse como la única causa de las matanzas que realizaban. La noción del “maná” no
es ajena al canibalismo tupí. Al convertir a su enemigo en su alimento, el tupinamba no
solamente se apropiaba de su sustancia, sino que también manifestaba su superioridad sobre
el adversario.
Pigafetta nos ha transmitido el mito mediante el cual los tupinamba explicaban el
origen de la antropofagia: “Una vieja tenía un hijo único que fue matado por sus enemigos;
poco después, en la continuación de la guerra, el asesino fue hecho prisionero y llevado
delante de la vieja. Ésta, por venganza, se abalanzó sobre él como una perra rabiosa y le
mordió el hombro. El prisionero logró escapar y, de vuelta en su casa, mostró su hombro
lastimado y contó que sus enemigos habían empezado a comerlo vivo. Entonces empezaron
a comerse de verdad a los enemigos que hacían prisioneros y éstos les hacían lo mismo.”
No solamente los hombres eran matados ritualmente. El peor enemigo de los
tupinamba, después de sus vecinos, era el jaguar; si lograban capturar a uno con una
trampa, lo mataban en la plaza pública con el mismo ceremonial que a un enemigo. Como

29
Pezieu: “Los ancianos alientan en los niños dicha venganza, si una espina o cualquier otra cosa los lastima,
la llevan en seguida a la boca después de haberla arrancado”.
30
El único estudio de conjunto que poseemos sobre la antropofagia de los indios de Sudamérica es el capítulo
que Andrée le dedica a ese continente en el libro donde trata esa costumbre. Los ejemplos que ofrece son
bastante malos y dudosos.
el espíritu del tigre podía vengarse, quien lo había matado debía cambiar de nombre y
someterse a las prácticas que describiré más adelante.
Luego de la conquista, los tupinamba pronto ya no tuvieron oportunidad de
guerrear, por falta de vecinos para combatir, pero eso no impidió que los antiguos odios
sobrevivieran. Los últimos tupinamba iban a las aldeas abandonadas de sus enemigos para
desenterrar a los muertos. Se llevaban los cráneos consigo, los adornaban de plumas y los
partían con un golpe de maza. El autor de esa hazaña cumplía luego con todos los ritos
prescriptos en caso de muerte, y adquiría un nuevo nombre.

La antropofagia es una costumbre típica de los Karib y de los Tupí-Guaraní. Todas


las tribus de esta última familia lingüística sobre la cual estamos tan poco informados se
afirma que son antropófagas. En la mayoría de los casos, dichas aseveraciones son
fundadas. En todas esas tribus, el canibalismo aparece como una práctica ritual a la que los
indios están más apegados en la medida en que diversas creencias están asociadas con ella.
La antropofagia ritual era practicada por los antiguos guaraníes, los chiriguano, los
guarayú, los yuruna, los sipaia, los apiaká y los oyampi. Los omagua y los cocama han sido
a menudo acusados de antropofagia. Los misioneros los defienden de tal imputación, pero
los detalles que nos dan sobre la manera en que eran tratados los prisioneros hacen suponer
que antiguamente su condición era idéntica a la de los cautivos de los tupinamba. Así, los
que se consideraban particularmente bravos, eran ejecutados en determinadas fiestas. Su
cabeza era clavada en una pica a modo de trofeo y su cuerpo arrojado al agua. Los demás
habrían sido adoptados por la tribu. Los omagua y los cocama dan la impresión de haber
renunciado al canibalismo en una fecha reciente y bajo la influencia de sus vecinos.
Si se comparan entre sí todos los informes que los viajeros nos han dejado sobre los
ritos que acompañan la antropofagia entre los tupí, no puede sino impactarnos su identidad.
En los guaraníes, encontramos el mismo conjunto de costumbres y ritos que en los
tupinamba. El prisionero era tratado bien, alimentado, cuidado; recibía incluso una mujer, y
luego, el día fijado para la ejecución, se invitaba a los habitantes de las aldeas vecinas que
acudían en cantidad. La víspera del día fatal, se organizaba una “procesión”; una joven
llevaba la maza en una vasija y otra “la corona destinada a la víctima”. El cautivo era
conducido por mujeres vigorosas que lo retenían con ayuda de una cuerda atada alrededor
de su cintura. Le daban entonces piedras y pedazos de madera con los que acribillaba a los
asistentes que lo aplaudían. Esa noche comenzaba una borrachera generalizada que se
prolongaba hasta el día siguiente, día en que el prisionero era sacrificado. Estaba ataviado
como para una fiesta y lo ultimaban a mazazos. Unos niños munidos de hachas de cobre
rompían el cráneo del moribundo. Mientras trataban de hacerlo lo mejor que podían, se los
exhortaba a volverse valientes y a vengar a sus parientes. Una segunda borrachera ponía fin
a las ceremonias.
El modo de ejecución varía entre los chiriguano; cuando estos indios habían
decidido la muerte de un chané, le ordenaban que fuera a lavarse a un río y lo entregaban a
sus hijos quienes lo perseguían a flechazos en la plaza de la aldea. Después los cadáveres
eran devorados por toda la tribu. Tal es la suerte que habrían tenido unos 60000 chané en
los siglos XVI y XVII. Incluso hoy los chiriguano les dan como blanco a sus hijos las
cabezas de los enemigos que han matado en el campo de batalla.
Tampoco los guarayú han perdido tan pronto sus hábitos antropofágicos; hasta fines
del siglo pasado conservaban recuerdo de ellos. Los ritos de sus ancestros han sido
descriptos en las Annuae litterae: “Si hacen un prisionero un combate, lo atan a un árbol
durante los días de fiesta después de haberlo pintado de negro y rojo, adornado con plumas
y repleto de vino para que desprecie más alegremente la muerte. Ya sea por ebriedad, ya sea
por desesperación, una vez consumido su coraje (porque no aparece ninguna oportunidad
de salvarse), les lanza a los asistentes las peores injurias y los más vergonzosos ultrajes, los
excita por sí mismo al crimen, y luego de haberle arrojado piedras a la figura del verdugo,
le reprocha su debilidad y lo enardece a tal punto que este último lo golpea tres o cuatro
veces muy violentamente con una maza de madera endurecida al fuego y le parte la cabeza;
las mujeres acuden de inmediato y, cosa terrible, devoran con avidez sus miembros rígidos
por la muerte y aún tibios y lo destrozan de una manera que no se puede describir.” Como
sus hermanos, los chiriguano, les ofrecían como blancos a sus hijos los enemigos que
habían capturado.
Entre los sipaia, la antropofagia se presenta en la forma de una ofrenda a Kumafari.
Este demonio les pide carne humana por intermedio de un brujo. En seguida se organiza
una expedición. Antes de la partida, la suerte designa al guerrero que intentará atrapar un
prisionero. Si lo logra, pasa alrededor del cuello y sobre los hombros de su cautivo una soga
de algodón de diferentes colores que se ha preocupado por llevar consigo. El prisionero
permanece atado durante el tiempo en que las mujeres preparan el kasiri. Es bien
alimentado y lo consuelan de su cautiverio prometiéndole su liberación. Tan sólo la víspera
de su muerte le anuncian que será sacrificado a la venganza. Ese día, mujeres y niños le
llevan de comer. Quien lo apresó se pinta con jagua y canta delante de todo el mundo su
hazaña que es alabada y aplaudida. Luego lo entrega a los demás guerreros que tiran por
turnos sobre ese blanco viviente. El desdichado intenta lanzarles las flechas que arranca de
su pecho. Las mujeres y los niños colman de burlas a los verdugos reprochándoles que
maten a un hombre que ha sido apresado por otro. La carne del muerto es comida y una
parte es ofrendada a Kumafari. Ni los ejecutores ni el vencedor son obligados a purificarse
como es necesario en caso de una muerte no ritual. La cabeza del muerto es conservada
como trofeo en una choza y se le atribuye el poder de anunciar la llegada de una tropa
enemiga.
El museo de Göteborg adquirió el año pasado el cráneo de un indio mura que había
sido matado y comido por los parintintin. Esos indios devoran los ojos, la lengua, los
músculos de las piernas y de los brazos de sus víctimas para impedirles ver, hablar, caminar
y tirar con el arco. El cráneo que el vencedor guarda celosamente se vuelve objeto de toda
clase de ceremonias que se repiten cada vez que reciben una visita. Entre otras, se organiza
para la ocasión una práctica de tiro con ese trofeo como blanco. Arrojan una especie de
maza adornada con plumas sobre los niños que hacen prisioneros.
Los apiaká crían a los hijos de sus enemigos hasta una edad determinada y luego les
rompen el cráneo en la plaza pública de la aldea.
Los mundurukú, a los que su ferocidad y su cacería de cabezas han vuelto célebres,
no eran antropófagos. Adoptaban a sus prisioneros y los trataban de igual a igual.

