Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
Libro I
Ricardo Abdahllah
La daga y la playa...........................................................................................................3
2
Cameron.......................................................................................................................13
Vals vienés....................................................................................................................28
Día de Mercado ...........................................................................................................50
Calugăriţa ....................................................................................................................58
Melun - Milán...............................................................................................................63
Mi mamá me ama.........................................................................................................70
La Visita .......................................................................................................................82
Las dolorosas..............................................................................................................100
Adelita........................................................................................................................115
(My) Michelle.............................................................................................................123
3
La daga y la playa
Cuando Michelle me decía “Llévame a la playa a comer galletitas” no podía decirle que no. Era la
manera de decirlo, tal vez, o el hecho de que me había acostumbrado a nunca decirle que no. Ahora,
en este pisito del barrio europeo, estábamos más lejos del mar. Eso quería decir que la caminata era
más larga y más grande el riesgo de que me encontraran. Y a pesar de todo, yo terminaba por salir.
Él miraba por la ventana cada vez más y cada vez pasaba más tiempo en la ventana. Al principio era
sólo un vistazo. Saber que no había nadie. Luego hasta un cuarto de hora, desconfiando de los que
caminaban despacio por el andén de enfrente. Luego media hora porque le parecían también
sospechosos quienes pasaban por nuestro andén. Hasta que de repente, como si reuniera fuerza para
hacerlo, tomaba aire y decía que saliéramos, que íbamos para la playa.
Pero yo no esperaba por esperar sino para asegurarme que nadie estaba esperándonos; que el tipo de la
esquina con un cigarrillo interminable o el que pasaba varias veces en una de esas bicicletas azules
destartaladas que abundan en Tánger, no era uno de ellos o alguien que ellos habían enviado y que
Y no, nunca pasaba nada. Como en todas las ciudades nadie era más que un transeúnte.
Bastaba decirle “Bueno, vamos a la playa” para que estuviera lista en un instante y no porque lo
estuviera, porque si no había playa se quedaba durmiendo todo el día). Dos segundos después,
Él miraba para todos lados en cada piso alargando el cuello para ver más lejos.
Uno no sabe, puede que justo junto a la puerta alguien estuviera esperando que abriéramos.
4
Entonces todo era de nuevo como al principio, como cuando llegamos al atardecer en un ferry que
Yo dormida. Él siempre me decía “¿Cómo pudiste estar dormida cuando podías haber visto tu primer
atardecer africano?”.Pero Tánger no parece África. Hay dos Áfricas y Tánger está en esa en la que uno
nunca piensa.
En esos días nunca nos faltó la playa. Allí comíamos galletas acompañadas de una versión barata del
moscatel que vendían bajo el nombre más bien pomposo de “Miguel Castillo”. Al frente de nosotros
estaba Europa, una sombra que desaparecía cuando el resto del mar se hacía sombra también. Después
tomábamos un té de menta en el café de Mohamed, frente al puerto. Ese Mohamed no era el Mohamed
del Café Derrazine, pero casi todos los dueños de café en Tánger se llaman Mohamed. Debe ser un
requisito “Buenos días, quiero un permiso para abrir un café” “Muy bien, ¿Cómo se llama?” “Saïd
Fayyad” “¿No se llama Mohamed?” “No, me llamo Saïd” “En ese caso lo siento pero no podemos
darle la autorización” Este Mohamed era un viejo que había vivido en España por un montón de años y
Ese fue el primer lugar al que no volvimos porque él decía que si venían a buscarlo lo preguntarían en
los cafés del puerto. La idea se le metió en la cabeza un final de tarde cerca en Borg El Bamou. Había
un par de chicos fumando chocolat, sentados sobre esos cañones que todavía apuntan hacia el mar, se
diría que sin perder la esperanza de una invasión, de que llegarían barcos enemigos antes de que el aire
¿Quiénes?
No parecen marroquíes.
Tú eres una mezcla de argelino con quién sabe cuántas razas, pero ellos no son de aquí.
A mi me parecían marroquíes pero no hizo caso y nos fuimos de ahí sin ni siquiera acabar el vino que
llevábamos que terminó en manos de otro grupo de chicos fumadores que encontramos bajando hacia
el puerto y debieron ponerse felices con ese medio tetra brik de Miguel Castillo que les cayó del cielo.
No tomé vino en esos días. Me alteraba los nervios. Michelle tuvo la prudencia de no pedirme playa
por un par de semanas. Luego volvió a hacerlo. Compramos otra vez vino y galletas. Entramos a la
medina. Mohamed, no el del café de puerto, sino el del Derrazine estaba feliz de vernos.
“Un poco ocupados” dijo. Lo miré como diciendo que no era cierto; pero insistió y empezó a contar
todas las cosas que había estado haciendo. Él, que no hacía más que mirar por la ventana y yo, que no
hacía más que mirarlo mirar. Mohamed le creyó todo. Comimos dos sandwichs de media mañana y
llevamos dos más para la playa. Mohamed nos regaló un plato de frutillas de postre. Cuando salimos le
“Hay que cuidarse” dije “No me gusta que Mohamed sepa lo que hago”.
“A mí me gusta la medina, pero desconfío de las callejuelas, de que uno nunca sabe dónde va a salir”
dije.
“Ya no. Si vienen a buscarme no quiero huir sin saber hacia dónde corro” dije.
La daga no era de oro pero lo parecía. La había comprado cerca de la Iglesia Católica de Tánger para el
amigo que lo había sacado del mar una tarde que se estaba ahogando en Marsella. Le encantaba contar
la escena de entrega de la daga (pero esa escena sólo sucedería si algún día regresábamos), poniéndola
en las manos de su amigo, diciéndole “de guerrero a guerrero de sangre a sangre”. La tarde de los
muchachos que fumaban, la daga dejó de ser un futuro regalo porque decidió que la llevaría consigo
por si acaso. La guardaba en el calcetín izquierdo, a lo mejor porque era el más largo, y se veía que era
incómodo llevarla ahí. No me preocupaba que le incomodara; me preocupaba que la daga se estaba
oxidando. Pensé en el tipo sin piernas que se quedaba en su sillita de ruedas bajo el Arco de Saint
Denis, que sino fuera por ese tipo sería el arco más lindo de París. Lo conocía bien. Al tipo, no al arco.
Era uno de los que cuidaba a las chicas de la rue Blondel También era el dueño de varias habitaciones
de la rue de la Lune. No sé si me contó alguna vez cómo había perdido la pierna derecha. La izquierda
la había perdido en un accidente con una daga oxidada. Yo no quería andar por Tánger empujando la
sillita de ruedas de otro tipo sin piernas. Fue por eso que desarmé la daga, quitándole la hoja y
guardando sólo la empuñadura dentro de la funda. Nunca lo notó. Se sentía protegido creyendo que
llevaba su daga (¿cómo “protegido”?. Jamás iban a buscarlo en Tánger) y nunca iba a ocurrir el
accidente, nunca iba a tener a mi lado a un tipo horrible como el hombre del Arco de Saint Denis.
“No, no lo recuerdo”
7
“No me acuerdo” dije y no me acordaba y no entiendo por qué ella me había preguntado si conocía a
un tipo sin piernas cuando estábamos frente el mar y un minuto antes estaba radiante. Le pasaba eso.
Cada vez que veía el mar era como si lo viera por primera vez. Como el invierno terminaba y la playa
se había convertido en una cancha de fútbol con cien, mil partidos al tiempo. Buscábamos un rincón no
tan cerca de los futbolistas para extender la manta y sacar el vino y las galletas mientras los vendedores
se acercaban creyéndonos turistas y luego nos saludaban sin ofrecernos nada. Con los últimos
jugadores de la tarde conseguimos un poco de chocolat. Era difícil encender la pipa con el viento del
mar. “Tanto que le di a esto en la rue Saint Denis” dijo “estoy perdiendo la práctica”. Fumé hachís por
primera vez. Como siempre mis primeras veces eran tan posteriores a las suyas.
Eso eran las calles alrededor del Arco de Saint Denis, las negras enormes que esperaban en los
pórticos. No sé que habría sido de Michelle si no nos hubiéramos encontrado. Si lo que quería era
pasar toda su vida en los pórticos. Yo pensaba en el invierno, en el frío de las noches del invierno. En
esas dos o tres noches por año en las que cae lluvia helada y el suelo se congela.
“¿Qué?”
“El calor” dije. Buscábamos un poquito de calor cuando fuimos al restaurante, porque ese sería un
invierno duro y el frío ya había comenzado y él, buscando calor para los dos, me llevó al restaurante de
Carolina Chang en la rue Bonne Nouvelle y comimos cerdo cantonés y me dijo que nos íbamos a vivir
a Tánger.
Y ella se atoró supongo que por la emoción y mademoiselle Chang pensó que la comida estaba
“No. Extraño para un restaurante oriental” dije. Michelle tomó el último sorbo de Miguel Castillo. La
playa estaba llena de basura pero le pareció de mal gusto seguir ensuciando, así que tiramos el tetra
brick en una caneca llegando a la comisaría. Los presos nos pedían cigarrillos por las rejas. Michelle
Luego fuimos al café del puerto. Mohamed, el que había estado en España no el otro, siempre nos
servía un te muy caliente y un vaso para enfriarlo. En ese mismo sitio nos habían tomado el primer té
“El mismo”.
Algo me quedaba de chocolat, hubiéramos podido fumarlo allí mismo, en el café, pero frente a la
comisaría y cerca de la entrada del puerto, podía venir un policía. No nos llevaría con él, no era tan
grave como tomar vino en la calle, pero nos lo quitaría.Pudo ser eso, pero pudo ser también que
hablábamos de la época en que nos conocimos cerca del Arco de Saint Denis, cuando solíamos hacer el
amor detrás de cualquier puerta abierta y entonces empecé a pensar que podríamos volver a casa y
hacer el amor toda la noche como ya nunca lo hacíamos o caminar hacia la medina y buscar un
callejón, una pared falsa y volver a encontrar al final el encanto de las manchas en su vestido que
Michelle quería siempre entrar a la medina y comenzamos a subir, a perdernos en los callejones. Ya no
quedaban a esa hora más que los últimos pasantes en esos trajes como de monje o de fantasma, sino es
que eran monjes o fantasmas porque aparecían en cualquier esquina y nunca contestaban un saludo. La
luz del Café Derrazine estaba encendida, “Mohamed tendrá abierto hasta tarde” dije “podemos volver
9
Habíamos caminado un rato más cuando se paró en una escalerita de tres peldaños para besarme. Los
Yo no quería parar en Borg El Bamou pero allí terminamos, sentados en un murito junto a los cañones.
Michelle fumó primero. No sé si el chocolate me había hecho efecto, yo diría que escuchaba mejor el
mar, que veía el óxido que pasaba la lengua carrasposa por los cañones. Yo diría que todo estaba en
paz.
“Jamás”
No había manera de verlos bien. Yo diría que eran los mismos, que no parecían marroquíes, pero no
Lo que él me dijo fue “Corre”. Salté del murito y comencé a correr y él corrió dos pasos atrás. “Vamos
hacia el café de Mohamed, que debe estar abierto” dijo él o pensé yo. Sabía que íbamos por buen
camino cuando salté la escalerita de tres peldaños en la que me había parado para besarlo.
Sabía que estábamos perdidos cuando nos encontramos por tercera vez con la escalerita. Aún habría
podido correr más rápido que Michelle, pero no quería que se quedara atrás, por eso no me adelanté a
10
pesar de sus gritos de insistencia. Confiaba en que ella encontraría el café de Mohamed, en que ella
Yo trataba sobre todo de pensar sin dejar de correr. Sólo necesitaba detenerme un segundo para
ubicarme. Entonces vi una esquina que conocía bien. En dos pasos, el anuncio del Café Derrazine. En
tres pasos la luz apagada, la puerta cerrada por fuera y asegurada con cadenas.
Recuerdo el momento de la manera más simple, la luz estaba apagada. Michelle dejó de correr.
Lo miré, tenía los ojos tan abiertos y detrás de él, al final de la calle.
Y la luz del café apagada y Mohamed siempre nos daba frutillas como postre. La puerta cerrada por
fuera.
Podían ser monjes o fantasmas o un par de chicos que iban fumando por ahí.
Entonces pensé en la daga. Sabía cómo manejarla. Si habían venido hasta Tánger para buscarme iban a
tener que dar la pelea. Cuando la saqué de mi calcetín, noté que la empuñadura estaba extrañamente
liviana.
No sé cuál de los dos dio el primer paso. Tal vez eran sólo tipos del lugar.
La empuñadura estaba extrañamente liviana. Yo recuerdo esto de Michelle Lumière: Ella tenía esa
cierta manera de decir “llévame a la playa a comer galletitas”. Yo nunca podía negarme.
11
Cameron
Decir que soy feo sería una exageración del mismo tamaño que decir que no lo soy. Tengo una nariz
que calificaría de “aguileña” si estuviera seguro que esa palabra que he escuchado tanto sin saber su
significado encaja para el pico de águila que tengo en medio de la cara. Con lo que está alrededor de
esa nariz me va un poco mejor. El hueco del diente que me falta está bastante atrás como para que
alguien pueda notarlo y mis ojos y cejas tienen ese encanto que puede ser lo único que le heredé a mis
lejanos ancestros libaneses que, como todos, cruzaron el océano para vender telas. En cambio el
cabello, que me alcanzó para un afro de ocho centímetros de radio a principios de los noventa, se ha
ido cayendo y ahora tengo un hueco en la coronilla que hace pensar en los strigois y en los monjes de
la colonia. Me ayuda que esa tonsura se eleva a casi uno noventa del suelo y aún no es notoria, excepto
Es decir, soy alto, lo que en general es una ventaja. También soy flaco, lo que puede serlo o no.
También tengo una barba dispareja que, por poco densa, es fácil de arreglar.
Decir que soy bello también sería una exageración, pero al contrario de lo que nos esforzamos en
demostrar, las cualidades humanas se ven desde afuera en blanco o negro: uno es bello o no lo es.
Yo no lo soy, Luiza sí. Por eso mejor hablo de sus defectos. Los dedos de sus manos que son
demasiado cortos; o los tobillos demasiado salidos en los que nadie se fija no sólo porque están casi
12
siempre escondidos sino porque en la vida le tocó el lado de la belleza. De ahí que antes de que
tuviéramos carro se quejara por ejemplo de que en su última salida de amigas no había podido
despegarse de un tipo o una tipa que se había puesto a conversarle en la fila del baño.
No podría decir, cuestión de prudencia pero también de juicio, que para el camino que se había abierto
en la vida le había servido su físico. Gano un poco más que ella, pero Luiza consiguió su trabajo
gracias a alguien que conoció esperando un taxi.Yo pasé un centenar de hojas de vida. En el mundo
Hay un punto en el que uno lo asume y deja de quejarse. O de pensar en eso. Todo mundo sobrevive
hasta llegar a ese punto, pero uno preferiría sobrevivir con menos golpes. No creo que en el colegio
Luiza fuera más mezquina de lo que son todos los niños, pero debió tener admiradores y cuidar la
manera cómo subía las escaleras para evitar que sus compañeros se quedaran mirando por debajo de la
falda y luego almorzaran de afán para encerrarse en el baño pensando en ella. Eso hacía yo pensando
La primera chica que vi desnuda era una hippie que usaba muñequeras tejidas para cubrir las marcas
superficiales que
le había dejado un intento de limarse las venas. No era bonita. Tuve que utilizar mi mano derecha para
terminar, como volvió a pasarme y, como ha vuelto a ocurrirme. Tanta expectativa no había valido la
pena. Habría sido diferente si mi primera amante hubiera sido Luiza, pero si nos hubiéramos conocido
en el colegio nunca habríamos estado juntos. Ella se parecía a las chicas por las que pagué clase de
baile, que, a la hora de las fiestas, terminaban con mi mano extendida y un cortés, “estoy cansada”, que
casi siempre se repetía, dos o tres piezas después,cuando regresaba para preguntar si el descanso había
sido suficiente. Cuando alguien aceptaba bailar conmigo, lo hacía sin emoción. Hugo Rodríguez me
cantaba después “El baile del cadáver” para burlarse de esa falta de interés, que se les notaba todavía
Luiza aprendió porque nunca le faltaron parejos. Creo que nunca bailamos juntos antes de haber
pasado una noche juntos, pero tendré que preguntárselo más tarde porque ahora duerme. Cameron
también. La idea de que dejaría de despertarse con hambre o con frío siete veces en las siete horas que
hasta su llegada duraban las horas de sueño en nuestra casa, ni siquiera se nos había ocurrido hasta que
hace un par de semanas,después de comer, cerró los ojitos y no volvió a abrirlos hasta la mañana
siguiente. Lo repitió dos noches después. Ya debe ser un hábito que, si no se vuelve enfermera,
cantante de rock o salsa, pintora alcohólica, policía del turno de la noche (sobre todo eso no) o adicta al
“Los ojos son tuyos, como si te los hubiera sacado por la noche, los hubiera dejado en aguasalada y se
Luiza, que miraba a Cameron, no notó la cara que hice luego de la confirmación de lo que yo había
estado pensando desde que crucé la puerta de la habitación donde un mensajero acababa de dejar un
ramo de flores. La tarjeta, que yo mismo había escrito, decía “Para Cameron, la inesperada”, porque
hasta el último momento habíamos creído que sería un niño. Cameron no estaba entre los brazos de
Luiza, sino a su lado envuelta en trapitos con dibujos de animales, jirafas sobre todo, y sellos del
servicio de maternidad. Una de mis cuñadas, que acababa en convertirse por el resto de su vida en tía,
me empujó para verla más de cerca. Dijo “Tan lindo”. Yo dije “Tan linda, es niña”. La cuñada, o sea la
tía, decía lo que había que decir, pero los niños no pueden ser lindos cuando nacen porque a pesar de
una nariz redondita, todavía se parecen demasiado a los ratoncitos recién nacidos. Cameron tampoco
era linda, pero quienes dicen que la emoción de ver que hay veinte dedos en los previsibles veinte
lugares en los que deben estar, pasa por encima de cualquier otra tienen razón. Luiza dormía una de
14
esas siestas de fatiga más del cuerpo que del cerebro. Fue nuestro primer momento a solas. Fue el
primer momento de Cameron a solas con cualquier persona en el mundo. Miré esa cosa como pelo que
tenía. Busqué la fontanela de la que tanto me habían hablado y que no vi. Pensé que con un baño, su
primer baño en el mundo, mejoraría un montón. Fue cierto, se veía mejor sin esa baba que la cubría.
Por eso el baño fue la tarea paterna que acepté con más gusto. Siempre los primeros instantes después
de que la sacaba de la bañera me daban la impresión, la esperanza, de que con el tiempo de esos rasgos
estándar con los que la gente llega al mundo iban a irse perfilando las facciones de Luiza. En seguida
pensaba la idea contraria. O complementaria. Que la gravedad estiraría hacia bajo su nariz con los años
Cameron terminaría siendo algo así como una versión del rostro de Luiza con mi nariz como una
bandera de triunfo de la genética para decirnos que, a pesar de las leyes de Mendel, ella hacía lo que se
le daba la gana.
Para saber si la gente linda lo es desde que está la sección “Así era cuando niño” de las revistas de
celebridades. Basta una mirada para confirmar que los niños recién nacidos, como los ancianos
agonizantes, son feos, lo que quiere decir que en algún momento en la mitad de la infancia, comienza a
desarrollarse la belleza. Si en días como hoy, en los que apenas soy capaz de tirarme en la cama hasta
que el despertador vuelva a sonar. Luiza aún tiene la disciplina de quitarse el maquillaje y aplicarse sus
cremas de mujicoy, es porque a sus casi treinta, sabe que lo máximo que puede hacer es retrasar el
momento en que comenzaría a perder esa belleza que debió llegar a su apogeo a los quince o dieciseís
Cameron se acercaba a los dos, por delante nos quedaban trece, que son pocos. No podía estar seguro
de cómo Luiza iba a tomar la idea de ayudarla a ser más linda, pero a juzgar por su reacción cuando
algunos huéspedes de nuestra casa usaron su champú, sabía que iba a tomar mal que yo le pidiera sus
tratamientos de belleza. Así que guardé para mí, para nosotros, ese instante en el que cuando Luiza
15
dormía o salía a la tienda, le ponía a Cameron un poquito de crema de mujicoy en las mejillas. Fue
nuestro primer secreto compartido. El masaje que, cuando terminaba de bañarla, le hacía en la nariz
para que tomara forma fue el segundo. No son muchos los que antes de empezar a hablar pueden saber
lo que es un secreto, en eso ella había tenido suerte. El día que su madre la descubrió poniéndose ella
misma sus cremas, Cameron no me traicionó. Luiza supuso que la pequeña lo hacía por imitación y no
vio ninguna señal en la delicadeza con la que se la aplicaba a la edad en la que la mayoría de los niños
se embadurnan lo que encuentran en los cajones de su casa así sea grasa para bicicleta o masilla
epóxica para sellar cañerías. Sin embargo sus deditos eran todavía cortos y regordetes (y en eso sí que
le iba a salir a su madre) como para que pudiera hacerse sola el masaje diario en su nariz y temiendo
que con su torpeza fuera arruinando poco a poco lo que poco a poco yo había ido corrigiendo, le dije
que los niños no debían tocarse la nariz. Hoy fue por primera vez a la escuela. Dijo que la hermana
Cecilia le había dicho que los niños no debían tocarse la nariz, lo que era una confirmación.
Esta mañana conocimos a la hermana Cecilia. No la habíamos visto antes porque para todos los
asuntos administrativos nos habíamos entendido con la subdirectora. Luiza admiró sus ojos azules y su
piel a pesar de las arrugas que nadie podría evitar luego de pasar la setentena. “Seguro que de joven fue
hermosa” dijo cuando salíamos de la cita. No debió haberlo dicho. En ese momento yo pensaba sin
mirar, Cameron iba hacia dos semanas al colegio. Cada día la sentaban con sus compañeritos en ese
círculo blanco pintado sobre el suelo de madera, allí iba a aprender las rimas de siempre y las frases de
siempre y en el recreo comería lo que le habíamos puesto dentro de una lonchera roja en la que con
papel contact habíamos escrito “Cami”, que era como le habíamos aprendido a decir, aún con el riesgo
de que en el jardín nadie entendiera y terminaran por pensar que se llamaba Camila, que fue lo que
¿Cómo habría sido la hermana Cecilia cuando, como Cameron, llevaba ya casi un año en el colegio?
16
Parado en la puerta vi a Cameron que se alejaba sin voltear a mirar con un delantalcito de cuadros, el
mismo de todos los niños. Ninguno lloraba por tener que dejar atrás a sus padres en ese segundo año en
el que ya no vendrían a recogerlos a las once de la mañana. La escena tuvo menos de despedida de
puerto de lo que me había imaginado. Los papás reflejaban la variedad de los niños. Los niños
reflejaban la variedad de la raza humana. La niña que tenía un lunar peludo en el cuello y a su lado la
que rompería corazones. El niño ante el cual se arrodillaban las profesoras para darle la bienvenida
porque tenía un cuello largo que hacía natural que mirará sobre los demás; otro con una palidez
causada no por un mal desayuno ni a la angustia de todos los primeros sino a una debilidad que en otra
época le habría dado para poeta o novelista pero a estas alturas de la historia le serviría para diseñador
industrial. Dos hermanitas pelirrojas pasaron de la mano. Las dos eran igual de pecosas. Sobre todo la
del lado izquierdo, con su sonrisa sin dientes. Cameron se perdía entre quienes ya ganaban las
atenciones y quienes iban sentarse solos a la hora del recreo hasta que alguien se diera cuenta de que
tenían algo qué decir. Cuando paramos para desayunar en una panadería cerca a la casa, Luiza me
preguntó qué me preocupaba. Nada. Yo estaba más bien satisfecho porque sabía que de no ser por las
cremas de mujicoy y los masajes en la nariz, que le habían dado a los cinco una curvita que ya no iba a
dañarse a no ser que Cameron eligiera el boxeo como deporte escolar, ella ya habría caído del lado de
los niños solitarios. Bastaba que no engordara y eso era sencillo, pero unos días antes de su
cumpleaños número seis, me di cuenta que sus mejillas amenazaban con redondearse demasiado.
Entonces inventé una noticia vista en la tele: a los niños pequeños no se les debía dar más de 100
gramos diarios de harina, incluidas pastas, pan y el arroz Las mejillas de Cameron fueron tomando
forma y hoy, cuando entra al cuarto grado y por primera vez vendrá a casa en el transporte escolar, a lo
mejor le ofrecerán un anuncio de jugos naturales como a Luiza cuando era niña. No es que quiera que
ella sea modelo o trabaje en la publicidad: yo la preferiría violinista o matemática; pero siendo bella
puede elegir. Ahora que ya nadie impone una carrera, uno lo que quiere es que ellos puedan elegir.
Cameron me contó que dos niños querían que se sentara a su lado, en el transporte, pero finalmente la
profesora la eligió para ese asiento a su lado que a su edad todavía es privilegiado. No exagero, será
17
duro cuando los niños quieran algo más que tenerla a su lado. Soy como todos. A ustedes también les
hubiera dolido lo que pasó hoy, porque Cameron no había llorado hace tiempo y creo no había llorado
en los cinco meses que lleva en cuarto grado y no lloró hasta que por tercera vez le pregunté por qué
No entendí la comparación. Las coliflores son redondas y arrugadas. No son feas aunque lo que
acababa de pasar era una prueba de que no siempre la comparación con algo bonito es agradable. Tal
vez el niño lo había visto así, bonita como una coliflor. O cabeza de flor, a lo mejor era eso. Los niños
“Dijo 'de coliflor'” repitió Cameron que cuando se molestaba hacia las mismas muecas a las que Luiza
me había enseñado a temer “dijo que tenía una cabeza de coliflor con orejas grandes”
Los niños pueden ser originales con los insultos y meter quince palabras donde uno se limitaría a un
“Humboldt”
“Humboldtcito”
“No, Humboldt”
...Humboldt tenía dos partes. La subjetiva “cabeza de coliflor” y la objetiva “ de orejas grandes”.
