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Ella
Fitzgerald. ASSOCIATED PRESS
No poseía el glamur de una Lena Horne. Ni la voluptuosidad de una Dina
Washington. Ni tampoco arrastraba ese aura de dolor y tormento -aunque su infancia
no había sido un lecho de rosas- que flotaba alrededor de Billie Holiday. Parecía
tenerlo todo en contra, físico, estilo, actitud, todo, salvo su voz. Ella
Fitzgerald (1917-1996) convirtió el jazz en un genero popular llevándolo a los
auditorios y teatros de todo el mundo; un itinerario artístico distinguido por un
legado de más de 25 millones de discos vendidos. La construcción de una carrera
musical a lo largo de más de medio siglo, desde un estrellato marcado por la
naturalidad y la timidez.
A partir de los años cuarenta emprende una carrera en solitario guiada por dos
hombres que conocen a fondo la escena del jazz, el productor Milt Gabler y el
empresario y representante Norman Granz. Bajo su dirección y guía la cantante se
abre a nuevos proyectos: Colaboración con Dizzy Gillespie, presentaciones en los
más prestigiosos escenarios y festivales de jazz; las famosas sesiones y giras, Jazz At
The Philarmonic promovidas por Granz, grabación de sus álbumes para el sello
Verve con sus legendarios songbooks dedicados a Cole Porter, Rodgers and Hart,
Duke Ellington, Johnny Mercer o la bossa nova de Antonio Carlos Jobim.
A partir de los años ochenta su carrera musical se ralentiza por problemas de salud,
una progresiva ceguera ligada a la diabetes que padece y que acaba con la
amputación de sus piernas. Retirada en su residencia de Beverly Hills, los últimos
años de su vida transcurren con discreción, la misma reserva con la que había
preservado su intimidad a lo largo de su trayectoria artística. El 15 de junio de 1996
moría a los 79 años. Como señala uno de los obituarios que se le dedican: Ella había
nacido sólo para cantar.