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EL ÁNIMA DE SAYULA
índice
PORTADA MARGARITA O LA BLANCA CERVATILLA ........................ 3
Xilografía de una edición Francois Villón, poeta de ladrones y prostitutas............... 5
antigua del EPITAFIO EN BALADAS. Francois Villón ................................. ................ 7
FORMA DE BALADA
QUE COMPUSO VILLÓN
DE SIR WALTER RALEIGH A SU HIJO ............................. 10
ESPERANDO SER El club de los parricidas. Ambrose Bierce ..................... . 11
AHORCADO JUNTO A ACEITE DE PERRO......................................................... 13
SUS COMPAÑEROS EL HIPNOTIZADOR........................ ................................ 16
POR SUS FECHORÍAS LA MUERTE DE HALPIN FRAYSER.............................. 19
SÁTIRA, EL LIBRO CABRÓN Salvador Novo................... 29
COLABORACIONES
Y MENTADAS
Reseñas: SADDAM HUSSEIN, ¿NOVELISTA?................ 45
animasayula@yahoo.com.mx CLUB EUTANASIA y el cine de humor negro......... 47
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PRÓXIMO NÚMERO:
RELATOS DESDE EL MATADERO JOSEPH BRODSKY(PREMIO NOBEL 1987)
DÉCIMAS GROSERAS Y PICARESCAS
Y+
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y en trozos la descuartiza.
FRANCOIS VILLÓN
Poeta de ladrones y prostitutas
Nace en 1431. En 1455, a los 24 años, mata de una pedrada a un clérigo. En 1456 participa
en un robo de 500 escudos de oro al Colegio de Navarra. En 1460 está preso en Orleáns. Al
parecer es liberado, porque vuelve a caer preso en 1462, por otro robo, y es condenado a la
horca. Escribe una balada pidiendo clemencia, y la pena de muerte se le permuta por el
destierro. Escribe otra balada para agradecer el perdón y para solicitar se le concedan 3 días
de estancia en la ciudad para arreglar sus asuntos. Desde 1463, los documentos de la época
dejan de mencionarlo, y Villón desaparece. Se desconocen la fecha y circunstancias de su
muerte.
Vivo, no careció de cierta fama: Mencionamos ya que una de sus baladas influyó para
salvarle de la soga. Ganó en algunos torneos de poesía. Muerto, se le considera el mejor
poeta francés del medioevo.
En su aparente tosquedad, esta cuarteta puede dar una idea de los juegos de palabras que
hay en sus poemas. ―Francois‖ -Francisco, diría un español- es su nombre, pero en el
idioma del autor significa a la vez francés. También hace un retruécano de importancia
entre dos zonas geográficas: Para que sepan donde queda París, dice que está cerca de
Pontoise, pero Pontoise es una zona tan pequeña, que muy pocos, aún en París, la conocen.
EL LEGADO
bosques.... a alguno le lega ―las guayabas de un naranjo‖, a otro ―una oca podrida, los hijos
de un capón bien cebado, y dos pleitos, para que no engorde mucho‖. Juega con nombres
de comercios: a uno le deja un ―Rubí‖ -nombre de una tienda-, a otro le deja una ―Linterna‖
-nombre de un prostíbulo-, etc. Como caballero noble, no se olvida de legar parte de su
herencia para obras de caridad:
EL TESTAMENTO VILLÓN
A continuación, dos baladas que Villón dedicó en su testamento a una novia de tan fina
alcurnia como el autor y a un envidioso, respectivamente, así como su Epitafio en forma de
balada, que compuso para él y sus compañeros de robo cuando se veía a unos pasos de la
muerte y esperaba el momento de ser colgado.
En estos poemas Villón hace varios juegos de palabras, a veces difíciles de captar para
nuestra época. Cuando dice ―por su amor ciño escudo y daga‖, hace burla de los romances
de caballeros andantes que dedican sus triunfos a princesas hermosas. Los Envíos con que
remata sus baladas son parodia de otros que los poetas de la época dedican a príncipes,
caciques y otras personas dizque importantes. Si Villón se burla de esta zalamera
costumbre, también demuestra que es capaz de usarla en su provecho, e incluso de
superarla: en su Epitafio, el Envío no va a ningún poder terrenal, sino al mismo Jesucristo.
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BALADAS
FRANCOIS VILLÓN
(ENVÍO)
Haga viento, granice, hiele, tengo mi pan cocido.
Soy lujurioso, la lujuria me persigue.
¿Qué vale más?, cada uno imita al otro.
Ambos son equivalentes; a mala rata, mal gato.
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(ENVÍO)
Príncipe, colocad estos sabrosos trozos,
si no tenéis estameña, saco o tamiz,
en el fondo de unas bragas sucias;
pero antes, en excremento de cerdo,
sean fritas esas lenguas envidiosas.
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(ENVÍO)
¡Señor Jesús, que dominas sobre todo,
evita que Lucifer se apodere de nosotros:
a él nada queremos devolver ni pagar.
¡Hombres, no os burléis de todo esto,
mejor rogad a Dios que se digne perdonarnos!
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Para finalizar, incluimos un poema de otro poeta-bandido celebre, el pirata Sir Walter
Raleigh, quien después de asaltar por años barcos españoles en nombre de la reina,
aumentando grandemente la fortuna de esta -por ello fue nombrado Sir-, fue traicionado por
sus patrones, y compuso algunos de sus mejores sonetos encarcelado en la Torre de
Londres, mientras esperaba se cumpliera su sentencia de muerte.
Por su dominio del relato, se le ha comparado muchas veces con Edgar Allan Poe y
Nathaniel Hawtorne, entre otros escritores. Como ellos, es parte de la conciencia oscura de
Estados Unidos. En la ―filosofía de la competitividad‖ veía sólo hipocresía. Cuando
encontró unas cartas que algún admirador había enviado a su esposa, le dijo a esta: ―Yo no
compito por nada, y menos por una mujer‖, y la dejó. Dos años después ella exigió el
divorcio por abandono.
Tal vez más que por su obra, Bierce es conocido en México por su final, que inspiró una
novela de Carlos Fuentes, ―Gringo Viejo‖, y la película basada en esta. En 1913 viajó a
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México con intenciones suicidas, y nunca más se supo de él. Antes de partir, cuando se le
preguntó por qué se atrevía a ir a ese país en medio de una guerra, contestó: ―Porque me
garantiza una muerte segura ser un gringo en medio de mexicanos en guerra‖.
ACEITE DE PERRO
Ambrose Bierce
Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él fabricaba
aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del pueblo, en donde se
deshacía de los niños no deseados. Desde mi adolescencia me inculcaron hábitos de trabajo:
ayudaba a mi padre a capturar perros para sus calderos y a veces mi madre me empleaba
para hacer desaparecer los «restos» de su labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve
que recurrir con frecuencia a mi talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban
en contra del negocio materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias
que salían elegidos no eran de la oposición; era sólo una cuestión de gusto, nada más. La
actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los perros
desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se hacía extensible a
mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del pueblo, quienes raras veces
recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban llamar Ol.can. Y es que realmente el
aceite de perro es una de las más valiosas medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello,
mucha gente no estaba dispuesta a hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no
dejaban que los perros más gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven
sensibilidad, y me faltó poco para hacerme pirata.
Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado indirectamente la
muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron tan profundamente mi
futuro.
Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un huérfano,
pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar atentamente mis
movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que hagan, siempre actúan
inspirados por los más execrables motivos; así que, para eludirle, me escabullí por una
puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba entreabierta. Una vez dentro cerré
rápidamente y me quedé a solas con el pequeño cadáver. Mi padre ya se había ido a descan-
sar. La única luz visible era la del fuego que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos,
producía unos reflejos rojizos en las paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en
cuando un trozo de perro asomaba a la superficie. Me senté a esperar que el guardia se
fuera y empecé a acariciar el pelo corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había
colocado en mi regazo. ¡Qué hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban
apasionadamente los niños, y al contemplar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que
la pequeña herida roja que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido
mortal.
Mi costumbre era arrojar a los bebés al río que la naturaleza había dispuesto sabiamente
para tal fin, pero aquella noche no me atreví a salir de la fábrica por miedo al guardia.
«Seguro que si lo echo al caldero no pasará nada -me dije-. Mi padre nunca distinguirá sus
huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pueda ocasionar la administración de
un tipo de aceite diferente al incomparable Ol.can no pueden ser importantes en una
población que crece con tanta rapidez.» En resumen, di mi primer paso en el crimen y
arrojé al niño al caldero con una tristeza inexpresable.
Al día siguiente, y para asombro mío, mi padre nos informó, frotándose las manos de
satisfacción, que había conseguido la mejor calidad de aceite nunca vista y que los médicos
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a los que había enviado las muestras así lo afirmaban. Añadió que no tenía la menor idea de
cómo lo había hecho, pues los perros eran de las razas habituales y habían sido tratados
como siempre. Consideré mi deber dar una explicación y eso fue lo que hice, aunque de
haber previsto las consecuencias, me habría callado. Mis padres, tras lamentar haber
ignorado hasta entonces las ventajas que la fusión de sus respectivos quehaceres suponía,
pusieron manos a la obra para reparar tal error. Mi madre trasladó su negocio a una de las
alas del edificio de la fábrica y mis obligaciones respecto a ella cesaron: nunca más volvió a
pedirme que me deshiciera de los cuerpos de los niños superfluos. Como mi padre había
decidido prescindir totalmente de los perros, tampoco hubo necesidad de causarles más
sufrimientos. Eso sí, aún conservaban un lugar honorable en el nombre del aceite. Al
encontrarme abocado, tan repentinamente, a llevar una vida ociosa, me podría haber
convertido en un chico perverso y disoluto, pero no fue así. La santa influencia de mi
querida madre siguió protegiéndome de las tentaciones que acechan a la juventud, y además
mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay! ¡Y pensar que por mi culpa unas personas tan
estimables tuvieran un final tan trágico!
Debido al doble provecho que encontraba en su actividad, mi madre se entregó totalmente
a ella. No sólo aceptaba encargos para eliminar bebés no deseados, sino que se acercaba a
las carreteras y caminos en busca de niños más crecidos, e incluso adultos, a los que
conseguía arrastrar con engaños hasta la fábrica. Mi padre, encantado con la superior
calidad del producto, también se dedicaba con diligencia y celo a abastecer sus calderos. La
transformación de sus vecinos en aceite de perro llegó a ser, en pocas palabras, la pasión de
sus vidas; una codicia absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y pasó a ocupar el
lugar antes destinado a la esperanza de alcanzar la Gloria, que, por cierto, también les
inspiraba.
Se habían hecho tan emprendedores que llegó a celebrarse una asamblea pública en la que
se aprobaron varias mociones de censura contra ellos. El presidente hizo saber que en lo
sucesivo los ataques contra la población hallarían una contundente respuesta. Mis pobres
padres abandonaron la reunión con el corazón partido, sumidos en la desesperación y creo
que algo desequilibrados. A pesar de ello, creí prudente no acompañarles a la fábrica
aquella noche y preferí dormir fuera, en el establo.
Hacia la medianoche, un misterioso impulso me hizo levantarme y espiar a través de una
ventana el cuarto en el que, junto al horno, mi padre dormía. Los fuegos ardían vivamente,
como si la cosecha del día siguiente fuera a ser abundante. Uno de los enormes calderos
hervía lentamente, con un misterioso aire de contención, en espera de la hora propicia para
desplegar todas sus energías. La cama estaba vacía: mi padre se había levantado y, en
camisón, estaba haciendo un nudo en una soga. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta
de la habitación de mi madre, adiviné lo que estaba tramando. Mudo e inmóvil por el terror,
no supe qué hacer para evitarlo. De pronto, la puerta de la alcoba se abrió sin hacer el
menor ruido y los dos, algo sorprendidos, se encontraron. Mi madre también estaba en
camisón y blandía en la mano derecha su herramienta de trabajo: una larga daga de hoja
estrecha.
Ella, como mi padre, no estaba dispuesta a quedarse sin la única oportunidad que la
actitud poco amistosa de los ciudadanos y mi ausencia le dejaban. Por un instante sus
miradas encendidas se cruzaron e inmediatamente saltaron el uno sobre el otro con una
furia indescriptible. Lucharon por toda la habitación como demonios: mi madre gritaba y
pretendía clavar la daga a mi padre, que profería maldiciones e intentaba ahogarla con sus
grandes manos desnudas. No sé durante cuánto tiempo tuve la desgracia de contemplar
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aquella tragedia familiar pero, por fin, después de un forcejeo particularmente violento, los
combatientes se separaron de pronto.
El pecho de mi padre y la daga mostraban pruebas de haber entrado en contacto. Durante
un momento mis progenitores se miraron de la forma más hostil; entonces, mi pobre padre,
malherido, al sentir la proximidad de la muerte, dio un salto hacia delante y, sin prestar
atención a la resistencia que ofrecía, agarró a mi madre en brazos, la llevó hasta el caldero
hirviente y, sacando fuerzas de flaqueza, se precipitó con ella en su interior. En solo un
instante los dos desaparecieron y su aceite se unió al del comité de ciudadanos que habían
traído la citación para la asamblea del día anterior.
Convencido de que estos desafortunados acontecimientos me cerraban todas las puertas
para llevar a cabo una carrera honrada en aquel pueblo, me trasladé a la conocida ciudad de
Otumwee, desde donde escribo estos recuerdos con el corazón lleno de remordimiento por
aquel acto insensato que dio lugar a un desastre comercial tan espantoso.
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EL HIPNOTIZADOR
Ambrose Bierce
pequeños ensayos que realizaba casi siempre eran recompensados con un encierro a pan y
agua. En otras ocasiones lo único que conseguí fueron unos cuantos zurriagazos. Pero cuan-
do ya estaba a punto de acabar con estos pequeños desengaños, tuvo lugar mi hazaña más
importante.
Me habían llevado al despacho del alcaide para darme ropa de paisano, una ridícula
cantidad de dinero y un montón de consejos que, tengo que decirlo, eran de mejor calidad
que la ropa. Cuando por fin salía por la puerta, camino de mi libertad, me di la vuelta y
clavé la mirada en los ojos del alcaide. En un instante lo tuve bajo mi control.
-Eres un avestruz -le dije.
Cuando le practicaron la autopsia encontraron en su estómago varios objetos de madera y
metal, difícilmente digeribles. Atascado en el esófago apareció lo que, según el forense,
había sido la causa inmediata de la muerte: un picaporte.
Por naturaleza, yo era un hijo bueno y cariñoso, pero cuando regresé al mundo del que me
habían apartado durante tanto tiempo recordé que mis tacaños padres habían sido los
responsables, desde el asunto de los almuerzos en el colegio, de todas las desgracias que me
habían ocurrido. Y nada parecía indicar que se hubieran reformado.
