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Infecciones y ficciones.

Niñez zombi en la narrativa de Juan José Millás

Sofía
Dolzani

Universidad Nacional del Litoral

sofi.dolzani@hotmail.com

El presente trabajo busca dar cuenta de los resultados de avance de un proyecto de investigación
enmarcado en una Cientibeca, en la cual se investiga la problematización de los cuerpos infantiles en la
narrativa de Juan José Millás, circunscripta a un corpus conformado por cuatro novelas: No mires
debajo de la cama (1999), Dos mujeres en Praga (2002), Laura y Julio (2006) y El mundo (2007). En
este corpus, la inscripción particular de la niñez demanda un tipo de lectura que deje entrever cómo
ésta emerge en términos de potencia productiva al presentarse en clave monstruosa; más precisamente,
en tanto niñez zombi. Nuestra hipótesis sostiene que la inscripción de una niñez zombi opera como
lugar de resistencia biopolítica, en la medida que genera otros marcos de legibilidad que revierten las
lógicas de desamparo denunciada por los cuerpos monstruosos y posibilita la configuración de
comunidades afectivas que hacen de la vida de estos niños raros vidas legítimas de ser vividas, vidas
vivibles. En este sentido, la niñez se presenta como una zona de análisis central, a pesar de haber sido
un espacio poco profundizado por una crítica que ha focalizado, principalmente, en los aspectos
metafictivos y psicoanalíticos que atraviesan la narrativa de Millás (Casals Carro, 2003; Sanchez de
Aguilar, 2006; Orihuela, 2008; Schifino, 2008; Casas y Andrés Suárez, 2009; Prósperi, 2006, 2007,
2008, 2013; Contadini, 2015; Tanner, 2017). Tal como señala Germán Prósperi

El estudio de la inscripción de la niñez en la obra de Millás ha sido poco desarrollado a pesar de


ser un espacio que reclama una atención particular desde el inicio de la serie con la presencia de
Jacinto, el hermano del narrador muerto en el armario de Cerbero son las sombras, sistema que
incluye a Bárbara, la niña vouyeur hija de Julia y Luis en Visión del ahogado o Irene, la no
parlante sucesora de Julia y Carlos en El desorden de tu nombre. (2010:522)

Serie a la que se podrían sumar otras novelas del autor, incluidas las que integran nuestro corpus. Sin
embargo, analizar el lugar de la niñez en la narrativa de Millás supone entender que la misma no se
presenta de manera isotópica sino que, antes que eso, constituye una zona común conformada tanto por
representaciones de la niñez como por posiciones infantiles (Fumis, 2017). Las representaciones de la
niñez tienen que ver con aquellas escenas donde nos encontramos con personajes que responden a este
período etario en particular, mientras que las posiciones infantiles dan cuenta de un proceso de devenir
niño que afecta y condiciona los cuerpos ya adultos. Tales divergencias dejan ver el lugar problemático
desde el cual la niñez se circunscribe en la narrativa de este autor suscitando un cuestionamiento por las
singularidades que la vuelven una zona potente de análisis. Teniendo en cuenta esto, nuestro trabajo se
propone revisar la inscripción de la niñez como espacio que habilita trazar una lectura biopolítica de la
narrativa de Millás, al presentarse como un umbral de resignificación de un saber sobre los cuerpos.

Niñez zombi
La pregunta por la inscripción de la niñez en términos biopolíticos supone interrogarse por el lugar
que ocupan los cuerpos entendidos como niños en un entramado social donde el poder actúa definiendo
jerárquicamente las vidas sobre la base de un parámetro de rendimiento y productividad. Supone pensar
la niñez como un terreno de proyección y futurización capaz de sostener y aumentar las relaciones de
producción, siendo entonces un espacio por excelencia para la gestión, valorización y selección del
cuidado de los cuerpos. Supone, además, instalar la pregunta por los modos en que el biopoder agrupa
y dirime los cuerpos niños en función de una escala de valor que permite distinguir entre las vidas a
proteger y las vidas abandonar. Dicho de otra forma, pensar la cuestión de la niñez desde la biopolítica
exige reflexionar y problematizar los modos en que se hacen vivir los cuerpos niños; es decir, “cómo se
aumentan, se protegen y se definen, a escala individual y comunitaria, las posibilidades de vida”
(Giorgi, 2014:19) y qué se juega en esa definición y selección de la protección de ciertos cuerpos.
Siguiendo a Michel Foucault, con la configuración de los Estados modernos el poder pasó a ejercerse
positivamente sobre la vida buscando administrarla “aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella
controles precisos y regulaciones generales” (1976:129). Fueron claves, en este sentido, las técnicas de
normalización materializadas en diferentes dispositivos que, lejos de excluir y rechazar, apostaron a un
ejercicio positivo del poder acentuando el control, la regulación, la corrección y el disciplinamiento de
los cuerpos (1999:57).

