Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas. Jesús dijo a los fariseos: "Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: 'Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan'. 'Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí'. El rico contestó: 'Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento'. Abraham respondió: 'Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen'. 'No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán'. Pero Abraham respondió: 'Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán'”. Palabra del Señor. Meditación del Papa Francisco Nos gusta confiar en nosotros mismo, confiar en ese amigo o confiar en esa situación buena que tengo o en esa ideología, y en esos casos el Señor queda un poco de lado. El hombre, actuando así, se cierra en sí mismo, sin horizontes, sin puertas abiertas, sin ventanas y entonces no tendrá salvación, no puede salvarse a sí mismo. Esto es lo que le sucede al rico del Evangelio: tenía todo: llevaba vestidos de púrpura, comía todos los días, grandes banquetes. Estaba muy contento pero, no se daba cuenta de que en la puerta de su casa, cubierto de llagas, había un pobre. El Evangelio dice el nombre del pobre: se llamaba Lázaro. Mientras que el rico no tiene nombre. Esta es la maldición más fuerte del que confía en sí mismo o en las fuerzas, en las posibilidades de los hombres y no en Dios: perder el nombre. ¿Cómo te llamas? Cuenta número tal, en el banco tal. ¿Cómo te llamas? Tantas propiedades, tantos palacios, tantas... ¿Cómo te llamas? Las cosas que tenemos, los ídolos. Y tú confías en eso, y este hombre está maldito. Todos nosotros tenemos esta debilidad, esta fragilidad de poner nuestras esperanzas en nosotros mismos o en los amigos o en las posibilidades humanas solamente y nos olvidamos del Señor. Y esto nos lleva al camino de la infelicidad. Hoy, en este día de cuaresma, nos hará bien preguntarnos: ¿dónde está mi confianza? ¿En el Señor o soy un pagano, que confía en las cosas, en los ídolos que yo he hecho? ¿Todavía tengo un nombre o he comenzado a perder el nombre y le llamo 'Yo'? ¿Yo, me, conmigo, para mí, solamente yo? Para mí, para mí... siempre ese egoísmo: 'yo'. Esto no nos da la salvación. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 20 de marzo de 2014, en Santa Marta). Reflexión Hoy, la humanidad sigue necesitando pan y techo, como siempre ha sido; pero justamente ahora, las personas hemos tomado conciencia de lo importante que es ayudar a los demás. Sin embargo, hay que preguntarnos si la ayuda que damos no se queda sólo en una moneda o un pedazo de pan. En nuestros tiempos de consumismo, de trajín y de deseo de pasar por encima de los demás, lo que las personas más necesitan es una sonrisa amable, un gesto de piedad, una palmada de aliento. Los nuevos "Lázaros" me necesitan para que comparta su dolor y para que les muestre el amor de Dios. Cristo quiso sufrir lo que sufre un ser humano y su triunfo y resurrección son la prueba anticipada de nuestro triunfo. Basta abrir el corazón para ayudar a los demás y la valentía para perseverar en mis propias dificultades, en gratitud al amor de Dios.