En el camino de Succostash Hill a South Asphyxia existe un pequeño solar en el que
había una chabola conocida como «la covacha de Pete Gilstrap»; en ella dicho caballero se
dedicaba a asesinar caminantes para ganarse la vida. La muerte del señor Gilstrap y el
desvío de casi todo el tránsito hacia otro camino tuvieron lugar en tan breve espacio de
tiempo que nadie sabe decir cuál fue la causa y cuál el efecto. De cualquier modo, el solar
estaba desierto y la covacha había sido quemada hacía tiempo. Fue precisamente en aquel
lugar, de camino a South Asphyxia, pueblo de mi niñez, donde me encontré con mis padres,
que iban a Succostash Hill. Habían amarrado los caballos y estaban almorzando bajo un
roble que había en el centro. La visión de la comida me trajo desagradables recuerdos
escolares y despertó a la fiera que dormía en mi interior. Me acerqué a aquellos dos
culpables, que enseguida me reconocieron, y les indiqué que quería compartir su
hospitalidad.
-De esta comida, hijo mío -dijo mi progenitor con la pomposidad que le caracterizaba,
patente aún tras el paso de los años-, sólo hay para dos. No es que sea insensible al hambre
que tus ojos reflejan, pero...
No pudo terminar la frase. Lo que él llamaba el reflejo del hambre no era otra cosa que la
mirada firme de un hipnotizador. En pocos segundos le tuve a mi merced. Cuando, tras
unos pocos más, tuve lista a mi madre, me dispuse a efectuar lo que mi justo resentimiento
me dictaba.
-Ex-padre -dije-, supongo que eres consciente de que tú y esta señora ya no sois lo que
erais.
-Sí, he observado un ligero cambio -fue la dudosa respuesta del anciano-. Debe de ser la
edad.
-Es más que eso -le expliqué-. Es algo que tiene que ver con el carácter, con la especie.
En realidad tú y esta mujer sois dos broncos, dos caballos salvajes bastante brutos.
-Pero John -exclamó mi madre-, no estarás diciendo que soy...
-Señora -repliqué con mis ojos clavados en los suyos-, sí, así es.
Apenas había acabado de decir esto, se puso a cuatro patas y, gritando como una posesa,
reculó hacia el viejo al que lanzó una tremenda coz en la barbilla. En un segundo, mi padre
adoptó la misma postura, se dirigió hacia ella y empezó a cocear con ambas piernas. Mi
madre manejaba las suyas con la misma solemnidad aunque, debido a la ropa que llevaba,
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con menos soltura. Sus cruces y entrelazamientos en el aire eran de lo más asombroso: a
veces sus pies chocaban de lleno a media altura, tras lo cual, sus cuerpos, proyectados hacia
adelante, se desplomaban y quedaban exhaustos. Una vez recuperados, volvían al ataque
emitiendo en tono delirante unos irreconocibles sonidos, propios de las bestias que creían
ser, que inundaban toda la región con su clamor. Dieron vueltas y vueltas mientras sus
patadas caían «como rayos». Se encabritaban y retrocedían para golpear con ambos remos;
después, caían sobre las manos que resultaban demasiado débiles para aguantar su peso. La
hierba y los chinarros habían desaparecido bajo sus pies; su ropa, al igual que el pelo y el
rostro, estaba llena de sangre. Al dar las coces soltaban salvajes gritos de rabia que se
convertían en bufidos y gruñidos cuando las recibían. Nada había más parecido a Waterloo
o Gettysburg que aquel campo de batalla. El valor que demostraron en todo momento
siempre fue para mí un motivo de orgullo y satisfacción. Al final, sus rostros
ensangrentados y deshechos testificaban que el responsable de la pelea había quedado
huérfano.
Me detuvieron por perturbar el orden público, y desde entonces siempre he sido juzgado
por un Tribunal de Detalles Técnicos y Aplazamientos. Por ello, después de quince años,
mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que mi caso sea transferido al
Tribunal de Revisión de Nuevos Procesos.
Éstos han sido algunos de los experimentos que he realizado en el campo de la sugestión
hipnótica. Que ésta pueda emplearse con malos propósitos, es algo que desconozco.
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Una oscura noche de verano, un hombre que dormía en un bosque despertó de un sueño
del que no recordaba nada. Levantó la cabeza y, después de fijar la mirada durante un rato
en la oscuridad que le rodeaba, dijo: «Catherine Larue». No agregó nada más; ni siquiera
sabía por qué había dicho eso.
El hombre se llamaba Halpin Frayser. Vivía en Santa Helena, pero su paradero actual es
desconocido, pues ha muerto. Quien tiene el hábito de dormir en los bosques sin otra cosa
bajo su cuerpo que hojarasca y tierra húmeda, arropado únicamente por las ramas de las que
han caído las hojas y el cielo del que la tierra procede, no puede esperar vivir muchos años,
y Frayser ya había cumplido los treinta y dos. Hay personas en este mundo, millones, y con
mucho las mejores, que consideran tal edad como avanzada: son los niños. Para quienes
contemplan el periplo vital desde el puerto de partida, la nave que ha recorrido una distan-
cia considerable parece muy próxima a la otra orilla. Con todo, no está claro que Halpin
Frayser muriera por estar a la intemperie.
Había pasado todo el día buscando palomas y caza por el estilo en las colinas que hay al
oeste del valle de Napa. Avanzada la tarde, el cielo se cubrió y Frayser no supo orientarse.
Aunque lo más apropiado hubiera sido descender, como todo el que se pierde sabe, la
ausencia de senderos se lo impidió y la noche le sorprendió en el bosque. Incapaz de abrirse
camino en la oscuridad a través de las matas de manzanita y otras plantas silvestres,
confuso y rendido por el cansancio, se echó debajo de un gran madroño donde el sueño le
invadió rápidamente. Sería horas más tarde, justo en la mitad de la noche, cuando uno de
los misteriosos mensajeros divinos que se dirigía hacia el oeste por la línea del alba,
abandonaría las filas de las nutridas huestes celestiales y pronunciaría en el oído del dur-
miente la palabra que le haría incorporarse y nombrar, sin saber por qué, a alguien que no
conocía.
Halpin Frayser no tenía mucho de filósofo ni de hombre de ciencia. El hecho de que al
despertar de un profundo sueño hubiera pronunciado un nombre desconocido, del que
apenas se acordaba, no le resultó lo bastante curioso para analizarlo. Le pareció, eso sí,
extraño y, tras un ligero escalofrío, en atención a la extendida opinión del momento sobre la
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frialdad de las noches, se acurrucó de nuevo y se volvió a dormir; pero esta vez su sueño sí
iba a ser recordado.
Soñó que iba por un camino polvoriento cuya blancura resaltaba en la oscuridad de una
noche de verano. No sabía de dónde venía aquel camino ni adónde iba, ni tampoco por qué
lo recorría, pero todo parecía de lo más normal y natural, como suele ocurrir en los sueños:
en el país que hay más allá del lecho las sorpresas no turban y la razón descansa. Enseguida
llegó a una bifurcación: del primer camino partía otro que parecía intransitado desde hacía
tiempo porque, en opinión de Frayser, debía conducir a algún lugar maldito. Empujado por
una imperiosa necesidad, y sin la menor vacilación, lo siguió.