Ese biopoder fue, a no dudarlo, un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo; este
no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de
producción y mediante un ajuste de los fenómenos de la población a los procesos económicos.
Pero exigió más; necesitó el crecimiento de unos y otros, su reforzamiento al mismo tiempo que
su utilizabilidad y docilidad; requirió métodos de poder capaces de aumentar las fuerzas, las
aptitudes y la vida en general (1976: 133)
Entendiendo esto, la niñez se constituye como un espacio de operación de determinados dispositivos
institucionales -la familia, la escuela, el Estado- cuya finalidad es asegurar el control de la
redituabilidad de los cuerpos, dictaminando cuáles son las vidas futurizables que se deben cuidar y
proteger, y cuáles, por el contrario, son desprovistas de valor y, por lo tanto, pueden descuidarse y
abandonarse.
En este mapa donde se clasifican y ordenan jerárquicamente las vidas, los cuerpos monstruosos, que
no constituyen una alteridad radical respecto de lo humano sino, más bien, un accidente al interior de la
norma, instalan desde su propia materialidad un lugar de denuncia frente a los mecanismos de poder
normalizadores. Tensionan, de tal manera, un saber biológico-juríco (Foucault, 1999:61) al exigir no
sólo nuevos marcos de inteligibilidad sino, también, al señalar otros límites de variación y
corporización. Esto genera un lugar de resistencia, en tanto el monstruo humano deviene un cuerpo
inasible por parte de los aparatos disciplinarios que insisten en intervenir mediante tecnologías de
corrección y transformación. Es allí donde radica su principal potencia, dado que “el monstruo es esa
vida inapropiada e inapropiable que se opone al poder -a la determinación de la vida-, es la posibilidad
de metamorfosis, la potencia de la vida en toda su virtualidad” (Torrano, 2013:2). El monstruo,
entonces, no sólo como cuerpo que amenaza los márgenes de legibilidad de lo humano sino como
terreno político de agenciamiento, como espacio de actualización para otras posibilidades de vida. Así
lo entienden tanto Giorgi (2009) como Torrano (2013) siguiendo la filosofía deleuzeana; como cuerpo
que señala un umbral posible de transformación cuyas líneas de fuga habilitan un horizonte para otras
formas de vida en tanto potencia en devenir.
Ahora bien, teniendo en cuenta este marco conceptual en torno a los cuerpos monstruosos, nos
interesa pensar cómo en Millás el problema de los cuerpos habilita una lectura de los mismos en tanto
niños zombis. Sin embargo, cabe aclarar que no se entiende la figura del zombi ligado a la construcción
que la cultura haitiana ha hecho de este monstruo, es decir, como un cadáver viviente y sin alma que
regresa a la vida en manos de un vudú (Sanchez Trigos, 2009:13). Tampoco se lo interpreta siguiendo
el arquetipo que instala el cine de Georges Romeno con La noche de los muertos vivientes (1968) al
presentarlo como aquel muerto-vivo que recorre las grandes ciudades en un estado de desconocimiento
de sí mismo, de alienación, conducido por la lógica de consumo que impone el modelo socio-
económico de las sociedades posmodernas (Fernández Gonzalo, 2011:28). Sino que, dejando a un lado
su historia de origen en tanto cadáver viviente, el zombi es definido como una de las figuras que
permite nombrar aquellos cuerpos biológicamente infectados que la ciudad aísla por no responder al
régimen de productividad demandado por el modelo capitalista. Cuerpos enfermos que parecieran
pivotear entre las lógicas del desamparo y el abandono y las posibilidades de protección y de cuidado.
En términos de Cortés Rocca

se trata de un verdadero monstruo biopolítico en diálogo directo con las categorías vinculadas a
la vida, un monstruo que ya no surge como aberración o como pura alteridad sino como
resultado de un diálogo entre lo sano y lo enfermo, entre los “tumores sociales” y los elementos
saludables de una nación (2009:337)

