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Libro I

Todo puede decirse menos que no la amé

Ricardo Abdahllah

La daga y la playa...........................................................................................................3
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Cameron.......................................................................................................................13
Vals vienés....................................................................................................................28
Día de Mercado ...........................................................................................................50
Calugăriţa ....................................................................................................................58
Melun - Milán...............................................................................................................63
Mi mamá me ama.........................................................................................................70
La Visita .......................................................................................................................82
Las dolorosas..............................................................................................................100
Adelita........................................................................................................................115
(My) Michelle.............................................................................................................123
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La daga y la playa

Cuando Michelle me decía “Llévame a la playa a comer galletitas” no podía decirle que no. Era la

manera de decirlo, tal vez, o el hecho de que me había acostumbrado a nunca decirle que no. Ahora,

en este pisito del barrio europeo, estábamos más lejos del mar. Eso quería decir que la caminata era

más larga y más grande el riesgo de que me encontraran. Y a pesar de todo, yo terminaba por salir.

Él miraba por la ventana cada vez más y cada vez pasaba más tiempo en la ventana. Al principio era

sólo un vistazo. Saber que no había nadie. Luego hasta un cuarto de hora, desconfiando de los que

caminaban despacio por el andén de enfrente. Luego media hora porque le parecían también

sospechosos quienes pasaban por nuestro andén. Hasta que de repente, como si reuniera fuerza para

hacerlo, tomaba aire y decía que saliéramos, que íbamos para la playa.

Pero yo no esperaba por esperar sino para asegurarme que nadie estaba esperándonos; que el tipo de la

esquina con un cigarrillo interminable o el que pasaba varias veces en una de esas bicicletas azules

destartaladas que abundan en Tánger, no era uno de ellos o alguien que ellos habían enviado y que

gracias a nuestro paseo tendría su día de suerte.

Y no, nunca pasaba nada. Como en todas las ciudades nadie era más que un transeúnte.

Bastaba decirle “Bueno, vamos a la playa” para que estuviera lista en un instante y no porque lo

estuviera, porque si no había playa se quedaba durmiendo todo el día). Dos segundos después,

bajábamos las escaleras.

Él miraba para todos lados en cada piso alargando el cuello para ver más lejos.

Uno no sabe, puede que justo junto a la puerta alguien estuviera esperando que abriéramos.
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No había nadie. Nunca había nadie.

Entonces todo era de nuevo como al principio, como cuando llegamos al atardecer en un ferry que

habíamos tomado en Algeciras.

Yo dormida. Él siempre me decía “¿Cómo pudiste estar dormida cuando podías haber visto tu primer

atardecer africano?”.Pero Tánger no parece África. Hay dos Áfricas y Tánger está en esa en la que uno

nunca piensa.

En esos días nunca nos faltó la playa. Allí comíamos galletas acompañadas de una versión barata del

moscatel que vendían bajo el nombre más bien pomposo de “Miguel Castillo”. Al frente de nosotros

estaba Europa, una sombra que desaparecía cuando el resto del mar se hacía sombra también. Después

tomábamos un té de menta en el café de Mohamed, frente al puerto. Ese Mohamed no era el Mohamed

del Café Derrazine, pero casi todos los dueños de café en Tánger se llaman Mohamed. Debe ser un

requisito “Buenos días, quiero un permiso para abrir un café” “Muy bien, ¿Cómo se llama?” “Saïd

Fayyad” “¿No se llama Mohamed?” “No, me llamo Saïd” “En ese caso lo siento pero no podemos

darle la autorización” Este Mohamed era un viejo que había vivido en España por un montón de años y

con toda humildad se decía el mejor preparador de té a la menta en la ciudad.

Ese fue el primer lugar al que no volvimos porque él decía que si venían a buscarlo lo preguntarían en

los cafés del puerto. La idea se le metió en la cabeza un final de tarde cerca en Borg El Bamou. Había

un par de chicos fumando chocolat, sentados sobre esos cañones que todavía apuntan hacia el mar, se

diría que sin perder la esperanza de una invasión, de que llegarían barcos enemigos antes de que el aire

salado acabara con ellos.

Mira cómo nos miran.


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¿Quiénes?

Los tipos que fuman.

Siempre todos nos miran. Tánger es todo ojos.

No parecen marroquíes.

Yo tampoco parezco argelina.

Tú eres una mezcla de argelino con quién sabe cuántas razas, pero ellos no son de aquí.

A mi me parecían marroquíes pero no hizo caso y nos fuimos de ahí sin ni siquiera acabar el vino que

llevábamos que terminó en manos de otro grupo de chicos fumadores que encontramos bajando hacia

el puerto y debieron ponerse felices con ese medio tetra brik de Miguel Castillo que les cayó del cielo.

No tomé vino en esos días. Me alteraba los nervios. Michelle tuvo la prudencia de no pedirme playa

por un par de semanas. Luego volvió a hacerlo. Compramos otra vez vino y galletas. Entramos a la

medina. Mohamed, no el del café de puerto, sino el del Derrazine estaba feliz de vernos.

“¿Estaban de viaje?” preguntó.

“Un poco ocupados” dijo. Lo miré como diciendo que no era cierto; pero insistió y empezó a contar

todas las cosas que había estado haciendo. Él, que no hacía más que mirar por la ventana y yo, que no

hacía más que mirarlo mirar. Mohamed le creyó todo. Comimos dos sandwichs de media mañana y

llevamos dos más para la playa. Mohamed nos regaló un plato de frutillas de postre. Cuando salimos le

pregunté por qué había mentido.

“Hay que cuidarse” dije “No me gusta que Mohamed sepa lo que hago”.

“Nadie te va a buscar. Menos en la medina. Está mal desconfiar de Mohamed” dije. .


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“A mí me gusta la medina, pero desconfío de las callejuelas, de que uno nunca sabe dónde va a salir”

dije.

“Era lo que más te gustaba ¿No?. La sorpresa” dije.

“Ya no. Si vienen a buscarme no quiero huir sin saber hacia dónde corro” dije.

“Por eso la daga”

“Por eso, claro”

La daga no era de oro pero lo parecía. La había comprado cerca de la Iglesia Católica de Tánger para el

amigo que lo había sacado del mar una tarde que se estaba ahogando en Marsella. Le encantaba contar

la escena de entrega de la daga (pero esa escena sólo sucedería si algún día regresábamos), poniéndola

en las manos de su amigo, diciéndole “de guerrero a guerrero de sangre a sangre”. La tarde de los

muchachos que fumaban, la daga dejó de ser un futuro regalo porque decidió que la llevaría consigo

por si acaso. La guardaba en el calcetín izquierdo, a lo mejor porque era el más largo, y se veía que era

incómodo llevarla ahí. No me preocupaba que le incomodara; me preocupaba que la daga se estaba

oxidando. Pensé en el tipo sin piernas que se quedaba en su sillita de ruedas bajo el Arco de Saint

Denis, que sino fuera por ese tipo sería el arco más lindo de París. Lo conocía bien. Al tipo, no al arco.

Era uno de los que cuidaba a las chicas de la rue Blondel También era el dueño de varias habitaciones

de la rue de la Lune. No sé si me contó alguna vez cómo había perdido la pierna derecha. La izquierda

la había perdido en un accidente con una daga oxidada. Yo no quería andar por Tánger empujando la

sillita de ruedas de otro tipo sin piernas. Fue por eso que desarmé la daga, quitándole la hoja y

guardando sólo la empuñadura dentro de la funda. Nunca lo notó. Se sentía protegido creyendo que

llevaba su daga (¿cómo “protegido”?. Jamás iban a buscarlo en Tánger) y nunca iba a ocurrir el

accidente, nunca iba a tener a mi lado a un tipo horrible como el hombre del Arco de Saint Denis.

“No, no lo recuerdo”
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“En una silla de ruedas, debiste verlo alguna vez”.

“No me acuerdo” dije y no me acordaba y no entiendo por qué ella me había preguntado si conocía a

un tipo sin piernas cuando estábamos frente el mar y un minuto antes estaba radiante. Le pasaba eso.

Cada vez que veía el mar era como si lo viera por primera vez. Como el invierno terminaba y la playa

se había convertido en una cancha de fútbol con cien, mil partidos al tiempo. Buscábamos un rincón no

tan cerca de los futbolistas para extender la manta y sacar el vino y las galletas mientras los vendedores

se acercaban creyéndonos turistas y luego nos saludaban sin ofrecernos nada. Con los últimos

jugadores de la tarde conseguimos un poco de chocolat. Era difícil encender la pipa con el viento del

mar. “Tanto que le di a esto en la rue Saint Denis” dijo “estoy perdiendo la práctica”. Fumé hachís por

primera vez. Como siempre mis primeras veces eran tan posteriores a las suyas.

“Me enseñó Rachel, una negra vieja” dijo.

Eso eran las calles alrededor del Arco de Saint Denis, las negras enormes que esperaban en los

pórticos. No sé que habría sido de Michelle si no nos hubiéramos encontrado. Si lo que quería era

pasar toda su vida en los pórticos. Yo pensaba en el invierno, en el frío de las noches del invierno. En

esas dos o tres noches por año en las que cae lluvia helada y el suelo se congela.

“Pudo ser eso”

“¿Qué?”

“El calor” dije. Buscábamos un poquito de calor cuando fuimos al restaurante, porque ese sería un

invierno duro y el frío ya había comenzado y él, buscando calor para los dos, me llevó al restaurante de

Carolina Chang en la rue Bonne Nouvelle y comimos cerdo cantonés y me dijo que nos íbamos a vivir

a Tánger.

Y ella se atoró supongo que por la emoción y mademoiselle Chang pensó que la comida estaba

demasiado picante y nos regaló un calendario y un farol vietnamita.

“No tuvimos que pagar”.


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“No. Extraño para un restaurante oriental” dije. Michelle tomó el último sorbo de Miguel Castillo. La

playa estaba llena de basura pero le pareció de mal gusto seguir ensuciando, así que tiramos el tetra

brick en una caneca llegando a la comisaría. Los presos nos pedían cigarrillos por las rejas. Michelle

repartió las monedas que tenía en el bolsillo. No más de 15 dirhams.

Luego fuimos al café del puerto. Mohamed, el que había estado en España no el otro, siempre nos

servía un te muy caliente y un vaso para enfriarlo. En ese mismo sitio nos habían tomado el primer té

cuando llegamos a Tánger.

“El mismo sitio”.

“El mismo”.

Algo me quedaba de chocolat, hubiéramos podido fumarlo allí mismo, en el café, pero frente a la

comisaría y cerca de la entrada del puerto, podía venir un policía. No nos llevaría con él, no era tan

grave como tomar vino en la calle, pero nos lo quitaría.Pudo ser eso, pero pudo ser también que

hablábamos de la época en que nos conocimos cerca del Arco de Saint Denis, cuando solíamos hacer el

amor detrás de cualquier puerta abierta y entonces empecé a pensar que podríamos volver a casa y

hacer el amor toda la noche como ya nunca lo hacíamos o caminar hacia la medina y buscar un

callejón, una pared falsa y volver a encontrar al final el encanto de las manchas en su vestido que

parecían de baba de caracol.

Entonces dije “Quiero fumar un poco más, vamos a la medina”.

Michelle quería siempre entrar a la medina y comenzamos a subir, a perdernos en los callejones. Ya no

quedaban a esa hora más que los últimos pasantes en esos trajes como de monje o de fantasma, sino es

que eran monjes o fantasmas porque aparecían en cualquier esquina y nunca contestaban un saludo. La

luz del Café Derrazine estaba encendida, “Mohamed tendrá abierto hasta tarde” dije “podemos volver
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cuando acabemos lo que queda del chocolat” dijo Michelle.

Habíamos caminado un rato más cuando se paró en una escalerita de tres peldaños para besarme. Los

callejones nos arrojaron cerca de Borg El Bamou.

Yo no quería parar en Borg El Bamou pero allí terminamos, sentados en un murito junto a los cañones.

Michelle fumó primero. No sé si el chocolate me había hecho efecto, yo diría que escuchaba mejor el

mar, que veía el óxido que pasaba la lengua carrasposa por los cañones. Yo diría que todo estaba en

paz.

Yo diría eso también

Esa noche Michelle tenía esa forma de mirar el mar.

“Jamás van a venir a Tánger” dije.

“Jamás” dije yo.

“Jamás”

Pero los tipos.

No había manera de verlos bien. Yo diría que eran los mismos, que no parecían marroquíes, pero no

había manera de estar seguro.

Lo que él me dijo fue “Corre”. Salté del murito y comencé a correr y él corrió dos pasos atrás. “Vamos

hacia el café de Mohamed, que debe estar abierto” dijo él o pensé yo. Sabía que íbamos por buen

camino cuando salté la escalerita de tres peldaños en la que me había parado para besarlo.

Sabía que estábamos perdidos cuando nos encontramos por tercera vez con la escalerita. Aún habría

podido correr más rápido que Michelle, pero no quería que se quedara atrás, por eso no me adelanté a
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pesar de sus gritos de insistencia. Confiaba en que ella encontraría el café de Mohamed, en que ella

podía mejor que yo correr y recordar caminos.

Yo trataba sobre todo de pensar sin dejar de correr. Sólo necesitaba detenerme un segundo para

ubicarme. Entonces vi una esquina que conocía bien. En dos pasos, el anuncio del Café Derrazine. En

tres pasos la luz apagada, la puerta cerrada por fuera y asegurada con cadenas.

Recuerdo el momento de la manera más simple, la luz estaba apagada. Michelle dejó de correr.

Lo miré, tenía los ojos tan abiertos y detrás de él, al final de la calle.

Y detrás de ella, el final de la calle.

Y la luz del café apagada y Mohamed siempre nos daba frutillas como postre. La puerta cerrada por

fuera.

Podían ser monjes o fantasmas o un par de chicos que iban fumando por ahí.

Entonces pensé en la daga. Sabía cómo manejarla. Si habían venido hasta Tánger para buscarme iban a

tener que dar la pelea. Cuando la saqué de mi calcetín, noté que la empuñadura estaba extrañamente

liviana.

No sé cuál de los dos dio el primer paso. Tal vez eran sólo tipos del lugar.

La empuñadura estaba extrañamente liviana. Yo recuerdo esto de Michelle Lumière: Ella tenía esa

cierta manera de decir “llévame a la playa a comer galletitas”. Yo nunca podía negarme.
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Cameron

Decir que soy feo sería una exageración del mismo tamaño que decir que no lo soy. Tengo una nariz

que calificaría de “aguileña” si estuviera seguro que esa palabra que he escuchado tanto sin saber su

significado encaja para el pico de águila que tengo en medio de la cara. Con lo que está alrededor de

esa nariz me va un poco mejor. El hueco del diente que me falta está bastante atrás como para que

alguien pueda notarlo y mis ojos y cejas tienen ese encanto que puede ser lo único que le heredé a mis

lejanos ancestros libaneses que, como todos, cruzaron el océano para vender telas. En cambio el

cabello, que me alcanzó para un afro de ocho centímetros de radio a principios de los noventa, se ha

ido cayendo y ahora tengo un hueco en la coronilla que hace pensar en los strigois y en los monjes de

la colonia. Me ayuda que esa tonsura se eleva a casi uno noventa del suelo y aún no es notoria, excepto

en los planos aéreos.

Es decir, soy alto, lo que en general es una ventaja. También soy flaco, lo que puede serlo o no.

También tengo una barba dispareja que, por poco densa, es fácil de arreglar.

Decir que soy bello también sería una exageración, pero al contrario de lo que nos esforzamos en

demostrar, las cualidades humanas se ven desde afuera en blanco o negro: uno es bello o no lo es.

Yo no lo soy, Luiza sí. Por eso mejor hablo de sus defectos. Los dedos de sus manos que son

demasiado cortos; o los tobillos demasiado salidos en los que nadie se fija no sólo porque están casi
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siempre escondidos sino porque en la vida le tocó el lado de la belleza. De ahí que antes de que

tuviéramos carro se quejara por ejemplo de que en su última salida de amigas no había podido

despegarse de un tipo o una tipa que se había puesto a conversarle en la fila del baño.

No podría decir, cuestión de prudencia pero también de juicio, que para el camino que se había abierto

en la vida le había servido su físico. Gano un poco más que ella, pero Luiza consiguió su trabajo

gracias a alguien que conoció esperando un taxi.Yo pasé un centenar de hojas de vida. En el mundo

laboral nunca mi nariz me cerró puertas, pero tampoco me ayudó a empujarlas.

Hay un punto en el que uno lo asume y deja de quejarse. O de pensar en eso. Todo mundo sobrevive

hasta llegar a ese punto, pero uno preferiría sobrevivir con menos golpes. No creo que en el colegio

Luiza fuera más mezquina de lo que son todos los niños, pero debió tener admiradores y cuidar la

manera cómo subía las escaleras para evitar que sus compañeros se quedaran mirando por debajo de la

falda y luego almorzaran de afán para encerrarse en el baño pensando en ella. Eso hacía yo pensando

en chicas como ella.

La primera chica que vi desnuda era una hippie que usaba muñequeras tejidas para cubrir las marcas

superficiales que

le había dejado un intento de limarse las venas. No era bonita. Tuve que utilizar mi mano derecha para

terminar, como volvió a pasarme y, como ha vuelto a ocurrirme. Tanta expectativa no había valido la

pena. Habría sido diferente si mi primera amante hubiera sido Luiza, pero si nos hubiéramos conocido

en el colegio nunca habríamos estado juntos. Ella se parecía a las chicas por las que pagué clase de

baile, que, a la hora de las fiestas, terminaban con mi mano extendida y un cortés, “estoy cansada”, que

casi siempre se repetía, dos o tres piezas después,cuando regresaba para preguntar si el descanso había

sido suficiente. Cuando alguien aceptaba bailar conmigo, lo hacía sin emoción. Hugo Rodríguez me

cantaba después “El baile del cadáver” para burlarse de esa falta de interés, que se les notaba todavía

más cuando a pesar de mi torpeza yo intentaba hacer el “4-3-7” o el saltico tulueño.


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Luiza aprendió porque nunca le faltaron parejos. Creo que nunca bailamos juntos antes de haber

pasado una noche juntos, pero tendré que preguntárselo más tarde porque ahora duerme. Cameron

también. La idea de que dejaría de despertarse con hambre o con frío siete veces en las siete horas que

hasta su llegada duraban las horas de sueño en nuestra casa, ni siquiera se nos había ocurrido hasta que

hace un par de semanas,después de comer, cerró los ojitos y no volvió a abrirlos hasta la mañana

siguiente. Lo repitió dos noches después. Ya debe ser un hábito que, si no se vuelve enfermera,

cantante de rock o salsa, pintora alcohólica, policía del turno de la noche (sobre todo eso no) o adicta al

café como el papá, le va a durar toda la vida.

Ayer mirábamos a Cameron dormida cuando se lo dije a Luiza.

“Como el papá” repitió ella.

“Ojalá sea sólo eso. De resto se parece a ti”.

“Los ojos son tuyos, como si te los hubiera sacado por la noche, los hubiera dejado en aguasalada y se

los hubiera puesto por la mañana. Y en la nariz también se te parece” dijo.

Luiza, que miraba a Cameron, no notó la cara que hice luego de la confirmación de lo que yo había

estado pensando desde que crucé la puerta de la habitación donde un mensajero acababa de dejar un

ramo de flores. La tarjeta, que yo mismo había escrito, decía “Para Cameron, la inesperada”, porque

hasta el último momento habíamos creído que sería un niño. Cameron no estaba entre los brazos de

Luiza, sino a su lado envuelta en trapitos con dibujos de animales, jirafas sobre todo, y sellos del

servicio de maternidad. Una de mis cuñadas, que acababa en convertirse por el resto de su vida en tía,

me empujó para verla más de cerca. Dijo “Tan lindo”. Yo dije “Tan linda, es niña”. La cuñada, o sea la

tía, decía lo que había que decir, pero los niños no pueden ser lindos cuando nacen porque a pesar de

una nariz redondita, todavía se parecen demasiado a los ratoncitos recién nacidos. Cameron tampoco

era linda, pero quienes dicen que la emoción de ver que hay veinte dedos en los previsibles veinte

lugares en los que deben estar, pasa por encima de cualquier otra tienen razón. Luiza dormía una de
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esas siestas de fatiga más del cuerpo que del cerebro. Fue nuestro primer momento a solas. Fue el

primer momento de Cameron a solas con cualquier persona en el mundo. Miré esa cosa como pelo que

tenía. Busqué la fontanela de la que tanto me habían hablado y que no vi. Pensé que con un baño, su

primer baño en el mundo, mejoraría un montón. Fue cierto, se veía mejor sin esa baba que la cubría.

Por eso el baño fue la tarea paterna que acepté con más gusto. Siempre los primeros instantes después

de que la sacaba de la bañera me daban la impresión, la esperanza, de que con el tiempo de esos rasgos

estándar con los que la gente llega al mundo iban a irse perfilando las facciones de Luiza. En seguida

pensaba la idea contraria. O complementaria. Que la gravedad estiraría hacia bajo su nariz con los años

Cameron terminaría siendo algo así como una versión del rostro de Luiza con mi nariz como una

bandera de triunfo de la genética para decirnos que, a pesar de las leyes de Mendel, ella hacía lo que se

le daba la gana.

Para saber si la gente linda lo es desde que está la sección “Así era cuando niño” de las revistas de

celebridades. Basta una mirada para confirmar que los niños recién nacidos, como los ancianos

agonizantes, son feos, lo que quiere decir que en algún momento en la mitad de la infancia, comienza a

desarrollarse la belleza. Si en días como hoy, en los que apenas soy capaz de tirarme en la cama hasta

que el despertador vuelva a sonar. Luiza aún tiene la disciplina de quitarse el maquillaje y aplicarse sus

cremas de mujicoy, es porque a sus casi treinta, sabe que lo máximo que puede hacer es retrasar el

momento en que comenzaría a perder esa belleza que debió llegar a su apogeo a los quince o dieciseís

o por inercia, hasta los dieciocho.

Digamos que a los quince. Seamos pesimistas.

Cameron se acercaba a los dos, por delante nos quedaban trece, que son pocos. No podía estar seguro

de cómo Luiza iba a tomar la idea de ayudarla a ser más linda, pero a juzgar por su reacción cuando

algunos huéspedes de nuestra casa usaron su champú, sabía que iba a tomar mal que yo le pidiera sus

tratamientos de belleza. Así que guardé para mí, para nosotros, ese instante en el que cuando Luiza
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dormía o salía a la tienda, le ponía a Cameron un poquito de crema de mujicoy en las mejillas. Fue

nuestro primer secreto compartido. El masaje que, cuando terminaba de bañarla, le hacía en la nariz

para que tomara forma fue el segundo. No son muchos los que antes de empezar a hablar pueden saber

lo que es un secreto, en eso ella había tenido suerte. El día que su madre la descubrió poniéndose ella

misma sus cremas, Cameron no me traicionó. Luiza supuso que la pequeña lo hacía por imitación y no

vio ninguna señal en la delicadeza con la que se la aplicaba a la edad en la que la mayoría de los niños

se embadurnan lo que encuentran en los cajones de su casa así sea grasa para bicicleta o masilla

epóxica para sellar cañerías. Sin embargo sus deditos eran todavía cortos y regordetes (y en eso sí que

le iba a salir a su madre) como para que pudiera hacerse sola el masaje diario en su nariz y temiendo

que con su torpeza fuera arruinando poco a poco lo que poco a poco yo había ido corrigiendo, le dije

que los niños no debían tocarse la nariz. Hoy fue por primera vez a la escuela. Dijo que la hermana

Cecilia le había dicho que los niños no debían tocarse la nariz, lo que era una confirmación.

Esta mañana conocimos a la hermana Cecilia. No la habíamos visto antes porque para todos los

asuntos administrativos nos habíamos entendido con la subdirectora. Luiza admiró sus ojos azules y su

piel a pesar de las arrugas que nadie podría evitar luego de pasar la setentena. “Seguro que de joven fue

hermosa” dijo cuando salíamos de la cita. No debió haberlo dicho. En ese momento yo pensaba sin

mirar, Cameron iba hacia dos semanas al colegio. Cada día la sentaban con sus compañeritos en ese

círculo blanco pintado sobre el suelo de madera, allí iba a aprender las rimas de siempre y las frases de

siempre y en el recreo comería lo que le habíamos puesto dentro de una lonchera roja en la que con

papel contact habíamos escrito “Cami”, que era como le habíamos aprendido a decir, aún con el riesgo

de que en el jardín nadie entendiera y terminaran por pensar que se llamaba Camila, que fue lo que

terminó por pasar.

¿Cómo habría sido de joven la hermana Cecilia?

¿Cómo habría sido la hermana Cecilia cuando, como Cameron, llevaba ya casi un año en el colegio?
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Parado en la puerta vi a Cameron que se alejaba sin voltear a mirar con un delantalcito de cuadros, el

mismo de todos los niños. Ninguno lloraba por tener que dejar atrás a sus padres en ese segundo año en

el que ya no vendrían a recogerlos a las once de la mañana. La escena tuvo menos de despedida de

puerto de lo que me había imaginado. Los papás reflejaban la variedad de los niños. Los niños

reflejaban la variedad de la raza humana. La niña que tenía un lunar peludo en el cuello y a su lado la

que rompería corazones. El niño ante el cual se arrodillaban las profesoras para darle la bienvenida

porque tenía un cuello largo que hacía natural que mirará sobre los demás; otro con una palidez

causada no por un mal desayuno ni a la angustia de todos los primeros sino a una debilidad que en otra

época le habría dado para poeta o novelista pero a estas alturas de la historia le serviría para diseñador

industrial. Dos hermanitas pelirrojas pasaron de la mano. Las dos eran igual de pecosas. Sobre todo la

del lado izquierdo, con su sonrisa sin dientes. Cameron se perdía entre quienes ya ganaban las

atenciones y quienes iban sentarse solos a la hora del recreo hasta que alguien se diera cuenta de que

tenían algo qué decir. Cuando paramos para desayunar en una panadería cerca a la casa, Luiza me

preguntó qué me preocupaba. Nada. Yo estaba más bien satisfecho porque sabía que de no ser por las

cremas de mujicoy y los masajes en la nariz, que le habían dado a los cinco una curvita que ya no iba a

dañarse a no ser que Cameron eligiera el boxeo como deporte escolar, ella ya habría caído del lado de

los niños solitarios. Bastaba que no engordara y eso era sencillo, pero unos días antes de su

cumpleaños número seis, me di cuenta que sus mejillas amenazaban con redondearse demasiado.

Entonces inventé una noticia vista en la tele: a los niños pequeños no se les debía dar más de 100

gramos diarios de harina, incluidas pastas, pan y el arroz Las mejillas de Cameron fueron tomando

forma y hoy, cuando entra al cuarto grado y por primera vez vendrá a casa en el transporte escolar, a lo

mejor le ofrecerán un anuncio de jugos naturales como a Luiza cuando era niña. No es que quiera que

ella sea modelo o trabaje en la publicidad: yo la preferiría violinista o matemática; pero siendo bella

puede elegir. Ahora que ya nadie impone una carrera, uno lo que quiere es que ellos puedan elegir.

Cameron me contó que dos niños querían que se sentara a su lado, en el transporte, pero finalmente la

profesora la eligió para ese asiento a su lado que a su edad todavía es privilegiado. No exagero, será
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duro cuando los niños quieran algo más que tenerla a su lado. Soy como todos. A ustedes también les

hubiera dolido lo que pasó hoy, porque Cameron no había llorado hace tiempo y creo no había llorado

en los cinco meses que lleva en cuarto grado y no lloró hasta que por tercera vez le pregunté por qué

no se había quitado el delantal desde que había llegado del colegio.

“Humboldt me dijo que tenía cabeza de coliflor” dijo.

No entendí la comparación. Las coliflores son redondas y arrugadas. No son feas aunque lo que

acababa de pasar era una prueba de que no siempre la comparación con algo bonito es agradable. Tal

vez el niño lo había visto así, bonita como una coliflor. O cabeza de flor, a lo mejor era eso. Los niños

siempre tienen problemas de lenguaje.

“Dijo 'de coliflor'” repitió Cameron que cuando se molestaba hacia las mismas muecas a las que Luiza

me había enseñado a temer “dijo que tenía una cabeza de coliflor con orejas grandes”

Los niños pueden ser originales con los insultos y meter quince palabras donde uno se limitaría a un

madrazo. Sin embargo el insulto de cómo se llama...

“Humboldt”

“Humboldtcito”

“No, Humboldt”

...Humboldt tenía dos partes. La subjetiva “cabeza de coliflor” y la objetiva “ de orejas grandes”.

Tomé entre mis manos la carita de Cameron. Por más que traté de ser neutral e incluso de ser

pesimista, no me pareció que tuviera forma de coliflor. ¿Qué parte de su cabecita podría corresponder a

las hojas? ¿Las pestañas que causarían estragos más adelante cuando los niños se dieran cuenta que esa

belleza general que admiraban podía descomponerse en elementos? En cambio en el resto, el pequeño

Humboldt tenía razón, las orejitas de Cameron habían comenzado a separarse y amenazaban la

armonía del conjunto.

“No es nada” dije “mira que mis orejas son más grandes que las tuyas”

Cameron sonrío. El mundo estaba mal hecho. Dejé pasar una semana, una semana en la que me
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lamenté de no haber masajeado a tiempo sus orejas como había hecho con su nariz, antes de hablar con

Luiza

“¿Sabes qué me dijo Cameron?”

Luiza seguía poniéndose sus cremas. Si hubiera podido vivir sin ella, me habría gustado dejarla por

unos años para ver si le pasaba el tiempo.

“Quiere ponerse una bandana para cogerse el cabello”

“¿Dejaron de gustarle las hebillas?”

“No sé. Dijo que quería eso, pero que no te lo dijera”

“Ya me lo dijiste”

“Podrías regalarle una sin decirle nada”

“Una bandana como cuáles”

“No sé. Deben ser las que se ponen por encima de las orejas”

“¿Cómo para jugar tenis?”

“No, como una pañoleta”

“¿Como de árabe o como de gitana?”

“Como las hippies. Una bandana de colores”

“Usé de esas alguna vez. ¿No está muy pequeña?”

“Van cada vez más rápido” dije.

A Cameron la bandana le encantó tanto que se la ha puesto casi a diario. Debería decirle a Luiza que le

compre otra para su séptimo aniversario. O no sé. Si la gente celebra los cumpleaños es para pensar en

algo diferente a semejante recordatorio del paso del tiempo. A veces funciona con el propio. Nunca con

el de los demás. Cameron cumple ocho años. Dentro de siete, día por día, yo estaré de corbata en un

salón comunal y diré unas palabras robadas a mil discursos idénticos para evitar pensar que entonces

ya se habrá jugado la suerte de su belleza. Eso será dentro de cinco años. Ahora recojo los platos

desechables en los que han comido los amiguitos que han venido a su fiesta de diez. Miré cómo la

miraban. Para mí habría sido mejor si desde pequeña Cameron hubiera caído en uno de los dos lados,
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así fuera el de la fealdad, que al fin y al cabo era el mío. Le hubiéramos dado más libros y hecho el

esfuerzo de pagar las clases de flauta traversa, los idiomas raros. El paso por el medio obligaba a Luiza

a darle consejos y a mí a estar atento. No creo que le hubieran vuelto a decir cabeza de coliflor. Me lo

habría contado. La bandana funcionaba. Funcionó hasta algún momento en su primer año de

bachillerato en el que no quiso ponérsela más y ya que Luiza no insistió no hubo manera de

convencerla. Sus orejas comenzaron a separarse. En su fiesta de doce yo no dejaba de mirar a sus

amiguitos. Algunos la miraban a las orejas. Todos eran amables, pero eran más amables con Terry

Henao y con Johanna no-recuerdo-su-apellido, dos de sus compañeras de colegio que también

habíamos invitado. Le regalamos una bicicleta. Si la espero aquí, en la entrada de urgencias, es porque

luego de diez meses de uso intensivo los frenos no sirvieron más y Cameron terminó en el piso. “No

fue nada. Es una niña preciosa” dice el doctor y la jala suave de la oreja derecha con el riesgo de

agravar la situación porque peor que un par de orejas grandes es que una sea más larga que la otra. En

el mentón tenía un esparadrapo. “Cuestión de quince días” dijo el doctor. Se lo retiré una semana

después. Van a ser dos años del accidente y aún se ve esa liniecita. Puede que no se vea más cuando

Cameron empiece a maquillarse. Puede que no. En un año Cameron será lo más linda que pueda llegar

a ser. Por eso fui a ver al doctor. Podía ser una mala idea verlo después de que le jaló una oreja y de

que le dejó esa liniecita. Pero eso paso hace un poco mas de dos años.