Tomé entre mis manos la carita de Cameron. Por más que traté de ser neutral e incluso de ser
pesimista, no me pareció que tuviera forma de coliflor. ¿Qué parte de su cabecita podría corresponder a
las hojas? ¿Las pestañas que causarían estragos más adelante cuando los niños se dieran cuenta que esa
belleza general que admiraban podía descomponerse en elementos? En cambio en el resto, el pequeño
Humboldt tenía razón, las orejitas de Cameron habían comenzado a separarse y amenazaban la
“No es nada” dije “mira que mis orejas son más grandes que las tuyas”
Cameron sonrío. El mundo estaba mal hecho. Dejé pasar una semana, una semana en la que me
18
lamenté de no haber masajeado a tiempo sus orejas como había hecho con su nariz, antes de hablar con
Luiza
Luiza seguía poniéndose sus cremas. Si hubiera podido vivir sin ella, me habría gustado dejarla por
“Ya me lo dijiste”
“No sé. Deben ser las que se ponen por encima de las orejas”
A Cameron la bandana le encantó tanto que se la ha puesto casi a diario. Debería decirle a Luiza que le
compre otra para su séptimo aniversario. O no sé. Si la gente celebra los cumpleaños es para pensar en
algo diferente a semejante recordatorio del paso del tiempo. A veces funciona con el propio. Nunca con
el de los demás. Cameron cumple ocho años. Dentro de siete, día por día, yo estaré de corbata en un
salón comunal y diré unas palabras robadas a mil discursos idénticos para evitar pensar que entonces
ya se habrá jugado la suerte de su belleza. Eso será dentro de cinco años. Ahora recojo los platos
desechables en los que han comido los amiguitos que han venido a su fiesta de diez. Miré cómo la
miraban. Para mí habría sido mejor si desde pequeña Cameron hubiera caído en uno de los dos lados,
19
así fuera el de la fealdad, que al fin y al cabo era el mío. Le hubiéramos dado más libros y hecho el
esfuerzo de pagar las clases de flauta traversa, los idiomas raros. El paso por el medio obligaba a Luiza
a darle consejos y a mí a estar atento. No creo que le hubieran vuelto a decir cabeza de coliflor. Me lo
habría contado. La bandana funcionaba. Funcionó hasta algún momento en su primer año de
bachillerato en el que no quiso ponérsela más y ya que Luiza no insistió no hubo manera de
convencerla. Sus orejas comenzaron a separarse. En su fiesta de doce yo no dejaba de mirar a sus
amiguitos. Algunos la miraban a las orejas. Todos eran amables, pero eran más amables con Terry
Henao y con Johanna no-recuerdo-su-apellido, dos de sus compañeras de colegio que también
habíamos invitado. Le regalamos una bicicleta. Si la espero aquí, en la entrada de urgencias, es porque
luego de diez meses de uso intensivo los frenos no sirvieron más y Cameron terminó en el piso. “No
fue nada. Es una niña preciosa” dice el doctor y la jala suave de la oreja derecha con el riesgo de
agravar la situación porque peor que un par de orejas grandes es que una sea más larga que la otra. En
el mentón tenía un esparadrapo. “Cuestión de quince días” dijo el doctor. Se lo retiré una semana
después. Van a ser dos años del accidente y aún se ve esa liniecita. Puede que no se vea más cuando
Cameron empiece a maquillarse. Puede que no. En un año Cameron será lo más linda que pueda llegar
a ser. Por eso fui a ver al doctor. Podía ser una mala idea verlo después de que le jaló una oreja y de
que le dejó esa liniecita. Pero eso paso hace un poco mas de dos años.
Trató de ser profesional a pesar de la risita que se le escapó mientras me miraba. Los años de trasnocho
me habían formado bolsas bajo los párpados y la tonsura se abría camino hacia mi frente.
“No sé si un implante de pelo sea una cirugía” dijo el doctor. No podía ofenderme. Las bromas sobre
mi calvicie no tenían nada que hacer al lado de las que Cameron había tenido que pasar en la etapa que
ahora atravesaba.
20
“¿Entonces?”
“Quería saber qué tan informado del procedimiento debe estar el paciente y cuál es la edad mínima
para operar”
El doctor no contestó ninguna de mis preguntas. No quiso entenderlas y nuestra charla no duró mucho
más, pero en la puerta le pregunté si creía que podía acercar un poco más mis orejotas a mi cabeza.
Tenía razón porque la misma vida que había querido que yo cayera del lado de los feos, me había
permitido encontrar a Luiza. No tenía de qué quejarme. Eso pensaba hace unos días cuando luego de
negociar la fuente de hielo que debía decir “15” con un cisne a cada lado recordé la conversación con
el doctor. Un amigo de más confianza me dijo “Es mejor que ella tenga edad de decidir”, pero cuando
tenga edad será tarde y el acné ha comenzado a aparecer, en forma de tres punticos, apenas unos días
antes de la fiesta. Luiza confía en que, gracias a una preparación a base de Oxy 5, pepino y dentífrico y
crema de mujicoy, desaparecerán antes del sábado. La maquilló, tapó también la lineicita en el mentón
y cuando esta mañana me pidieron que les ayudara a escoger el peinado, elegí uno en el que el cabello
recoge las orejas. A las dos les pareció un poco retro, pero sólo un poco. Acaban de regresar de la
peluquería, quien diga que se le ven las orejas grandes tiene la moral de cuatro libras de queso de cabra
y sin embargo el moño en forma de repollo, que es un pariente de la lechuga, me hizo pensar en el
pequeño Humboldt, que no ha dejado de crecer y aún estudia con Cameron. Luiza quiere una entrada
triunfal cuando ya todos los invitados estén en sus sillas. Yo prefiero que seamos los primeros y cada
uno salude a Cameron a medida que vaya llegando. Así tendremos el tiempo de aplicar un poco más de
maquillaje si la rayita del mentón o el acné se comienzan a notar o de apretar el peinado porque, son
las once y cincuenta de la noche y cuando todos los invitados han llegado y saludado, el repollo
amenaza con soltarse. Mi discurso duró de las doce a las doce y tres. Repetí lugares comunes haciendo
malabares para evitar el “de-niña-a-mujer”. Por cursi. Porque me recordaba que nunca Cameron
21
volvería a estar tan bella como esa noche, pero por cursi sobre todo. Me pregunté si a ella que era el
centro de esa fiesta que avanzaba y avanzaba, el discurso le había parecido a su altura. A lo mejor no
tanto y si sus amigos reían no era sólo porque desde las doce a la noche habían desocupado casi todas
las botellas sino porque ella les había hecho ese comentario agudo sobre la torpeza de su padre. Con
ese punto de ironía dulce que hacía ver menos los punticos de acné, que comienza a verse ahora que la
luz del día empieza a iluminar el salón social. Recogimos lo que pudimos, comeríamos sobrados de
fiesta tres días más. Cameron se quedaría con tres amigos un rato más. “Dáles las llaves” le dije a
“Cada vez va a ser más difícil dejarla sola con los amigos” dijo Luiza.
“Cada vez va a ser más fácil” dije “Todo es más fácil con el tiempo”
“Yo sé, pero está toda esa historia de las hormonas y los muchachos”
Yo había notado las dos cosas cuando salíamos. Los muchachos que la rodeaban. Los punticos del
acné.
“Mejor, si la rodean. Por bonita, por inteligente, por lo que sea. Con que tenga lo suficiente de cada
“¿La cosa?”
“Yo siempre la veo preciosa” mintió Luiza, pero qué sabía ella y finalmente por qué me miraba así
mientras, parados en la puerta y con las llaves en las manos, yo le decía que eso era lo de menos, que el
amor de madre ayudará a hacer llevables los fracasos, pero, como las narices grandes, nunca ha abierto
puertas en la vida.
“¿Qué fracasos?”
“¿De qué hablas?” dijo. Las llaves hacían ese ruido de llaves porque la mano le temblaba y como me
22
miraba a los ojos no encontraba la cerradura. Mencioné la posibilidad de una cirugía, ahora, mejor que
a los dieciocho porque ya será demasiado tarde. Confesé que lamentaba no haber hecho con las orejas
lo mismo que con la nariz. Dije “Su nariz es linda, tus cremas de mujicoy son mágicas”. Sonreí.
Luiza no sonrió.
Le brillaban los ojos, esos ojos enormes con un color que se hacía más claro al alejarse de la pupila era
No podía entenderlo. Su vida siempre había sido otra cosa. Luiza se había vuelto linda desde temprano
en la vida y eso bastaba para que no pudiéramos ponernos de acuerdo. Había entrado al colegio de
Santa Corina Susana de las adoradoras de la Luz de María por encima de esa otra niña que tenía un
poco menos de gracia y el tipo que la había fotografiado para el anuncio de jugos había soñado con ella
siglos después, imaginando que ella ya habría pasado los 18 y su fantasía sería legal. Yo quería para
Cameron que la gente le sonriera, para que cuando ya no fuera su fiesta sino la de otros pudiera
escoger con quien bailar y no tuviera que sentarse hasta que de verdad estuviera cansada. Que tuviera
la libertad que no existe sin la belleza. Luiza paseó en moto por la ciudad y probó cristales en las
discotecas. Besó chicas, la invitaron a lugares cerrados para el público. Pagaron sus bebidas, le
pusieron mejores notas en sus exposiciones de clase, voló en helicóptero y podía contar que había
recibido un faisán como regalo, lo había visto morir y cargaba siempre una pulsera hecha por sus
plumas.
De eso me hablaba Luiza cuando subimos al bus. Habíamos comenzado a salir juntos dos meses atrás.
Recuerdo esa conversación que fue la primera en la que hablamos en broma y no mentimos, porque
hasta entonces todas nuestras citas habían sido más bien un juego de cola de pavo real, que en mi caso
era además prestada. Ella habló de mis cejas haciendo un chiste dulce que me hizo reír. Ocupamos una
de esas sillas desplegables, es decir plegables. Entonces vimos la niña frente a nosotros. Tendría cinco
años. Zapatos de hebilla como los que les ponen a las campesinitas en los cuentos. La empatía que tuvo
con Luiza fue instantánea. Como los masones y los combatientes clandestinos, los bellos se buscan y
se reconocen. Durante el resto del recorrido se hicieron muecas y jugaron a taparse la cara con las
23
“Yo creo que se llama Cameron. Si tenemos una hija le pondremos Cameron” dijo Luiza cuando
bajamos. La niña siguió haciendo muecas por la ventanilla hasta que el bus acabó de perderse al final
de la calle.
Fue el único momento de mi vida en que quise tener un hijo y ese deseo bastó para que dos años
después estuviéramos frente a un cura conseguido a la carrera y dos años y seis meses después, maletín
en la mano como si nos fuéramos de viaje, intentáramos que algún taxi nos llevará a la maternidad a
semejante hora de la madrugada. También ese día había gente que trotaba, como ahora, cuando,
preguntándonos por qué seguimos en la puerta en lugar de entrar, Cameron, de quince años y un día, se
acerca a nosotros con el maquillaje corrido por la noche y el acné alborotado por el alcohol y pienso en
cómo será ahora la otra Cameron, la del bus, que tendrá ahora algo más de veinte años y a esta hora
llega también a su casa después de una de tantas fiestas. En cómo sus padres, en lugar de dejarla de
lado para pasar toda la mañana entre los llantos y discusiones que para nosotros comienzan aunque ni
siquiera hemos terminado de abrir la puerta, le prepararán algo de desayuno para que después pueda
Vals vienés
Hace una hora espero junto al tren detenido en la estación de Kerhl, una ciudad de la que creo nunca he
escuchado hablar y en la que estoy seguro nunca había pensado. A no ser que uno tenga vocación de
personaje literario, no importa el trayecto sino de dónde se viene y a dónde se llega. Cómo no somos
ni héroes ni viajeros iluminados, sino una pareja en uno de esos viajes-salvavidas que uno quisiera
24
llamar de otra manera, no nos interesan los nombres escritos en blanco sobre fondo azul en cada
estación que el tren atraviesa, sobre todo porque hasta ahora, el tren va rápido y es de noche. Nos
interesa de dónde salimos hace unas horas y a dónde llegaremos en la madrugada. Estrasburgo y Viena.
Los extremos de lo que queda del Expreso de Oriente, que llevaba aristócratas desde París hasta
Estambul cuando París era la ciudad luz y Estambul la puerta al resto del mundo. No he estado en
Estambul, pero eso es lo que se sabe. Uno sabe cosas de Estambul y de Viena. No de Kehl, Kehl es una
ciudad coherente con la humillación que sufren los despojos del Orient Express, cuando tiene que
parar aquí para cambiar la locomotora francesa por una alemana que no parece llegar nunca. Mi primer
cigarrillo, que comencé pensando que bajarías, se ha consumido casi hasta el filtro por puro paso del
tiempo porque ni siquiera he fumado. Cuando estoy a punto de tirarlo se me acerca el controlador de
billetes. Del idioma alemán sé tanto como de los cambios urbanísticos de Dubrovnik entre los siglos
XII y XIII, pero de todas maneras lo apago. Estar atascado es suficiente. Tener la certeza de que no
bailarás conmigo en Viena es suficiente. No vamos a agregar una multa. Los afiches que anuncian
películas son los mismos del otro lado del frontera, excepto porque ese francés americanizado de la
publicidad ha sido remplazado por lo que supongo es un alemán americanizado. Kehl debe tener cuatro
salas de cine a donde llegan las películas fáciles que el resto de Alemania ha visto y dejado de
recomendar. Es ahora el controlador quien ha sacado un cigarrillo que enciende con esa cara que,
alemana o lo que sea, quiere decir “Esa locomotora no va a llegar nunca”. Lo miro de frente durante
todo el movimiento de sacar un nuevo cigarillo, ponérmelo en la boca y darme cuenta que no tengo
más cerillas.
Mi confirmación no llega, si lo que me quiere decir es que apague mi cigarrillo, tendrá que imaginarse
que no lo haré hasta que él tire el suyo contra el andén y lo aplaste con la punta de su zapato.
“¿Por qué?” dice cambiando el acento para que esta vez suene como si toda la vida hubiera vivido en
25
Gemsbach.
Veo pasar los cinco segundos siguientes en el reloj de la estación. Los relojes donde el segundero no
avanza a salticos como debería ser están hechos para que sintamos el tiempo. Miro su apellido en la
placa antes de que el señor Fuchs explote de risa con acento de Kraichtal, se dé la vuelta y se aleje
todavía fumando. Las corrientes de aire de la estación me devuelven el humo. No hace frío excepto por
esas corrientes, no podría hacer frío en un agosto como este, pero igual quiero fumar, agregar a la cara
de “la locomotora no va a llegar nunca” que tenía Fuchs, cuando encendió su cigarro la de “y qué me
importa” que tenía mientras se reía. Tiro a los rieles la caja de fósforos vacía . El tren la aplanará si
alguna vez arranca. Hay otra caja en mi maleta, en la cabina donde duermes. Donde deberíamos dormir
cansados, imaginando que el tren avanza y vemos pasar las lucecitas de los pueblitos anónimos llenos
de gente que duerme sin pensar en los trenes. Cuando subimos te recostaste contra la ventana y cerraste
los ojos sin acabar de cerrarlos como has hecho siempre. Nos gustó Estrasburgo, cada ciudad nueva
trae sus promesas, pero tenías una cierta manera de mirar las casas al otro lado de los canales. Como si
las casa más lindas estuvieran siempre al otro lado de la calle. O del canal como en Estrasburgo, como
“Eso dicen, que por eso usted no habla con nadie” dijo la vieja de la verruga bajo el ojo izquierdo. El
diálogo debería ocurrir en un bar, entre dos alcohólicos o dos marineros, pero pasa en el mercado de
Forbach. Que el hombre no habla con nadie, ella acaba de decirlo. Que ella aún vende verduras a pesar
de que está en su ochentayochoavo y último año de vida, y los dos están parados al lado de un puesto
donde se exhiben más que todo puerros y esos ajos enormes de la región es el resto de la descripción.
“No es eso”dice él en un alemán que intenta sonar como de Heilbron y ella se esfuerza por identificar
“Pero debe ser algo” dice la dama. “Hace años que usted viene aquí, siempre solo, siempre comprando
El hombre mira alrededor. Qué podría querer decir con “cosas que compran las personas que viven
solas”. Todo mundo parece comprar las mismas cosas y si fuera por la costumbre de mirar hacia el
piso, que había notado buscándole la causa a un dolor recurrente en la nuca, se le hace que también ese
“Tendría que contárselo desde el principio” dice el hombre. La verdulera responde que con el final
bastaría. Contrario a su fama, las verduleras son discretas, sobre todo las alemanas. Tres semanas
exactas después (el hombre lo sabe porque el mercado sólo abre los miércoles y los domingos y él
duerme los domingos hasta tarde) decid3 que le da igual si la verdulera es discreta o no. y le dice que
pueden tomar una cerveza luego del mercado. Ella dice que tomará un café. Él toma cuatro o cinco
mientras la esperaba. Cervezas, no cafés. “¿Ha estado en Estrasburgo?” pregunta La escena aún entre
“Digamos que la historia empieza frente a las torres de la Catedral. Teníamos un par de horas antes de
la salida del tren, así que decidimos caminar por la ciudad. Había una presentación de teatro callejero
en la plaza, al pie de las torres. A ella le encantaron los actores disfrazados de diablo que hacían sonar
tambores y botaban fuego por la boca calentando el aire sobre la gente que se había amontado para
mirarlos. No creo que el espectáculo durara mucho más tiempo que el que estuvimos viéndolo, pero
no quería perderse el final. Cuando le dije que teníamos que irnos era como si lamentara que
“Una mujer, entonces y un mal presagio para una luna de miel” dijo la verdulera.
“Lo que parecería un mal presagio para una luna de miel, pero era lo contrario”
“No, era lo contrario a una luna de miel. Era una de esas segundas lunas de miel”
“No tuve ninguna. No viajé con mi esposo hasta que nació mi hijo, en el 47»
27
«¿Tiene un hijo? »
« Tenía. Se murió. No importa. Usted era joven cuando llegó aquí. No debían llevar mucho casados”
“Tiene razón”
“¿Llevaban poco?”
“No nos habíamos casado, pero vivíamos juntos. Si decidimos viajar a Viena era porque teníamos la
impresión de que no podríamos seguir viviendo juntos. Vea que habíamos decidido no casarnos para no
ser como todo el mundo y estábamos emprendiendo un viaje salvavidas como todo mundo”
“Era la idea, pero frente a la Catedral de Estrasburgo me di cuenta que ella se me deslizaba de las
manos, como si quisiera que el torbellino de los diablos tamborileros nos llevara a cada uno por su
lado. Cmino a la Estación adelantábamos la impresión que tuvimos cuando nos paramos frente a
nuestro vagón: que en el Expreso del Oriente ya no hay aristócratas ni asesinatos comunales, ni espías
con máquinas para descifrar códigos ni cazadores de vampiros que saben que la carrilera era la manera
más rápida de atravesar Europa. El tren estaba apenas envuelto por su nombre como la Estación de
Estrasburgo está envuelta en un caparazón de vidrio como otra impresión de que en el futuro habrá que
“En una película. En las dos. Se me mezclaban en la cabeza el Expreso de Oriente y el Expreso de
Medianoche. Compramos dos kebabs y dos 1664 y cuándo subimos al tren seguíamos comiendo, lo
que molestó a los pasajeros a los que no les importaban para nada las condiciones de detención de
Hercules Poirot en una cárcel de Estambul, tan violatorias de los Derechos Humanos. Se quejaron en
francés y en alemán”
“pero habíamos tenido una época donde habríamos podido subir a un tren con tres sacos de ajos y
hawebndâch sin que nadie dijera nada. Era como si algo nos protegiera. La gente nos ofrecía cerveza
“¿Por? »
« No sé. ¿Por la belleza?. En todo caso era algo que yo sentía muerto cuando llegamos a Estrasburgo y
que me parecía que iba a revivir mientras caminábamos porque habíamos comenzado a reirnos. Luego
« Al principio, pero me iba dando cuenta que las resurrecciones no existen. Si existieran la gente no
cometería asesinatos en los trenes y las parejas en crisis no emprenderían viajes en tren. Cuando nos
reíamos sabía que algo estaba reviviendo, cuando entramos al compartimiento sabía que bastaría
hacerla reír una vez más para que en el momento en el que las ruedas del Expreso de Oriente
comenzaran a sacar chispas en los rieles, empezaramos a rebotar contra las paredes del
compartimiento. '¿Viste cómo la vaca francoalemana del compartimiento vecino nos miraba' dije. Ella
río. La vaca enloqueciera por el ruido que íbamos a hacer. “Hemos caminado un montón” dijo. Luego
“También yo lo estaba, pero era un gesto de huída. Se quedaba dormida para escapar y sonreía apenas
al dormirse o al hacerse la dormida. Pensé que estaba en paz, la abracé, quise que esa paz durara por
siempre”
“Quise que ninguno de los dos despertara” dice el hombre. Los dos miran por la ventana como si algo
los distrajera “pero no dormí. Estuve en ese estado de entre sueño un rato que duró hasta que pensé
Los dos se acercan al tren, la manera cómo miran hacia todos lados hace evidente que quieren subir sin
pagar. Herr Fuchs ha desaparecido, me piden fuego. Son jóvenes y creo que es la primera vez que
utilizó esa palabra para hablar en tercera persona, pero aún vas a dormir y hace tiempo no te despierto
diciendo “Somos jóvenes”. Ellos van a Budapest, en París decidieron que los trenes eran demasiado
29
caros así que han llegado hasta Estrasburgo en autostop y cruzado el Rin a pie. Están sucios y no les
importa. Les ofrecería una cerveza si estuviéramos en un bar; les ofrecería un cigarrillo si no fuera
porque no tengo fósforos. Podría despertarte y decirte que los he encontrado en su gran viaje, que eran
como un reflejo de nuestros grandes viajes pasados cuando la gente nos decía en los bares que nos
“¿Viaja solo?” pregunta Fernanda. Es portuguesa, él es alemán pero viven en Lille. El hecho de que no
“Mi mujer duerme” digo. Es la primera vez que utilizó esa palabra. Hay una época en que por puro
pudor uno le pone nombres a la cosas. No eres una cosa, pero para que pudiera decir que eras mi
amante tendría que existir en alguna parte alguien que me imaginara en una convención de negocios y
para que pudiera decir que eras mi compañera tendrías que tener la espalda contra los muros del WC
del macdo de la estación de Kehler sólo para que pudiéramos agregar una ciudad a la lista. ¿La clave
era hacer las cosas sólo porque eran nuevas?. ¿En qué momento comencé a vestirme así? Tan correcto,
digamos tan opuesto a ese descuido de ellos dos. Podría usar la palabra “novia” pero me intimida la
juventud descarada de la portuguesa. ¿En qué momento empezamos a necesitar billetes para subir a los
trenes?
“¿Puedo invitarles una cerveza?” digo. Es él quien responde. Comprende por mi cara que no sé si ha
dicho 'Sí' o 'no' ni por qué ha necesitado dos frases para una respuesta que yo daría en dos letras.
“No” digo.
“¿Por qué?”
“Nunca he estado en Viena” dice la verdulera. Ahora él sabe que se llama Mathilde “No es una ciudad
en la que uno piense. Deberían haber ido a París. No es muy original, pero ya irse de viaje para
“Tuve esa discusión un montón de veces. Al final no importa tanto. Le puedo decir que descartamos
París como un destino el día en que ella leyó una historia donde dos vampiros-rockeros
tercermundistas se prometían algo como vivir eternamente para un día poder hacer el amor en Père
Lachaise. Así que dimos una vuelta enorme para no pasar por París.De todas maneras nos quedaba el
resto del mundo. . No podría reconstruir la conversación que nos llevó a Viena. Habíamos tomado. Era
uno de esos periodos en los queuno siempre anda en el límite mismo de la ebriedad y puede mirar el
muuniverso que se extiende a lado y lado de la línea. En alguna parte sonaba una versión bajo
“Sïlbela”
“No sé silbar”
“La letra debe ser diferente aquí” dijo el hombre. Ya sabía que terminaría por cantarla, pero esperó que
la verdulera insistiera. Se preguntó qué pensarían los demás compradores cuando lo escucharan. .
Mathilde se miraba las manos convencida de que era el momento de cortarse las uñas. El hombre
“No la conozco” dijo Mathilde. Un hombre se acercó preguntándole si tenía cambio. La verdulera
31
odiaba que la gente se acercara para eso, más cuando el mercado ya había cerrado.
“Ella dijo que lo había bailado en su fiesta de quince. Tampoco allí había nada de original. Yo había
bailado muchos valses en fiestas de cumpleaños, pero le dije que nunca lo había hecho. No creo que
me creyera, pero hizo ese gesto heroico de estirar la mano y sacarme a bailar en medio de la calle que
no era menos heroico por el hecho de que a esa hora ya no pasaran autos. Luego dijo que algún día
“Eso dijo”
“O dije. Años después, en la estación de Kerhl yo estaría viéndola dormir mientras pensaba que ese
vals sobre el Danubio era casi literal, que sólo hay un momento en el que se puede bailar sobre el agua
y luego uno se hunde y se queda dormido. Yo pensaba en ese final de los dos de pie en medio del río
que se iba abriendo, que habría sido glorioso porque habríamos estado juntos. Pero no podría saberlo.
Bailar en el Danubio era como escupir desde el Empire State, tomarse de la mano estando cada uno a
un lado de lo que alguna vez fue el muro de Berlín o tirar una moneda a la Fontana de Trevi sin pedir
ningún deseo. La primera idea había nacido de un programa de televisión. La segunda de una canción.
La tercera porque ella tenía un camiseta con una fotografía de la Fontana. En cambio no sabíamos,
porque no es tan obvio como parece, que el Danubio pasaba por Viena”
“No todo mundo. Para mí el Danubio no pasaba por ninguna ciudad, sólo al lado de castillos y entre
bosques. Al principio veía el bailar sobre el Danubio como un crucero en el que al final de una cena un
“En un barco usted no hubiera podido bajarse. No es fácil atravesar el río. Habría tenido que esperar a
“Habría podido saltar al agua, pero tiene razón, no lo hubiera hecho. Habría seguido con ella. Las cosas
pasaron como pasaron porque la locomotora llegó tarde a la Estación de Kehl, porque herr Fuchs
Herr Fuchs vuelve a pasar, Fernanda traduce lo que le he dicho y luego, destraduciendo, me dice que él
dice que en el piso inferior de la estación hay un minimercado donde venden cerveza. Así sé que no
vas a estar ahí en mi primera cerveza alemana en territorio alemán. Me dirías, esa que te has estado
volviendo me diría, que juntos hemos probado cervezas belgas, holandesas, húngaras, checas y esa
bebida extraña japonesa que nos vendieron como cerveza. Alí toma de la mano a Fernanda mientras
bajamos la escalera y comienza a jugar con sus dedos. Entrelazándolos, dándoles vuelta hasta el punto
donde pareciera que si no son de caucho, van a quebrarse. Fernanda se acerca, le dice algo al oído, lo
que resultaba una precaución inútil. Puede haberle dicho que harán el amor en el tren o que bailarían en
una plaza de Viena. La oferta de cerveza en la tienda del primer piso es más bien limitada, pero eso no
quiere decir que entienda la diferencia entre los productos locales. Alcanzo a poner mi mano sobre un
six pack de Heineken y sobre un six pack de 1664 que cuesta menos que en Estrasburgo. Termino por
escoger un four pack de la marca que tiene mayor contenido de alcohol. Dos son para Fernanda y Alí.
“Vamos para un festival de Rock » dice ella. Las otras para nosotros. El vendedor es un rubio que
parece a punto de dormirse. Para Fernanda esa somnolencia era tan obvia que se llena los bolsillos de
chocolates. Tengo otra vez en la cabeza esa versión barata de ese vals de bajo presupuesto, pero es la
época euro y sé que nos cobran un montón. He envejecido tanto que ahora pago la cerveza El rubio
dice el precio y no le entiendo, pero intuyo que viene de Kirchein unter Teck.
Así que subo corriendo las escaleras mientras Fernanda y Alí abren sus botellas, paso junto a herr
Fuchs y salto dentro del tren como si estuviera a punto de partir, el tren no yo, y casi resbalo con los
restos de kebab en el corredor del vagón y abro de un golpe la puerta de la cabina y estás allí leyendo o
haciendo que lees en todo caso con los ojos abiertos los ojos abiertos que me esperan y me detengo en
“Tienes que escuchar esto” digo “Todos los alemanes tienen un chiste común. Cuando haces cara de no
“Ciérrala” dices. Registro imperativo. Herr Fuchs, que quiso ser zapatero antes de trabajar como
controlador de la Deutsche Bahn AG, mira por la ventana la puerta que se cierra y tiene la delicadeza
de no volver a golpear en nuestro compartimiento hasta que el tren entra en la estación de Viena.
