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Una mirada a la década de 1820 en Buenos Aires

Mr. Jones y su viaje por Buenos Aires

A partir de la década de 1820, se respira en Buenos Aires cierta tranquilidad,


producto de la finalización de las guerras de independencia que permiten el
desarrollo de actividades productivas y comerciales. Es así que muchos ingleses se
radicaron en esta ciudad. Algunos para dedicarse a las actividades comerciales, otros
compraron estancias para criar ganado. También importantes casas comerciales
inglesas instalaron aquí sucursales de sus empresas.

Mr. Jones, viajó desde Londres para supervisar el funcionamiento de una de las
sucursales de la empresa para la que trabajaba. Fue un observador muy atento, no
quería perderse detalle del lugar, su economía, de cómo era la gente y sus
costumbres. Muchas cosas le llamaron la atención durante su estadía y, de regreso a
su país, en una reunión de amigos relató sus impresiones sobre la visita a Buenos
Aires.

La llegada

Partimos de Montevideo y arribamos a Buenos Aires al día siguiente. Como las


aguas del río son poco profundas, los barcos se detienen lejos de las costas y tanto
los pasajeros como las mercancías son trasladados en pequeñas embarcaciones. Al
aproximarnos podemos ver la ciudad. Las edificaciones son todas de la misma altura
y sólo sobresalen las torres de las iglesias. No hay montañas ni bosques, en el fondo
puede apreciarse una vasta y prolongada llanura.

De las barcazas pasamos a toscas carretas que nos llevarían a tierra, porque no
hay suficiente agua para que los botes puedan arrimarse a la orilla. No imaginan ¡qué
desagradable! Al llegar a unos treinta o cuarenta metros de la orilla, los pasajeros nos
encontrábamos rodeados de esas carretillas que también eran utilizadas para
transportar las mercaderías que entran y salen del país.

Las carretillas tenían dos grandes ruedas apoyadas sobre un eje y encima de éste
había una gran plataforma hecha con tablas separadas unas de otras de manera que
el agua pasa entre ellas. Unos cueros estirados hacían de paredes laterales y, a
través de una corta y gruesa lanza se las ataba a un caballo. Los carretilleros
andaban medio desnudos, gritando y empujándose unos a otros y azotando a los
caballos en el agua, con salvaje y grotesca apariencia.

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Me contaron que tiempo atrás había un muelle que entraba en el río y evitaba estos
inconvenientes pero fue desmoronado por la fuerza del agua. Desde entonces el
gobierno no ha querido o no ha podido construir uno nuevo. Creo que debiera ser
una de las primeras obras que cualquier gobierno debe realizar, para comodidad de
los pasajeros y porque traería mayores beneficios para el comercio de Buenos Aires.

Una vista de la ciudad

Las calles y las casas

Una vez en tierra, me dedique a buscar una casa donde poder hospedarme.
Recorrí parte de la ciudad. Sus calles están dispuestas en damero y las principales
habían sido empedradas hacía poco tiempo, creo que en 1823. Las calles se veían
limpias. En cierta ocasión, conversando con la gente de lugar, me enteré que las
piedras que utilizaban para colocar en las calles, las traían de algunas islas que están
frente a Buenos Aires, especialmente la de Martín García. Pero, no todas las calles
se encontraban pavimentadas, algunas eran de tierra lo que ocasionaba que en
tiempos de sequía uno fuera ahogado por el polvo de los caminos y en tiempos de
lluvia se volvieran intransitables, razón por la cual, los vecinos permanecían en sus
casas como si estuvieran prisioneros. Las veredas se elevaban tan sólo un poco más
que las calles de tierra y eran del mismo material. Los cruces de una vereda a otra,
estaban hechos de piedra o de madera y cuando llovía quedaban cubiertos de barro
y resultaba muy peligroso atravesarlos.

A mitad del frente de la ciudad, casi sobre el río, está el Fuerte. Dentro del Fuerte
se encuentran los departamentos del presidente y los ministros. Frente al Fuerte se
encuentra la Plaza Mayor, en el lado norte de la plaza se levanta la Catedral, hacia el
este la Recova (una galería en la que se pueden encontrar pequeños comercios), al
sur una hilera de pequeñas tiendas, hacia el oeste el Cabildo donde tienen su sede
los concejales de la ciudad.