Según avanzaba, llegó a la conclusión de que por allí rondaban criaturas invisibles cuyas
formas no conseguía adivinar. Unos murmullos entrecortados e incoherentes, que a pesar de
ser emitidos en una lengua extraña Frayser comprendió en parte, surgieron de los árboles
laterales. Parecían fragmentos de una monstruosa conjura contra su cuerpo y su alma.
Aunque ya estaba muy avanzada la noche, el bosque interminable se encontraba bañado
por una luz trémula que, al no tener punto de difusión, no proyectaba sombras. Un charco
formado en la rodada de una carreta emitía un reflejo carmesí que llamó su atención. Se
agachó y hundió la mano en él. Al sacarla, sus dedos estaban manchados. ¡Era sangre!
Sangre que, como pudo observar entonces, le rodeaba por todas partes: los helechos que
bordeaban profusamente el camino mostraban gotas y salpicaduras sobre sus grandes hojas;
la tierra seca que delimitaba las rodadas parecía haber sido rociada por una lluvia roja.
Sobre los troncos de los árboles había grandes manchas de aquel color inconfundible, y la
sangre goteaba de sus hojas como si fuera rocío.
Frayser contemplaba todo esto con un temor que no parecía incompatible con la
satisfacción de un deseo natural. Era como si todo aquello se debiera a la expiación de un
crimen que no podía recordar, pero de cuya culpabilidad era consciente. Y este sentimiento
acrecentaba el horror de las amenazas y misterios que le rodeaban. Pasó revista a su vida
para evocar el momento de su pecado, pero todo fue en vano. En su cabeza se
entremezclaron confusamente imágenes de escenas y acontecimientos, pero no consiguió
vislumbrar por ningún lado lo que tan ansiosamente buscaba. Este fracaso aumentó su
espanto; se sentía como el que asesina en la oscuridad sin saber a quién ni por qué. Tan
horrorosa era la situación -la misteriosa luz alumbraba con un fulgor amenazador tan
terrible, tan silencioso; las plantas malignas, los árboles, a los que la tradición popular
atribuye un carácter melancólico y sombrío, se confabulaban tan abiertamente contra su
sosiego; por todas partes surgían murmullos tan sobrecogedores y lamentos de criaturas tan
manifiestamente ultraterrenas- que no la pudo soportar por más tiempo y, haciendo un gran
esfuerzo por romper el maligno hechizo que condenaba sus facultades al silencio y la
inactividad, lanzó un grito con toda la fuerza de sus pulmones. Su voz se deshizo en una
multitud de sonidos extraños y fue perdiéndose por los confines del bosque hasta apagarse.
Entonces todo volvió a ser como antes. Pero había iniciado la resistencia y se sentía con
ánimos para proseguirla.
-No voy a someterme sin ser escuchado -dijo-. Puede que también haya poderes no
malignos transitando por este maldito camino. Les dejaré una nota con una súplica. Voy a
relatar los agravios y persecuciones que yo, un indefenso mortal, un penitente, un poeta
inofensivo, estoy sufriendo. Halpin Frayser era poeta del mismo modo que penitente, sólo
en sueños.
Sacó del bolsillo un pequeño cuaderno rojo con pastas de piel, la mitad del cual dedicaba
a anotaciones, pero se dio cuenta de que no tenía con qué escribir. Arrancó una ramita de
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un arbusto y, tras mojarla en un charco de sangre, comenzó a escribir con rapidez. Apenas
había rozado el papel con la punta de la rama, una sorda y salvaje carcajada estalló en la
distancia y fue aumentando mientras parecía acercarse; era una risa inhumana, sin alma,
tétrica, como el grito del colimbo solitario a media noche al borde de un lago; una risa que
concluyó en un aullido espantoso en sus mismos oídos y que se fue desvaneciendo
lentamente, como si el maldito ser que la había producido se hubiera retirado de nuevo al
mundo del que procedía. Pero Frayser sabía que no era así: aquella criatura no se había
movido y estaba muy cerca.
Una extraña sensación comenzó a apoderarse lentamente tanto de su cuerpo como de su
espíritu. No podía asegurar qué sentido, de ser alguno, era el afectado; era como una
intuición, como una extraña certeza de que algo abrumador, malvado y sobrenatural,
distinto de las criaturas que le rondaban y superior a ellas en poder, estaba presente. Sabía
que era aquello lo que había lanzado esa cruel carcajada, y ahora se aproximaba; pero
desconocía por dónde y no se atrevía a hacer conjeturas. Sus miedos iniciales habían desa-
parecido y se habían fundido con el inmenso pavor del que era presa. A esto se añadía una
única preocupación: completar su súplica dirigida a los poderes benéficos que, al cruzar el
bosque hechizado, podrían rescatarle si se le negaba la bendición de ser aniquilado.
Escribía con una rapidez inusitada y la sangre de la improvisada pluma parecía no agotarse.
Pero en medio de una frase sus manos se negaron a continuar, sus brazos se paralizaron y el
cuaderno cayó al suelo. Impotente para moverse o gritar, se encontró contemplando el
rostro cansado y macilento de su madre que, con los ojos de la muerte, se erguía pálida y
silenciosa en su mortaja.
II
En su juventud, Halpin Frayser había vivido con sus padres en Nashville, Tennessee. Los
Frayser tenían una posición acomodada en la sociedad que había sobrevivido al desastre de
la guerra civil. Sus hijos habían tenido las oportunidades sociales y educativas propias de su
época y posición, y habían desarrollado unas formas educadas y unas mentes cultivadas.
Halpin, que era el más joven y enclenque, estaba un poquito mimado; en él se hacía patente
la doble desventaja del mimo materno y de la falta de atención paterna. Frayser père era lo
que todo sureño de buena posición debe ser: un político. Su país, o mejor dicho, su región y
su estado le llevaban tanto tiempo y le exigían una atención tan especial que sólo podía
prestar a su familia unos oídos algo sordos a causa del clamor y del griterío, incluido el
suyo, de los líderes políticos.
El joven Halpin era un muchacho soñador, indolente y bastante sentimental, más amigo
de la literatura que de las leyes, profesión para la que había sido educado. Aquellos
parientes suyos que creían en las modernas teorías de la herencia veían en el muchacho al
difunto Myron Bayne, su bisabuelo materno, quien de ese modo volvía a recibir los rayos
de la luna, astro por cuya influencia Bayne llegó a ser un poeta de reconocida valía en la
época colonial. Aunque no siempre se observaba, sí era digno de observación el hecho de
no considerar un verdadero Frayser a aquél que no poseyera con orgullo una suntuosa copia
de las obras poéticas de su antecesor (editadas por la familia y retiradas hacía tiempo de un
mercado no muy favorable); sin embargo, y de forma incomprensible, la disposición a
honrar al ilustre difunto en la persona de su sucesor espiritual era más bien escasa: Halpin
era considerado la oveja negra que podía deshonrar a todo el rebaño en cualquier momento
poniéndose a balar en verso. Los Frayser de Tennessee eran gente práctica, no en el sentido
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diagnóstico que el joven prefirió guardar para sí con una sonrisa, pero se siente en la
obligación de añadir, de su cosecha, que nunca unos dedos parecieron menos rígidos y con
menos apariencia de insensibilidad.
El resultado fue que, de estas dos personas con los mismos raros conceptos sobre el
deber, una se fue a California, tal y como demandaba su clientela, y la otra se quedó en
casa, obedeciendo así al deseo, apenas consciente, de su marido.