Tenemos que vestirnos de prisa apenas anuncian que lo que queda del Expreso de Oriente ha llegado a
su destino. En Viena tienen un paseo de la fama con los nombres de los deportistas austriacos que
nadie conoce. En Viena hace calor y nos metemos a la fuente del Hoher Markt en caso de que nunca
tengamos nuestra Fontana di Trevi para tirar una moneda sin decir nada y fotografiarnos con los pies
en el agua. Escurriendo y sin que a nadie le importe. Entonces encontramos la plaza donde podemos
bailar. No necesitamos decirnos que la hemos encontrado. Bailamos. Nos toma toda la tarde llegar
hasta el río, el río les parece a todos tan obvio que no hay señales para encontrarlo. Desde la orilla
vemos los cruceros que parten hacia Budapest y Bratislava. Podríamos ir a alguna parte en barco.
“Le dio demasiada importancia al tren. Si hubiera tenido algo de paciencia y simplemente se hubiera
acostado a su lado, habrían llegado a Viena y no hubiera terminado en este pueblo” dijo Mathilde,
“No era el tren. Le juro que yo también estaba cansado. Que casi me había dormido cuando paramos
en Kehl y yo tenía ganada la lucha contra la idea de que nunca volveríamos a tener la oportunidad de
hacer el amor en un tren. El problema era que sabía que nunca bailaríamos el vals en Viena.”
“Al principio Viena era una ciudad entre otras, pero fue creciendo. Primero porque Nueva York
siempre parecía que iba a decepcionarla y luego porque ella escuchó alguna vez que las parejas que
34
visitan juntas la Fontana de Trevi estaban condenadas a mentirse apenas salieran de Roma”
“No, pero uno puede creer las cosas sin creerlas en serio, por eso la gente no pasa debajo de las
escaleras. Viena terminó por convertirse en EL lugar al que iríamos y a punta de libros y películas,
ellas iba imaginando todos esos Markts y todas esas Platz y esas Straats y teníamos ya esa escena en la
que salíamos de la estación en uno de esos días de perro del verano, nos tomábamos una foto con los
tranvías y caminaríamos hasta el río y esta vez yo haría el gesto heroico de estirar mi mano estilo baile
de salón”.
“Viena no sería así, la ciudad y la idea del vals necesitaban de algo que ya estaba muerto. Ella no debía
“Usted la quería”
“La detestaba. Sabía que en Viena iba a estirar mi brazo y ella no lo tomaría, que sería una repetición
hubiéramos cambiado, es que ella estaba matando lo que habíamos sido y yo ya sabía que yo nunca
“Usted la detestaba”
“La quería, cuando se quedó dormida no podía detestarla más. No podía despertarla, no podía permitir
que los ruidos de afuera la despertaran. Era como si ya estuviéramos en la última escena de nuestro
sueño de Viena. El pequeño cuarto en último piso que vendría después del vals. Ella abriendo los ojos
despacio, despejando el cielo con el movimiento de las pestañas. Luego saldríamos otra vez a la calle
con el cabello desordenado, entraríamos a un bar y alguien nos pagaría una cerveza”.
Cuando subimos la escalera voy unos pasos adelante de Fernanda y Alí que abren sus botellas mientras
35
ella me cuenta que verán a los Die toten Hosen y a los UK Subs, dos nombres que no me dicen nada
« Y a The Klezmatics y a Tancksapda" dice él. Brindan. Luego ella toma un sorbo enorme y lo besa en
una acción de respiración boca a boca donde en lugar de aire pasa cerveza. Herr Fuchs no está por
ninguna parte así que se alistan para subir. Alí es el primero. Fernanda se detiene en el último paso. Me
mira con mis dos botellas de cerveza en el andén de Kehl con fondo de anuncios de malas películas. Le
dice a Alí que subirá en un momento. Sé que le dice eso. Me pregunta qué va tan mal. Explicarle qué
va tan mal sería tan difícil como admitir que está comenzando a notárseme. Que a eso ha llegado esa
cara de tres años atrás cuando nos fuimos a vivir juntos y la gente decía “Qué bueno verlos así”. Lo de
menos eran sus motivaciones, lo importante es que se nos notaba. “¿Es algo con su mujer?” dice
Fernanda. Lo explico a punta de la parábola de la puerta, una de esas cosas que a uno sólo se le pueden
ocurrir en el andén de una estación de trenes perdida en Alemania. Hubo un momento en el que cada
vez que llegaba a casa y hacía sonar el timbre te escuchaba gritar y bajar corriendo al primer piso y
luego los ruidos de las dos cerraduras, la puerta que se abría y el salto directo a mis brazos. “Un día
ella no gritó” digo “pero la escuché bajar y saltó a mis brazos”. La historia desde ese día hasta la noche
en que empacábamos en la madrugada para viajar a Estrasburgo y luego a Viena por tren es más bien
corta. No decidimos ir a Viena. Descartadas Nueva York y la Fontana di Trevi, el sueño del vals se
imponía y sobre todo no nos obligaría a construirnos un sueño en Córdoba Capital, Almaty o Drobeta-
Turnu-Severin. Fernanda dice que Viena terminará por arreglar las cosas, pero esa es la conclusión
porque durante media hora he recibido de una adolescente los consejos que ella no podrá darse en unos
años cuando Alí ya no grite al otro lado de la puerta. Golpeo en nuestra cabina con dos botellas de
cerveza en la mano. Estás despierta mirando por la ventana. Lees o finges leer y preguntas si el tren va
a arrancar.
“Tienes que escuchar esto” digo “Todos los alemanes tienen un chiste común. Cuando haces cara de no
entender...”
“Me aburren los alemanes si vamos a pasar tres horas en cada parada de tren” dices. Te lo explico. El
Expreso de Oriente no puede llegar a Viena halado por una locomotora francesa. Terminas por reírte.
36
Cierro la puerta aunque no me lo pidas. Me recuesto en la litera, estiro los brazos como abriéndote un
refugio que igual aceptas. Herr Fuchs, que estuvo a punto de terminar una carrera de músico y ganar
una beca en la Universidad de Chisinau, ha visto la puerta que se cierra y tiene la delicadeza de no
golpear hasta que el tren está entrando en la Westbanhof. El Expreso de Oriente ha llegado a su
destino. Estamos igual que cuatro o cinco horas atrás, ni siquiera tienes que arreglarte el cabello.
Bajamos tomados de la mano. En Viena tienen un almacén que se llama La Stafa y me produce una
enorme desconfianza. Hace calor cuando pasamos por la fuente de Hoher Markt. Dices que estamos
viejos para saltar así que nos sentamos en el borde. Luego encontramos nuestra plaza. Está lejos del
Danubio, pero bailamos de todas maneras y siempre recordaremos ese vals como visto desde afuera
con una cámara que gira alrededor de nosotros. Tomamos el metro. Salvo los bordes pantanosos, el
Danubio es más o menos como lo imaginábamos. Azul, con media ciudad al otro lado y barcos que
“La próxima vez iremos en barco a alguna parte” dices. Entonces estoy convencido que habrá algunas
próximas veces y eso basta para que el universo no se desmorone. Te hablo de haber hablado eso con
Fernanda, te hablo de la manera cómo ella y Alí se decían secretos mientras bajábamos las escaleras
buscando una cerveza, de su orgullo de viajeros sin tiquetes, de eso que le salía por los ojos como una
“Por eso me tocabas de esa manera mientras dormíamos” dices. Supongo que debe ser por eso, que
Fernanda y Alí trazaron una línea entre esos nosotros de la época en que ella gente nos invitaba
cervezas.
“No” contesto. El vendedor rubio hace una mueca que sólo con mucho esfuerzo podría llamarse
sonrisa. No se molesta en repetir el precio y toma el billete que he puesto sobre el mostrador. Fernanda
37
y Alí sacan sus cervezas del six pack y salen del almacén. El vendedor se queda mirándome como si
tuviera que completar un parlamento. Por supuesto tiene que completar un parlamento. Es la razón por
la que está esta noche en la estación de trenes de Kerhl. Podría pasar el resto de mi vida esperando que
conteste. Podría decirle “Escuche. La mujer que me estaba destinada desde siempre duerme en el
Orient Express. Du-er-me y la única manera de tener algo nuevo que decirle es que usted complete el
diálogo. Entonces podré despertarla cuando el tren por fin arranque y podremos bailar el vals en Viena.
podremos bailar porque esta noche estará perdida. Usted no comprende, por supuesto, si no bailamos
inventar algo. Usted no comprende que el chiste de los alemanes es lo único nuevo que podría decirle.”
Usted no comprende, por supuesto. No puedo hacerlo comprender porque no hablo alemán.
Fernanda no comprende tampoco. No sabe que imagino una habitación que no sé si existe, que pienso
en ese lejano futuro en el que también ella y Alí van a darse cuenta que Viena no es como en los valses.
Alí no va a perderla en Viena. Yo tampoco porque la perderé antes. No veo porque culpar a Viena más
que a Estrasburgo o a Kehl o las escaleras de la estación de trenes de Kehl que Fernanda y Alí recorren
tomados de la mano al tiempo que beben sus cervezas. Alguno dejará al otro algún día, pero no vale la
pena pensar en eso al verlos como en un movimiento terminan sus botellas, las tiran a las vías y suben
al tren. Adentro buscarán cabinas vacías, a lo mejor darán con la nuestra y cuando yo suba encontraré
la puerta cerrada y terminaré caminando por las straats de Kehl pateando canecas.
“Fue entonces por ellos. Le recordaban una felicidad perdida” dice la señora Schiel. Ahora él sabe que
“Muerta. O dormida a plazo eterno” contestó el hombre. Su acento de Dornstadt sonaba más bien
como de Gersthofen.
“Pero no podía saber si antes de estar juntos ellos habían sido infelices. Usted se iba a alejar de la
El hombre miró a la verdulera. Debía ser viuda. No se atrevió a preguntarle y por eso no llegó a saber
que un cerrajero joven la visitaba y finalmente la hacía feliz. Ella tampoco se lo contó.
“Le he mentido cuando le he dicho que ella fue la única. Hubo alguien más antes. Le mentía cuando le
decía que con ella todo me pasaba por primera vez. Puras de esas mentiras dulces a repetición, que
deberían doler pero no duelen. Como esas flechas almibaradas que uno ve en las pinturas de santos.
Hubo alguien antes. Su nombre importa. Los nombres que uno quiere siempre se tragan todas las
palabras alrededor y terminan queriendo decir un montón de cosas. Por supuesto no le diré su nombre.
Su nombre no importa, un nombre más en letras blancas sobre fondo azul junto a las vías. Con ella
nunca pensamos en Viena, pero soñábamos besarnos en el puente de Londres. Un día en un bar de lo
más cualquiera en el que acababan de poner una de esas canciones que ponen para que la gente se
vaya, me di cuenta que ella preferiría regresar sola a casa y entonces se desmoronó el puente de
Londres sin que tuviéramos tiempo de decir “El puente de Londres se está desmoronando”. Vivimos
juntos tres meses más. Nunca nos golpeamos o nos gritamos. No era necesario. Luego me diría que
había tratado de hacerme comprender de todas las maneras posibles antes del día que salí a
medianoche pateando canecas y caminé hasta que otra vez fue de día y tenía pena que la gente que
salía a trabajar me viera así. Ella había llorado. Cuando regresé tenía las mejillas cubiertas de esas
líneas negras que se explicarían mejor si alguna vez ella hubiera usado maquillaje. '¿Quieres que me
“Yo quería que se muriera para poder dejarla, pero lo que hice fue tomar un tren y volver luego por mis
cosas, que nunca fueron muchas. No volví a pensar en eso hasta la noche en la estación de Kehl. Nunca
le había mencionado Londres, ni siquiera a esa primera mujer, pero en Kerhl supe que esta vez tal vez
nos golpearíamos en un cuartito de Viena, que pronto ella me estaría preguntando si quisiera que se
muriera para que pudiera dejarla. Sólo que entonces ya no podría huir en un tren porque ya estábamos
en un tren”.
39
“Lo supe siempre” dijo la que alguna vez fue la señorita Walz. Ahora él sabía que ella vivía en el 48 de
Hauptstraße “Nadie viene a vivir a Furbach si no es porque huye de algo. La gente cree que se
encuentra tranquilidad sólo porque las montañas encierran tres cuartos del cielo”
“Es cierto »
« Sí, es cierto »
“pero no buscaba tranquilidad. No porque no la quisiera sino porque ya sabía que la tranquilidad era
imposible.”
“Su mujer tal vez nunca le hubiera preguntado si quería que ella muriera para que pudiera dejarla”
“No, tal vez nunca lo hubiera hecho. Eso es algo que he pensado estos últimos años. Tal vez yo
construí todo. Aquí estaba la chica del Puente de Londres” dijo el hombre y se interrumpió para marcar
un punto en el aire que unió con el punto que dibujó en su siguiente frase “Aquí está la estación de
Kehl y el vals en Viena como un vaso que habíamos guardado mucho tiempo para descubrir, justo
antes de usarlo, que estaba roto desde hacía quién sabe cuánto. Hubo un hecho para completar la línea:
Es fácil morir en el Expreso de Oriente porque la tradición existe. La noche que pasé mirando a la
chica del Puente de Londres, durmiendo recién llorada, pensaba en que podríamos prescindir de los
dramatismos, en que bastaría sostener su cara contra la almohada el tiempo suficiente. Ella no era
fuerte. Tampoco yo, eso usted lo habrá notado. Tampoco ella en el tren, la almohada que habría bastado
para congelar el puente de Londres a medio desmoronar, iba a bastar para curarnos de meses y meses
en los que sólo íbamos a llorarnos hasta que los ojos nos quedaran pasas de uva. En Viena supondrían
una relación entre esa parada larga en medio de la noche y el hecho de que nadie abriera la puerta. La
encontraran casi como dormida. Herr Fuchs, que a pesar de que en una época quiso ser médico forense
leyó más novelas agua de rosa que historias de detectives, comprendería sin embargo que todos sus
esfuerzos por despertarte no iban a ser más que protocolo, mientras yo ya me habría perdido en las
calles de Kehl y luego conseguiría trabajos en casi cada pueblo de la ruta B36 hasta terminar viviendo
“Siempre lo supe » dijo la inquilina del 48 de Hauptstraße «Su nombre suena demaisado invento.
40
Ahora entiendo por qué usted nunca volvió a buscar una mujer »
Yo probablemente estaré pensando en ti, en que sonreíste cuando me viste entrar a la cabina con esa
mirada de que todo iba a arreglarse y sonreíste porque no había manera de que supieras que ya había
pensado en lo simple que sería distraerte con la mirada mientras tomaba la almohada. Pero exagero. He
aprendido un poco. La vida no se parece a las películas. Nunca pusieron en Kehl afiches con mi foto.
Nunca me cambié de nombre ni siquiera. Hubieras terminado por preguntarme si quería que te
murieras para dejarte. Habría tenido que decirte que sí. Hubiéramos pasado por terapia de pareja,
hubiéramos usado el término open relationship antes de Hubieras dicho que la miraba más que a ti,
pero hubiera sido contigo que habría bailado el vals en la calle al final de la tarde cuando ella se fuera y
ya estuviéramos borrachos.
“Y sin embargo es mi verdadero nombre” le dice el hombre a la dama que termina su café. Pone un
Son casi las tres de la mañana en la estación de Kehl. Herr Fuchs, que jugó cricket en la primaria pero
dejó de hacerlo porque el cricket no le interesa a nadie en Alemania, se baja del tren de un saltito más
bien delicado y se voltea para asegurarse que Fernanda y Alí lo han seguido. Lo siguiente será una
patrulla de policía que llega y los lleva a la comisaría “No llame a la policía. Yo pagaré sus tiquetes” le
digo a Herr Fuchs, siempre tan respetuoso de la ley. Me llevo la mano al bolsillo justo mientras
“Tienen sus tiquetes” dice Herr Fuchs, que al fin y al cabo es padre de dos adolescentes “es sólo que no
Los dos tiran sus cigarillos al tiempo como un gesto de demostración. La bota de Fernanda pisa la
colilla. Ella se impulsa para subir otra vez y luego Alí que casi resbala porque la locomotora alemana
ha llegado y se engancha al Expreso. Herr Fuchs me mira ya con un pie en el escalón. La semana
Haslach y Biberach,
“¿Por qué no se cambió el nombre?” pregunta la verdulera. El hombre espera que esa sonrisa
prolongada que hace le sirva de explicación, pero ella sigue mirándolo y no deja de mirarlo con los
ojos enormemente abiertos mientras hace la seña al camarero que debía traer la cuenta.
“Nadie me iba a buscar” dice “Fernanda y Alí iban para su Festival. Herr Fuchs, aunque en una época
“Nos vamos de este moridero” dice herr Fuchs. Sin duda debió crecer en Lahr “¿Sube?”
“Nicht” le contesto. Y me doy la vuelta escuchando la máquina que suena, la locomotora tuberculosa
verruga que me preguntará si alguna vez me arrepentí. Tú te despertarás en algún otro pueblo sin
importancia, supondrás que te he abandonado, me culparás de haber asfixiado nuestro sueño de vals en
Viena y caminarás perdida por un par de horas. Desde esa tarde, y por varios años estaremos
Día de Mercado
La conocí hace unos tres años. Ella recuerda la fecha. Yo no, pero está bien anotada. Nos conocimos
por una casualidad buscada (con Google). El primer día tomamos un café en un mal café de Saint-
gente que se conoce poco se da cita en esos lugares justamente porque cualquier otra elección daría
pistas sobre uno mismo y sus costumbres y nadie toma riesgos. La segunda vez nos vimos en un bar de
Belleville y conocí el estudio donde vivía en un último piso en un edificio del XVI. Con el tiempo
supimos que un conocido suyo que aspiraba a ser dibujante tenía dos cupos libres y arrendamos un
apartamento en Boulogne-Billancourt. Viviendo los tres fuimos, sobre todo, buenos amigos.
Pragmática, le parecía que mejor que pareja era ser compañeros de apartamento que se acuestan de vez
en cuando. Cuando el dibujante I)Murió de una pulmonía II)Tuvo un ataque y hubo que internarlo en
el hospital Sainte-Anne III)Desapareció de un día para otro, nos mudamos juntos a un apartamento más
pequeño. Desde entonces nos hemos creado sitios favoritos, un jardín privado en la rue des Martyrs,
una cantina en Barbès donde sirven el mejor cuscús de la ciudad. Dejar pasar el tiempo es crearse
sitios. Adueñarse de rincones. Todo mundo lo hace. No todo mundo sabe que lo hace. No todo mundo
43
puede hacerlo de a dos y en ese sentido soy afortunado. De Barbès nos gusta también el mercado de
los sábados y los miércoles. Por tres razones, la primera es que es imposible no amarlo. La segunda
que es barato al punto que uno soporta los carritos de mercado y los reversos de la fortuna porque casi
ningún kilo de nada vale más de un euro. O hay suficientes cosas que valen menos de un euro. Tercero
porque las personas te tutean, te dicen hermano, joven o primo. Ya fuerza de verlos uno se imagina
historias, el tipo de los champiñones con ojos verdes profundos (que es una metáfora gastada, pero si
son verdes y profundos no voy a mentir y tampoco soy escritor para preocuparme por esas cosas) y
sobre todo tristes que a) debe haber matado a alguien y b) se arrepiente. Era alguien a quien quería. Era
alguien que le hizo saber que el amor pasa por caminos tortuosos y perversos, que le probó así la
inexistencia del amor de dios y entonces de Dios. Y hay también un árabe que entona canciones más
adecuadas para las cerezas que Le temps de cerises, la joven que vende ahuyamas, que es la única
joven del mercado, el negro viejo de barba blanca de las zanahorias y un tabaco eterno a medio fumar,
la señora de los pescados que al final de la mañana pone todo en rebaja, porque no hay nada más triste
Anoche, viernes, me quedé bebiendo con Gonzalo y Tristán y no regresé hasta que pasó el primer
metro. Así que supuse que si iba a casa ahora no tendría la fuerza (la fuerza sí, pero no el ánimo y
menos con este frío) de levantarme en dos horas para el mercado. Entonces le envié un texto a Corina
y le dije que pasaría por el mercado antes de regresar a casa. No sé si lo vio porque no ha contestado y
a lo mejor no está en casa. Estoy frente a la señora del pescado y dudo como siempre, porque los filetes
de Carrefour son más baratos y sobre todo no tienen los problemas de preparación del pescado en su
estado natural. Innatural porque el natural es en el agua. Alguien me tira, volteó y es un africano, su
suéter se ha enredado en la argolla de llavero que cuelga de mi maletín. Los despego con cuidado y nos
pedimos disculpas. La mujer del pescado se ríe “Seguro usted pensó que era una chica que lo jalaba”
dice. Me acerco a sus bandejas. Me ha convencido y señaló una con cuatro pescaditos grises y planos.
No sé nada de los nombres de pescados. La mujer los envuelve. Los desenvuelvo saliendo del mercado
44
(es una operación complicada, he terminado de hacer compras, están bajo la ahuyama y los kakis y las
ramitas de mujicoy). Tomo uno en mis manos, le oprimo la mandíbula y él abre la boca. El metro aéreo
Podría haber sido una chica, podríamos haber hablado del mercado.
Pasé la noche con Gonzalo y Tristán. Quería emborracharme. Cantar canciones de Cash. Quería que
hablaran mal de sus mujeres para hablar bien de Corina y luego llorar pensando en Corina.
Yo amo a Corina y Corina me ama. Hace dos semanas estábamos otra vez de picnic en el jardín
secreto. A veces tomamos té en la cafetería del instituto judío y a veces en la de la mezquita. Somos la
paz del mundo. Hace un par de días luego de un silencio largo. Antes discutíamos si, como habíamos
leído en una pésima historia, las arañas nos miraban desde el techo.
No dije nada.
“¿Estás furioso?”
“No. Esas cosas pasan. En un par de meses habría podido ser yo el que habría querido follarme a
alguien más”
“Siempre. Un tipo quiere estar entre todas las piernas que ve”
“Puedes”
“¿Puedo buscarlo?”
He dicho que la conversación fue hace un par de días. Ahora que lo pienso recuerdo que fue hace una
semana. Los dos fuimos honestos. Ella al abrir el corazón de esa manera, yo al decir que no me
importaba. Por un lado lo creo, por otro lado quisiera que ella me entendiera si a los cuarenta yo quiero
Así que decidimos que no importaría y que todo seguiría igual entre nosotros. Y el martes fuimos al
jardín y nos emborrachamos. Ayer ella iba a verse con alguien. Antes de salir me pregunto una vez más
si me importaba y le dije que no. Cuando salí envié un par de mensajes a amigas que no veo hace rato.
Tengo una cita hoy sábado. Ayer tomé con mis amigos sin emborracharme. Como todo sigue igual
entre Corina y yo, compré sus frutas favoritas, el kaki y la pitaya y el mujicoy una fruta del dragón, que
es una especie de pitaya cruzada con mujicoy, un haikú hecho fruta. Y el pescado. Preparé un pescado
con kaki y fruta del dragón. Y juka. Y esos plátanos dulces del norte de América del Sur que venden los
hindús de la calle de Faubourg Saint-Denis. Tal vez ella aún no ha vuelto o tal vez ha vuelto y duerme
Para ir del mercado a la rue de Faubourg Saint-Denis hay que seguir la línea del metro aéreo hasta La
Chapelle. Uno pasa por el puente sobre los rieles de Gare du Nord. Uno dedica un pensamiento al
borracho que una vez orinó desde allí con la mala suerte de que el chorrito tocó la catenaria electrizada
a 230 mil voltios. Los trenes van a Inglaterra, bajo el mar. A Holanda. A la banlieue norte y compris
Lille. Luego hay que bajar unas escaleras. Tal vez compre también flores. Fue bajando esa escalera que
vi el ratoncito muerto. No era pequeño, pero si digo “ratón” ustedes pensarán casi en una rata, y no, era
un ratoncito, del tamaño de uno de esos pescaditos que vende la señora del mercado de Barbès y tan
parecido a ellos que no pude evitar pensar por qué la gente come pescados con esa facilidad que hasta
los vegetarianos los consumen y en cambio nadie come ratones. Levantado por la cola, con la
barriguita roja seguro a causa del accidente que le había costado la vida, se parecía todavía más a los
pescaditos, tanto que ellos no reaccionaron cuando abrí el papel que los envolvía y lo puse en la mitad,
dos a cada lado. Los cinco estaban helados por el frío del invierno y todos moviendo los dientecitos
cuando uno les espichaba la mandíbula. Volví a guardar el paquete, encima puse los plátanos que dos
46
calles después compré en la tienda hindú y tomé el bus. En las cinco calles que separan la parada de mi
casa, pensé en cómo le diría a Corina que yo también saldría esa noche en cómo encontrar la justa
medida para que no me deprimiera con los detalles de su historia, que serían los mismos que los de la
No estaba triste. Estaría triste si Corina se iba. Si no llegar se volvía costumbre y un día no volvía más.
Había llegado. La puerta no estaba con llave. Puede que la cita hubiera sido un fiasco y e n ese caso el
almuerzo sería una manera de subirle el ánimo de decirle que para mí seguía siendo preciosa así para el tipo
que había salido con ella no lo fuera. Si la cita habría sido exitosa, el almuerzo sería mi manera de decirle
Corina dormía aún. Había llegado cansada. Sus cosas estaban tiradas en el sofá. No había manera de
saber si había llegado muy tarde en la noche o muy temprano en la mañana. Traté de no hacer ruido al
ordenar las cosas en la nevera. Comencé a preparar la salsa, tratando de demorar el momento en que
debería licuarla, porque el ruido la despertaría. Busqué en Internet cómo preparar pescados al horno.
Lo primero era quitarles las escamas. Los que me había dado la señora no tenían escamas, el ratón
tampoco. Los ratones no tienen escamas, pero tienen vísceras como los pescados. Procedí de la misma
manera. Corté las cinco cabezas y las arrojé a la bolsa de la basura. . Boté también aletas (y patas), piel
(y pelo) colas (y cola) Del resto saqué pedacitos, demasiado imperfectos para llamarlos filetes. Los
coloqué en el molde precalentado a 180 grados (como los que tiene un triángulo en el interior) y
untado con margarina (o mantequilla) y me puse por fin a preparar la salsa. Piqué los kakis, agregué
pimienta negra, un chorrito de amareto. A la hora de licuar, lo hice en la mínima velocidad, pero no
bastaba, fue girar el botón y escuchar a Corina que abría la puerta de la habitación.
Se había puesto un pantalón gastado de sudadera con el que dormía de vez en cuando. Frotándose los ojos,
pasó directo al baño. Yo terminé de licuar en el momento preciso en el que escuché el agua que corría. Me
47
preguntó cómo estaba el mercado. El mercado estaba como siempre, me preguntó como estaban Gonzalo y
Tristán. Le dije que bien, que se quejaban de sus mujeres, es decir la de cada uno. Tomó una cereza, la
mordió, escupió la pepa en el lavaplatos donde se mezcló con las cáscaras de las otras frutas. Recogí todo,
puse la bandeja en el horno, cerré la bolsa de la basura. Tenemos una vecina que grita todo el tiempo y
estaba gritando. Cuando volví, Corina miraba a través del vidrio del horno. ¿Qué pescado es?, preguntó.
No sé.
Algo curioso me pasó hoy. Le conté de la anécdota de la rubia de ojos claros con la que se enredó la argolla
de mi llavero, que era polaca y llevaba una pañoleta como la que se ponen las mujeres mayores en Europa
del Este, que habíamos conversado y nos habíamos separado al final del puente de Gare du Nord.
Veo.
Corina esperaba que le preguntara por su cita. Había una manilla fluorescente y rosa tirada en el suelo.
Había estado bailando. Olía ligeramente a alcohol, ligeramente a cigarrillo. En los bares no se puede fumar,
y hacía mucho frío como para fumar afuera. Había colillas en una lata de atún. No había manera de que
recordara si estaban allí la noche anterior, si había fumado esperándome que llegara mientras yo hablaba de
todo y de nada pero sobre todo de nada, frente al muro de la casa de Gonzalo.