Las casas eran bajas, pero había algunas construcciones nuevas en las que se
habían introducido pisos altos, en los que la planta baja estaba ocupada por
comercios o almacenes de depósito, mientras que en la planta alta residían las
familias. Las ventanas que daban a la calle eran muy bajas y llegaban en su parte
inferior casi a tocar el suelo. Las porteñas se sentaban en los alféizares para
observar a los transeúntes y recibir los saludos de los amigos de los cuales las
separaban fuertes barrotes de hierro que aseguraban las ventanas. En el tiempo que
residí en la ciudad, se prohibieron las tradicionales rejas voladas porque ocasionaron
más de un accidente a los desprevenidos transeúntes. Las rejas no son una

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costumbre inglesa, para nosotros sería como vivir en una prisión. Pero, cuando se ve
colgar de ellas guirnaldas de hermosas plantas, comienzan a parecer decorativas.
También las azoteas eran un lugar de reunión, sobretodo para aquellos que no
deseaban oír el bullicio de la calle y en tiempos de las invasiones inglesas, desde allí
los porteños arrojaron aceite y agua hirviendo a nuestro ejército, ocasionando
muchísimas bajas.

Llegué a la casa que me habían recomendado alquilar. Sus dueños me invitaron a


recorrerla, pude constatar que los porteños ‘[...] carecían [...] en sus casas
particulares de las comodidades europeas. [...] se limitaban a un piso bajo, con todos
los aposentos seguidos, abriéndose unos en otros sin pasadizos ni corredores
intermedios, con toda su distribución casi tan primitiva y molesta como puede
imaginarse’. Las habitaciones daban a un patio, generalmente cuadrado que tiene
como centro un aljibe. La cocina y las piezas de servicio estaban separadas del
edificio principal y al fondo de la casa. Mucho más al fondo aún, se encontraban los
retretes.

‘Los pisos eran de ladrillo, los tirantes de los techos casi nunca se cubrían con un
cielo raso y las paredes tan frías y monótonas como podía hacerlas el blanqueo [...]’,
los muebles eran rústicos y toscos.

‘En invierno calentaban sus frías y húmedas habitaciones por medio de braseros, a
riesgo de sofocar a los que estuviesen dentro con el tufo y el humo del carbón; y se
creía que las chimeneas eran conductoras de la humedad y del frío’ por eso no las
utilizaban. Sin embargo, durante mi estadía pude notar un cambio en las costumbres
debido a la influencia de los extranjeros residentes en la ciudad y a las fluidas
relaciones comerciales con Europa. Las estufas inglesas comenzaron a utilizarse,
también las paredes empezaron a lucir coloridos papeles de las fábricas de París y
las habitaciones, hermosos muebles europeos.

Aunque sabía que la ciudad contaba con dos hoteles ingleses y aunque el precio
del alquiler era elevado, preferí la privacidad y acepté hospedarme en aquella casa.

Los días que siguieron me dediqué al trabajo y a contemplar la vida que se llevaba
en esta ciudad, tan lejana y distinta a nuestra Londres.

Al amanecer sólo pueden advertirse en las calles algunas ratas en busca de


comida, porque los nativos no son muy madrugadores. Un poco más tarde, las calles
comienzan a poblarse de vendedores ambulantes. Las primeras en aparecer son las
carretas de los pescadores que regresan de la playa cargadas de pescado fresco que
llevan al mercado. Luego aparecen los aguateros. ¡No me van a creer lo que digo!,

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pero en Buenos Aires el agua se vende, y bien cara por cierto, porque el agua de los
pozos es salobre y no se puede consumir. Los que pueden disponer de algún dinero,
realizan en sus patios profundas excavaciones para construir los aljibes, donde por
medio de cañerías colectan el agua de lluvia. Pero los más pobres se ven obligados
a comprársela a los aguateros. A pesar que cargan las cisternas en las orillas del río,
el agua no es cristalina y necesita estar en reposo por veinticuatro horas para poder
ser bebida. Para purificar más rápido el agua yo ponía un pedazo de carbón en las
tinajas.

