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Seminario Diocesano de Tula San Felipe de Jesús

Facultad de Filosofía
Historia de la Filosofía Moderna
Semestre de Invierno 2012
Mtro. Francisco González Rivas
Apunte de Clase: Stuart-Mill: El Hedonismo ético y el Utilitarismo clásico

Uno de los mayores cambios introducidos por la Modernidad en el pensamiento


filosófico Occidental es el reconocimiento de la secularización de las diversas regiones de
la vida de los sujetos. Con pensadores como Descartes, Hume, Kant, Mill, Leibniz, Spinoza
e incluso Newton, se revelan distintos ámbitos de la vida de los individuos. El sujeto del
conocimiento se presenta la revolución ontológica que permite el establecimiento de las
condiciones de aquello que cae bajo el dominio de los entes y de sus características, a partir
del conocimiento seguro que tenemos de ellos. Sin embargo una cuestión es entender las
condiciones cognitivas de los entes y otra muy diferente es cómo es que se comportan los
seres humanos en el ámbito de la moralidad. Los juicios que emitimos sobre los objetos, en
el afán de conocerlos, no sirven para determinar si una acción o un hecho es susceptible de
ser evaluado moralmente. Nosotros no emitimos un juicio del tipo “X actuó de manera
verdadera” o “Y hizo un acto meramente objetivo”. Decimos de los hechos morales que “X
hizo algo bueno” o “Y actuó de manera correcta”.

De la misma forma, la revolución teórica y científica ha dejado de preocuparse por


la Bondad de la Creación y de la Finalidad del orden natural, para abrir paso a la
investigación en términos causales de los fenómenos. Con Kant hemos aprendido que
establecer las condiciones de posibilidad de los objetos de la ciencia y el conocimiento,
nada tiene qué ver con las evaluaciones morales acerca de si algún fenómeno natural es
producto o no de la maldad o la bondad de los hombres y de su Creador.

La secularización de los diversos ámbitos de la vida también se hace patente en el


hecho político-religioso fundamental de la Reforma Luterana. Con la Reforma Europa y la
Cristiandad europea, comienzan un lento camino de desvinculación de la vida religiosa de
los individuos y el comportamiento de los regímenes políticos a los que están sometidos.
Los nacientes Estados-Nación comienzan a considerar, por presión de los Reformados y las
sectas liberales, que la religión de las personas es un asunto estrictamente privado. Con
Hobbes aprendemos que el asunto de la divinidad, y el trato que cada uno quiera tener con
ella, es un aspecto en la que el Estado y sus funcionarios no deben involucrarse. La

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laicidad de los Estados-Nación garantiza que los seres humanos son libres de elegir o de
profesar el culto religioso que ellos prefieran, sin que ningún agente del gobierno los
obligue a renunciar o a adoptar un determinado culto.

Los dioses de estado, asimismo como sus mandatos, desaparecen. Ya no existen


más dioses a los que toda persona deba honrar y venerar, como mandato político de una
ciudad o de un Estado. Cada uno es libre de practicar y seguir la vida religiosa que más le
agrade o con la que se identifique y debe respetar la independencia de los sujetos para
aceptar o declinar cierta conducta religiosa. Cabe destacar, sin embargo, que el alto
contenido moral y político que las religiones contienen nos obliga a pensar en el
fundamento y validez de las reglas morales. Si bien es cierto que las personas pueden elegir
la religión que más les convenga o con la cual se sientan más comprometidos, no es menos
cierto que cada religión contiene cierta normatividad que guían el actuar moral de los
hombres. Mientras para un budista el comer carne de cualquier animal representa una falta
grave y un pecado contra la Voluntad Cósmica, el cristiano no valora tal acción como
susceptible de ser juzgada moralmente. Mientras el islámico considera una falta grave
contra la voluntad de Alá, su Dios sin rostro, considerar la existencia de otros dioses, el
hindú es profundamente politeísta y se encomienda a múltiples dioses.

Ante esta secularización la respuesta de la Modernidad fue encontrar en el sujeto


moral el fundamento y la validez de cualquier norma moral, sin importar de cuál sea esa
norma. Como hemos visto, Maquiavelo, Kant, y ahora John Stuart-Mill, nos proponen un
fundamento secular para la moral de los sujetos, independiente de las normas morales o
religiosas que las personas tengan. Estos tres autores nunca establecen normas morales
universales o códigos de conducta que nos permitan proscribir las acciones; su análisis
moral está apuntando a un nivel más abstracto: El Fundamento el origen de la Validez de
las normas morales, cualquiera que estas sean.