“Quisiera saber un par de cosas sobre la cirugía estética” dije.

“No creo que Luiza la necesite aún” dijo el doctor.

“No es para ella”

Trató de ser profesional a pesar de la risita que se le escapó mientras me miraba. Los años de trasnocho

me habían formado bolsas bajo los párpados y la tonsura se abría camino hacia mi frente.

“No sé si un implante de pelo sea una cirugía” dijo el doctor. No podía ofenderme. Las bromas sobre

mi calvicie no tenían nada que hacer al lado de las que Cameron había tenido que pasar en la etapa que

ahora atravesaba.
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“Aún puedo resistir un par de años” bromeé.

“¿Entonces?”

“Quería saber qué tan informado del procedimiento debe estar el paciente y cuál es la edad mínima

para operar”

El doctor no contestó ninguna de mis preguntas. No quiso entenderlas y nuestra charla no duró mucho

más, pero en la puerta le pregunté si creía que podía acercar un poco más mis orejotas a mi cabeza.

“Usted no tiene las orejas grandes” dijo.

Tenía razón. Yo no tenía las orejas grandes.

Tenía razón porque la misma vida que había querido que yo cayera del lado de los feos, me había

permitido encontrar a Luiza. No tenía de qué quejarme. Eso pensaba hace unos días cuando luego de

negociar la fuente de hielo que debía decir “15” con un cisne a cada lado recordé la conversación con

el doctor. Un amigo de más confianza me dijo “Es mejor que ella tenga edad de decidir”, pero cuando

tenga edad será tarde y el acné ha comenzado a aparecer, en forma de tres punticos, apenas unos días

antes de la fiesta. Luiza confía en que, gracias a una preparación a base de Oxy 5, pepino y dentífrico y

crema de mujicoy, desaparecerán antes del sábado. La maquilló, tapó también la lineicita en el mentón

y cuando esta mañana me pidieron que les ayudara a escoger el peinado, elegí uno en el que el cabello

recoge las orejas. A las dos les pareció un poco retro, pero sólo un poco. Acaban de regresar de la

peluquería, quien diga que se le ven las orejas grandes tiene la moral de cuatro libras de queso de cabra

y sin embargo el moño en forma de repollo, que es un pariente de la lechuga, me hizo pensar en el

pequeño Humboldt, que no ha dejado de crecer y aún estudia con Cameron. Luiza quiere una entrada

triunfal cuando ya todos los invitados estén en sus sillas. Yo prefiero que seamos los primeros y cada

uno salude a Cameron a medida que vaya llegando. Así tendremos el tiempo de aplicar un poco más de

maquillaje si la rayita del mentón o el acné se comienzan a notar o de apretar el peinado porque, son

las once y cincuenta de la noche y cuando todos los invitados han llegado y saludado, el repollo

amenaza con soltarse. Mi discurso duró de las doce a las doce y tres. Repetí lugares comunes haciendo

malabares para evitar el “de-niña-a-mujer”. Por cursi. Porque me recordaba que nunca Cameron
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volvería a estar tan bella como esa noche, pero por cursi sobre todo. Me pregunté si a ella que era el

centro de esa fiesta que avanzaba y avanzaba, el discurso le había parecido a su altura. A lo mejor no

tanto y si sus amigos reían no era sólo porque desde las doce a la noche habían desocupado casi todas

las botellas sino porque ella les había hecho ese comentario agudo sobre la torpeza de su padre. Con

ese punto de ironía dulce que hacía ver menos los punticos de acné, que comienza a verse ahora que la

luz del día empieza a iluminar el salón social. Recogimos lo que pudimos, comeríamos sobrados de

fiesta tres días más. Cameron se quedaría con tres amigos un rato más. “Dáles las llaves” le dije a

Luiza “que entren a la hora que quieran”.

“Cada vez va a ser más difícil dejarla sola con los amigos” dijo Luiza.

“Cada vez va a ser más fácil” dije “Todo es más fácil con el tiempo”

“Yo sé, pero está toda esa historia de las hormonas y los muchachos”

Yo había notado las dos cosas cuando salíamos. Los muchachos que la rodeaban. Los punticos del

acné.

“Mejor, si la rodean. Por bonita, por inteligente, por lo que sea. Con que tenga lo suficiente de cada

cosa será más fácil”.

“¿La cosa?”

“La vida. Hay que tener mucho cuidado con el acné”.

“Yo siempre la veo preciosa” mintió Luiza, pero qué sabía ella y finalmente por qué me miraba así

mientras, parados en la puerta y con las llaves en las manos, yo le decía que eso era lo de menos, que el

amor de madre ayudará a hacer llevables los fracasos, pero, como las narices grandes, nunca ha abierto

puertas en la vida.

“¿Qué fracasos?”

“No los fracasos, pero se van a burlar de sus orejas”

“¿De qué hablas?” dijo. Las llaves hacían ese ruido de llaves porque la mano le temblaba y como me
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miraba a los ojos no encontraba la cerradura. Mencioné la posibilidad de una cirugía, ahora, mejor que

a los dieciocho porque ya será demasiado tarde. Confesé que lamentaba no haber hecho con las orejas

lo mismo que con la nariz. Dije “Su nariz es linda, tus cremas de mujicoy son mágicas”. Sonreí.

Luiza no sonrió.

Le brillaban los ojos, esos ojos enormes con un color que se hacía más claro al alejarse de la pupila era

una prueba de que no iba a entenderlo.

No podía entenderlo. Su vida siempre había sido otra cosa. Luiza se había vuelto linda desde temprano

en la vida y eso bastaba para que no pudiéramos ponernos de acuerdo. Había entrado al colegio de

Santa Corina Susana de las adoradoras de la Luz de María por encima de esa otra niña que tenía un

poco menos de gracia y el tipo que la había fotografiado para el anuncio de jugos había soñado con ella

siglos después, imaginando que ella ya habría pasado los 18 y su fantasía sería legal. Yo quería para

Cameron que la gente le sonriera, para que cuando ya no fuera su fiesta sino la de otros pudiera

escoger con quien bailar y no tuviera que sentarse hasta que de verdad estuviera cansada. Que tuviera

la libertad que no existe sin la belleza. Luiza paseó en moto por la ciudad y probó cristales en las

discotecas. Besó chicas, la invitaron a lugares cerrados para el público. Pagaron sus bebidas, le

pusieron mejores notas en sus exposiciones de clase, voló en helicóptero y podía contar que había

recibido un faisán como regalo, lo había visto morir y cargaba siempre una pulsera hecha por sus

plumas.

De eso me hablaba Luiza cuando subimos al bus. Habíamos comenzado a salir juntos dos meses atrás.

Recuerdo esa conversación que fue la primera en la que hablamos en broma y no mentimos, porque

hasta entonces todas nuestras citas habían sido más bien un juego de cola de pavo real, que en mi caso

era además prestada. Ella habló de mis cejas haciendo un chiste dulce que me hizo reír. Ocupamos una

de esas sillas desplegables, es decir plegables. Entonces vimos la niña frente a nosotros. Tendría cinco

años. Zapatos de hebilla como los que les ponen a las campesinitas en los cuentos. La empatía que tuvo

con Luiza fue instantánea. Como los masones y los combatientes clandestinos, los bellos se buscan y

se reconocen. Durante el resto del recorrido se hicieron muecas y jugaron a taparse la cara con las
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manos y a sonreírse después.

“Yo creo que se llama Cameron. Si tenemos una hija le pondremos Cameron” dijo Luiza cuando

bajamos. La niña siguió haciendo muecas por la ventanilla hasta que el bus acabó de perderse al final

de la calle.

Fue el único momento de mi vida en que quise tener un hijo y ese deseo bastó para que dos años

después estuviéramos frente a un cura conseguido a la carrera y dos años y seis meses después, maletín

en la mano como si nos fuéramos de viaje, intentáramos que algún taxi nos llevará a la maternidad a

semejante hora de la madrugada. También ese día había gente que trotaba, como ahora, cuando,

preguntándonos por qué seguimos en la puerta en lugar de entrar, Cameron, de quince años y un día, se

acerca a nosotros con el maquillaje corrido por la noche y el acné alborotado por el alcohol y pienso en

cómo será ahora la otra Cameron, la del bus, que tendrá ahora algo más de veinte años y a esta hora

llega también a su casa después de una de tantas fiestas. En cómo sus padres, en lugar de dejarla de

lado para pasar toda la mañana entre los llantos y discusiones que para nosotros comienzan aunque ni

siquiera hemos terminado de abrir la puerta, le prepararán algo de desayuno para que después pueda

dormir tranquila y dejarse mirar y darles paz con su belleza.

Boulogne-París, Marzo 18-Abril 20 de 2010

Vals vienés

Hace una hora espero junto al tren detenido en la estación de Kerhl, una ciudad de la que creo nunca he

escuchado hablar y en la que estoy seguro nunca había pensado. A no ser que uno tenga vocación de

personaje literario, no importa el trayecto sino de dónde se viene y a dónde se llega. Cómo no somos

ni héroes ni viajeros iluminados, sino una pareja en uno de esos viajes-salvavidas que uno quisiera
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llamar de otra manera, no nos interesan los nombres escritos en blanco sobre fondo azul en cada

estación que el tren atraviesa, sobre todo porque hasta ahora, el tren va rápido y es de noche. Nos

interesa de dónde salimos hace unas horas y a dónde llegaremos en la madrugada. Estrasburgo y Viena.

Los extremos de lo que queda del Expreso de Oriente, que llevaba aristócratas desde París hasta

Estambul cuando París era la ciudad luz y Estambul la puerta al resto del mundo. No he estado en

Estambul, pero eso es lo que se sabe. Uno sabe cosas de Estambul y de Viena. No de Kehl, Kehl es una

ciudad coherente con la humillación que sufren los despojos del Orient Express, cuando tiene que

parar aquí para cambiar la locomotora francesa por una alemana que no parece llegar nunca. Mi primer

cigarrillo, que comencé pensando que bajarías, se ha consumido casi hasta el filtro por puro paso del

tiempo porque ni siquiera he fumado. Cuando estoy a punto de tirarlo se me acerca el controlador de

billetes. Del idioma alemán sé tanto como de los cambios urbanísticos de Dubrovnik entre los siglos

XII y XIII, pero de todas maneras lo apago. Estar atascado es suficiente. Tener la certeza de que no

bailarás conmigo en Viena es suficiente. No vamos a agregar una multa. Los afiches que anuncian

películas son los mismos del otro lado del frontera, excepto porque ese francés americanizado de la

publicidad ha sido remplazado por lo que supongo es un alemán americanizado. Kehl debe tener cuatro

salas de cine a donde llegan las películas fáciles que el resto de Alemania ha visto y dejado de

recomendar. Es ahora el controlador quien ha sacado un cigarrillo que enciende con esa cara que,

alemana o lo que sea, quiere decir “Esa locomotora no va a llegar nunca”. Lo miro de frente durante

todo el movimiento de sacar un nuevo cigarillo, ponérmelo en la boca y darme cuenta que no tengo

más cerillas.

Algo me dice y se queda con los ojos abiertos esperando mi confirmación.

Mi confirmación no llega, si lo que me quiere decir es que apague mi cigarrillo, tendrá que imaginarse

que no lo haré hasta que él tire el suyo contra el andén y lo aplaste con la punta de su zapato.

“¿Habla alemán?” me pregunta en inglés con acento de Renchen

“No” digo con acento de Weisenbach.

“¿Por qué?” dice cambiando el acento para que esta vez suene como si toda la vida hubiera vivido en
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Gemsbach.

Veo pasar los cinco segundos siguientes en el reloj de la estación. Los relojes donde el segundero no

avanza a salticos como debería ser están hechos para que sintamos el tiempo. Miro su apellido en la

placa antes de que el señor Fuchs explote de risa con acento de Kraichtal, se dé la vuelta y se aleje

todavía fumando. Las corrientes de aire de la estación me devuelven el humo. No hace frío excepto por

esas corrientes, no podría hacer frío en un agosto como este, pero igual quiero fumar, agregar a la cara

de “la locomotora no va a llegar nunca” que tenía Fuchs, cuando encendió su cigarro la de “y qué me

importa” que tenía mientras se reía. Tiro a los rieles la caja de fósforos vacía . El tren la aplanará si

alguna vez arranca. Hay otra caja en mi maleta, en la cabina donde duermes. Donde deberíamos dormir

cansados, imaginando que el tren avanza y vemos pasar las lucecitas de los pueblitos anónimos llenos

de gente que duerme sin pensar en los trenes. Cuando subimos te recostaste contra la ventana y cerraste

los ojos sin acabar de cerrarlos como has hecho siempre. Nos gustó Estrasburgo, cada ciudad nueva

trae sus promesas, pero tenías una cierta manera de mirar las casas al otro lado de los canales. Como si

las casa más lindas estuvieran siempre al otro lado de la calle. O del canal como en Estrasburgo, como

debe pasar en Venecia, la primera de las ciudades que no conoceremos nunca.

“Eso dicen, que por eso usted no habla con nadie” dijo la vieja de la verruga bajo el ojo izquierdo. El

diálogo debería ocurrir en un bar, entre dos alcohólicos o dos marineros, pero pasa en el mercado de

Forbach. Que el hombre no habla con nadie, ella acaba de decirlo. Que ella aún vende verduras a pesar

de que está en su ochentayochoavo y último año de vida, y los dos están parados al lado de un puesto

donde se exhiben más que todo puerros y esos ajos enormes de la región es el resto de la descripción.

“No es eso”dice él en un alemán que intenta sonar como de Heilbron y ella se esfuerza por identificar

aunque nunca ha ido más allá de Kehl.

“Pero debe ser algo” dice la dama. “Hace años que usted viene aquí, siempre solo, siempre comprando

las cosas que compran las personas solas”.


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El hombre mira alrededor. Qué podría querer decir con “cosas que compran las personas que viven

solas”. Todo mundo parece comprar las mismas cosas y si fuera por la costumbre de mirar hacia el

piso, que había notado buscándole la causa a un dolor recurrente en la nuca, se le hace que también ese

es un gesto común, que no puede caminarse de otra manera en el invierno.

“Tendría que contárselo desde el principio” dice el hombre. La verdulera responde que con el final

bastaría. Contrario a su fama, las verduleras son discretas, sobre todo las alemanas. Tres semanas

exactas después (el hombre lo sabe porque el mercado sólo abre los miércoles y los domingos y él

duerme los domingos hasta tarde) decid3 que le da igual si la verdulera es discreta o no. y le dice que

pueden tomar una cerveza luego del mercado. Ella dice que tomará un café. Él toma cuatro o cinco

mientras la esperaba. Cervezas, no cafés. “¿Ha estado en Estrasburgo?” pregunta La escena aún entre

dos alcohólicos o dos marineros, pero al menos ya estamos en un bar.

“He estado en el puente. No he pasado al otro lado”

“¿Vio las torres de la Catedral?”

“Las torres se ven desde Kehl”

“Digamos que la historia empieza frente a las torres de la Catedral. Teníamos un par de horas antes de

la salida del tren, así que decidimos caminar por la ciudad. Había una presentación de teatro callejero

en la plaza, al pie de las torres. A ella le encantaron los actores disfrazados de diablo que hacían sonar

tambores y botaban fuego por la boca calentando el aire sobre la gente que se había amontado para

mirarlos. No creo que el espectáculo durara mucho más tiempo que el que estuvimos viéndolo, pero

no quería perderse el final. Cuando le dije que teníamos que irnos era como si lamentara que

tuviéramos reservaciones para el Expreso de Oriente”

“Una mujer, entonces y un mal presagio para una luna de miel” dijo la verdulera.

“Lo que parecería un mal presagio para una luna de miel, pero era lo contrario”

“¿Un buen presagio?”

“No, era lo contrario a una luna de miel. Era una de esas segundas lunas de miel”

“No tuve ninguna. No viajé con mi esposo hasta que nació mi hijo, en el 47»
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«¿Tiene un hijo? »

« Tenía. Se murió. No importa. Usted era joven cuando llegó aquí. No debían llevar mucho casados”

“Tiene razón”

“¿Llevaban poco?”

“No nos habíamos casado, pero vivíamos juntos. Si decidimos viajar a Viena era porque teníamos la

impresión de que no podríamos seguir viviendo juntos. Vea que habíamos decidido no casarnos para no

ser como todo el mundo y estábamos emprendiendo un viaje salvavidas como todo mundo”

“Usted había dicho 'segunda luna de miel'”

“Era la idea, pero frente a la Catedral de Estrasburgo me di cuenta que ella se me deslizaba de las

manos, como si quisiera que el torbellino de los diablos tamborileros nos llevara a cada uno por su

lado. Cmino a la Estación adelantábamos la impresión que tuvimos cuando nos paramos frente a

nuestro vagón: que en el Expreso del Oriente ya no hay aristócratas ni asesinatos comunales, ni espías

con máquinas para descifrar códigos ni cazadores de vampiros que saben que la carrilera era la manera

más rápida de atravesar Europa. El tren estaba apenas envuelto por su nombre como la Estación de

Estrasburgo está envuelta en un caparazón de vidrio como otra impresión de que en el futuro habrá que

envolverlo todo en vidrio”.

“¿Y es que han matado gente en ese tren?”

“En una película. En las dos. Se me mezclaban en la cabeza el Expreso de Oriente y el Expreso de

Medianoche. Compramos dos kebabs y dos 1664 y cuándo subimos al tren seguíamos comiendo, lo

que molestó a los pasajeros a los que no les importaban para nada las condiciones de detención de

Hercules Poirot en una cárcel de Estambul, tan violatorias de los Derechos Humanos. Se quejaron en

francés y en alemán”

“A mí tampoco me gusta el olor del kebab. No me gustan los turcos”

“pero habíamos tenido una época donde habríamos podido subir a un tren con tres sacos de ajos y

hawebndâch sin que nadie dijera nada. Era como si algo nos protegiera. La gente nos ofrecía cerveza

en los bares como reconocimiento”


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“¿Por? »

« No sé. ¿Por la belleza?. En todo caso era algo que yo sentía muerto cuando llegamos a Estrasburgo y

que me parecía que iba a revivir mientras caminábamos porque habíamos comenzado a reirnos. Luego

la doble decepción del tren y la reacción de los demás.”

“¿Usted tenía alguna esperanza? »

« Al principio, pero me iba dando cuenta que las resurrecciones no existen. Si existieran la gente no

cometería asesinatos en los trenes y las parejas en crisis no emprenderían viajes en tren. Cuando nos

reíamos sabía que algo estaba reviviendo, cuando entramos al compartimiento sabía que bastaría

hacerla reír una vez más para que en el momento en el que las ruedas del Expreso de Oriente

comenzaran a sacar chispas en los rieles, empezaramos a rebotar contra las paredes del

compartimiento. '¿Viste cómo la vaca francoalemana del compartimiento vecino nos miraba' dije. Ella

río. La vaca enloqueciera por el ruido que íbamos a hacer. “Hemos caminado un montón” dijo. Luego

se recostó contra la ventanilla y cerró los ojos.”

“A lo mejor era verdad. Estaba cansada”.

“También yo lo estaba, pero era un gesto de huída. Se quedaba dormida para escapar y sonreía apenas

al dormirse o al hacerse la dormida. Pensé que estaba en paz, la abracé, quise que esa paz durara por

siempre”

“Quiso que no se despertara”

“Quise que ninguno de los dos despertara” dice el hombre. Los dos miran por la ventana como si algo

los distrajera “pero no dormí. Estuve en ese estado de entre sueño un rato que duró hasta que pensé

que la parada de Kehl tomaba un montón de tiempo.

Los dos se acercan al tren, la manera cómo miran hacia todos lados hace evidente que quieren subir sin

pagar. Herr Fuchs ha desaparecido, me piden fuego. Son jóvenes y creo que es la primera vez que

utilizó esa palabra para hablar en tercera persona, pero aún vas a dormir y hace tiempo no te despierto

diciendo “Somos jóvenes”. Ellos van a Budapest, en París decidieron que los trenes eran demasiado
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caros así que han llegado hasta Estrasburgo en autostop y cruzado el Rin a pie. Están sucios y no les

importa. Les ofrecería una cerveza si estuviéramos en un bar; les ofrecería un cigarrillo si no fuera

porque no tengo fósforos. Podría despertarte y decirte que los he encontrado en su gran viaje, que eran

como un reflejo de nuestros grandes viajes pasados cuando la gente nos decía en los bares que nos

pagaba una cerveza como homenaje.

“¿Viaja solo?” pregunta Fernanda. Es portuguesa, él es alemán pero viven en Lille. El hecho de que no

haya un lenguaje común no me impide contestarles.

“Mi mujer duerme” digo. Es la primera vez que utilizó esa palabra. Hay una época en que por puro

pudor uno le pone nombres a la cosas. No eres una cosa, pero para que pudiera decir que eras mi

amante tendría que existir en alguna parte alguien que me imaginara en una convención de negocios y

para que pudiera decir que eras mi compañera tendrías que tener la espalda contra los muros del WC

del macdo de la estación de Kehler sólo para que pudiéramos agregar una ciudad a la lista. ¿La clave

era hacer las cosas sólo porque eran nuevas?. ¿En qué momento comencé a vestirme así? Tan correcto,

digamos tan opuesto a ese descuido de ellos dos. Podría usar la palabra “novia” pero me intimida la

juventud descarada de la portuguesa. ¿En qué momento empezamos a necesitar billetes para subir a los

trenes?

“¿Puedo invitarles una cerveza?” digo. Es él quien responde. Comprende por mi cara que no sé si ha

dicho 'Sí' o 'no' ni por qué ha necesitado dos frases para una respuesta que yo daría en dos letras.

“¿No habla alemán?” me pregunta en inglés, su acento es vagamente de Leonberg.

“No” digo.

“¿Por qué?”

“Nunca he estado en Viena” dice la verdulera. Ahora él sabe que se llama Mathilde “No es una ciudad

en la que uno piense. Deberían haber ido a París. No es muy original, pero ya irse de viaje para

resucitar el matrimonio es algo que hace todo el mundo”


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“No estábamos casados”

“Es como si lo estuvieran”

“Tuve esa discusión un montón de veces. Al final no importa tanto. Le puedo decir que descartamos

París como un destino el día en que ella leyó una historia donde dos vampiros-rockeros

tercermundistas se prometían algo como vivir eternamente para un día poder hacer el amor en Père

Lachaise. Así que dimos una vuelta enorme para no pasar por París.De todas maneras nos quedaba el

resto del mundo. . No podría reconstruir la conversación que nos llevó a Viena. Habíamos tomado. Era

uno de esos periodos en los queuno siempre anda en el límite mismo de la ebriedad y puede mirar el

muuniverso que se extiende a lado y lado de la línea. En alguna parte sonaba una versión bajo

presupuesto de “El Danubio Azul”. Todo mundo conoce la melodía”

“No la conozco” dijo Mathilde.

“A lo mejor, pero aquí debe tener otro nombre”

“Sïlbela”

“No sé silbar”

“¿Estuvo en la cárcel y no sabe silbar?”

“Nunca estuve en la cárcel”

“Disculpe. Es algo que supuse. ¿Puede cantarla?”

“La letra debe ser diferente aquí” dijo el hombre. Ya sabía que terminaría por cantarla, pero esperó que

la verdulera insistiera. Se preguntó qué pensarían los demás compradores cuando lo escucharan. .

Mathilde se miraba las manos convencida de que era el momento de cortarse las uñas. El hombre

carraspeó antes de cantar.

“El Danubio es azul, a-zul, a-zul

el Danubio es azul, a-zul, a-zul

el Danubio es azuuuuuuuul es azuuuuuuuul

que río pa' ser azul”

“No la conozco” dijo Mathilde. Un hombre se acercó preguntándole si tenía cambio. La verdulera
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odiaba que la gente se acercara para eso, más cuando el mercado ya había cerrado.

“Ella dijo que lo había bailado en su fiesta de quince. Tampoco allí había nada de original. Yo había

bailado muchos valses en fiestas de cumpleaños, pero le dije que nunca lo había hecho. No creo que

me creyera, pero hizo ese gesto heroico de estirar la mano y sacarme a bailar en medio de la calle que

no era menos heroico por el hecho de que a esa hora ya no pasaran autos. Luego dijo que algún día

bailaríamos un vals sobre el Danubio”

“Eso dijo”

“O dije. Años después, en la estación de Kerhl yo estaría viéndola dormir mientras pensaba que ese

vals sobre el Danubio era casi literal, que sólo hay un momento en el que se puede bailar sobre el agua

y luego uno se hunde y se queda dormido. Yo pensaba en ese final de los dos de pie en medio del río

que se iba abriendo, que habría sido glorioso porque habríamos estado juntos. Pero no podría saberlo.

Bailar en el Danubio era como escupir desde el Empire State, tomarse de la mano estando cada uno a

un lado de lo que alguna vez fue el muro de Berlín o tirar una moneda a la Fontana de Trevi sin pedir

ningún deseo. La primera idea había nacido de un programa de televisión. La segunda de una canción.

La tercera porque ella tenía un camiseta con una fotografía de la Fontana. En cambio no sabíamos,

porque no es tan obvio como parece, que el Danubio pasaba por Viena”

“Todo mundo sabe eso”

“No todo mundo. Para mí el Danubio no pasaba por ninguna ciudad, sólo al lado de castillos y entre

bosques. Al principio veía el bailar sobre el Danubio como un crucero en el que al final de una cena un

cuarteto de cuerdas toca el vals”

“En un barco usted no hubiera podido bajarse. No es fácil atravesar el río. Habría tenido que esperar a

que el barco llegara a un puerto”

“Habría podido saltar al agua, pero tiene razón, no lo hubiera hecho. Habría seguido con ella. Las cosas

pasaron como pasaron porque la locomotora llegó tarde a la Estación de Kehl, porque herr Fuchs

fumaba y porque Fernanda y Alí se besaban cada dos frases.


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Herr Fuchs vuelve a pasar, Fernanda traduce lo que le he dicho y luego, destraduciendo, me dice que él

dice que en el piso inferior de la estación hay un minimercado donde venden cerveza. Así sé que no

vas a estar ahí en mi primera cerveza alemana en territorio alemán. Me dirías, esa que te has estado

volviendo me diría, que juntos hemos probado cervezas belgas, holandesas, húngaras, checas y esa

bebida extraña japonesa que nos vendieron como cerveza. Alí toma de la mano a Fernanda mientras

bajamos la escalera y comienza a jugar con sus dedos. Entrelazándolos, dándoles vuelta hasta el punto

donde pareciera que si no son de caucho, van a quebrarse. Fernanda se acerca, le dice algo al oído, lo

que resultaba una precaución inútil. Puede haberle dicho que harán el amor en el tren o que bailarían en

una plaza de Viena. La oferta de cerveza en la tienda del primer piso es más bien limitada, pero eso no

quiere decir que entienda la diferencia entre los productos locales. Alcanzo a poner mi mano sobre un

six pack de Heineken y sobre un six pack de 1664 que cuesta menos que en Estrasburgo. Termino por

escoger un four pack de la marca que tiene mayor contenido de alcohol. Dos son para Fernanda y Alí.

“Vamos para un festival de Rock » dice ella. Las otras para nosotros. El vendedor es un rubio que

parece a punto de dormirse. Para Fernanda esa somnolencia era tan obvia que se llena los bolsillos de

chocolates. Tengo otra vez en la cabeza esa versión barata de ese vals de bajo presupuesto, pero es la

época euro y sé que nos cobran un montón. He envejecido tanto que ahora pago la cerveza El rubio

dice el precio y no le entiendo, pero intuyo que viene de Kirchein unter Teck.

“¿Habla alemán?” me pregunta.

Así que subo corriendo las escaleras mientras Fernanda y Alí abren sus botellas, paso junto a herr

Fuchs y salto dentro del tren como si estuviera a punto de partir, el tren no yo, y casi resbalo con los

restos de kebab en el corredor del vagón y abro de un golpe la puerta de la cabina y estás allí leyendo o

haciendo que lees en todo caso con los ojos abiertos los ojos abiertos que me esperan y me detengo en

la puerta con dos botellas en la mano.

“Tienes que escuchar esto” digo “Todos los alemanes tienen un chiste común. Cuando haces cara de no

entender lo que dicen...”


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“Cierra la puerta” dices.

“Te preguntan en inglés...”

“Ciérrala” dices. Registro imperativo. Herr Fuchs, que quiso ser zapatero antes de trabajar como

controlador de la Deutsche Bahn AG, mira por la ventana la puerta que se cierra y tiene la delicadeza

de no volver a golpear en nuestro compartimiento hasta que el tren entra en la estación de Viena.

Tenemos que vestirnos de prisa apenas anuncian que lo que queda del Expreso de Oriente ha llegado a

su destino. En Viena tienen un paseo de la fama con los nombres de los deportistas austriacos que

nadie conoce. En Viena hace calor y nos metemos a la fuente del Hoher Markt en caso de que nunca

tengamos nuestra Fontana di Trevi para tirar una moneda sin decir nada y fotografiarnos con los pies

en el agua. Escurriendo y sin que a nadie le importe. Entonces encontramos la plaza donde podemos

bailar. No necesitamos decirnos que la hemos encontrado. Bailamos. Nos toma toda la tarde llegar

hasta el río, el río les parece a todos tan obvio que no hay señales para encontrarlo. Desde la orilla

vemos los cruceros que parten hacia Budapest y Bratislava. Podríamos ir a alguna parte en barco.

“Termina el chiste” dices. No sé de qué me hablas.

“Entonces te preguntan en inglés...”

“Le dio demasiada importancia al tren. Si hubiera tenido algo de paciencia y simplemente se hubiera

acostado a su lado, habrían llegado a Viena y no hubiera terminado en este pueblo” dijo Mathilde,

ahora él sabía que su apellido era Schiel.

“No era el tren. Le juro que yo también estaba cansado. Que casi me había dormido cuando paramos

en Kehl y yo tenía ganada la lucha contra la idea de que nunca volveríamos a tener la oportunidad de

hacer el amor en un tren. El problema era que sabía que nunca bailaríamos el vals en Viena.”