Era increíble, los vendedores continuaban desfilando por las calles montados en
sus caballos ofreciendo sus productos, frutas, panes, aves. Los lecheros,
generalmente niños o jóvenes hijos de los chacareros de los alrededores traían
colgando a cada lado del animal, tarros cargados de leche. También recorrían las
calles los trabajadores que se dirigían a sus talleres y las lavanderas negras o
mulatas que iban hacia la playa llevando la ropa, el jabón y la tabla para refregar en
enormes fuentones sobre sus cabezas y en una de sus manos la pava para calentar
el agua para el mate, porque tanto ellas como los otros trabajadores del país, nada
hacen sin sorber su bebida favorita.

El mercado, ubicado en la Recoleta, sorprende a cualquier extranjero. Ocupa un


espacio cuadrangular con pequeños locales alineados uno al lado del otro, en donde
se establecían los vendedores de frutas, carnes y verduras. Allí, se podía encontrar
pescado de buena calidad y a bajos precios, legumbres, batatas, calabazas, perdices
y todo tipo de frutas, melones, duraznos, uvas, higos. La carne vacuna era traída
desde los mataderos, que se encuentran en las cercanías de la ciudad, diariamente
por los carniceros para ser vendida en trozos.

Aunque la producción local no podía competir con los productos europeos, porque
la gente de Buenos Aires compraba casi todo a Inglaterra, algunas manufacturas
tuvieron cierto desarrollo, como la fabricación de fideos, carrozas, peines, baúles,
colchones y catres, de velas, de jabón. También se habían desarrollado los
saladeros, pero requieren la inversión de grandes capitales, los extranjeros se han
dedicado a esta actividad tan ventajosa y mantienen un vivo comercio con Brasil,
Cuba y las islas de Cabo Verde donde sirven de alimento para los esclavos.

Por las calles, también se confundían en el aire distintos idiomas, son los apurados
hombres de negocio, de todas las nacionalidades a los que los lugareños llamaban
gringos o carcamanes.

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Pasado el mediodía, al dar el reloj las dos, se retiraban los vendedores y
carreteros, cerraban todos los negocios. Las calles quedaban desiertas, todos volvían
a sus casas... era la hora de la siesta. Por la tarde, los negocios, comercios y toda la
actividad se desarrollaba desde las cinco hasta el atardecer. A medida que se iban
encendiendo los faroles, las señoras comenzaban a salir de sus casas para recorrer
las tiendas. Abuelas, hijas, nietas, tías, iban todas acompañadas de sus criadas.
Entraban en una tienda, hacían desplegar, telas, peinetas, abanicos y luego se
retiraban sin haber comprado nada para repetir la operación en otra tienda.
Continuaban su paseo, se detenían a conversar con otras familias y muchas veces,
se dirigían a pequeñas tertulias de animada conversación, donde eran cortejadas por
muchos galanes. A veces, alguna señora se sentaba frente al piano para ejecutar
alguna pieza y cantar. También a veces, se bailaban minuetos y contradanza
española. Alrededor de las diez de la noche regresaban a sus casas y las calles
volvían a estar quietas y solitarias.

A esa hora, los caballeros continuaban en los cafés, donde se reunían para jugar a
las cartas o al billar. Apostaban enormes sumas de dinero y permanecían allí durante
muchas horas ‘Lo que contribuye a la falta –muy lamentable- de hábitos hogareños
entre la población masculina’

Las vida social y los entretenimientos

Durante mi estadía conocí algunas distinguidas familias que a menudo me


invitaban a cenar, ya que ‘Muchos de nuestros compatriotas han contraído
matrimonio con las hermosas porteñas, lo que sin duda ha contribuido bastante al
benévolo cariño con que los hijos del país miran a los ingleses”. Nuestros
compatriotas tuvieron que aceptar las ceremonias católicas en sus casamientos, pero
el amor bien vale ese sacrificio. Es costumbre que los recién casados habiten junto al
resto de la familia en la misma casa. Para los ingleses esto era extraño, no estaban
dispuestos a aceptar esta situación y lograban imponer su voluntad. Pero el
alejamiento de la hija de su hogar paterno ocasionaba un profundo dolor que sólo
recibía consuelo al ser entregada en los brazos del hombre amado.