Precauciones tomadas por el matador

Las prácticas a las que se obligaba al matador después de la ejecución del prisionero
tenían por objeto ponerlo a salvo de la venganza del espíritu del muerto.
El “matador”, apenas abatida la víctima, abandonaba su manto y su macana y huía
hacia su choza31. Su padrino, o sea el anciano que le había entregado solemnemente la
maza, lo esperaba en la puerta de su maloca. En el momento en que estaba por ingresar,
aquél tomaba su arco, clavaba una punta en el suelo y tiraba la cuerda de manera que le
permitiera a su ahijado introducirse entre la cuerda y la madera del arco sin tocar ninguna
de las dos. Cuando había pasado, soltaba la cuerda, simulando disparar una flecha y
esbozaba luego un gesto de mal humor como si hubiese fallado el tiro. Esa práctica debía
volver ágil al matador y permitirle esquivar en la batalla los disparos que le tirasen. Una
vez dentro de la choza, el matador empezaba a correr en todas direcciones, probablemente
para escapar de la persecución del espíritu. Sus hermanas y primas recorrían mientras tanto
la aldea gritando: “Mi hermano se llama así” y decían el nuevo nombre que él había
elegido. El cambio de nombre era la más importante de las precauciones que debía tomar
cualquiera que se creyera expuesto a la malevolencia de un espíritu. En este caso particular,
debían cambiar de nombre, además del prisionero, las siguientes personas: el que había
capturado al prisionero, el que lo había atrapado a la carrera o dominado antes de que fuera
atado, la mujer, los hermanos, las hermanas y las primas del “matador”, en suma, todos
aquellos que habían participado de alguna manera en la muerte del cautivo o que estaban
emparentados con quien lo había matado. El cambio de nombre era una medida de
prudencia adoptada también por cualquier individuo que hubiese matado a otro y estaba
destinado a quitarle al espíritu toda influencia sobre aquel contra el cual estaba irritado.
Aun hoy, en caso de enfermedad grave, los apapocuva recurren al cambio de nombre como
a un remedio infalible. Al “desbautizar” al paciente, imaginan que apartan de él las
influencias malignas que motivan su estado.
Entre los antiguos guaraníes, sucedía lo mismo. Núñez Cabeza de Vaca nos dice que
el niño que había abierto primero el cráneo de un prisionero adquiría el nombre de su
víctima. Esos indios parecían temerle tanto al enemigo que habían comido, que
abandonaban en masa su antiguo nombre para tomar uno nuevo: “Se valen de un bautismo
o de una práctica para darse un nombre. El prisionero que capturan en guerra es engordado,
31
Thevet, en su manuscrito inédito, cuenta que en el momento en que el prisionero había dejado de respirar, el
ejecutor recibía antes de retirarse un “zapato nuevo de algodón teñido de rojo” así como dos piedras para
apoyar los pies sin tocar el suelo. Dado que los tupinamba desconocieron el uso de zapatos antes de la
colonización europea, no puede sino sorprendernos el detalle suministrado por Thevet. Quizás debamos
entender que esos zapatos eran sandalias de algodón que debían preservar el pie del “matador” de todo
contacto con la tierra; la continuación de la frase parece confirmarlo.
le dan de comer lo que guste y le ofrecen mujeres para que escoja; cuando está gordo, lo
matan con gran solemnidad. Cada cual le da un golpe con la mano al cadáver y se pone un
nombre. Reparten en la aldea los trozos del cuerpo y cada pedazo es cocido en agua; aquel
que bebe un trago de ese caldo adquiere un nuevo nombre; las mujeres les dan a sus
criaturas un poco del caldo y de tal modo les dan un nombre; es una fiesta muy importante
para ellos y la celebran con muchas ceremonias.”
Señalemos de paso que los niños guarayú que mataban a flechazos a los prisioneros
también adquirían un nombre nuevo.
Friederici interpreta esta costumbre como un segundo nacimiento. El matador se
transformaría en un niño que volvería a la vida; el alma del muerto sería entonces burlada.
En apoyo de su sutil hipótesis, Friederici alega la obligación que tiene el matador de
quedarse acostado en su hamaca, el ayuno que debe mantener y los arcos en miniatura que
le entregan y de los cuales hablaré más adelante.
Los ejemplos que ya he dado no permiten en absoluto aceptar la ingeniosa hipótesis
que acaba de ser resumida. El tabú del nombre es algo muy conocido en etnografía al igual
que la participación que la mentalidad primitiva establece entre el significante y el
significado. Para el guerrero tupinamba, sencillamente se trataba de adquirir una nueva
personalidad. Agreguemos al respecto que, según Soares de Souza, la proclamación del
nuevo nombre adoptado por un hombre que había matado a otro ocurriría al final de la serie
de prácticas a las que debía someterse. Thevet, por el contrario, declara formalmente que el
abandono del viejo nombre y la adopción del nuevo precedían por mucho tiempo a la
matanza del prisionero y eran motivo de festejos especiales.
El “matador” no volvía a su choza antes que lo hubiesen despojado de todos sus
bienes sin que le fuera lícito conservar ninguno de los objetos que poseía anteriormente. Lo
mismo sucedía cuando un guerrero volvía a casa después de haber matado a un enemigo:
todos los que habitaban la misma maloca se precipitaban al compartimento en que solía
dormir y en un segundo sacaban todas las armas y cacharros que usaba anteriormente sin
que su propietario pudiera hacer oír la menor protesta.
En seguida, traían una cierta cantidad de piedras de mortero sobre las cuales el
matador estaba obligado a permanecer de pie durante un día entero, inmóvil y en silencio.
Le presentaban entonces la cabeza del muerto con un ojo arrancado. Con los filamentos que
colgaban de la órbita, se frotaban los puños del vencedor y con la boca cortada en forma de
círculo le hacían un brazalete que ponían en su brazo. Cardim, a quien le debemos estos
detalles, asegura que esas prácticas eran indispensables si se pretendía evitar la venganza
del muerto. Para impedirle que disparara su arco contra su asesino, le cortaban el pulgar de
la mano derecha.
Esas prácticas sólo eran preliminares. Cuando las habían realizado, el vencedor
debía ir a tenderse en su hamaca como un enfermo. Le ataban los brazos y la cintura con un
hilo durante cuatro días. Después de ese lapso, le quitaban las ataduras y las ennegrecían
con jagua. El ejecutor debía observar además un ayuno riguroso. En primer lugar, le estaba
formalmente prohibido probar la carne del hombre al que había matado, así como comer
presas de caza y pescado durante un mes. De hecho sólo podía consumir como alimento un
poco de harina de mandioca o de maní y agua sola como bebida 32. El uso de sal le estaba
prohibido y en caso de infracción habría estado amenazado por una muerte inmediata. No
debía hablar y en ningún caso bajarse de su hamaca; el contacto con la tierra era
considerado especialmente peligroso. “Si quiere ir a alguna parte para resolver sus
asuntos”, dice Thevet, “se hace transportar con la loca opinión de que si obrara de otro
modo caería en desgracia y tal vez le costara la vida”. Durante ese período de reclusión, el
matador se distraía tirando con un arco en miniatura a figuritas de cera colocadas delante de
él. No caben dudas de que representaban el espíritu del muerto. Aun hoy, los guaraníes,
cuando realizan la danza destinada a echar el espíritu de un muerto deseoso de venganza,
tienen en las manos arcos minúsculos, armas que se consideran suficientes para permitirles
a los bailarines defenderse contra toda agresión del mal espíritu.
El matador debía dejarse crecer el pelo en señal de duelo 33. Cuando sus cabellos
habían alcanzado un largo suficiente, se organizaba una fiesta que debía señalar el fin del
“duelo” por la víctima, para usar la expresión de los cronistas.
Las mujeres preparaban el caouin y cuando había cantidad suficiente empezaba la
fiesta. La víspera del día en que debía tener lugar la borrachera, el matador se pintaba de
negro y después de la caída del sol empezaba a entonar canciones que continuaba durante
toda la noche. Al día siguiente, se cortaba el pelo y todo el mundo empezaba a beber. Según
Soares de Souza, recién ese día habría consentido en decir su nuevo nombre. Los habitantes
32
Thevet en su manuscrito afirma que podía beber caouin.
33
Según Thevet, el “matador” se rapaba al ras.
de la aldea se habrían reunido a su alrededor y le habrían suplicado que dijera cómo debían
llamarlo en adelante. Éste se habría hecho rogar durante mucho tiempo antes de declararlo.
Entre tanto, todos los asistentes habrían cantado canciones cuyos temas habrían sido la
muerte del enemigo y los elogios del vencedor.
Una vez terminada la fiesta, el héroe se pintaba una vez más con jagua y con un
diente de agutí se hacía profundas incisiones en el pecho, los brazos, las piernas y los
muslos; dichos tajos, lejos de ser hechos al azar, tenían un carácter artístico. La herida era
espolvoreada con carbón machacado o untada con el jugo de ciertas hierbas. Las cicatrices
permanecían toda la vida dándole al cuerpo la apariencia de haber sido cincelado con un
buril. Cada vez que un tupinamba había derrotado a un enemigo, un nuevo tatuaje se añadía
al anterior, de manera que se podía evaluar en cierto modo el coraje de un guerrero por el
número de figuras que cubrían su cuerpo. Esta operación habría tenido lugar, según
Cardim, antes de la fiesta que indicaba el final del período peligroso. Sea como fuera, éste
no terminaba por completo el ciclo de pruebas que debía pasar el matador. Todavía tenía
que quedarse unos días en su hamaca y observar tabúes alimenticios. Los jóvenes podían
sustraerse de esta operación; se contentaban con pintarse con jagua y hacerse tonsurar.
Aquel que había pasado esas pruebas de una vez por todas podía en adelante ultimar
a un enemigo sin tener necesidad de recurrir luego a esas medidas precautorias. Cuando
había roto el cráneo de su víctima en la plaza de la aldea, se retiraba a su choza donde iban
a felicitarlo y a presentarle la cabeza del muerto; los niños le pasaban las manos en torno al
cuello para agasajarlo y hacerse embadurnar las manos con sangre.
La venganza de sangre podía ejercerse tanto sobre el culpable como sobre alguno de
sus parientes; sus hermanos, sus hermanas, sus primos estaban en el mismo peligro que él.
Por lo tanto, no solamente debían adquirir un nuevo nombre sino también ayunar, acostarse
en una hamaca, cortarse el pelo, hacerse tajos en el cuerpo, en una palabra, seguir las
mismas prácticas que aquel que había derramado sangre. Una fiesta análoga a la descripta
más arriba era celebrada por cada uno de ellos al terminar el “duelo”.
Todo hombre que ejecutara a un prisionero siguiendo los ritos se convertía entonces
en “caballero”, es decir, recibía los calificativos de Abaeté “hombre verdadero”, de
Murubixaba, “jefe” y de Mocarara, “mi amigo, mi camarada o aquel que me da de comer”.
La consideración que le tenían aumentaba en proporción al número de enemigos que había
matado y así se volvía uno de los “principales”, o sea uno de los que organizaban el trabajo
de la tribu. Para una expedición militar, lo elegían como capitán. No podían volverse jefes
de tribu sino quienes tenían varias matanzas rituales en su activo.
Otros aspectos de la vida social de un individuo se hallaban afectados por la
ejecución de un prisionero. Si un joven no había matado según los ritos a uno o dos
adversarios y si no había cambiado al menos una vez el nombre que tenía desde la infancia,
le negaban a las muchachas que pedía en matrimonio “porque creen que los hijos que
engendre un Manem, o sea alguien que no apresó ningún esclavo, nunca serán un buen
fruto y serán Mebech, o sea débiles, holgazanes y temerosos”.
Las viudas se volvían a casar en principio con su cuñado o con el pariente más
cercano de su marido. El matrimonio sólo podía realizarse cuando el futuro esposo había
vengado al anterior, en caso de que este último hubiese sido muerto por los enemigos. Si su
muerte había sido natural, el pretendiente de la mano de su mujer debía traer un prisionero
para “renovar” su tumba y limpiar los bienes que hubiera dejado. Una india no podía tomar
un segundo marido sino cuando éste igualaba en bravura al primero. Si no encontraba a
alguien equivalente al difunto, permanecía viuda34.