Una oscura noche Halpin Frayser iba caminando por el puerto de San Francisco y, de un
modo tan repentino como sorprendente, se vio convertido en marinero. Lo que ocurrió en
realidad fue que le emborracharon y le arrastraron a bordo de un barco enorme que zarpó
con destino a un país lejano. Pero sus desventuras no acabaron con el viaje, pues el barco
encalló en una isla al sur del Pacífico y pasaron seis años antes de que los supervivientes
fueran rescatados por una goleta mercante y devueltos a San Francisco.
Aunque volvía con la bolsa vacía, Frayser no era menos orgulloso de lo que había sido en
los años anteriores, ya tan lejanos para él. No quiso aceptar ayuda de extraños, y fue
mientras vivía con otro superviviente cerca de la ciudad de Santa Helena, en espera de
noticias y dinero de su familia, cuando se le ocurrió salir a cazar y soñar.
III
La aparición del bosque -esa cosa tan parecida y, sin embargo, tan distinta a su madre- era
horrible. No despertaba ni amor ni anhelo en su corazón; tampoco le traía recuerdos
agradables de los días felices. En resumen, no le inspiraba ningún sentimiento especial,
pues cualquier emoción quedaba ahogada por el miedo. Intentó volverse y huir pero las
piernas no le obedecieron: ni siquiera podía levantar los pies del suelo. Los brazos le
colgaban inertes en los costados; sólo conservaba el control de los ojos y no se atrevía a
apartarlos de las apagadas órbitas del espectro, del que sabía que no era un alma sin cuerpo,
sino lo más espantoso que aquel bosque hechizado podía albergar: ¡un cuerpo sin alma! En
su mirada vacía no había amor, piedad o inteligencia alguna, nada a lo que apelar. «No ha
lugar a apelación», pensó, rememorando absurdamente el lenguaje profesional tiempo atrás
aprendido. Pero de su ocurrencia no se dedujo ningún alivio.
La aparición continuaba frente a él, a un paso, observándole con la torpe malevolencia de
una bestia salvaje. Fue tan largo este momento que el universo envejeció, cargado de años y
culpas, y el bosque, triunfante tras aquella monstruosa culminación de terrores, desapareció
de su mente con todas sus imágenes y sonidos. De pronto, el espectro extendió sus manos y
se abalanzó sobre él con terrible ferocidad. Halpin recuperó sus energías, pero no su
voluntad: su poderoso cuerpo y sus ágiles miembros, dotados de una vida propia, ciega e
insensata, resistieron vigorosamente, pero su mente seguía hechizada. Por un instante vio
ese increíble enfrentamiento entre su inteligencia muerta y su organismo vivo como un
simple espectador; esto, como se sabe, suele suceder en los sueños. Pero enseguida recobró
su identidad, y dando un salto hacia su interior, el valeroso autómata recuperó de nuevo su
voluntad rectora, tan expectante y agresiva como la de su detestable rival.
Pero, ¿qué mortal puede derrotar a una criatura hija de su propio sueño? La imaginación
que crea al enemigo está vencida de antemano; el resultado del combate es su misma causa.
A pesar de sus esfuerzos, de una fortaleza y actividad que parecían inútiles, sintió cómo
unos dedos fríos se aferraban a su garganta. De espaldas sobre la tierra, vio, a un palmo de
distancia, aquel rostro muerto y descarnado. Al instante todo se oscureció. Se oyó el sonido
de tambores lejanos y el murmullo de voces bulliciosas, a los que siguió un grito agudo y
24
distante que redujo todo al silencio. Halpin Frayser soñó que estaba muerto.
IV
Tras una noche templada y clara, la mañana amaneció con niebla. El día anterior, hacia la
media tarde, se había visto una cortina de vapor -el fantasma de una nube- que se acercaba
a la ladera oeste del monte Santa Helena, a sus estériles alturas. Era una capa tan fina y
translúcida, tan parecida a una fantasía hecha realidad que uno habría exclamado: «¡Miren,
miren, rápido: en un momento habrá desaparecido.»
Pero enseguida empezó a hacerse mayor y más densa. Mientras un extremo se adhería a
la montaña, el otro se elevaba cada vez más por encima de los cerros. Al mismo tiempo se
extendía hacia el norte y hacia el sur y se fundía con pequeños jirones de niebla que, con la
sensata intención de ser absorbidos, surgían de las laderas. Fue creciendo y creciendo hasta
hacer imposible la visión de la cumbre desde el valle, que quedó cubierto por un dosel gris
y opaco. En Calistoga, que se extiende al pie de la montaña, donde el valle comienza,
tuvieron una noche sin estrellas y una mañana sin sol. La niebla se hundía cada vez más y
se extendía en dirección sur, cubriendo rancho tras rancho hasta alcanzar la ciudad de Santa
Helena, a nueve millas de distancia. El polvo se había asentado sobre el camino y los
pájaros estaban posados en silencio sobre los árboles empapados. La luz de la mañana era
pálida y fantasmal, sin color o brillo alguno.
Al despuntar el alba, dos hombres abandonaron la ciudad de Santa Helena en dirección
norte, hacia Calistoga. Aunque llevaban escopeta al hombro, nadie les habría confundido
con un par de cazadores; eran el ayudante del sheriff de Napa y un detective de San
Francisco, Holker y Jaralson, respectivamente. Su misión era cazar a un hombre.
-¿Está muy lejos? -preguntó Holker, mientras sus pisadas dejaban al descubierto la tierra
seca que había bajo la superficie húmeda del camino.
-¿La iglesia blanca? Como a media milla -contestó el otro-. Por cierto -añadió-, ni es una
iglesia ni es blanca; se trata de una escuela abandonada, gris por los años y el descuido. En
otro tiempo, cuando era blanca, se realizaban en ella servicios religiosos. Tiene un
cementerio que haría las delicias de un poeta. ¿Adivina usted por qué mandé buscarle y le
advertí que viniera armado?
-Oh, nunca se me ha ocurrido preguntarle sobre esos temas. Sé que usted siempre informa
en el momento oportuno. Pero si se trata de hacer conjeturas, creo que lo que usted quiere
es que le ayude a detener a uno de los cadáveres del cementerio.
-¿Se acuerda usted de Branscom? -preguntó Jaralson, respondiendo al ingenio de su
compañero con la indiferencia que se merecía.
-¿El tipo que degolló a su mujer? Ya lo creo. Me costó una semana de trabajo y un
montón de dólares. Ofrecen quinientos de recompensa, pero no hemos conseguido echarle
la vista encima. No querrá usted decir que...
-Exacto, lo han tenido bajo sus narices todo este tiempo. Por las noches viene al viejo
cementerio de la iglesia blanca.
-¡Demonios! Es donde está enterrada su mujer.
-Bueno, deberían ustedes haber supuesto que algún día tendría la tentación de volver.
-Es el último lugar que se nos habría ocurrido.
-Como ya habían rastreado todos los demás, al conocer su fracaso, le esperé allí.
-¿Y le encontró?
-¡Maldita sea! Él me encontró a mí. El muy bribón me tomó la delantera: se me echó
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encima y me hizo correr a gusto. Fue una suerte que no acabara conmigo. ¡Menudo pájaro!
Me contentaría con la mitad de la recompensa, si es que usted necesita la otra mitad.
Holker se echó a reír y dijo que sus acreedores estaban más impacientes que nunca.
-Quería sencillamente mostrarle el terreno y preparar un plan con usted -dijo el detective-.
Creí que, aunque fuera de día, era mejor ir bien armados.
-Ese hombre debe de estar loco -dijo el ayudante del sheriff. La recompensa es por su
captura y condena. Si está loco, no le condenarán.