“Viena era una ciudad entre otras. Usted lo acaba de decir”

“Al principio Viena era una ciudad entre otras, pero fue creciendo. Primero porque Nueva York

siempre parecía que iba a decepcionarla y luego porque ella escuchó alguna vez que las parejas que
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visitan juntas la Fontana de Trevi estaban condenadas a mentirse apenas salieran de Roma”

“Nadie cree en serio esas cosas”

“No, pero uno puede creer las cosas sin creerlas en serio, por eso la gente no pasa debajo de las

escaleras. Viena terminó por convertirse en EL lugar al que iríamos y a punta de libros y películas,

ellas iba imaginando todos esos Markts y todas esas Platz y esas Straats y teníamos ya esa escena en la

que salíamos de la estación en uno de esos días de perro del verano, nos tomábamos una foto con los

tranvías y caminaríamos hasta el río y esta vez yo haría el gesto heroico de estirar mi mano estilo baile

de salón”.

“Usted tenía miedo de que Viena no fuera así”.

“Viena no sería así, la ciudad y la idea del vals necesitaban de algo que ya estaba muerto. Ella no debía

haberse dormido porque justo antes de que se durmiera la estaba detestando”

“Usted la quería”

“La detestaba. Sabía que en Viena iba a estirar mi brazo y ella no lo tomaría, que sería una repetición

de la frustración de su sueño en el tren y de su escape frente a la catedral de Estrasburgo. No es que

hubiéramos cambiado, es que ella estaba matando lo que habíamos sido y yo ya sabía que yo nunca

volvería a sentirme así”

“Usted la detestaba”

“La quería, cuando se quedó dormida no podía detestarla más. No podía despertarla, no podía permitir

que los ruidos de afuera la despertaran. Era como si ya estuviéramos en la última escena de nuestro

sueño de Viena. El pequeño cuarto en último piso que vendría después del vals. Ella abriendo los ojos

despacio, despejando el cielo con el movimiento de las pestañas. Luego saldríamos otra vez a la calle

con el cabello desordenado, entraríamos a un bar y alguien nos pagaría una cerveza”.

“¿Habla alemán?” pregunta el vendedor rubio.

Cuando subimos la escalera voy unos pasos adelante de Fernanda y Alí que abren sus botellas mientras
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ella me cuenta que verán a los Die toten Hosen y a los UK Subs, dos nombres que no me dicen nada

« Y a The Klezmatics y a Tancksapda" dice él. Brindan. Luego ella toma un sorbo enorme y lo besa en

una acción de respiración boca a boca donde en lugar de aire pasa cerveza. Herr Fuchs no está por

ninguna parte así que se alistan para subir. Alí es el primero. Fernanda se detiene en el último paso. Me

mira con mis dos botellas de cerveza en el andén de Kehl con fondo de anuncios de malas películas. Le

dice a Alí que subirá en un momento. Sé que le dice eso. Me pregunta qué va tan mal. Explicarle qué

va tan mal sería tan difícil como admitir que está comenzando a notárseme. Que a eso ha llegado esa

cara de tres años atrás cuando nos fuimos a vivir juntos y la gente decía “Qué bueno verlos así”. Lo de

menos eran sus motivaciones, lo importante es que se nos notaba. “¿Es algo con su mujer?” dice

Fernanda. Lo explico a punta de la parábola de la puerta, una de esas cosas que a uno sólo se le pueden

ocurrir en el andén de una estación de trenes perdida en Alemania. Hubo un momento en el que cada

vez que llegaba a casa y hacía sonar el timbre te escuchaba gritar y bajar corriendo al primer piso y

luego los ruidos de las dos cerraduras, la puerta que se abría y el salto directo a mis brazos. “Un día

ella no gritó” digo “pero la escuché bajar y saltó a mis brazos”. La historia desde ese día hasta la noche

en que empacábamos en la madrugada para viajar a Estrasburgo y luego a Viena por tren es más bien

corta. No decidimos ir a Viena. Descartadas Nueva York y la Fontana di Trevi, el sueño del vals se

imponía y sobre todo no nos obligaría a construirnos un sueño en Córdoba Capital, Almaty o Drobeta-

Turnu-Severin. Fernanda dice que Viena terminará por arreglar las cosas, pero esa es la conclusión

porque durante media hora he recibido de una adolescente los consejos que ella no podrá darse en unos

años cuando Alí ya no grite al otro lado de la puerta. Golpeo en nuestra cabina con dos botellas de

cerveza en la mano. Estás despierta mirando por la ventana. Lees o finges leer y preguntas si el tren va

a arrancar.

“Tienes que escuchar esto” digo “Todos los alemanes tienen un chiste común. Cuando haces cara de no

entender...”

“Me aburren los alemanes si vamos a pasar tres horas en cada parada de tren” dices. Te lo explico. El

Expreso de Oriente no puede llegar a Viena halado por una locomotora francesa. Terminas por reírte.
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Cierro la puerta aunque no me lo pidas. Me recuesto en la litera, estiro los brazos como abriéndote un

refugio que igual aceptas. Herr Fuchs, que estuvo a punto de terminar una carrera de músico y ganar

una beca en la Universidad de Chisinau, ha visto la puerta que se cierra y tiene la delicadeza de no

golpear hasta que el tren está entrando en la Westbanhof. El Expreso de Oriente ha llegado a su

destino. Estamos igual que cuatro o cinco horas atrás, ni siquiera tienes que arreglarte el cabello.

Bajamos tomados de la mano. En Viena tienen un almacén que se llama La Stafa y me produce una

enorme desconfianza. Hace calor cuando pasamos por la fuente de Hoher Markt. Dices que estamos

viejos para saltar así que nos sentamos en el borde. Luego encontramos nuestra plaza. Está lejos del

Danubio, pero bailamos de todas maneras y siempre recordaremos ese vals como visto desde afuera

con una cámara que gira alrededor de nosotros. Tomamos el metro. Salvo los bordes pantanosos, el

Danubio es más o menos como lo imaginábamos. Azul, con media ciudad al otro lado y barcos que

deben ir a alguna parte.

“La próxima vez iremos en barco a alguna parte” dices. Entonces estoy convencido que habrá algunas

próximas veces y eso basta para que el universo no se desmorone. Te hablo de haber hablado eso con

Fernanda, te hablo de la manera cómo ella y Alí se decían secretos mientras bajábamos las escaleras

buscando una cerveza, de su orgullo de viajeros sin tiquetes, de eso que le salía por los ojos como una

orden para que cada transeúnte les invitara una cerveza.

“Por eso me tocabas de esa manera mientras dormíamos” dices. Supongo que debe ser por eso, que

Fernanda y Alí trazaron una línea entre esos nosotros de la época en que ella gente nos invitaba

cervezas.

“Deberíamos invitarlos a cenar alguna vez” digo “Al menos a ella”

“Termina el chiste” dices “No sé de qué me hablas”.

“Entonces te preguntan en inglés...”

“No” contesto. El vendedor rubio hace una mueca que sólo con mucho esfuerzo podría llamarse

sonrisa. No se molesta en repetir el precio y toma el billete que he puesto sobre el mostrador. Fernanda
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y Alí sacan sus cervezas del six pack y salen del almacén. El vendedor se queda mirándome como si

tuviera que completar un parlamento. Por supuesto tiene que completar un parlamento. Es la razón por

la que está esta noche en la estación de trenes de Kerhl. Podría pasar el resto de mi vida esperando que

conteste. Podría decirle “Escuche. La mujer que me estaba destinada desde siempre duerme en el

Orient Express. Du-er-me y la única manera de tener algo nuevo que decirle es que usted complete el

diálogo. Entonces podré despertarla cuando el tren por fin arranque y podremos bailar el vals en Viena.

Usted no comprende por supuesto. Si no hacemos el amor en el Orient Express no bailaremos, no

podremos bailar porque esta noche estará perdida. Usted no comprende, por supuesto, si no bailamos

en Viena no iremos a ese cuarto sobre loqueseastraat, no tendremos ni siquiera la posibilidad de

inventar algo. Usted no comprende que el chiste de los alemanes es lo único nuevo que podría decirle.”

Usted no comprende, por supuesto. No puedo hacerlo comprender porque no hablo alemán.

Fernanda no comprende tampoco. No sabe que imagino una habitación que no sé si existe, que pienso

en ese lejano futuro en el que también ella y Alí van a darse cuenta que Viena no es como en los valses.

Alí no va a perderla en Viena. Yo tampoco porque la perderé antes. No veo porque culpar a Viena más

que a Estrasburgo o a Kehl o las escaleras de la estación de trenes de Kehl que Fernanda y Alí recorren

tomados de la mano al tiempo que beben sus cervezas. Alguno dejará al otro algún día, pero no vale la

pena pensar en eso al verlos como en un movimiento terminan sus botellas, las tiran a las vías y suben

al tren. Adentro buscarán cabinas vacías, a lo mejor darán con la nuestra y cuando yo suba encontraré

la puerta cerrada y terminaré caminando por las straats de Kehl pateando canecas.

“Fue entonces por ellos. Le recordaban una felicidad perdida” dice la señora Schiel. Ahora él sabe que

su apellido de soltera era Walz.

“Muerta. O dormida a plazo eterno” contestó el hombre. Su acento de Dornstadt sonaba más bien

como de Gersthofen.

“Pero no podía saber si antes de estar juntos ellos habían sido infelices. Usted se iba a alejar de la

mujer que dormía en el tren, pero encontraría alguien después”


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El hombre miró a la verdulera. Debía ser viuda. No se atrevió a preguntarle y por eso no llegó a saber

que un cerrajero joven la visitaba y finalmente la hacía feliz. Ella tampoco se lo contó.

“Le he mentido cuando le he dicho que ella fue la única. Hubo alguien más antes. Le mentía cuando le

decía que con ella todo me pasaba por primera vez. Puras de esas mentiras dulces a repetición, que

deberían doler pero no duelen. Como esas flechas almibaradas que uno ve en las pinturas de santos.

Hubo alguien antes. Su nombre importa. Los nombres que uno quiere siempre se tragan todas las

palabras alrededor y terminan queriendo decir un montón de cosas. Por supuesto no le diré su nombre.

Su nombre no importa, un nombre más en letras blancas sobre fondo azul junto a las vías. Con ella

nunca pensamos en Viena, pero soñábamos besarnos en el puente de Londres. Un día en un bar de lo

más cualquiera en el que acababan de poner una de esas canciones que ponen para que la gente se

vaya, me di cuenta que ella preferiría regresar sola a casa y entonces se desmoronó el puente de

Londres sin que tuviéramos tiempo de decir “El puente de Londres se está desmoronando”. Vivimos

juntos tres meses más. Nunca nos golpeamos o nos gritamos. No era necesario. Luego me diría que

había tratado de hacerme comprender de todas las maneras posibles antes del día que salí a

medianoche pateando canecas y caminé hasta que otra vez fue de día y tenía pena que la gente que

salía a trabajar me viera así. Ella había llorado. Cuando regresé tenía las mejillas cubiertas de esas

líneas negras que se explicarían mejor si alguna vez ella hubiera usado maquillaje. '¿Quieres que me

muera para que puedas dejarme?' dijo.”

“Era una de esas frases que dice la gente”

“Yo quería que se muriera para poder dejarla, pero lo que hice fue tomar un tren y volver luego por mis

cosas, que nunca fueron muchas. No volví a pensar en eso hasta la noche en la estación de Kehl. Nunca

le había mencionado Londres, ni siquiera a esa primera mujer, pero en Kerhl supe que esta vez tal vez

nos golpearíamos en un cuartito de Viena, que pronto ella me estaría preguntando si quisiera que se

muriera para que pudiera dejarla. Sólo que entonces ya no podría huir en un tren porque ya estábamos

en un tren”.
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“Lo supe siempre” dijo la que alguna vez fue la señorita Walz. Ahora él sabía que ella vivía en el 48 de

Hauptstraße “Nadie viene a vivir a Furbach si no es porque huye de algo. La gente cree que se

encuentra tranquilidad sólo porque las montañas encierran tres cuartos del cielo”

“Es cierto »

« Sí, es cierto »

“pero no buscaba tranquilidad. No porque no la quisiera sino porque ya sabía que la tranquilidad era

imposible.”

“Su mujer tal vez nunca le hubiera preguntado si quería que ella muriera para que pudiera dejarla”

“No, tal vez nunca lo hubiera hecho. Eso es algo que he pensado estos últimos años. Tal vez yo

construí todo. Aquí estaba la chica del Puente de Londres” dijo el hombre y se interrumpió para marcar

un punto en el aire que unió con el punto que dibujó en su siguiente frase “Aquí está la estación de

Kehl y el vals en Viena como un vaso que habíamos guardado mucho tiempo para descubrir, justo

antes de usarlo, que estaba roto desde hacía quién sabe cuánto. Hubo un hecho para completar la línea:

Es fácil morir en el Expreso de Oriente porque la tradición existe. La noche que pasé mirando a la

chica del Puente de Londres, durmiendo recién llorada, pensaba en que podríamos prescindir de los

dramatismos, en que bastaría sostener su cara contra la almohada el tiempo suficiente. Ella no era

fuerte. Tampoco yo, eso usted lo habrá notado. Tampoco ella en el tren, la almohada que habría bastado

para congelar el puente de Londres a medio desmoronar, iba a bastar para curarnos de meses y meses

en los que sólo íbamos a llorarnos hasta que los ojos nos quedaran pasas de uva. En Viena supondrían

una relación entre esa parada larga en medio de la noche y el hecho de que nadie abriera la puerta. La

encontraran casi como dormida. Herr Fuchs, que a pesar de que en una época quiso ser médico forense

leyó más novelas agua de rosa que historias de detectives, comprendería sin embargo que todos sus

esfuerzos por despertarte no iban a ser más que protocolo, mientras yo ya me habría perdido en las

calles de Kehl y luego conseguiría trabajos en casi cada pueblo de la ruta B36 hasta terminar viviendo

aquí. Donde nadie me busca y antes de usted nadie me había hablado”.

“Siempre lo supe » dijo la inquilina del 48 de Hauptstraße «Su nombre suena demaisado invento.
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Ahora entiendo por qué usted nunca volvió a buscar una mujer »

Yo probablemente estaré pensando en ti, en que sonreíste cuando me viste entrar a la cabina con esa

mirada de que todo iba a arreglarse y sonreíste porque no había manera de que supieras que ya había

pensado en lo simple que sería distraerte con la mirada mientras tomaba la almohada. Pero exagero. He

aprendido un poco. La vida no se parece a las películas. Nunca pusieron en Kehl afiches con mi foto.

Nunca me cambié de nombre ni siquiera. Hubieras terminado por preguntarme si quería que te

murieras para dejarte. Habría tenido que decirte que sí. Hubiéramos pasado por terapia de pareja,

hubiéramos usado el término open relationship antes de Hubieras dicho que la miraba más que a ti,

pero hubiera sido contigo que habría bailado el vals en la calle al final de la tarde cuando ella se fuera y

ya estuviéramos borrachos.

“Y sin embargo es mi verdadero nombre” le dice el hombre a la dama que termina su café. Pone un

acento neutro. De entre Fürstenfeldfruck y Apfeltrach.

Son casi las tres de la mañana en la estación de Kehl. Herr Fuchs, que jugó cricket en la primaria pero

dejó de hacerlo porque el cricket no le interesa a nadie en Alemania, se baja del tren de un saltito más

bien delicado y se voltea para asegurarse que Fernanda y Alí lo han seguido. Lo siguiente será una

patrulla de policía que llega y los lleva a la comisaría “No llame a la policía. Yo pagaré sus tiquetes” le

digo a Herr Fuchs, siempre tan respetuoso de la ley. Me llevo la mano al bolsillo justo mientras

recuerdo que mi tarjeta de crédito está en la cabina donde duermes.

“Tienen sus tiquetes” dice Herr Fuchs, que al fin y al cabo es padre de dos adolescentes “es sólo que no

pueden fumar adentro del tren”.

Los dos tiran sus cigarillos al tiempo como un gesto de demostración. La bota de Fernanda pisa la

colilla. Ella se impulsa para subir otra vez y luego Alí que casi resbala porque la locomotora alemana

ha llegado y se engancha al Expreso. Herr Fuchs me mira ya con un pie en el escalón. La semana

entrante estará en Menningen y en Ummendorf. En Riedingen, Burladingen, Obendorf. Wolfach,


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Haslach y Biberach,

“¿Por qué no se cambió el nombre?” pregunta la verdulera. El hombre espera que esa sonrisa

prolongada que hace le sirva de explicación, pero ella sigue mirándolo y no deja de mirarlo con los

ojos enormemente abiertos mientras hace la seña al camarero que debía traer la cuenta.

“Nadie me iba a buscar” dice “Fernanda y Alí iban para su Festival. Herr Fuchs, aunque en una época

tenía la ilusión de trabajar para la administración de impuestos, era un controlador convencido de no

meterse en los asuntos privados de sus clientes”.

“Nos vamos de este moridero” dice herr Fuchs. Sin duda debió crecer en Lahr “¿Sube?”

“Nicht” le contesto. Y me doy la vuelta escuchando la máquina que suena, la locomotora tuberculosa

del Expreso de Medianoche. También le contestaré “Nicht”, acento de Offenburhg, a la verdulera de la

verruga que me preguntará si alguna vez me arrepentí. Tú te despertarás en algún otro pueblo sin

importancia, supondrás que te he abandonado, me culparás de haber asfixiado nuestro sueño de vals en

Viena y caminarás perdida por un par de horas. Desde esa tarde, y por varios años estaremos

convencidos de que algún día no muy lejano tendremos noticias mutuas.

Budapest (Agosto 2008) Boulogne-Billancourt - Febrero 28 de 2009


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Día de Mercado

La conocí hace unos tres años. Ella recuerda la fecha. Yo no, pero está bien anotada. Nos conocimos

por una casualidad buscada (con Google). El primer día tomamos un café en un mal café de Saint-

Michel. Es redundancia, no hay un solo buen café en Saint-Michel, en Saint-Germain tampoco. La

gente que se conoce poco se da cita en esos lugares justamente porque cualquier otra elección daría

pistas sobre uno mismo y sus costumbres y nadie toma riesgos. La segunda vez nos vimos en un bar de

Belleville y conocí el estudio donde vivía en un último piso en un edificio del XVI. Con el tiempo

supimos que un conocido suyo que aspiraba a ser dibujante tenía dos cupos libres y arrendamos un

apartamento en Boulogne-Billancourt. Viviendo los tres fuimos, sobre todo, buenos amigos.

Pragmática, le parecía que mejor que pareja era ser compañeros de apartamento que se acuestan de vez

en cuando. Cuando el dibujante I)Murió de una pulmonía II)Tuvo un ataque y hubo que internarlo en

el hospital Sainte-Anne III)Desapareció de un día para otro, nos mudamos juntos a un apartamento más

pequeño. Desde entonces nos hemos creado sitios favoritos, un jardín privado en la rue des Martyrs,

una cantina en Barbès donde sirven el mejor cuscús de la ciudad. Dejar pasar el tiempo es crearse

sitios. Adueñarse de rincones. Todo mundo lo hace. No todo mundo sabe que lo hace. No todo mundo
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puede hacerlo de a dos y en ese sentido soy afortunado. De Barbès nos gusta también el mercado de

los sábados y los miércoles. Por tres razones, la primera es que es imposible no amarlo. La segunda

que es barato al punto que uno soporta los carritos de mercado y los reversos de la fortuna porque casi

ningún kilo de nada vale más de un euro. O hay suficientes cosas que valen menos de un euro. Tercero

porque las personas te tutean, te dicen hermano, joven o primo. Ya fuerza de verlos uno se imagina

historias, el tipo de los champiñones con ojos verdes profundos (que es una metáfora gastada, pero si

son verdes y profundos no voy a mentir y tampoco soy escritor para preocuparme por esas cosas) y

sobre todo tristes que a) debe haber matado a alguien y b) se arrepiente. Era alguien a quien quería. Era

alguien que le hizo saber que el amor pasa por caminos tortuosos y perversos, que le probó así la

inexistencia del amor de dios y entonces de Dios. Y hay también un árabe que entona canciones más

adecuadas para las cerezas que Le temps de cerises, la joven que vende ahuyamas, que es la única

joven del mercado, el negro viejo de barba blanca de las zanahorias y un tabaco eterno a medio fumar,

la señora de los pescados que al final de la mañana pone todo en rebaja, porque no hay nada más triste

que un pescado que hace un viaje de regreso.

Anoche, viernes, me quedé bebiendo con Gonzalo y Tristán y no regresé hasta que pasó el primer

metro. Así que supuse que si iba a casa ahora no tendría la fuerza (la fuerza sí, pero no el ánimo y

menos con este frío) de levantarme en dos horas para el mercado. Entonces le envié un texto a Corina

y le dije que pasaría por el mercado antes de regresar a casa. No sé si lo vio porque no ha contestado y

a lo mejor no está en casa. Estoy frente a la señora del pescado y dudo como siempre, porque los filetes

de Carrefour son más baratos y sobre todo no tienen los problemas de preparación del pescado en su

estado natural. Innatural porque el natural es en el agua. Alguien me tira, volteó y es un africano, su

suéter se ha enredado en la argolla de llavero que cuelga de mi maletín. Los despego con cuidado y nos

pedimos disculpas. La mujer del pescado se ríe “Seguro usted pensó que era una chica que lo jalaba”

dice. Me acerco a sus bandejas. Me ha convencido y señaló una con cuatro pescaditos grises y planos.

No sé nada de los nombres de pescados. La mujer los envuelve. Los desenvuelvo saliendo del mercado
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(es una operación complicada, he terminado de hacer compras, están bajo la ahuyama y los kakis y las

ramitas de mujicoy). Tomo uno en mis manos, le oprimo la mandíbula y él abre la boca. El metro aéreo

pasa sobre mi cabeza, algo de polvo cae sobre el pescado, lo sacudo.

Podría haber sido una chica, podríamos haber hablado del mercado.

Corina tal vez no está en casa.

Pasé la noche con Gonzalo y Tristán. Quería emborracharme. Cantar canciones de Cash. Quería que

hablaran mal de sus mujeres para hablar bien de Corina y luego llorar pensando en Corina.

Yo amo a Corina y Corina me ama. Hace dos semanas estábamos otra vez de picnic en el jardín

secreto. A veces tomamos té en la cafetería del instituto judío y a veces en la de la mezquita. Somos la

paz del mundo. Hace un par de días luego de un silencio largo. Antes discutíamos si, como habíamos

leído en una pésima historia, las arañas nos miraban desde el techo.

“Necesito que me folle otro hombre” dijo

No dije nada.

“¿Estás furioso?”

“No. Esas cosas pasan. En un par de meses habría podido ser yo el que habría querido follarme a

alguien más”

“Nunca has querido”

“Siempre. Un tipo quiere estar entre todas las piernas que ve”

“Nunca lo has hecho”.

“No, puede que lo haga ahora”

“Puedes”

“Yo sé. Tú puedes también”

“¿Puedo buscarlo?”

“Yo no puedo buscarlo por ti”.


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He dicho que la conversación fue hace un par de días. Ahora que lo pienso recuerdo que fue hace una

semana. Los dos fuimos honestos. Ella al abrir el corazón de esa manera, yo al decir que no me

importaba. Por un lado lo creo, por otro lado quisiera que ella me entendiera si a los cuarenta yo quiero

hacerme un tatuaje y/o comprarme una motocicleta.

Así que decidimos que no importaría y que todo seguiría igual entre nosotros. Y el martes fuimos al

jardín y nos emborrachamos. Ayer ella iba a verse con alguien. Antes de salir me pregunto una vez más

si me importaba y le dije que no. Cuando salí envié un par de mensajes a amigas que no veo hace rato.

Tengo una cita hoy sábado. Ayer tomé con mis amigos sin emborracharme. Como todo sigue igual

entre Corina y yo, compré sus frutas favoritas, el kaki y la pitaya y el mujicoy una fruta del dragón, que

es una especie de pitaya cruzada con mujicoy, un haikú hecho fruta. Y el pescado. Preparé un pescado

con kaki y fruta del dragón. Y juka. Y esos plátanos dulces del norte de América del Sur que venden los

hindús de la calle de Faubourg Saint-Denis. Tal vez ella aún no ha vuelto o tal vez ha vuelto y duerme

y cuando llegue, o despierte, tendrá listo su almuerzo y sonreirá.

Para ir del mercado a la rue de Faubourg Saint-Denis hay que seguir la línea del metro aéreo hasta La

Chapelle. Uno pasa por el puente sobre los rieles de Gare du Nord. Uno dedica un pensamiento al

borracho que una vez orinó desde allí con la mala suerte de que el chorrito tocó la catenaria electrizada

a 230 mil voltios. Los trenes van a Inglaterra, bajo el mar. A Holanda. A la banlieue norte y compris

Lille. Luego hay que bajar unas escaleras. Tal vez compre también flores. Fue bajando esa escalera que

vi el ratoncito muerto. No era pequeño, pero si digo “ratón” ustedes pensarán casi en una rata, y no, era

un ratoncito, del tamaño de uno de esos pescaditos que vende la señora del mercado de Barbès y tan

parecido a ellos que no pude evitar pensar por qué la gente come pescados con esa facilidad que hasta

los vegetarianos los consumen y en cambio nadie come ratones. Levantado por la cola, con la

barriguita roja seguro a causa del accidente que le había costado la vida, se parecía todavía más a los

pescaditos, tanto que ellos no reaccionaron cuando abrí el papel que los envolvía y lo puse en la mitad,

dos a cada lado. Los cinco estaban helados por el frío del invierno y todos moviendo los dientecitos

cuando uno les espichaba la mandíbula. Volví a guardar el paquete, encima puse los plátanos que dos
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calles después compré en la tienda hindú y tomé el bus. En las cinco calles que separan la parada de mi

casa, pensé en cómo le diría a Corina que yo también saldría esa noche en cómo encontrar la justa

medida para que no me deprimiera con los detalles de su historia, que serían los mismos que los de la

mía, es decir si todo iba bien, la mañana siguiente.

No estaba triste. Estaría triste si Corina se iba. Si no llegar se volvía costumbre y un día no volvía más.

Le diría que me dejara al menos su mate de plata.

Había llegado. La puerta no estaba con llave. Puede que la cita hubiera sido un fiasco y e n ese caso el

almuerzo sería una manera de subirle el ánimo de decirle que para mí seguía siendo preciosa así para el tipo

que había salido con ella no lo fuera. Si la cita habría sido exitosa, el almuerzo sería mi manera de decirle

que no importaba, en serio que no.

Corina dormía aún. Había llegado cansada. Sus cosas estaban tiradas en el sofá. No había manera de

saber si había llegado muy tarde en la noche o muy temprano en la mañana. Traté de no hacer ruido al

ordenar las cosas en la nevera. Comencé a preparar la salsa, tratando de demorar el momento en que

debería licuarla, porque el ruido la despertaría. Busqué en Internet cómo preparar pescados al horno.

Lo primero era quitarles las escamas. Los que me había dado la señora no tenían escamas, el ratón

tampoco. Los ratones no tienen escamas, pero tienen vísceras como los pescados. Procedí de la misma

manera. Corté las cinco cabezas y las arrojé a la bolsa de la basura. . Boté también aletas (y patas), piel

(y pelo) colas (y cola) Del resto saqué pedacitos, demasiado imperfectos para llamarlos filetes. Los

coloqué en el molde precalentado a 180 grados (como los que tiene un triángulo en el interior) y

untado con margarina (o mantequilla) y me puse por fin a preparar la salsa. Piqué los kakis, agregué

pimienta negra, un chorrito de amareto. A la hora de licuar, lo hice en la mínima velocidad, pero no

bastaba, fue girar el botón y escuchar a Corina que abría la puerta de la habitación.

Se había puesto un pantalón gastado de sudadera con el que dormía de vez en cuando. Frotándose los ojos,

pasó directo al baño. Yo terminé de licuar en el momento preciso en el que escuché el agua que corría. Me
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preguntó cómo estaba el mercado. El mercado estaba como siempre, me preguntó como estaban Gonzalo y

Tristán. Le dije que bien, que se quejaban de sus mujeres, es decir la de cada uno. Tomó una cereza, la

mordió, escupió la pepa en el lavaplatos donde se mezcló con las cáscaras de las otras frutas. Recogí todo,

puse la bandeja en el horno, cerré la bolsa de la basura. Tenemos una vecina que grita todo el tiempo y

estaba gritando. Cuando volví, Corina miraba a través del vidrio del horno. ¿Qué pescado es?, preguntó.

No sé.

Hace tiempo no comprabas pescado

Algo curioso me pasó hoy. Le conté de la anécdota de la rubia de ojos claros con la que se enredó la argolla

de mi llavero, que era polaca y llevaba una pañoleta como la que se ponen las mujeres mayores en Europa

del Este, que habíamos conversado y nos habíamos separado al final del puente de Gare du Nord.

Veo.

Corina esperaba que le preguntara por su cita. Había una manilla fluorescente y rosa tirada en el suelo.

Había estado bailando. Olía ligeramente a alcohol, ligeramente a cigarrillo. En los bares no se puede fumar,

y hacía mucho frío como para fumar afuera. Había colillas en una lata de atún. No había manera de que

recordara si estaban allí la noche anterior, si había fumado esperándome que llegara mientras yo hablaba de

todo y de nada pero sobre todo de nada, frente al muro de la casa de Gonzalo.

Hablaste mal de tu novia, dijo, mientras desplegaba la mesa y sacaba dos platos.

¿Cuándo?

Con Tristán y Gonzalo, ellos hablaron mal de las suyas.

Un tenedor le pareció sucio. Lo lavó apenas y lo secó con su camiseta.

No, hablé poco. Cuando hablé, hablé de política.

Veo.

¿Les dijiste que no estaba en casa?


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Son ellos los que se quejan. Tristán dijo que aplicaría a una beca creo en Hungría para descansar un par de

meses y apagó su celular para dejar de recibir mensajes. Dejé el mio encendido.

Siento no haberte enviado mensajes.

No era necesario

Sus mensajes sólo podrían decir que había llegado o que ya no llegaría. Cualquiera de los dos situaciones

me habría alterado. Tristán y Gonzalo lo habrían visto, la boca que de cualquier mueca en la conservación

se hace una linea recta. El timbre del horno sonó. La comida estaba lista. Corina saltó con una energía que

no encajaba con su aspecto nochenvelesco. Tomó la bandeja cubriéndose las manos con las mangas. Si el

mensaje hubiera dicho No voy a casa, sabría que pasaba la noche con alguien. Que terminaría por irse,

como alguien se va siempre y a veces no es uno. Si el mensaje hubiera dicho Voy a casa, ya yo no podría

correr tras la primera que se me cruzara en el mercado o tras la chica de las ahuyamas, a quien, ya lo había

decidido esperaría el sábado siguiente en el que Corina tal vez ya no vendría.

¿Me odias? preguntó, pero no me dejó responder lo que dadas las circunstancias era práctico porque no

tenía respuesta. Me dije “no” porque era coherente, antes de que el “NO” me saliera de la boca. Ella dijo

que el almuerzo olía delicioso y al sacar la bandeja del horno, la separó en dos porciones, que cubrió con la

salsa de kaki. Bajo el amarillo algunos pedacitos eran más rosados, otros más blancos. Ahora ya no podía

saberse.

No te odio dije.

¿Quieres saber?

No ahora dije. Pensé en la chica de las ahuyamas. Comí primero un pedacito de la carne más blanca.

Conocí un bar donde ponen buena música...

En serio, no me cuentes, Luego. Tengo hambre. Sigamos comiendo. Dije. Comí ahora otro pedacito de

la carne más rosada. No noté la diferencia ni creo que ella lo hiciera.