Traducción de Silvio Mattoni

34
En el documento titulado: De algumas cousas mas notaveis do Brasil, se hallan algunas indicaciones sobre
la antropofagia ritual de los tupinamba que confirman varios de los detalles aquí transcriptos. Pero ese texto
sólo me llegó cuando las líneas precedentes se imprimían.
Reseñas

Serena Abisinia

Naturaleza del poeta, Mario Luzi, Alción, Córdoba, 2007.

Habría que tener en cuenta al abrir un libro de ensayos sobre poesía que el hecho de
volver una y otra vez sobre ella en la escritura, la reflexión, el silencio y la distancia que el
género presupone para su objeto, resulta imposible pues a cada lectura ese objeto preciado
que es el poema se escapa siempre un paso más allá. Mucho más difícil resulta entonces
poetizar la crítica siguiendo en ese paso el extravío mismo del poema o el poeta que es el
rostro de esa naturaleza sin rostro, la huella dejada por el fantasma que la dicta o la última
pérdida insustituible a la noche misma donde se lo pronunciara sin ser escuchado. Tal vez
suponer una naturaleza, una esencia, una fijeza en el cielo protector de su rapto inmóvil, no
es un gesto retrógrado o desventurado si la atención puesta a ese círculo de fuego, a esa
sombra gélida del muerto que aún habla, se acerca por momentos a la tensión misma de lo
poético que siempre es una renuncia afirmativa, o en todo caso, como señala Ricardo
Herrera, una “superación de la crítica” en todos los sentidos. Por lo que se hace necesario
aclarar que aquí, según su entender, la palabra superación –y la apuesta por sus efectos–
atiende a la negación de la actual falta de eficacia en la crítica que se guía por medio de
“sistemas de vigilancia ideológica y metodológica”, dejando así de lado que “la vida de un
poema constituye un hecho inalcanzable para la crítica” frente a lo cual “sólo el
pensamiento poético puede adentrarse en la zona donde se produce este fenómeno”. Lejos
entonces de equiparar una y otra experiencia como son la de la creación y la del
pensamiento; pero contando con la potencia de quien conoce la extraña materia con la que
trata a la una como a la otra, este libro de Luzi se presenta bajo la forma de una eficaz
lección de asombro e inteligencia.
Sería necio reducir esta muestra de la intensidad que acompaña años de paciente
escritura en su reflexión a los caprichos y los límites de una reseña. Pero no se puede dejar
de señalar que en este caso la selección ha sabido recortar figuras y temas que hacen al
deseo de dar cuenta de un mundo perdido, una tierra distante sobre la misma tierra, un reino
imaginario que se intuye y al que simplemente se trata de dar vida. En este sentido
podríamos justificar el título que se desprende de un ensayo del mismo Luzi, pues en caso
de existir esa naturaleza ésta sería resultado de la observación en los otros y no de la
confesión abierta y resuelta por la egolatría del género y su retórica. ¿Qué es entonces un
poeta? Ni más ni menos que un ser distante, pero no por esto ausente, inactivo o estéril.
Deslindando esta extraña condición, que acaso fuera trabajada por la antigüedad clásica
como celebración y luego por el romanticismo como agonía y asilo de la subjetividad, la
naturaleza del poeta es el vínculo entre su personalidad y la obra que posibilita la presencia
de esa fuerza poderosa que es la poesía; al menos de este modo, parece ser lo que Luzi ve
ahí en esa otra virtud del arte que consiste en unir vida y obra para borrar el mundo tal
como lo ignoramos o lo conocemos devolviéndolo a la forma de su origen. Como si se
tratase de dispensar virtudes a los más brillantes acercamientos a este interrogante, la
personalidad misma es resultado de la meditación encarnada en una singularidad: Keats y la
impersonalidad. Pero también, de una profunda necesidad que surge cuando la obra es más
que el nombre a quién pertenece: Virgilio y la modestia. Sólo así parece ser posible la
afirmación que nos alecciona para elogio del lector distante que se detiene en estas páginas
–al margen de las estridencias o el ridículo, cuando no siempre de la completa ignorancia–
de que esa figura que ya en Homero se hace imposible, tanto ayer como hoy “tiene
necesidad de vivir en el anonimato, allí donde se puede percibir el curso continuo de la
existencia, casi en el estado de una ley eternamente igual a sí misma.” Pero he aquí que la
abstracción de esa ley representa no sólo la práctica del verbo como acto mismo de
creación y conocimiento, sino también como experiencia absoluta, humana y vital, en la
cual, “la invención está en el interior de la naturaleza misma, casi identificada con su
movimiento y su voz.”
Pero de nada serviría lo anteriormente expuesto si sobre ese paisaje no se
proyectaran las figuras que conforman un itinerario a esa verdadera vida que como
señalara Rimbaud sólo los poetas saben que está en otra parte. Ese lugar es entonces la
unión de un nombre y una serie de experiencias que hacen a la poesía como forma y como
tema. Así el poeta también sería quien simplemente transforma la desdicha en palabras que
van más allá de la buena intención de la belleza retórica, pues son esas palabras las que
llegan a transformar la desdicha misma en una realidad personal e íntima que por alquimia
del verbo lo universaliza como quien se entrega a la fortuna de un oscuro acontecimiento.
Analizando la figura de Dante Luzi señala, como tema y circunstancia posible para leer su
Comedia, un arco que una y otra vez comunica exilio y poesía de un modo que para nada
reduce una u otra orilla de su arribo: “Donde otros, la mayor parte, caen en la impotencia y
la frustración de ‘no aprender bien ese arte’, el arte del retorno, fuese perdón o revancha,
Dante encuentra un fundamento resistente, nada frágil, para reconstruirse distinto y futuro,
incluso sin apostasías sustanciales, y adquirir estatura y luz de la reivindicada diferencia del
grupo que lo excluye.” Así el exilio como calvario sólo en el poeta de Florencia adquiere
valor de “itinerario ideal”; es más, de ser “incidente” se transmuta en “fundamento”; lo que
permitiría señalar que en su poesía, más allá de actuar como un “topos”, el exilio es
también “un logos omnipresente y actuante.” En la interpretación que Dante hace de su
propio destino como la estructura conceptual y metafísica del mundo que alcanza a todos
los hombres, las circunstancias personales se reducen ante la necesidad de dotar a esta
experiencia de una lengua que sea aquella en la cual todo el desconsuelo y toda la virtud de
lo vivido se reduzcan a ser el trasfondo político, teológico y ético con que la suma se
cristaliza y se entrega al tiempo por venir que la leerá. Parecería entonces como si Luzi
buscara señalar la desmesura de lo poético que puede, aun en tiempos aciagos, doblegar y
transformar hasta lo más vulgar y terrible en un destello elevado y celeste de la más aguda
sensibilidad.
En otro momento del libro, como si toda tradición fuese una tutela, un círculo
sagrado que ciñe lo posible, las interrogaciones de estos ensayos buscan develar qué
podemos aún hoy en ella rescatar o, en todo caso, evidenciar tras la condición actual de la
poesía que nos toca como contemporáneos y que en algún punto esconde allí su origen para
lo que leemos y sentimos en el presente. ¿A dónde llevan entonces la distancia, la
impersonalidad y la obra como trascendencia misma del arte para entregarnos acaso el
rostro de la primera forma de la nostalgia por toda edad dorada que la poesía niega y afirma
como insatisfacción y frustración? Parecería que si el poeta por medio de su obra se integra
al curso de la historia con una singularidad que lo hace único al recuperar esa misma
naturaleza, no por ello está exento de sustraerse a la misma “cerrándose en un mundo
propio” que del mismo modo le pertenece casi tanto como la intimidad negativa en la que
su existencia se hace posible. Tal vez al rostro altivo y adusto de Dante como contracara le
corresponde la mirada melancólica de Petrarca que, confeso de su destino, es la figura que
emprende otra forma del exilio. Pero en este caso es el arte quien al traer para sí todas las
posibilidades de la literatura tras los muros de la plaza termina por definir un “universo
personal” donde leemos al trasluz las derivaciones metafóricas de una consabida torre de
marfil, una práctica de la religiosidad formal, un esteticismo extremo y en su punto más
alto tras el ocultamiento o el hermetismo donde se efectúa el disparo que, finalmente, hiere
al lenguaje para transformar cualquier posibilidad universal de la poesía en frustración de la
sensibilidad individual. Para quienes crean que el inventor del desconsuelo tras los pasos de
un nombre amado –que por cierto tiene más rasgos de fantasma que de criatura– es una
figura prestigiosa pero sustraída a cualquier posibilidad de ser cierta y próxima a nuestros
días, estas palabras acaso los contradigan en todo: “Aun cuando no lo confiesa, la cultura
moderna le debe tanto sus motivos de exaltación como de insaciabilidad. Petrarca inaugura,
en efecto, la paradoja del artista occidental moderno que establece con el mundo relaciones
en un único sentido, arrogándose el derecho de regularlas según su criterio egocéntrico y, al
mismo tiempo, de volcar sobre el mundo el precio de su fundamental insatisfacción.”
Pero nuevamente estas figuras y estos temas de nada servirían si por detrás de ellos,
en esta cuidada selección, no apareciese esa incógnita por la naturaleza misma de la
creación poética entendida como “la doble caída de nacimiento y muerte, de placer y
dolor” en la que aún, siguiendo a Novalis, Luzi ve el poder de una manifestación que aspira
a develar lo real absoluto. Abordando el terreno de la filosofía de la composición, las
paradojas estéticas y los justificativos que avalan la necesidad de una poética, sus
observaciones sobre lo que escapa a estas disciplinas –siendo el centro y el diámetro mismo
de sus esferas intelectuales– son sin duda admirables. Ahí esta entonces la réplica a la
oscuridad manifiesta en eso que se denomina la anterioridad del lenguaje presente en la
creación poética bajo la designación de un “estado poético anterior a las palabras”; pero que
también es, al mismo tiempo, el elogio de su particularidad como iniciativa para pensar ese
acto de designación que excede el estado de cultura desde el fondo mismo de la naturaleza:
“Pero el problema está todo aquí: por qué la palabra, en un determinado momento, en un
cierto individuo, asume el deber de significar yendo más allá de su normal uso
comunicativo.” Llegar al extremo mismo de esta interrogación es en gran parte su respuesta
más satisfactoria. Vale aclarar aquí que estemos de acuerdo o no con lo expuesto en estos
ensayos, no hay tal vez una sola frase que no movilice nuestra aceptación o nuestro
rechazo, pues también acaso ese es el objetivo de una reflexión que en su ejercicio busca
trascenderse como tal. Entendiendo por ejemplo la creación poética como una relación
vida-muerte, Luzi al margen de la aceptación y la obsecuencia moderna para con ciertos
temas, desliza juicios sustentados en figuras trasparentes que le permiten de momento
convencernos sobre la validez de sus argumentos. Equiparar así los procesos creativos de la
vanguardia a la nimiedad de la focalización en la apuesta por lo nuevo que nada dice sobre
la totalidad del universo de la partida, es sin lugar a dudas una distinción de la atención con
la cual se tensionan ciertos lugares comunes: “Desde esta perspectiva la vanguardia es una
pantomima de la creación poética: la lleva a escena, la publicita, y, quiérase o no, la
ridiculiza.”
Tal vez como el voluminoso Vida de los poetas ingleses de Samuel Johnson que
despertó la furia de los seguidores de Milton, o como el no menos asertivo y atemporal
Funciones de la Poesía y Funciones de la Crítica con el cual Eliot construyó su catedral de
elevación sacra, del mismo modo los ensayos de Luzi en este libro se plantean como una
interrogación constante que nos permite acercarnos a un territorio sin parámetros ni formas
fijas o estables en la falsa virtud de un método que empobrezca el misterio aún presente de
la poesía. Hay una última observación que quizás convencerá al lector para que se demore
en estas páginas. Allí donde el ritmo parece detenerse en un punto sin retorno, allí donde
todo posibilita volver a leer y volver a pensar como si se tratara de un viaje celeste, está,
como un diamante, la escritura de Mario Luzi cual Espejo de cielos luminosos.