Inscripto en esta línea, una de las particularidades del cuerpo zombi en las novelas de Millás radica
en los modos en que produce sus propios mecanismos de resistencia biopolítica y genera sus espacios
de agenciamiento. Porque los cuerpos monstruosos de Millás no son únicamente zombis que presentan
un proceso de descomposición y fraccionamiento del cuerpo, sino niños zombis, y tal espacio de
agenciamiento es posible en la medida en que la niñez se inscribe como terreno de productividad
ficcional. Es la ficción uno de los modos en que la infección se materializa en el cuerpo zombi
ofreciendo herramientas de lectura y generando las posibilidades de nombrar aquello que pasa con los
cuerpos. Es la ficción la que aparece como una de las formas que vuelve posible resignificar un saber
sobre los cuerpos haciendo del zombi no sólo un cuerpo biológicamente infectado, sino también,
ficcionalmente infectado. La ficción se vuelve, entonces, un elemento condicionante para comprender
los modos en que los niños zombis de Millás elaboran sus mecanismos de resistencia y posibilitan otros
modos de vinculación entre los cuerpos.

Entre-cuerpos: el zombi como corpus


Los desplazamientos que se producen en los modos de vincularse entre los cuerpos son producto, en
principio, de una característica clave para entender los zombis en las novelas de Millás. Un tipo de
monstruo que, lejos de presentarse en términos unívocos -como afirma Ferández Gonzalo recuperando
a Jean Luc-Nancy- se define, más bien, como un corpus; es decir

un cuerpo que no forma una unidad en sí mismo, que no refleja una imagen estable, sino que se
afana en captar nuevos flujos, en aumentar territorialidades, en ofrecer, por su literal
desmembramiento, nuevos cuerpos, nuevas máquinas que a su vez pretenden conquistar,
expandir la plaga, morder, tocar, aferrar (Fernández Gonzalo, 2011:88).

En este sentido, los zombis de Millás se presentan como cuerpos en constante proceso de
fragmentación y expansión. Cuerpos que se aferran unos a otros a partir de un tipo particular de
fraccionamiento que posibilita resignificar las potencialidades de vida para aumentarlas. Así sucede, al
menos, tanto en las novela No mires debajo de la cama (1999) como en Laura y Julio (2006), donde la
materialidad orgánica de los cuerpos desafía los límites de la mortalidad para señalar otros modos
posibles de actualización corporal.
En No mires debajo de la cama esto se vuelve visible a partir de una serie de acontecimientos que
tienen lugar debajo de la cama de Vicente Holgado, donde más de un cuerpo se debatirá entre el terreno
de la vida y de la muerte disputando los marcos de lectura desde los cuales se entienden estos estados.
Tal es así que algo particular sucederá cada vez que un cuerpo intente arrimarse a ese contra-espacio.
Por un lado, la actualización de un posicionamiento infantil, sumida en la escenificación del terror que
produce mirar debajo de la cama, dará lugar a un devenir monstruoso de los cuerpos, transformando a
quien se acerque en un cuerpo zombi. Por otro lado, en este proceso de devenir se producirá una
alteración de la materia orgánica problematizando los límites de la mortalidad. De forma que, a lo largo
de la novela, asistimos no sólo al devenir de una posición infantil que restituye la monstruosidad a un
cuerpo ya adulto (Millás, 1999:42-43) sino, también, a la problematización de las nociones de vida y
muerte entendida en términos antagónicos. Es que los cuerpos que se hallan debajo de la cama no
pueden definirse unívocamente como cadáveres. La integridad del cuerpo se desarma y fragmenta
posibilitando la vida en un proceso de captación de otros cuerpos que pierden su unidad para volverse
múltiples compuestos de materia foránea. Así sucederá con el cuerpo de la jueza Elena Rincón quien,
luego de asistir al fracaso de la pericia médico-judicial en la que se inscribe el caso de la muerte de
Vicente Holgado y de su médico forense, amanecerá con una pierna que ya no es la propia, deviniendo
en un cuerpo zombi donde se alojan otros restos de vida.