París, Enero 30-31 2012


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Calugăriţa

A la monjita la vimos en la estación de buses de Ploiești. O la vi y primero porque Mădălina había

vuelto a bajar para comprar pufuleți, un producto sin el cual le parecía imposible comenzar cualquier

viaje por tierra. Estaba sola, solita, y recostada contra la pared de la taquilla daba la impresión de que

iba a empezar a adelgazar hasta morirse de hambre. Eso pudo ser lo que enterneció a Mădălina y le

hizo decir que la lleváramos con nosotros. Acepté no tanto por la idea de que nadie iba a recogerla y

algo debíamos hacer para agradecerle a la vida nuestra suerte, que es la justificación que uno se da para

todas las adopciones, sino porque esa sería una forma de sacar al menos algo productivo de nuestras

tres semanas en la ciudad. Había llegado a Ploiești buscando testimonios de la prisión que los
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comunistas habían instalado en los cincuenta para experimentar el lavado de cerebro a escala

industrial, pero apenas encontré rumores y relatos de segunda mano. Sobrevivientes había seguro, pero

no hablaban ya y al resto de los habitantes del pueblo, creo, no les gustaba que sólo se mencionara su

ciudad en relación con una cárcel. Había otras dos razones para recogerla: las monjitas ortodoxas no

sólo cocinan el mejor coliva del que se tenga noticia en toda Rumania, sino que están siempre a la

mano cuando uno necesita alguien que le lea historias a la hora del almuerzo. En eso, Călugăriţa, que

era su nombre, o mejor dicho el nombre que le dio Mădălina sin que yo entendiera muy bien por qué,

estuvo más que a la altura. No sólo tenía una voz dulce, como el coliva, y un ritmo de lectura que la

calificaría para ganarse la vida grabando audio-libros, sino que nunca se quejó de los fragmentos que le

pedíamos y aceptó pasar de las fábulas morales a las que seguro la tenían acostumbrada a fragmentos

del Decamerón y el Satiricón y el Necronomicón. También de las Metamorfosis. No es que a mí me

gustaran esos libros, (si era para Metamorfosis prefería de lejos la de Kafka) pero Mădălina las

consideraba perfectas para abrir el apetito y mantenerlo hasta el final de la comida y allí tengo que

concederle que en la mesa , es mejor escuchar leer de los banquetes que uno sólo se puede permitir

muy de vez en cuando, que de las tribulaciones de un funcionario que una mañana tras un sueño

intranquilo etcétera. Además Kafka siempre nos llevaba a la interpretación, y para ella la manzana en

la espalda era inevitablemente una representación del pecado original y terminábamos discutiendo. En

cambio la manzana de Eris era una manzana y nada más. No nos gustaba discutir enfrente de

Călugăriţa, porque ella se sentía incómoda y se iba a su rincón, donde le teníamos un platico con agua.

En esa esquina rezaba un ratico de rodillas y luego se dormía, pero tenía el sueño liviano y al rato,

mientras Mădălina tomaba una ducha en el baño del cuarto y yo revisaba mi correo prometiendo sólo

responder los mensajes importantes pero contestando a todos, la escuchábamos cómo daba vueltas por

el salón, a lo mejor extrañando la iglesita donde vivía en Ploiești antes de que la encontráramos, o el

monasterio de dónde a lo mejor – a lo peor- se había perdido.

Creo que en esa iglesita ella era la encargada de preparar el coliva, que pudimos probar (por fin!) la

primera vez que tuvimos que ir a un funeral después de que la tuviéramos con nosotros. Mădălina, que
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estaba de mal humor porque la ceremonia tardó en comenzar y duró demasiado, lo probó sin muchas

ganas. Diez minutos después estaba lamiendo el plato. La escena se repitió unos días después, cuando

asistimos al entierro de un paisano que no nos simpatizaba, pero que lloramos con gusto sólo de saber

que a nuestro regreso comeríamos el coliva de Călugăriţa.

Bañarla no era complicado, aunque nunca fui yo el que me encargué de eso. No se quejaba de que el

agua estuviera demasiado caliente o demasiado fría, y eso que era difícil graduarla, tanto que yo me

quejaba más bien seguido. No tenía un jabón exclusivo para ella. Mădălina la lavaba con cuidado y de

vez en cuando ponía el lóbulo de su oreja en el chorro para asegurarse que siguiera estando tibia por el

lado de frío. Luego la secaba y la peinaba como quien peina un duroavo, y luego tomaba su propia

ducha (en el otro baño, el del corredor) mientras a Călugăriţa le daba por subirse al lavaplatos y se

ponía a cantar esa canción Pe Tine Te laudam Pe Tine Te laudam.

Es cierto que la canción terminó por aburrirme, pero si decidí que Călugăriţa tenía que irse fue por dos

puertas abiertas, que no voy a poder saber si se quedaron abiertas por error o si fue Mădălina o ella

misma. La primera fue la del baño. Yo pasaba de la sala a la habitación. No recuerdo qué iba a buscar y

ni siquiera lo recordé en ese momento porque un minuto después pasaba de la habitación a la sala y vi

que mientras Mădălina bañaba a Călugăriţa, le pasaba la mano por el cabello con una delicadeza que

ya no tenía conmigo. Fingí que buscaba algo (sí buscaba algo, ya lo dije, pero no recuerdo qué) y no

hice ningún comentario hasta la siguiente puerta abierta, que fue la de nuestra habitación. Dormíamos

casi sin ropa, más que por gusto porque no es posible dormir de otra manera en el verano rumano.

Desperté supongo que también por el calor, cuando vi a Călugăriţa, arrodillada en la puerta,como si

rezara pero con los ojos bien abiertos. Nos miraba, pero más a Mădălina, tanto que terminó por

despertarse y decirle con una señal que no importaba, que podía subir . Desde entonces casi siempre,

excepto en esos días del mes en los que Mădălina estaba en modo cielo católico y le gustaban menos

las monjitas ortodoxas, Călugăriţa durmió en nuestra cama. Casi siempre a los pies, pero a veces con
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nosotros en la almohada y siempre más del lado de ella que del mío. Fue mía la idea de que, ya que era

la primera en despertarse y se quedaba mirando por la ventana, nos hiciera alguna lectura en la mañana

durante el tiempo que pasábamos entre despertarnos y decidirnos a poner los pies en el piso. No creo

que nos hubiéramos aburrido nunca de su voz y aunque cada vez resultaba más difícil encontrarle

lecturas apropiadas para ese momento, sobre todo porque cuando fuimos más allá del

Satiri/Decame/Necromi- cón ya algunas le parecieron demasiado indecentes y las leía tan de mala gana

que preferíamos saltar al café y dejarla hablando sola.

Yo habría terminado por entender su mala cara y esa complicidad que se desarrollaba entre las dos. En

cambio, Mădălina vio un problema enorme en que Călugăriţa, pese a que lo intentamos de todas las

maneras posibles, demostró que no era capaz de manejar el látigo y leer al mismo tiempo y la única

vez que más o menos logró hacerlo t le hizo una herida en el labio que si no terminó con una sutura en

la sala de urgencias del hospital Coltea, fue porque en la casa teníamos una reserva suficiente de ţuica,

que, muy bien lo aprendí yo cuando estaba recién llegado a Bucarest, es inmejorable como

desinfectante y antibiótico. Si alguien se hubiera muerto en las semanas siguientes, Călugăriţa hubiera

podido preparar coliva y Mădălina a lo mejor hubiera olvidado la rabia que sentía cada mañana cuando

tenía que ponerse base maquilladora en la cortadita sobre el labio, pero nadie con algo de sensatez

prepara coliva sino hay funeral. La mala suerte quiso que no tuviéramos más velorios ese verano, ni

vecinos, ni familiares, ni compañeros de mi trabajo o del de Mădălina y que, precisamente por el calor,

Călugăriţa sufriera de una irritación de garganta que la obligaba a parar para tomar agua durante sus

lecturas en la cama o a la hora del almuerzo.

Mădălina fue la primera que dijo “ Călugăriţa tiene que irse”. Yo no habría tenido corazón.

Las discusiones que tuvimos en las semanas siguientes fueron las más memorables de una vida en

común más bien tranquila donde las disputas eran casi siempre con que el café dulce tenía poco café o

mucha azúcar. No quería que Călugăriţa se fuera, pero en el fondo me daba igual. El problema era que

al haberla recogido habíamos asumido una responsabilidad que nos impedía, moralmente si se quiere,
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volver a dejarla en la calle. Călugăriţa no era una de esas monjitas que saben pedir comida puerta a

puerta y aunque cualquiera que conociera sus cualidades (la lectura y el coliva, apenas para empezar)

estaría feliz de hacerle un espacio en la sala o en el jardín, la voz lectora no se ve y,a nadie se le nota de

lejos que sabe hacer un buen coliva, Quién sabe cuántos días pasaría caminando por ahí, al sol y a la

lluvia porque se le notaba que era tímida y nunca se metería en una casa donde no la hubieran invitado.

“¿Y si volvemos a dejarla en el terminal de buses de Ploiești?” dijo Mădălina.

Llevarla hasta la Terminal de buses de Ploiești habría querido decir tener que ir hasta Ploiești, un

pueblo al que yo no quería volver luego de haber publicado un informe con datos mitad inventados,

mitad robados de otros autores sobre los campos comunistas de lavado de cerebro.

“Si alguien en Ploiești leyó mi informe y me reconoce, son capaces de volver a abrir la prisión para

estrenarla conmigo”.

Yo sabía que no era cierto, que las personas no leen lo que se escribe de ellos y sobre todo que ya

después de haber entregado mi informe me di cuenta que la prisión no quedaba en Ploiești sino en

Pitești, pero odio los déjà vu y no quería dejar a Călugăriţa allí, junto a la taquilla, como si el tiempo no

hubiera pasado. No lo estaba planeado cuando algunos meses más después la dejamos en la estación

de trenes de Sinaia. Íbamos los tres para Brașov, bajamos a comprar un café dulce y vimos un letrero

que decía « Monasterio ». Supusimos que se le ocurriría seguir ese camino. Mădălina le indicó con la

palma de su mano que no volvería a subir con nosotros al tren. Por un instante Călugăriţa estuvo tan

segura como yo de que se arrepentiría. Luego se dio la vuelta y al mismo tiempo en que sonaba el

silbato y empezó a caminar. No en la dirección que indicaba el letrero sino hacia los bosques.

Pensé que al llegar a Brașov Mădălina diría algo así como « Aún podemos ir a buscarla » o al menos

“No debimos” o al menos “Voy a extrañarla” o al menos “Me había acostumbrado a ella” pero no la

nombramos hasta mucho tiempo después, en la cena post-cremación de un conocido lejano. Mădălina

casi se abalanzó por la primera tajada de coliva. Al morderla dijo “¿Tú crees que Călugăriţa estará
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bien?” -No creo que fuera una preocupación sincera y ni siquiera una nostalgia por esa monjita que nos

había preparado el mejor coliva del mundo, sino una excusa para hablar de cualquier cosa. Después de

un rato ese silencio de los funerales siempre se vuelve aburridor.

Melun - Milán

La italiana no conoce la ruta y a esa hora los trenes suburbanos que se alejan de París siempre están

vacíos. Es decir, lo están a partir de cierto punto, porque hoy es domingo y aunque en Gare de Lyon

aún suben familias que han pasado el día en París, las mujeres africanas con sus trajes coloridos de día

de fiesta, ya en Brunoy no quedan en los vagones más que unos cuantos pasajeros, una chica con la
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mirada en otro planeta que parece grabar los sonidos de las puertas al cerrarse y las copias

abandonadas de la edición del viernes de 20 Minutes que comparten lugar en el piso con restos de

cheeseburger.. A pesar de las doce paradas (han agregado una en Maisons Alfort), el recorrido

completo de ese tren, la línea D del RER, no toma más de una hora. Una hora es mucho para un final

de tarde de domingo. La italiana se pone de pie y camina hasta el asiento de un argelino joven que

escucha MP3. “¿A dónde va este tren?” pregunta. “A Melun” contesta el pasajero. Ella cree haber

escuchado “Milán” y se emociona por un segundo. O menos que eso. Un tren tan solo no puede ir tan

lejos. La mujer mira de nuevo el mapa sobre la puerta. “MELUN” lee sobre el punto que marca la

última parada y regresa junto al hombre que la espera en el asiento.

“Es una mierda” dice él. “Todo es una mierda”.

Uno diría que Massimo máximo tiene cuarenta. Tal vez sea un poco más joven pero lleva demasiados

kilómetros encima para menos de cuarenta años. Él cuarenta y ella treintaycinco, también

prematuramente envejecida. Massimo niega con la cabeza (pero no niega nada en concreto, niega las

cosas, la situación) y sólo deja de hacerlo para recostarse contra el vidrio como lo ha hecho durante

toda la ruta de ese tren, como lo hizo durante toda la ruta del tren que había tomado antes.

“¿Cuántos kilómetros separan Milán de París?” se preguntó.

Massimo había bajado en París a las ocho y media. Máximo a las nueve de la mañana. Ahora debía ser

casi medianoche. Como era fácil hacer la cuenta del tiempo, pensó en términos de acciones. Bajar en

París, estar en París por primera vez y salir de la estación llevando una maleta de ruedas que tendría

que arrastrar hasta que encontrara la dirección anotada en un papel arrugadísimo que sacó de su

chaqueta, una de esas chaquetas como para llevar con corbata aunque él no la llevara. Si alguien le

preguntara qué llevaba en su maleta tampoco habría podido responder, pero del papel en el bolsillo

tenía certeza, lo había sacado un millón de veces para saber si aun estaba ahí.
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- Escríbelo, Rue Rebeval. Es la continuación de la Rue Piat..

Lo escribió. Tuvo que corregir la ortografía. Massimo preguntó otra vez.

- No « Piaf », « Piat »

- ¿Seguro?

- Seguro, Rue Rebeval. La vi entrar y salir varias veces.

Y ahora tenía a Verónica de frente en el tren (el tren que iba a Melun y no a Milán) tomándolo de las

manos y sintiendo cómo él se le escapaba, no deslizándose como hacen los amantes que no quieren

soltarse sino liberándose con fuerza para volver a apoyar la cabeza contra la ventana.

“Todo es una mierda” dijo de nuevo.

Las cosas más o menos marchaban bien para Verónica hasta las dos de la tarde. Comenzaba a

encariñarse con los patos asados colgados en la ventana, las frutas africanas y los anuncios en chino

que encontraba cuando bajaba hacia el metro. Un par de tardes por semana terminaba el día sentada en

un macdonald’s tomando un café que no era tan bueno como el de Milán pero era café. Era extraño

para ella que tomando ese café que no sabía a Milán se acordara de Milán y de Massimo y del día que

los dos habían llegado a vivir a Milán sin conocer a nadie. Se habían conocido a la salida de la

Centrale y esa noche llovía y habían alquilado un cuarto de hotel para los dos (“Para pasar la noche,

sólo para pasar esta noche, mañana veremos”). “Máximo una semana » dijo Massimo. « Máximo diez

días » dijo Verónica. Massimo había puesto un colchón en el piso pero con los días (no muchos días,

los dos estaban muy solos en esa época) ella había dicho “¿Estás incomodo allí abajo?” y él había

subido a su cama y aunque a la mañana siguiente habían discutido porque él la había llamado 'bambina

stronza' como parte de un juego que ella no había entendido, ya no se había bajado más. Verónica

terminaba su café de final de tarde y todavía pensaba en Milán y en Massimo pero el pensamiento se

iba como diluyendo mientras caminaba de regreso a casa.


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“Como si mi vida con Massimo se quedara en el fondo del café” se había dicho tres días antes.

Las cosas más o menos marcharon para Verónica hasta las dos de la tarde cuando sonó el timbre. “Este

edificio se está desmoronando” pensó mientras bajaba los peldaños casi curvos de las escaleras.

El edificio se estaba desmoronando. Massimo tuvo apenas el tiempo de preguntarse qué había pasado

desde el último día (“Última tarde, fue por la tarde que la vi”) en que vio a Verónica. Sólo pudo pensar

eso antes de que ella abriera la puerta.

“¿Qué pensaste?”

“¿Cuándo?”

“Cuando abrí la puerta”

“No pensé nada” dice Massimo “pero fue verte y saber que lo que me habían contado era verdad”.

Casi todo era verdad porque siempre hay extras. Algún detalle inventado para llenar un hueco, para

explicar la cosa. También Massimo exageró sus dificultades para ir con su maletica de rueditas a pie

desde la Gare de Bercy hasta la Rue Rebeval, pero en esencia no mintió. ¿Ella, en cambio, había

mentido? ¿Mentido sólo un poco? ¿Mentir sólo un poco es mentir o es decir media verdad?. Él lo había

hecho antes, también muchas veces se había dicho que no iba a volver a hacerlo y ahora en ese tren que

se detiene en Cesson (eso dice el letrero azul en el andén que casi no se ve en la oscuridad),

antepenúltima parada, dice esas verdades exageradas mientras los tres últimos pasajeros, el argelino, la

chica de la grabadora y una señora que no habían visto, bajan del vagón. Massimo se siente más

tranquilo ahora que han vuelto a quedarse solos. Piensa que si al final va a perdonarla (eso le dice

Verónica, que la perdone) bien podría dejar que ella se abalanzara sobre él y ahorrarse el resto de esa

discusión que había durado desde que Verónica abrió la puerta (“El edificio se está desmoronando”) y

luego había pasado (la discusión) por un café en un café lleno de kurdos que veían en la tele carreras

de caballos (él arrastrando siempre su maletica de ruedas) y por un puente sobre un canal y por una

cerveza, claro en l’Express, un bar de viajeros frente a Gare de Lyon donde también veían carreras de
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caballos y una pareja de morraleros jóvenes se decidía a continuar camino en autostop porque los

trenes eran impagables. Tanto caminar desde la Rue Rebeval hasta Gare de Lyon. Un reloj inmenso en

el bar. Todos se van despacio. “Debería dejarte aquí y regresar a Milán” dijo Massimo en el bar.

Máximo se quedaría una hora más. Massimo y Verónica se hacían reclamos pero sobre todo se

miraban. Ella abría los ojos y él negaba con la cabeza. “Puedo largarme ahora” pensó Massimo cuando

terminó su cerveza y se puso de pie. Tenía el billete de regreso a Milán en el bolsillo. Iba a decir “Me

voy”, pero terminó diciendo “Vámonos”.

¿Y por qué si había viajado desde Milán (“¿Cuántos kilómetros si el tren sale a las tres?”) ahora sentía

cierta pena de que todos los pasajeros del RER D la vieran rogándole? Y era tan tonto eso. ¿Y si

negaba con la cabeza era porque la situación era esencialmente tonta sobre todo ahora que los

pasajeros se habían bajado?

Verónica caminó de nuevo hasta la puerta. La ruta terminaba en Melun (era en Milán donde Massimo y

Verónica se habían conocido saliendo del Centrale. Llovía). Luego podían tomar otro tren hasta

Montereau-Fault-Yonne si lo que querían era seguir subidos en un tren. “Bajemos en Melun" dijo ella

“Tal vez encontremos un café”. Todo el día había sido así, todo el día desde el encuentro en la rue

Revebal. Antes de timbrar, Massimo había pensado « Máximo timbro dos veces » y se había

preguntado quién abriría la puerta.

Y Verónica la había abierto y había sido ese tipo de instante.

“¿Te ibas a ir?”

“¿Cuándo?”

“En el bar cuando terminaste la cerveza. Te paraste como si fueras a irte”

“No, no era eso”

“Te ibas a ir”


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“Tú eres siempre la que se va”

“Tú eres siempre el que tiene mala memoria”

“Tú desapareciste”

“Tú no me dejabas muchas opciones, bambino stronzo”

Verónica sonríe (ha llorado varias veces desde que abrió la puerta pero ahora sonríe) y levanta la mano

para tocarlo al mismo tiempo que Máximo mueve la cabeza para esquivarla. Dos veces más ella intenta

acercarse, susurrar algo. Tanto tiempo sin escucharla y ahora ella susurrando, hablando de las cosas de

entonces. De Milán. De cuando pagaron una noche en el hotelito frente a la Centrale sólo para recordar

dónde se habían conocido y luego ella hizo lo que hizo y luego él viajó con un papel arrugado para

encontrarla y para encontrarla tuvo que recorrer París con la maletica de ruedas. Tanto jurar no

buscarla, tantas botellas de vino despachadas una tras otra pensando dónde se había metido Verónica.

“Sólo quería saber que estabas bien” dice Massimo “Máximo mañana regreso a Milán”.

El tren se detiene. Él baja primero. Ella se queda en la puerta mientras se apagan las luces de todos los

vagones. Desde el andén Massimo ve que afuera, en la placita de la estación, hay una farmacia aún

abierta. Tal vez haya un café. Un bar como ese donde habían tomado una cerveza una hora atrás.

“¿Cómo se llamaba el bar?” pregunta.

“L’Express de Lyon” contesta Verónica desde la puerta del tren.

Massimo y Verónica salieron de L’Express, cruzaron la calle y entraron a la Gare como quien entra a

un callejón o a una plaza, como quien pasea por las estaciones de tren en plan turista enamorado.

Siguieron discutiendo (él meneando la cabeza, ella llorando a ratos, a ratos tratando de alcanzarlo con

la punta de los dedos) y pasaron frente a los trenes formados en fila (“Si las cosas hubieran sido de otra

manera habría un hotel esperándonos”) y bajaron a las vías subterráneas y allí estaban parados,

Massimo con las manos en los bolsillos y el papel arrogado con la dirección (“Seguro, Rue Rebeval.

La vi entrar y salir varias veces” ) y el que se detenía era uno de esos trenes suburbanos de final de

domingo, como los de la línea S en Milán y Massimo miraba la puerta abierta. Un negro le pidió fuego.
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Massimo sacó un encendedor. Verónica le preguntó si había empezado a fumar de nuevo. Él contestó

apenas y ella no dijo nada más hasta que preguntó“¿A dónde ira este tren?”. Como si Massimo supiera,

como si Massimo pudiera tener alguna idea.

El tren va hasta Melun. “Melun suena como Milán” piensa Massimo y comienza a alejarse arrastrando

su maletica de ruedas. Verónica salta de la puerta del tren (y la puerta se cierra tras ella) y lo abraza por

la espalda y lo hace girar y lo besa por la fuerza. Y cuando él la abraza la maletica de ruedas rueda por

las escaleras. Ahora es Massimo el que llora.

“Bambina Stronza” dice él. Así la llamó en Milán cuando despertó de la primera noche que no pasó en

el suelo. “Bambina Stronza” dice una vez más y la abraza porque ha comenzado a llover y ahora, en

Melun como en Milán hace unos años, hay que buscar un hotel para pasar el resto de la noche.
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Mi mamá me ama

Cada una de las mujeres con las que he estado me ha alejado más de mi madre. De ahí salen dos o tres

ideas. Que es una distancia que lamento, por ejemplo, y que está comprobado que no hay amor como el

materno. Esas mujeres ,“esas mujeres” diría mi madre, no han sido pocas. A veces hacía listas. Por

grupos para facilitar las cosas. Las novias. Las amigas cuyo sentido de la amistad pasaba, como el mío,

por la cama. Las que coincidieron conmigo en tragos y pocas inhibiciones y las que inventé para mis

amigos, que no por eso eran menos reales, que no por eso me despertaban menos recuerdos. Todo eso

lo hacías desde mucho antes antes de ese trece de mayo. Varias veces me he preguntado qué tanto tuvo

que ver mi madre con el hecho de que yo estuviera allí, sosteniendo un fusil, escondido detrás de un

montón de basura a la vuelta de una esquina en Ciudad Bolívar. Lo pensé en ese momento. Luego no

pensé más. Eramos tres y salimos al encuentro del camión de leche, que apenas si podía terminar de

subir la cuesta (y había que esperar a que terminara de subir, sino se rodaba otra vez). No era la

primera vez que hacíamos esa operación. Podría incluso decir la cualésima vez era, sólo habría que

contar, como con las mujeres. Uno de nosotros frente al camión, otro en la ventanilla del conductor al

que tenía que explicar en tres frases gritadas que la cosa no es con usted, que usted también es

explotado, que detrás de su trabajo mal pago están los grandes pasteurizadores y detrás los dueños de

las vacas, terratenientes y latinfundistas ellos. El tercero tenía que abrir el camión, de un golpe seco

con la culata del fusil, o de un tiro si acaso y empezar a repartir las bolsas de leche a la gente que ya

llegaba. Y siempre había los pelados que se subían a ayudar a repartir, hasta que el camión quedaba

vacío. Esta vez el tercero era yo, abrí la puerta de un tiro, los primeros vecinos llegaron. No es que a la

policía no le importara lo que hiciéramos, pero nunca bajaban. Y nosotros tampoco íbamos a donde

estaban ellos, o todavía no habíamos ido porque ese día iba a llegar, claro, le había llegado a mucha

gente. Yo no había disparado nunca un segundo tiro. Se veía que de más lejos venían otra cantidad

bajando entre las calles. Vaya uno a saber cómo es que en Ciudad Bolívar, que es lo bajo de la bajo, se

podía uno mover y seguir bajando. O es que los tugurios siempre dan la impresión de colinas. Yo metí

el dedo en la récamara para ver si el cartucho había entrado y estaba listo y no estaba, entonces metí el
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dedo un poco más, a veces uno lo destrababa empujando un poquito. Así se ahorra desarmar el fusil y

no iba a desarmarlo ahora que el camión estaba casi desocupado.

El movimiento funcionó. Escuché el click. Hay tantas vidas que se deciden en un click. La bala subió a

la recamara y liberó el resorte del gatillo y se instaló en donde estaba mi dedo.

Sin que mi dedo hubiera salido.

Uno sabe que tiene sangre fría cuando entre las manos tiene sangre caliente.

Las opciones que se me presentaban no eran tales. Yo podía ir a un Puesto de Salud. Había varios

donde nos atendían, pero alguien podía terminar diciendo lo evidente, que esa falange aplastada que

yo había envuelto en un trapo lleno de grasa y que me obligaba a no utilizar la mano mientras me

botaba por un desbarrancadero no podía ser fruto de un accidente en una prensa de esas que yo había

visto y nunca en la vida utilizado. No le tenía miedo a la cárcel, pero era la época de Turbay y podían

llevarme a Bogotá y a las Cuevas de Sacromonte sí les tenía miedo. O las imaginaba y sentía un

vértigo. Puede ser lo mismo. No vi a un médico hasta casi dos semanas después. Dijo que lo único que

podía hacerse era amputar y me amputó.

Uno no puede describir un dedo amputado. O dos tercios de dedo amputado, lo que es peor porque ese

tercio restante exigía no ser relegado como si pudiera volver a crecer. Con los meses me fui

convenciendo que así sería. Que ese pedacito de pellejo se llenaría de hueso y luego la piel se iría

estirando, primero nueva y blanca como la piel de los quemados, luego con manchitas como la de los

ballenatos, luego tendría ese color que es fruto de las tres razas que poblaron mi tierra y luego habría

una uña con un cuarto creciente y las catorce líneas que separan la uña del primer nudillo y las

ventiocho que la separan del segundo y algunas se irían haciendo más profundas y alrededor de esas

habría una sombra.

Tendría un dedo. Es decir diez dedos.


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Conocí a Alina casi un año después. El nuevo dedo no había ni siquiera comenzado a crecer. Siempre

di a todas esas mujeres una justificación heroica antes de que me la pidieran, sobre todo porque nunca

me la pedirían. En esa época la explicación se acercaba a la verdad sobre todo porque Alina (y luego

Diana y Susana) estaban convencidas de la Causa. Cuando dejé el movimiento, eliminé el fusil de la

historia. Yo había sido un luchador desarmado. Cuando entré al seminario, lo que no quiso decir que

dejara de ver mujeres, eliminé la Causa como causa. Los ochenta se acababan y ni los más fervientes

admiradores del cura Camilo encontraban popular la Teoría de la Liberación. O no sé, para los del

seminario era un anarquista del tipo español, un republicano a deshoras cuando ya Franco había

muerto. Milena no sabía ni siquiera de su existencia. Le gustaba salir con un seminarista y eso era todo.

No hay nada más fácil para un cura que acostarse con alguien, luego es cuestión de gustos. En la

esquina de la Caracas con 63, donde ahora han construido la estación de Flores, había un hotel donde

uno podía encontrarse a todo el Seminario Mayor, tanto que el padre Castro lo llamaba “El jardín de

efebos”. Eso le contaba yo a Milena Orozco a unas calles de allí, en un cuartico también sobre la

Avenida Caracas, con vista a las obras de la Troncal. Yo ya no bebía, ella sí. No era la primera vez que

nos besábamos. Había un televisor y un pasacintas de carro.

“Deberíamos haber traído un casette” dijo. Yo tenía uno con temas de programas de televisión entre

ellos el de Misión Imposible. Milena se quitó la blusa y empecé a acariciar su cadera con mi mano

izquierda. Si menciono a Alina y a Milena no es por puro parecido en los sonidos, sino porque fueron

la primera y la última mujer que logré llevar a la cama sin que tuviera que pagarles, lo que de todas

maneras es la única diferencia entre los dos grupos. Antes y después de que comenzara a pagar siempre

me comprendieron. Antes y después, ninguna ha hecho un comentario sobre mi dedo, mis dos tercios

de dedo faltantes o la manera cómo, con los años, los otros nueve se han ido alargando unos milímetros

como si hubiera un número, una longitud total, que hay que completar. Todas propusieron alguna

solución cuando se dieron cuenta que no sabía si introducir mi dedo incompleto, que había sido tan

hábil con el gatillo, o mi torpe anular izquierdo. Todas dijeron que no importaba, que comenzaramos,
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que volveríamos a intentar otra vez, que la próxima, seguro. La mayoría volvió a verme. La última,

Natalia, (la primera puta fue Amalia, la simetría de los nombres que riman) hizo todo lo que pudo con

su boca y me obligó a hacer todo lo que pude con la mía.

Pero, como siempre, no pude ir más allá. No podría. Hacerlo con una mujer que está “fría como una

navaja, apretada como un torniquete, seca como un tambor funeral” debe doler. Debe ser una violación.

“No me importa” gritaba Natalia en su cuartico del centro “No puedes no desearme”

La deseaba claro y ella a lo mejor me deseaba también, aunque ya no como cuando deseaban un cura.

No me fui del seminario por una crisis de fé, nunca había creído más que en la hermandad que predico

Cristo, el gran comunista. Creo que le conté esa historia. Horas más tarde dejé los billetes sobre su

mesa, ella insistió en que no, salí de su casa, caminé por la séptima. Un taxista se detuvo, me dijo,

déjeme que lo lleve, lo van a atracar si no, dije que no tenía dinero o muy poco, dijo que me llevaría

por lo que fuera, que no me iba a dejar tirado para que me pegaran una puñalada. Avanzando por la

séptima a toda velocidad y luego por la Caracas a los pies de edificios con las ventanas tapiadas pero

en los que todavía hay quienes viven. Yo he escuchado de muchas personas en Bogotá a las que han

apuñaleado. Las puñaladas no se sienten. Uno siente el calorcito de la sangre, como pasó con mi dedo.

Se lo mostré al taxista. Paramos en el único semáforo de todo el recorrido que a esa hora no podía

saltarse, porque bajaban muchos carros, o pocos pero rápido. Dos viejos arrastraban costales llegando a

una bodega de esas en las que compran material reciclado. Pensé-supe- que algún día terminaría como

ellos. Un bombillo que colgaba del techo hacía su mejor esfuerzo por alumbrar las paredes azules y la

montaña de latas, botellas, papel, botellas, papel.

Estamos a principio de los ochenta, ya conozco gente del Movimiento. Hay un indigente que grita

afuera boteeeellas, papeeeel, boteeeellas, papeeeel. Echeverry está traduciendo una canción, que en la

vida podría yo decir quién cantaba. Dice “Apretado como un tambor funerario, frío como una navaja

de afeitarse, seco como un torniquete”.