Hablaste mal de tu novia, dijo, mientras desplegaba la mesa y sacaba dos platos.
¿Cuándo?
Veo.
Son ellos los que se quejan. Tristán dijo que aplicaría a una beca creo en Hungría para descansar un par de
meses y apagó su celular para dejar de recibir mensajes. Dejé el mio encendido.
No era necesario
Sus mensajes sólo podrían decir que había llegado o que ya no llegaría. Cualquiera de los dos situaciones
me habría alterado. Tristán y Gonzalo lo habrían visto, la boca que de cualquier mueca en la conservación
se hace una linea recta. El timbre del horno sonó. La comida estaba lista. Corina saltó con una energía que
no encajaba con su aspecto nochenvelesco. Tomó la bandeja cubriéndose las manos con las mangas. Si el
mensaje hubiera dicho No voy a casa, sabría que pasaba la noche con alguien. Que terminaría por irse,
como alguien se va siempre y a veces no es uno. Si el mensaje hubiera dicho Voy a casa, ya yo no podría
correr tras la primera que se me cruzara en el mercado o tras la chica de las ahuyamas, a quien, ya lo había
¿Me odias? preguntó, pero no me dejó responder lo que dadas las circunstancias era práctico porque no
tenía respuesta. Me dije “no” porque era coherente, antes de que el “NO” me saliera de la boca. Ella dijo
que el almuerzo olía delicioso y al sacar la bandeja del horno, la separó en dos porciones, que cubrió con la
salsa de kaki. Bajo el amarillo algunos pedacitos eran más rosados, otros más blancos. Ahora ya no podía
saberse.
No te odio dije.
¿Quieres saber?
No ahora dije. Pensé en la chica de las ahuyamas. Comí primero un pedacito de la carne más blanca.
En serio, no me cuentes, Luego. Tengo hambre. Sigamos comiendo. Dije. Comí ahora otro pedacito de
Calugăriţa
vuelto a bajar para comprar pufuleți, un producto sin el cual le parecía imposible comenzar cualquier
viaje por tierra. Estaba sola, solita, y recostada contra la pared de la taquilla daba la impresión de que
iba a empezar a adelgazar hasta morirse de hambre. Eso pudo ser lo que enterneció a Mădălina y le
hizo decir que la lleváramos con nosotros. Acepté no tanto por la idea de que nadie iba a recogerla y
algo debíamos hacer para agradecerle a la vida nuestra suerte, que es la justificación que uno se da para
todas las adopciones, sino porque esa sería una forma de sacar al menos algo productivo de nuestras
tres semanas en la ciudad. Había llegado a Ploiești buscando testimonios de la prisión que los
50
comunistas habían instalado en los cincuenta para experimentar el lavado de cerebro a escala
industrial, pero apenas encontré rumores y relatos de segunda mano. Sobrevivientes había seguro, pero
no hablaban ya y al resto de los habitantes del pueblo, creo, no les gustaba que sólo se mencionara su
ciudad en relación con una cárcel. Había otras dos razones para recogerla: las monjitas ortodoxas no
sólo cocinan el mejor coliva del que se tenga noticia en toda Rumania, sino que están siempre a la
mano cuando uno necesita alguien que le lea historias a la hora del almuerzo. En eso, Călugăriţa, que
era su nombre, o mejor dicho el nombre que le dio Mădălina sin que yo entendiera muy bien por qué,
estuvo más que a la altura. No sólo tenía una voz dulce, como el coliva, y un ritmo de lectura que la
calificaría para ganarse la vida grabando audio-libros, sino que nunca se quejó de los fragmentos que le
pedíamos y aceptó pasar de las fábulas morales a las que seguro la tenían acostumbrada a fragmentos
gustaran esos libros, (si era para Metamorfosis prefería de lejos la de Kafka) pero Mădălina las
consideraba perfectas para abrir el apetito y mantenerlo hasta el final de la comida y allí tengo que
concederle que en la mesa , es mejor escuchar leer de los banquetes que uno sólo se puede permitir
muy de vez en cuando, que de las tribulaciones de un funcionario que una mañana tras un sueño
intranquilo etcétera. Además Kafka siempre nos llevaba a la interpretación, y para ella la manzana en
la espalda era inevitablemente una representación del pecado original y terminábamos discutiendo. En
cambio la manzana de Eris era una manzana y nada más. No nos gustaba discutir enfrente de
Călugăriţa, porque ella se sentía incómoda y se iba a su rincón, donde le teníamos un platico con agua.
En esa esquina rezaba un ratico de rodillas y luego se dormía, pero tenía el sueño liviano y al rato,
mientras Mădălina tomaba una ducha en el baño del cuarto y yo revisaba mi correo prometiendo sólo
responder los mensajes importantes pero contestando a todos, la escuchábamos cómo daba vueltas por
el salón, a lo mejor extrañando la iglesita donde vivía en Ploiești antes de que la encontráramos, o el
Creo que en esa iglesita ella era la encargada de preparar el coliva, que pudimos probar (por fin!) la
primera vez que tuvimos que ir a un funeral después de que la tuviéramos con nosotros. Mădălina, que
51
estaba de mal humor porque la ceremonia tardó en comenzar y duró demasiado, lo probó sin muchas
ganas. Diez minutos después estaba lamiendo el plato. La escena se repitió unos días después, cuando
asistimos al entierro de un paisano que no nos simpatizaba, pero que lloramos con gusto sólo de saber
Bañarla no era complicado, aunque nunca fui yo el que me encargué de eso. No se quejaba de que el
agua estuviera demasiado caliente o demasiado fría, y eso que era difícil graduarla, tanto que yo me
quejaba más bien seguido. No tenía un jabón exclusivo para ella. Mădălina la lavaba con cuidado y de
vez en cuando ponía el lóbulo de su oreja en el chorro para asegurarse que siguiera estando tibia por el
lado de frío. Luego la secaba y la peinaba como quien peina un duroavo, y luego tomaba su propia
ducha (en el otro baño, el del corredor) mientras a Călugăriţa le daba por subirse al lavaplatos y se
Es cierto que la canción terminó por aburrirme, pero si decidí que Călugăriţa tenía que irse fue por dos
puertas abiertas, que no voy a poder saber si se quedaron abiertas por error o si fue Mădălina o ella
misma. La primera fue la del baño. Yo pasaba de la sala a la habitación. No recuerdo qué iba a buscar y
ni siquiera lo recordé en ese momento porque un minuto después pasaba de la habitación a la sala y vi
que mientras Mădălina bañaba a Călugăriţa, le pasaba la mano por el cabello con una delicadeza que
ya no tenía conmigo. Fingí que buscaba algo (sí buscaba algo, ya lo dije, pero no recuerdo qué) y no
hice ningún comentario hasta la siguiente puerta abierta, que fue la de nuestra habitación. Dormíamos
casi sin ropa, más que por gusto porque no es posible dormir de otra manera en el verano rumano.
Desperté supongo que también por el calor, cuando vi a Călugăriţa, arrodillada en la puerta,como si
rezara pero con los ojos bien abiertos. Nos miraba, pero más a Mădălina, tanto que terminó por
despertarse y decirle con una señal que no importaba, que podía subir . Desde entonces casi siempre,
excepto en esos días del mes en los que Mădălina estaba en modo cielo católico y le gustaban menos
las monjitas ortodoxas, Călugăriţa durmió en nuestra cama. Casi siempre a los pies, pero a veces con
52
nosotros en la almohada y siempre más del lado de ella que del mío. Fue mía la idea de que, ya que era
la primera en despertarse y se quedaba mirando por la ventana, nos hiciera alguna lectura en la mañana
durante el tiempo que pasábamos entre despertarnos y decidirnos a poner los pies en el piso. No creo
que nos hubiéramos aburrido nunca de su voz y aunque cada vez resultaba más difícil encontrarle
lecturas apropiadas para ese momento, sobre todo porque cuando fuimos más allá del
Satiri/Decame/Necromi- cón ya algunas le parecieron demasiado indecentes y las leía tan de mala gana
Yo habría terminado por entender su mala cara y esa complicidad que se desarrollaba entre las dos. En
cambio, Mădălina vio un problema enorme en que Călugăriţa, pese a que lo intentamos de todas las
maneras posibles, demostró que no era capaz de manejar el látigo y leer al mismo tiempo y la única
vez que más o menos logró hacerlo t le hizo una herida en el labio que si no terminó con una sutura en
la sala de urgencias del hospital Coltea, fue porque en la casa teníamos una reserva suficiente de ţuica,
que, muy bien lo aprendí yo cuando estaba recién llegado a Bucarest, es inmejorable como
desinfectante y antibiótico. Si alguien se hubiera muerto en las semanas siguientes, Călugăriţa hubiera
podido preparar coliva y Mădălina a lo mejor hubiera olvidado la rabia que sentía cada mañana cuando
tenía que ponerse base maquilladora en la cortadita sobre el labio, pero nadie con algo de sensatez
prepara coliva sino hay funeral. La mala suerte quiso que no tuviéramos más velorios ese verano, ni
vecinos, ni familiares, ni compañeros de mi trabajo o del de Mădălina y que, precisamente por el calor,
Călugăriţa sufriera de una irritación de garganta que la obligaba a parar para tomar agua durante sus
Mădălina fue la primera que dijo “ Călugăriţa tiene que irse”. Yo no habría tenido corazón.
Las discusiones que tuvimos en las semanas siguientes fueron las más memorables de una vida en
común más bien tranquila donde las disputas eran casi siempre con que el café dulce tenía poco café o
mucha azúcar. No quería que Călugăriţa se fuera, pero en el fondo me daba igual. El problema era que
al haberla recogido habíamos asumido una responsabilidad que nos impedía, moralmente si se quiere,
53
volver a dejarla en la calle. Călugăriţa no era una de esas monjitas que saben pedir comida puerta a
puerta y aunque cualquiera que conociera sus cualidades (la lectura y el coliva, apenas para empezar)
estaría feliz de hacerle un espacio en la sala o en el jardín, la voz lectora no se ve y,a nadie se le nota de
lejos que sabe hacer un buen coliva, Quién sabe cuántos días pasaría caminando por ahí, al sol y a la
lluvia porque se le notaba que era tímida y nunca se metería en una casa donde no la hubieran invitado.
Llevarla hasta la Terminal de buses de Ploiești habría querido decir tener que ir hasta Ploiești, un
pueblo al que yo no quería volver luego de haber publicado un informe con datos mitad inventados,
mitad robados de otros autores sobre los campos comunistas de lavado de cerebro.
“Si alguien en Ploiești leyó mi informe y me reconoce, son capaces de volver a abrir la prisión para
estrenarla conmigo”.
Yo sabía que no era cierto, que las personas no leen lo que se escribe de ellos y sobre todo que ya
después de haber entregado mi informe me di cuenta que la prisión no quedaba en Ploiești sino en
Pitești, pero odio los déjà vu y no quería dejar a Călugăriţa allí, junto a la taquilla, como si el tiempo no
hubiera pasado. No lo estaba planeado cuando algunos meses más después la dejamos en la estación
de trenes de Sinaia. Íbamos los tres para Brașov, bajamos a comprar un café dulce y vimos un letrero
que decía « Monasterio ». Supusimos que se le ocurriría seguir ese camino. Mădălina le indicó con la
palma de su mano que no volvería a subir con nosotros al tren. Por un instante Călugăriţa estuvo tan
segura como yo de que se arrepentiría. Luego se dio la vuelta y al mismo tiempo en que sonaba el
silbato y empezó a caminar. No en la dirección que indicaba el letrero sino hacia los bosques.
Pensé que al llegar a Brașov Mădălina diría algo así como « Aún podemos ir a buscarla » o al menos
“No debimos” o al menos “Voy a extrañarla” o al menos “Me había acostumbrado a ella” pero no la
nombramos hasta mucho tiempo después, en la cena post-cremación de un conocido lejano. Mădălina
casi se abalanzó por la primera tajada de coliva. Al morderla dijo “¿Tú crees que Călugăriţa estará
54
bien?” -No creo que fuera una preocupación sincera y ni siquiera una nostalgia por esa monjita que nos
había preparado el mejor coliva del mundo, sino una excusa para hablar de cualquier cosa. Después de
Melun - Milán
La italiana no conoce la ruta y a esa hora los trenes suburbanos que se alejan de París siempre están
vacíos. Es decir, lo están a partir de cierto punto, porque hoy es domingo y aunque en Gare de Lyon
aún suben familias que han pasado el día en París, las mujeres africanas con sus trajes coloridos de día
de fiesta, ya en Brunoy no quedan en los vagones más que unos cuantos pasajeros, una chica con la
55
mirada en otro planeta que parece grabar los sonidos de las puertas al cerrarse y las copias
abandonadas de la edición del viernes de 20 Minutes que comparten lugar en el piso con restos de
cheeseburger.. A pesar de las doce paradas (han agregado una en Maisons Alfort), el recorrido
completo de ese tren, la línea D del RER, no toma más de una hora. Una hora es mucho para un final
de tarde de domingo. La italiana se pone de pie y camina hasta el asiento de un argelino joven que
escucha MP3. “¿A dónde va este tren?” pregunta. “A Melun” contesta el pasajero. Ella cree haber
escuchado “Milán” y se emociona por un segundo. O menos que eso. Un tren tan solo no puede ir tan
lejos. La mujer mira de nuevo el mapa sobre la puerta. “MELUN” lee sobre el punto que marca la
Uno diría que Massimo máximo tiene cuarenta. Tal vez sea un poco más joven pero lleva demasiados
kilómetros encima para menos de cuarenta años. Él cuarenta y ella treintaycinco, también
prematuramente envejecida. Massimo niega con la cabeza (pero no niega nada en concreto, niega las
cosas, la situación) y sólo deja de hacerlo para recostarse contra el vidrio como lo ha hecho durante
toda la ruta de ese tren, como lo hizo durante toda la ruta del tren que había tomado antes.
Massimo había bajado en París a las ocho y media. Máximo a las nueve de la mañana. Ahora debía ser
casi medianoche. Como era fácil hacer la cuenta del tiempo, pensó en términos de acciones. Bajar en
París, estar en París por primera vez y salir de la estación llevando una maleta de ruedas que tendría
que arrastrar hasta que encontrara la dirección anotada en un papel arrugadísimo que sacó de su
chaqueta, una de esas chaquetas como para llevar con corbata aunque él no la llevara. Si alguien le
preguntara qué llevaba en su maleta tampoco habría podido responder, pero del papel en el bolsillo
tenía certeza, lo había sacado un millón de veces para saber si aun estaba ahí.
56
- No « Piaf », « Piat »
- ¿Seguro?
Y ahora tenía a Verónica de frente en el tren (el tren que iba a Melun y no a Milán) tomándolo de las
manos y sintiendo cómo él se le escapaba, no deslizándose como hacen los amantes que no quieren
soltarse sino liberándose con fuerza para volver a apoyar la cabeza contra la ventana.
Las cosas más o menos marchaban bien para Verónica hasta las dos de la tarde. Comenzaba a
encariñarse con los patos asados colgados en la ventana, las frutas africanas y los anuncios en chino
que encontraba cuando bajaba hacia el metro. Un par de tardes por semana terminaba el día sentada en
un macdonald’s tomando un café que no era tan bueno como el de Milán pero era café. Era extraño
para ella que tomando ese café que no sabía a Milán se acordara de Milán y de Massimo y del día que
los dos habían llegado a vivir a Milán sin conocer a nadie. Se habían conocido a la salida de la
Centrale y esa noche llovía y habían alquilado un cuarto de hotel para los dos (“Para pasar la noche,
sólo para pasar esta noche, mañana veremos”). “Máximo una semana » dijo Massimo. « Máximo diez
días » dijo Verónica. Massimo había puesto un colchón en el piso pero con los días (no muchos días,
los dos estaban muy solos en esa época) ella había dicho “¿Estás incomodo allí abajo?” y él había
subido a su cama y aunque a la mañana siguiente habían discutido porque él la había llamado 'bambina
stronza' como parte de un juego que ella no había entendido, ya no se había bajado más. Verónica
terminaba su café de final de tarde y todavía pensaba en Milán y en Massimo pero el pensamiento se
“Como si mi vida con Massimo se quedara en el fondo del café” se había dicho tres días antes.
Las cosas más o menos marcharon para Verónica hasta las dos de la tarde cuando sonó el timbre. “Este
edificio se está desmoronando” pensó mientras bajaba los peldaños casi curvos de las escaleras.
El edificio se estaba desmoronando. Massimo tuvo apenas el tiempo de preguntarse qué había pasado
desde el último día (“Última tarde, fue por la tarde que la vi”) en que vio a Verónica. Sólo pudo pensar
“¿Qué pensaste?”
“¿Cuándo?”
“No pensé nada” dice Massimo “pero fue verte y saber que lo que me habían contado era verdad”.
Casi todo era verdad porque siempre hay extras. Algún detalle inventado para llenar un hueco, para
explicar la cosa. También Massimo exageró sus dificultades para ir con su maletica de rueditas a pie
desde la Gare de Bercy hasta la Rue Rebeval, pero en esencia no mintió. ¿Ella, en cambio, había
mentido? ¿Mentido sólo un poco? ¿Mentir sólo un poco es mentir o es decir media verdad?. Él lo había
hecho antes, también muchas veces se había dicho que no iba a volver a hacerlo y ahora en ese tren que
se detiene en Cesson (eso dice el letrero azul en el andén que casi no se ve en la oscuridad),
antepenúltima parada, dice esas verdades exageradas mientras los tres últimos pasajeros, el argelino, la
chica de la grabadora y una señora que no habían visto, bajan del vagón. Massimo se siente más
tranquilo ahora que han vuelto a quedarse solos. Piensa que si al final va a perdonarla (eso le dice
Verónica, que la perdone) bien podría dejar que ella se abalanzara sobre él y ahorrarse el resto de esa
discusión que había durado desde que Verónica abrió la puerta (“El edificio se está desmoronando”) y
luego había pasado (la discusión) por un café en un café lleno de kurdos que veían en la tele carreras
de caballos (él arrastrando siempre su maletica de ruedas) y por un puente sobre un canal y por una
cerveza, claro en l’Express, un bar de viajeros frente a Gare de Lyon donde también veían carreras de
58
caballos y una pareja de morraleros jóvenes se decidía a continuar camino en autostop porque los
trenes eran impagables. Tanto caminar desde la Rue Rebeval hasta Gare de Lyon. Un reloj inmenso en
el bar. Todos se van despacio. “Debería dejarte aquí y regresar a Milán” dijo Massimo en el bar.
Máximo se quedaría una hora más. Massimo y Verónica se hacían reclamos pero sobre todo se
miraban. Ella abría los ojos y él negaba con la cabeza. “Puedo largarme ahora” pensó Massimo cuando
terminó su cerveza y se puso de pie. Tenía el billete de regreso a Milán en el bolsillo. Iba a decir “Me
¿Y por qué si había viajado desde Milán (“¿Cuántos kilómetros si el tren sale a las tres?”) ahora sentía
cierta pena de que todos los pasajeros del RER D la vieran rogándole? Y era tan tonto eso. ¿Y si
negaba con la cabeza era porque la situación era esencialmente tonta sobre todo ahora que los
Verónica caminó de nuevo hasta la puerta. La ruta terminaba en Melun (era en Milán donde Massimo y
Verónica se habían conocido saliendo del Centrale. Llovía). Luego podían tomar otro tren hasta
Montereau-Fault-Yonne si lo que querían era seguir subidos en un tren. “Bajemos en Melun" dijo ella
“Tal vez encontremos un café”. Todo el día había sido así, todo el día desde el encuentro en la rue
Revebal. Antes de timbrar, Massimo había pensado « Máximo timbro dos veces » y se había
“¿Cuándo?”
“Tú desapareciste”
Verónica sonríe (ha llorado varias veces desde que abrió la puerta pero ahora sonríe) y levanta la mano
para tocarlo al mismo tiempo que Máximo mueve la cabeza para esquivarla. Dos veces más ella intenta
acercarse, susurrar algo. Tanto tiempo sin escucharla y ahora ella susurrando, hablando de las cosas de
entonces. De Milán. De cuando pagaron una noche en el hotelito frente a la Centrale sólo para recordar
dónde se habían conocido y luego ella hizo lo que hizo y luego él viajó con un papel arrugado para
encontrarla y para encontrarla tuvo que recorrer París con la maletica de ruedas. Tanto jurar no
buscarla, tantas botellas de vino despachadas una tras otra pensando dónde se había metido Verónica.
“Sólo quería saber que estabas bien” dice Massimo “Máximo mañana regreso a Milán”.
El tren se detiene. Él baja primero. Ella se queda en la puerta mientras se apagan las luces de todos los
vagones. Desde el andén Massimo ve que afuera, en la placita de la estación, hay una farmacia aún
abierta. Tal vez haya un café. Un bar como ese donde habían tomado una cerveza una hora atrás.
Massimo y Verónica salieron de L’Express, cruzaron la calle y entraron a la Gare como quien entra a
un callejón o a una plaza, como quien pasea por las estaciones de tren en plan turista enamorado.
Siguieron discutiendo (él meneando la cabeza, ella llorando a ratos, a ratos tratando de alcanzarlo con
la punta de los dedos) y pasaron frente a los trenes formados en fila (“Si las cosas hubieran sido de otra
manera habría un hotel esperándonos”) y bajaron a las vías subterráneas y allí estaban parados,
Massimo con las manos en los bolsillos y el papel arrogado con la dirección (“Seguro, Rue Rebeval.
La vi entrar y salir varias veces” ) y el que se detenía era uno de esos trenes suburbanos de final de
domingo, como los de la línea S en Milán y Massimo miraba la puerta abierta. Un negro le pidió fuego.
60
Massimo sacó un encendedor. Verónica le preguntó si había empezado a fumar de nuevo. Él contestó
apenas y ella no dijo nada más hasta que preguntó“¿A dónde ira este tren?”. Como si Massimo supiera,
El tren va hasta Melun. “Melun suena como Milán” piensa Massimo y comienza a alejarse arrastrando
su maletica de ruedas. Verónica salta de la puerta del tren (y la puerta se cierra tras ella) y lo abraza por
la espalda y lo hace girar y lo besa por la fuerza. Y cuando él la abraza la maletica de ruedas rueda por
“Bambina Stronza” dice él. Así la llamó en Milán cuando despertó de la primera noche que no pasó en
el suelo. “Bambina Stronza” dice una vez más y la abraza porque ha comenzado a llover y ahora, en
Melun como en Milán hace unos años, hay que buscar un hotel para pasar el resto de la noche.
61
Mi mamá me ama
Cada una de las mujeres con las que he estado me ha alejado más de mi madre. De ahí salen dos o tres
ideas. Que es una distancia que lamento, por ejemplo, y que está comprobado que no hay amor como el
materno. Esas mujeres ,“esas mujeres” diría mi madre, no han sido pocas. A veces hacía listas. Por
grupos para facilitar las cosas. Las novias. Las amigas cuyo sentido de la amistad pasaba, como el mío,
por la cama. Las que coincidieron conmigo en tragos y pocas inhibiciones y las que inventé para mis
amigos, que no por eso eran menos reales, que no por eso me despertaban menos recuerdos. Todo eso
lo hacías desde mucho antes antes de ese trece de mayo. Varias veces me he preguntado qué tanto tuvo
que ver mi madre con el hecho de que yo estuviera allí, sosteniendo un fusil, escondido detrás de un
montón de basura a la vuelta de una esquina en Ciudad Bolívar. Lo pensé en ese momento. Luego no
pensé más. Eramos tres y salimos al encuentro del camión de leche, que apenas si podía terminar de
subir la cuesta (y había que esperar a que terminara de subir, sino se rodaba otra vez). No era la
primera vez que hacíamos esa operación. Podría incluso decir la cualésima vez era, sólo habría que
contar, como con las mujeres. Uno de nosotros frente al camión, otro en la ventanilla del conductor al
que tenía que explicar en tres frases gritadas que la cosa no es con usted, que usted también es
explotado, que detrás de su trabajo mal pago están los grandes pasteurizadores y detrás los dueños de
las vacas, terratenientes y latinfundistas ellos. El tercero tenía que abrir el camión, de un golpe seco
con la culata del fusil, o de un tiro si acaso y empezar a repartir las bolsas de leche a la gente que ya
llegaba. Y siempre había los pelados que se subían a ayudar a repartir, hasta que el camión quedaba
vacío. Esta vez el tercero era yo, abrí la puerta de un tiro, los primeros vecinos llegaron. No es que a la
policía no le importara lo que hiciéramos, pero nunca bajaban. Y nosotros tampoco íbamos a donde
estaban ellos, o todavía no habíamos ido porque ese día iba a llegar, claro, le había llegado a mucha
gente. Yo no había disparado nunca un segundo tiro. Se veía que de más lejos venían otra cantidad
bajando entre las calles. Vaya uno a saber cómo es que en Ciudad Bolívar, que es lo bajo de la bajo, se
podía uno mover y seguir bajando. O es que los tugurios siempre dan la impresión de colinas. Yo metí
el dedo en la récamara para ver si el cartucho había entrado y estaba listo y no estaba, entonces metí el
62
dedo un poco más, a veces uno lo destrababa empujando un poquito. Así se ahorra desarmar el fusil y
El movimiento funcionó. Escuché el click. Hay tantas vidas que se deciden en un click. La bala subió a
Uno sabe que tiene sangre fría cuando entre las manos tiene sangre caliente.
Las opciones que se me presentaban no eran tales. Yo podía ir a un Puesto de Salud. Había varios
donde nos atendían, pero alguien podía terminar diciendo lo evidente, que esa falange aplastada que
yo había envuelto en un trapo lleno de grasa y que me obligaba a no utilizar la mano mientras me
botaba por un desbarrancadero no podía ser fruto de un accidente en una prensa de esas que yo había
visto y nunca en la vida utilizado. No le tenía miedo a la cárcel, pero era la época de Turbay y podían
llevarme a Bogotá y a las Cuevas de Sacromonte sí les tenía miedo. O las imaginaba y sentía un
vértigo. Puede ser lo mismo. No vi a un médico hasta casi dos semanas después. Dijo que lo único que
Uno no puede describir un dedo amputado. O dos tercios de dedo amputado, lo que es peor porque ese
tercio restante exigía no ser relegado como si pudiera volver a crecer. Con los meses me fui
convenciendo que así sería. Que ese pedacito de pellejo se llenaría de hueso y luego la piel se iría
estirando, primero nueva y blanca como la piel de los quemados, luego con manchitas como la de los
ballenatos, luego tendría ese color que es fruto de las tres razas que poblaron mi tierra y luego habría
una uña con un cuarto creciente y las catorce líneas que separan la uña del primer nudillo y las
ventiocho que la separan del segundo y algunas se irían haciendo más profundas y alrededor de esas
Conocí a Alina casi un año después. El nuevo dedo no había ni siquiera comenzado a crecer. Siempre
di a todas esas mujeres una justificación heroica antes de que me la pidieran, sobre todo porque nunca
me la pedirían. En esa época la explicación se acercaba a la verdad sobre todo porque Alina (y luego
Diana y Susana) estaban convencidas de la Causa. Cuando dejé el movimiento, eliminé el fusil de la
historia. Yo había sido un luchador desarmado. Cuando entré al seminario, lo que no quiso decir que
dejara de ver mujeres, eliminé la Causa como causa. Los ochenta se acababan y ni los más fervientes
admiradores del cura Camilo encontraban popular la Teoría de la Liberación. O no sé, para los del
seminario era un anarquista del tipo español, un republicano a deshoras cuando ya Franco había
muerto. Milena no sabía ni siquiera de su existencia. Le gustaba salir con un seminarista y eso era todo.
