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considere importantes.
El lugar del docente en la actualidad dista mucho de la imagen épica e impoluta típica de los
actos del 11 de septiembre en algún patio de baldozas de escuela primaria. Por un lado porque esa
imagen siempre fue artificial. Por otro, porque las condiciones en que se pensaba (y proyectaba) ese
docente ideal eran completamente diferente de las actuales. Y por último, porque sería imposible
para ese docente de guardapolvo indeclinalemente blanco, peinado inmóvil, presentismo intachable
y rectitud inquebrantable, existir en el contexto escolar contemporáneo. Esa imagen no es más que
una construcción artificial del docente de manera épica que buscó, tal vez, reproducir un conjunto
de significaciones sociales propias del período de organización del Estado, según la cual el maestro
(o la maestra, siendo exactos) era pieza fundamental para la construcción de un ser nacional
homogéneo, instruído y adaptado a permanecer por lapsos de tiempo preestablecidos, quieto y
concentrado en una tarea, en un lugar cerrado y aceptado las órdenes de quien fuese la autoridad. Es
decir, al sujeto necesario para el modelo moderno e industrial-capitalista que se pretendía alcanzar.
Claramente, mas allá de mantener en muchos sectores algunas de estas metas “homogeneizadoras”
como la de domesticación para el mercado laboral, hoy a nadie se le ocurriría hablar de esta manera
del docente.
Esta imagen impoluta nos resulta irreprochable por mostrarse infalible e inapelable, adjetivos
que lejos están de ser emparentados con el docente en la actualidad. El lugar del portador del
conocimiento que se le había otorgado pasa a entrar en discusión. Por un lado porque los continuos
bombardeos desde los medios y las políticas de Estado (muchas veces motor de este tratamiento
desde los medios) tendiente a la precarización laboral docente y el achicamiento de las políticas de
inculsión y permanencia en la escuela, llevaron a un cuestionamiento permanente no sólo de la
institución y los resultados que obtiene (mirando las encuestas sobre índices de deserción y
repitencia) sino del conocimiento mismo que allí se enseña.
El docente infringe las reglas al dejar de ser el niño aplicado que leía bajo la higuera y soñaba
con ser maestro. Infringe la regla del sentido común porque exije, a través de los gremios, mejoras
laborales, en relación a la remuneración pero también a las situaciones institucionales y áulicas. Que
el docente deje de serlo por mera vocación y pase a ser un profesional de la educación resulta,
principalmente ante los gobiernos neoliberales como el actual, un agente molesto.
La idea de la profesionalización de la docencia, que en los círculos de formación pareciera una
obviedad, sigue siendo resistida. Las nuevas políticas educativas vuelven a poner el foco para
explicar el fracaso escolar (categoría discutible, coo hemos visto en los diversos teóricos) en el
docente y le reprochan este corrimiento del lugar de la vocación. Esto es replicado por los diferentes
medios de comunicación, principalmente en momentos de lucha salarial docente. Recuérdese el
caso de los “docentes voluntarios” impulsado por manos fantasmas pero felizmene recibidos por
grandes sectores de la población y del gobierno. Cuando un docente “para” no es considerado como
trabajador que lucha por mejoras de sus condiciones laborales y de reconocimiento, sino como
alguien que debiera trabajar más allá de las condiciones materiales porque es su vocación, porque él
lo elige y no puede dejar sin ese privilegio a los chicos. Pareciera que la idea de sacrificio está
arraigada al docente porque ya desde su nacimiento como profesión del Estado resultaba
imprescindible este sacrificio desde el punto de vista económico.
El descrédito social sobre la labor docente, influenciado y hostigado, como decíamos arriba, por
intereses políticos y económicos, también se ve potenciado porque pareciera que “calquiera puede
opinar” ya que todos han transitado por la institución escolar y por ello pueden juzgar la práctica.