Carlos Surghi
Viajes en trenes de juguete

Las cuatro estaciones, Arturo Carrera, Editorial Mansalva, Buenos Aires, 2008.

Según Stevenson, el mundo donde juegan los niños nunca es el mismo que el de los
adultos, y aunque permanezcan ambos en el mismo sitio será siempre como si estuvieran en
lugares distintos: “como un pintor y un viajante de comercio, que aunque visiten la misma
región se mueven sin embargo en diferentes mundos”. Así el adulto que regresa a algún
lugar donde transcurrió su infancia lo encuentra no sólo cambiado por el transcurso del
tiempo sino también distinto en proporciones y en formas, casi extraño, tal vez una simple
copia de un lugar conocido pero difícil de reconocer.
El último libro de Arturo Carrera busca el misterioso lugar donde ambos mundos
simulan encontrarse y señala, como en un mapa que indicaría el lugar del tesoro oculto, o el
de la desaparición de una tierra fantástica, la imposibilidad del encuentro y el olvido que
ilumina la poesía.
La imagen del mapa no es metafórica en este libro. Testimonio de esto es el mapa
negativizado que aparece en la tapa y que anticipa las cuatro secciones donde se detendrán
los poemas. Estos dibujan el recorrido de un niño por cuatro estaciones del ferrocarril. El
viaje se vuelve cíclico en tanto que cada parada del tren coincide con una de las cuatro
estaciones del año. Así el viaje periódico del niño, temporal y espacial, por las cuatro
estaciones aparece como el recorrido que determina el lugar de la infancia, lugar de una
cierta eternidad, ineludible y recurrente para la poesía.
Pero el mapa de Carrera, como nos dice Deleuze, no marca sólo un recorrido por un
trayecto determinado, sino que es también aquel que se dibuja a partir de las intensidades
afectivas del que lo recorre. Así cada punto del mapa parecería desmentir, sobre una teoría
del deseo, la evidencia del tiempo y del espacio instaurando la incertidumbre del niño y del
poema, porque ¿es posible volver a esos puntos intensivos donde se detienen las
sensaciones del infante? “Cada viaje desenterraba apenas/ algo que ya se olvidaba”, dice
Carrera, y aquello que se olvida, intenta un regreso, vuelve ahora como una presencia
fantasmal que se esconde en las palabras. En ellas la apariencia y la verdad juegan con
máscaras hasta confundir del todo y dejar sólo la estela del deseo. El deseo que busca en el
recuerdo del poeta de nuevo emprender el viaje en sulky con el padre en primavera desde la
estación de Lartigau hasta el campo colmado del misterio de los hombres y del de la
naturaleza, misterio intuido pero oculto entre las imágenes de ese viaje que concurren a la
memoria y que en el poema son el desafío de toda historicidad. Porque la infancia
escondida en el relato personal es –como nos dice el mismo Carrera– la infancia de un
mundo, de un mundo conquistado por el recorrido de los trenes, pero también de un mundo
olvidado.
Cada sección del libro se presenta con los datos geográficos que describen el ahora
incierto lugar donde alguna vez el ferrocarril se detenía y con la intensidad del dibujo
infantil delineaba la estación, las casitas, la escuela y los pequeños hombrecitos felices en
sus faenas cotidianas. Esa misteriosa felicidad cotidiana que se ocultaba en el mapa del
adulto, reducida allí a un punto intenso con un nombre, también se oculta en el poema que
vuelve al mundo de la infancia para encontrar la infancia del mundo. Porque ese mundo es
también aquel mundo dibujado y presentido por las vías en miniatura dispuestas para el
trencito que en las manos del niño propicia el deseo, lo único que persiste de una historia
sin huellas ni rastros. En el poema Quiñihual leemos:

Aquí tampoco hay nadie.

Es como un rastro que el rastreador dibujara,


el vestigio de un cuento que no supimos comprender
y que ahora es nuestra biografía.

Un rancho de adobe y paja,


Y juguetes agrarios.
Y palas y tractores y magnetos de miniatura,
y utensilios para vestir caballos y para hacer de su
eficacia
un efímero don, una travesía que nunca
compartiremos
más que dentro de un sueño.

El deseo que guía el juego del niño vuelve como sueño en el adulto, que sin saber
guarda el germen de un poema en el ritmo impreso que el tren dejara en el sueño del niño
dormido en la noche del viaje. Muchas veces sueño y vigilia se confunden en el niño y la
llegada a la estación, a esa hora incierta en que no es ya de noche ni todavía de día, parece
la llegada a un mundo extraño, mundo que no es ni de la infancia ni de los adultos. Mundo
que titila en mapa y que oscurece la certera brújula. ¿Será ese el mundo donde espera
poema?

Si algunas veces fue todavía de noche,


la llegada titilaba en el farol del guarda del ferrocarril,
en los silbatos rojo y verde
discontinuos,
que aseguraban la aglomeración de
unos “ritmos” en mi memoria:

estación o morada de arribo


donde un éxtasis fugitivo insistía en tomarnos
de los hombros como un ángel

Las cuatro estaciones de Carrera en su confirmación histórica y geográfica


certifican el lugar sin tiempo y sin espacio donde un ritmo lejano nos envuelve. Poder estar
allí, permanecer en el éxtasis del ritmo puro tal vez sea el deseo que pide el niño cuando el
tren se aleja.

Cecilia Pacella
Escuchando la música del mundo
Prosas, Hugo Gola, Alción Editora, Córdoba, 2007.