El señor Holker, profundamente afectado por tal posibilidad, se detuvo involuntariamente
un instante y reanudó la marcha con menos entusiasmo.
-Bueno, lo parece -asintió Jaralson-. Debo admitir que nunca he visto un canalla con peor
pinta: mal afeitado, con el pelo totalmente revuelto... Reúne todo lo peor de la vieja y
honorable orden de los vagabundos. Pero he venido a por él y no se me escapará. La gloria
nos espera. Nadie más sabe que está a este lado de las Montañas de la Luna.
-De acuerdo -dijo Holker-. Vamos allá e inspeccionemos el terreno donde pronto yacerás
-añadió empleando las palabras que en tiempos fueran tan usadas en las inscripciones
funerarias-. Quiero decir, si es que el viejo Branscom llega a cansarse de usted y de su
impertinente intromisión. Por cierto, el otro día oí decir que su verdadero nombre no es
Branscom.
-Entonces ¿cuál es?
-No me acuerdo. Había perdido todo interés por ese rufián y no lo grabé en la memoria.
Era algo como Pardee. La mujer a la que tuvo el mal gusto de degollar era viuda cuando él
la conoció. Había venido a California a buscar a unos parientes. Ya sabe, hay gente que lo
hace. Pero bueno, usted ya conoce esa historia.
-Naturalmente.
-Pero si no sabía su verdadero nombre, ¿por qué feliz inspiración encontró la tumba? El
mismo que me dijo el nombre comentó que está grabado en la lápida.
-Yo no sé dónde está esa tumba -contestó Jaralson, algo reacio a admitir su ignorancia
acerca de un detalle tan importante en el plan-. He estado inspeccionando el lugar, nada
más. Precisamente identificar esa tumba es una parte del trabajo que hemos de realizar esta
mañana. Aquí tenemos la iglesia blanca.
El camino había estado bordeado por campos hasta entonces. Ahora, a la izquierda, se
veía un bosque de encinas y madroños y unos abetos gigantescos cuya parte inferior era
difícil de distinguir entre la niebla. Los arbustos, bastante espesos, no llegaban a ser im-
practicables. Al principio Holker no veía el edificio pero, al adentrarse en el bosque, sus
vagos contornos, que parecían enormes y distantes, aparecieron entre la bruma. Unos
cuantos pasos más y ahí estaba, claramente visible, oscurecido por la humedad y de un
tamaño insignificante. Era la típica escuela de aldea con un basamento de piedra y forma de
caja de embalar. Tenía el tejado cubierto de musgo, y los cristales y marcos de las ventanas
rotos. Su estado era ruinoso, pero no era una ruina, sino uno de los típicos sucedáneos
californianos de lo que las guías extranjeras llaman «monumentos del pasado». Tras un
rápido vistazo a una construcción tan poco interesante, Jaralson se dirigió hacia la parte
posterior, llena de maleza húmeda.
-Le voy a mostrar dónde me sorprendió -dijo-. Éste es el cementerio.
Por todas partes surgían pequeños recintos con tumbas, en ocasiones no más de una, entre
los matorrales. Unas veces se las reconocía por las piedras descoloridas y las tablas
podridas que, cuando no estaban en el suelo, descansaban sobre sus cuatro ángulos; otras,
por las estacas carcomidas que las rodeaban y, más raramente, por un montículo de hoja-
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rasca bajo la que se podían distinguir algunos cascotes. En muchos casos el lugar que
acogía los restos de algún pobre mortal -quien, con el paso del tiempo, había sido
abandonado por el círculo de sus afligidos amigos- no estaba indicado más que por una
depresión en la tierra, más duradera que la de sus propios deudos. Los senderos, si es que
alguna vez los hubo, no habían dejado huella alguna. Entre las tumbas crecían unos grandes
árboles que arrancaban con sus raíces las cercas de los recintos. Por todas partes reinaba esa
atmósfera de abandono y decadencia que en ningún otro sitio parece tan indicada y
significativa como en una aldea de muertos olvidados.
Los dos hombres, con Jaralson a la cabeza, atravesaron los espesos matorrales; de pronto,
aquel hombre decidido se detuvo y, tras levantar la escopeta a la altura del pecho, musitó
una palabra de alerta y permaneció con la vista clavada frente a él. Su compañero, en
cuanto pudo librarse de la maleza, le imitó y, aunque no había visto nada, se puso en
guardia ante lo que pudiera suceder. Un instante después Jaralson comenzó a avanzar
cautelosamente, con Holker tras él.
Bajo las ramas de un enorme abeto yacía un cuerpo sin vida. Los dos hombres, en
silencio junto a él, examinaron los detalles que en un primer momento suelen llamar la
atención: el rostro, la actitud, la ropa: todo aquello que más rápidamente responde a las
mudas preguntas de una curiosidad sana.
El hombre estaba boca arriba, con las piernas separadas. Tenía un brazo extendido hacia
arriba y el otro doblado en ángulo con la mano cerca de la garganta. Sus puños estaban
fuertemente apretados, en actitud de desesperada pero inútil resistencia a... no se sabe qué.
Junto a él había una escopeta y un morral de cazador a través de cuyas mallas se veían
plumas de pájaros muertos. A su alrededor había rastros de una lucha encarnizada; unos
pequeños brotes de encina venenosa aparecían tronchados, sin hojas ni corteza. Alguien
había acumulado con sus pies hojarasca en torno a sus piernas. Unas huellas de rodillas
humanas aparecían junto a sus caderas.
La ferocidad de la lucha era evidente con solo observar la garganta y el rostro del
cadáver. A diferencia del color blanco de su pecho y manos, aquellos tenían un color
púrpura, casi negro. Sus hombros descansaban sobre una leve prominencia del terreno, lo
que hacía que la cabeza cayera bruscamente hacia atrás, con los ojos en dirección contraria
a la de los pies. Una lengua, negra e hinchada, surgía de entre la espuma que llenaba su
boca abierta. Sobre la garganta había unas marcas horribles: no eran las simples huellas de
unos dedos, sino magulladuras y heridas producidas por unas manos fuertes que debían de
haberse hundido en la carne, manteniendo su terrible tenaza hasta mucho después de
producir la muerte. El pecho, la garganta y el rostro estaban húmedos; tenía la ropa
empapada y unas gotas de agua, condensación de la niebla, salpicaban el pelo y el bigote.
Los dos hombres observaron todo esto casi de un vistazo, sin hacer ningún comentario.
Después Holker rompió el silencio.
-¡Pobre diablo! Debió de tener un final horroroso.
Jaralson, con la escopeta firmemente agarrada y el dedo en el gatillo, inspeccionó
atentamente el bosque con la mirada.
-Esto es obra de un loco -dijo sin apartar la vista de la espesura-. La obra de Branscom...
Pardee.
Algo que había en el suelo, semicubierto por las hojas, llamó la atención de Holker. Era
un cuaderno rojo con pastas de piel. Lo cogió y lo abrió. Contenía hojas en blanco para
anotaciones en la primera de las cuales estaba escrito el nombre «Halpin Frayser». Con
tinta roja y garabateadas a lo largo de varias páginas, aparecían las siguientes líneas, que
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Holker leyó en voz alta, mientras su compañero seguía vigilando los oscuros confines de
aquel entorno y escuchaba con aprensión el gotear de los árboles. Decía así:
Al fin, lo invisible...