“Es cuando uno no puede excitar a la vieja. No lo puede meter si estás así”
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En la sede universitaria, Adriana, trabaja en una serie de fichas bibliográficas que debe hacer para

pasar una materia que se llama “música y sociedad”. Afuera pasan un ciclo de cine y rock, la película

se llama “Le lobo” creo. Le digo que subamos al techo. Fumamos un mustang. Pudo ser un Belmont,

pero no sé si el Belmont que fumé tanto en el monte ya existía en esa época. Guardamos las colillas en

un hueco del ladrillo, en unos años volveremos para ver si están allí, para ver cómo es la momia de una

colilla. Nos besamos, ella me obliga a darme la vuelta porque el cemento del techo le hace daño en la

espalda. En cambio no se queja del frío cuando sus muslos están descubiertos y entonces pienso en la

canción que Echeverry traducía. Mi dedo es torpe y sin embargo tengo una erección en ese taxi y

pienso decirle al tipo que me lleve a alguna parte, pero pienso en Natalia y es inútil. El problema no

soy yo, es que no puedo entrar en algo seco y apretado y frío pY luego fue mi paso por el seminario y

luego lo dejé.

Estamos a mediados de lo noventa, yo dejé la organización y mi dedo en la lucha. Entro a casa. Mi

madre duerme y aunque no durmiera ya nunca me pregunta dónde he estado. Le cuento a veces que vi

una chica, no se lo contaba entonces. Le escribí una carta desde las montañas de Colombia (pienso en

la expresión y aún es bella) en la que le hablaba de Adriana, de quien nunca volví a saber.

Diario (FECHA ILEGIBLE)

Hoy he decidido que me voy a dejar morir. No a matarme. Es diferente. La diferencia es el llanto de mi

madre. No la vi llorar cuando se murió mi papá, pero sí cuando mi hermano. No podría. Sé que va a

llorar, claro, pero no podría añadir a esa pena tan grande la pena de hacerle saber que, luego de todo lo

que me ha dado en la vida vine a pagarle de esa manera.

Diario 2 (FECHA ILEGIBLE)

(Fragmento)

No hay razones para salir a la calle. Nunca pude entender cómo hay personas que se levantan para
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trabajar y así tener dinero para comer y tener la fuerza para levantarse a trabajar. No desprecio esas

vidas, me dan lástima, esas vidas son casi todas y pudieron ser la mía. Luego de que dejé el

Movimiento en el que queríamos que nadie volviera a tener vidas como esa, tuve varios trabajos. Paseé

perros. Diagramé empaques de pastas. Trabajé en una avícola alineando los pollos que se salvaban de

una primera decapitación para que no sobrevivieran el segundo paso por la máquina. No deja de ser

chistoso que los trabajadores tenían pánico de esa máquina porque podía volarles un dedo. Como si eso

cambiara algo en la vida. Vendí productos Amway, Herbalife y Omnilife y cerraduras de seguridad.

Luego regrese a vivir con mi madre. Administro la panadería que dejó mi hermano. “Administro” es

una palabra enorme. Pago y recibo. Casi siempre lo que pago es más de lo que recibo.

Diario 3 (FECHA ILEGIBLE)

Si vivo con mi madre no es por acompañarla sino porque luego de que la venta de cerraduras a

domicilio no diera más, fue la única persona que me invitó a vivir con ella. Mi hermano se opuso. Dijo

que ya estaba bueno de idealismos. Viví en un inquilinato hasta su muerte. Luego me mudé de regreso

a mi casa.

Diario 4 (FECHA ILEGIBLE)

No fue mi enésimo fracaso, ni la manera como Natalia. Miraba mi dedo incompleto avanzando hacia

sus piernas abiertas y luego diciendo no importa, yo siempre fui un poquito así. Fueron los hombres

arrastrando costales por la Avenida Caracas, el hecho de que renuncié a querer cambiar las cosas, a que

los que se salieron a la organización renunciaron a querer cambiar las cosas y los que se quedaron en la

organización renunciaron a querer cambiar las cosas. Una vez creí que las cosas funcionarían. Ella se

llamaba Gloria, viví un tiempo en su casa, adoptamos un gato. Su hermana, que salía con un tipo que

se llamaba Baldomero, un milico, me detestaba. Luego Gloria se casó también con un milico.

Diario 5 (FECHA ILEGIBLE)

En el mundo hay tres clases de hombres: Los del montón, los revolucionarios y los que follan por

placer, más allá del placer ordinario, los que descubren y se aventuran cuerpo tras cuerpo así sepan que
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al final encontraran el hastío. A los primeros los mueve la rutina, a los segundos el altruismo, a los

terceros el egoísmo. No pudiendo haber llevado la vida ordinaria de la que murió mi hermano,

sabiendo que no hay utopía que no degenere, me habría quedado la tercera opción, pero nunca podré

lograr en una mujer la humedad que precede el placer. Nunca podré creer tampoco en sus disculpas por

ciertas que sean.

Diario 6 (FECHA ILEGIBLE)

“No quiero vivir más” dije a mi madre. Le expliqué la primera razón. No puedo vivir la vida del

obrero. Ella siguió desayunando. Hundía el pan en una taza con yogurt. Dijo que me veía triste hacía

días. Yo pude haberle dicho que debería haberme visto triste hacía años, pero luego pensé que algo

debió acentuarse desde la noche de Natalia y el taxi. ¿Cuántos años podía yo llevarle? ¿Veinte? Desde

la noche de los viejos de los costales ¿Cuantos años podían llevarme ellos? ¿Veinte?

Diario 7 (FECHA ILEGIBLE)

Mi madre hundió el pan en la tasa con yogurt. Dijo “Ayer dijiste que no podías llevar una vida de

obrero y sin embargo tantos años pasaste queriendo un país en el que todos fueran obreros”

Yo dije “obreros dignos”

Ella dijo “Obreros”

“Esa es la segunda razón, ya nadie cree en paraísos en la tierra”.

“Comienza una revolución” dijo. Se levantó de la mesa. Fue al cuarto a cambiarse aunque ya no salía

de la casa. Me pidió que le llevara otro vestido del armario del salón.

“Estoy incapacitado para la revolución” dije y mostré mi dedo ella lo miró y me quitó el vestido de las

manos.

Ponérselo le tomó un montón de tiempo.

Diario 8 (FECHA ILEGIBLE)

Mi madre hundió el pan en la tasa con yogurth


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“Ayer” dije “dije que era un incapacitado para la revolución”

Mi madre mordió el pan. Nunca he visto comer pan con yoghurt a alguien con tanta dignidad como

ella.

“Antier” dije “dije que no podía vivir una vida de obrero”.

Mi madre se paró de la mesa. Nunca he visto a nadie comiendo pan con yoghurt. Tampoco he visto a

nadie cambiarse de ropa delante mío en mucho tiempo.

“No es sólo eso” continué.

Luego explique el resto. Que nunca había tenido mujer, primero porque había sido demasiado tímido,

luego porque fui demasiado torpe y después porque mi dedo incompleto me hacía un inválido. Tuve un

par de erecciones mientras lo contaba. Cuando recordé. Cuando terminé mi madre había acabado de

vestirse. Se secó las lágrimas con su vestido que estaba creo recién lavado.

Ahora me parece tan obvio que mi madre había leído todo lo que había escrito en mi diario. Así creyó

lo que yo le había contado cuando se cambiaba. Todo mundo le cree a la escritura privada. Como si

nadie se mintiera a si mismo.

Diario 9 (FECHA ILEGIBLE)

Mi madre hundió el pan en la tasa con yogurth

“No es la gran cosa” dijo “Acostarse con alguien no es la gran cosa más de cuatro o cinco veces en la

vida. Las segundas o terceras veces”. Imaginé una comprensión que se esfumó cuando dijo “Es una

lástima que hayas gastado todo tu dinero en putas”. Mi madre no me entendía. No podía entenderme.

Tenía sus diez dedos completos. Largos y aún bellos. Los dedos que ella le metía a mi padre en la boca,

con los que ella descubrió su propia humedad en una época en la que ninguna mujer podía imaginar

que todas lo hacían.


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Dejé de salir desde entonces. Las cuentas y el dinero de la panadería me las traían a casa. Sospecho que

mi madre esperaba que yo saliera para acostarse en mi cama y esperarme. Como no salí, terminó por

decírmelo en un desayuno. Mi madre hundió el pan en la tasa con yoghurt.

“Hace unos días” dijo “dije que no valía la pena. Lo sigo pensando, pero no es justo que no lo sepas.

Sabes que puedes saberlo cuando quieras”. Luego volvió a su cuarto. Gritó que le llevara otro vestido,

siguió gritando que le llevara otro vestido, la escuchaba desde la cocina mientras me fumaba un

cigarrillo. Supe que si lo había dicho, si todos esos días lo había dicho es porque mi mamá me ama y

no dejaría que yo me echara a morir por tan poca cosa. Desde entonces ajusté mi puerta por dentro.

Temía que mi madre entrara en medio de mi sueño en ese momento en que los hombres somos más

vulnerables, en el que menos resistimos las tentaciones. Cambié mi hora de desayuno. La escuché

llorar varias noches. Comencé a pensar en que si ella estaba dispuesta a sacrificarse por mí, mi rechazo

debía herirla. Era bella para su edad, pero nadie la miraría. No habría un hombre. Su edad era como mi

dedo sin falange, su piel que no provocaba una erección era mi dedo incompleto. Empujé la puerta.

Pensé en otras personas. Ello debió pensar en otras personas. Volvimos a desayunar juntos desde

entonces. Lo repetimos en los años que siguieron, pero cada vez menos. Nunca pude saber si lo hacía

porque quería o porque veía en su cuerpo, cada vez más tibio, el único refuerzo contra un suicidio,

contra la pistola en la sien que no podría disparar porque no tengo con qué comprar una pistola y si

tuviera tampoco tendía un dedo para disparar el gatillo. Ella pudo creer que yo sentía algún placer pero

no era cierto, ella bien me decía que yo no me perdía gran cosa. Y bien que lo sabía.

Diario 10 (FECHA ILEGIBLE)

Ella bien me decía que yo no me perdía gran cosa y bien que lo sabía. Ella bien me decía que yo no me

perdía gran cosa y bien que lo sabía.

Han pasado casi dos horas entre las dos veces que escribí esta frase, la segunda con la tarea consciente

de imitar la caligrafía de la primera, en un esfuerzo por distraerme. Por pensar en otra cosa. Lo
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explicaré así. La frase que seguía era “recuerdo cómo la hizo sufrir mi padre”. Un recuerdo abstracto

que me despertó una imagen de infancia. Tendría yo cinco años. Mi hermano, el que luego tuvo la

panadería, me había tirado una batería en la cara. Mi labio sangraba. Caminé hasta el cuarto de mis

padres. Habrán leído ustedes, yo sí, cientos de relatos de niños que ven a sus padres haciendo el amor y

creen que los gemidos se deben a la violencia del padre y no al placer. Una descripción tan pobre, tan

gastada como acción como la de una empleada y alguien que se cae de una escalera por mirar la vecina

que toma un baño al otro lado del muro. Yo no creí que mi madre sufriera, yo sabía que sufría, yo sabía

que el vaivén del cuerpo de mi padre, ese vaivén que me trajo al mundo, la torturaba. Yo no recuerdo

los gemidos sino las lágrimas, que no podía malinterpretar y a ella limpiándose con las sábanas,

diciendo no puedo más, diciendo Ramón espere, vamos despacio.

Ella me vio en ese momento. Nunca me lo dijo. Tuve que recordarlo y entre los dos momentos pasó

toda mi vida.

Es por eso que he cerrado este cuaderno y camino hacia su habitación y le diré no puedo más, voy a

comprarme una pistola así no pueda accionar al gatillo. O un lazo, mamá, usted me ayuda a subirme a

una silla y se va a dar una vuelta, quién no va a creerle. Ella aún tal vez abrirá las piernas y seré dulce

una vez para enmendar a mi padre o para comprender o porque yo creo que también comienzo a

envejecer.
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La Visita

Cameron no parecía una madre. Eso fue lo que pensé cuando la vi bajar del Copetrán que la traía desde

Bogotá. Sin embargo antes de pedirme que fuera a recogerla al Terminal de Transportes, Johanna me la

había descrito maternalísima: “un poquito mayor que yo, adora a su niño, se trasnocha por él”.

Mientras la esperaba, tomando tinto mientras el tipo que atendía la tienda me decía que esa noche

también llegaba su hija desde Barranca, la había imaginado señora. Una blusa de tela opaca en un solo

color. Un pantalón en coherencia. Un collar tal vez, un bolso de cuero. La que bajó parecía apenas una

adolescente atrasada de las buenas épocas del grunge, casi menor que Johanna. Se había vestido con

una camiseta larga y botas de altura impredecible porque se las tapaban unos jeans más bien raídos.

Tenía los dedos largos, pero sin esas marcas que van dejando los años y los oficios caseros y que

recordaba en los dedos de mi mamá, que además eran más bien cortos. El cabello le llegaba hasta la

cintura. La única cosa maternal en Cameron era el niño rubio de ojos enormes que ocupaba el coche

que trataba de armar al bajar del autobus.

“Se llama Aurelio” respondió.

Con los bebés siempre hay un libreto. Se pregunta ¿Camina?-¿Dientes?-¿Primera palabra? Se responde

-Primerospasitos-Dosunomásleestá saliendo.

“Dijo Da” contestó Cameron “No sé si cuente como palabra”. Aurelio se durmió en el asiento trasero
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del carro. Que hablen de uno no hace que una conversación sea más interesante. Pasamos frente a la

capilla de los Dolores, había una boda y Cameron me preguntó si en mi boda con Johanna tendríamos

también invitados judíos y con sombrero de copa como lo que estaban entrando.

Me reí.

Me sonreí, mejor, un poquito.

“¿Pero hay fechas probables?, ¿Al menos?”

Dije que a lo mejor no nos casaríamos. “Nadie tiene la suficiente imaginación para salirse de la única

media docena de líneas generales posibles en un matrimonio”.

Cameron no la había tenido. Conoció Hugo Jr. por amigos comunes. De ahí se había enamorado-

casado-aburrido-tenido un hijo-reencontrado el sentido-aburrido-hastiado-tomado un tiempo-alejado-

separado-divorciado, en poco menos de dos años. No fue ella quien me lo dijo, sino Johanna, unos

días antes cuando hablamos de su visita. Se conocían desde el colegio y habían dejado de ser amigas

por razones que a estas alturas de la vida no valían la pena ni siquiera como chisme. Se habían

reencontrado en Facebook y ahora ella venía a pasar en Bucaramanga los trece días de sus vacaciones

en los que nadie más podía cuidar a Aurelio. No fue Johanna la que me lo dijo, sino Cameron mientras

tomábamos un té que me quedó aguado y duró casi hasta las cuatro porque ese mediodía Johanna había

tenido una reunión larga en el hotel. Aurelio se quedó dormido luego de un llanto de veinte minutos

entre el momento en que bajamos del carro en la 33, el único parqueadero pagable en cincuenta

cuadras alrededor de mi casa y el momento en que el pito de la tetera se fundió en su cabecita con,

vaya uno a saber, el sonido de un barco. Hablamos de vacaciones de playa. Cameron dijo que llevaba

un tiempo sin ir, que entre más tiempo pasaba, era más difícil volver a broncearse. Al menos lo que se

podía ver de sus hombros era blanquísimo. Dijo que a lo mejor iría al Tayrona ese año. El Tayrona no

era un lugar confortable para Aurelio, pero un día o dos serían soportables y a lo mejor se quedaría por

el resto de la semana en Santa Marta. Le mostré a Cameron cómo desplegar el sofacama donde debía

dormir con Aurelio, en un saloncito que servía de comedor y de antesala a la ducha. “Es un poquito

incómodo, porque cada vez que alguien vaya a ducharse tiene que pasar” dije “pero la puerta puede
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cerrarse”. Johanna se quejaba de la reunión cuando llegó. No le gustaba su trabajo de responsable de

turno, pero le había tomado un tiempo el recorrido desde que era camarera y luego recepcionista y ya

sólo faltaba que el señor Oppenheim se muriera de viejo para que sus hijos la nombraran gerente. No lo

deseaba, pero iba a pasar de todas maneras. El abrazo entre las dos fue menos emotivo de lo que yo

hubiera creído y se fundió con la rutina de las preguntas mutuas. Debieron quedarse hablando hasta las

cuatro de la madrugada, pero Cameron no se veía cansada la mañana siguiente, cuando la acompañé a

Mercadefam a comprar comida para Aurelio. “Johanna se veía fatigadísima antes de salir para el hotel”

dijo como sonriendo. Yo agregué que tenía un genio de perros. Para Cameron era normal, desde que se

conocían Johanna había tenido ese cierto temperamento. Ahora con el señor Oppenheim enfermo, el

trabajo debía ser horrible. “A ti también te toca duro, con el ñiño” dije. Me guardé que si Cameron era

capaz de sonreír después de decenas de noches junto a algo que cada hora se dedicaba a llorar por

cuarenta minutos, Johanna bien podría levantarse de mejor humor. Tampoco era mi culpa que yo

estuviera sin trabajo: pronto me dedicaría a administrar el almacén de vinos que ella quería abrir y

tenía que aprender de management. Yo estaba hacia años en el mundo de las bebidas, pero una cosa es

ser barman y otra establecer la delicada relación no entre un proveedor y un cliente sino más allá de

eso entre la uva y las papilas de un hombre que había pagado por uno de los pocos placeres que no han

cambiado de rituales a lo largo de los siglos.

No era mi frase. Estaba citando Principals of wine branding and marketing: a systemic approach, de

Filemon de Sausage.

“¿Hablas inglés?” preguntó Cameron hojeando el volumen de 1025 páginas que llevaba varios días

sobre la mesa del comedor. La frase que había dicho estaba apenas al final del prólogo.

“Algo” dije. “Johanna aprendió más cuando tuvo unos amigos que escuchaban música americana. Yo

pasaba tiempo con ellos, pero tengo menos el don”.

“Creía que todos los empleados de un hotel hablan inglés” dijo Cameron.

Yo habría podido ofrecer una bebida y cobrarla, si alguna vez algún ciudadano de los 51 países en el

mundo en los que el inglés es lengua oficial hubiera entrado al bar del hotel Oppenheim, pero ese
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nunca fue el caso. Cameron me escuchaba mientras le daba al bebé una compota amarilla. Puso el

frasco sobre la mesa de la cocina que nos servía de comedor y estuve a punto de pedirle permiso para

probarla cuando me dijo que estaba hecha a base de menudencias y ahuyama. Yo habría creído que era

una combinación comible, provocativa incluso, de granadilla con feijoas o uchuvas, aunque el color

hacía pensar en otra cosa. El siguiente paso, me imaginaba, era pasear a Aurelio por el cuarto dándole

golpecitos en la espalda, pero Cameron me abrazó a mí primero. Dijo “gracias por recibirme”.

No había de qué. Mientras empezaba el negocio yo tenía el tiempo para acompañarla en las cosas que

podían hacerse en Bucaramanga si uno viene de turista con un bebé abordo. El martes pasamos la tarde

en Las Palmas viendo niños que jugaban banquitas y vendedores de helado. O más bien de bon ice,

algunos con gorrito de pingüino, otros disfrazados de pingüino y los demás empujando carritos con

forma de pingüino. Ávila y Yonfabis estaban ahí. Yonfabis dijo que, a punta de fotocopias y

,,comisiones” tenían por fin un viaje a Europa del Este. ,Es algo serio” dijo “Nos dan los tiquetes y un

dinero que debe durarnos seis meses si no gastamos en fiestas y trago”. Lo que quería decir que les

duraría mes y medio.

“¿Y después?”

“Cada uno tendrá una novia de apellido terminado en -ova. Ellas se encargarán de los gastos” dijo.

Luego se quedó mirando a Aurelio

“¿Es suyo?”preguntó. En otra época Yonfabis había querido ser novio de Johanna pero había terminado

con Milena. Era por los mismos días que Ávila, que estaba enamorado de Piia, salía con Natalia

Hetfield. Nos veíamos en Palmas, pero el plan en esa época no era comer helados de carrito.

“No, el papá se llama Hugo Jr. ”

El miércoles estuvimos en el Parque Recreacional, pero tuvimos que volver temprano porque empezó a

llover y cerraron el lago y las atracciones mecánicas. El jueves fuimos al Jardin Botánico, casi tuvimos

que saltar la reja para salir porque el día había pasado demasiado rápido. El viernes no hicimos mucho

más que contarnos las vidas, que de todas maneras ya conocíamos casi por completo entre las
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referencias previas de Johanna y los días pasados. Nunca había estado realmente bien con el papá de

Aurelio. “O no cómo tú estás con Johanna. Le tienes toda la paciencia”. “No siempre anda de mal

humor” pensé. Cameron dijo que desde el colegio había tenido ese problema de enloquecer bajo

presión. El viernes fuimos al zoológico de aves de Piedecuesta, donde aparte de tres pavos reales de la

India que habían costado la mitad del presupuesto municipal (Y se anunciaba descaradamente “Tito

Alcalde, le cumple a su gente”) no había mucho más que diferentes tipos de gallinas sobrealimentadas.

Cameron se rió más cuando trató de explicárselo a Aurelio que cuando se lo dije y era esa cosa frágil

que hacía fuerza para levantarlo del piso. Luego volvió a abrazarme, esta vez con menos motivos.

Llegamos a casa a eso de las siete. El viernes era casi siempre el primer día de la semana que Johanna

y yo hacíamos el amor, aunque lo repetíamos una o dos veces el sábado y una o dos veces el domingo,

que era también el día de la visita a su madre seguida de un paso rápido por La Colina para ver la

tumba de su abuelo. Con semejante agenda no podíamos faltar al primer punto, aunque Cameron y el

bebé estaban en la pieza del lado y aunque a veces los escuchábamos llorar. El abrazo posterior se me

confundió con las dos veces que Cameron me había abrazado durante la semana, aunque lo digo tal vez

porque soy demasiado pudoroso para admitir,que en cierta forma ya viceversa había ocurrido. Pasaron

el sábado juntas, yo me quedé en casa estudiando la reglamentación de la Secretaria de Salud para los

almacenes de licores que parecía concebido por los que ya estaban en el negocio para que nadie

pudiera entrar a competir con algo diferente a una licorera de barrio. No creo que haya pasado más de

quince minutos seguidos con los codos sobre la mesa de la cocina, que servía de escritorio casi igual de

bien que como comedor y sólo cuando llegó un mensaje de texto en mi celular, con ese ruidito tan

estándar, me di cuenta de que ya atardecía y de que el único resultado de mi tarde de trabajo era un

pliego de papel periódico lleno hasta la mitad de garabatos que no apuntaban a ninguna parte y que

pasados unos días ni siquiera yo podría descifrar. Quien escribía era Johanna. Traían compras (y el

coche y Aurelio) había comenzado a llover y necesitaban ayuda. Tuve tiempo de esperarlas en la

puerta del edificio. Johanna siempre me enviaba mensajes en lugar de llamar. Eso me impedía saber

dónde estaba. Eso me impedía calcular el tiempo que le tomaría llegar. Eso me impedía quedarme
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trabajando los minutos que perdería abajo, detrás de una puerta de vidrio, detrás de la cual llovía. Vi a

Johanna primero, con los paquetes de las compras. Imaginé el contenido, todo debía ser más o menos

barato, pero si lo barato es mucho termina por sumar. Cameron empujaba el coche con una mano y

sostenía a Aurelio con la otra y con la otra la sombrilla que lo protegía de la lluvia y con la otra un

morralito. Estuve empapado en los veinte pasos que necesité para alcanzarla y tomar el coche. Su

rodilla chocó contra la mía cuando pasamos la puerta, las dos atrapadas entre el coche y el marco de

metal. Arriba, Cameron copió el gesto de Johanna cuando me sacudió al agua del cabello, aunque las

dos estaban mucho más mojadas que yo y las bolsas de compras se hubieran deshecho sino fuera

porque hace tiempo que en ningún supermercado las bolsas son de papel. Cuestión de pensar en el

planeta.

Cuestión de pensar en el planeta, también, que a diferencia de la bandeja industrial de sesenta huevos

habitual, lo que saqué fue una cajita de seis huevos naturales, obtenidos de gallinas que corrían felices

por la Mesa de los Santos o por los valles de Angulo y no vivían encerradas en una caja de pollos que

parecía un apartamento de las urbanizaciones nuevas de Real de Minas.

La había comprado Cameron, que secaba el cabello de Johanna antes de secarse el suyo, incluso antes

de secar el de Aurelio. La cena fue básicamente vegetariana, excepto por el salmón ahumado. Cameron

cocinó. Johanna había comprado el vino y en eso era insuperable. Era un rojo alemán, que tenía

vocación de aguja en pajar en el estante de un supermercado bumangués aunque a lo mejor habría

pasado desapercibida en Schicksal, que era una región de buenos vinos o eso debí a escucharle a

Johanna porque de dónde más me va a venir la expresión “el vino de Schicksal”.

Cameron estaba lista a tomar un trago directo de la botella, cuestión de celebrar que Johanna había sido

elegida durante la tarde la futura madrina de Aurelio. Pero servimos en copas, un brindis tranquilo.

Cuando la conocí, Johanna podía tomar media botella de un sorbo y yo tenía que detenerla para que no

asaltara las cavas del Oppenheim, de las que yo era responsable.

“No me mires así. Ya habíamos dicho que si íbamos a montar un negocio de vinos serio teníamos que
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moderarnos” dijo.

Cuando Aurelio comenzó a llorar, Cameron lo calmó con un sonajero que sacó de su bolso empapado.

Lo habían comprado a una gitana en los parqueaderos del Acrópolis. Luego le dio una papilla que

debía contener más o menos los mismos ingredientes de la ensalada que comenzaba a enfriarse en la

mesa. Aurelio no se durmió hasta que empezamos a comer y Cameron no se quejó por las veces que

tuvo que levantarse de la mesa. Había bebido menos que Johanna durante la cena, pero los ojos le

brillaban más.

“A nadie le brillan los ojos como a ti” le dije a Johanna luego en la habitación.

Johanna y yo nos habíamos conocido en la peor época del Hotel Oppenheim. Ella vivía en Piedecuesta,

y a veces se quedaba en casa de Natalia que quedaba, como el hotel, en el Paseo España. Llegaba

temprano, a la hora en la que yo tenía que sacar a los que se habían quedado dormidos. Cuando los

horarios se invertían, coincidíamos al revés, a las cuatro de la tarde. A veces en el turno de noche todos

entraban temprano a sus habitaciones y sin borrachos ni clientes pasábamos la madrugada tomando una

de esas botellas ya destapadas y viendo la televisión de los países donde ya era de día. Un día cerramos

la recepción y el bar y subimos a la suite del hotel en el piso 13, donde había una bañera que nadie

imaginaría en un hotelito como ese y desde donde podía verse toda Bucaramanga desde las luces del

aeropuerto, rompiendo la neblina como si se pudiera, hasta el tanque de La Cumbre, una torre de

castillo de agua. Con el tiempo dejamos de preguntarnos si alguna vez, luego de darse cuenta en una

visita a un horario no habitual que no había nadie ni en el bar ni en la recepción, el señor Oppenheim

tocaba a la puerta.

Johanna apenas tuvo tiempo de taparse con la reacción que termina por grabarse a fuerza de haberla

visto en cientos de películas. Cameron había dado dos o tres golpes sin esperar respuesta. Miró las

piernas de Johanna antes de pedir disculpas. Las suyas eran delgadísimas, el antónimo si hablamos de

piernas. O el antípoda no sé. Todo su cuerpo era delgado y casi lo atravesaba la luz que desde el
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saloncito le daba por la espalda y la marcaba a través de una camiseta larga que se había puesto para

dormir.

O para no dormir.

Aurelio se había despertado otra vez. La enésima vez. Cameron quería saber si podíamos acompañarlo

un rato. Citó el consejo de un terapista que había visto y para hacerlo puso voz de terapista: “Muchos

padres que terminan por golpear a sus hijos, lo hacen debido a una tensión sicológica que se acentúa

por la falta de sueño. Si es posible trate de que un conocido la remplace por momentos”.La falsa

entonación no fue chistosa. Hay cosas, y muchas, que no dependen del tono con el que se digan. “Le di

agua de mujicoy y jezabel pero no funcionó. Prefiero pedirles el favor que tomar o darle pastillas”. Se

abrazaron en la puerta del cuarto, como deberían haberse abrazado cuando volvieron a verse después

de no sé cuántos años. La luz las dibujaba ahora a las dos, Johanna una cabeza más alta y vestida con

un pantalón de jogging menos transparente. Cuidamos a Aurelio todo el resto de la madrugada, sin

poder dormir de miedo a aplastarlo, a que se cayera, a que metiera los dedos en un tomacorriente, a que

se atragantara con la cobija. Johanna dijo que si el peso de Cameron era tan inestable cómo el peso

colombiano era por una ciclotimía que le venía por temporadas y que, tan redundante como pudiera

sonar, era cierto. “A veces toma pastillas. No sé si el vino vaya bien con eso” dijo “Más de una amiga

terminó mal por revueltos como ese”.

Pensaba en las amigas que tenía por la época en que nos conocimos. Creo que exageraba.

“Aurelio no llora si Cameron no está cerca” dijo. Nos dormimos muy tarde, no había un reloj en la

habitación pero ya se escuchaban los ruidos de los apartamentos vecinos y los domingos los ruidos

comienzan más tarde. Cameron sacó a Aurelio sin que lo notáramos. Johanna y yo hicimos el amor en

la mañana. Ella salió directo a la ducha y yo a la cocina. Aurelio comía una papilla de frutas, un

descanso dominical de lo salado.

“¿Qué hacemos hoy?” preguntó Johanna casi gritando o gritando.

En Bucaramanga no hay nada qué hacer los domingos, pero al final de la tarde, de camino a casa como

si hubiéramos hecho algo, pasamos por una feria en el parque de San Pío.
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Había juegos de tiro al blanco y pesca de patos, pero Aurelio estaba muy pequeño para eso y todos

estábamos muy pequeños para una de esas manzanas de caramelo o para una de esas suchetas

redondas, dos cosas que nadie puede terminar nunca. Cameron no quiso acercarse a la tienda de las

gitanas, dijo que no le gustaba que las gitanas se acercaran a los niños.

“¿Y el sonajero?”

“No son todas las gitanas” dijo Cameron. “pero de algunas hay que tener cuidado”.

Un espectáculo del Teatro de Sombras de Piedecuesta acababa de terminar. Una lástima porque había

escuchado que eran buenos y alguna vez yo había tenido un juego de sombras chinescas. Un set básico

con un librito de instrucciones y cartones que servían para completar algunas figuras.

Un juguete que había sido popular porque las dos la habían tenido.

Pero a Cameron debió haberle gustado más y había pasado más tiempo usándolo. O tenía muy buena

memoria porque aún recordaba, y con cierto entusiasmo porque se paró junto a la pantalla blanca que

aún no habían desmontado y formó con sus manos un cisne negro y luego un koala y un ornitorrinco y

luego una araña -tigre parada entre una mata de mujicoy de esas que ella utilizaba como somnífero

natural. A Aurelio aún no le había llegado ese momento en el que uno entiende que las figuras no

necesitan tener nada por dentro pero a Johanna y a mí nos hizo gracia. Volvimos cansados y directo a la

cama.