Que la poesía es un compromiso que el poeta asume en cada aspecto de su


existencia, es lo que parece querer dejar en claro Hugo Gola, ya en la primera página de su
libro Prosas. Tomando como punto de partida una breve anécdota que involucra a Seferis y
a Eliot señala que “la vida que uno haga puede tener una influencia decisiva en la poesía
que uno escriba”. El poeta, para Hugo Gola, es aquel que esta dispuesto a “escuchar la
música del mundo”, el que dispone el corazón para la recepción atenta de la palabra que
nombra las cosas y las convoca.
Con estas breves palabras recibe Hugo Gola a sus lectores. Con el gesto del amigo
hospitalario que nos recibe en su casa, nos abre, en las cordiales páginas de Prosas, un
mundo que está hecho de certezas que le vienen de una sabiduría consolidada a través de
largos años de labor constante y firme con la poesía. Toda una vida dedicada al trabajo
poético (como poeta, como editor y promotor del trabajo poético de los otros, en el que
tantas veces se reconoce) transita las páginas de este singular libro en el que la reflexión,
desarrollada o breve (por momentos aforística) la anécdota y el recuerdo, rescatados por la
serena sabiduría del maestro, toman la forma de esta obra que se distancia prudentemente
de la teoría y del rigor académico para instalarse allí donde la poesía se siente más a gusto:
en la intimidad de la lectura custodiada por el encuentro deseado, por la proximidad súbita
del reconocimiento.
Si en la entrada nos recibe la advertencia por la estrecha relación entre obra y vida
(idea que irá desplegando en diferentes planos y nombres célebres de la poesía a lo largo
del libro), las diversas estancias en las que nos espera serán otros tantos temas
fundamentales de su reflexión en torno al fenómeno poético, los mismos que ocupan
también en su poesía una situación principal: el comienzo del poema como energía original
de su decir, el impulso incondicionado de la creación artística, la confianza en el nombrar
de lo que está permanentemente entregándose, y también el rigor del trabajo que exige la
completa entrega, la fidelidad a los sentidos antes que a las ideas, el tránsito de la
experiencia hacia la escritura con sus pérdidas y sus hallazgos, sus sinsabores y sus
aciertos. Cada breve texto es un pasaje hacia uno de estos habitáculos de la reflexión
poética en los que el arrebato de la experiencia juvenil de la escritura da paso al saber
calmo de los años que esperan pacientes aquello que llega sin apremios ni alardes porque es
esencialmente un don.
Entre estos dos grandes pilares se construyen, entonces, casi todas las reflexiones de
Prosas: por un lado el acontecer del poema mismo (su intensidad, su imposibilidad, su
pasión y su retiro; en suma, la singularidad inalienable de la palabra poética) y, por otro, el
compromiso indispensable de la entrega al trabajo poético, la conciencia de esa labor que se
asume como cuidado extremo en la elaboración del verso, necesario para que algo como un
mundo pueda acontecer en la fragilidad sublime del poema. La poesía para Gola involucra
todos los aspectos vitales del poeta, y la fidelidad del cuerpo que reclama para la poesía no
es la intensidad pasional que se enciende con los saltos del espíritu sino la asistencia gozosa
de la materia viviente a los llamamientos sutiles de la palabra: “si el poeta no dispusiera del
lenguaje para escribir sus poemas, igualmente encontraría la forma de ser fiel a aquella
perturbación que es anterior a la palabra. Su fidelidad encontraría su expresión en gestos, en
gritos, en movimientos de su cuerpo, en silencios.”
Que el compromiso (labor perseverante de asistencia silenciosa) no desmiente la
pasión como impulso (como movimiento súbito y excepcional de la creación estética) es
uno de los puntos de inflexión en los que las meditaciones de Prosas se complejizan y se
condensan. La pasión y el compromiso, para Gola, no se contradicen en la experiencia
poética.
Como poeta, Gola es un vital entusiasta de la palabra. Su poesía rebosa de fe en el
decir que inaugura el poema; decir que, en su materialidad, nos acerca las cosas
desnudando al pensamiento de las trampas del discurso, de los meros ardides de la
inteligencia lingüística. Su poesía, y Prosas lo confirma cuando se explaya en la reflexión
sobre el poeta y su trabajo, se hace en el compromiso que se asume no en la espera del
elogio de los méritos, sino en el gesto generoso de la entrega: su pasión sostiene la fe en el
impulso como inspiración, como advenimiento. El poeta es entonces el que asiste a la
espera sosegada del poema y no el que somete al lenguaje a una quirúrgica estrategia de
voluntad y premeditación del sentido.
En la secreta intimidad del diálogo, en la apertura de las palabras que se reciben
como un don de sabiduría, Prosas es una ganancia, no de vanidad y ambición de
reconocimiento, sino de la madura templanza del que ha experimentado lo suficiente y con
la suficiente intensidad el compromiso ético con la poesía como decir original del hombre.
La recepción del poema, en la lectura (la suya propia o la de sus convidados) o en la
pasión confesa del poeta que aguarda el impulso, es la estancia favorita del anfitrión en la
que nos ofrece el mejor de sus manjares. Su lectura de los poetas como pensadores, la
lectura de los poetas por otros poetas, se hace en un vigoroso diálogo que se comparte y se
disfruta como el vino que se reparten los amigos. La profusión de voces que congrega,
como las de William Carlos Williams, Celan, Kavafis, Eliot, Maldelstam, Cioran, Buber y
Gombrowicz, entre muchos otros, es el motivo propicio del banquete que se celebra en
torno a la poesía.
La presencia del maestro indiscutido de Gola, Juan L. Ortiz, sobrevuela
sigilosamente las páginas de Prosas en la imagen del poeta que reúne todas las virtudes que
admira: la atención, el fervor y la entrega; la pasión serena sólo asequible en la sabiduría
del que espera la llegada del poema, no como arrebato de lo que se instala para siempre en
el origen sino como elaboración paciente de la que se responsabiliza el artista. Un poeta
como Ortiz procede por fidelidad, es decir, no forzando las formas del verso sino
ofreciendo sus preguntas discretas a la maravilla de lo que acontece.
La materialidad del poema como presencia y el poema como tema del poema son
también preocupaciones fundamentales hacia las que Gola dirige su pensamiento. Nos
acercamos aquí a un aspecto central de los hilos que tejen la concisa trama de Prosas: el
problema en torno a la representación que supone, principalmente, una actitud de dejación
del sujeto en su relación de dominio con el objeto. En la poesía de Gola se establece una
particular correspondencia con el objeto poético que será, entonces, el poema mismo, será
“la cosa” del poema.
En el ensayo, el autor asume los derroteros de una escritura afín a la de toda su obra
poética en la pronunciación de una ética que compromete al arte como el hacer minucioso
de la vida en una convicción, en una fe: determinación de la voluntad que se entrega a la
dicha clara de creer. Esta incredulidad suspendida con la que Gola salía a nuestro
encuentro, es un acto de fe poética que él mismo hace en cada poema, en la paciente y
arriesgada renuncia al sentido como materia significante.
Cuando la reflexión en torno a la experiencia poética roza los dominios de la
filosofía es para dar cuenta de aquella cercanía que es también una forma de distancia. La
emoción poética es ajena a ciertos procedimientos del pensar como, de igual manera, la
filosofía es ajena a otros tantos usos del lenguaje: ímpetus de la lengua que se hacen en la
pasión del decir, en la materialidad del habla que, como sonido, se antepone a la gravedad
del sentido. Gola nos advierte que “el poema se aleja del pensamiento abstracto, aunque
aborda temas de tanta profundidad como la filosofía, más lo hace con levedad, en una
lengua común, mediante la insinuación, la oscilación, el hallazgo, el tanteo, apegándose
sutilmente a las cosas y a los hechos”.
La poesía es una sabiduría que se piensa a sí misma desde la modestia de lo que se
retira feliz ante el silencio, ante ese “ruido original” del poema que es en sí mismo perfecto;
la pretensión de asignarle un significado externo sólo puede entorpecer la posibilidad del
poema. Como poeta, Gola asume la responsabilidad de un decir de pureza extrema, pero
este compromiso no es un gravamen sino que se convierte en la felicidad que lo libera.
Como hace casi cuarenta años, en su prólogo a la primera edición de En el aura del sauce,
sigue sosteniendo en cada página de Prosas, con fe inalterable, que “sólo libera el
tratamiento poético con la palabra; lo demás sigue siendo esclavitud”.

Adriana Canseco
Ocasión y sustancia

La mafia rusa, Daniel Link, Emecé, Buenos Aires, 2008.

Quizás haya un hecho que recalca el fin de la alta literatura en este libro de Daniel
Link. Y no se trata de su tono ni de la posible mezcla de lo autobiográfico con lo literario
que provendría de esas ficciones etéreas que se denominan “blogs”. Todo lo contrario, sus
frases son mesuradas, concisas, ingeniosas. No escamotean imágenes, connotaciones ni
narratividades. Pero lo que pone en crisis la idea de literatura en los textos de La mafia rusa
es que son escritos vinculados a cierta contingencia. Al final del libro, una lista señala las
revistas, sitios web, diarios donde aparecieron. Incluso uno de los relatos –llamémoslos así–
más heterogéneo del conjunto, que se titula “Parpadeos”, juega con la situación del encargo
literario sobre un tema, la pereza, que el protagonista sufre al mismo tiempo que lo analiza.
Menos notoriamente, los demás escritos parecen responder a esa lógica del pedido, de la
demanda de la ocasión. Ya no se plantea pues la inquietud moderna que anhela la obra, el
libro que modificaría todo lo leído antes, sino una especie de mensaje pulsátil, que late
desde lo singular de alguien que escribe, que existe en el presente y no pide morir en la
tristeza de la biblioteca entre los muertos célebres.
Por otro lado, la mayoría de los relatos del libro se inscriben en dos modalidades de
la ficción autobiográfica: el diario de viaje y la rememoración. En ambos casos, lo que se
registra y lo que se recuerda participan de la anécdota, constituyen un caso o una parte de
un caso que la lucidez del narrador ofrece a la vez como ejemplo y como excepción.
Recordemos que “anécdota”, en griego, quería decir “cosas inéditas”. La infancia de clase
media empobrecida o los episodios europeos pueden pasarle a cualquiera, estar en el pasado
de cualquiera. Y sin embargo, la forma en que retornan a la memoria del escritor sólo puede
corresponder a un ser. En el libro, aunque por momentos podamos confundirlo con el autor
y más aún si supiéramos algunos datos de su vida, el protagonista de viajes y
rememoraciones se llama Manuel Spitz, nombre que rima con la firma justamente para
señalar la resonancia de lo semejante entre ficción y biografía, pero también la infinita
distancia de esas expresiones paralelas. Como el pensamiento y la extensión, únicos
atributos de la sustancia única de Spinoza, la literatura y la vida se comunican sin tocarse
nunca. Pienso en el Marcel de la escritura de Proust y su eco en el “marcelismo” de los
lectores que no dejan de coleccionar los retazos de una vida aligerada de casi todo su peso
por la fuerza de la obra.
Link, que ha firmado antes de la forma del libro casi todos estos textos, plantea esa
oscilación entre dos órdenes sin la cual ninguna literatura supera el simple juego. Aunque
también hace surgir en su estilo un tercer orden, el de la reflexión, algo que en otro sistema
puede llamarse ironía. Entre el chico pobre y enfermizo refugiado en la literatura que
siempre se evade de la insoportable, inexorable cuestión social, y el viajero cosmopolita y
cuasi-esteta que investiga los resquicios de una falsa reconstrucción cultural en Berlín o
disfruta de las mieles acerbas de las residencias de artista, parece haber un hiato insalvable.
Tanto que hasta cierto punto el libro promete dos novelas en germen: por un lado, la
formación del escritor, desde el barro del barrio cordobés hasta el brillo laminado de la
publicación de lo escrito; y por el otro, la crítica novelada del presente, el carácter
disfuncional y esencialmente patológico del mundo global, momento en que incluso La
mafia rusa puede arriesgarse a tocar las cuerdas de la teoría conspirativa o de la tecno-
ficción. No obstante, poco a poco, la ironía de las diferencias entre los textos termina
siendo su elemento cohesivo. Como ya dije, esa cohesión es obra del estilo, que puede
descomponer la placa metálica aciaga de una traición a los ocho años, que recuerda la
acción resentida de aceptar un destino de clase media en la narrativa de Arlt, y torcer esa
opacidad hasta convertirla en un prisma iluminador, como de acero cromado. En una de sus
caras entonces, está la descripción sociológica, forma desnuda de un sufrimiento que se
describe así: “Como me sentía, comparativamente, muy pobre –el colegio quedaba en
Argüello, mis compañeros de aula vivían en el Cerro de las Rosas o en Alta Córdoba, yo
vivía en un barrio obrero: Barrio Talleres (O)–, no desperdiciaba ocasión para hacer gala de
mis tesoros.” Y en otra cara del prisma, desde la autoconciencia ganada por el dolor y los
años, la sentencia, la transformación del estado social en sentimiento: “Sabía que me había
convertido en un perverso dialéctico, o en un canalla, qué más da. Sabía que, a partir de
entonces, la infancia sólo me habitaría como el otro que ya no podría ser, un moriturum, un
muerto vivo, un pequeño príncipe perdido en un laberinto de espejos que parecen asteroides
distantes.” Y este yo perdido, solitario aun en la amistad y el amor, ¿no es acaso el sujeto de
los viajes, que registra hasta su más profunda inacción porque no puede atravesar la vida
extensa sin el pensamiento intenso? Las palabras, el habla íntima y la firma pública, serían
por lo tanto ese tercer orden, ni atributo ni sustancia, que puede mitigar, u olvidar quizás, la
escisión originaria.
El carácter encargado de los escritos parece reafirmar la frase con que el narrador
recuerda al niño que fue, a la manera de un lema que diría: no desperdiciar la ocasión para
hacer gala del pequeño, casi inexistente tesoro que se tiene. O sea: no dejar pasar la
oportunidad de escribir, de inscribirse en lo escrito aun cuando no haya nada que decir. Y
ese lema está debajo de un emblema o de varios: el adulto que exprime el tubo de dentífrico
con una manía que viene de un linaje pobre; el que atesora un culto kitsch por la emperatriz
Sissi, que uniría a los plebeyos de allá con los de acá, el pasado y el presente, el imperio
austrohúngaro y el peronismo; el escritor perdido en el aeropuerto, que pierde la memoria;
el que sueña con otra vida; la araña que deja flotar en el aire su hilo para empezar una tela
encabalgada en el viento de la ocasión. “Como la araña –escribe Link–, dejo volar al viento
un hilo brillante de imaginación, a ver con qué se encuentra.”
En este sentido, aunque los tañidos de la resonancia biográfica de La mafia rusa
parezcan interpretar la música de la sonata proustiana, no se trata de lo mismo. La obra no
es necesaria, ni absoluta. No absorbe la savia de la vida hasta dejarla seca. No procura
eternizar lo contingente, sino más bien darle la fuerza irónica de lo ocasional a una destreza
en el estilo y a un destino particular. Hacer gala del estilo, aunque no haya más pretexto que
la ocasión, que siempre se agarra de los pelos porque su esencia es la huida, sería como
vestirse con ropa de fiesta, algo que puede desembocar en la felicidad pero sólo en el
presente. No se escribe para recobrar el tiempo, sino sobre su pérdida, para perderlo sin
objeto. “Cuando escribo –dice un personaje aquí–, escarbo hasta el más ínfimo átomo de
nada.” Y desde Guillermo de Aquitania, creemos saber que escribir sobre nada es apegarse
al ritmo de las palabras, y que esa escritura que no dice nada constituye el armazón de lo
que llamamos literatura. Hace mil años, Guillermo cantó:

Haré un poema de la pura nada:


que no hablará de mi ni de otra gente,
no celebrará amor ni juventud
ni cosa alguna,
sino que fue compuesto durmiendo
sobre un caballo.

En un avión, en un tren urbano de Berlín, en el fetichismo que retrocede hacia su origen


infantil, Link hace cabalgar su propio ritmo, que a la vez se frena en el fragmento, el
recorte, para pensarse y avanzar de nuevo. Como si este libro no dejara de preguntar:
¿quién habla en la escritura? O bien: ¿hay un cuerpo detrás de las palabras o es sólo la
ilusión de la deíxis? El escritor perdido del relato titulado “Accidente cerebrovascular”
responde: “No soy yo. No es yo.” Pero el analista de la memoria sufriente repite: “Yo fui un
niño de ocho años”, “Yo fui pobre”, mientras sueña con algo indeterminado, tan improbable
como promisorio y que sería “La vida futura”.
Perder o encontrar el cuerpo con las palabras son acciones similares porque ambas
indican la distancia que nos separa del lenguaje y que nos hizo ser; pueden desembocar en
la misma anestesia, algo que me gustaría llamar una estética del olvido de sí. El yo se
abisma entonces en el niño perdido, o en el deseo que asedia el ocio meridiano del escritor,
o en ese tren fantasma de las sensaciones que desarticula las frases y que suele presentarse
como mundo. Por lo tanto, el yo se fragmenta, se deposita en los intervalos donde cede el
piso gomoso, viscoso de la comunicación. La conciencia lúcida que analiza su propio
registro y las ficciones de su memoria, los encubrimientos y selecciones del afecto, luego
de profundizar su propia dialéctica, se hunde en el dichoso naufragio del cuerpo. Como un
San Sebastián delirante, mártir y emblema del goce, que Link describe en el más insólito de
los viajes que cuenta, el cuerpo, atravesado por las palabras flechas, se descubre en los
intervalos, en el desplazamiento erotizado del sentido. Quizás por eso, a fin de cuentas, La
mafia rusa podría ser una forma de la novela que no se resigna al ya tedioso punto de vista
único, que se hace de fragmentos ocasionales, diversos, unidos por un estilo. La buena
conciencia literaria que imponía unidad en la obra, esa utopía que desconocía la doble
articulación vacía del lenguaje, se disuelve para que florezca la impresión del cuerpo. Algo
que en realidad retorna y fue siempre el lugar físico de las letras: la pequeña herida que se
hace pública. Y porque las palabras no nos pertenecen puede Link anotar su impresión
lírica en el personaje que habla así: “Emito, lo siento, bisbiseos que no comprendo del todo,
radiante. Miro el cielo, creo estar mirando el cielo, pero es el cielo quien, como el ojo de
Silesius, me mira con tal intensidad que con sólo esa flecha envenenada de visión recíproca
entiendo que me ordena cosas. ¿Qué hago con mi cuerpo? ¿Qué le pasa a mi cuerpo?
¿Quién está en mi cuerpo? Hago cosas con mi cuerpo que no sé qué son, qué significan.
Pero sé quién manda hacerlas, y las hago.” Es un mandato que viene desde el fondo de lo
olvidado o de lo inmemorial, desde la edad de los imperios que se sueñan en la infancia.
Mientras en el presente en que se escribe, ese cuerpo, acosado alternadamente por la
inacción y el deber, recibe una mirada desde aquel cielo donde se perdió un pequeño
príncipe congelado ante el espejo. Pero su pobreza se ha vuelto noble; la anestesia
desinteresada dedica ahora las ocasiones de escribir a la claridad, la ausencia intensa y el
rapto que hace leer.

Silvio Mattoni
Movimientos subterráneos
Vísperas, Antonio Oviedo, Ferreyra editor, Córdoba, 2008.