De entre la niebla -y al parecer desde muy lejos-, les llegó el sonido de una risa sofocada
y desalmada, tan desprovista de alegría como la de una hiena que ronda en la noche del
desierto en busca de presa. Una risa que se elevó poco a poco y se fue haciendo cada vez
más nítida, fuerte y terrible, hasta que pareció rozar los límites del círculo de visión de los
dos hombres. Era una risa tan sobrenatural, inhumana y diabólica que les produjo un pavor
indescriptible. No movieron sus armas, ni siquiera pensaron en ellas: la amenaza de aquel
horrible sonido no era de los que se combaten con ellas. Tras un grito culminante que
pareció sonar junto a sus oídos, comenzó a disminuir paulatinamente hasta que sus débiles
notas, tristes y mecánicas, se extinguieron en el silencio, a una distancia enorme.
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Salvador Novo, integrante del grupo ―Los Contemporáneos‖, aparte de sus poemas más
conocidos, dejó una serie de versos que han sido poco difundidos debido a su malaleche y
humor soez. Estos textos no se encuentran en las antologías de poesía mexicana, ni
siquiera en las de la obra del autor. En vida llegó a reunir algunos en su libro Sátira, que
pocas veces se ha reimpreso. Son todavía ―textos malditos‖ de la literatura mexicana,
gracias a una critica ciega y cobarde.
Elías Nandino, otro integrante de aquel grupo, dedicó en su libro de memorias Contando
mis pasos unos párrafos a Novo que nos pareció mejor poner aquí, en lugar de lanzar
nuestro choro:
―SALVADOR NOVO fue muy amigo mío al principio. Después me convencí de que era
incapaz de tener sentimientos amables para nadie. Cada día que lo trataba, reconocía la
imposibilidad de ser sincero con él, porque él no lo era con nadie.
―Salvador era horrendamente feo y, ya de viejo, su figura se perdió en joroba, altura y
barriga. Fui su médico particular durante el tiempo que fue pobre. Cuando alcanzó gran
auge económico ya no me ocupó, y entonces solamente atendía a su mamá que me tenía
mucha fe. Recuerdo cuando fue a los baños del Regis —ahora desaparecidos— y quiso
hacer un paso de danza a lo Imperio, pero se resbaló y se rompió la clavícula. Tuvimos que
encamarlo en el Hospital Juárez y el doctor José Castro Villagrana y yo lo operamos con
anestesia local. "Ya acabamos", le dijimos, y nos contestó naturalmente: "Yo también."
Desgraciadamente, cuando optó por ocupar médicos de gran fama, lo descuartizaron poco a
poco. Le quitaron el apéndice, la vesícula, le amputaron las hemorroides y al último,
cuando le vino una flebitis después de una operación, le operaron también las venas.
Pudiéramos decir que murió de múltiples operaciones quirúrgicas.
―En lo particular, Novo era difícil. Todo lo enfadaba y el fastidio fue un gran compañero
de su vida. En realidad, nunca tuvo un amigo íntimo. El chiste mordaz o la ofensa baja
estaban a flor de labio en él. Como es sabido, siempre le gustó golpear a los amigos que le
caían mal, pero los escogía miopes y prefería que fuera en el elevador. Rápidamente les
quitaba los lentes, les pegaba y se los devolvía para salir corriendo. Así lo hizo con Ermilo
Abreu Gómez y con Rodolfo Usigli. El único que le devolvió los golpes fue Rafael Solana.
Cuando los periodistas le preguntaron a Rafael qué había sentido cuando le pegó a Novo, él
contestó: "Sencillamente sentí como si le pegara a la manteca."
―Eso sí: era divertidísimo; tenía un ingenio tremendo. Cuando lo acompañaba en el
coche, siempre en las esquinas, si veía que el gendarme era guapo, se acercaba, le pedía que
lo infraccionara y le daba una tarjeta con su teléfono. Y una vez, cuando él trabajaba en
Educación, antes de ir a una conferencia, fuimos al baño, y en uno de los muros estaba
escrito: "Salvador Novo es puto." Entonces, debajo de su nombre, puso el nombre del
Secretario de Educación con la misma acusación y el de los altos empleados, por lo que yo
le pregunté: "Pero, ¿por qué haces eso, Salvador?", y él me contestó: "Para que borren."
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En sus poemas satíricos Novo es muy personal. Por ellos conocemos al homosexual
mexicano que se atrevió a salir del closet en una época en que hacerlo era casi una condena
a muerte, pero también conocemos al censor de la SEP que alimentaba odios y ataques
contra medio mundo, y que fue capaz de robarle una obra al dramaturgo Carlos Prieto- hace
poco fallecido- y firmarla como suya, escudándose en su poder de burócrata intelectual (por
cierto, poco antes de su muerte, acelerada tal vez por la de su hija Dennis, una de las
primeras integrantes de lo que luego sería el EZLN caídas en batalla, un fallo casi póstumo
le devolvió a Prieto los derechos de su obra, algo que hubiera sido imposible mientras
Novo vivía).
Es muy sano leer los ataques y burlas que Salvador Novo le dedica a figuras hoy
consagradas e intocables como Diego Rivera, Agustín Yáñez, Ermilo Abreu Gómez, o a las
choteadísimas Frida Khalo y Sor Juana. Por esa salud mental, y por el ingenio grosero y
populachero que muestran, estos poemas merecen más atención de la que se les da, no
merecen ser relegados a un lugar segundón entre su producción, por eso es que decidimos
ofrecer esta pequeña antología de la poesía satírica escrita por Salvador Novo.
PRÓLOGO
LA DIEGADA (1926)
*
Marchóse a Rusia el genio pintoresco
a sus hijas dejando –si podría
hijas llamarse a quienes son grotesco
engendro de hipopótamo y arpía.
*
El berrendo mural, Tauro eminente,
becerro babilonio, Apis moderno,
chivo de la expiación, hijo del cuerno
que las nubes abolla con la frente,
*
Un buey cansado, sucesor del Giotto,
enchicagó su carne enlatecida,
en andamios trepó, y en la Avenida
Quinta de Nueva York hizo alboroto.
SALUTACIONES
33
A mi queridísimo compadre don AGUSTÍN ARROYO CH. para desearle muy feliz
Año Nuevo, después de leer su salutación a 1967 en la 1ª. plana de El Nacional.
1959
1960
1961
LOS AGORISTAS
Si alumbramiento no le da tu vela,
acude, acorre, acógete, recurre,
al juicio de Solón de Mel apela.
*
Hijo de Erasmo Castellanos Quinto,
fruto de la manzana panochera
con que una suripanta pesetera
manchó la tierra al aflojarse el cinto.
CRISOL
UN MAROF
BANDERA DE PROVINCIAS
REDONDILLAS
En que felicita, y aconseja, al doctor Ermilo, pluma ingeniosa, con ocasión del nuevo
estampamiento de sus elegantes, sutiles, claros, ingeniosos, útiles versos.
En mi estado duradero
soy sólo cabeza, y alas,
y ando, en las etéreas salas,
con alas, y sin sombrero.
Y desespera, desola,
anonada y contrapincha
un cuñado que relincha
y una suegra que habla sola.
Ya me asegura mi instinto
que el tal tiene en la cabeza
maleza tal, que en certeza
ni ―Amor es más laberinto‖.
*
Pienso, mi amor, en ti todas las horas
del insomnio tenaz en que me abrazo;
quiero tus ojos, busco tu regazo
y escucho tus palabras seductoras.