No hay nada más fácil para un cura que acostarse con alguien, luego es cuestión de gustos. En la
esquina de la Caracas con 63, donde ahora han construido la estación de Flores, había un hotel donde
uno podía encontrarse a todo el Seminario Mayor, tanto que el padre Castro lo llamaba “El jardín de
efebos”. Eso le contaba yo a Milena Orozco a unas calles de allí, en un cuartico también sobre la
Avenida Caracas, con vista a las obras de la Troncal. Yo ya no bebía, ella sí. No era la primera vez que
“Deberíamos haber traído un casette” dijo. Yo tenía uno con temas de programas de televisión entre
ellos el de Misión Imposible. Milena se quitó la blusa y empecé a acariciar su cadera con mi mano
izquierda. Si menciono a Alina y a Milena no es por puro parecido en los sonidos, sino porque fueron
la primera y la última mujer que logré llevar a la cama sin que tuviera que pagarles, lo que de todas
maneras es la única diferencia entre los dos grupos. Antes y después de que comenzara a pagar siempre
me comprendieron. Antes y después, ninguna ha hecho un comentario sobre mi dedo, mis dos tercios
de dedo faltantes o la manera cómo, con los años, los otros nueve se han ido alargando unos milímetros
como si hubiera un número, una longitud total, que hay que completar. Todas propusieron alguna
solución cuando se dieron cuenta que no sabía si introducir mi dedo incompleto, que había sido tan
hábil con el gatillo, o mi torpe anular izquierdo. Todas dijeron que no importaba, que comenzaramos,
64
que volveríamos a intentar otra vez, que la próxima, seguro. La mayoría volvió a verme. La última,
Natalia, (la primera puta fue Amalia, la simetría de los nombres que riman) hizo todo lo que pudo con
Pero, como siempre, no pude ir más allá. No podría. Hacerlo con una mujer que está “fría como una
navaja, apretada como un torniquete, seca como un tambor funeral” debe doler. Debe ser una violación.
“No me importa” gritaba Natalia en su cuartico del centro “No puedes no desearme”
La deseaba claro y ella a lo mejor me deseaba también, aunque ya no como cuando deseaban un cura.
No me fui del seminario por una crisis de fé, nunca había creído más que en la hermandad que predico
Cristo, el gran comunista. Creo que le conté esa historia. Horas más tarde dejé los billetes sobre su
mesa, ella insistió en que no, salí de su casa, caminé por la séptima. Un taxista se detuvo, me dijo,
déjeme que lo lleve, lo van a atracar si no, dije que no tenía dinero o muy poco, dijo que me llevaría
por lo que fuera, que no me iba a dejar tirado para que me pegaran una puñalada. Avanzando por la
séptima a toda velocidad y luego por la Caracas a los pies de edificios con las ventanas tapiadas pero
en los que todavía hay quienes viven. Yo he escuchado de muchas personas en Bogotá a las que han
apuñaleado. Las puñaladas no se sienten. Uno siente el calorcito de la sangre, como pasó con mi dedo.
Se lo mostré al taxista. Paramos en el único semáforo de todo el recorrido que a esa hora no podía
saltarse, porque bajaban muchos carros, o pocos pero rápido. Dos viejos arrastraban costales llegando a
una bodega de esas en las que compran material reciclado. Pensé-supe- que algún día terminaría como
ellos. Un bombillo que colgaba del techo hacía su mejor esfuerzo por alumbrar las paredes azules y la
Estamos a principio de los ochenta, ya conozco gente del Movimiento. Hay un indigente que grita
afuera boteeeellas, papeeeel, boteeeellas, papeeeel. Echeverry está traduciendo una canción, que en la
vida podría yo decir quién cantaba. Dice “Apretado como un tambor funerario, frío como una navaja
“Es cuando uno no puede excitar a la vieja. No lo puede meter si estás así”
65
En la sede universitaria, Adriana, trabaja en una serie de fichas bibliográficas que debe hacer para
pasar una materia que se llama “música y sociedad”. Afuera pasan un ciclo de cine y rock, la película
se llama “Le lobo” creo. Le digo que subamos al techo. Fumamos un mustang. Pudo ser un Belmont,
pero no sé si el Belmont que fumé tanto en el monte ya existía en esa época. Guardamos las colillas en
un hueco del ladrillo, en unos años volveremos para ver si están allí, para ver cómo es la momia de una
colilla. Nos besamos, ella me obliga a darme la vuelta porque el cemento del techo le hace daño en la
espalda. En cambio no se queja del frío cuando sus muslos están descubiertos y entonces pienso en la
canción que Echeverry traducía. Mi dedo es torpe y sin embargo tengo una erección en ese taxi y
pienso decirle al tipo que me lleve a alguna parte, pero pienso en Natalia y es inútil. El problema no
soy yo, es que no puedo entrar en algo seco y apretado y frío pY luego fue mi paso por el seminario y
luego lo dejé.
madre duerme y aunque no durmiera ya nunca me pregunta dónde he estado. Le cuento a veces que vi
una chica, no se lo contaba entonces. Le escribí una carta desde las montañas de Colombia (pienso en
la expresión y aún es bella) en la que le hablaba de Adriana, de quien nunca volví a saber.
Hoy he decidido que me voy a dejar morir. No a matarme. Es diferente. La diferencia es el llanto de mi
madre. No la vi llorar cuando se murió mi papá, pero sí cuando mi hermano. No podría. Sé que va a
llorar, claro, pero no podría añadir a esa pena tan grande la pena de hacerle saber que, luego de todo lo
(Fragmento)
No hay razones para salir a la calle. Nunca pude entender cómo hay personas que se levantan para
66
trabajar y así tener dinero para comer y tener la fuerza para levantarse a trabajar. No desprecio esas
vidas, me dan lástima, esas vidas son casi todas y pudieron ser la mía. Luego de que dejé el
Movimiento en el que queríamos que nadie volviera a tener vidas como esa, tuve varios trabajos. Paseé
perros. Diagramé empaques de pastas. Trabajé en una avícola alineando los pollos que se salvaban de
una primera decapitación para que no sobrevivieran el segundo paso por la máquina. No deja de ser
chistoso que los trabajadores tenían pánico de esa máquina porque podía volarles un dedo. Como si eso
cambiara algo en la vida. Vendí productos Amway, Herbalife y Omnilife y cerraduras de seguridad.
Luego regrese a vivir con mi madre. Administro la panadería que dejó mi hermano. “Administro” es
una palabra enorme. Pago y recibo. Casi siempre lo que pago es más de lo que recibo.
Si vivo con mi madre no es por acompañarla sino porque luego de que la venta de cerraduras a
domicilio no diera más, fue la única persona que me invitó a vivir con ella. Mi hermano se opuso. Dijo
que ya estaba bueno de idealismos. Viví en un inquilinato hasta su muerte. Luego me mudé de regreso
a mi casa.
No fue mi enésimo fracaso, ni la manera como Natalia. Miraba mi dedo incompleto avanzando hacia
sus piernas abiertas y luego diciendo no importa, yo siempre fui un poquito así. Fueron los hombres
arrastrando costales por la Avenida Caracas, el hecho de que renuncié a querer cambiar las cosas, a que
los que se salieron a la organización renunciaron a querer cambiar las cosas y los que se quedaron en la
organización renunciaron a querer cambiar las cosas. Una vez creí que las cosas funcionarían. Ella se
llamaba Gloria, viví un tiempo en su casa, adoptamos un gato. Su hermana, que salía con un tipo que
se llamaba Baldomero, un milico, me detestaba. Luego Gloria se casó también con un milico.
En el mundo hay tres clases de hombres: Los del montón, los revolucionarios y los que follan por
placer, más allá del placer ordinario, los que descubren y se aventuran cuerpo tras cuerpo así sepan que
67
al final encontraran el hastío. A los primeros los mueve la rutina, a los segundos el altruismo, a los
terceros el egoísmo. No pudiendo haber llevado la vida ordinaria de la que murió mi hermano,
sabiendo que no hay utopía que no degenere, me habría quedado la tercera opción, pero nunca podré
lograr en una mujer la humedad que precede el placer. Nunca podré creer tampoco en sus disculpas por
“No quiero vivir más” dije a mi madre. Le expliqué la primera razón. No puedo vivir la vida del
obrero. Ella siguió desayunando. Hundía el pan en una taza con yogurt. Dijo que me veía triste hacía
días. Yo pude haberle dicho que debería haberme visto triste hacía años, pero luego pensé que algo
debió acentuarse desde la noche de Natalia y el taxi. ¿Cuántos años podía yo llevarle? ¿Veinte? Desde
la noche de los viejos de los costales ¿Cuantos años podían llevarme ellos? ¿Veinte?
Mi madre hundió el pan en la tasa con yogurt. Dijo “Ayer dijiste que no podías llevar una vida de
obrero y sin embargo tantos años pasaste queriendo un país en el que todos fueran obreros”
“Comienza una revolución” dijo. Se levantó de la mesa. Fue al cuarto a cambiarse aunque ya no salía
de la casa. Me pidió que le llevara otro vestido del armario del salón.
“Estoy incapacitado para la revolución” dije y mostré mi dedo ella lo miró y me quitó el vestido de las
manos.
Mi madre mordió el pan. Nunca he visto comer pan con yoghurt a alguien con tanta dignidad como
ella.
Mi madre se paró de la mesa. Nunca he visto a nadie comiendo pan con yoghurt. Tampoco he visto a
Luego explique el resto. Que nunca había tenido mujer, primero porque había sido demasiado tímido,
luego porque fui demasiado torpe y después porque mi dedo incompleto me hacía un inválido. Tuve un
par de erecciones mientras lo contaba. Cuando recordé. Cuando terminé mi madre había acabado de
vestirse. Se secó las lágrimas con su vestido que estaba creo recién lavado.
Ahora me parece tan obvio que mi madre había leído todo lo que había escrito en mi diario. Así creyó
lo que yo le había contado cuando se cambiaba. Todo mundo le cree a la escritura privada. Como si
“No es la gran cosa” dijo “Acostarse con alguien no es la gran cosa más de cuatro o cinco veces en la
vida. Las segundas o terceras veces”. Imaginé una comprensión que se esfumó cuando dijo “Es una
lástima que hayas gastado todo tu dinero en putas”. Mi madre no me entendía. No podía entenderme.
Tenía sus diez dedos completos. Largos y aún bellos. Los dedos que ella le metía a mi padre en la boca,
con los que ella descubrió su propia humedad en una época en la que ninguna mujer podía imaginar
Dejé de salir desde entonces. Las cuentas y el dinero de la panadería me las traían a casa. Sospecho que
mi madre esperaba que yo saliera para acostarse en mi cama y esperarme. Como no salí, terminó por
“Hace unos días” dijo “dije que no valía la pena. Lo sigo pensando, pero no es justo que no lo sepas.
Sabes que puedes saberlo cuando quieras”. Luego volvió a su cuarto. Gritó que le llevara otro vestido,
siguió gritando que le llevara otro vestido, la escuchaba desde la cocina mientras me fumaba un
cigarrillo. Supe que si lo había dicho, si todos esos días lo había dicho es porque mi mamá me ama y
no dejaría que yo me echara a morir por tan poca cosa. Desde entonces ajusté mi puerta por dentro.
Temía que mi madre entrara en medio de mi sueño en ese momento en que los hombres somos más
vulnerables, en el que menos resistimos las tentaciones. Cambié mi hora de desayuno. La escuché
llorar varias noches. Comencé a pensar en que si ella estaba dispuesta a sacrificarse por mí, mi rechazo
debía herirla. Era bella para su edad, pero nadie la miraría. No habría un hombre. Su edad era como mi
dedo sin falange, su piel que no provocaba una erección era mi dedo incompleto. Empujé la puerta.
Pensé en otras personas. Ello debió pensar en otras personas. Volvimos a desayunar juntos desde
entonces. Lo repetimos en los años que siguieron, pero cada vez menos. Nunca pude saber si lo hacía
porque quería o porque veía en su cuerpo, cada vez más tibio, el único refuerzo contra un suicidio,
contra la pistola en la sien que no podría disparar porque no tengo con qué comprar una pistola y si
tuviera tampoco tendía un dedo para disparar el gatillo. Ella pudo creer que yo sentía algún placer pero
no era cierto, ella bien me decía que yo no me perdía gran cosa. Y bien que lo sabía.
Ella bien me decía que yo no me perdía gran cosa y bien que lo sabía. Ella bien me decía que yo no me
Han pasado casi dos horas entre las dos veces que escribí esta frase, la segunda con la tarea consciente
de imitar la caligrafía de la primera, en un esfuerzo por distraerme. Por pensar en otra cosa. Lo
70
explicaré así. La frase que seguía era “recuerdo cómo la hizo sufrir mi padre”. Un recuerdo abstracto
que me despertó una imagen de infancia. Tendría yo cinco años. Mi hermano, el que luego tuvo la
panadería, me había tirado una batería en la cara. Mi labio sangraba. Caminé hasta el cuarto de mis
padres. Habrán leído ustedes, yo sí, cientos de relatos de niños que ven a sus padres haciendo el amor y
creen que los gemidos se deben a la violencia del padre y no al placer. Una descripción tan pobre, tan
gastada como acción como la de una empleada y alguien que se cae de una escalera por mirar la vecina
que toma un baño al otro lado del muro. Yo no creí que mi madre sufriera, yo sabía que sufría, yo sabía
que el vaivén del cuerpo de mi padre, ese vaivén que me trajo al mundo, la torturaba. Yo no recuerdo
los gemidos sino las lágrimas, que no podía malinterpretar y a ella limpiándose con las sábanas,
Ella me vio en ese momento. Nunca me lo dijo. Tuve que recordarlo y entre los dos momentos pasó
toda mi vida.
Es por eso que he cerrado este cuaderno y camino hacia su habitación y le diré no puedo más, voy a
comprarme una pistola así no pueda accionar al gatillo. O un lazo, mamá, usted me ayuda a subirme a
una silla y se va a dar una vuelta, quién no va a creerle. Ella aún tal vez abrirá las piernas y seré dulce
una vez para enmendar a mi padre o para comprender o porque yo creo que también comienzo a
envejecer.
71
La Visita
Cameron no parecía una madre. Eso fue lo que pensé cuando la vi bajar del Copetrán que la traía desde
Bogotá. Sin embargo antes de pedirme que fuera a recogerla al Terminal de Transportes, Johanna me la
había descrito maternalísima: “un poquito mayor que yo, adora a su niño, se trasnocha por él”.
Mientras la esperaba, tomando tinto mientras el tipo que atendía la tienda me decía que esa noche
también llegaba su hija desde Barranca, la había imaginado señora. Una blusa de tela opaca en un solo
color. Un pantalón en coherencia. Un collar tal vez, un bolso de cuero. La que bajó parecía apenas una
adolescente atrasada de las buenas épocas del grunge, casi menor que Johanna. Se había vestido con
una camiseta larga y botas de altura impredecible porque se las tapaban unos jeans más bien raídos.
Tenía los dedos largos, pero sin esas marcas que van dejando los años y los oficios caseros y que
recordaba en los dedos de mi mamá, que además eran más bien cortos. El cabello le llegaba hasta la
cintura. La única cosa maternal en Cameron era el niño rubio de ojos enormes que ocupaba el coche
Con los bebés siempre hay un libreto. Se pregunta ¿Camina?-¿Dientes?-¿Primera palabra? Se responde
-Primerospasitos-Dosunomásleestá saliendo.
“Dijo Da” contestó Cameron “No sé si cuente como palabra”. Aurelio se durmió en el asiento trasero
72
del carro. Que hablen de uno no hace que una conversación sea más interesante. Pasamos frente a la
capilla de los Dolores, había una boda y Cameron me preguntó si en mi boda con Johanna tendríamos
también invitados judíos y con sombrero de copa como lo que estaban entrando.
Me reí.
Dije que a lo mejor no nos casaríamos. “Nadie tiene la suficiente imaginación para salirse de la única
Cameron no la había tenido. Conoció Hugo Jr. por amigos comunes. De ahí se había enamorado-
separado-divorciado, en poco menos de dos años. No fue ella quien me lo dijo, sino Johanna, unos
días antes cuando hablamos de su visita. Se conocían desde el colegio y habían dejado de ser amigas
por razones que a estas alturas de la vida no valían la pena ni siquiera como chisme. Se habían
reencontrado en Facebook y ahora ella venía a pasar en Bucaramanga los trece días de sus vacaciones
en los que nadie más podía cuidar a Aurelio. No fue Johanna la que me lo dijo, sino Cameron mientras
tomábamos un té que me quedó aguado y duró casi hasta las cuatro porque ese mediodía Johanna había
tenido una reunión larga en el hotel. Aurelio se quedó dormido luego de un llanto de veinte minutos
entre el momento en que bajamos del carro en la 33, el único parqueadero pagable en cincuenta
cuadras alrededor de mi casa y el momento en que el pito de la tetera se fundió en su cabecita con,
vaya uno a saber, el sonido de un barco. Hablamos de vacaciones de playa. Cameron dijo que llevaba
un tiempo sin ir, que entre más tiempo pasaba, era más difícil volver a broncearse. Al menos lo que se
podía ver de sus hombros era blanquísimo. Dijo que a lo mejor iría al Tayrona ese año. El Tayrona no
era un lugar confortable para Aurelio, pero un día o dos serían soportables y a lo mejor se quedaría por
el resto de la semana en Santa Marta. Le mostré a Cameron cómo desplegar el sofacama donde debía
dormir con Aurelio, en un saloncito que servía de comedor y de antesala a la ducha. “Es un poquito
incómodo, porque cada vez que alguien vaya a ducharse tiene que pasar” dije “pero la puerta puede
73
turno, pero le había tomado un tiempo el recorrido desde que era camarera y luego recepcionista y ya
sólo faltaba que el señor Oppenheim se muriera de viejo para que sus hijos la nombraran gerente. No lo
deseaba, pero iba a pasar de todas maneras. El abrazo entre las dos fue menos emotivo de lo que yo
hubiera creído y se fundió con la rutina de las preguntas mutuas. Debieron quedarse hablando hasta las
cuatro de la madrugada, pero Cameron no se veía cansada la mañana siguiente, cuando la acompañé a
Mercadefam a comprar comida para Aurelio. “Johanna se veía fatigadísima antes de salir para el hotel”
dijo como sonriendo. Yo agregué que tenía un genio de perros. Para Cameron era normal, desde que se
conocían Johanna había tenido ese cierto temperamento. Ahora con el señor Oppenheim enfermo, el
trabajo debía ser horrible. “A ti también te toca duro, con el ñiño” dije. Me guardé que si Cameron era
capaz de sonreír después de decenas de noches junto a algo que cada hora se dedicaba a llorar por
cuarenta minutos, Johanna bien podría levantarse de mejor humor. Tampoco era mi culpa que yo
estuviera sin trabajo: pronto me dedicaría a administrar el almacén de vinos que ella quería abrir y
tenía que aprender de management. Yo estaba hacia años en el mundo de las bebidas, pero una cosa es
ser barman y otra establecer la delicada relación no entre un proveedor y un cliente sino más allá de
eso entre la uva y las papilas de un hombre que había pagado por uno de los pocos placeres que no han
No era mi frase. Estaba citando Principals of wine branding and marketing: a systemic approach, de
Filemon de Sausage.
“¿Hablas inglés?” preguntó Cameron hojeando el volumen de 1025 páginas que llevaba varios días
sobre la mesa del comedor. La frase que había dicho estaba apenas al final del prólogo.
“Algo” dije. “Johanna aprendió más cuando tuvo unos amigos que escuchaban música americana. Yo
“Creía que todos los empleados de un hotel hablan inglés” dijo Cameron.
Yo habría podido ofrecer una bebida y cobrarla, si alguna vez algún ciudadano de los 51 países en el
mundo en los que el inglés es lengua oficial hubiera entrado al bar del hotel Oppenheim, pero ese
74
nunca fue el caso. Cameron me escuchaba mientras le daba al bebé una compota amarilla. Puso el
frasco sobre la mesa de la cocina que nos servía de comedor y estuve a punto de pedirle permiso para
probarla cuando me dijo que estaba hecha a base de menudencias y ahuyama. Yo habría creído que era
una combinación comible, provocativa incluso, de granadilla con feijoas o uchuvas, aunque el color
hacía pensar en otra cosa. El siguiente paso, me imaginaba, era pasear a Aurelio por el cuarto dándole
golpecitos en la espalda, pero Cameron me abrazó a mí primero. Dijo “gracias por recibirme”.
No había de qué. Mientras empezaba el negocio yo tenía el tiempo para acompañarla en las cosas que
podían hacerse en Bucaramanga si uno viene de turista con un bebé abordo. El martes pasamos la tarde
en Las Palmas viendo niños que jugaban banquitas y vendedores de helado. O más bien de bon ice,
algunos con gorrito de pingüino, otros disfrazados de pingüino y los demás empujando carritos con
forma de pingüino. Ávila y Yonfabis estaban ahí. Yonfabis dijo que, a punta de fotocopias y
,,comisiones” tenían por fin un viaje a Europa del Este. ,Es algo serio” dijo “Nos dan los tiquetes y un
dinero que debe durarnos seis meses si no gastamos en fiestas y trago”. Lo que quería decir que les
“¿Y después?”
“Cada uno tendrá una novia de apellido terminado en -ova. Ellas se encargarán de los gastos” dijo.
“¿Es suyo?”preguntó. En otra época Yonfabis había querido ser novio de Johanna pero había terminado
con Milena. Era por los mismos días que Ávila, que estaba enamorado de Piia, salía con Natalia
Hetfield. Nos veíamos en Palmas, pero el plan en esa época no era comer helados de carrito.
El miércoles estuvimos en el Parque Recreacional, pero tuvimos que volver temprano porque empezó a
llover y cerraron el lago y las atracciones mecánicas. El jueves fuimos al Jardin Botánico, casi tuvimos
que saltar la reja para salir porque el día había pasado demasiado rápido. El viernes no hicimos mucho
más que contarnos las vidas, que de todas maneras ya conocíamos casi por completo entre las
75
referencias previas de Johanna y los días pasados. Nunca había estado realmente bien con el papá de
Aurelio. “O no cómo tú estás con Johanna. Le tienes toda la paciencia”. “No siempre anda de mal
humor” pensé. Cameron dijo que desde el colegio había tenido ese problema de enloquecer bajo
presión. El viernes fuimos al zoológico de aves de Piedecuesta, donde aparte de tres pavos reales de la
India que habían costado la mitad del presupuesto municipal (Y se anunciaba descaradamente “Tito
Alcalde, le cumple a su gente”) no había mucho más que diferentes tipos de gallinas sobrealimentadas.
Cameron se rió más cuando trató de explicárselo a Aurelio que cuando se lo dije y era esa cosa frágil
que hacía fuerza para levantarlo del piso. Luego volvió a abrazarme, esta vez con menos motivos.
Llegamos a casa a eso de las siete. El viernes era casi siempre el primer día de la semana que Johanna
y yo hacíamos el amor, aunque lo repetíamos una o dos veces el sábado y una o dos veces el domingo,
que era también el día de la visita a su madre seguida de un paso rápido por La Colina para ver la
tumba de su abuelo. Con semejante agenda no podíamos faltar al primer punto, aunque Cameron y el
bebé estaban en la pieza del lado y aunque a veces los escuchábamos llorar. El abrazo posterior se me
confundió con las dos veces que Cameron me había abrazado durante la semana, aunque lo digo tal vez
porque soy demasiado pudoroso para admitir,que en cierta forma ya viceversa había ocurrido. Pasaron
el sábado juntas, yo me quedé en casa estudiando la reglamentación de la Secretaria de Salud para los
almacenes de licores que parecía concebido por los que ya estaban en el negocio para que nadie
pudiera entrar a competir con algo diferente a una licorera de barrio. No creo que haya pasado más de
quince minutos seguidos con los codos sobre la mesa de la cocina, que servía de escritorio casi igual de
bien que como comedor y sólo cuando llegó un mensaje de texto en mi celular, con ese ruidito tan
estándar, me di cuenta de que ya atardecía y de que el único resultado de mi tarde de trabajo era un
pliego de papel periódico lleno hasta la mitad de garabatos que no apuntaban a ninguna parte y que
pasados unos días ni siquiera yo podría descifrar. Quien escribía era Johanna. Traían compras (y el
coche y Aurelio) había comenzado a llover y necesitaban ayuda. Tuve tiempo de esperarlas en la
puerta del edificio. Johanna siempre me enviaba mensajes en lugar de llamar. Eso me impedía saber
dónde estaba. Eso me impedía calcular el tiempo que le tomaría llegar. Eso me impedía quedarme
76
trabajando los minutos que perdería abajo, detrás de una puerta de vidrio, detrás de la cual llovía. Vi a
Johanna primero, con los paquetes de las compras. Imaginé el contenido, todo debía ser más o menos
barato, pero si lo barato es mucho termina por sumar. Cameron empujaba el coche con una mano y
sostenía a Aurelio con la otra y con la otra la sombrilla que lo protegía de la lluvia y con la otra un
morralito. Estuve empapado en los veinte pasos que necesité para alcanzarla y tomar el coche. Su
rodilla chocó contra la mía cuando pasamos la puerta, las dos atrapadas entre el coche y el marco de
metal. Arriba, Cameron copió el gesto de Johanna cuando me sacudió al agua del cabello, aunque las
dos estaban mucho más mojadas que yo y las bolsas de compras se hubieran deshecho sino fuera
porque hace tiempo que en ningún supermercado las bolsas son de papel. Cuestión de pensar en el
planeta.
Cuestión de pensar en el planeta, también, que a diferencia de la bandeja industrial de sesenta huevos
habitual, lo que saqué fue una cajita de seis huevos naturales, obtenidos de gallinas que corrían felices
por la Mesa de los Santos o por los valles de Angulo y no vivían encerradas en una caja de pollos que
La había comprado Cameron, que secaba el cabello de Johanna antes de secarse el suyo, incluso antes
de secar el de Aurelio. La cena fue básicamente vegetariana, excepto por el salmón ahumado. Cameron
cocinó. Johanna había comprado el vino y en eso era insuperable. Era un rojo alemán, que tenía
pasado desapercibida en Schicksal, que era una región de buenos vinos o eso debí a escucharle a
Cameron estaba lista a tomar un trago directo de la botella, cuestión de celebrar que Johanna había sido
elegida durante la tarde la futura madrina de Aurelio. Pero servimos en copas, un brindis tranquilo.
Cuando la conocí, Johanna podía tomar media botella de un sorbo y yo tenía que detenerla para que no
“No me mires así. Ya habíamos dicho que si íbamos a montar un negocio de vinos serio teníamos que
77
moderarnos” dijo.
Cuando Aurelio comenzó a llorar, Cameron lo calmó con un sonajero que sacó de su bolso empapado.
Lo habían comprado a una gitana en los parqueaderos del Acrópolis. Luego le dio una papilla que
debía contener más o menos los mismos ingredientes de la ensalada que comenzaba a enfriarse en la
mesa. Aurelio no se durmió hasta que empezamos a comer y Cameron no se quejó por las veces que
tuvo que levantarse de la mesa. Había bebido menos que Johanna durante la cena, pero los ojos le
brillaban más.
“A nadie le brillan los ojos como a ti” le dije a Johanna luego en la habitación.