Cuando alguien empieza a comentar un libro en primera persona es una señal


inequívoca de que vamos a compartir las vagas impresiones de un lector que no supo salir
de sí mismo. No podría, sin embargo, referirme a Vísperas, de Antonio Oviedo, sin
confesar la extraña sensación o la sensación de extrañeza que me genera vivir a cinco
cuadras del edificio roto. Es un edificio abandonado que se encuentra justo en el vértice que
forman, en la orilla izquierda del río Suquía, el puente Antártida y la Costanera, a unos 30
metros de la avenida Las Heras y frente a un extremo del parque del mismo nombre. Estas
precisiones documentales imponen una distancia variable con el edificio que aparece
mencionado en la primera página de Vísperas y que vuelve a aparecer de manera
intermitente y obsesiva desde el principio hasta el final del relato. Con todo el derecho
literario que le asiste, Oviedo introduce algunas modificaciones arquitectónicas, sólo
perceptibles para quien haya observado con cierta atención la variante real del edificio. De
modo que por escasas que sean esas diferencias, no sería exacto afirmar que el edificio de
Vísperas es el mismo edificio que se encuentra a cinco cuadras de mi casa. Y sin embargo
no puede ser otro. Aquello que los separa también los identifica. Entre uno y otro se
establece una relación que por pertenecer tan profundamente al lenguaje a la vez se sustrae
de él, se escapa, sale afuera, y sólo por dotarse de una dimensión adicional tiene la
capacidad de corporizarse, o mejor, de edificarse sobre esa línea de puntos, límite o umbral,
donde resulta imposible reconocer de qué lado está la literatura y de que lado la realidad.
Un componente tipográfico viene a añadir una levísima pátina de sutileza a esta relación
entre ladrillos y palabras. La expresión edificio roto siempre aparece escrita en itálicas en la
novela, y esa leve inclinación de las letras parece generar una vibración interna, como si la
superficie de la página registrara allí los ecos de un sismo que se ha producido en una
ilusoria profundidad geológica del texto. Ese carácter inestable que los caracteres en
cursiva le imprimen al edificio se confirma en las abundantes descripciones del estado
precario de la construcción. Si fue abandonado por sus inquilinos y propietarios es porque
no está en condiciones de ser habitado por nadie, aunque como la novela se encarga de
subrayar en una frase que figura incluso como epígrafe: “Es definitivamente inhabitable…
no porque se vaya a caer. El problema es otro, es la amenaza de que esa posibilidad podría
llegar a ocurrir…”. Esa especie de oráculo pronunciado por un empleado de la Dirección de
Arquitectura de la Municipalidad es escuchado por Camargo, el personaje principal de
Vísperas, quien ocupa uno de los departamentos del edificio, y vive allí solo, como un
refugiado o un indigente, por razones que la novela no revela, pero que evidentemente no
están vinculadas a su situación económica o a su clase social. ¿Quién es Camargo? ¿Por
qué vive en esas condiciones? ¿Hay algo roto en él como en el edificio?
Si una cosa ha demostrado Antonio Oviedo en la docena de libros que ya publicó
desde mediados de la década de 1970 hasta el presente es que un personaje no puede
reducirse a lo que la sociología llama un actor social. Lo que afecta o determina la conducta
de Camargo son leyes tan misteriosas o tan evanescentes que no le caben otro calificativo
más que literarias. Como los anillos de humo que dibuja en el aire en la primera frase de la
nouvelle, el destino de Camargo es distorsionarse y desvanecerse en contacto con un
mundo que siempre le llega en forma de fragmentos aislados: una mancha en el techo, una
conversación incompleta, una fisura en la pared, un par de medias femeninas colgadas en el
baño… Al igual que todos los personajes de Oviedo, Camargo tal vez no profese ninguna
religión, pero obedece a un dios, un dios que descubrió Flaubert y que predicó Nabokov, el
dios de los detalles. Tal vez sin saber nada de literatura o sabiendo muy poco, su conciencia
no deja de ser extremadamente literaria, no por estar pendiente del orden de los detalles,
sino por ser captada por ellos, absorbida, como si la percepción tuviera esa propiedad
adherente que muestran algunas criaturas parasitarias del reino animal o vegetal. Me
gustaría enumerar la larga serie de detalles que al mismo tiempo que interrumpen parecen
impulsar el relato de Oviedo en una dirección imprevista en el párrafo anterior. Pero voy a
seleccionar sólo una de estas imágenes pregnantes: “A través del vidrio se recortaban las
macizas piernas de la enfermera, la piel muy blanca contrastaba con el negro de una ceñida
pollera. Las medias, a su vez, emitían un brillo opaco que no atenuaba la blancura de la
piel. Al cruzarlas, la pollera se tensaba y el empeine del pie apoyado en el piso se curvaba y
mostraba una vena bifurcada en el tobillo. Con la imagen de la vena en la retina, caminó
cerca de una cuadra y media hasta la verdulería”. Son tan frecuentes estas concentradas
distracciones del protagonista que no sería incorrecto decir que Vísperas es una sucesión o
una acumulación de momentos de fuga. La trama se desteje en esas descripciones breves
aunque minuciosas de gestos, objetos, acciones o situaciones apenas conectadas entre sí por
la atención fluctuante de Camargo. Los recorridos del personaje por la ciudad se vuelven
erráticos no porque no sepa adónde se dirige sino porque son interceptados por otros
recorridos también incompletos.
Esos cruces producen ruidos, interferencias, desvíos, distorsiones, pero a la vez,
como cuando una frecuencia desconocida es captada por una radio, de pronto, y por unos
instantes es posible escuchar voces extrañas, rumores misteriosos, relatos que llegan desde
otros lugares y otras épocas, y que en el caso de Vísperas esbozan en el relieve de las
palabras las fugaces anécdotas de escritores, Lawrence Durrell, Enrique Revol o Jorge
Baron Biza, traídos al presente de la historia por las voces de narradores secundarios, como
Montes o Slater, ya conocidos por los lectores de Oviedo, quienes irrumpen desde la
sombras para emitir sus mensajes, sibilinos por exceso o por carencia de significado, y
después vuelven a oscurecerse, a la espera tal vez de una próxima oportunidad en un relato
futuro.
“Movimientos subterráneos” podría ser un título alternativo para esta historia que
junto con las anteriores Intervalos, Restos y Trayectos componen la Tetralogía de la Ciudad,
una ciudad que, así como el edificio roto no termina de corresponder al edificio que se
encuentra a cinco cuadras de mi casa, no debería ser asimilada a Córdoba sin reconocer al
mismo tiempo que no puede ser otra ciudad más que Córdoba, aunque se evite su nombre
propio. Hay una escena, ubicada casi en el centro del libro, en la que se cuenta cómo
Camargo baja al sótano del edificio roto para explorarlo a la luz de dos velas. Antes debe
voltear la puerta del sótano con un trozo de hierro que arranca de la escalera de la terraza.
Camargo baja con precaución por las escaleras que en determinado nivel se hunden en el
agua, todo está oscuro a su alrededor, y algunas ratas huyen sorprendidas cuando perciben
su presencia. Lo único que alcanza a ver en el extremo opuesto de donde se encuentra es
“una forma combada que sobresalía más de medio metro por encima del nivel del agua. Era
muy difícil determinar si del bulto surgía algún movimiento o sólo se trataba de un efecto
producido por las llamas de las velas agitadas intermitentemente por el aire”. Esa presencia
fantasmagórica se proyectará en las dos direcciones de la novela, hacia las páginas que
faltan, pero también, y este efecto resulta más inquietante, hacia las páginas que quedaron
atrás. Movimientos subterráneos de la historia, entonces, que se reflejan en movimientos
subtextuales de la narración, y que la muestran como una superficie recorrida por súbitas
crispaciones y estremecimientos, en la forma de un finísimo velo de naturaleza casi
epitelial, por lo sensible, donde se trasluce, no una red de venas, nervios o arterias, sino una
especie de irrigación luminosa negativa, una metástasis literaria, de la que ese bulto
semitransparente que palpita en el centro de Vísperas es como su manifestación orgánica,
una criatura de los desechos, una divinidad monstruosa con aspecto de medusa gigante. Tal
vez la frase más adecuada para describir esta vida sumergida de la trama se encuentra al
principio de Intervalos, el primer relato de la tetralogía de la ciudad. Allí se lee:
“Dominando de manera sistemática el argumento, un aura de pesadilla parece además
filtrarse por todos los intersticios menos visibles”. Un aura de pesadilla. No podría definirse
con otras palabras esa súbita sensación de peligro que por momentos invade a los
personajes o a las situaciones y los pone en un estado de alarma tan inexplicable que debe
disiparse inmediatamente para que las cosas no se desvíen en la dirección definitiva del
caos o la locura.
Me gusta pensar, sin embargo, que el arte narrativo de Oviedo se condensa menos
en esas invenciones tan delicadas como espeluznantes que en su manera singular de detener
de pronto el flujo de un párrafo para enfocarse en una palabra o una expresión específicas,
apartándolas así de la corriente del relato impersonal y deslizándolas hacia la conciencia de
un personaje, donde parecen quedar en suspenso, entre paréntesis, fuera de la libre
circulación del sentido. Es un tropo que todavía carece de nombre, si no me traicionan mis
conocimientos parciales de retórica, y que aquí consigno con una cita final: “El río, si los
ojos no se concentraban en otra cosa que en la correntada, parecía haber vuelto a épocas
muy lejanas, hasta inmemoriales, en las cuales la ausencia de los humanos no perturbaba el
orden natural. Esta última expresión le sonó a Camargo como algo muy próximo. A lo
mejor por el simple hecho de haberla pensado de ese modo. Dos palabras que sólo muy
brevemente podían encajar una en la otra. Orden natural. Ambas, sin embargo, se escindían
pues la naturaleza era, en lo fundamental, desorden// Desorden para quienes no tenían otra
forma más adecuada de llamarlo”.

Carlos Schilling
La desmesura soberana

Una libertad soberana, Georges Bataille, Traducción de Hugo Savino, Textos y entrevistas
presentados por Michel Surya, Paradiso, Buenos Aires, 2007.

La figura de Bataille no es fácil de abarcar de una sola mirada, pareciera que la