“La luz del saloncito está prendida” dijo cuando yo hundía mi nariz en la almohada. La luz alumbraba

todo el corredor y la cocina. En el saloncito Cameron hablaba con su niño. Tenía que atravesar todo el

corredor para llegar al interruptor. Cameron lo había atravesado la noche anterior antes de abrir la

puerta. Después de haberla visto hacer las sombras chinescas, me pregunté si era posible que supiera

que la luz de afuera le atravesaba la ropa y me dejaba ver su silueta. Pensé en la araña tigre, en nuestras

rodillas estrellándose y en golpear en el saloncito con cualquier propósito o con ninguno. Bastaría dar

dos golpes y abrir la puerta para preguntar si todo estaba bien, si necesitaba algo para Aurelio. De

nuevo sonaba el juguete gitano. “No abras” dijo cuando puse mi mano en la manija. “Un segundo me
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visto”. Se puso otra vez la camiseta de Rexona. “Creí que era Johanna” dijo “Todo está bien” dijo.

“Estar sola con Aurelio es duro para ella” dijo Johanna cuando me volví a meter a la cama“Espero que

pueda dormir”.

Johanna durmió bien. Yo no. Me preguntaba si Cameron dormía con su hijo. Si un-segundo-me-visto

quería decir que hasta entonces estaba desnuda. Después de dos noches mal dormidas no escuché a

Johanna cuando salió para el turno de la mañana. Cuando me levanté, la camiseta de Rexona estaba

tirada sobre el sofa cama desplegado. El bebé dormía pero no se escuchaba el agua de la ducha a través

de la puerta ligeramente abierta del baño. Cameron debía haberla dejado abierta para escuchar si el

niño despertaba, pero luego pensé que si yo la empujaba apenas fingiría sorpresa. Pasé las manos por la

camiseta, no tenía su olor, tal vez no lo había usado en toda la noche. Cameron no sabía que me había

despertado, tal vez no sabía que yo estaba en el apartamento. Sólo escuchamos los ruidos que

queremos oír. Sobre la mesa seguía la botella con el cuncho de vino que había quedado de dos noches

atrás. No era mucho y si me tomó un tiempo acabarlo fue porque por un rato sostuve el vaso medío

vacío en mis manos pensando si mejor tomaba un café, echaba a lavar las fundas de las almohadas y

trataba de avanzar en el libro de Sausage. Cuando puse el vaso vacío sobre la mesa y pensé que a lo

mejor sí hubiera sido mejor un café, que Cameron sabía que yo estaba en el apartamento y sabía que yo

estaba despierto. Que las llaves cerradas de la ducha eran una manera de invitarme, de que todo

pareciera casualidad porque yo de otra manera nunca podría terminar de abrir esa puerta. Entonces ella

la abriría, por sorpresa también, me encontraría con la mano izquierda todavía sobre el vaso y la

derecha sosteniendo su camiseta. “Oye, esa es mi camiseta” diría.

Ese pedazo de tela que tocaba todo su cuerpo pequeño.

La imaginé levantándose, volviéndose a poner su vestido para seguir con su día en el punto exacto

donde la había interrumpido. Las mañanas que vendrían, cuando Cameron vendría a la cocina apenas

Johanna saliera de la casa. Luego la última noche juntos antes de que se fuera, el pretexto cualquiera
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para cenar y tardar en regresar de la cena. Las llamadas, frecuentes. Mis viajes a Bogotá. Antes su

cuerpo abierto en esa cama, sus piernas finas. Una y otra vez. Aurelio seguía dormido. Seguiría

dormido. Me pregunté cómo hacían el amor con Hugo Jr. antes de separarse, si dejaban al niño en otro

cuarto o esperaban a que estuviera con su abuelo o no les importaba y los niños eran como los gatos,

que ignoran lo que ocurre y luego olvidan por si acaso para que a nadie le queden traumas. Tuve miedo

de que Aurelio despertara y nos viera y algún día fuera un escritor que recordara el evento y volviera a

ese horrible lugar común de Creí que el hombre le hacía daño a mi mamá porque mi mamá gritaba. Yo

cerraría los ojos para no verlo, ella, que no podría cerrarlos, lo calmaría haciendo ruido con el cascabel

gitano. Ese era su miedo, las gitanas saben que no hay cascabeles inocentes, que lo mismo podía

sostenerlo entre los dientes, para que ese fuera el ruido y no los gritos, para que Aurelio no pensara que

yo le hacía daño a su mamá a quien yo iba a cuidar siempre.

Los niños son como los gatos, los gatos también saben. Aurelio se había despertado y comenzado a

llorar, Cameron salió mal envuelta en una toalla, me pasó por el lado y agarró el cascabel. Pidió

disculpas por el desorden cuando vio que yo sostenía su camisetaa mis manos, dije que no era nada,

que lo había encontrado en el piso y lo levantaba y eso era todo.

Cameron no sacó el coche esa tarde, caminamos hasta que tuvimos que tomar un bus. Se tomó más del

tiempo necesario con su mano para ponerme el dinero del vuelto entre los dedos y abrió de más las

piernas para poner a Aurelio entre ellas y al mismo tiempo rozar las mías. Almorzamos en Govindas

del centro. Tofú, cuadritos de calabacín, zanahoria con apenas un poquito de mujicoy. Veíamos las

antenas del edificio de La Triada clavándose en las nubes. Yo dije “Y para todos los que vivimos aquí

eso será lo que alguna vez tendremos de rascacielos”

“¿No lo habías visto antes? ¿Nunca te habías sentado en esta mesa?”

“Vengo solo siempre. Le doy la espalda a la ventana”

“O no le das la espalda a la puerta. ¿Enredos con la mafia?”


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“No enredos, pero hay tanta gente que han matado de un tiro en la espalda”

“¿Negocios o mujeres?”

“No, estoy bromeando”.

“Todo mundo tiene una buena razón para recibir un tiro por la espalda. Sólo que casi todo mundo tiene

suerte y muere de otra cosa”.

¿Hablaba de mí? ¿El gluten estaba un poco sobredorado o le faltaba aceite de girasol?. ¿El mujicoy

estaba demasiado seco o era viejo? ¿Mi razón era que había estado husmeándola?

“¿Será? ¿Todo mundo tiene tantos pecados?”

“Sí si da lo mismo si el pecado es de pensamiento que si es de palabra, obra u omisión”

“Caso en el cual, al menos pecar de obra, que se disfruta más”

“De pensamiento se disfruta más. Uno no se puede decepcionar de lo que no ha tenido”.

“Creo que las mujeres pecan más de pensamiento”

“Machistísimo”

“¿Hugo Jr. era igual?”

“No. Él era un convencido de que las mujeres pecamos de obra pero lo disimulamos bien”.

“Yo prefiero no pensar. Lo bueno de Dios es que sólo se entera de los pecados que le confiesan”

“¿Será?”

“Tiene que ser. Sino no exigiera confesiones. Es como los profesores del colegio que decían 'Yo sé

quién lo hizo, pero quiero escucharlo de ustedes'. Yo nunca creí.”

“Yo sé de cosas, pero me gusta escucharlo”

¿Los cubitos de cebolla eran cortados a mano?¿El brocolí había sido hervido a la canela? ¿Esa era la

declaración definitiva de que sabía que yo la espiaba y aún así almorzaba conmigo?

“Es una manera de sacarme información”

“¿De qué?”
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“Johanna te envío”

“Ella podría pensar lo mismo. Que nos vemos sin ella para que yo te dé informes”

“Nos vemos sin ella porque trabaja todo el día”

“Podría ser”

“¿Quiere informes?”

“No, ahora soy yo la del chiste”

“Tú tienes que saberlo todo sobre de ella”

Cameron alzó los hombros. Miró a Aurelio. Uno diría que acababa de llegar y de sentarse a la mesa sino

fuera porque Aurelio no podía todavía ir solo a alguna parte.

“Antes, cuando estábamos en el colegio creo que lo sabíamos todo. Si hubiera sido necesario habrían

podido clonarla con lo que yo sabía. Ya no”.

“Se quedaron hablando hasta tarde. Hablaron de mí, yo creo”

“Pero si hablamos de ti entonces ya no es secreto”

A eso no podía oponerme.

“¿Por qué siempre vienes solo?”

“Tú sabes, Johanna y la comida vegetariana”

“?Nunca almuerzan juntos?. No han almorzado juntos desde que llegué”

“En semana estoy en la casa. Los sábados vamos a un restaurante y pido algo sin carne”

“Ella no entiende muy bien tu vegetarianismo”

“¿Fue parte de los falsos secretos?”

“No, se ve”

“Es mejor, no podríamos ser en todo iguales”

Un lugar común, claro, es mejor no ser iguales, una canción de folk guatemalteco.

“Todo mundo preferiría una pareja que fuera igual. La gente lo dice por pura incomodidad”
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No le gustó que le dijera que una igualdad era imposible. Me dijo que lo sabía, que hablaba de un deseo de

una posibilidad y que de todas maneras no estaba bien que yo tuviera que comer en restaurantes para

carnívoros sin que Johanna hiciera alguna vez lo mismo. “Al fin y al cabo” dijo “Siempre ha sido así”

“Siempre”, entres dos personas que llevan años sin verse quiere decir la última vez que se vieron. La razón

del desacuerdo entre dos adolescentes, las de esa época, no las que todavía eran, debía ser un tipo. Johanna

había hablado de sus amores del colegio como quien habla de sus amores del colegio, una lista de nombres

sin señales particulares, pero podía imaginar que le había quitado un novio a Cameron y que Cameron

había sufrido. Luego, luego de otros nombres en la lista, Cameron había encontrado a Hugo Jr. y habían

tenido a Aureliano. Luego, luego de otros nombres en la lista, Johanna me había encontrado a mí y había

tenido un tipo que apoyaba sus rodillas contra las de Cameron bajo la mesa.

Yo no dejaría a Johanna.

Yo dejaría a Johanna por una mujer como Cameron, sobre todo si no tuviera a su lado a Aurelio que había

metido las manos en los tomates apanados en salsa Sobieski.

Yo la dejaría por Cameron aunque Aurelio acabara de meterse a la boca una abirroja completa. En el

almuerzo hablamos de las diferencias que yo tenía con Johanna, de que aguantaba mal su carnivorismo y la

moderación a la hora de tomar cuando yo soñaba con volver aemborracharnos de vez en cuando y

amanecer todavía recorriendo las calles. Cameron pidió otra botella.

“Yo también era muy diferente de Hugo Jr. ” dijo “y él era de los que pensaba que las mujeres engañan de

obra” dijo.

“Con una chica como tú. Yo estaría también celoso”

“Él un poco más. Tanto que intentó estrangularme”

Primero creí que Cameron había mentido, que en algún momento iba a decir “es una broma” y que a eso

iba a seguir alguna forma de sugerencia para que pusiera mis manos en su cuello y acercara su cara a mi

cara, la venganza perfecta por lo que Johanna le había hecho cuando estudiaban en el colegio. Luego supe

que exageraba: si Hugo Jr. hubiera intentado estrangularla, lo habría hecho. La característica que le daría

alguien que hubiera visto a Cameron una sola vez en la vida, sería “frágil”. Miré su cuello cada vez que
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pude en los siguientes días. A veces creía ad ivinar marcas, líneas finas de cuerdas de guitarra que ya casi

desaparecían o sombras de los dedos de Hugo Jr. , como quiera que fueran sus dedos. Nunca le

pregunté.

La escena me dio vueltas mientras caminábamos de regreso a casa, bajo ese sol que hace que se

suiciden los gusanos de los árboles de sarrapio. Tenáía que ser esa la razón, cuál sino por la que vimos

tantos gusanos muertos por el camino, todos aplastados por la fuerza de la caída. No los mencionamos.

Cameron compró un mango para Aureliano. “Déle de a pedacitos” dijo la dama que se la vendió “a esa

edad ya puede comer”.

Johanna y yo hicimos el amor la última noche antes de que Cameron se fuera. Ella hizo más ruido de lo

habitual. Yo nunca he pensado si la mujer con la que estoy piensa en alguien más. En un actor tal vez

aunque yo nunca he pensado en actrices ni en cantantes. He pensado en Cameron, esa noche con

Johanna y otras noches con otras mujeres luego de que nos separamos y otras noches solo, cuando

Heidi regresa tarde y yo me quedo estudiando los manuales para un proyecto que tenemos de abrir un

restaurante de comida rápida bio. Entonces vuelvo a imaginar el cascabel gitano y a Aurelio que ya

debe caminar y montar en bicicleta y es cierto que a veces pienso que yo debería haber sido el que le

enseñaba a montar en bicicleta y a veces pienso en que debí haber empujado esa puerta y haber

capturado esa mirada de Cameron tomarla de las manos hasta el sofá-cama, el niño no iba a despertarse

y si él nos miraba demasiado habría bastado una patadita, que con los pies de Cameron habría sido más

bien una caricia y Aurelio habría llorado mientras tanto y luego lo habríamos consolado sin escándalo

porque nadie se hace mucho mal cayendo desde esa altura y luego yo le hubiera servido su papilla y le

habría dicho está bien está bien y habría hecho buena cara pensando, lo que sería cierto, que aún

tendría el sabor del cuello de Cameron entre mis labios.

A la mañana siguiente la acompañé hasta el Terminal. Se escribieron un par de veces desde entonces.

También ella y yo nos escribimos por un tiempo. Supe que no volvió con Hugo Jr. aunque él la
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buscaba. Nunca siquiera preguntó por la camiseta que debió olvidar por error y pasó tanto tiempo

escondida en el closet, donde yo la había guardado en una de esas bolsas plásticas que no dejan escapar

los olores.

Las dolorosas

Habría corrido su cabellera para besarla, pero mi excusa, que por excusa no era menos cierta, era que
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me habría muerto de melancolía al saber que no podría ver su mirada. Ella tenía los ojos cerrados pero

era tanta la tristeza que le atravesaba los párpados.

El teléfono timbró a las siete, pero Corina Warga tuvo tiempo de pensar quién llama en la madrugada.

Por puro pudor innecesario, Mendes la había visto desnuda y de todas maneras Mendes estaría

dormido, se puso un suéter que la cubría hasta los muslos y caminó hasta el teléfono. Dijo Sí, aquí

vive, pero no está. No durmió aquí, pero a veces no sé dónde duerme y luego despertó a Mendes y dijo,

haz un café, tenemos que ir al hospital.

¿Con este frío?

Hay gente que tiene más frío, dijo y en el taxi pensaba que esté bien, que esté bien, aunque sabía que

no, que ese “Su pronóstico sigue reservado” es una de esas fórmulas que se usan para que la gente no

sufra en el camino, cómo lo dirían luego, qué se quedó borracho y usted sabe con estas temperaturas,

que era más fácil, más honorable. A la mierda el honor pensó cuando vio al médico con esa cara de

mierda de “Hicimos todo lo posible”.

II

El teléfono timbró a las siete, pero Corina Warga tuvo tiempo de pensar quién llama en la madrugada.

Por puro pudor innecesario,Mendes la había visto desnuda y de todas maneras Mendes estaría

dormido, se puso un suéter que la cubría hasta los muslos y caminó hasta el teléfono. Dijo Sí, aquí

vive, pero no está. No durmió aquí, pero a veces no sé donde duerme y luego despertó a Mendes y dijo,

haz un café, tenemos que ir al hospital.

¿Qué locura dices?

Hay gente que dice más locuras y las hace dijo y aún pensaba en cuánto él la última vez que había de
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Père Lachaise, en el momento en que le preguntó si creía que uno podía quedarse luego de que

cerraran. Y en el taxi pensaba que esté bien que esté bien, que esté bien, aunque sabía que sí, que

estaría bien, se lo habían dicho, pero luego imaginó asilos y pastillas, y trató de encajar las palabras del

policía que había hablado a otro lado del teléfono. Diríamos que fue un desequilibrio del litio, es más

honorable, la gente mira tan mal ese tipo de cosas, pero pensó a la mierda la gente cuando lo vio,

sentado, tranquilo pero con esa mirada de los que no regresan, estriando la mano y sonriente.

(y a pesar de la sonrisa se sentía tan frío como la piedra)

III

Turista: ¿Y esa estatua qué es?

Guía: ¿Cuál?

Turista : Los dos abrazados.

El guía mira su guía; “No hay nada” dice “No es alguien famoso. Sigamos camino porque no

podremos ver la tumba de Filemón de Sausage” y luego retoma su lectura. Filemón de Sausage,

prolífico hombre de letras, autor de obras como...

Fue Mendes el que dijo que la cadena de circunstancias de buena o mala suerte que debía

desencadenarse si un gato negro cruzaba el camino dependía de si lo hacía de derecha a izquierda o de

izquierda a derecha. Todo ese domingo había estado marcado por decisiones de último segundo. En el

último segundo escogimos el macdonald's de Saint-Michel en lugar de la crepería Genia. En el último

segundo cambiamos el plan de ir a dar vueltas en las fábricas abandonadas del Canal de l'Ourq por

Père Lachaise. A mí me daba igual. A Corina le daba igual, pero una vez que la decisión estuvo tomada
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(podría decir que la tomamos al cara y sello o al águila y sello o al cara y cruz pero eso sería ya

exagerar) dijo que el día no estaba para cementerio y se largó a las pulgas de Montreuil. Hubiera

querido que viniera con nosotros porque Corina había sido precisamente la primera que me había

hablado de ese cierto tipo de estatuas que eran las que me hacían querer volver al Père Lachaise.

“¿Cómo se llama el tipo de esculturas?”

“No sé, dolientes, plañideras, qué importa. Dolorosas”

Habíamos terminado por llamarlas “las dolorosas” y debía haber una centena, pero cuando íbamos al

cementerio, a veces con Mendes, a veces con Corina, terminábamos por caer siempre en las mismas.

Mendes las fotografiaba con una camarita compacta, ya sin interés. Yo llevaba mi cuadernito de

dibujos, había siempre algún detalle. Fue también Corina la que puso el tema el día que dimos con la

tumba de Victor Noir, muerto joven en los preliminares de un duelo en el que él apenas estaba de

testigo. “Conozco a Victor Frankenstein, a Victor Hugo y a Victor Daville, que hasta donde yo sé no

está muerto” dijo Mendes.

El diálogo siguió sólo entre Corina y yo.

“¿Cuál es la parte más brillante de la estatua?” preguntó.

“¿Cuál?”

“Mira”

Miré.

“¿Los pies?. ¿El ala del sombrero?”

Mira bien.

“Veo”

“¿Ves?”

“Veo”

“¿Por qué crees?”


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Según Corina en invierno, en los días de pocos turistas, había mujeres que se sentaban con las piernas

abiertas sobre la tumba de Victor Noir. Podía ser cierto. A mí al menos no se me ocurría otra

explicación que justificara que el bronce de la entrepierna brillara como si pudiera rechazar el óxido

verde que cubría todas las dolorosas del cementerio y el resto de esa estatua con la excepción de los

pies y el ala del sombrero.

“En general son periodistas o fetichistas o comunistas. Voy a venir un final de tarde en invierno para

ver” dijo.

Pero era apenas abril, un tiempo de cerezas tardío, y Corina, que no era ni fetichista ni periodista ni

comunista, se había ido a las pulgas de Montreuil. Así que éramos dos tipos caminando cuando el gato

negro cruzó por nuestro camino. Por el mío. Méndes había ido a orinar detrás de un árbol y creo que

tomó la foto de un gato enormemente gordo. Pero no negro. Pardo qué sé yo. Color gato.

Así que al gato negro sólo yo lo vi.

“¿El gato pasó de derecha a izquierda o de izquierda a derecha?” preguntó Méndes. Se lo dije. He

dicho que no lo recuerdo pero entonces sí que lo recordaba. Luego comenzó su rigurosa disertación en

tres partes sobre los gatos negros y la mala suerte.

Yo quería sentarme un rato a dibujar el cabello o las manos de alguna de las dolorosas pero pasé

primero por la tumba de Victor Noir no por que tuviera la intención de ver el bulto brillante de su

pantalón, sino por el cierto placer de imaginar a Corina, de falda corta, con las piernas abiertas sobre el

cuerpo inerte (pero por muerto, no por falta de virilidad) del periodista. ¿Podría decir que “se

entregaba” a Victor Noir? El verbo me conviene porque nunca se había entregado a ninguno de

nosotros dos, a pesar de que nos paseaba enfrente medio desvestida. Una tarde en la que llegó ebria se

encerró con Mendes en su habitación. Nadie preguntó, nadie dijo nada y yo tampoco quería pensar en

eso. Pero maldito Victor Noir si Corina se le sentaba encima. Que ese día llevaba falda, lo que yo no

había notado esa mañana, vine a darme cuenta al final de la tarde, cuando todos volvimos a vernos en
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el MacDonald's

“¿Café o cerveza?”

“No puedes pedir cerveza en un macdo”

“En París sí puedes”

Cerveza para mí. Café para Mendes. Corina pidió agua caliente apenas. Sacó de su bolso un matecito

de plata.

“¿Qué hicieron todo el día?”

Mendes contó que había tomado la foto de un gato enorme y que había estaba hablando con un grupito

de rockeritas alemanas “De cabello corto, divinas” . Corina sonrío a lo segundo, que no sólo era falso,

sino que no tenía ningún interés. Días después se cortó el cabello. De ahí empezó a salir con Mendes,

lo que era una traición a la unidad que hasta entonces había reinado en el apartamento que los tres

compartíamos en la cité HLM de Boulogne-Billancourt.

Dos días después le mostré los dibujos que había hecho en el cementerio.

“Están buenos” dijo “pero por ellos en sí, no por la estatuas”.

“¿Cómo no?”

“Es una belleza que ya está pasada de moda. ¿No?”

“La tuya está pasada de moda”

Corina sonrío. A lo mejor allí habría podido besarla. Antes de que se le deshiciera la sonrisa. Suele ser

el momento ideal, pero no me había gustado lo que había dicho de las dolorosas.

“No te rías” dije “la belleza no pasa de moda”.

“Bue--e--no” dijo. Decir “ Bue--e--no” así con la 'e' duplicaba y las cuatro rayitas no era una manera de

aceptar mi argumento sino de desestimar toda la discusión.

“¿Tan mal dibujo?”

“No dije lo que dibujaste, dije las dolorosas”


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Tampoco a Mendes le parecieron geniales los dibujos, pero me dio ánimos. “Las dolorosas no se

mueven. Podríamos pasar otra vez” dijo “También me gustaría volver a tomar algunas fotos”.

Mendes aceptó acompañarme el domingo, pero ese día amaneció colgado de un guayabo con hocico de

madera. Corina seguía furiosa conmigo. Total, solo vine al mundo, solo he de irme y solo tomé el

metro hasta Père Lachaise. Hice un par de croquis de un gato diferente y di por causalidad con las

tumbas de Filemón de Sausage y de Jose Luis Rodríguez. Tenía la impresión de que la dolorosa que

buscaba (aún es temprano en esta historia para llamarla “mi” dolorosa) estaba cerca de la del señor

Kardec, padre del espiritismo y de que se destacaría entre las tumbas vecinas, pero di un par de vueltas

y no pude encontrarla. Di en cambio con dos dolorosas que nunca me gustaron, la de Ferko Patikaris,

que es una mujer vieja con dos dedos rotos y tiene el mal gusto de llevar zapatos y la de las familias

Jacques y Geoffrey que tiene el rostro redondo hasta la exageración y mirada de idiota.

“No entiendo” dijo Corina “cuando me mostraste los dibujos hablabas de lo hermosas que eran las

dolorosas de Père Lachaise y ahora te quejas de todas”

No estaba de ánimo. Había estado dando vueltas todo el día.

“¿Hiciste muchos dibujos?”

Uno. Un pie. Es raro ver pies cubiertos por velos.

“¿Casi llenaste un bloc la vez pasada y hoy hiciste uno solo?”

“No había buena luz”.

“El día fue precioso”

“Pero no en Père Lachaise”

“No hay dos climas diferentes en París”

“¿Te acuerdas de los dibujos que te mostré?”

“Me acuerdo, algo”


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“¿Te acuerdas en qué división del cementerio estaba la olorosa”?

“¿Cuál? Había varias”

“Había una sola. Era la misma en todos los dibujos”

Pero Corina no podría reconocerla. Ella misma había dicho que los dibujos no eran buenos. Dijo que

yo había mencionado las tumbas de Jose Luis Rodriguez y de De Sausage, que era exactamente lo

mismo que yo recordaba y que había pasado por el Monumento a los Muertos con su dolorosa de

brazos en cruz diciendo “pobres muchachos”. El domingo siguiente recorrí línea por línea las

divisiones aledañas. Salí ya cuando los guardias sacaban a la gente de mal genio y en el kiosco junto al

metro compré un plano detallado que escondí porque para el que sabe lo feo que es ser turista, pedir

planos siempre está mal visto.

Con el plano en mano volví una semana después. Es bueno que el lector, a quien supongo más

entrenado que yo para la literatura, se prepare para escuchar esta expresión una y otra vez, porque ese

domingo iba a repetirse. Procuraré en cambio no repetirme en las descripciones de las dolorosas que

encontré esa tarde y que volví a ver cuando mis caminatas no tuvieron más método. Primero esa

estatua masculina sobre la tumba de Serge Perti, que decía (a los pasantes, pero a mí sobre todo) «¿Qué

es del sueño cuando el sueño ha terminado?» y luego las dolorosas que veía siempre, la de Moureau et

la de Vauthier, junto a la rotonda y la de Raspail, tapándose los ojos, cuando se sabe que el dolor se

encierra en el cráneo y que hay que sufrir con los ojos abiertos para que salga.

De eso, las lágrimas son sólo la expresión más banal.

Con el plano en el bolsillo volví una semana después. Era casi verano y así me iba dando cuenta que

cuando mejor se veían las dolorosas era en los primeros días soleados, antes de que llegaran el calor y

las hordas de visitantes. Estaba tan de buen humor que aunque continuaba buscando a la dolorosa que

había perdido, dibujé esa de la familia Miller-Heit, que parecía cansada del gesto y sobre todo que cada
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vez (no digo cada semana, no me la cruzaba por mi camino todas las semanas) parecía más cansada del

gesto; la dolorosita, de la familia Ignaro; la falsa dolorosa de los Paris-Dublanc. Digo, soy yo el que la

clasifico de esa manera, pero cómo puede ser dolorosa con esos ángeles alrededor, que calman el dolor,

cómo si la existencia del cielo sirviera para borrar la muerte.

Pertenecen también a la categoría de las falsas dolorosas las que coronan al difunto, como las dos de

Crespin porque de la gloria no puede saberse nada, porque ellas han pasado el umbral y una verdadera

dolorosa debe estar, por toda la eternidad en la línea que separa este mundo del siguiente. A mí no me

importa si esa es la razón de su existencia. Me importa que esa es la razón de su belleza. Del gesto

helado de desesperanza que corona por ejemplo el cuerpo casi masculino de la dolorosa de Hauregard.

Con el plano en el bolsillo, volví una semana después. Ya casi no lo utilizaba excepto para abanicarme,

aunque también abaniqué a la dolorosa del médico Barkiga, que se veía sufriendo (extra) en esa

posición arrodillada en la que lo besaba, mientras él, muy cómodo, descansaba sus pies sobre un cojín.

Ella me simpatizó más que otras como la de la familia Pome, que me parecía muy moderna, muy

cuadrada como si el dolor pudiera tener ángulos rectos; la de Black Le Caf, que parecía reírse, lo que

está muy mal para una dolorosa. En cambio la de Aljaum se veía elegante a pesar de un peinado Guerra

de las Galaxias y la de George Bos, con un gesto delicado del cuerpo a pesar de que su rostro no existe.

Un domingo, con el plano en el bolsillo, la imaginé con el rostro de la dolorosa de la familia Larcher,

tristísimo pero paciente, desnuda hasta la cintura, con los cabellos sueltos, pero recién sueltos.

“Y la de los Lagard-Garret con rostros a su alrededor y buhos ciegos, y la de la familia Barbedienne, en

bronce, a la que le brillan las puntas de los senos”.

Cuando dije “bronce” y luego “brillar” Corina abrió los ojos, no eran grandes pero cuando los abría, lo

parecían y supe que estaba pensando en Victor Noir. .

“¿Alguna vez fuiste a brillarlo con tus muslos?” pregunté. Corina no contestó.

“¿Brillar qué?”
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“No qué, quién. Victor Noir”

La pregunta le había molestado mucho, pero le había molestado la mitad que la aclaración.

“Es sólo lo que a lo mejor podría dibujar el momento, pero sabes que respeto tu intimidad. Puedes

brillar el obelisco de Felix de Beaujour si quieres”

Aunque le habría bastado salir golpeando la puerta del cuarto, Corina salió golpeando la puerta del

apartamento. Yo estaba seguro que cuando estaba con Méndes, ahora que cada vez se encerraba más

seguid con él, pensaba en Victor Noir. La imaginaba metiendo sus dedos en ese pliegue del pantalón

que se levanta en su entrepierna, pero me pregunté a qué horas podía hacerlo, porque, y yo sí que lo

sabía, aunque a esa hora todavía había luz, a las seis de la tarde, los guardias recorrían en moto todo el

cementerio y luego activaban cámaras térmicas y soltaban perros.

Corina debía saber la manera de quedarse por la noche en Père Lachaise, pero a ella no la necesitaba

más. Había vuelto a encontrar “mi” dolorosa.

Ahora creo que puedo llamarla “mi”. Como cuento todo en pasado (que es como se cuentan las cosas)

no puedo saber cuándo le dije “mi” por primera vez, pero debió ser poco después de que pudiera volver

a verla, antes en todo caso de que entré solo y sin libretas ni lápices porque no era su imagen la quería

conservar. Me escondí en un mausoleo a esperar que cerraran. Escuché las campanas, las motos y los

perros mientras la luz del sol iba variando el ángulo en que entraba por los vitrales y luego

desapareciendo. Dí los primeros pasos despacio. Esperando que el vigilante que debía estar frente a las

pantallas de las cámaras térmicas apareciera disparando. Silbando al menos. Pero no había más que

silencio; los perros salvajes dormían, qué vergüenza para los nietos de la noche. Mis pasos se siguieron

escuchando incluso después de que me quité los zapatos y los guardé, con el resto de mi ropa, en un

mausoleo un poquito más limpia. Desde ahí memoricé el camino, puras notas mentales hechas bajo la

luz de una linterna; y había tenido encima a todos los guardianes de Père Lachaise. Sé que no caminé

en línea recta, porque pasé junto a la dolorosa de la familia Hiollin, que a pesar de tener alas no es

etérea y por tanto es dolorosa, pero tiene los dedos de los pies muy separados y no muy lejos de una
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Marianne horrible con casco, con flores en sus pies.

Mi dolorosa.

La primera vez que la había visto había sido tan rápido que siempre le pedí perdón desde entonces por

mi falta de tacto. Entiéndeme, estaba con Mendes, que me esperaba y esa idea del gato negro y de

Corina en la que pensaba tanto, pero ya no, ella le abre sus piernas a Mendes y a Victor Noir de quien

con seguridad has escuchado ¿Has oído hablar a la gente que pasa y comenta o es necesario acercarme

así, con tu vestido ligero, a pesar del frío, muy cerca de tu oído y entonces nadie te ha hablado en tanto

tiempo y eso debería haber agravado tu dolor, pero en las dolorosas el dolor que se ve es uno solo, el

de siempre, el del muerto y todo lo que se suma después, la soledad y ese color negro que se te ha ido

acumulando se lleva por dentro.