Cada vez le gustaba más el cambio. Era como aceptar que tenía capacidad para ser varias
mujeres a la vez, incluso varios hombres. Al salir de la ducha, se sentó en el taburete y se cortó
las uñas de los dedos del pie derecho, que el forense, si el pie era del forense, tenía muy
abandonadas (Millás, 1999:82)

De este modo, una de las características que presentan los cuerpos zombis de Millás es su constante
proceso de expansión, migración, intercambio, devenir. Pero devenir no como “la salida de un
individuo hacia otra posibilidad de ‘sus’ facultades, o el descubrimiento de nuevas potencias de ‘su’
cuerpo: pasa entre cuerpos, en una reconfiguración de lo común” (Giorgi, 2014:58). Esta
reconfiguración de lo común se produce a partir del desajuste corporal en términos unitarios y de la
resignificación de los cuerpos como terreno de lucha biopolítica (202), donde se vuelve posible alojar
multiplicidades de vidas.
El tópico del cuerpo como terreno para la expansión y el alojamiento de otras posibilidades de vida
resulta recurrente en las novelas de Millás, y se presenta como una de las líneas que habilita leer los
cuerpos en clave zombi. Este punto sin embargo, es sañalado también por Verónica Azcue en una
lectura sobre el carácter biológico y patológico de la escritura millaseana. Sostiene Azcue que “entre las
relaciones patológicas el delirio de la ocupación del cuerpo propio por otro es un asunto que se repite”
(2009:120) tanto en No mires debajo de la cama como en El desorden de tu nombre (1988), La soledad
era esto (1990a) y Volver a casa (1990b). Serie a la que podrían integrarse el resto de las novelas que
conforman nuestro corpus. En el caso de Laura y Julio (2006) no sólo será la parasitación de los
cuerpos un punto que se reitera sino que, al igual que en No mires debajo de la cama, la inscripción de
un discurso médico, circunscripto en un saber biológico, será problematizado en tanto lugar desde el
cuál se busca pensar los cuerpos monstruosos. Si en No mires debajo de la cama el cuerpo muerto de
Vicente consigue desplazar el saber médico como marco explicativo, en Laura y Julio, la institución
médica no tendrá las herramientas que le permitan comprender aquello que pasa con la vida de Manuel.
Manuel, un escritor vecino de la pareja protagonista que da nombre al título de la novela, es internado
por causa de un accidente que lo conduce a un coma; mientras permanece en el hospital dispuntandose
en los límites de la vida y la muerte, su materia orgánica comenzará a migrar hacia los cuerpos de sus
vecinos. Por un lado, el cuerpo de Julio paderecerá un proceso de transformación al percibir que su
vecino “lo estuviera utilizando para vivir a través de él” (Millás, 2006:105); y, por otro, el cuerpo de
Laura será el lugar donde se gestarán los restos vivientes de un pequeño Manuel. De modo que poco
importa la estadía de Manuel en el hospital. El cuerpo zombi, lejos de poder ser raptado por los
dispositivos institucionales, se resiste al control a través de un proceso de expansión orgánica que
potencia la vida por medio de un entramado corporal. Dicho de otra forma, el zombi, en tanto monstruo
humano (Foucault, 1999), tensiona un discurso médico-jurídico porque deja caduco estos espacios de
saber como marcos de lectura. En tanto corpus, desafía los regímenes de legibilidad y problematiza las
tecnologías de control y regulación, habilitando otros modos de vinculación entre los cuerpos.

Ficción que infecta: cuerpos in-ficción


Dijimos, en un comienzo, que los zombis en Millás poseen como particularidad la de presentarse
como niños, niños zombis. Esto conduce a preguntarse por los diferentes modos en que la niñez emerge
como espacio que potencia la lectura de los cuerpos monstruosos; es decir, cómo tales divergencias no
hacen más que profundizar las formas de resistencia biopolítica y posibilitar la configuración de
comunidades afectivas que vuelven las vidas de estos cuerpos raros, vidas legítimas de ser vividas,
vidas vivibles. La niñez, de esta forma, resulta clave en la medida en que posibilita resignificar los
marcos de inteligibilidad objetados por los cuerpos monstruosos. Y aquí, los mecanismos de la ficción
-la invención, la mentira, la imitación, la lectura (Premat, 2016:77)- se presentan como herramientas
imprenscindibles en tanto son los que habilitan volver a narrar los modos en que se posicionan los
cuerpos, restituyéndoles un espacio de poder y de saber.
Tanto en Dos mujeres en Praga (2002) como en Laura y Julio (2006) se genera a partir del cuerpo
zombi una trama afectiva que habilita la circulación de cuerpos y palabras dejando entrever una
posición infantil (Fumis, 2017) desde la cual definir a este monstruo. Pero infantil, no entendido en los
términos agambeneanos de in-fans (Agamben, 1978:63), es decir, sin lengua. Ni siquiera como aquello
que “tiene voz pero no articula” (Fumis, 2016:189). Los zombis en estas novelas de Millás adoptan
posiciones infantiles y devienen niños porque trazan con el cuerpo y las palabras un pacto de
exploración que posibilita, al valerse de los mecanismos de la ficción, resignificar un saber sobre los
cuerpos y volver a nombrarlos.
Pero ese saber se construye necesariamente en este proceso de devenir niño; en este proceso de
adoptar un posicionamiento infantil en un entrecruce que vincula la niñez con la producción de ficción.
Julio, el protagonista de Laura y Julio que ha devenido zombi al ser parasitado por el cuerpo de
Manuel, recupera una experiencia infantil para comprender aquello que pasa en esta migración
corporal. De modo que la experiencia de la niñez se actualiza como un espacio de explicación posible
para entender las infección que ha sufrido una vez que Manuel ha ingresado al coma. Esto, sin
embargo, no resulta suficiente. Puesto que Julio sólo podrá resignificar lo acontecido una vez que posea
las herramientas para narrarlo. Y este saber, que involucra la apropiación de una lengua y sus
posibilidades de decir, proviene de la niñez y supone para Julio devenir niño en una escena que implica
dejarse plagar, asimismo, por la ficción.