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El fundamento de la moralidad y la fuente de validez de las normas morales a las


que nos lleva la formulación del imperativo categórico, es el reconocimiento de la
autonomía de la voluntad que se ve reflejada en la autolegislación. La voluntad se manda a
sí misma de manera incondicionada al formularse una ley tal que no persiga nada que el
simple querer de la voluntad. Esto quiere decir que al darnos a nosotros mismos mandatos
morales lo hacemos por el simple hecho de que la voluntad encuentra en su propio querer el
deber de obedecer la Ley moral. Así, según Kant, nos damos leyes morales y aceptamos los
mandatos de la voluntad autónoma por el simple hecho de que queremos el deber de
manera incondicionada. Al darnos reglas morales no buscamos un fin ulterior que resulte de
la obediencia a la ley, sino que nos damos y obedecemos la ley por el puro deber de
hacerlo.

Un fundamento moral tal como el que propone Kant deja fuera del ámbito de
discusión el tema de la felicidad. Según Kant en moral siempre hablamos de máximas y no
de intenciones. En un discutido caso un crítico de Kant le pregunta si él considera
moralmente bueno el mentir, en caso de que un amigo cercano esté en peligro de muerte.
La respuesta del filósofo alemán es que lo único susceptible de evaluación moral es la
máxima con la que se actúa y no la consecuencia de actuar bajo la máxima. Si la máxima
del que miente es susceptible de ser universalizable y de ser querida sin restricción, es decir
sin un fin ulterior más que la propia máxima, entonces podemos hablar de corrección o
incorrección moral. Mentir se presenta como la máxima que guía la actuación y es ella la
que debe ser universalizable y la que debe ser querida sin restricción. Es obvio que ante
esta situación la respuesta de Kant será que mentir no es, bajo ninguna circunstancia, algo
que sea correcto.

Sin embargo, esta objeción a la teoría kantiana nos hace pensar en que el actuar
humano en muchos de los casos se nos presenta como guiado por una intención y no solo
orientado por una máxima universalizable. Los seres humanos en muchas circunstancias
persiguen en su actuar un fin bien determinado, y no podemos dejar de lado este aspecto

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teleológico de nuestra conducta. Sería muy extraño pensar en un individuo que solo
obedezca al deber por el deber mismo. En muchas de nuestras acciones cotidianas
perseguimos algo distinto del deber. Actuamos y obedecemos la ley moral porque en última
instancia queremos otra cosa distinta del deber.

Ante esta perspectiva Mill nos propone recuperar el elemento teleológico de la


acción moral y dotar de algún sentido, más allá del abstracto querer el deber por el deber
mismo, a las normas que guiarán nuestra conducta. De este modo el utilitarismo rescatará la
idea de la Felicidad como el fin último de la acción, de la misma forma que se convertirá en
el criterio de corrección o incorrección moral. Esta teoría nos propondrá que el fundamento
y la validez de las leyes o normas morales se encuentran en la felicidad que produce la
acción que resulta de obedecerlas. Veremos que tanto Mill como Maquiavelo ponen un
peso importante en la finalidad de las acciones más que en la abstracta y formal idea de
voluntad autolegisladora.

III

El utilitarismo se sustenta básicamente en tres principios:

1) El principio de utilidad.
2) Un empirismo moral que hace del goce y el placer la felicidad.
3) Cálculo de placeres.

Técnicamente el principio de Utilidad fue formulado por Jeremy Bentham (1748-1832)


de la siguiente forma:

Por principio de utilidad se entiende el principio que aprueba o desaprueba


cualquier acción, según la tendencia que tenga para aumentar o disminuir la felicidad de las

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partes cuyo interés se trata; o, lo que viene a ser lo mismo en otras palabras, para fomentar
o combatir esa felicidad.1

De esta forma el utilitarismo clásico rescata la idea de que la moral se encarga


eminentemente de la felicidad de los sujetos, volviendo a esta el fin último y criterio de
corrección de toda regla moral. Sin embargo Kant nos ha advertido que en el ámbito de la
felicidad ocurre que esta no tiene el carácter universal que pretenden las normas morales.
Esta cuestión es resuelta por Stuart-Mill gracias al empirismo moral que nos permite
identificar un fin universal en sí mismo. El placer se presenta a los ojos de Mill como un fin
en sí mismo, cuya existencia es deseable y buena. Él identifica la felicidad con el placer
porque es universalmente reconocido el hecho de que los seres humanos buscan el placer
como un fin en sí mismo.

Las personas normalmente actúan movidas por deseos o intenciones que, desde la
perspectiva utilitarista, están estrechamente relacionadas con la búsqueda y conservación
del placer. Una de las evidencias que sustentan este punto de la teoría es el hecho de que las
cosas nos hacen sentir de cierta forma. Los objetos, la naturaleza, las relaciones sociales, el
interés, la cultura, y una infinidad de estados de cosas, nos producen cierta sensación a la
que le sigue un interés por conservar o repelar el estado de cosas, de acuerdo a la sensación
producida. El empirismo en moral es el apoyo con el que cuenta la teoría de la acción de los
utilitaristas.