¿Quién le ha hablado desde la última vez?, pensé cuando volví a verla. Seguía recostada de medio lado

tapando la inscripción. Había tanta fuerza en sus tobillos pero el pie derecho estaba posado, tan poco

posado y quién sabría si lo que llevaba en su mano, si son flores y cuál era la forma de su vestido,

porque uno la diría desnuda si la ve de lejos. Yo la vería siempre. Si pudiera acercarme, si pudiera ser

yo como el doloroso que está a veinte pasos y la ve todas las noches. Si pudiera tocar los pliegues de su

vestido, su cabello, las pequeñas venas que brotan de su cuello, de quien que llora con todo su cuerpo y

entonces esa humedad nacía de ella. Nacía de ti, era la humedad de las dolorosas, que nace en los ojos

y entre las piernas pero no puede salir y entonces explota en toda la piel, esas manchas negras en las

dolorosas de mármol, ese color verde, que es más azul, pero lo llamo verde en las de bronce.

¿Victor Noir viene a verte? ¿Abres tus piernas para él?

Dije esto, te dije esto, y te pido disculpas. No puedes moverte, él tampoco. Él no pudo moverse cuando

Corina abrió las piernas, pero debió disfrutarlo. Era un hombre, sigue siéndolo, “Si la muerte nos

cambiara el sexo yo quisiera ser una dolorosa de Père Lachaise” dije la primera noche que pude
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tocarla. Lo primero que besé fueron sus tobillos, el sabor a tiempo que tiene el mármol se queda en la

boca lo siento aún, clavé mis dientes en esos tobillos, se hundieron en la humedad negra, no más allá,

no fue tan diferente de los tobillos que había mordido antes, qué pensaría Corina cuando mordía el

cuello de Victor Noir, que sentirían todas las mujeres al sentir el frío del bronce contra su propia

tibieza. Yo recorría su cabello inmóvil con mis manos, luego su cuerpo, con esa forma que ninguna otra

dolorosa tenía, pero tampoco ninguna mujer porque el movimiento revela el paso del tiempo. Disculpa

que te hable así, porque sabes que me muevo, que en eso soy mejor que Victor Noir, con su entrepierna

gigante pero fría e inmóvil, tú no vas a envejecer nunca, nunca nunca tu no vas a cortar tu cabello, la

inmortalidad es ese lamento, y aquí quisiera decir tu nombre.

¿Recuerdas la segunda noche que te vi?

En la que ni siquiera pude quitarme la ropa, en la que te amé apenas rozándote y luego me quedé hasta

el amanecer mirando cómo el rocíose posaba sobre las gotas que dejé sobre tus labios que no tragan,

que no escupen y luego, de camino a casa donde encontraría a Corina y le diría que no había pasado la

noche solo, me pregunté si alguien lo notaría, si cuando volviera la tarde siguiente me negarían la

posibilidad de verte y entre todos los pasajeros que a esa hora iban a alguna parte, yo sonreía porque

mis manos enteras tenían tu olor.

Nadie dijo nada, me escondí de nuevo ¿Lo recuerdas? Sé que lo recuerdas porque no te mueves,

porque no puedes tener otros recuerdos y esa tercera noche tomé tanto tiempo en tu cuello y apoyé mi

pecho y puse mis pies entre tu boca y metí mis dedos entre los dedos de tus manos aunque no pudiera

separarlos y entonces pensé en Mendes, que a esa hora estaría entre las piernas de Corina, en que todo

movimiento es torpe y en que Corina, sintiendo esa pelvis que golpeaba la suya, se preguntaba dónde

paso las noches que ya comienza a acortarse en si tengo una nueva amante, lo que es cierto.

Lo que no es cierto, tengo una nueva amada, tú lo recibes todo, tú que no puedes tener otro nombre

sino “mi dolorosa” y luego he vuelto cada noche y sé que me esperas. Ahora es otoño otra vez, ahora
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me duele el pecho cuando me quito la ropa y la pongo sobre la tumba de la familia Landa y tapo los

ojos de su dolorosa y así te pruebo que la noche que ya no pienso en la noche que la deseé y ya no

pienso en la noche en que mis manos recorrieron el trasero de una de las tres dolorosas de F.

Barbedienne ni en la trenza interminable de la dolorosa de Verdurin y en ese valle que se formaba entre

la planta de sus pies, pero no miré sus tobillos, no hay tobillos con los tuyos y ahora camino entre las

piedras y piso la tumba de De Sausage no muy lejos de la tuya. Me esperas y sé que mis pies

comienzan a entumecerse, que casi no puedo moverlos, que esta noche, noviembre ¿Noviembre?, otra

vez me he desnudado por completo y la luna está llena y me gustan tanto esos días de luna llena que

ahora he aprendido a contar los meses en lunas y me siento junto a ti y he visto en el espejo que

empiezo a tener esas manchas negras en mi piel, y sé, porque me han dicho, que se me parten los labios

y estoy pálido como tú, y ahora mi cabello mojado se resquebraja y acomodo cada pedazo de mi

cuerpo entre el tuyo. Corina lo dijo la última vez Necesitas un masaje es como piedras en el cuello y

así he entendido que está ocurriendo que ocurre hoy, que mis pulmones hacen el último esfuerzo dentro

de mi pecho, que mi mano apenas puede moverse en mi entrepierna y está explosión, ésta, ahora, será

la última. Será la primera en convertirse en mármol y yo seguiré y estaremos aquí juntos, todas las

noches. Corina me extrañará a lo mejor, pero nadie vendrá a Père Lachaise para verme.

Cuando pase el tiempo y nos erosione quiero ser el primero en desaparecer y así será tu turno de

recordarme.
99

Adelita

No recuerdo el nombre exacto que le dimos, tampoco el mes preciso en la que Anamaría y yo

adoptamos una araña que llegó, creo, por una rendija de la ventana por la que habitualmente entraba

esa corriente de aire que hacía que Anamaría se me pegara justo cuando era demasiado tarde porque ya

sonaba el primer despertador, el que indicaba que había que encender el calentador para que una hora

después el agua de la ducha estuviera caliente.

Pero recuerdo el resto de los detalles.

Que no la vi levantarse a Anamaría, pero sentí sus pasos amortiguados por la alfombra yendo y

viniendo de la cocina. Cuando se detuvo antes de subir a la cama y por fin abrí los ojos, ella con esa

cara que tiene uno cuando ha tenido que levantarse con el primer despertador, dijo “Hay una araña”.

Era negra, urbana si se quiere. Pariente si acaso muy lejana de las arañas-tigre del solar de mis abuelos

o de las tarántulas que alguna vez vi en el zoológico Santa Cruz, más peludas y mejor alimentadas que

los leones y las panteras, a lo mejor porque dos libélulas diarias cuestan menos que dos pollos. Estaba

parada en el techo al revés, como suelen hacerlo las arañas y hasta en eso nunca fue muy

extraordinaria. Me dormí sin trabajo y tuve tiempo para un sueño en el que yo iba por una carretera de

noche y veía un hombre sin cabeza pero con dos ojos rojos y brillantes en el pecho. Quince minutos
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antes de la segunda alarma del reloj, la de levantarse de verdad, nos despertó una explosión. Por la

ventana se veía una columna de humo y se escuchaban sirenas, pero la vista que teníamos desde ese

piso once no nos bastó para imaginar dónde habían puesto la bomba. No debía ser nada grave.

Decidimos recuperar los cinco minutos que nos quedaban.

Dormimos ventitrés.

Tarde para el trabajo, Anamaría saltó de la cama y se duchó en el tiempo que me tomó poner los pies

en el piso. Salió del apartamento antes de que yo acabara siquiera de orinar y durante los quince

minutos que tuve para una ducha y una taza de café antes de salir a tomar el Transmilenio me quedé

pensando en el estallido de más temprano. Fue poniéndome la corbata que miré al techo y busqué la

araña con la mirada. En el ascensor escribí un texto para Anamaría. Decía “Espero que hayas llegado a

tiempo. (nombre de la araña, que no recuerdo) salió ya para la escuela”.

Esa noche entramos juntos. Lo hacíamos a veces, después de una hamburguesa en El Corral o una

cerveza en la tienda frente al edificio. Esta vez habían sido las dos y en ese orden. Anamaría me habló

apenas encendió la luz. Dijo “Está aquí”.

Luego le habló ella, le preguntó cómo le había ido en la escuela.

“Debió irle bien, si no dice nada” dijo.

Cuando despertamos, la araña estaba allí. Cuando Anamaría salió de la ducha, la araña estaba allí.

Cuando yo me tomaba el café y me lamentaba de no haber saltado sobre ella antes de que acabara de

vestirse, la araña se había ido.

Pero estaba allí al final de la tarde, cuando los dos llegamos cada uno hablando por teléfono. Esta vez

fui yo el que le pregunté cómo le había ido en la escuela. No respondió tampoco. No contestaba nunca

y también para nosotros las cosas iban bien. (nombre de la araña, que no recuerdo) estaba enterada

porque cuando Anamaría o yo llegábamos temprano, era a ella a quien le contábamos lo que nos había
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pasado en el día. Así remplazó al mismo tiempo a mi amigo Daza con quien nos tomábamos un

tetrabrick de vino de vez en cuando y a Pilar, la hermana de Anamaría, que hasta entonces había hecho

de confidente de todas las áreas y ahora sólo se ocupa precisamente del tema araña.

“¿Y qué come?” le preguntó un día Pilar. Anamaría me esperó preocupada esa tarde porque no había

podido darle respuesta. Fue fácil encontrar que las arañas en general se alimentan de insectos, pero las

mismas fuentes mencionaban unas pocas especies vegetarianas. Imaginamos que le haría bien y le

dejamos pedacitos de tomate cortados en el borde de la ventana. No era un sitio que frecuentara, pero

tampoco encontramos cómo pegarlos al techo. Le atrajeron tan poco como la carne de soja que le

habíamos comprado a un vecino que andaba metido en un negocio de ventas multinivel de productos

naturistas y que terminamos por tirar luego de ese fracaso en nuestro último intento porque fuera

consumida. También sus bebidas favoritas quedaban en el dominio del secreta.

“Ojalá hablara más” dije yo. “A veces pienso que lo único que sabemos es que va a la escuela así

llueva o hago sol y que llega siempre a la misma hora”.

La tarde que no llegó a esa hora había tenido un final de cerveza-en-la-tienda y aunque mirábamos al

techo de vez en cuando mientras cumplíamos con los rituales de final del día, no hicimos ningún

comentario. Como sabía que por la preocupación tendría problemas para que el sueño me agarrara

intenté volver a dos novelas de Santiago Gamboa que alguna vez había comenzado, pero ni así pude

dormirme. Anamaría me pidió que dejará apenas la lucecita de la lámpara y dio la vuelta para dormirse,

pero yo le seguía escuchando esa respiración de despierta. Apagué la luz cuando no pude más con los

libros, es decir, en la página cuatro. La volvió a prender ella un rato después, dijo “Ya llegó”.

(nombre de la araña, que no recuerdo) estaba en una esquina de su techo blanco. Eran casi las nueve y

media de la noche.
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“Estábamos preocupados” le dijo. Nunca me gustó el plural pero era un plural justo. Me vengué a la

mañana siguiente, cuando yo regresaba a la cama después de encender el calentador, dije “Qué

nochecita nos diste”. No sé si Anamaría me escuchó o dormía o fingía. Era buena para fingir. Desde la

cama no vi salir a ninguna de las dos y ni siquiera quise dar ese salto que nos indica que el día

empieza. Anamaría estaba de mal humor como cada vez que no dormía bien, aunque se le iba pasando

a lo largo de la mañana, al menos si no tenía problemas en el trabajo.

Ese día tuvo problemas en el trabajo.

Pero la araña fue nuestro tema en las tres conversaciones que tuvimos por teléfono en las horas

siguientes. “Es Beto, que llama por lo de la araña” la escuché decir a uno de sus colegas, pero no dijo

“la araña” sino que la llamó por el nombre que le dimos cuando decidimos que la habíamos adoptado.

Aún hablábamos de ella cuando regresamos a casa (cerveza. Anamaría había escuchado decir que las

hamburguesas de El Corral las hacían de lombrices). Había entrado temprano. Siguió entrando

temprano y saliendo sin hacer ruido mientras yo tomaba el primer café de la mañana. Los fines de

semana los pasaba por el techo y a veces por los muros de la habitación, mientras nosotros hacíamos el

amor en el baño y en la cocina y en el corredor y una vez en el cuartico del tercer piso que servía de

lavandería comunal para todo el edificio.

“¿Por qué estamos haciendo el amor en el cuartico?” le pregunté a Anamaría que se acomodaba la ropa

y limpiaba con la manga la ventana, felizmente empañada por el calor de una secadora de los años

cincuenta.

“Por (nombre de la araña, que no recuerdo)” dijo. Su voz no era concluyente, como si esperara un

reproche.

Subimos con la ropa en dos canastas, una con lo que se había alcanzado a secar, otra con lo que no, una

pura cuestión de materiales. La araña estaba en el techo de la cocina. Corrimos al cuarto y cerramos la

puerta. No le puse seguro porque hubiera sido en extremo descortés.


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(nombre de la araña, que no recuerdo) no hizo comentarios.

Tampoco nosotros. Primero porque hay cosas que las arañas no comprenden y es mejor no enredarles

la cabeza con eso. Luego porque nos daba pena que ella escuchara, si es que escuchaba, que

hablábamos en voz baja. No está bien secretear delante de los invitados. Ni delante de los adoptados.

Por eso dejábamos las charlas importantes para cuando la araña estaba en la escuela y luego ya no

hablábamos ni gritábamos y tenía que ponerla la mano en la boca a Anamaría para que no hiciera

demasiado ruido y no es que ella no disfrutara de la sensación de ahogo, porque las cosas fueron mejor

por un tiempo, con la araña al otro lado de la puerta y Anamaría apretándome el cuello con mi corbata

hasta que me dolían los oídos, sino que me mordía la mano y entonces gritaba yo y luego venía una

larga discusión de voz baja y manotear en el aire.

“¿Y sí se da cuenta que manoteamos?”

Si se daba cuenta que manoteábamos y sobre todo que manoteábamos sin hablar iba a pensar o que se

estaba quedando sorda o que era todo por culpa suya.

La puerta estaba casi cerrada. Si (nombre de la araña, que no recuerdo) fuera un perro o un gato,

sabríamos si estaba mirándonos, pero con las arañas no es igual. O a lo mejor, pero de la manera cómo

nos ven las arañas no sabíamos nada. A lo mejor ella gozaba de visión térmica o podía sentir los

movimientos o tenía una maraña de ojos como las moscas para ver en todas direcciones. La noche que

la araña se volvió a meter de este lado de la puerta, me trepé en una silla para poderla ver de cerca. Ahí

noté que los ojos de las arañas no son como los de las moscas ni como los de los búhos ni como los de

las mariposas que los tienen en las alas, que son como ocho punticos de felpa brillantes de diferentes

tamaños y cada uno refleja o parece reflejar la luz desde varios ángulos. No es que no sean expresivos

esos ojos, sino que no es fácil saber cuál es la emoción real entre tantos punticos luminosos que no se

repiten nunca. Punticos entre los que trataba de ver a Anamaría, lo que sería una prueba de que desde

su rincón la araña podía verla, de que quería verla.


104

Y no fue fácil, porque era tarde y en cada ojo se veía la ventana y el reflejo de todas las luces de los

edificios del centro,

Y lo que vi fue que Anamaría se había quedado dormida con mi corbata alrededor del cuello. La cubrí

por eso de las corrientes de aire. Me acosté a su lado por eso de las explosiones en la madrugada.

Dormimos así, apenas separados, cada vez con más frecuencia.

Con el tiempo (digo “tiempo” para hablar de algunas semanas, un par de meses como mucho y suena

como si fuera tanto) los horarios de salida y regreso de la araña (no me acuerdo el nombre) se fueron

haciendo menos rigurosos pero siempre estaba allí en algún momento de la noche, viendo con alguno

de esos ojos como dormíamos como dos buenos amigos. Cuando el sueño era imposible, para mí

porque Anamaría se hacía la dormida de todas maneras, me quedaba mirando la araña y a veces me

parecía que crecía, que la sombra que la lamparita de lectura proyectaba en el techo se había ido

agrandando de a poquitos.

No tuve tiempo de comprobarlo porque un día (nombre de la araña, que no recuerdo) no regresó.

Primero a mí que a Anamaría, la incertidumbre se nos convirtió en un hecho aceptado. Ella empezó a

salir a trotar los domingos temprano para no quedarse mirando el techo. Luego almorzaba en casa de

alguna amiga. Entraba tarde y directo a la ducha, casi siempre unos minutos después de que yo me

despidiera, a dos pasos de la entrada del edificio, de Silvia, una compañera de trabajo que no hablaba

de arañas. En Junio devolvimos el apartamento a su propietario. Dejamos los muebles para quien

viniera después y sacamos en cajas las cosas que podíamos repartirnos. Había telarañas en las esquinas

de los closets, pero no eran esas cosas espiraladas que dibujan los niños sino montoncitos de mugre de

los que la gente se fuma en las cárceles revueltos con crema de dientes. No hablamos del temor

compartido de encontrar en algún rincón un cadáver seco con ocho paticas hacia arriba, dobladas como

quien se ha quedado esperando un amante.

Ahora veo a Anamaría una o dos veces por año, siempre luego de varias llamadas (suyas o mías) y de
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un par de citas frustradas a último momento (del lado suyo o del mío). Fue hasta la última vez que nos

vimos que se me ocurrió preguntarle si recordaba el nombre de la araña, pero en ese momento el

mesero trajo su capuchino y mi café y sin darnos cuenta cambiamos de tema.

En cambio recuerdo bien el nombre que le dimos a una hormiga que con mi hermana elegimos en el

solar de la casa de mis abuelos. Yo debía tener 10 años, ella uno menos. Mis tíos habían armado una

hoguera para asar la carne de un barbecue. La llamamos “Adelita”, tenía la cabeza roja y las

mandíbulas negras y lo que hicimos fue dejarla caer en los carbones todavía encendidos y luego, sobre

las brasas, entrecruzar palitos, que se fueron desmoronando con humo pero sin llamas. Los trocitos de

madera cayendo nos dieron la idea del desastre. El incendio de un pasaje comercial de cientos de

hormigas, algunas saliendo con esa tos que da el humo, agradecidas o llorando a sus víctimas.

Atrapamos algunas más, las metimos con cuidado por los lados de nuestra galería humeante. Luego

cambiamos de juego, algo que tenía que ver con las naranjas que se podrían porque eran amargas y

nadie quería comérselas o con las grietas que se formaban por el calor en las baldosas que mi abuelo

amontonaba en el solar.

Sólo a raíz de los sucesos que comenzaron el día de la explosión pude entender porque las arañas tigre

que tejían entre las ramas de mujicoy nunca nos llamaron la atención como juguetes, pero entonces

éramos niños y no teníamos de dónde comprender que con el tiempo íbamos a pagar el hecho de haber

ignorado esa belleza orgullosa de ocho ojos y ocho patas que nada tiene que ver con el resto de los

seres que viven en el mundo.


106

(My) Michelle

My Michelle metió la ficha, se escucharon los ruiditos de siempre y la aguja nueva salió por dónde

esperábamos que saliera. A la maquinita la llamábamos “El Refigerador” aunque realmente parecía un

monumento de talle mediana al horno microondas. Yo recogí la manga de mi abrigo y alisté el

torniquete. My Michelle preguntó qué diablos estaba haciendo

El caucho le daba vuelta a mi brazo, yo sostenía un extremo con una mano. El otro extremo lo tenía

entre los dientes pero lo solté para contestarle.

“Estoy inflando un globo de Hello Kitty” dije.

“No voy a inyectarme en la calle” dijo “es de mal gusto”.


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Hacía frío esa noche y habíamos esperado en el macdo de Strasbourg Saint Denis hasta la hora de

cierre porque a My Michelle le importaba lo suficiente su imagen como para utilizar un distribuidor de

agujas cuando aún hubiera gente en la calle. En cambio no le daba pena que la vieran con las putas de

la rue de la Lune.

“Están en varias calles, no sólo en la de la Lune” dijo ella.

“Lo que importa no es en qué calles están, lo que importa es que te vistes como ellas y te paras con

ellas”

“Es una cuestión de negocios” dijo “No quiero sacarte en cara que de ahí salió la plata con la que te

ayudé para tu cámara digital”.

Ya hablaré de la cámara gama media que había comprado esa semana en la Fnac. En cuanto al negocio

de My Michelle, lo que hacía cada final de tarde, desde eso de las siete, vestida con falda y casi

siempre unas botas azules, era pararse en alguna esquina de la rue de la Lune o de la rue Blondel. Si

era una mala noche, alcanzaba a contar hasta diez antes de que apareciera el primer cliente; si era una

buena noche, no alcanzaba a contar hasta dos. Era la única chica verdaderamente bella en todo el

Faubourg Saint Denis, pero sus tarifas eran impagables. Así que los clientes, resignados ante la

negativa de My Michelle a rebajar un solo euro y sin ganas de regresar a casa tan vacíos como habían

salido, negociaban con las otras damas. Por su trabajo de carnada, a My Michelle le tocaba una

comisión. A ella nunca nadie la tocaba.

“Algún día alguien te va a ofrecer lo que pides” dije. Ella respondió (otra vez) que era una cuestión de

negocios.

Con lo de sus negocios, My Michelle pagó al principio su cerveza y la mía. Luego su coca y la mía y

ahora lo que deberían ser nuestro primer viaje de H. Sus colegas le habían hablado, a lo mejor

exagerando, de la buena época de los shotrooms, cuando uno podía chutarse en paz en una silla
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cómoda y pedir un vaso de agua antes de volver a salir. Luego los shot rooms se habían convirtiendo

en un refugio de drogadictos y ya nadie había querido volver. Lo que hacíamos entonces, luego de

cambiar en el refrigerador las agujas que le habían reglado por otras nuevas, era caminar a lo largo de

la Rue du Faubourg Saint Denis buscando algún edificio con la puerta abierta o a alguien entrando que

nos dejara seguir tras él. Casi todos los edificios del barrio tenían esos inmensos patios comunes donde

a nadie le importaba quién entrara a pasar la noche. Nosotros no íbamos a pasar la noche, íbamos a

pasar el shot y luego nos iríamos, pero en la última semana un grupo de refugiados iraquíes había

acampado en un edificio de la rue du Paradis y la gente se aseguraba de cerrar bien las puertas y

cambiar los códigos de las cerraduras. Habíamos caminado tres veces desde el metro Sebastopol hasta

el Bulevar Magenta cuando vimos a un tipo frente a la puerta de número 62 del Faubourg. Lo

saludamos con cara de vecinos “¿Todo bien?”

“Ahí vamos, ahí vamos”

“¿Llegando del trabajo?”

“De donde una amiga, en el XIIIème. ¿Y ustedes?”

“Comiendo algo en el macdo, hay días en los que no nos dan muchas ganas de caminar”

“…”

“…”

“No recuerdo bien el nuevo código. ¿Lo pueden digitar ustedes?”.

My Michelle lo intentó cuatro veces. Los tres tuvimos que esperar hasta que entró un tipo. El que

estaba primero lo saludó como “monsieur Girard”. Monsieur Girard encendió la luz, los dos cruzaron

el patio y desaparecieron en direcciones opuestas.

“Debe creer que estamos buscando un rincón privado. Deberíamos tratar de no decepcionarlos” dije. El

“ja” que me lanzó como respuesta es el más ofensivo que he escuchado salir de una boca femenina.

Después de eso era inútil intentar acercarme y no iba a hacerlo para que me respondiera con un precio.
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“Me está diciendo que me vaya con él a Tánger” dijo My Michelle antes de inspirar con fuerza como

habíamos visto hacer a los que tenían experiencia. Le daba pena chutarse en la calle, pero era capaz de

chutarse de pie. La luz del patio se apagó en ese momento. Protegido del ruido del mundo por la

enorme puerta de madera del número 62, casi podía escuchar la agujita abriéndose paso mientras

pensaba en si My Michelle podría dejarme por un tipo que había conocido en la calle.

Habría que decir que en esa época por primera vez en la vida me sentía enamorado de dos mujeres.

Una de ellas era, por supuesto, My Michelle; la otra era Michelle, a secas. Las dos se distinguían

primero que todo por el my, pero esa era sólo la diferencia más notoria entre la chica con la que

habíamos estado chutándonos la noche del miércoles en el edificio donde vivía monsieur Girard y la

que a las diez de la mañana del jueves bajaba a abrirme la puerta en la Rue Bonaparte, Michelle

(estuve a punto de agregar el “my” cuando la saludé, el error hubiera sido imperdonable) tenía unas

ojeras enormes. Le pregunté si había trasnochado leyendo. Mencionó una poeta rusa desaparecida

misteriosamente de la que acababa de publicarse un libro póstumo. Lo había comprado en la Fnac. Yo

también había estado en la Fnac esa semana, tenía cámara nueva. Una digital que estrené esa tarde

cuando salimos a caminar. En la primera foto aparecía Michelle frente a un semáforo en el puente

Alexander III, que nunca me gustó por pretencioso. Para la segunda, Michelle se apoyó en el aparato

de botones al lado del monumento a los héroes de la Guerra de Argelia.

“¿Sabes cómo funciona?”

Lo sabía. Michelle lo había hecho un montón de veces. Uno tecleaba el apellido del héroe respectivo

para verlo ascender por la pantalla que cubría toda la columna derecha. Michelle Oprimió la L, luego la

U, aparecieron como opciones “Lula” y “Lupi »

“A lo mejor pongan pronto a mi padre. He enviado cartas a todo mundo” dijo Michelle.

En cada momento de su vida, uno tiene un motivo para levantarse. No es cierto, pero no está mal como

frase y se cumple en ciertas temporadas. El objetivo de Michelle en los últimos meses en los que la vi
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era lograr que el nombre de su padre fuera incluido entre los nombres que en lucecitas rojas subían por

las columnas del memorial. Casi siempre llegábamos a ese tema. A la falta de reconocimiento del

gobierno, a los tiempos duros que ella y sus hermanas tuvieron que pasar en la infancia que vivieron

en el suburbio de Monterau– Fault– Yonne y al hecho de que a sus hermanas no les importaba que su

padre no fuera recordado como lo merecía. Michelle me pidió que de todas maneras tomara la foto de

los apellidos entre los que pronto iría el de su padre. Terminamos la tarde en un bar de la plaza Clichy.

A mí no me gustaba como bar, me parecía anticuado. A ella sí. Yo pedí una cerveza, ella un jugo de

naranja. Hacía tiempo Michelle se había hecho el propósito de no tomar alcohol.

“Una cerveza no es alcohol” dijo.

“Ocho por ciento, eso es algo”

La publicidad que adornaba mi vaso decía tres por ciento. No iba a discutirlo.

“My Michelle está pensando en irse a vivir a Tánger”

“¿Se aburrió del dinero que le llega por abrir las piernas? En Marruecos no se lo van a permitir”.

“Tú qué sabes. Tú no conoces Tánger”

“Es igual. En Orán detenían a las putas”

“Tú tampoco conoces Orán ».

« Como si lo conociera. Toda mi vida me han hablado de Orán ».

“Ella no es puta. Ella trabaja como carnada”

“Debe aceptar algún cliente de vez en cuando”

“Si tú lo dices”

“No lo digo, pero se nota que te dolería que se fuera”

“Es una amiga que quiero”

“¿Por qué se chutaron juntos anoche o porque duermes con ella?”

“No he dormido con ella”

“Porque no has tenido el dinero. Si le ofrecieras lo que pide dormiría contigo”

“Puede ser, pero la respeto”


111

“Voy a tener que comenzar a cobrarte, entonces. A lo mejor así me respetarías”

A lo mejor lo decía en serio. Regresamos caminando a su casa. Acababa de arreglar sus libros y todavía

tenía mucho del mercado que su madre le había dado en Montereau dos semanas atrás. Nadie daría a

las Lumière un premio a mejores hijas, pero visitaban a su madre de vez en cuando y cada una tomaba

de la cocina materna lo que necesitaba, Mientras Michelle preparaba algo de tomar sin preguntarme

qué quería, pude mirar que en la nevera tenía yogur, cereal, pepinos y tomate. En la alacena había

salmón en lata y avena, pero, bendito sea Dios que reina sobre la tierra y las cosas, no vi por ninguna

parte leche de soya. Una de nuestras últimas discusiones había empezado porque yo había dicho que,

aunque le hiciera bien hasta a la última fibra de mi cuerpo, la soya me parecía repugnante..

“Toma” dijo Michelle, poniendo en mi mano el vaso helado de líquido verdeblancuzco que acababa de

preparar.

“Es leche de soya. Saludable”

Una cosa estaba clara, Michelle tenía serios problemas de memoria reciente si había olvidado nuestra

discusión. Yo en cambio no los tenía. Mientras la besaba en su sofá, en su cuartico de la Rue Bonaparte

(había tomado la leche, me lo había ganado), recordaba esa rutina de cien veces. Besarla, abrirle las

piernas por medio de una presión de mi rodilla entre las suyas, acomodarme justo en medio, luego el

cuello (lado izquierdo primero) mi mano sobre su ropa, etcétera, hasta ese momento definitivo en el

que ella levantaba su cadera y me permitía deslizar su pantalón. Estaba quitando el pantalón de su

tobillo izquierdo, siempre dejábamos para el final el tobillo izquierdo. Su sonrisa me dio la confianza

necesaria.

“Deberíamos intentar algo” dije.

“¿Algo?”

“Algo diferente”

“No te gusta como lo hacemos”


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“Me gusta, Michelle, pero deberíamos intentar algo”

“No entiendo, ¿Algo?”

“Algo diferente. Fotos o algo así”

“Me tomaste fotos hoy, ¿quieres verlas ahora?”

“No, quiero tomarte fotos ahora.”

“¿Ahora?”

“Sería algo nuevo” dije mientras ella ponía su mano derecha en su tobillo izquierdo.

“No voy a dejar que me tomes fotos desnuda” dijo.

Yo no estaba pensando en fotos desnuda, estaba pensando en fotos de los dos desnudos, de tipo de

fotos que todo mundo toma, que todo mundo se toma cuando juega los juegos que juega todo mundo.

Aunque cuando Michelle levantó de nuevo la cadera para que el pantalón le recorriera las piernas en

sentido contrario, ya había decidido que no diría nada, ella aún tenía algo que decir

“¿Por qué no le dices a tu putita que se deje fotografiar desnuda?”

Las cámaras digitales no hacen clic. Lo que sería una bendición para un trabajo de espionaje, termina

por arruinar toda la mística en una sesión de trabajo con una mujer desnuda. My Michelle, preguntó

eso, preguntó por qué mi cámara no sonaba .

“Así son estas cámaras”

“¿Te di todo ese dinero para comprar una cámara que ni siquiera suena?”

“Lo importante no es el sonido, es la óptica, los pixeles”

“Pues no siento que me estés tomando fotos” dijo y se recostó en el borde de la ventana de una manera

que me recordó un montón a Michelle recostada contra el monumento de Argelia la tarde anterior.

Sobre los techos se veía el arco de Saint Denis.

“Te las estoy tomando, ¿Quieres verlas?”

“Me da igual, con tal que aproveches el tiempo. No podemos quedarnos aquí toda la noche”
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Nos quedamos hasta que la memoria estuvo llena de fotos de My Michelle. Al otro lado de la puerta,

esperando que saliéramos, estaba una de sus socias. Imaginé que olería mal pero no olía a nada. El tipo

que entró con ella olía a cigarrillos. La mujer dijo que yo era guapo. Cuando bajamos por la rue de la

Lune hacía frío, My Michelle me pidió la chaqueta.

“¿Y si consiguiera el dinero te acostarías conmigo?”

My Michelle se río.