- Si quieres que me duerma, me tendrás que contar un cuento -dijo la niña.


-Yo no sé contar cuentos -dijo Julio.
-Entonces no me dormiré.
El adulto y la niña permanecieron en silencio unos instantes, cada uno a la espera de que el otro
resolviera la situación. Finalmente, cedió la niña.
-Tu di érase una vez y verás cómo sale solo.
-Érase una vez -dijo Julio y se calló.
-Érase una vez un país -añadió la niña.
-Érase una vez un país… (Millás, 2006:71)
Esta escena que no dudamos en calificar, siguiendo a Germán Prósperi (2013), como una escena de
aprendizaje, implica para Julio acercarse a la niñez para poner el cuerpo in-ficción, en un estado de
ficción que posibilite la emergencia de una instancia del decir. Implica narrar las infecciones que ha
sufrido la materia orgánica de su cuerpo en un proceso de devenir niño que supone dejarse infectar por
la ficción, para que sea esta la que genere las posibilidades de de decir el cuerpo y generar un espacio
de agenciamiento.
Así sucede, también, en Dos mujeres en Praga. Novela que narra cómo Luz Acaso, una mujer
enferma que asiste con frecuencia a talleres literarios en busca de un escritor que escriba su biografía,
reinventa su vida una y otra vez imposibilitando que el escritor Álbaro Avril reconozca las fronteras
entre la realidad y la ficción. Es que el principal problema radica en la anulación de esas fronteras en un
cuerpo que se encuentra no sólo biológicamente infectado, sino ficcionalmente infectado. La
enfermedad que lleva a Luz Acaso a presentarse desde un lugar de demasía, desde clavículas y huesos
que sobresalen de forma excesiva, desde la desmesura (Fernández Gonzalo, 2011:84), no alcanza como
marco explicativo para expresar lo que sucede con ese cuerpo. Un cuerpo que pone en tensión los
límites de un discurso médico y biológico para ceder espacio ante un discurso ficcional que posibilite
nombrarlo desde otro lugar. Un lugar que no sea solamente el que explique la enfermedad que padece,
sino que lo ubique en una trama de relaciones que posibiliten la configuración de comunidades
afectivas donde sea posible alojar ese cuerpo. Porque eso es lo que sucede con el cuerpo zombi de Luz
Acaso. Luz, que en cada encuentro con Álbaro Avril narra su vida relatando desde el vaciado corporal
que sufrió por parte de las instituciones hospitalarias hasta el proceso de adopción en el que tuvo que
dar un hijo, se vale de la ficción como estrategia que permite potenciar las posibilidades de su vida,
ampliando de esta forma los vinculos con los cuerpos que sus relatos incluyen. Relatos que terminarán
involucrando tanto a Álvaro Abril como a una falsa tuerta con quien Luz empezará a compartir su
alojamiento. Relatos que posibilitarán el armar familia y reposicionar el cuerpo en una red corporal de
cuidados y afectos, resistiendo, de esta forma, a las lógicas de abandono a las que son sometidos los
cuerpos monstruosos. Es allí donde radicta su principal potencia. Los cuerpos zombis de Millás
devienen niños en un proceso de fraccionamiento tanto del lenguaje como del cuerpo y generan, de esta
forma, una instancia del decir que se vale de los mecanismos de la ficción para señalar otros marcos de
legibilidad para los cuerpos. Otros marcos de resistencia biopolítica que revierten las lógicas de
desamparo y posibilitan hacer de estas vidas vidas vivibles.

Modos de resistencia

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