Las porteñas son sencillas, muy bellas y atractivas y ‘Si no estudian historia y
geografía, cultivan al menos las otras (cualidades) más (agradables) de su sexo.
Tienen pasión por el baile y la música [...]. Entre los hombres, la misma inclinación
parece desarrollada a más alto grado por su talento poético. [...] Pero en cuanto
concierne a la educación, los hombres llevan muchas ventajas al bello sexo. En sus
escuelas y universidades son bien instruidos en la mayor parte de los ramos
principales de las ciencias en general, y muchos jóvenes de la nueva generación

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perteneciente a las familias más decentes y acomodadas han sido enviados a
Europa para completar aquí sus estudios’.

¿Cómo pasaba el resto del tiempo? Los entretenimientos y diversiones en Buenos


Aires son muy escasos. El teatro suele ser la principal diversión tanto para nativos
como para extranjeros. Está situado en un punto céntrico, a tres cuadras de la plaza.
Es un edificio sencillo y ‘su interior es naturalmente muy distinto al de los teatros
londinenses, porque tiene aspecto muy humilde y sucio. [...] El decorado y los trajes
son bastante malos [...]’. El teatro es uno de los lugares donde se podía disfrutar
viendo los hermosos ojos negros de las porteñas bajo las mantillas que cubrían la
cabeza y parte de su rostro. Hacían hablar a sus abanicos a través de movimientos
hechiceros, logrando acercar o distanciar a los galanes.

Un entretenimiento que atraía al público eran las corridas de toros que se llevaban
a cabo en la llamada Plaza de Toros, pero fue demolida en 1822 al prohibirse las
corridas. Desde entonces, las carreras de caballos pasaron a ser la diversión favorita
de las clases bajas, por supuesto que nada tiene que ver con el noble deporte que
con el mismo nombre se conoce en Inglaterra. Pero, igual que en nuestro país,
juegan por dinero. Los caballos son tan flacos como quienes los montan. No utilizan
montura, ni rebenque ni espuelas, sólo los gritos y los talonazos del corredor animan
al caballo a recorrer esos cuatrocientos metros de distancia.

El calor del verano es insoportable, por eso el baño se convierte en otra de las
actividades preferidas de los naturales. Por las tardes, muchísimas personas se
dirigen al río para refrescarse. El río es tan poco profundo que aunque uno se interne
a muchos metros de la costa el agua sólo le llega a las rodillas, entonces la gente
opta por echarse agua y algunos por revolcarse en ella. ‘Las mujeres de la mejor
clase se bañan con vestidos sueltos bajo los cuales –antes de entrar al agua- se
despojan de sus trajes de calle, que dejan a cargo de una esclava; pero las gentes
pobres no siempre se cubren en estos baños, y tanto las personas de esta clase,
como los jóvenes de ambos sexos, en general se bañan (sin ropas) y chapotean en
el agua [...]

También tuve ocasión de estar presente en lo que llaman las fiestas mayas. Se
trata de la conmemoración del 25 de mayo de 1810 que marca el inicio de la
independencia argentina. En aquel momento los franceses habían invadido España –
seguro, alguno de Uds. lo recordará- tomando como prisionero a su rey. Entonces el
pueblo de Buenos Aires, que había estado relegado de la vida política del país,
aprovechó la situación y depuso al virrey nombrando una junta de gobierno en su
reemplazo. Era la primera vez que los nativos participaban del gobierno. A partir de

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ese momento se produjeron muchas guerras porque algunos querían seguir bajo el
mando de los españoles y también hubo peleas entre las distintas provincias porque
no se ponían de acuerdo y aún no lo han conseguido, en la forma de organización
que le van a dar al naciente país. [...].

Volviendo a las fiestas mayas, el festival a través del cual se conmemoran


anualmente dura tres días. El 24 por la noche, la Plaza Mayor se encontraba
iluminada con una especie de antorchas que rodeaban la pirámide. En la madrugada
del 25 los jóvenes se reunían allí para que el amanecer los encontrara entonando el
himno nacional.

Los festejos continuaban durante el día, se enterraban varios palos enjabonados


que sostenían en sus puntas, bolsas con dinero, chales y otros artículos. Quien
conseguía trepar hasta la punta se llevaba todos los premios. La Plaza se llenaba de
guirnaldas de flores. También se levantaba una plataforma donde los jóvenes
bailaban.

Durante la noche se podía concurrir al teatro, donde se cantaba el himno nacional o


a las galerías del Cabildo en donde una banda interpretaba música militar mientras
en la Plaza se podía disfrutar de sueltas de globos y coloridos fuegos artificiales.

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