“Tú no me necesitas. Te acuestas con la chica linda, ¿no?”

Yo miré al piso, avergonzado como si en el hecho de que me acostara con Michelle hubiera algo de

traición.

“No te lo reprocho. Se ve que la quieres”

“Sólo preguntaba” dije yo. Me parecía de lo más injusto que My Michelle hubiera utilizado 'chica

linda' para quien venticuatro horas antes la estaba llamando 'putita'.

“Si tuvieras el dinero tendría que acostarme contigo. Es cuestión de negocios, pero algo se rompería

entre nosotros”

No creo que ella se diera cuenta de lo que había dicho. Lo que ella acababa de decir era la

confirmación de que aceptaría si alguna vez un cliente le ofreciera el dinero. Estiré los brazos para que

llegaran más adentro de los bolsillos. Llegamos a la rampa que baja paralela al búlevar de Bonne

Nouvelle. Esos veinte metros siempre me daban la idea de río. Si uno con el tiempo se aburre del Sena

y de caminar por el borde del Sena (y a todos termina por pasarles) no hay mejor sustituto en París que

la rampa donde termina la Rue de la Lune. Con el tiempo lo llamamos el muelle de “Bonne Nouvelle.”

“¿Pasó algo?”

“Nada”

“No dijiste nada más”

“¿Tenía qué?”

“Estabas hablando y no dijiste nada más”


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“Te vas a ir a Tánger con el tipo que conociste. Quisiera pasar una noche contigo antes de que no

vuelva a verte”.

“No lo tomes así. Tienes a alguien. Sé feliz con ella”.

Yo hablé como protagonista de una de esas películas reveladas con agua de rosa. Ella contestó como

una de sus colegas. My Michelle tenía más o menos mi misma edad, pero las putas, y para el caso, las

carnadas, tienden a hablar como abuelas sabias. Habíamos llegado al arco de Saint Denis. Mi idea era

comprar dos cervezas en lata en la tienda árabe de la esquina y tomarlas allí mismo. My Michelle me

detuvo jalándome el brazo que ya se había anclado en el fondo del bolsillo.

“Espera” dijo “Allí está el hombre de la silla de ruedas”

Mi miedo era ese, que con el tiempo My Michelle me tratara como al hombre de la silla de ruedas. Era

su amigo, eso había dicho alguna vez. Creo que además era su dealer, pero ahora me jalaba el brazo

para que no nos acercáramos.

“¿Le debes dinero?”

“No. Él me debe a mí, pero no quiero verlo”

“¿Por qué si es él el que te debe?”

“¿No te pasa que a veces no quieres ver a alguien?”

Estábamos de regreso en el laberinto de calles pequeñas que se forman alrededor de la rue de la Lune.

Las mujeres de las puertas, a esa hora en que si la noche había sido particularmente mala había que

bajar el precio, la saludaban levantando la mano.

“¿Te vas a ir a Tánger?”

Ella iba a contestar. Iba a decir que no, que no podría irse si yo existía, o que se iría, pero podría

visitarla en Tánger, pero sonó su celular. My Michelle miró la pantalla, el número la alegró y se alejó

hablando exactamente como si yo no existiera.


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También la noche que la conocí sonó su celular, pero lo que me llamó la atención no fue el sonido sino

la lucecita azul que parpadeaba, porque esa noche My Michelle tenía el cabello pintado de azul y

también las uñas y su falda terminaba en una banda azul. Cuando colgó tiró su cigarrillo para que el

asfalto se encargara de apagarlo. Me preguntó qué hacía a esa hora por la rue Saint Denis. Pura

pregunta para probablemente parar personal pensando prostituirse por poca plata. Yo había comprado

un enorme pan kurdo. Era el único sitio donde podría conseguir pan a esa hora. Le miraba las botas.

Eran unas botas que mostraban cierto uso, pero mi idea exacta en ese momento era que querría tener

esas botas azules cruzadas detrás de mi espalda.

“No hacía nada. Compraba pan.”

Mi voz debió molestarle, pero hasta donde yo sé cuando las putas preguntan “¿Qué hace por aquí”

están iniciando una charla de negocios. My Michelle era linda, pero para mí era cuestión de principios.

La maldita me dio la espalda. Yo seguí caminando casi hasta Les Halles antes de regresar. Volví a

encontrarla en una de esas puertas abiertas cubiertas de anuncios de venta de ropa para mayoristas.

“Regresaste”

Cuando una puta dice “Regresaste” está iniciando una charla de negocios. Yo mantuve el nivel.

“¿Cuánto?”
116

Nunca cambió esa cifra. No para mí. Puede que su truco fuera elegir según la cara y la ropa y el auto

de cada cliente una cifra tan alta que lo convenciera de que no podría pagarla pero que no llegara al

punto de espantarlo. La explicación y el término “carnada” no aparecieron hasta muchas charlas

después. Casi siempre comíamos en una cantina de antilleses en Château d'Eau, pero el día de la

heroína fuimos al Tong Fan, el lugar donde le habían propuesto huir a Tánger. Carolina Chang no

vendía cerveza y luego de una cena rica en picante, queríamos eso exactamente. Cuando My Michelle

amenazó a Carolina Chang con regar entre las chicas de la rue de la Lune el rumor de que en ese

restaurante le echaban colas de rata crudas al arroz nos expulsaron a la calle. My Michelle dijo que

como yo había pagado la comida ella pagaría la cerveza. Pensé en sugerirle un pago que me interesaba

más.

“Tengo algo mejor” dijo “espera aquí”.

Yo espere allí, en la rivera casi monzónica del bulevar Bonne Nouvelle My Michelle se acercó al

hombre de la silla de ruedas. Algo hablaron. My Michelle regresó sin cerveza, pero traía el puño

derecho apretado.

“Hay que buscar alguna puerta abierta” dijo “ y no confío en estas agujas”.

“Podemos cambiarlas en el refrigerador como todo mundo”

“No a esta hora. No quiero que me vean. Vamos al macdo mientras tanto”.

El último recuerdo antes del primer shot de mi vida, era que el brillo que se colaba en la oscuridad de

ese patio, se reflejó un segundo en sus ojos antes de que My Michelle los cerrara exactamente como si

se estuviera muriendo.

“¿De qué color tiene los ojos?”.

Michelle siempre quería saber cosas acerca de My Michelle, pero cuando una mujer tiene unos ojos

que valen la pena, siempre termina por ser difícil decir el color en pocas palabras. Decirle a Michelle el

color de los ojos de My Michelle me tomó un tiempo y no sé si fui claro.


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“¿Cómo los míos?” preguntó.

“Evidentemente”.

Mi respuesta, honesta e inocente, no le gustó a Michelle. Se puso de pie envuelta en una sábana y se

sirvió un vaso de jugo de naranja. Le pregunté por qué ahora compraba productos marca Eurito Feliz

(€).

“He tenido gastos”

“Libros, claro”

“Y compras. La semana pasada no fui a Montereau”

No sé hasta que punto Michelle podía dividir un presupuesto que debía alcanzar para dos personas. Era

extraño verla tomando un jugo barato. Michelle se sentó en la cama y acabó el vaso de un sorbo.

“Se va a ir a Tánger y ya. No sé por qué le das tanta importancia”.

“Porque somos amigos. No quiero que se vaya con un tipo que conoció en la calle”

“El tipo tiene dinero. Le dará una buena vida”

“¿Tú te irías así? ¿Con no importa quién?”

“No te importaría que me fuera si ella se quedara”

“No es cierto. Ella es una amiga y tú…”

“Yo soy la que no va a dejarte por irse con un tipo que tiene dinero”

“¿No?”

“No y sin embargo te apuesto a que cuando hacíamos el amor hace un minuto pensabas en ella”

“No pensaba en ella. Pensaba en ti”

“Pensabas en que te gustaría que yo fuera ella”


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Once de la Noche. Tong Fan. Carolina Chang ha olvidado la amenaza del rumor de las colas de rata

(crudas) o no le importa. Puedes golpear a un chino y él no te negará la entrada a su restaurante. Es eso

o la complicidad que nace de que My Michelle siempre trae a sus amigos. Se ha pintado otra vez el

cabello de azul. Michelle me cuenta de un novio suyo que se murió en un accidente de avión. Yo le

cuento que discutí con Michelle esa tarde porque creía que pensaba en ella mientras hacíamos el amor.

“Pero es cierto, ¿no?”

“¿Qué?”

“Pensabas en mí”

“No. Pensaba en una actriz” y le dije su nombre.

“No te creo. Ella es demasiado pura. Un ángel”

“Yo sé. Estaba con Michelle y pensaba en Michelle. Lo normal es que uno piense en la persona con la

que está”.

My Michelle sacó dos kronenbourg de su bolso. Carolina Chang miró desde el mostrador como si fuera

a decir algo, pero volvió a recostarse.

“Debes tener sed después de haber pasado toda la tarde con Michelle”

“Un poco”

“¿Es buena en la cama?”

“Normal”

“No deberías decir eso. No es elegante hablar de la mujer con quien estuviste”

“Tú preguntaste ¿Qué crees que hacen el tipo que te va a llevar a Tánger o tus clientes apenas dan la

vuelta en la rue de la Lune?”

“Mis clientes hablan de que no pudieron pagarme y terminaron con una de mis compañeras. A lo mejor

dicen que estuvo bien, puede que sean viejas pero saben hacer su trabajo. En cuanto al ‘tipo que me va

a llevar a Tanger, y no deberías llamarlo así porque sabes su nombre, probablemente dice lo mismo,

porque no nos hemos acostado.”

“¿Él se va con tus compañeras?”


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“A eso vienen todos, ¿No?. A eso venías la noche que me conociste”

“La noche que te conocí estaba comprando pan donde los kurdos”

“Aja”

“¿Aja?”

“Venías buscando una mujer”

“Es el mismo reclamo que me hizo Michelle cuando le conté que tenía una amiga en el Faubourg Saint

Denis. El hecho de que me hagas sus mismos reclamos va un poco en contra de tu política de no

parecerte a ella”.

“No tengo una política de no parecerme a ella”

“Tratas de no parecerte a ella. Ella hace lo mismo”

“La entiendo si le hablas de mí todo el tiempo.”

“Tenemos otros temas”

“Sí, me lo dijiste. La vida de su madre en Montereau, la petición para que el nombre de su padre sea

incluido en el monumento de héroes de la Guerra de Argelia. No suena muy interesante”

“¿De qué hablo contigo?”

“¿Conmigo?”

“Sí, ¿De qué hablamos cuando caminamos por el barrio o tomamos cerveza” dije tomando un sorbo de

la kronenbourg que My Michelle había traído.

“No sé. De la gente del barrio. De las peleas que te arma Michelle” dijo y tomó un sorbo

intencionalmente más grande que el mío.

“Exacto. Hablaríamos más de nosotros si supiera algo más de ti”

“¿No te parece muy redundante que el tema de una conversación entre nosotros seamos nosotros?”

“A lo mejor, pero estaría bien conocernos un poco”

“¿Para qué?”

“Somos amigos”
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“Los amigos no tienen que conocerse. Conoces todo de la vida de Michelle y sin embargo cuando estás

con ella, o sobre ella, o dentro de ella, piensas en mí, que soy una desconocida”

“Estaba pensando en ti porque te vas a largar a Tánger y nunca sabré más de ti”

“No he dicho que no voy a volver. Es algo temporal”.

Entonces se iba. Era verdad que se iba. Puse mi lata contra la mesa, un par de gotas de cerveza me

saltaron al rostro. Caroliina Chang volvió a mirar. Estaba leyendo lo que parecía ser una revista china

de chismes de celebridades. Durante los siguientes minutos varias frases demoledoras me rondaron la

cabeza, pero no llegue a decir ninguna.

Más tarde, otra vez en el patio de un inmueble donde alguien había dejado la puerta abierta, My

Michelle terminó por decir que lo sentía, que lo de Tánger era una posibilidad nada más. La discusión

que tuvimos fue tan tonta como sería que yo repitiera aquí la discusión que tuvimos, que terminó

cuando le dije que sobre todo no quería que se fuera sin que pasáramos una noche juntos, lo que claro

no quería decir una noche completa y ni siquiera requería que las cosas ocurrieran en la noche.

Michelle habría hecho un escándalo diciendo que estaba reduciendo nuestra relación a un asunto de

cama, pero a My Michelle le pareció lógico. Pensé que iba a besarme, que pasaríamos nuestro pedazo

de noche allí mismo o en las escaleras de ese edificio. Que iba a llevarme al cuarto de la Rue de la

Lune donde la había fotografiado.

“Tendrías que conseguir algún dinero” dijo.

“¿Cuánto?”

My Michelle repitió la cifra de siempre.

“No” dijo Michelle poniendo dos vasos de leche de soya sobre la mesa.

“Es un préstamo. Voy a pagarte”


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“No creo que me pagues. Todavía me debes lo que te presté para completar lo que la putica te dio para

la cámara, pero no es eso lo que importa. Lo que importa es que me estás pidiendo dinero para pagarte

una revolcada con ella”

“Michelle, dijimos que siempre íbamos a ser honestos, que si íbamos a tener algo teníamos por

empezar por admitir que como seres humanos nuestras debilidades”

“Nuestros lados ocultos”

“Tú lo dijiste”

“No. Tú lo dijiste. Tú dijiste que aceptaríamos nuestros lados ocultos”

“Lo dije por ti”

“Yo no tengo lados ocultos”

“Yo tampoco, por eso te pido el dinero y no te digo que lo necesito pagarme un tratamiento de

ortodoncia”

“No le importas. Ella va a irse”

“Tú vas a irte también. Algún día”.

“A lo mejor me quedo si cambias tu afición por las putas”

“No son las putas. Es ella. No quiero que se vaya a Tánger sin saber lo que es estar con ella.”

“A lo mejor no debe ser gran cosa. Técnica y ya”

“Aunque fuera sólo eso.”

“Aquí debería tirarte la soya en la cara. ¿Así de poco satisfecho estás conmigo?”

“Estoy bien contigo. Sólo digo que a lo mejor si accedieras a fotografiarte conmigo o a hacer el amor

en un callejón no tendría que buscarla”.

“No es cierto. No puedes decir que te obligué a buscarla si la conociste antes que a mí”

Sí, pero sólo un par de días antes. My Michelle y yo nos habíamos reído mientras conversábamos esa

primera noche y mientras caminaba hasta Châtelet para tomar el bus de noche, pensaba en ella. En una

de esas novelas fáciles de metro leí alguna vez que las cuatro de la mañana es la hora en la que se
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decide la noche, en la que los que están solos saben que han perdido la noche hablando con la mujer

que no los acompañaría a casa. Entonces yo ya me imaginaba que a pesar de ese presagio que es la

risa, nunca podría estar con ella sino le pagaba. “Es una puta y ya” me dije a la mañana siguiente

cuando luego de un sueño intranquilo etcétera; pero me pareció verla en una chica de la estación el

metro Vaugirard, leyendo en la revista Alba un concurso para resolver literariamente un caso policiaco

y luego comiendo un kebab en Belleville. Una mujer de abrigo tirando piedritas al agua frente a

Stalingrad también me la recordó. Esas fueron tres aproximaciones. Al final de la tarde la vi con dos

chicas en un picnic improvisado junto al Pont de Sully. Esta vez era ella y me acerqué como si nos

conociéramos de siempre.

“¿Michelle?”

Ella me miró. Su cabello no era azul, tampoco sus uñas, pero el color de sus ojos no dejaba dudas. Es

sorprendente lo mucho que te choca cada vez que te enteras que una amiga tuya a veces cobra por sexo

y lo poco que te extraña descubrir que una puta callejera tiene una vida distinta en el día.

“No te conozco” dijo ella. Comprendí el error que cometía al ponerla al descubierto frente a sus

amigas. Intenté cambiar el tema. Dije que lo sentía, que a lo mejor la había confundido con alguien.

Ninguno de los cuatro pensó en ese momento que yo la había llamado por su nombre. Ella fue lo

suficientemente amable como para presentarse y presentarme a sus hermanas. “Encantada, Justine”,

“Encantada, Juliette”

“¿Y tú te llamas?”pregunté.

“Michelle” dijo Michelle y bebió un sorbo de jugo de naranja. Sus hermanas tomaban vino, un

corbières barato. Si hubiera sabido que además le gustaba la leche de soya nunca me hubiera fijado en

ella.

No me hubiera fijado en ella sino se pareciera tanto a My Michelle a quien volví a ver un tiempo

después cuando ya un par de veces me había encontrado con las hermanas Lumière para tomar un

café. Esa Noche My Michelle tenía el cabello rojo. Jugué la carta de la sonrisa cómplice.
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“Hola, Michelle. ¿Cómo van tus hermanas?”

“No me llamo Michelle, me llamo my Michelle y no tengo hermanas.” dijo. My Michelle sonrió. Era la

sonrisa de quién no sabe de qué le están hablando.

Michelle dijo que me prestaría el dinero si se lo pagaba con intereses, pero que le tomaría un par de

semanas reunirlo, que a lo mejor llamaría a Justine o a Juliette. Las cosas con ella fueron mejor desde

entonces, aunque yo seguía viendo a My Michelle, todos los días. Había empezado a comprar cosas

para su viaje y cada día a eso de las siete, nos metíamos al taxiphone de un tal Said a averiguar datos

sobre Marruecos en Internet. Luego comíamos algo en el Tong Fan. Carolina Chang había estado en

Tánger y hablaba maravillas de la ciudad no le importaba que tomáramos cerveza y no le importaba

que a veces discutiéramos y a mí me parecía que My Michelle y yo podríamos vivir así por años,

encontrándonos para navegar en Internet y luego cenando pato a la naranja o raviolis de camarón y con

el tiempo me convencí de que no era tan necesario que llegáramos a acostarnos y con el tiempo My

Michelle, después de dar rodeos durante toda la cena y justo antes de que nos paráramos de la mesa,

terminó por darme una fecha para su viaje.

“Es pronto” dije. Me parecía que el mundo se había quedado callado en ese instante. Mire el calendario

chino que estaba colgado detrás de Carolina Chang que simulaba mirar hacia la puerta de la calle.

“Es muy pronto” dije. Si la vida fuera una película, My Michelle habría repetido “Sí. Es muy pronto” y

hubiera tomado mi mano entre las suyas y hubiéramos subido a su cuarto y habríamos hecho el amor

llorando. My Michelle se puso de pie, dijo que tenía que ir a trabajar, que nada cuesta tanto dinero

como cambiar de vida.

Algunos necesitan dinero para cambiar de vida, otros para pagarse una noche con la mujer que no van

a volver a ver. Trabajé duro, comí poco y no pagué metro esas semanas, lo que me representó
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cansarme, adelgazar y recibir dos multas. 48 horas antes de que My Michelle dejara París, aún no

había completado el dinero y Michelle, quien tendría que habérmelo prestado, estaba en una crisis de

llanto.

“¿Tú crees que vamos a estar juntos siempre?”

No era la pregunta que debería hacer en ese momento. A mí esa noche me interesaba completar el

dinero.

“No sé. Siempre hemos hablado de no pensar en el futuro”

“Tengo miedo”

“Yo también, me parece que has estado sacando cosas de tu habitación”

“Algo de orden, nada más”

Michelle me abrazó, intentó besarme. Es extraño que una mujer pueda rechazarte con cierta cortesía y

en cambio un rechazo masculino sea una humillación insalvable. Michelle me sugirió a los gritos que

dejara de pensar en “la putica de mierda que te va a dejar por un tipo detestable sólo por qué él le

ofrece más dinero”

“No se va por dinero” dije.

“Se va por el dinero. Todo este tiempo se ha acostado con el que le pague”.

Michelle había podido decirlo porque tenía rabia o porque era cierto. Bajé corriendo las escaleras. Odio

de las puertas parisinas que cuando uno tiene rabia y quiere huir el botón para abrirlas no funcionen.

Pensé que Michelle bajaría a buscarme. Se asomó a gritar por la ventana.

“Podría hacer el amor mejor que ella, pero como no es eso lo que quieres, pasa mañana temprano por

tu dinero”.

Mi teléfono timbró cinco minutos después. El identificador señalaba (My) Michelle.

“Michelle”

“My Michelle” dijo la voz al otro lado. Estaba calmada, debí suponer que para haberme llamado tan
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rápido debía ser My Michelle. Estaría en el Tong Fan en media hora y quería verme. Allí se despidió de

Carolina Chang. Le dijo que iba a estar fuera unos días. Luego me pidió que me diera una vuelta

mientras arreglaba algo con el tipo de la silla de ruedas. Me paré en la rampa. Las despedidas necesitan

algo de tren o de mar. Cuando volvimos a encontrarnos tenía un billete de doscientos euros, que no le

importaba exhibir en medio de la calle. Dijo que nos divertiríamos y es cierto que nos divertimos esa

noche, que tomamos el metro hasta Bastilla y tomamos una cerveza en cada bar de la rue de la

Roquette y luego en cada bar de République y luego no encontramos una sola maquinita de agujas para

chutarnos por segunda vez. A las cuatro de la mañana estábamos otra vez en la rampa de Bonne

Nouvelle compitiendo por el título de cuál de los dos vomitaba más lejos. Había tratado de besarla

hasta eso de las dos. Luego no importó más. Después de que ella acabó de vomitar (parecía que yo iba

a vomitar por siempre) hubiera podido besarla o no, estar con Michelle o My Michelle, por qué estaba

llorando y en eso se parecían tanto. Eso no lo había entendido esa tarde, que eran la misma cuando

lloraban.

My Michelle dijo “No quiero irme” y comenzó a bajar por la rampa, luego dijo “Cuatro de la tarde”.

Caminó hacia el arco de Saint Denis. A lo lejos veía la silueta del hombre de la silla de ruedas.

My Michelle había dicho “Cuatro de la tarde”. A las once de la mañana estaba golpeando en el

apartamento de Michelle sin que nadie contestara. El problema era doble, por un lado yo suponía que

Michelle también me estaba dejando, por otro necesitaba conseguir antes de las cuatro el dinero para

pagarle a My Michelle. La esperé hasta mediodía, primero en la puerta de su estudio, luego frente al

edificio. Llamé a una docena de conocidos que no quisieron prestarme el dinero. El anuncio de “(My)

Michelle” volvió a iluminarse en mi celular.

“My Michelle”

“Michelle. Puedes guardar el ‘my’ para tu amiguita la viajera”

Me guardé un insulto para mi amiguita la desaparecida.

“Te he estado buscando. Necesito el dinero para las cuatro”


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“Para antes de las cuatro. Si ella se va a las cuatro necesitas una hora al menos para que la inversión

valga la pena”

No había pensado en eso. Era casi la una.

“Iba a vender la cámara. Estoy frente a un Cash Express”

No era cierto, la idea se me acababa de ocurrir. A lo mejor había un Cash Express cerca.

“No te van a dar nada por esa cámara”

“Puede que siendo su última tarde, My Michelle me haga una rebaja”

“No sueñes. Te voy a prestar el dinero”

“¿Me vas a prestar el dinero para pagarle?”

“Te lo voy a prestar. Si quieres gastar tus ahorros de meses y quedar debiendo para revolcarte con una

puta, es tu problema”

Me guardé un segundo insulto.

“Ven a mi casa, ¿En qué metro estás?”

“Étienne Marcel”

“No hay un Cash Express en Etienne Marcel. Debe estar más cerca de Sebastopol”

“Eso”

“No muy lejos de su trabajo. ¿Esperabas conseguir el dinero mientras caminabas cinco calles”

“No importa” dije “Ya lo conseguí”.

Llegué a la una y media. Intenté llamarla a la una y cuarenta y cinco. Comencé a tirar monedas a su

inalcanzable ventana a las dos. Aproveché que alguien abrió la puerta del edificio para subir a las dos

y quince. Golpeé la puerta de su casa a esa misma hora. Le di patadas (a la puerta, pero si Michelle

hubiera estado, hubiera sido a ella) hasta las tres y cinco, cuando una vecina joven en bata de colores

amenazó con llamar a la policía si no me largaba. Dijo que la muchacha había salido desde temprano.

Lo que en primer lugar quería decir que no me había llamado desde su casa; en segundo lugar que me

había hecho ir hasta allí sólo para alejarme de la Rue de La Lune y en tercer que My Michelle se iba de
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París en menos de dos horas y yo no tenía un peso para pagarle. Le vendí mi cámara en Châtelet a un

turista japonés que me pagó en dólares. Dependiendo de la relación dólar/euro, la suma del pago por la

cámara y mis ahorros estaba justo por encima o justo por debajo de lo que me había pedido My

Michelle. Tenía diez minutos a mi favor cuando bajé del metro en Strasbourg Saint Denis. Tenía diez

minutos en contra cuando salí de la estación luego de firmar la multa que un controlador me acababa

de poner por viajar sin tiquete. Los letreros me pasaron rápido mientras me acercaba a la Rue de La

Lune. Macdonald's. Monoprix, Gilbert Jeunne. Tong Fan Traiteur Asiatique. Bureau de change.

¿Lo recuerdas, my Michelle?. Comprábamos cerveza en el Monoprix, salíamos del macdo a chutarnos

y allí me dijiste que te irías. Donde estés ahora, porque para mí Tánger no es una ciudad de Maruecos

sino la ciudad donde estás porque a lo mejor no es en África es en otra parte. ¿Piensas a veces en

Carolina Chang?, ¿En el Arco de Saint Denis que se veía desde la ventana de tu cuarto? ¿En que las

pobres puticas de la rue de La Lune y de la rue Blondel y de Sebastopol pasarán hambre en este

invierno porque los clientes ya no van a buscarlas si no estás?

Era casi medianoche. Seguía mirando los taxis desde el muelle de Bonne Nouvelle. Al principio pensé

“No sé cuántas horas llevo aquí”. Las puticas ya parecían desamparadas, algunas me saludaban. Allá

va el amigo de My Michelle, debían pensar. Ninguna era linda. Había al menos una joven. O no joven,

pero menos vieja que el promedio de la calle. Su tarifa era tan ridícula que le dejé un par de euros de

más. No fue gran cosa. Hasta Michelle lo hacía mejor que ella. Cuando volví a salir hacía frío. El

hombre de la silla de ruedas estaba estacionado bajo el arco. A lo mejor podría conseguirme una

cerveza. A lo mejor podría conseguirme algo que pudiera fumarme. Crucé la avenida sin ver si venían

barcos. Fue la primera vez que me di cuenta que a esa hora no hay palomas bajo el arco de Saint Denis.

Cuando me vio acercarme, el viejo de la silla comenzó a avanzar, el rechinar de las ruedas y el ruido

que hacían los papeles y las bolsas de KFC y macdonald´s cuando el viento las arrastraba por el piso,
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apagaban el ruido de las olas. Para ahorrarme el acto de cortesía que supondría darle la mano, me

encogí de hombros como si hiciera frío. Al viejo no le importó. Tosió y escupió al piso antes de hablar.

“Michelle dijo que usted vendría”

“My Michelle, querrá decir»

«Eso. Yo le dije que no creía que viniera, que usted siempre me había mirado con asco. Que siempre la

enviaba a ella y no se acercaba”

“No es cierto. Era ella la que nunca quería que me acercara.”

“Eso tampoco importa. My Michelle le dejó algo”

«¿Una carta?»

«Una foto. Dijo que a usted le gustaban las fotos. Es extraño que sea yo el que se la entregue, pero no

le diría a ella que no. Dijo que le escribiría desde Tánger”

“No va a escribirme”

“Pienso lo mismo. Le estoy diciendo lo que ella me dijo. Estuvo esperando un dinero suyo. ¿Una

deuda?”

“No una deuda. Un negocio”

“Ahórrese los detalles. Ya tiene la foto y está tan seguro como yo de que no volveremos a saber de ella.

No me parece mal como final”.

“Habría querido verla.”

“Ella también. A usted le dejó una foto. No me dejó nada ni a mí ni a sus hermanas”

“My Michelle no tenía hermanas. La que tenía hermanas era Michelle”

“Eso”

No dijimos nada. El hombre dejó rodar su silla algunos centímetros.

“¿Usted tampoco conoce al hombre con el que se fue?” dije.

“De vista. Debería habérmelo presentado”

El hombre dejó rodar su silla algunos centímetros más. Me di cuenta que a pesar de todo, para My

Michelle yo estaba al nivel de su dealer.


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“¿Eran amigos hace mucho tiempo?” pregunté. El hombre soltó un “Ja!” que se parecía tanto al de

Michelle como al de My Michelle. Sólo hasta entonces me di cuenta del detalle.

“Me dijo que se lo había contado”.

“No. No me contó nada. Supongo que ustedes eran o alguna vez fueron amantes. No sé si quiera saber

el resto”

“Quiere saberlo. Siempre que uno dice ‘no quiero saberlo’ termina la frase en un silencio que quiere

decir exactamente lo contrario”.

En la Rue de Blondel hay un café que ostenta en su anuncio un “RESTAURANTE” que no

corresponde a un lugar donde no sólo no sirven comida sino que ni siquiera puede entrar cómodamente

una silla de ruedas. Fue allí donde Jacques Lumière y yo nos emborrachamos hasta la madrugada. Fue

allí donde me contó del accidente con una daga que, convertido en gangrena, le había costado una

pierna en la Guerra de Argelia, de la llegada a Francia como un veterano inválido por su propia culpa

que había tenido que contentarse con un apartamento en un HLM de Montereau donde vivía con su

esposa y sus tres hijas, una de las cuáles contaba por dos. Luego el negocio de ofrecer en la calle

volantes para las ventas de videos X, luego el más próspero de ofrecer a la gente del barrio lo que

pudiera necesitar.

“Usted sabe” dijo. “Está el dinero, pero también podía estar cerca de My Michelle y de vez en cuando

arreglar con alguien para que la cuidara de los tipos que creían que ella bajaría su cifra”.

Jacques se rió del propósito de incluir su nombre entre los héroes de Argelia “Ni siquiera hubo héroes”

dijo. Cuando nos sacaron del bar me pidió que lo dejara bajo el arco. Prometí que lo visitaría para

emborracharnos otra vez, pero desde entonces paso poco por el barrio.

“Tengo otra cosa para usted” dijo cuando yo ya caminaba hacia el metro. A esa hora ya había tanto

ruido que no se escuchaba el sonido de las ruedas.

“Es una carta de Michelle Lumière. Recíbala por favor, pero no me pregunté cómo fue que una

muchacha decente, le dejó un encargo con un viejo inválido de la rue Saint Denis”
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“Siempre me negaste que la noche en que la conociste recorrías la Rue de la Lune

buscando una puta. No te creí, pero a lo mejor era cierto y hasta podría perdonártelo. Sólo

que salió mal. Te fijaste en la única puta que no podías pagarte y en lugar de ir con una de

las otras te dio por obsesionarte y la primera vez que me hablaste en el río era en ella que

pensabas y cada vez que estábamos juntos querías que yo fuera ella. Por eso no voy a volver

a escribirte. Viajo a Berlín, voy a pasar un tiempo allí. Lamento no despedirme, pero no

hubiera soportado que una vez más hiciéramos el amor mientras querías que me moviera

como creías que ella debía moverse. Ahora pienso que lo mejor habría sido que hubieran

estado juntos. Así te hubieras dado cuenta que no habría sido gran cosa, que no por ser su

último cliente en París habrías sido algo más que un cliente. Uno entre tantos, entre muchos.

(Tu) Michelle”

Y había firmado así, con un “Tú” extra, como si justo por la época en que la una se fue para Tánger y

la otra para Berlín, Michelle y My Michelle comenzarán a sospechar los lazos que el viejo Jacques

Lumière y yo conocíamos de sobra.

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