Pero también, pareciera que la enseñanza fuese, en el sentido común, una capacidad innata propia
del hombre y que cualquiera puede desarrollar esta labor (volvamos a pensar en los “docentes”
voluntarios). Siendo así, el docente es juzgado por millones de “expertos escolarizados” y la
importancia de su trabajo y trayecto formativo queda tambaleante ante la mirada indignada de
quienes lo ven desde afuera y complaciente de los que lo necesitan hostigado. Y frente a esta crisis
de la imagen docente, la condena encarnizada de la sociedad por las luchas laborales llevadas
adelante y la puesta en cuestión de la institución y los conocimientos (de lo que hablaremos
posteriormente) lleva a la percepción de la profesión como inestable. Si hasta hace unos años, la
docencia era un lugar de trabajo seguro, las políticas actuales de cierre de programas de
capacitación y la constante incertidumbre a cerca de la continuidad de planes como el FINeS y el
alcance de los títulos, amparados por la opinión pública (pues el docente “toma de rehén a los
chicos”) genera una situación de inestabilidad y temor en los docentes, en especial del sector
privado. Este amparo es fogoneado por argumentos que apelan a lo emotivo (hablando de los niños
y cómo se le niega el acceso al conocimiento- al que cínicamente defenstran en otros momentos) y
que contrastan con la experiencia de los sacrificados docentes rurales que asisten a clases con las
peores inclmencias climáticas (obviando la clara responsabilidad gubernamental para que deban
deban sacrificarse de esa manera)
Volviendo al patio de baldozas y el acto escolar, vamos al segundo gran estorbo para el maestro
impoluto: el contexto. Claramente el contexto sarmientino y el actual no son el mismo. Sin embargo
hay muchos elementos de la escuela que se arraigaron a los mástiles y resulta difícil sacarlas, como
la necesidad de homogeneización a la que aspiraba esa escuela. En la actualidad homogeneizar
pareciera ser palabra tabú, y, sin embargo, sigue siendo uno de los efectos de nuestro paso por el
colegio. Porque al guardapolvo blanco lo sustituyeron uniformes que raramente escapan del azul o
el gris. Y si lo hacen muy probablemente caiga en el marrón o el verde. Porque se sigue esperado un
cierto grado de homogeneización, principalmente, relacionado a lo corporal. A la “creación de
hábitos”. Sin embargo, (y felizmente) la homogeneidad fue destronada y relegada a la vestimenta,
aunque aún se resista en ciertas prácticas, instituciones y representaciones. Y nace un gran
interrogante, el de abrirnos a lo heterogéneo.
La atender a la heterogeneidad es el mayor desafío y del que menos certezas podemos tener. La
diversidad de alumnos, portadores de experiencias, conocimientos, recorridos culturales, procesos
de subjetivación, se manifiesta en el aula, en la escuela y debe ser atendida. Valorizar esas
individualidades es la que nos permitirá resignificar los contenidos, o mejor dicho dotar de
significatividad el saber escolar que en su condición de instrumento abstracto y artificial, muchas
veces es sentido como ajeno.
Y ahí vamos a otra de las diferencias con el maestro de las baldozas. Ese maestro era percibido
como incuestionable, ya que el saber del que era poseedor y les transmitía a sus alumnos era
estable, acabado y valioso, y a partir de allí construía parte de su autoridad. Actualmente, lejos
estamos de pensar en un conocimiento como un paquete acabado. Esta en constante construcción, y
esta es colectiva y variable.
Por otro lado, la nube de la duda se posó sobre la validez de estos saberes. ¿Es realmente
importante ir a la escuela?¿sirve? Y la respuesta muchas veces es “tenes que tener el papel”, “qué
importa si le enseñan poco, para lo que sirve el secundario....” y entonces el conocimiento, base de
la identidad docente (era “el que sabía”) es cuestionado en relación a la idea de utilidad práctica
inmediata. Y en esta crítica, se va por el caño el esfuerzo de los docentes por jerarquizar el objeto de
aprendizaje, principalmente el de los profesores de artes, que tienen constantemente que certificar el
“para qué puede servir en la vida real aprender la disciplina”. Y es en este sentido que podrían
pensarse las nuevas directivas con los recortes que implican los contenidos irrenunciables
propuestos por el Ministerio de Educación. Pareciera que es necesario reafirmar la
indispensabilidad del contenido escolar.
Entonces hay que buscar nuevos lugares de autoridad, porque el gurdapolvo blanco y su
inherente autoridad ya hace mucho dejó la mayoría de las aulas. Y el saber tampoco es dador de
autoridad per se, ya que no solo lo ue se enseña está en cuestión, sino que el docente no es el único
que enseña ni la escuela el único lugar para aprender. Los tutoriales y el acceso a información casi
ilimitada que implica Internet deja aún más en evidencia la falta de exclusividad repecto al
contenido. Pero ¿cómo se contruye la autoridad? ¿desde qué lugares?¿cuál es la forma de la
autoridad? ¿con quiénes debo negociarla?. Pareciera que en este proceso necesario, el docente y la
institución deben replantearse la legitimación a partir del diálog y el consenso.