Johanna y yo nos habíamos conocido en la peor época del Hotel Oppenheim. Ella vivía en Piedecuesta,
y a veces se quedaba en casa de Natalia que quedaba, como el hotel, en el Paseo España. Llegaba
temprano, a la hora en la que yo tenía que sacar a los que se habían quedado dormidos. Cuando los
horarios se invertían, coincidíamos al revés, a las cuatro de la tarde. A veces en el turno de noche todos
entraban temprano a sus habitaciones y sin borrachos ni clientes pasábamos la madrugada tomando una
de esas botellas ya destapadas y viendo la televisión de los países donde ya era de día. Un día cerramos
la recepción y el bar y subimos a la suite del hotel en el piso 13, donde había una bañera que nadie
imaginaría en un hotelito como ese y desde donde podía verse toda Bucaramanga desde las luces del
aeropuerto, rompiendo la neblina como si se pudiera, hasta el tanque de La Cumbre, una torre de
castillo de agua. Con el tiempo dejamos de preguntarnos si alguna vez, luego de darse cuenta en una
visita a un horario no habitual que no había nadie ni en el bar ni en la recepción, el señor Oppenheim
tocaba a la puerta.
Johanna apenas tuvo tiempo de taparse con la reacción que termina por grabarse a fuerza de haberla
visto en cientos de películas. Cameron había dado dos o tres golpes sin esperar respuesta. Miró las
piernas de Johanna antes de pedir disculpas. Las suyas eran delgadísimas, el antónimo si hablamos de
piernas. O el antípoda no sé. Todo su cuerpo era delgado y casi lo atravesaba la luz que desde el
78
saloncito le daba por la espalda y la marcaba a través de una camiseta larga que se había puesto para
dormir.
O para no dormir.
Aurelio se había despertado otra vez. La enésima vez. Cameron quería saber si podíamos acompañarlo
un rato. Citó el consejo de un terapista que había visto y para hacerlo puso voz de terapista: “Muchos
padres que terminan por golpear a sus hijos, lo hacen debido a una tensión sicológica que se acentúa
por la falta de sueño. Si es posible trate de que un conocido la remplace por momentos”.La falsa
entonación no fue chistosa. Hay cosas, y muchas, que no dependen del tono con el que se digan. “Le di
agua de mujicoy y jezabel pero no funcionó. Prefiero pedirles el favor que tomar o darle pastillas”. Se
abrazaron en la puerta del cuarto, como deberían haberse abrazado cuando volvieron a verse después
de no sé cuántos años. La luz las dibujaba ahora a las dos, Johanna una cabeza más alta y vestida con
un pantalón de jogging menos transparente. Cuidamos a Aurelio todo el resto de la madrugada, sin
poder dormir de miedo a aplastarlo, a que se cayera, a que metiera los dedos en un tomacorriente, a que
se atragantara con la cobija. Johanna dijo que si el peso de Cameron era tan inestable cómo el peso
colombiano era por una ciclotimía que le venía por temporadas y que, tan redundante como pudiera
sonar, era cierto. “A veces toma pastillas. No sé si el vino vaya bien con eso” dijo “Más de una amiga
Pensaba en las amigas que tenía por la época en que nos conocimos. Creo que exageraba.
“Aurelio no llora si Cameron no está cerca” dijo. Nos dormimos muy tarde, no había un reloj en la
habitación pero ya se escuchaban los ruidos de los apartamentos vecinos y los domingos los ruidos
comienzan más tarde. Cameron sacó a Aurelio sin que lo notáramos. Johanna y yo hicimos el amor en
la mañana. Ella salió directo a la ducha y yo a la cocina. Aurelio comía una papilla de frutas, un
En Bucaramanga no hay nada qué hacer los domingos, pero al final de la tarde, de camino a casa como
si hubiéramos hecho algo, pasamos por una feria en el parque de San Pío.
79
Había juegos de tiro al blanco y pesca de patos, pero Aurelio estaba muy pequeño para eso y todos
estábamos muy pequeños para una de esas manzanas de caramelo o para una de esas suchetas
redondas, dos cosas que nadie puede terminar nunca. Cameron no quiso acercarse a la tienda de las
gitanas, dijo que no le gustaba que las gitanas se acercaran a los niños.
“¿Y el sonajero?”
“No son todas las gitanas” dijo Cameron. “pero de algunas hay que tener cuidado”.
Un espectáculo del Teatro de Sombras de Piedecuesta acababa de terminar. Una lástima porque había
escuchado que eran buenos y alguna vez yo había tenido un juego de sombras chinescas. Un set básico
con un librito de instrucciones y cartones que servían para completar algunas figuras.
Un juguete que había sido popular porque las dos la habían tenido.
Pero a Cameron debió haberle gustado más y había pasado más tiempo usándolo. O tenía muy buena
memoria porque aún recordaba, y con cierto entusiasmo porque se paró junto a la pantalla blanca que
aún no habían desmontado y formó con sus manos un cisne negro y luego un koala y un ornitorrinco y
luego una araña -tigre parada entre una mata de mujicoy de esas que ella utilizaba como somnífero
natural. A Aurelio aún no le había llegado ese momento en el que uno entiende que las figuras no
necesitan tener nada por dentro pero a Johanna y a mí nos hizo gracia. Volvimos cansados y directo a la
cama.
“La luz del saloncito está prendida” dijo cuando yo hundía mi nariz en la almohada. La luz alumbraba
todo el corredor y la cocina. En el saloncito Cameron hablaba con su niño. Tenía que atravesar todo el
corredor para llegar al interruptor. Cameron lo había atravesado la noche anterior antes de abrir la
puerta. Después de haberla visto hacer las sombras chinescas, me pregunté si era posible que supiera
que la luz de afuera le atravesaba la ropa y me dejaba ver su silueta. Pensé en la araña tigre, en nuestras
rodillas estrellándose y en golpear en el saloncito con cualquier propósito o con ninguno. Bastaría dar
dos golpes y abrir la puerta para preguntar si todo estaba bien, si necesitaba algo para Aurelio. De
nuevo sonaba el juguete gitano. “No abras” dijo cuando puse mi mano en la manija. “Un segundo me
80
visto”. Se puso otra vez la camiseta de Rexona. “Creí que era Johanna” dijo “Todo está bien” dijo.
“Estar sola con Aurelio es duro para ella” dijo Johanna cuando me volví a meter a la cama“Espero que
pueda dormir”.
Johanna durmió bien. Yo no. Me preguntaba si Cameron dormía con su hijo. Si un-segundo-me-visto
quería decir que hasta entonces estaba desnuda. Después de dos noches mal dormidas no escuché a
Johanna cuando salió para el turno de la mañana. Cuando me levanté, la camiseta de Rexona estaba
tirada sobre el sofa cama desplegado. El bebé dormía pero no se escuchaba el agua de la ducha a través
de la puerta ligeramente abierta del baño. Cameron debía haberla dejado abierta para escuchar si el
niño despertaba, pero luego pensé que si yo la empujaba apenas fingiría sorpresa. Pasé las manos por la
camiseta, no tenía su olor, tal vez no lo había usado en toda la noche. Cameron no sabía que me había
despertado, tal vez no sabía que yo estaba en el apartamento. Sólo escuchamos los ruidos que
queremos oír. Sobre la mesa seguía la botella con el cuncho de vino que había quedado de dos noches
atrás. No era mucho y si me tomó un tiempo acabarlo fue porque por un rato sostuve el vaso medío
vacío en mis manos pensando si mejor tomaba un café, echaba a lavar las fundas de las almohadas y
trataba de avanzar en el libro de Sausage. Cuando puse el vaso vacío sobre la mesa y pensé que a lo
mejor sí hubiera sido mejor un café, que Cameron sabía que yo estaba en el apartamento y sabía que yo
estaba despierto. Que las llaves cerradas de la ducha eran una manera de invitarme, de que todo
pareciera casualidad porque yo de otra manera nunca podría terminar de abrir esa puerta. Entonces ella
la abriría, por sorpresa también, me encontraría con la mano izquierda todavía sobre el vaso y la
La imaginé levantándose, volviéndose a poner su vestido para seguir con su día en el punto exacto
donde la había interrumpido. Las mañanas que vendrían, cuando Cameron vendría a la cocina apenas
Johanna saliera de la casa. Luego la última noche juntos antes de que se fuera, el pretexto cualquiera
81
para cenar y tardar en regresar de la cena. Las llamadas, frecuentes. Mis viajes a Bogotá. Antes su
cuerpo abierto en esa cama, sus piernas finas. Una y otra vez. Aurelio seguía dormido. Seguiría
dormido. Me pregunté cómo hacían el amor con Hugo Jr. antes de separarse, si dejaban al niño en otro
cuarto o esperaban a que estuviera con su abuelo o no les importaba y los niños eran como los gatos,
que ignoran lo que ocurre y luego olvidan por si acaso para que a nadie le queden traumas. Tuve miedo
de que Aurelio despertara y nos viera y algún día fuera un escritor que recordara el evento y volviera a
ese horrible lugar común de Creí que el hombre le hacía daño a mi mamá porque mi mamá gritaba. Yo
cerraría los ojos para no verlo, ella, que no podría cerrarlos, lo calmaría haciendo ruido con el cascabel
gitano. Ese era su miedo, las gitanas saben que no hay cascabeles inocentes, que lo mismo podía
sostenerlo entre los dientes, para que ese fuera el ruido y no los gritos, para que Aurelio no pensara que
Los niños son como los gatos, los gatos también saben. Aurelio se había despertado y comenzado a
llorar, Cameron salió mal envuelta en una toalla, me pasó por el lado y agarró el cascabel. Pidió
disculpas por el desorden cuando vio que yo sostenía su camisetaa mis manos, dije que no era nada,
Cameron no sacó el coche esa tarde, caminamos hasta que tuvimos que tomar un bus. Se tomó más del
tiempo necesario con su mano para ponerme el dinero del vuelto entre los dedos y abrió de más las
piernas para poner a Aurelio entre ellas y al mismo tiempo rozar las mías. Almorzamos en Govindas
del centro. Tofú, cuadritos de calabacín, zanahoria con apenas un poquito de mujicoy. Veíamos las
antenas del edificio de La Triada clavándose en las nubes. Yo dije “Y para todos los que vivimos aquí
“No enredos, pero hay tanta gente que han matado de un tiro en la espalda”
“¿Negocios o mujeres?”
“Todo mundo tiene una buena razón para recibir un tiro por la espalda. Sólo que casi todo mundo tiene
¿Hablaba de mí? ¿El gluten estaba un poco sobredorado o le faltaba aceite de girasol?. ¿El mujicoy
estaba demasiado seco o era viejo? ¿Mi razón era que había estado husmeándola?
“Machistísimo”
“No. Él era un convencido de que las mujeres pecamos de obra pero lo disimulamos bien”.
“Yo prefiero no pensar. Lo bueno de Dios es que sólo se entera de los pecados que le confiesan”
“¿Será?”
“Tiene que ser. Sino no exigiera confesiones. Es como los profesores del colegio que decían 'Yo sé
¿Los cubitos de cebolla eran cortados a mano?¿El brocolí había sido hervido a la canela? ¿Esa era la
declaración definitiva de que sabía que yo la espiaba y aún así almorzaba conmigo?
“¿De qué?”
83
“Johanna te envío”
“Ella podría pensar lo mismo. Que nos vemos sin ella para que yo te dé informes”
“Podría ser”
“¿Quiere informes?”
Cameron alzó los hombros. Miró a Aurelio. Uno diría que acababa de llegar y de sentarse a la mesa sino
“Antes, cuando estábamos en el colegio creo que lo sabíamos todo. Si hubiera sido necesario habrían
“En semana estoy en la casa. Los sábados vamos a un restaurante y pido algo sin carne”
“No, se ve”
Un lugar común, claro, es mejor no ser iguales, una canción de folk guatemalteco.
“Todo mundo preferiría una pareja que fuera igual. La gente lo dice por pura incomodidad”
84
No le gustó que le dijera que una igualdad era imposible. Me dijo que lo sabía, que hablaba de un deseo de
una posibilidad y que de todas maneras no estaba bien que yo tuviera que comer en restaurantes para
carnívoros sin que Johanna hiciera alguna vez lo mismo. “Al fin y al cabo” dijo “Siempre ha sido así”
“Siempre”, entres dos personas que llevan años sin verse quiere decir la última vez que se vieron. La razón
del desacuerdo entre dos adolescentes, las de esa época, no las que todavía eran, debía ser un tipo. Johanna
había hablado de sus amores del colegio como quien habla de sus amores del colegio, una lista de nombres
sin señales particulares, pero podía imaginar que le había quitado un novio a Cameron y que Cameron
había sufrido. Luego, luego de otros nombres en la lista, Cameron había encontrado a Hugo Jr. y habían
tenido a Aureliano. Luego, luego de otros nombres en la lista, Johanna me había encontrado a mí y había
tenido un tipo que apoyaba sus rodillas contra las de Cameron bajo la mesa.
Yo no dejaría a Johanna.
Yo dejaría a Johanna por una mujer como Cameron, sobre todo si no tuviera a su lado a Aurelio que había
Yo la dejaría por Cameron aunque Aurelio acabara de meterse a la boca una abirroja completa. En el
almuerzo hablamos de las diferencias que yo tenía con Johanna, de que aguantaba mal su carnivorismo y la
moderación a la hora de tomar cuando yo soñaba con volver aemborracharnos de vez en cuando y
“Yo también era muy diferente de Hugo Jr. ” dijo “y él era de los que pensaba que las mujeres engañan de
obra” dijo.
Primero creí que Cameron había mentido, que en algún momento iba a decir “es una broma” y que a eso
iba a seguir alguna forma de sugerencia para que pusiera mis manos en su cuello y acercara su cara a mi
cara, la venganza perfecta por lo que Johanna le había hecho cuando estudiaban en el colegio. Luego supe
que exageraba: si Hugo Jr. hubiera intentado estrangularla, lo habría hecho. La característica que le daría
alguien que hubiera visto a Cameron una sola vez en la vida, sería “frágil”. Miré su cuello cada vez que
85
pude en los siguientes días. A veces creía ad ivinar marcas, líneas finas de cuerdas de guitarra que ya casi
desaparecían o sombras de los dedos de Hugo Jr. , como quiera que fueran sus dedos. Nunca le
pregunté.
La escena me dio vueltas mientras caminábamos de regreso a casa, bajo ese sol que hace que se
suiciden los gusanos de los árboles de sarrapio. Tenáía que ser esa la razón, cuál sino por la que vimos
tantos gusanos muertos por el camino, todos aplastados por la fuerza de la caída. No los mencionamos.
Cameron compró un mango para Aureliano. “Déle de a pedacitos” dijo la dama que se la vendió “a esa
Johanna y yo hicimos el amor la última noche antes de que Cameron se fuera. Ella hizo más ruido de lo
habitual. Yo nunca he pensado si la mujer con la que estoy piensa en alguien más. En un actor tal vez
aunque yo nunca he pensado en actrices ni en cantantes. He pensado en Cameron, esa noche con
Johanna y otras noches con otras mujeres luego de que nos separamos y otras noches solo, cuando
Heidi regresa tarde y yo me quedo estudiando los manuales para un proyecto que tenemos de abrir un
restaurante de comida rápida bio. Entonces vuelvo a imaginar el cascabel gitano y a Aurelio que ya
debe caminar y montar en bicicleta y es cierto que a veces pienso que yo debería haber sido el que le
enseñaba a montar en bicicleta y a veces pienso en que debí haber empujado esa puerta y haber
capturado esa mirada de Cameron tomarla de las manos hasta el sofá-cama, el niño no iba a despertarse
y si él nos miraba demasiado habría bastado una patadita, que con los pies de Cameron habría sido más
bien una caricia y Aurelio habría llorado mientras tanto y luego lo habríamos consolado sin escándalo
porque nadie se hace mucho mal cayendo desde esa altura y luego yo le hubiera servido su papilla y le
habría dicho está bien está bien y habría hecho buena cara pensando, lo que sería cierto, que aún
A la mañana siguiente la acompañé hasta el Terminal. Se escribieron un par de veces desde entonces.
También ella y yo nos escribimos por un tiempo. Supe que no volvió con Hugo Jr. aunque él la
86
buscaba. Nunca siquiera preguntó por la camiseta que debió olvidar por error y pasó tanto tiempo
escondida en el closet, donde yo la había guardado en una de esas bolsas plásticas que no dejan escapar
los olores.
Las dolorosas
Habría corrido su cabellera para besarla, pero mi excusa, que por excusa no era menos cierta, era que
87
me habría muerto de melancolía al saber que no podría ver su mirada. Ella tenía los ojos cerrados pero
El teléfono timbró a las siete, pero Corina Warga tuvo tiempo de pensar quién llama en la madrugada.
Por puro pudor innecesario, Mendes la había visto desnuda y de todas maneras Mendes estaría
dormido, se puso un suéter que la cubría hasta los muslos y caminó hasta el teléfono. Dijo Sí, aquí
vive, pero no está. No durmió aquí, pero a veces no sé dónde duerme y luego despertó a Mendes y dijo,
Hay gente que tiene más frío, dijo y en el taxi pensaba que esté bien, que esté bien, aunque sabía que
no, que ese “Su pronóstico sigue reservado” es una de esas fórmulas que se usan para que la gente no
sufra en el camino, cómo lo dirían luego, qué se quedó borracho y usted sabe con estas temperaturas,
que era más fácil, más honorable. A la mierda el honor pensó cuando vio al médico con esa cara de
II
El teléfono timbró a las siete, pero Corina Warga tuvo tiempo de pensar quién llama en la madrugada.
Por puro pudor innecesario,Mendes la había visto desnuda y de todas maneras Mendes estaría
dormido, se puso un suéter que la cubría hasta los muslos y caminó hasta el teléfono. Dijo Sí, aquí
vive, pero no está. No durmió aquí, pero a veces no sé donde duerme y luego despertó a Mendes y dijo,
Hay gente que dice más locuras y las hace dijo y aún pensaba en cuánto él la última vez que había de
88
Père Lachaise, en el momento en que le preguntó si creía que uno podía quedarse luego de que
cerraran. Y en el taxi pensaba que esté bien que esté bien, que esté bien, aunque sabía que sí, que
estaría bien, se lo habían dicho, pero luego imaginó asilos y pastillas, y trató de encajar las palabras del
policía que había hablado a otro lado del teléfono. Diríamos que fue un desequilibrio del litio, es más
honorable, la gente mira tan mal ese tipo de cosas, pero pensó a la mierda la gente cuando lo vio,
sentado, tranquilo pero con esa mirada de los que no regresan, estriando la mano y sonriente.
III
Guía: ¿Cuál?
El guía mira su guía; “No hay nada” dice “No es alguien famoso. Sigamos camino porque no
podremos ver la tumba de Filemón de Sausage” y luego retoma su lectura. Filemón de Sausage,
Fue Mendes el que dijo que la cadena de circunstancias de buena o mala suerte que debía
izquierda a derecha. Todo ese domingo había estado marcado por decisiones de último segundo. En el
segundo cambiamos el plan de ir a dar vueltas en las fábricas abandonadas del Canal de l'Ourq por
Père Lachaise. A mí me daba igual. A Corina le daba igual, pero una vez que la decisión estuvo tomada
89
(podría decir que la tomamos al cara y sello o al águila y sello o al cara y cruz pero eso sería ya
exagerar) dijo que el día no estaba para cementerio y se largó a las pulgas de Montreuil. Hubiera
querido que viniera con nosotros porque Corina había sido precisamente la primera que me había
hablado de ese cierto tipo de estatuas que eran las que me hacían querer volver al Père Lachaise.
Habíamos terminado por llamarlas “las dolorosas” y debía haber una centena, pero cuando íbamos al
cementerio, a veces con Mendes, a veces con Corina, terminábamos por caer siempre en las mismas.
Mendes las fotografiaba con una camarita compacta, ya sin interés. Yo llevaba mi cuadernito de
dibujos, había siempre algún detalle. Fue también Corina la que puso el tema el día que dimos con la
tumba de Victor Noir, muerto joven en los preliminares de un duelo en el que él apenas estaba de
testigo. “Conozco a Victor Frankenstein, a Victor Hugo y a Victor Daville, que hasta donde yo sé no
“¿Cuál?”
“Mira”
Miré.
Mira bien.
“Veo”
“¿Ves?”
“Veo”
Según Corina en invierno, en los días de pocos turistas, había mujeres que se sentaban con las piernas
abiertas sobre la tumba de Victor Noir. Podía ser cierto. A mí al menos no se me ocurría otra
explicación que justificara que el bronce de la entrepierna brillara como si pudiera rechazar el óxido
verde que cubría todas las dolorosas del cementerio y el resto de esa estatua con la excepción de los
“En general son periodistas o fetichistas o comunistas. Voy a venir un final de tarde en invierno para
ver” dijo.
Pero era apenas abril, un tiempo de cerezas tardío, y Corina, que no era ni fetichista ni periodista ni
comunista, se había ido a las pulgas de Montreuil. Así que éramos dos tipos caminando cuando el gato
negro cruzó por nuestro camino. Por el mío. Méndes había ido a orinar detrás de un árbol y creo que
tomó la foto de un gato enormemente gordo. Pero no negro. Pardo qué sé yo. Color gato.
“¿El gato pasó de derecha a izquierda o de izquierda a derecha?” preguntó Méndes. Se lo dije. He
dicho que no lo recuerdo pero entonces sí que lo recordaba. Luego comenzó su rigurosa disertación en
Yo quería sentarme un rato a dibujar el cabello o las manos de alguna de las dolorosas pero pasé
primero por la tumba de Victor Noir no por que tuviera la intención de ver el bulto brillante de su
pantalón, sino por el cierto placer de imaginar a Corina, de falda corta, con las piernas abiertas sobre el
cuerpo inerte (pero por muerto, no por falta de virilidad) del periodista. ¿Podría decir que “se
entregaba” a Victor Noir? El verbo me conviene porque nunca se había entregado a ninguno de
nosotros dos, a pesar de que nos paseaba enfrente medio desvestida. Una tarde en la que llegó ebria se
encerró con Mendes en su habitación. Nadie preguntó, nadie dijo nada y yo tampoco quería pensar en
eso. Pero maldito Victor Noir si Corina se le sentaba encima. Que ese día llevaba falda, lo que yo no
había notado esa mañana, vine a darme cuenta al final de la tarde, cuando todos volvimos a vernos en
91
el MacDonald's
“¿Café o cerveza?”
Cerveza para mí. Café para Mendes. Corina pidió agua caliente apenas. Sacó de su bolso un matecito
de plata.
Mendes contó que había tomado la foto de un gato enorme y que había estaba hablando con un grupito
de rockeritas alemanas “De cabello corto, divinas” . Corina sonrío a lo segundo, que no sólo era falso,
sino que no tenía ningún interés. Días después se cortó el cabello. De ahí empezó a salir con Mendes,
lo que era una traición a la unidad que hasta entonces había reinado en el apartamento que los tres
Dos días después le mostré los dibujos que había hecho en el cementerio.
“¿Cómo no?”
Corina sonrío. A lo mejor allí habría podido besarla. Antes de que se le deshiciera la sonrisa. Suele ser
el momento ideal, pero no me había gustado lo que había dicho de las dolorosas.
“Bue--e--no” dijo. Decir “ Bue--e--no” así con la 'e' duplicaba y las cuatro rayitas no era una manera de
Tampoco a Mendes le parecieron geniales los dibujos, pero me dio ánimos. “Las dolorosas no se
mueven. Podríamos pasar otra vez” dijo “También me gustaría volver a tomar algunas fotos”.
Mendes aceptó acompañarme el domingo, pero ese día amaneció colgado de un guayabo con hocico de
madera. Corina seguía furiosa conmigo. Total, solo vine al mundo, solo he de irme y solo tomé el
metro hasta Père Lachaise. Hice un par de croquis de un gato diferente y di por causalidad con las
tumbas de Filemón de Sausage y de Jose Luis Rodríguez. Tenía la impresión de que la dolorosa que
buscaba (aún es temprano en esta historia para llamarla “mi” dolorosa) estaba cerca de la del señor
Kardec, padre del espiritismo y de que se destacaría entre las tumbas vecinas, pero di un par de vueltas
y no pude encontrarla. Di en cambio con dos dolorosas que nunca me gustaron, la de Ferko Patikaris,
que es una mujer vieja con dos dedos rotos y tiene el mal gusto de llevar zapatos y la de las familias
Jacques y Geoffrey que tiene el rostro redondo hasta la exageración y mirada de idiota.
“No entiendo” dijo Corina “cuando me mostraste los dibujos hablabas de lo hermosas que eran las
Pero Corina no podría reconocerla. Ella misma había dicho que los dibujos no eran buenos. Dijo que
yo había mencionado las tumbas de Jose Luis Rodriguez y de De Sausage, que era exactamente lo
mismo que yo recordaba y que había pasado por el Monumento a los Muertos con su dolorosa de
brazos en cruz diciendo “pobres muchachos”. El domingo siguiente recorrí línea por línea las
divisiones aledañas. Salí ya cuando los guardias sacaban a la gente de mal genio y en el kiosco junto al
metro compré un plano detallado que escondí porque para el que sabe lo feo que es ser turista, pedir
Con el plano en mano volví una semana después. Es bueno que el lector, a quien supongo más
entrenado que yo para la literatura, se prepare para escuchar esta expresión una y otra vez, porque ese
domingo iba a repetirse. Procuraré en cambio no repetirme en las descripciones de las dolorosas que
encontré esa tarde y que volví a ver cuando mis caminatas no tuvieron más método. Primero esa
estatua masculina sobre la tumba de Serge Perti, que decía (a los pasantes, pero a mí sobre todo) «¿Qué
es del sueño cuando el sueño ha terminado?» y luego las dolorosas que veía siempre, la de Moureau et
la de Vauthier, junto a la rotonda y la de Raspail, tapándose los ojos, cuando se sabe que el dolor se
encierra en el cráneo y que hay que sufrir con los ojos abiertos para que salga.
Con el plano en el bolsillo volví una semana después. Era casi verano y así me iba dando cuenta que
cuando mejor se veían las dolorosas era en los primeros días soleados, antes de que llegaran el calor y
las hordas de visitantes. Estaba tan de buen humor que aunque continuaba buscando a la dolorosa que
había perdido, dibujé esa de la familia Miller-Heit, que parecía cansada del gesto y sobre todo que cada
94
vez (no digo cada semana, no me la cruzaba por mi camino todas las semanas) parecía más cansada del
gesto; la dolorosita, de la familia Ignaro; la falsa dolorosa de los Paris-Dublanc. Digo, soy yo el que la
clasifico de esa manera, pero cómo puede ser dolorosa con esos ángeles alrededor, que calman el dolor,
Pertenecen también a la categoría de las falsas dolorosas las que coronan al difunto, como las dos de
Crespin porque de la gloria no puede saberse nada, porque ellas han pasado el umbral y una verdadera
dolorosa debe estar, por toda la eternidad en la línea que separa este mundo del siguiente. A mí no me
importa si esa es la razón de su existencia. Me importa que esa es la razón de su belleza. Del gesto
helado de desesperanza que corona por ejemplo el cuerpo casi masculino de la dolorosa de Hauregard.
Con el plano en el bolsillo, volví una semana después. Ya casi no lo utilizaba excepto para abanicarme,
aunque también abaniqué a la dolorosa del médico Barkiga, que se veía sufriendo (extra) en esa
posición arrodillada en la que lo besaba, mientras él, muy cómodo, descansaba sus pies sobre un cojín.
Ella me simpatizó más que otras como la de la familia Pome, que me parecía muy moderna, muy
cuadrada como si el dolor pudiera tener ángulos rectos; la de Black Le Caf, que parecía reírse, lo que
está muy mal para una dolorosa. En cambio la de Aljaum se veía elegante a pesar de un peinado Guerra
de las Galaxias y la de George Bos, con un gesto delicado del cuerpo a pesar de que su rostro no existe.
Un domingo, con el plano en el bolsillo, la imaginé con el rostro de la dolorosa de la familia Larcher,
tristísimo pero paciente, desnuda hasta la cintura, con los cabellos sueltos, pero recién sueltos.