RESEÑAS
De esta novela filosófica, que ha sido llevada con gran éxito al teatro en Bagdad, dicen los
iraquíes que su autor es Saddam Hussein. Zabiba y el Rey es algo así como la noche 1002
de Scherezade. Una noche en la que el pueblo –simbolizado por Zabiba- debate con el Rey
sobre todas las cuestiones de la vida, de la política, de la justicia, de la libertad y de la
muerte.
¿Es o no es Saddam Hussein el autor de esta novela que cuenta las relaciones de una hija
del pueblo y un Rey en un espacio-tiempo indeterminado? Sí, todo parece acreditar que
Saddam Hussein es el autor de esta novela, y ello nos remite a muchos casos de políticos
que se dedicaron a la literatura y de escritores que se metieron en la política, y también a
casos de oportunismo, como el de la Academia Sueca que le otorgó a Wiston Churchill el
Premio Nobel de Literatura. Pero también están casos ilustres como el de José Martí, alto
dirigente político y militar de la independencia de Cuba, o el de Leopold Sedar Senghor,
que, además de un gran escritor, fue Presidente de la república de Senegal, su país, durante
veinte años.
¿Saddam Husein es un gran escritor? No me atrevo a decir tanto, pero sí que, puesto a
escribir un relato de ficción, no lo usa para apoyar su propaganda política, al menos
directamente. Esta novela no es un panfleto, se sitúa muy bien en cierta tradición de la
literatura árabe (la novela filosófica), como dice con acierto una nota que acompaña a la
edición española: "una de cuyas obras maestras fue el Al Andalus, del filósofo autodidacto
Abucháfar Abentofáil (siglo XII)".
La imagen de Saddam Hussein aparece aquí bajo una nueva luz, no se sabe cómo entender
la delicadeza de esta historia, aplicada a la imagen de un guerrero, que es la más circulante.
Si Bush con su sangrienta invasión para obtener el petróleo Irakí lo único que logró fue un
acto de magia: Convertir al otrora represor Hussein en héroe nacional y símbolo de la
resistencia, algo añade esta novela a la posible dilucidación de tan contradictoria figura,
pero sobre todo al establecimiento de su esencial complejidad.
montañas del norte de Iraq o en las aldeas próximas, cuando una osa apresa a un pastor lo
lleva hasta su cueva para obligarlo a poseerla y satisfacer así sus deseos. Para ganar el
deseo del pastor la osa lo alimenta con nueces recogidas de lo alto de un árbol o del suelo, y
por las noches intenta robar de las casas de los campesinos queso, almendras, nueces e
incluso uvas pasas".
Un mensaje político, que puede asociarse a la amenaza y al acoso a que estaba sometido el
país cuando Saddam Hussein escribió su novela, y que propondría a su pueblo una
resistencia hasta la muerte -una resistencia numantina-, está acaso en pasajes como aquel en
el que Zabiba dice haber resistido a la violación con todas sus fuerzas: "Pero yo resistí hasta
que mi cuerpo se llenó de heridas y perdí todas mis fuerzas casi como si fuese un cadáver.
Sí, me convertí en un cadáver. ¿Puede ser un cadáver humillado por la violación? ¿Puede
una patria ser humillada cuando su pueblo ha sido exterminado y no queda quien sea capaz
de llevar las armas?"
La historia de amor entre el Rey y Zabiba es muy pulcra y respetuosa, y muy tierna. La
calidad de Zabiba y la entidad de sus reflexiones se impone a la majestad del Rey, y su
mensaje redunda en una crítica de la monarquía, que convive con el amor a la persona de
este rey. ¿Pero qué se defiende? En definitiva, una dialéctica de Pueblo y Poder personal (el
Rey). Pero habrá que acudir a los escritos políticos de Saddam Hussein para hallar
formulaciones políticas propiamente dichas. Por ejemplo: "La Revolución no ha sido
realizada por esfuerzos del Partido Baaz Árabe Socialista aisladamente, sino por el papel
del pueblo y de las fuerzas patrióticas".
En Irak ya se agotó la segunda edición del libro, que es todo un best-seller en ese país. Se
está esperando que llegue la tercera edición, impresa en Beirut. En España, Zabiba y el rey
fue editada por Hiru desde hace dos años (www.hiru-ed.com) y firmada por el seudónimo
Mohamad Alsaqar. En su nota de presentación, la editora Eva Forest cuenta cómo un árabe
le entregó en Bagdad el manuscrito pidiendo mantener el anonimato del autor, si bien le
reveló a la editora la identidad del escritor. También en Argentina la publicó una pequeña
editorial, pero aún falta la edición mexicana.
Estados Unidos invadió, destruyó, y actualmente sojuzga como colonia, el país donde nació
la cultura occidental, la lengua escrita, el alfabeto, la literatura y el primer poema épico del
mundo –El Gilgamesh, que no es sólo origen de libros como la Biblia, la Odisea y el
Mahabaratha, sino que es en si una de las obras mas bellas e intensas de la literatura
humana-. Hussein podrá haber sido un Dictador, pero es imposible imaginar a un cowboy
ignorante, neoliberal, racista y fascista del tipo Bush o Fox, escribiendo una novela
filosófica de honda poesía, donde haya lugar para la ambigüedad y la incertidumbre.
Roke Aldekoa
©The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
y
Robert Fisk
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La Jornada/Rebelión
18/07/2004
El cine de humor negro no ha tenido mucha suerte en México. Mientras la literatura del
país tiene a las calaveras y la plástica a Posada y Manilla, en el cine brilla por su ausencia
una tradición que cualquier extranjero supondría existe.
Otra notable excepción: MÁTENME PORQUE ME MUERO, donde aparte de ver bailar a
Tongolele ―El mambo de la muerte‖, presenciamos como TÍN-TAN, lleno tanto de ansias
suicidas como de cobardía, contrata para que lo suiciden a un sindicato de asesinos, que le
garantizan no verá el próximo amanecer.
Tal vez es en la animación donde hay que buscar la mejor obra de humor negro de los
últimos años: HASTA LOS HUESOS, de René Castillo.
Por eso es agradable ver una película como CLUB EUTANASIA(Entre menos burros...),
escrita y dirigida por Agustín Oso Tapia. Su tema es de lo más logrado: Cuatro ancianos
forman un club secreto consagrado a la aniquilación de sus compañeros de asilo, pues la
escasez de alimentos y medicinas los ha orillado a tomar esa medida.
Aparte del tema, tiene otros 2 aciertos: El principal es la dirección fotográfica de Javier
Morón, quien logra una textura oscura, opaca y claustrofóbica -al menos en la copia pirata
que vi-, cercana en cierto modo al cuento gótico. El otro logro es el casting de actores. Es
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divertido ver a Xavier López ―Chabelo‖, eterno niño de las ―queteasfixias‖, haciéndole de
viejito chocheador. También es agradable encontrarse con el sobreviviente de los todavía
entretenidos Polivoces, Eduardo Manzano, quien la hace muy bien de enfermo de
Alzheimer. Aparecen también Sergio Corona, Ofelia Medina, Rosita Quintana, Magda
Guzmán, Lorenzo de Rodas y Héctor González, actores que hasta hace pocos años nos
hartaban con tanta aparición en cine y TV, pero que por su edad son ahora parte de la
mayoría mexicana de los desempleados. Así, tal vez sin quererlo, la película se convierte en
una versión chacotera de EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES, donde actores como
Marlene Dietrich y Buster Keaton la hacen de olvidadas ex-estrellas. De hecho, Rosita
Quintana interpreta a una actriz venida a menos.
Nicolás
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