Y aparece el fantasma del fracaso, que nuevamente está siendo depositado sobre los hombros
docentes, en su “falta de vocación”. Pero si no todos aprenden de l amisma forma, no todos
aprenden todo, ni al mismo tiempo ¿qué es el fracaso? ¿quiénes fracasan? ¿cómo podemos saber
realmente cuando una práctica educativa es “exitosa”? ¿las pruebas son instrumento válido? ¿el
relato de los alumnos es válido? ¿cómo estamos seguros de no estar mintiéndonos a nosotros
mismos con instrumento creados específicamente àra constatar el éxito o el fracaso? Y todo esto
ante planteos cínicos de atender a lo heterogéneo diversificando las propuestas de enseñanza
atendiendo a la particularidad de los sujetos, a la vez que el éxito de la educación a nivel nacional se
mide con las pruebas Aprender, las cuales se basan en la evaluación del tipo múltiple opción. Y
saludamos de nuevo a la homogeneidad.
Es así como la nauraleza política de las prácticas educativas desbora constantemente, y en este
caso, dos políticas diferentes chocan en la forma de evaluar, llevando consigo a los alumnos, y
cupando al docente y a institución si es ue el alumno “fracasa”.
Y si volvemos al patio de baldozas y el guardapolvo impoluto, no puede existir en este contexto
porque hacen falta docentes que se ensucien, que se metan en el barro para crear lo nuevo. Porque
ser docente hoy no es (y en realidad nuca lo fue) un mero ejercicio de transmisión de conenido, sin
mas bien una práctica compleja en la que interviene la propia subjetividad y las representaciones
que nos hacemos sobre nuestros alumns, la educación, el procesos de enseanza aprendizaje, la
institución y sobre nosotros mismos. Es un juego de representaciones que se mezclan con las
presiones sociales y políticas a la vez que la irrupción de lo cotidiano. Ser docente es ser constructor
de significados y resignificar contenidos. Ser docente entonces implica crear conocimientos en
interacción con los alumnos buscando maneras heterogéneas de abordarlo durante una práctica qe
se supone simultánea, pués la lógica que rige la escela es la de aprendizaje en serie. Uno de los
mayores desafíos, entonces es crear conocimiento significativos, romper la dicotomia del
conocimiento escolar y los saberes “útiles” para la sociedad. Capitalizar el cnocimiento espontáneo
del que hablaba Vigotsky para generar conocimiento científico.
Ser docente hoy implica también reconocer (volver a conocer) al sujeto que aprende en tanto
poseedor de una trayectoria escolar y cultural con un tipo de infancia particular y, muy
probalemente, diametralmente opuesta a la propia. Ser docente es dialogar con esas
individualidades sin dejar de enseñar a grupos, que a su vez poseen particularidades propias. Es
darle lugar a lo individual, pero también a lo colectivo, a lo “científico” y a lo “sentimental”, es
rescatar cada una de las voces ue circulan en el aula, combatiendo el desencanto día a día. Y surgen
las dudas, las preguntas ¿cómo enseñarles a todos todo si son mas de cuarenta solo en este curso?
¿en qué tiempo?¿cómo puedo atender a las multiplicidades individuales?¿Cómo verlas a todas y no
sólo a las “evidentes”?¿cómo transformo las situaciones negativas en materia de aprendizaje?¿cómo
llevo adelante una clase si evidentemente “a nadie le importa”?¿cómo hago interesantes temas que
no parecen gustarles? ¿qué hago con una clase maravillosa que no se dio?¿dónde encuentro nuevas
formas de explicar algo que no se entiende, si ya agoté todas mis ideas?
Es reconocer que aunque el que está frente mío no es aquel a quien esperaba, tendré que sacarme
el guardapolvos, arriesgar el peinado y meterme al barro para crear un instrumento nuevo para
enseñarle al que realmente está ahí. Un instrumento precario y frágil, que puede romperse y
hacernos empezar de nuevo, o moldearse en conjunto y secar al sol, para que el tiepo , el agua y el
viento, lo moldeen a su forma.