Cuando dije “bronce” y luego “brillar” Corina abrió los ojos, no eran grandes pero cuando los abría, lo
“¿Alguna vez fuiste a brillarlo con tus muslos?” pregunté. Corina no contestó.
“¿Brillar qué?”
95
La pregunta le había molestado mucho, pero le había molestado la mitad que la aclaración.
“Es sólo lo que a lo mejor podría dibujar el momento, pero sabes que respeto tu intimidad. Puedes
Aunque le habría bastado salir golpeando la puerta del cuarto, Corina salió golpeando la puerta del
apartamento. Yo estaba seguro que cuando estaba con Méndes, ahora que cada vez se encerraba más
seguid con él, pensaba en Victor Noir. La imaginaba metiendo sus dedos en ese pliegue del pantalón
que se levanta en su entrepierna, pero me pregunté a qué horas podía hacerlo, porque, y yo sí que lo
sabía, aunque a esa hora todavía había luz, a las seis de la tarde, los guardias recorrían en moto todo el
Corina debía saber la manera de quedarse por la noche en Père Lachaise, pero a ella no la necesitaba
Ahora creo que puedo llamarla “mi”. Como cuento todo en pasado (que es como se cuentan las cosas)
no puedo saber cuándo le dije “mi” por primera vez, pero debió ser poco después de que pudiera volver
a verla, antes en todo caso de que entré solo y sin libretas ni lápices porque no era su imagen la quería
conservar. Me escondí en un mausoleo a esperar que cerraran. Escuché las campanas, las motos y los
perros mientras la luz del sol iba variando el ángulo en que entraba por los vitrales y luego
desapareciendo. Dí los primeros pasos despacio. Esperando que el vigilante que debía estar frente a las
pantallas de las cámaras térmicas apareciera disparando. Silbando al menos. Pero no había más que
silencio; los perros salvajes dormían, qué vergüenza para los nietos de la noche. Mis pasos se siguieron
escuchando incluso después de que me quité los zapatos y los guardé, con el resto de mi ropa, en un
mausoleo un poquito más limpia. Desde ahí memoricé el camino, puras notas mentales hechas bajo la
luz de una linterna; y había tenido encima a todos los guardianes de Père Lachaise. Sé que no caminé
en línea recta, porque pasé junto a la dolorosa de la familia Hiollin, que a pesar de tener alas no es
etérea y por tanto es dolorosa, pero tiene los dedos de los pies muy separados y no muy lejos de una
96
Mi dolorosa.
La primera vez que la había visto había sido tan rápido que siempre le pedí perdón desde entonces por
mi falta de tacto. Entiéndeme, estaba con Mendes, que me esperaba y esa idea del gato negro y de
Corina en la que pensaba tanto, pero ya no, ella le abre sus piernas a Mendes y a Victor Noir de quien
con seguridad has escuchado ¿Has oído hablar a la gente que pasa y comenta o es necesario acercarme
así, con tu vestido ligero, a pesar del frío, muy cerca de tu oído y entonces nadie te ha hablado en tanto
tiempo y eso debería haber agravado tu dolor, pero en las dolorosas el dolor que se ve es uno solo, el
de siempre, el del muerto y todo lo que se suma después, la soledad y ese color negro que se te ha ido
¿Quién le ha hablado desde la última vez?, pensé cuando volví a verla. Seguía recostada de medio lado
tapando la inscripción. Había tanta fuerza en sus tobillos pero el pie derecho estaba posado, tan poco
posado y quién sabría si lo que llevaba en su mano, si son flores y cuál era la forma de su vestido,
porque uno la diría desnuda si la ve de lejos. Yo la vería siempre. Si pudiera acercarme, si pudiera ser
yo como el doloroso que está a veinte pasos y la ve todas las noches. Si pudiera tocar los pliegues de su
vestido, su cabello, las pequeñas venas que brotan de su cuello, de quien que llora con todo su cuerpo y
entonces esa humedad nacía de ella. Nacía de ti, era la humedad de las dolorosas, que nace en los ojos
y entre las piernas pero no puede salir y entonces explota en toda la piel, esas manchas negras en las
dolorosas de mármol, ese color verde, que es más azul, pero lo llamo verde en las de bronce.
Dije esto, te dije esto, y te pido disculpas. No puedes moverte, él tampoco. Él no pudo moverse cuando
Corina abrió las piernas, pero debió disfrutarlo. Era un hombre, sigue siéndolo, “Si la muerte nos
cambiara el sexo yo quisiera ser una dolorosa de Père Lachaise” dije la primera noche que pude
97
tocarla. Lo primero que besé fueron sus tobillos, el sabor a tiempo que tiene el mármol se queda en la
boca lo siento aún, clavé mis dientes en esos tobillos, se hundieron en la humedad negra, no más allá,
no fue tan diferente de los tobillos que había mordido antes, qué pensaría Corina cuando mordía el
cuello de Victor Noir, que sentirían todas las mujeres al sentir el frío del bronce contra su propia
tibieza. Yo recorría su cabello inmóvil con mis manos, luego su cuerpo, con esa forma que ninguna otra
dolorosa tenía, pero tampoco ninguna mujer porque el movimiento revela el paso del tiempo. Disculpa
que te hable así, porque sabes que me muevo, que en eso soy mejor que Victor Noir, con su entrepierna
gigante pero fría e inmóvil, tú no vas a envejecer nunca, nunca nunca tu no vas a cortar tu cabello, la
En la que ni siquiera pude quitarme la ropa, en la que te amé apenas rozándote y luego me quedé hasta
el amanecer mirando cómo el rocíose posaba sobre las gotas que dejé sobre tus labios que no tragan,
que no escupen y luego, de camino a casa donde encontraría a Corina y le diría que no había pasado la
noche solo, me pregunté si alguien lo notaría, si cuando volviera la tarde siguiente me negarían la
posibilidad de verte y entre todos los pasajeros que a esa hora iban a alguna parte, yo sonreía porque
Nadie dijo nada, me escondí de nuevo ¿Lo recuerdas? Sé que lo recuerdas porque no te mueves,
porque no puedes tener otros recuerdos y esa tercera noche tomé tanto tiempo en tu cuello y apoyé mi
pecho y puse mis pies entre tu boca y metí mis dedos entre los dedos de tus manos aunque no pudiera
separarlos y entonces pensé en Mendes, que a esa hora estaría entre las piernas de Corina, en que todo
movimiento es torpe y en que Corina, sintiendo esa pelvis que golpeaba la suya, se preguntaba dónde
paso las noches que ya comienza a acortarse en si tengo una nueva amante, lo que es cierto.
Lo que no es cierto, tengo una nueva amada, tú lo recibes todo, tú que no puedes tener otro nombre
sino “mi dolorosa” y luego he vuelto cada noche y sé que me esperas. Ahora es otoño otra vez, ahora
98
me duele el pecho cuando me quito la ropa y la pongo sobre la tumba de la familia Landa y tapo los
ojos de su dolorosa y así te pruebo que la noche que ya no pienso en la noche que la deseé y ya no
pienso en la noche en que mis manos recorrieron el trasero de una de las tres dolorosas de F.
Barbedienne ni en la trenza interminable de la dolorosa de Verdurin y en ese valle que se formaba entre
la planta de sus pies, pero no miré sus tobillos, no hay tobillos con los tuyos y ahora camino entre las
piedras y piso la tumba de De Sausage no muy lejos de la tuya. Me esperas y sé que mis pies
comienzan a entumecerse, que casi no puedo moverlos, que esta noche, noviembre ¿Noviembre?, otra
vez me he desnudado por completo y la luna está llena y me gustan tanto esos días de luna llena que
ahora he aprendido a contar los meses en lunas y me siento junto a ti y he visto en el espejo que
empiezo a tener esas manchas negras en mi piel, y sé, porque me han dicho, que se me parten los labios
y estoy pálido como tú, y ahora mi cabello mojado se resquebraja y acomodo cada pedazo de mi
cuerpo entre el tuyo. Corina lo dijo la última vez Necesitas un masaje es como piedras en el cuello y
así he entendido que está ocurriendo que ocurre hoy, que mis pulmones hacen el último esfuerzo dentro
de mi pecho, que mi mano apenas puede moverse en mi entrepierna y está explosión, ésta, ahora, será
la última. Será la primera en convertirse en mármol y yo seguiré y estaremos aquí juntos, todas las
noches. Corina me extrañará a lo mejor, pero nadie vendrá a Père Lachaise para verme.
Cuando pase el tiempo y nos erosione quiero ser el primero en desaparecer y así será tu turno de
recordarme.
99
Adelita
No recuerdo el nombre exacto que le dimos, tampoco el mes preciso en la que Anamaría y yo
adoptamos una araña que llegó, creo, por una rendija de la ventana por la que habitualmente entraba
esa corriente de aire que hacía que Anamaría se me pegara justo cuando era demasiado tarde porque ya
sonaba el primer despertador, el que indicaba que había que encender el calentador para que una hora
Que no la vi levantarse a Anamaría, pero sentí sus pasos amortiguados por la alfombra yendo y
viniendo de la cocina. Cuando se detuvo antes de subir a la cama y por fin abrí los ojos, ella con esa
cara que tiene uno cuando ha tenido que levantarse con el primer despertador, dijo “Hay una araña”.
Era negra, urbana si se quiere. Pariente si acaso muy lejana de las arañas-tigre del solar de mis abuelos
o de las tarántulas que alguna vez vi en el zoológico Santa Cruz, más peludas y mejor alimentadas que
los leones y las panteras, a lo mejor porque dos libélulas diarias cuestan menos que dos pollos. Estaba
parada en el techo al revés, como suelen hacerlo las arañas y hasta en eso nunca fue muy
extraordinaria. Me dormí sin trabajo y tuve tiempo para un sueño en el que yo iba por una carretera de
noche y veía un hombre sin cabeza pero con dos ojos rojos y brillantes en el pecho. Quince minutos
100
antes de la segunda alarma del reloj, la de levantarse de verdad, nos despertó una explosión. Por la
ventana se veía una columna de humo y se escuchaban sirenas, pero la vista que teníamos desde ese
piso once no nos bastó para imaginar dónde habían puesto la bomba. No debía ser nada grave.
Dormimos ventitrés.
Tarde para el trabajo, Anamaría saltó de la cama y se duchó en el tiempo que me tomó poner los pies
en el piso. Salió del apartamento antes de que yo acabara siquiera de orinar y durante los quince
minutos que tuve para una ducha y una taza de café antes de salir a tomar el Transmilenio me quedé
pensando en el estallido de más temprano. Fue poniéndome la corbata que miré al techo y busqué la
araña con la mirada. En el ascensor escribí un texto para Anamaría. Decía “Espero que hayas llegado a
Esa noche entramos juntos. Lo hacíamos a veces, después de una hamburguesa en El Corral o una
cerveza en la tienda frente al edificio. Esta vez habían sido las dos y en ese orden. Anamaría me habló
Cuando despertamos, la araña estaba allí. Cuando Anamaría salió de la ducha, la araña estaba allí.
Cuando yo me tomaba el café y me lamentaba de no haber saltado sobre ella antes de que acabara de
Pero estaba allí al final de la tarde, cuando los dos llegamos cada uno hablando por teléfono. Esta vez
fui yo el que le pregunté cómo le había ido en la escuela. No respondió tampoco. No contestaba nunca
y también para nosotros las cosas iban bien. (nombre de la araña, que no recuerdo) estaba enterada
porque cuando Anamaría o yo llegábamos temprano, era a ella a quien le contábamos lo que nos había
101
pasado en el día. Así remplazó al mismo tiempo a mi amigo Daza con quien nos tomábamos un
tetrabrick de vino de vez en cuando y a Pilar, la hermana de Anamaría, que hasta entonces había hecho
de confidente de todas las áreas y ahora sólo se ocupa precisamente del tema araña.
“¿Y qué come?” le preguntó un día Pilar. Anamaría me esperó preocupada esa tarde porque no había
podido darle respuesta. Fue fácil encontrar que las arañas en general se alimentan de insectos, pero las
mismas fuentes mencionaban unas pocas especies vegetarianas. Imaginamos que le haría bien y le
dejamos pedacitos de tomate cortados en el borde de la ventana. No era un sitio que frecuentara, pero
tampoco encontramos cómo pegarlos al techo. Le atrajeron tan poco como la carne de soja que le
habíamos comprado a un vecino que andaba metido en un negocio de ventas multinivel de productos
naturistas y que terminamos por tirar luego de ese fracaso en nuestro último intento porque fuera
“Ojalá hablara más” dije yo. “A veces pienso que lo único que sabemos es que va a la escuela así
La tarde que no llegó a esa hora había tenido un final de cerveza-en-la-tienda y aunque mirábamos al
techo de vez en cuando mientras cumplíamos con los rituales de final del día, no hicimos ningún
comentario. Como sabía que por la preocupación tendría problemas para que el sueño me agarrara
intenté volver a dos novelas de Santiago Gamboa que alguna vez había comenzado, pero ni así pude
dormirme. Anamaría me pidió que dejará apenas la lucecita de la lámpara y dio la vuelta para dormirse,
pero yo le seguía escuchando esa respiración de despierta. Apagué la luz cuando no pude más con los
libros, es decir, en la página cuatro. La volvió a prender ella un rato después, dijo “Ya llegó”.
(nombre de la araña, que no recuerdo) estaba en una esquina de su techo blanco. Eran casi las nueve y
media de la noche.
102
“Estábamos preocupados” le dijo. Nunca me gustó el plural pero era un plural justo. Me vengué a la
mañana siguiente, cuando yo regresaba a la cama después de encender el calentador, dije “Qué
nochecita nos diste”. No sé si Anamaría me escuchó o dormía o fingía. Era buena para fingir. Desde la
cama no vi salir a ninguna de las dos y ni siquiera quise dar ese salto que nos indica que el día
empieza. Anamaría estaba de mal humor como cada vez que no dormía bien, aunque se le iba pasando
Pero la araña fue nuestro tema en las tres conversaciones que tuvimos por teléfono en las horas
siguientes. “Es Beto, que llama por lo de la araña” la escuché decir a uno de sus colegas, pero no dijo
“la araña” sino que la llamó por el nombre que le dimos cuando decidimos que la habíamos adoptado.
Aún hablábamos de ella cuando regresamos a casa (cerveza. Anamaría había escuchado decir que las
hamburguesas de El Corral las hacían de lombrices). Había entrado temprano. Siguió entrando
temprano y saliendo sin hacer ruido mientras yo tomaba el primer café de la mañana. Los fines de
semana los pasaba por el techo y a veces por los muros de la habitación, mientras nosotros hacíamos el
amor en el baño y en la cocina y en el corredor y una vez en el cuartico del tercer piso que servía de
“¿Por qué estamos haciendo el amor en el cuartico?” le pregunté a Anamaría que se acomodaba la ropa
y limpiaba con la manga la ventana, felizmente empañada por el calor de una secadora de los años
cincuenta.
“Por (nombre de la araña, que no recuerdo)” dijo. Su voz no era concluyente, como si esperara un
reproche.
Subimos con la ropa en dos canastas, una con lo que se había alcanzado a secar, otra con lo que no, una
pura cuestión de materiales. La araña estaba en el techo de la cocina. Corrimos al cuarto y cerramos la
Tampoco nosotros. Primero porque hay cosas que las arañas no comprenden y es mejor no enredarles
la cabeza con eso. Luego porque nos daba pena que ella escuchara, si es que escuchaba, que
hablábamos en voz baja. No está bien secretear delante de los invitados. Ni delante de los adoptados.
Por eso dejábamos las charlas importantes para cuando la araña estaba en la escuela y luego ya no
hablábamos ni gritábamos y tenía que ponerla la mano en la boca a Anamaría para que no hiciera
demasiado ruido y no es que ella no disfrutara de la sensación de ahogo, porque las cosas fueron mejor
por un tiempo, con la araña al otro lado de la puerta y Anamaría apretándome el cuello con mi corbata
hasta que me dolían los oídos, sino que me mordía la mano y entonces gritaba yo y luego venía una
Si se daba cuenta que manoteábamos y sobre todo que manoteábamos sin hablar iba a pensar o que se
La puerta estaba casi cerrada. Si (nombre de la araña, que no recuerdo) fuera un perro o un gato,
sabríamos si estaba mirándonos, pero con las arañas no es igual. O a lo mejor, pero de la manera cómo
nos ven las arañas no sabíamos nada. A lo mejor ella gozaba de visión térmica o podía sentir los
movimientos o tenía una maraña de ojos como las moscas para ver en todas direcciones. La noche que
la araña se volvió a meter de este lado de la puerta, me trepé en una silla para poderla ver de cerca. Ahí
noté que los ojos de las arañas no son como los de las moscas ni como los de los búhos ni como los de
las mariposas que los tienen en las alas, que son como ocho punticos de felpa brillantes de diferentes
tamaños y cada uno refleja o parece reflejar la luz desde varios ángulos. No es que no sean expresivos
esos ojos, sino que no es fácil saber cuál es la emoción real entre tantos punticos luminosos que no se
repiten nunca. Punticos entre los que trataba de ver a Anamaría, lo que sería una prueba de que desde
Y no fue fácil, porque era tarde y en cada ojo se veía la ventana y el reflejo de todas las luces de los
Y lo que vi fue que Anamaría se había quedado dormida con mi corbata alrededor del cuello. La cubrí
por eso de las corrientes de aire. Me acosté a su lado por eso de las explosiones en la madrugada.
Con el tiempo (digo “tiempo” para hablar de algunas semanas, un par de meses como mucho y suena
como si fuera tanto) los horarios de salida y regreso de la araña (no me acuerdo el nombre) se fueron
haciendo menos rigurosos pero siempre estaba allí en algún momento de la noche, viendo con alguno
de esos ojos como dormíamos como dos buenos amigos. Cuando el sueño era imposible, para mí
porque Anamaría se hacía la dormida de todas maneras, me quedaba mirando la araña y a veces me
parecía que crecía, que la sombra que la lamparita de lectura proyectaba en el techo se había ido
agrandando de a poquitos.
No tuve tiempo de comprobarlo porque un día (nombre de la araña, que no recuerdo) no regresó.
Primero a mí que a Anamaría, la incertidumbre se nos convirtió en un hecho aceptado. Ella empezó a
salir a trotar los domingos temprano para no quedarse mirando el techo. Luego almorzaba en casa de
alguna amiga. Entraba tarde y directo a la ducha, casi siempre unos minutos después de que yo me
despidiera, a dos pasos de la entrada del edificio, de Silvia, una compañera de trabajo que no hablaba
de arañas. En Junio devolvimos el apartamento a su propietario. Dejamos los muebles para quien
viniera después y sacamos en cajas las cosas que podíamos repartirnos. Había telarañas en las esquinas
de los closets, pero no eran esas cosas espiraladas que dibujan los niños sino montoncitos de mugre de
los que la gente se fuma en las cárceles revueltos con crema de dientes. No hablamos del temor
compartido de encontrar en algún rincón un cadáver seco con ocho paticas hacia arriba, dobladas como
Ahora veo a Anamaría una o dos veces por año, siempre luego de varias llamadas (suyas o mías) y de
105
un par de citas frustradas a último momento (del lado suyo o del mío). Fue hasta la última vez que nos
vimos que se me ocurrió preguntarle si recordaba el nombre de la araña, pero en ese momento el
En cambio recuerdo bien el nombre que le dimos a una hormiga que con mi hermana elegimos en el
solar de la casa de mis abuelos. Yo debía tener 10 años, ella uno menos. Mis tíos habían armado una
hoguera para asar la carne de un barbecue. La llamamos “Adelita”, tenía la cabeza roja y las
mandíbulas negras y lo que hicimos fue dejarla caer en los carbones todavía encendidos y luego, sobre
las brasas, entrecruzar palitos, que se fueron desmoronando con humo pero sin llamas. Los trocitos de
madera cayendo nos dieron la idea del desastre. El incendio de un pasaje comercial de cientos de
hormigas, algunas saliendo con esa tos que da el humo, agradecidas o llorando a sus víctimas.
Atrapamos algunas más, las metimos con cuidado por los lados de nuestra galería humeante. Luego
cambiamos de juego, algo que tenía que ver con las naranjas que se podrían porque eran amargas y
nadie quería comérselas o con las grietas que se formaban por el calor en las baldosas que mi abuelo
amontonaba en el solar.
Sólo a raíz de los sucesos que comenzaron el día de la explosión pude entender porque las arañas tigre
que tejían entre las ramas de mujicoy nunca nos llamaron la atención como juguetes, pero entonces
éramos niños y no teníamos de dónde comprender que con el tiempo íbamos a pagar el hecho de haber
ignorado esa belleza orgullosa de ocho ojos y ocho patas que nada tiene que ver con el resto de los
(My) Michelle
My Michelle metió la ficha, se escucharon los ruiditos de siempre y la aguja nueva salió por dónde
esperábamos que saliera. A la maquinita la llamábamos “El Refigerador” aunque realmente parecía un
El caucho le daba vuelta a mi brazo, yo sostenía un extremo con una mano. El otro extremo lo tenía
Hacía frío esa noche y habíamos esperado en el macdo de Strasbourg Saint Denis hasta la hora de
cierre porque a My Michelle le importaba lo suficiente su imagen como para utilizar un distribuidor de
agujas cuando aún hubiera gente en la calle. En cambio no le daba pena que la vieran con las putas de
la rue de la Lune.
“Lo que importa no es en qué calles están, lo que importa es que te vistes como ellas y te paras con
ellas”
“Es una cuestión de negocios” dijo “No quiero sacarte en cara que de ahí salió la plata con la que te
Ya hablaré de la cámara gama media que había comprado esa semana en la Fnac. En cuanto al negocio
de My Michelle, lo que hacía cada final de tarde, desde eso de las siete, vestida con falda y casi
siempre unas botas azules, era pararse en alguna esquina de la rue de la Lune o de la rue Blondel. Si
era una mala noche, alcanzaba a contar hasta diez antes de que apareciera el primer cliente; si era una
buena noche, no alcanzaba a contar hasta dos. Era la única chica verdaderamente bella en todo el
Faubourg Saint Denis, pero sus tarifas eran impagables. Así que los clientes, resignados ante la
negativa de My Michelle a rebajar un solo euro y sin ganas de regresar a casa tan vacíos como habían
salido, negociaban con las otras damas. Por su trabajo de carnada, a My Michelle le tocaba una
“Algún día alguien te va a ofrecer lo que pides” dije. Ella respondió (otra vez) que era una cuestión de
negocios.
Con lo de sus negocios, My Michelle pagó al principio su cerveza y la mía. Luego su coca y la mía y
ahora lo que deberían ser nuestro primer viaje de H. Sus colegas le habían hablado, a lo mejor
exagerando, de la buena época de los shotrooms, cuando uno podía chutarse en paz en una silla
108
cómoda y pedir un vaso de agua antes de volver a salir. Luego los shot rooms se habían convirtiendo
en un refugio de drogadictos y ya nadie había querido volver. Lo que hacíamos entonces, luego de
cambiar en el refrigerador las agujas que le habían reglado por otras nuevas, era caminar a lo largo de
la Rue du Faubourg Saint Denis buscando algún edificio con la puerta abierta o a alguien entrando que
nos dejara seguir tras él. Casi todos los edificios del barrio tenían esos inmensos patios comunes donde
a nadie le importaba quién entrara a pasar la noche. Nosotros no íbamos a pasar la noche, íbamos a
pasar el shot y luego nos iríamos, pero en la última semana un grupo de refugiados iraquíes había
acampado en un edificio de la rue du Paradis y la gente se aseguraba de cerrar bien las puertas y
cambiar los códigos de las cerraduras. Habíamos caminado tres veces desde el metro Sebastopol hasta
el Bulevar Magenta cuando vimos a un tipo frente a la puerta de número 62 del Faubourg. Lo
“Comiendo algo en el macdo, hay días en los que no nos dan muchas ganas de caminar”
“…”
“…”
My Michelle lo intentó cuatro veces. Los tres tuvimos que esperar hasta que entró un tipo. El que
estaba primero lo saludó como “monsieur Girard”. Monsieur Girard encendió la luz, los dos cruzaron
“Debe creer que estamos buscando un rincón privado. Deberíamos tratar de no decepcionarlos” dije. El
“ja” que me lanzó como respuesta es el más ofensivo que he escuchado salir de una boca femenina.
Después de eso era inútil intentar acercarme y no iba a hacerlo para que me respondiera con un precio.
109
“Me está diciendo que me vaya con él a Tánger” dijo My Michelle antes de inspirar con fuerza como
habíamos visto hacer a los que tenían experiencia. Le daba pena chutarse en la calle, pero era capaz de
chutarse de pie. La luz del patio se apagó en ese momento. Protegido del ruido del mundo por la
enorme puerta de madera del número 62, casi podía escuchar la agujita abriéndose paso mientras
pensaba en si My Michelle podría dejarme por un tipo que había conocido en la calle.
Habría que decir que en esa época por primera vez en la vida me sentía enamorado de dos mujeres.
Una de ellas era, por supuesto, My Michelle; la otra era Michelle, a secas. Las dos se distinguían
primero que todo por el my, pero esa era sólo la diferencia más notoria entre la chica con la que
habíamos estado chutándonos la noche del miércoles en el edificio donde vivía monsieur Girard y la
que a las diez de la mañana del jueves bajaba a abrirme la puerta en la Rue Bonaparte, Michelle
(estuve a punto de agregar el “my” cuando la saludé, el error hubiera sido imperdonable) tenía unas
ojeras enormes. Le pregunté si había trasnochado leyendo. Mencionó una poeta rusa desaparecida
también había estado en la Fnac esa semana, tenía cámara nueva. Una digital que estrené esa tarde
cuando salimos a caminar. En la primera foto aparecía Michelle frente a un semáforo en el puente
Alexander III, que nunca me gustó por pretencioso. Para la segunda, Michelle se apoyó en el aparato
Lo sabía. Michelle lo había hecho un montón de veces. Uno tecleaba el apellido del héroe respectivo
para verlo ascender por la pantalla que cubría toda la columna derecha. Michelle Oprimió la L, luego la
“A lo mejor pongan pronto a mi padre. He enviado cartas a todo mundo” dijo Michelle.
En cada momento de su vida, uno tiene un motivo para levantarse. No es cierto, pero no está mal como
frase y se cumple en ciertas temporadas. El objetivo de Michelle en los últimos meses en los que la vi
110
era lograr que el nombre de su padre fuera incluido entre los nombres que en lucecitas rojas subían por
las columnas del memorial. Casi siempre llegábamos a ese tema. A la falta de reconocimiento del
gobierno, a los tiempos duros que ella y sus hermanas tuvieron que pasar en la infancia que vivieron
en el suburbio de Monterau– Fault– Yonne y al hecho de que a sus hermanas no les importaba que su
padre no fuera recordado como lo merecía. Michelle me pidió que de todas maneras tomara la foto de
los apellidos entre los que pronto iría el de su padre. Terminamos la tarde en un bar de la plaza Clichy.
A mí no me gustaba como bar, me parecía anticuado. A ella sí. Yo pedí una cerveza, ella un jugo de
La publicidad que adornaba mi vaso decía tres por ciento. No iba a discutirlo.
“¿Se aburrió del dinero que le llega por abrir las piernas? En Marruecos no se lo van a permitir”.
