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HISTORIA DE LA SALVACION

TIEMPO DE LLAMADAS Y DE PROMESAS

La preocupación que Dios ha mostrado por la humanidad, se centró más


tarde en la atención por una persona concreta: Abraham. A un hombre sin
descendencia y nómada, de la tierra de Ur, en Caldea, Dios le hizo la
promesa de la tierra y de un hijo, y en él la promesa de un pueblo
numeroso.

“Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te


mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu
nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré
a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra”
(Génesis 12,1-3).

Las promesas, reiteradas una y otra vez, son el contenido de la Alianza


(Génesis 17,1-14) y poco a poco se fue abriendo paso la salvación de Dios
para un pueblo con una historia y en una tierra, siempre cifrada en tiempo
real y en espacio concreto. Habrá “intervenciones” divinas para el
nacimiento de Ismael, en la teofanía de Mambré, para el nacimiento de
Isaac y la prueba de Abraham, en la muerte de Sara y durante los ciclos de
Isaac y de Jacob, hasta constituir a Israel (Génesis 32,23-32). Dios ha
decidido intervenir ofreciendo una presencia que no está vinculada a un
santuario, sino a un pueblo y a una promesa.

TIEMPO DE OPRESIÓN Y LIBERACIÓN

Vale la pena detenerse en el ciclo de José (Génesis 37-50). El final del libro
del Génesis, muestra a José rodeado de una prole muy numerosa y ofrece
un nexo entre la memoria de los patriarcas y la esperanza del Éxodo hacia
la tierra prometida:

“Yo voy a morir, pero Dios cuidará de vosotros y os llevará de esta tierra
que juró dar a Abrahán, Isaac y Jacob” (Génesis 50,24).

“Surgió en Egipto un faraón nuevo que no había conocido a José” (Exodo


1,8).
Aparece el ciclo de Moisés, con un nacimiento y una infancia que le
preanuncian como salvado “de las aguas” y como libertador “de un
pueblo”. De nuevo el agua, de nuevo un linaje. El ciclo de Moisés es
extraordinario y le servirá al evangelista Mateo para ofrecerlo como tipo
de Cristo. La vocación de Moisés y el episodio de la zarza comprometen a
Dios con el sufrimiento de su pueblo y por eso afirma:

“He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo
a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel” (Exodo 3,8).

El episodio inicia un tiempo de pugna y confrontación del Señor con el


faraón hasta que sucede la Pascua y la salida de los israelitas. El paso por
el Mar Rojo evoca la creación y el diluvio y ahora es signo y tiempo en la
liberación de Israel.

TIEMPO DE DESIERTO Y DE ALIANZA

Tras el paso del mar llegaron al Sinaí y Moisés “subió hacia Dios” (Exodo
19,3). En el desierto la teofanía, la Alianza, la entrega de la Ley, el becerro
de oro y la alianza renovada:

“Yo voy a concertar una alianza: en presencia de tu pueblo haré maravillas


como no se han hecho en ningún país o nación” (Exodo 34, 10).

El final del Deuteronomio nos sitúa ante la tierra prometida, prepara la


ocupación y la conquista. El discurso segundo de Moisés se ocupa del
lugar y del tiempo, del nosotros y del aquí y ahora:

“No concertó el Señor esta alianza con nuestros padres, sino con nosotros,
con todos los que estamos vivos hoy, aquí” (Exodo 5,3).

Hasta cinco discursos ofrece el libertador. La alianza se formula en forma


de credo narrativo donde la fidelidad de Dios exige la fidelidad del pueblo:

“Escucha Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás,


pues, al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas
tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se
las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de
camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo,
serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en
tus portales. Cuando el Señor tu Dios te introduzca en la tierra que había
de darte, según juró a tus padres, Abrahán, Isaac y Jacob, con ciudades
grandes y ricas que tú no has construido, casas rebosantes de riquezas
que tú no has llenado, pozos ya excavados que tú no has excavado, viñas y
olivares que tú no has plantado, y comas hasta saciarte, guárdate de
olvidar al Señor que te sacó de Egipto, de la casa de esclavitud. Al Señor,
tu Dios, temerás, a él servirás y en su nombre jurarás“ (Deuteronomio 6,4-
13)

UNA TIERRA PARA UN PUEBLO

Los libros históricos comienzan con el ciclo de Josué y las estrategias de la


conquista: Jericó, el paso del Jordán, la conquista del Sur y la conquista del
Norte de la tierra. El reparto del territorio hasta la Asamblea de Siquén,
que ofrece una verdadera síntesis de la historia de salvación (Josué 24,1-
13). La memoria, ya estereotipada, testifica siempre el protagonismo de
Dios y sus acciones salvíficas y la palabra de Josué ahora ejerce de notario
ante el pueblo que ha de venir en el futuro.

TIEMPO DE EXILIOS Y PROFECÍAS

Tiempo de Jueces, Tiempo de Reyes. La historia de la monarquía es una


constante ida y vuelta a la alianza sellada por Dios con Israel. Los ciclos de
Saúl, David y Salomón marcan una época fuerte y dorada para la memoria
de Israel, pero no siempre es suficiente. Aunque poseen una tierra y son
un pueblo, se olvidan de Dios (Idolatría), dejan de ser fieles (Infidelidad) y
olvidan el código del desierto (Injusticia). Los profetas permanentemente
denuncian su comportamiento y llaman a la conversión recordando la
alianza, pero entretanto va surgiendo el anhelo de una justicia y una
fidelidad nuevas y mayores.

Se abre paso la esperanza mesiánica y los profetas cantan anuncios que se


irán comprendiendo progresivamente.

“Mirad a mi Siervo a quien sostengo,


mi elegido, en quien me complazco.

He puesto mi espíritu sobre él,


manifestará la justicia a las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará
la mecha vacilante no la apagará.

Manifestará la justicia con verdad.


No vacilará ni se quebrará,
hasta implantar la justicia en el país.
En su ley esperan las islas.

Esto dice el Señor, Dios


que crea y despliega los cielos,
consolidó la tierra en su vegetación,
da el respiro al pueblo que la habita
y el aliento a quienes caminan por ella:
«Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia,
te cogí de la mano, te formé
e hice de ti alianza de un pueblo
y luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la cárcel,
de la prisión a los que habitan en tinieblas.

Yo soy el Señor, este es mi nombre;


no cedo mi gloria a ningún otro,
ni mi honor a los ídolos.
Lo antiguo ya ha sucedido,
y algo nuevo yo anuncio,
antes de que brote os lo hago oír» (Isaías 42,1-9)

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