estrategia para acercarse a su pensamiento, su escritura y su personalidad fuera más bien el
rodeo. Y es en ese rodeo que vemos al bibliotecario de la Biblioteca Nacional de París, al
filósofo (mote aceptado y negado por el mismo Bataille), al ensayista, al escritor de relatos
eróticos, a quien fue propulsor y director de revistas y publicaciones varias. Una vida,
podría decirse, donde los libros, la lectura y la escritura fueron el alimento de los días y las
noches.
A tal punto es compleja su imagen que Michel Leiris, en un artículo en homenaje a
Georges Bataille publicado en Critique a un año de su muerte, habla de él como “el hombre
imposible fascinado por todo lo que podría descubrir que fuera inaceptable”, dejando ver el
deslumbramiento que lo maldito e inaudito obraron en este hombre cuyos retratos brindan
un rostro amable y sereno hasta la perturbación. Leiris despeja aún más sus matices al
apuntar que “sabiendo que un hombre no lo es totalmente sino busca su mesura en esa
desmesura, se hizo el hombre de lo Imposible, ávido de alcanzar el punto en el cual –en el
vértigo dionisíaco– se confunden lo alto y lo bajo y donde queda abolida la distancia entre
el todo y la nada”.
Algo de esa confusión de elementos se hace presente en Una libertad soberana,
presentado por Michel Surya, uno de sus biógrafos y estudiosos más reconocidos. Allí
encontramos fragmentos de estas diversas caras en las que se deja ver la fascinación
múltiple de la que están impregnados estos textos, de la mano de la avidez por la lectura y
la escritura que dan muestra de este imposible excesivo al que Leiris hace referencia. En
este libro encontramos una buena parte del derrotero en la búsqueda de la mesura en la
desmesura, y esto, en un marco heteróclito cuyo carácter no sólo está definido por los
intereses de Bataille, sino también por la misma reunión de textos realizada por Surya. Se
trata de notas de lectura que Bataille publicara oportunamente en la revista Critique bajo
diferentes seudónimos (descubiertas gracias a su correspondencia), ensayos que muestran a
Bataille en diálogo con Maurice Blanchot, André Breton, Ernest Hemingway, y entrevistas
que brindara a diversos medios. Se podría decir entonces, junto a su biógrafo, que este libro
ofrece una doble restitución: restitución de estos textos a la categoría de textos y restitución
de los mismos a su autor.
Pero quizá haya algo más. ¿Por qué no suponer una restitución a la suerte, a la
improbable posibilidad del encuentro? Aquí se trata de encuentros múltiples: del lector con
estos escritos caprichosos que no portaban el nombre de Bataille, pero además de la
restitución hacia la misma suerte, pues ¿cómo se llega a ciertos textos? ¿Qué hizo posible
una lectura? ¿Qué despierta en esa lectura la escritura que luego será restituida a la rueda de
lecturas y escrituras que parecen no tener fin? Restitución en todo caso, a la suerte de la
crítica, en tanto que su tarea es trazar un puente más hacia la comunicación y el contagio,
pues, ya lo indica su presentador, hablar de libros es también hablar de lo que importa más
que los libros mismos.
Singular reunión de ambigüedades, obsesiones, juegos y gratuidades batailleanas, una
visión de conjunto y a la vez fragmentaria que nos acerca al tiempo de perplejidades que
vivió Bataille, cuya lectura se presenta como el transitar por un mapa de época (de la
Europa de posguerra, sufriente en el latido de autoritarismos, revoluciones y violencias
desenmascaradas). Leer es aquí como caminar por aquellos mercados donde se exponen en
un mismo sitio, y pretendiendo (o asumiendo) el mismo valor, una pieza de porcelana de
extremada belleza, e inmediatamente a su lado una cadena, un dije, un arma. Objetos que
remiten a una época, que nos transportan al pecho que sostuvo esa alhaja, a la mano que
tomó la taza, a los labios que bebieron de ella, a la bala descargada en un cuerpo. En suma,
que nos llevan a pensar en quienes se despojaron de esos objetos entregándolos como
fragmentos de un tiempo de su vida o de la vida de un tiempo.
Estos fragmentos batailleanos invitan a pensar en las preocupaciones de una época,
pero también en las intensidades de esa lectura y escritura que se hacía con y desde otros.
Notas de lectura en las que parece escucharse un eco de voces, mas también la respuesta a
veces caprichosa que sostenía el compromiso de la negación al compromiso, el trance de
negar identidades definidas y cerradas sobre sí mismas.
Se exhiben en este libro como el semblante de la fecunda traza batailleana, las marcas
enormes e inconmensurables de la guerra, el fascinado encuentro con la España de los
bailes y la tauromaquia (que aparece a sus ojos como un pueblo en que se ligan la angustia
y el placer del deseo de lo imposible), la literatura y el fondo de poesía que en ella rebulle,
la historia como odisea de desastres y glorias, la filosofía que se quiere alejada de la
tradición profesoral (tradición de la que Sartre, a los ojos de Bataille, es fiel representante),
la repulsa a la vida burguesa plagada de miserias serviles en defensa de un orden absurdo,
pero por sobre todo, el reclamo de una libertad soberana y la atención sobre lo sagrado de la
vida.
Una libertad soberana pone en escena asimismo la aversión de Bataille hacia los
compartimentos estancos. Su búsqueda es la de una libertad que, soberanamente, no quiere
conocer límites, que no es libertad dividida, que no puede atarse a la servidumbre de un fin
y un objetivo. Critique, pero también Documents y Acéphale, respondía a la búsqueda de
pensar la unidad del espíritu humano, de la experiencia humana. En una de las entrevistas
que este libro publica (aparecida originalmente en el Figaro Littéraire en 1948) Bataille
comenta: “Sería necesario que la conciencia humana deje de estar compartimentada.
Ninguna forma de espíritu es una forma privilegiada. Critique busca las relaciones que hay
entre la economía política y la literatura, entre la filosofía y la política.”
Si los discursos y diversos ámbitos del saber se presentan desde su aislamiento como
puntos de partida cuyo fin es fluir hacia un resultado que dé cierre a la operación del saber,
la perspectiva batailleana representa más bien el deslizamiento continuo de un punto de
partida (que no se cierra) hacia otros puntos de partida, en una apertura exuberante de
fuentes discursivas y formas del saber, que se regodean en ese deslizamiento entre lo
maldito de la vida (que no deja de ser sagrado) y su aceptable faz diurna. La escritura como
un punto de partida que no se abandona, un espacio que no puede ser atravesado, un
deslizamiento que no se completa, un abandono que no se abandona. En lo escrito,
imborrable está, una y otra vez, la pregunta, la sospecha, o la esperanza acerca de la
posibilidad de la comunicación profunda.
Aun la crítica tiene este carácter deslizante, opera desde el exceso, desde aquello que
se desparrama en textos y obras y nombres. Surya advierte que aquellas notas de lectura
que Bataille publicara bajo otros nombres quizá le dieran un plus a la libertad de la que
Bataille ya gozaba, pues le permitía un compromiso con esa soberanía, pero sin atender el
juego de los compromisos a los que seriamente debía un autor abocarse. Pero quizá el uso
de seudónimos no fue más que el disfraz de la avidez de comunicar transparentado en la
escritura y el exceso que se despilfarraba bautizándose bajo otras cifras.
Incluso los borbotones de esa desmesura cobran la cara de la crítica, que desde aquí
debía ser exceso, debía ser maldita, debía poder tocar aquello que mancha sin mesura ni
reparos. Dice Bataille sobre la crítica literaria en otra entrevista: “El ideal es la brutalidad,
una buena crítica debería funcionar como una guillotina, de ella debería más bien salir
sangre que otra cosa. Pero realmente creo, con alguna experiencia, que eso no está al
alcance de los hombres y que, en el fondo, sin poder llegar hasta el fin, y sin poder matar a
quienes no se ama, ni verdaderamente llevar al cielo a los que se ama, no queda más que
permanecer en una suerte de modestia”.
Crítica que no se diferencia del amor o la amistad, pues puede trazarse una especie de
amistad entre los escritos donde sea posible ser con otros, en la palabra y el silencio de la
escritura. Así, la escritura se alza como un puente extático, extraño camino móvil que
comunica la interioridad con la interioridad, la noche del adentro con su noche, que al ser
reconocida como tal deviene “la noche” escrita en un papel y leída. Y en ese mismo rapto
de la lectura, el puente vuelve a sostenerse desde lo invisible, puente ahora de papel que
comunica la interioridad externalizada con otra interioridad que puede ampliar el punto de
sostén de esa pasarela colgante que pende de la suerte del encuentro.
Si escribir y leer es comunicar, es entendible que Bataille pretenda una crítica-
guillotina y, a la vez, sepa de su imposibilidad última, como sabe de la imposibilidad de
habitar en el instante, de sostener la vida en la cima soberana, como sabe del peligro de
mirar a Medusa de frente. Pero escribir es también jugar a guillotinar, es jugar con la nada
que se adivina, con el instante que se fuga, con la dilapidación de las palabras, con el
exceso de las formas. Allí donde la escritura adivina (y hace ver) la presencia de ruinas
secretas, allí donde se nombra esa presencia en palabras que quieren agotarla, hay juego
con lo alto y lo bajo, se juega con el todo y la nada: escritura que supone un
desbordamiento, pues se trata de nombrar ruinas, y en ellas, la nada que roe el tiempo y el
espacio, a los seres y a las palabras.
Escritura comunicante que quiere borrar límites, que los hace opacos aun hasta el
silencio, pues la opacidad puede ofrecer un punto de sostén para el deslizamiento y en esa
instancia la escritura es sólo el reflejo de la nada presente en ella, de la noche que no puede
traducirse en “noche”, puente entonces tendido hacia nada. Escritura sin objetivos, sin
espera. Nada que ronda en la escritura, que atraviesa al escritor, pues como enuncia
Blanchot, “la obra no puede ser proyectada sino sólo realizada, que sólo tiene valor, verdad
y realidad por las palabras que la desarrollan en el tiempo y la inscriben en el espacio, [el
escritor] se pondrá a escribir, pero a partir de nada y con vistas a nada y, según una
expresión de Hegel, como una nada que trabaja en la nada”.
Parece entonces que comunicar es, desde Georges Bataille, des-obrar y perderse. No
es comunicar desde un nombre que da sostén a la autoría, es más bien des-autorizar al autor
para comunicar, desautorizando a la vez la pretensión de objetivos que dirigen la acción y
su cumplimiento. Pensamiento que pone el capricho, la gratuidad, la comunicación en
tensión con la racionalidad del cálculo, los objetivos, el aislamiento, porque como afirmara
Bataille en una entrevista: “toda mi filosofía consiste en decir que el principal objetivo que
uno puede llegar a tener es destruir en sí mismo el hábito de tener objetivos”.

Natalia Lorio
Año I – Nº 1 – Octubre de 1997

Aira: El último escritor – Magris: Robinson y los libros – Dapuez: Ar – Serrichio: Un lento
aprendizaje – Thonis: Hay algo más que Jonás aquí – Pablos: Perfil del crítico literario –
Battán: Sensualismo y poesía en Poliziano – Agamben: El final del poema – Mattoni: Idea
de la poesía – Mandelstam: Pushkin y Scriabin – Celan: Coacción de la luz – Marteau:
Estudios para una musa – Carrera: Vespertillos de marzo – Schmidt: Observaciones – Vera:
Panta Rei – Browning: Poemas - Cassara: Tres poemas – Char: En una noche sin
ornamento – Fogwill: Sonetos – Oviedo: Relaciones – Géza Csáth: El silencio negro –
Schilling: Diana y Nadia – Tatián: Object trouvé – Bonnefoy: Las tumbas de Ravenna –
Mié: Acción y justificación

Año II – Nº 2 – Octubre de 1998

Adorno: ¿Es jovial el arte? – Pacella: Orfandad y escritura – Orosz: Las infinitas moradas
de Dios – Jesi: Lectura del Barco Ebrio de Rimbaud - Mié: El conocimiento de las Horas –
Pablos: De los escritores – Carrera: Niños-Artaud – Garbino Guerra: Sueño y vigilia –
Merrill: Cuatro poemas – Thonis: No vienen avispas – Garay: Tiempo suspendido – Nappo:
Género – Lukin: El libro de las preguntas – Seguí: Estación – Szwarc: Bailen las estepas –
Schilling: Formas de ver el mar – Mattoni: Canéforas – Flaubert: Bibliomanía – Dapuez:
Escatología – Baron Biza: Leyes de un silencio – Serrichio: La luz blanca – Damiani:
Salvo el poder todo es ilusión – Quignard: Sucede que las orejas no tienen párpados –
Gasquet: Bajo el cielo protector – Zugarrondo: La poesía en el envite de la ética –
Buchanan: La casa de la escritura
Año III – Nº 3-4 – Septiembre de 2000

Oviedo: ¿La literatura suspende la vida? – Szondi: Intento sobre lo trágico – Pablos:
Gombrowicz, un emblema menor – Mallarmé: Cartas a Eugène Lefébure – Mattoni:
Naufragio – Lelong: La doble relación mallarmeana – Fogwill: Lo dado – Bossi: Fiel a
una sombra – Ammons: Tres poemas – Anónimo: La vigilia de Venus – Merini: El pantano
de Manganelli – Freidemberg: Cantos en la mañana vil – Cassara: El colorado – Bompiani:
Las especies del sueño – Tatián: Tres cuentos – Taeko: Pez de metal – Calveyra: Palinuro –
Duperey: El velo negro – Thonis: El caballero del Louvre – Garbino Guerra: El jardín
cercado de Dios – Orosz: Elogio de la arena

Año X – Nº 5 – Diciembre de 2007

Mattoni: Poesía y melancolía – Giordano: Las víctimas de la desesperación – Pacella: La


felicidad de los sentidos en Felisberto Hernández – Milone: Mística y soledad – Bonnefoy:
Jorge Luis Borges – Veneciano: Selección de Ezra Pound – Carrasco: Veraneo y otros
poemas – Pavón: Vos & yo – Surghi: La equivocación de Eros – Gadda: Viajes de Gulliver
o sea de Don Gaddus – Schilling: Poesía filial

Año XI – Nº 6 – Julio de 2008

Del Barco: Homenaje mortuorio de Mallarmé a su hijo Anatole – Bataille: Aforismos –


Lorio: Acefalía, mimetismo y escritura – Surghi: Vermeer, o la geometría de las pasiones –
Mattoni: Memorias de un poeta ruso – Biset: Niebla. Una lectura de Jorge Luis Borges –
Robles: Joaquín Giannuzzi: secretismo – Bonnefoy: Sobre el concepto de hiedra
(Prolegómenos) y Notaciones sobre el horizonte – Boétie: Sonetos – Wittner: Lluvias –
Lamberti: Expreso Córdoba-San Francisco – Oyarzábal: Escritos en la cama – Walser:
Viaje en globo y otros relatos – Fogwill: Sueños – Reseñas

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