El placer que nos produce un estado de cosas o la presencia de algún objeto es visto
por el utilitarista como el indicio de que la felicidad es una cuestión de placer. En
concordancia con una epistemología empirista y con el hedonismo filosófico, el placer se
convierte en el fin último de la vida humana y el dolor en el mal radical por excelencia. Así,
una conclusión lógica del utilitarista será identificar el placer con la felicidad y considerar
que cualquier norma moral que promueva el placer y evite el dolor será considerada como
correcta o buena. De este modo considerar una norma, conducta o ley como buena o mala

1
Bentham, J (1780/1948) An Introduction to the Principles of Morals and Legislation. New York, Hafner: 2

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dependerá de una circunstancia externa a la misma ley, norma o acción. Debemos juzgar a
las acciones, normar y leyes morales, de acuerdo con el criterio utilitarista, siempre
teniendo en cuenta las consecuencias de adoptar cierta norma, ley o conducta.

Según lo anterior, no podemos decir si una acción o una norma son buenas o malas,
independientemente del resultado que está tenga. Si una acción promueve un estado de
cosas donde la mayor cantidad de personas involucradas son susceptibles de sentir placer y
evitar el dolor, esa acción es buena. Si por el contrario, una acción desaparece o contraviene
a un estado de cosas cuya existencia nos permite el goce y el placer y promueve el dolor,
entonces esa acción es mala.

Juzgar una acción o una norma moral por las consecuencias es el punto fundamental
de la teoría utilitarista. Este elemento nos lleva a la idea de cálculo de los placeres, con el
fin de ponderar las diversas normas y acciones que debemos hacer. Si hemos de preferir
actuar de alguna manera porque eso reditúa en un mayor placer para el mayor número de
personas debemos calcular cuánto placer puede producir nuestra acción, y si actuar de esa
forma produce más placer o menos que actuar de alguna otra manera. Un ejemplo claro de
eso lo podemos tomar de la vida cotidiana. Si yo prefiero utilizar enervantes durante mi
juventud que hacer deporte o practicar el trabajo físico, entonces debo considerar el número
de personas afectadas por mis acciones. Evidentemente el placer producido por la droga es
un placer intenso por lo que parece que se debe preferir, sin embargo este placer es
individual; pero las personas que se ven afectadas por mi decisión de drogarme es más
grande: mis padres sufrirán al ver mi conducta, mis alumnos sentirán compasión y pena por
mí, mi novia lamentará mi situación, la sociedad sufrirá al ver como una joven promesa
desperdicia su vida.

Así pues debemos pensar que las acciones y las decisiones que tomamos no sólo nos
afectan a nosotros, sino que afectan a más personas de las que pensamos. De esta manera
pensar en las consecuencias de nuestra acción no sólo tiene un componente individual sino
ante todo social. El utilitarismo es una doctrina moral que fácilmente puede trasladarse a la

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política, y que de hecho ha sucedido. Debemos calcular qué nos produce más placer y
menor dolor, y si ese placer puede ser extendido al mayor número de personas, aunque Mill
considera que debemos preocuparnos por todo ser viviente que sea capaz de sentir dolor y
placer.

Este cálculo de placeres presupone un momento crucial de reflexión y educación en


la cuestión de los placeres. No podemos calcular si no tenemos la capacidad de enfrentar
dos placeres y de tomar distancia de ellos. Necesitamos un momento en el que los placeres,
todos ellos buenos y deseables, puedan ser contrastados y podamos decidirnos por uno en
lugar de otro. Esto no quiere decir que el placer al que hemos renunciado sea malo o
perjudicial, simplemente no es el óptimo para producir la mayor felicidad para el mayor
número de personas. Con el cálculo de los placeres el utilitarista puede dejar de lado la
vieja idea de valores, conductas y normas morales Universales, Eternas e Inmutables. Si la
corrección de la acción o la norma está fijada por las consecuencias –producto de un
cálculo racional, una misma norma o acción puede ser en una circunstancia diferente
correcta o incorrecta.

El precio que pagamos por hacer de la felicidad un asunto eminentemente moral,


será condicionar nuestra conducta y actuar de manera heterónoma. Al ser la felicidad el
único fin en sí mismo al que aspira el ser humano, todas nuestras acciones deben ser
condicionadas por la obtención de este fin. El debate sobre el utilitarismo es complejo pues
pareciendo una teoría moral sumamente permisiva nos topamos con una férrea disciplina y
ascetismo moral. ¿En realidad debo preocuparme por todos, absolutamente todos, los
individuos que resulten afectados por mis acciones? ¿Cómo determinar cuál es el placer de
uno y el de otro? ¿Quién decide cuáles son los placeres que vale la pena ser promovidos en
la moral y en la política? ¿Y si una acción que consideramos en la vida diaria como mala
produce mucha felicidad y placer a un número considerable de sujetos?

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