“Si tú lo dices”
A lo mejor lo decía en serio. Regresamos caminando a su casa. Acababa de arreglar sus libros y todavía
tenía mucho del mercado que su madre le había dado en Montereau dos semanas atrás. Nadie daría a
las Lumière un premio a mejores hijas, pero visitaban a su madre de vez en cuando y cada una tomaba
de la cocina materna lo que necesitaba, Mientras Michelle preparaba algo de tomar sin preguntarme
qué quería, pude mirar que en la nevera tenía yogur, cereal, pepinos y tomate. En la alacena había
salmón en lata y avena, pero, bendito sea Dios que reina sobre la tierra y las cosas, no vi por ninguna
parte leche de soya. Una de nuestras últimas discusiones había empezado porque yo había dicho que,
aunque le hiciera bien hasta a la última fibra de mi cuerpo, la soya me parecía repugnante..
“Toma” dijo Michelle, poniendo en mi mano el vaso helado de líquido verdeblancuzco que acababa de
preparar.
Una cosa estaba clara, Michelle tenía serios problemas de memoria reciente si había olvidado nuestra
discusión. Yo en cambio no los tenía. Mientras la besaba en su sofá, en su cuartico de la Rue Bonaparte
(había tomado la leche, me lo había ganado), recordaba esa rutina de cien veces. Besarla, abrirle las
piernas por medio de una presión de mi rodilla entre las suyas, acomodarme justo en medio, luego el
cuello (lado izquierdo primero) mi mano sobre su ropa, etcétera, hasta ese momento definitivo en el
que ella levantaba su cadera y me permitía deslizar su pantalón. Estaba quitando el pantalón de su
tobillo izquierdo, siempre dejábamos para el final el tobillo izquierdo. Su sonrisa me dio la confianza
necesaria.
“¿Algo?”
“Algo diferente”
“¿Ahora?”
“Sería algo nuevo” dije mientras ella ponía su mano derecha en su tobillo izquierdo.
Yo no estaba pensando en fotos desnuda, estaba pensando en fotos de los dos desnudos, de tipo de
fotos que todo mundo toma, que todo mundo se toma cuando juega los juegos que juega todo mundo.
Aunque cuando Michelle levantó de nuevo la cadera para que el pantalón le recorriera las piernas en
sentido contrario, ya había decidido que no diría nada, ella aún tenía algo que decir
Las cámaras digitales no hacen clic. Lo que sería una bendición para un trabajo de espionaje, termina
por arruinar toda la mística en una sesión de trabajo con una mujer desnuda. My Michelle, preguntó
“¿Te di todo ese dinero para comprar una cámara que ni siquiera suena?”
“Pues no siento que me estés tomando fotos” dijo y se recostó en el borde de la ventana de una manera
que me recordó un montón a Michelle recostada contra el monumento de Argelia la tarde anterior.
“Me da igual, con tal que aproveches el tiempo. No podemos quedarnos aquí toda la noche”
113
Nos quedamos hasta que la memoria estuvo llena de fotos de My Michelle. Al otro lado de la puerta,
esperando que saliéramos, estaba una de sus socias. Imaginé que olería mal pero no olía a nada. El tipo
que entró con ella olía a cigarrillos. La mujer dijo que yo era guapo. Cuando bajamos por la rue de la
My Michelle se río.
Yo miré al piso, avergonzado como si en el hecho de que me acostara con Michelle hubiera algo de
traición.
“Sólo preguntaba” dije yo. Me parecía de lo más injusto que My Michelle hubiera utilizado 'chica
“Si tuvieras el dinero tendría que acostarme contigo. Es cuestión de negocios, pero algo se rompería
entre nosotros”
No creo que ella se diera cuenta de lo que había dicho. Lo que ella acababa de decir era la
confirmación de que aceptaría si alguna vez un cliente le ofreciera el dinero. Estiré los brazos para que
llegaran más adentro de los bolsillos. Llegamos a la rampa que baja paralela al búlevar de Bonne
Nouvelle. Esos veinte metros siempre me daban la idea de río. Si uno con el tiempo se aburre del Sena
y de caminar por el borde del Sena (y a todos termina por pasarles) no hay mejor sustituto en París que
la rampa donde termina la Rue de la Lune. Con el tiempo lo llamamos el muelle de “Bonne Nouvelle.”
“¿Pasó algo?”
“Nada”
“¿Tenía qué?”
“Te vas a ir a Tánger con el tipo que conociste. Quisiera pasar una noche contigo antes de que no
vuelva a verte”.
Yo hablé como protagonista de una de esas películas reveladas con agua de rosa. Ella contestó como
una de sus colegas. My Michelle tenía más o menos mi misma edad, pero las putas, y para el caso, las
carnadas, tienden a hablar como abuelas sabias. Habíamos llegado al arco de Saint Denis. Mi idea era
comprar dos cervezas en lata en la tienda árabe de la esquina y tomarlas allí mismo. My Michelle me
Mi miedo era ese, que con el tiempo My Michelle me tratara como al hombre de la silla de ruedas. Era
su amigo, eso había dicho alguna vez. Creo que además era su dealer, pero ahora me jalaba el brazo
Estábamos de regreso en el laberinto de calles pequeñas que se forman alrededor de la rue de la Lune.
Las mujeres de las puertas, a esa hora en que si la noche había sido particularmente mala había que
Ella iba a contestar. Iba a decir que no, que no podría irse si yo existía, o que se iría, pero podría
visitarla en Tánger, pero sonó su celular. My Michelle miró la pantalla, el número la alegró y se alejó
También la noche que la conocí sonó su celular, pero lo que me llamó la atención no fue el sonido sino
la lucecita azul que parpadeaba, porque esa noche My Michelle tenía el cabello pintado de azul y
también las uñas y su falda terminaba en una banda azul. Cuando colgó tiró su cigarrillo para que el
asfalto se encargara de apagarlo. Me preguntó qué hacía a esa hora por la rue Saint Denis. Pura
pregunta para probablemente parar personal pensando prostituirse por poca plata. Yo había comprado
un enorme pan kurdo. Era el único sitio donde podría conseguir pan a esa hora. Le miraba las botas.
Eran unas botas que mostraban cierto uso, pero mi idea exacta en ese momento era que querría tener
Mi voz debió molestarle, pero hasta donde yo sé cuando las putas preguntan “¿Qué hace por aquí”
están iniciando una charla de negocios. My Michelle era linda, pero para mí era cuestión de principios.
La maldita me dio la espalda. Yo seguí caminando casi hasta Les Halles antes de regresar. Volví a
encontrarla en una de esas puertas abiertas cubiertas de anuncios de venta de ropa para mayoristas.
“Regresaste”
Cuando una puta dice “Regresaste” está iniciando una charla de negocios. Yo mantuve el nivel.
“¿Cuánto?”
116
Nunca cambió esa cifra. No para mí. Puede que su truco fuera elegir según la cara y la ropa y el auto
de cada cliente una cifra tan alta que lo convenciera de que no podría pagarla pero que no llegara al
después. Casi siempre comíamos en una cantina de antilleses en Château d'Eau, pero el día de la
heroína fuimos al Tong Fan, el lugar donde le habían propuesto huir a Tánger. Carolina Chang no
vendía cerveza y luego de una cena rica en picante, queríamos eso exactamente. Cuando My Michelle
amenazó a Carolina Chang con regar entre las chicas de la rue de la Lune el rumor de que en ese
restaurante le echaban colas de rata crudas al arroz nos expulsaron a la calle. My Michelle dijo que
como yo había pagado la comida ella pagaría la cerveza. Pensé en sugerirle un pago que me interesaba
más.
Yo espere allí, en la rivera casi monzónica del bulevar Bonne Nouvelle My Michelle se acercó al
hombre de la silla de ruedas. Algo hablaron. My Michelle regresó sin cerveza, pero traía el puño
derecho apretado.
“Hay que buscar alguna puerta abierta” dijo “ y no confío en estas agujas”.
“No a esta hora. No quiero que me vean. Vamos al macdo mientras tanto”.
El último recuerdo antes del primer shot de mi vida, era que el brillo que se colaba en la oscuridad de
ese patio, se reflejó un segundo en sus ojos antes de que My Michelle los cerrara exactamente como si
se estuviera muriendo.
Michelle siempre quería saber cosas acerca de My Michelle, pero cuando una mujer tiene unos ojos
que valen la pena, siempre termina por ser difícil decir el color en pocas palabras. Decirle a Michelle el
“Evidentemente”.
Mi respuesta, honesta e inocente, no le gustó a Michelle. Se puso de pie envuelta en una sábana y se
sirvió un vaso de jugo de naranja. Le pregunté por qué ahora compraba productos marca Eurito Feliz
(€).
“Libros, claro”
No sé hasta que punto Michelle podía dividir un presupuesto que debía alcanzar para dos personas. Era
extraño verla tomando un jugo barato. Michelle se sentó en la cama y acabó el vaso de un sorbo.
“Porque somos amigos. No quiero que se vaya con un tipo que conoció en la calle”
“Yo soy la que no va a dejarte por irse con un tipo que tiene dinero”
“¿No?”
“No y sin embargo te apuesto a que cuando hacíamos el amor hace un minuto pensabas en ella”
Once de la Noche. Tong Fan. Carolina Chang ha olvidado la amenaza del rumor de las colas de rata
o la complicidad que nace de que My Michelle siempre trae a sus amigos. Se ha pintado otra vez el
cabello de azul. Michelle me cuenta de un novio suyo que se murió en un accidente de avión. Yo le
cuento que discutí con Michelle esa tarde porque creía que pensaba en ella mientras hacíamos el amor.
“¿Qué?”
“Pensabas en mí”
“Yo sé. Estaba con Michelle y pensaba en Michelle. Lo normal es que uno piense en la persona con la
que está”.
My Michelle sacó dos kronenbourg de su bolso. Carolina Chang miró desde el mostrador como si fuera
“Debes tener sed después de haber pasado toda la tarde con Michelle”
“Un poco”
“Normal”
“No deberías decir eso. No es elegante hablar de la mujer con quien estuviste”
“Tú preguntaste ¿Qué crees que hacen el tipo que te va a llevar a Tánger o tus clientes apenas dan la
“Mis clientes hablan de que no pudieron pagarme y terminaron con una de mis compañeras. A lo mejor
dicen que estuvo bien, puede que sean viejas pero saben hacer su trabajo. En cuanto al ‘tipo que me va
a llevar a Tanger, y no deberías llamarlo así porque sabes su nombre, probablemente dice lo mismo,
“La noche que te conocí estaba comprando pan donde los kurdos”
“Aja”
“¿Aja?”
“Es el mismo reclamo que me hizo Michelle cuando le conté que tenía una amiga en el Faubourg Saint
Denis. El hecho de que me hagas sus mismos reclamos va un poco en contra de tu política de no
parecerte a ella”.
“Sí, me lo dijiste. La vida de su madre en Montereau, la petición para que el nombre de su padre sea
“¿Conmigo?”
“Sí, ¿De qué hablamos cuando caminamos por el barrio o tomamos cerveza” dije tomando un sorbo de
“No sé. De la gente del barrio. De las peleas que te arma Michelle” dijo y tomó un sorbo
“¿No te parece muy redundante que el tema de una conversación entre nosotros seamos nosotros?”
“¿Para qué?”
“Somos amigos”
120
“Los amigos no tienen que conocerse. Conoces todo de la vida de Michelle y sin embargo cuando estás
con ella, o sobre ella, o dentro de ella, piensas en mí, que soy una desconocida”
“Estaba pensando en ti porque te vas a largar a Tánger y nunca sabré más de ti”
Entonces se iba. Era verdad que se iba. Puse mi lata contra la mesa, un par de gotas de cerveza me
saltaron al rostro. Caroliina Chang volvió a mirar. Estaba leyendo lo que parecía ser una revista china
de chismes de celebridades. Durante los siguientes minutos varias frases demoledoras me rondaron la
Más tarde, otra vez en el patio de un inmueble donde alguien había dejado la puerta abierta, My
Michelle terminó por decir que lo sentía, que lo de Tánger era una posibilidad nada más. La discusión
que tuvimos fue tan tonta como sería que yo repitiera aquí la discusión que tuvimos, que terminó
cuando le dije que sobre todo no quería que se fuera sin que pasáramos una noche juntos, lo que claro
no quería decir una noche completa y ni siquiera requería que las cosas ocurrieran en la noche.
Michelle habría hecho un escándalo diciendo que estaba reduciendo nuestra relación a un asunto de
cama, pero a My Michelle le pareció lógico. Pensé que iba a besarme, que pasaríamos nuestro pedazo
de noche allí mismo o en las escaleras de ese edificio. Que iba a llevarme al cuarto de la Rue de la
“¿Cuánto?”
“No” dijo Michelle poniendo dos vasos de leche de soya sobre la mesa.
“No creo que me pagues. Todavía me debes lo que te presté para completar lo que la putica te dio para
la cámara, pero no es eso lo que importa. Lo que importa es que me estás pidiendo dinero para pagarte
“Michelle, dijimos que siempre íbamos a ser honestos, que si íbamos a tener algo teníamos por
“Tú lo dijiste”
“Yo tampoco, por eso te pido el dinero y no te digo que lo necesito pagarme un tratamiento de
ortodoncia”
“No son las putas. Es ella. No quiero que se vaya a Tánger sin saber lo que es estar con ella.”
“Aquí debería tirarte la soya en la cara. ¿Así de poco satisfecho estás conmigo?”
“Estoy bien contigo. Sólo digo que a lo mejor si accedieras a fotografiarte conmigo o a hacer el amor
“No es cierto. No puedes decir que te obligué a buscarla si la conociste antes que a mí”
Sí, pero sólo un par de días antes. My Michelle y yo nos habíamos reído mientras conversábamos esa
primera noche y mientras caminaba hasta Châtelet para tomar el bus de noche, pensaba en ella. En una
de esas novelas fáciles de metro leí alguna vez que las cuatro de la mañana es la hora en la que se
122
decide la noche, en la que los que están solos saben que han perdido la noche hablando con la mujer
que no los acompañaría a casa. Entonces yo ya me imaginaba que a pesar de ese presagio que es la
risa, nunca podría estar con ella sino le pagaba. “Es una puta y ya” me dije a la mañana siguiente
cuando luego de un sueño intranquilo etcétera; pero me pareció verla en una chica de la estación el
metro Vaugirard, leyendo en la revista Alba un concurso para resolver literariamente un caso policiaco
y luego comiendo un kebab en Belleville. Una mujer de abrigo tirando piedritas al agua frente a
Stalingrad también me la recordó. Esas fueron tres aproximaciones. Al final de la tarde la vi con dos
chicas en un picnic improvisado junto al Pont de Sully. Esta vez era ella y me acerqué como si nos
conociéramos de siempre.
“¿Michelle?”
Ella me miró. Su cabello no era azul, tampoco sus uñas, pero el color de sus ojos no dejaba dudas. Es
sorprendente lo mucho que te choca cada vez que te enteras que una amiga tuya a veces cobra por sexo
y lo poco que te extraña descubrir que una puta callejera tiene una vida distinta en el día.
“No te conozco” dijo ella. Comprendí el error que cometía al ponerla al descubierto frente a sus
amigas. Intenté cambiar el tema. Dije que lo sentía, que a lo mejor la había confundido con alguien.
Ninguno de los cuatro pensó en ese momento que yo la había llamado por su nombre. Ella fue lo
suficientemente amable como para presentarse y presentarme a sus hermanas. “Encantada, Justine”,
“Encantada, Juliette”
“¿Y tú te llamas?”pregunté.
“Michelle” dijo Michelle y bebió un sorbo de jugo de naranja. Sus hermanas tomaban vino, un
corbières barato. Si hubiera sabido que además le gustaba la leche de soya nunca me hubiera fijado en
ella.
No me hubiera fijado en ella sino se pareciera tanto a My Michelle a quien volví a ver un tiempo
después cuando ya un par de veces me había encontrado con las hermanas Lumière para tomar un
café. Esa Noche My Michelle tenía el cabello rojo. Jugué la carta de la sonrisa cómplice.
123
“No me llamo Michelle, me llamo my Michelle y no tengo hermanas.” dijo. My Michelle sonrió. Era la
Michelle dijo que me prestaría el dinero si se lo pagaba con intereses, pero que le tomaría un par de
semanas reunirlo, que a lo mejor llamaría a Justine o a Juliette. Las cosas con ella fueron mejor desde
entonces, aunque yo seguía viendo a My Michelle, todos los días. Había empezado a comprar cosas
para su viaje y cada día a eso de las siete, nos metíamos al taxiphone de un tal Said a averiguar datos
sobre Marruecos en Internet. Luego comíamos algo en el Tong Fan. Carolina Chang había estado en
que a veces discutiéramos y a mí me parecía que My Michelle y yo podríamos vivir así por años,
encontrándonos para navegar en Internet y luego cenando pato a la naranja o raviolis de camarón y con
el tiempo me convencí de que no era tan necesario que llegáramos a acostarnos y con el tiempo My
Michelle, después de dar rodeos durante toda la cena y justo antes de que nos paráramos de la mesa,
“Es pronto” dije. Me parecía que el mundo se había quedado callado en ese instante. Mire el calendario
chino que estaba colgado detrás de Carolina Chang que simulaba mirar hacia la puerta de la calle.
“Es muy pronto” dije. Si la vida fuera una película, My Michelle habría repetido “Sí. Es muy pronto” y
hubiera tomado mi mano entre las suyas y hubiéramos subido a su cuarto y habríamos hecho el amor
llorando. My Michelle se puso de pie, dijo que tenía que ir a trabajar, que nada cuesta tanto dinero
Algunos necesitan dinero para cambiar de vida, otros para pagarse una noche con la mujer que no van
a volver a ver. Trabajé duro, comí poco y no pagué metro esas semanas, lo que me representó
124
cansarme, adelgazar y recibir dos multas. 48 horas antes de que My Michelle dejara París, aún no
había completado el dinero y Michelle, quien tendría que habérmelo prestado, estaba en una crisis de
llanto.
No era la pregunta que debería hacer en ese momento. A mí esa noche me interesaba completar el
dinero.
“Tengo miedo”
Michelle me abrazó, intentó besarme. Es extraño que una mujer pueda rechazarte con cierta cortesía y
en cambio un rechazo masculino sea una humillación insalvable. Michelle me sugirió a los gritos que
dejara de pensar en “la putica de mierda que te va a dejar por un tipo detestable sólo por qué él le
“Se va por el dinero. Todo este tiempo se ha acostado con el que le pague”.
Michelle había podido decirlo porque tenía rabia o porque era cierto. Bajé corriendo las escaleras. Odio
de las puertas parisinas que cuando uno tiene rabia y quiere huir el botón para abrirlas no funcionen.
“Podría hacer el amor mejor que ella, pero como no es eso lo que quieres, pasa mañana temprano por
tu dinero”.
“Michelle”
“My Michelle” dijo la voz al otro lado. Estaba calmada, debí suponer que para haberme llamado tan
125
rápido debía ser My Michelle. Estaría en el Tong Fan en media hora y quería verme. Allí se despidió de
Carolina Chang. Le dijo que iba a estar fuera unos días. Luego me pidió que me diera una vuelta
mientras arreglaba algo con el tipo de la silla de ruedas. Me paré en la rampa. Las despedidas necesitan
algo de tren o de mar. Cuando volvimos a encontrarnos tenía un billete de doscientos euros, que no le
importaba exhibir en medio de la calle. Dijo que nos divertiríamos y es cierto que nos divertimos esa
noche, que tomamos el metro hasta Bastilla y tomamos una cerveza en cada bar de la rue de la
Roquette y luego en cada bar de République y luego no encontramos una sola maquinita de agujas para
chutarnos por segunda vez. A las cuatro de la mañana estábamos otra vez en la rampa de Bonne
Nouvelle compitiendo por el título de cuál de los dos vomitaba más lejos. Había tratado de besarla
hasta eso de las dos. Luego no importó más. Después de que ella acabó de vomitar (parecía que yo iba
a vomitar por siempre) hubiera podido besarla o no, estar con Michelle o My Michelle, por qué estaba
llorando y en eso se parecían tanto. Eso no lo había entendido esa tarde, que eran la misma cuando
lloraban.
My Michelle dijo “No quiero irme” y comenzó a bajar por la rampa, luego dijo “Cuatro de la tarde”.
Caminó hacia el arco de Saint Denis. A lo lejos veía la silueta del hombre de la silla de ruedas.
My Michelle había dicho “Cuatro de la tarde”. A las once de la mañana estaba golpeando en el
apartamento de Michelle sin que nadie contestara. El problema era doble, por un lado yo suponía que
Michelle también me estaba dejando, por otro necesitaba conseguir antes de las cuatro el dinero para
pagarle a My Michelle. La esperé hasta mediodía, primero en la puerta de su estudio, luego frente al
edificio. Llamé a una docena de conocidos que no quisieron prestarme el dinero. El anuncio de “(My)
“My Michelle”
“Para antes de las cuatro. Si ella se va a las cuatro necesitas una hora al menos para que la inversión
valga la pena”
No era cierto, la idea se me acababa de ocurrir. A lo mejor había un Cash Express cerca.
“Te lo voy a prestar. Si quieres gastar tus ahorros de meses y quedar debiendo para revolcarte con una
puta, es tu problema”
“Étienne Marcel”
“No hay un Cash Express en Etienne Marcel. Debe estar más cerca de Sebastopol”
“Eso”
“No muy lejos de su trabajo. ¿Esperabas conseguir el dinero mientras caminabas cinco calles”
Llegué a la una y media. Intenté llamarla a la una y cuarenta y cinco. Comencé a tirar monedas a su
inalcanzable ventana a las dos. Aproveché que alguien abrió la puerta del edificio para subir a las dos
y quince. Golpeé la puerta de su casa a esa misma hora. Le di patadas (a la puerta, pero si Michelle
hubiera estado, hubiera sido a ella) hasta las tres y cinco, cuando una vecina joven en bata de colores
amenazó con llamar a la policía si no me largaba. Dijo que la muchacha había salido desde temprano.
Lo que en primer lugar quería decir que no me había llamado desde su casa; en segundo lugar que me
había hecho ir hasta allí sólo para alejarme de la Rue de La Lune y en tercer que My Michelle se iba de
127
París en menos de dos horas y yo no tenía un peso para pagarle. Le vendí mi cámara en Châtelet a un
turista japonés que me pagó en dólares. Dependiendo de la relación dólar/euro, la suma del pago por la
cámara y mis ahorros estaba justo por encima o justo por debajo de lo que me había pedido My
Michelle. Tenía diez minutos a mi favor cuando bajé del metro en Strasbourg Saint Denis. Tenía diez
minutos en contra cuando salí de la estación luego de firmar la multa que un controlador me acababa
de poner por viajar sin tiquete. Los letreros me pasaron rápido mientras me acercaba a la Rue de La
Lune. Macdonald's. Monoprix, Gilbert Jeunne. Tong Fan Traiteur Asiatique. Bureau de change.
¿Lo recuerdas, my Michelle?. Comprábamos cerveza en el Monoprix, salíamos del macdo a chutarnos
y allí me dijiste que te irías. Donde estés ahora, porque para mí Tánger no es una ciudad de Maruecos
sino la ciudad donde estás porque a lo mejor no es en África es en otra parte. ¿Piensas a veces en
Carolina Chang?, ¿En el Arco de Saint Denis que se veía desde la ventana de tu cuarto? ¿En que las
pobres puticas de la rue de La Lune y de la rue Blondel y de Sebastopol pasarán hambre en este
Era casi medianoche. Seguía mirando los taxis desde el muelle de Bonne Nouvelle. Al principio pensé
“No sé cuántas horas llevo aquí”. Las puticas ya parecían desamparadas, algunas me saludaban. Allá
va el amigo de My Michelle, debían pensar. Ninguna era linda. Había al menos una joven. O no joven,
pero menos vieja que el promedio de la calle. Su tarifa era tan ridícula que le dejé un par de euros de
más. No fue gran cosa. Hasta Michelle lo hacía mejor que ella. Cuando volví a salir hacía frío. El
hombre de la silla de ruedas estaba estacionado bajo el arco. A lo mejor podría conseguirme una
cerveza. A lo mejor podría conseguirme algo que pudiera fumarme. Crucé la avenida sin ver si venían
barcos. Fue la primera vez que me di cuenta que a esa hora no hay palomas bajo el arco de Saint Denis.
Cuando me vio acercarme, el viejo de la silla comenzó a avanzar, el rechinar de las ruedas y el ruido
que hacían los papeles y las bolsas de KFC y macdonald´s cuando el viento las arrastraba por el piso,
128
apagaban el ruido de las olas. Para ahorrarme el acto de cortesía que supondría darle la mano, me
encogí de hombros como si hiciera frío. Al viejo no le importó. Tosió y escupió al piso antes de hablar.
«Eso. Yo le dije que no creía que viniera, que usted siempre me había mirado con asco. Que siempre la
«¿Una carta?»
«Una foto. Dijo que a usted le gustaban las fotos. Es extraño que sea yo el que se la entregue, pero no
“No va a escribirme”
“Pienso lo mismo. Le estoy diciendo lo que ella me dijo. Estuvo esperando un dinero suyo. ¿Una
deuda?”
“Ahórrese los detalles. Ya tiene la foto y está tan seguro como yo de que no volveremos a saber de ella.
“Ella también. A usted le dejó una foto. No me dejó nada ni a mí ni a sus hermanas”
“Eso”
El hombre dejó rodar su silla algunos centímetros más. Me di cuenta que a pesar de todo, para My
“¿Eran amigos hace mucho tiempo?” pregunté. El hombre soltó un “Ja!” que se parecía tanto al de
“No. No me contó nada. Supongo que ustedes eran o alguna vez fueron amantes. No sé si quiera saber
el resto”
“Quiere saberlo. Siempre que uno dice ‘no quiero saberlo’ termina la frase en un silencio que quiere
corresponde a un lugar donde no sólo no sirven comida sino que ni siquiera puede entrar cómodamente
una silla de ruedas. Fue allí donde Jacques Lumière y yo nos emborrachamos hasta la madrugada. Fue
allí donde me contó del accidente con una daga que, convertido en gangrena, le había costado una
pierna en la Guerra de Argelia, de la llegada a Francia como un veterano inválido por su propia culpa
que había tenido que contentarse con un apartamento en un HLM de Montereau donde vivía con su
esposa y sus tres hijas, una de las cuáles contaba por dos. Luego el negocio de ofrecer en la calle
volantes para las ventas de videos X, luego el más próspero de ofrecer a la gente del barrio lo que
pudiera necesitar.
“Usted sabe” dijo. “Está el dinero, pero también podía estar cerca de My Michelle y de vez en cuando
arreglar con alguien para que la cuidara de los tipos que creían que ella bajaría su cifra”.
Jacques se rió del propósito de incluir su nombre entre los héroes de Argelia “Ni siquiera hubo héroes”
dijo. Cuando nos sacaron del bar me pidió que lo dejara bajo el arco. Prometí que lo visitaría para
emborracharnos otra vez, pero desde entonces paso poco por el barrio.
“Tengo otra cosa para usted” dijo cuando yo ya caminaba hacia el metro. A esa hora ya había tanto
“Es una carta de Michelle Lumière. Recíbala por favor, pero no me pregunté cómo fue que una
muchacha decente, le dejó un encargo con un viejo inválido de la rue Saint Denis”
130
buscando una puta. No te creí, pero a lo mejor era cierto y hasta podría perdonártelo. Sólo
que salió mal. Te fijaste en la única puta que no podías pagarte y en lugar de ir con una de
las otras te dio por obsesionarte y la primera vez que me hablaste en el río era en ella que
pensabas y cada vez que estábamos juntos querías que yo fuera ella. Por eso no voy a volver
a escribirte. Viajo a Berlín, voy a pasar un tiempo allí. Lamento no despedirme, pero no
hubiera soportado que una vez más hiciéramos el amor mientras querías que me moviera
como creías que ella debía moverse. Ahora pienso que lo mejor habría sido que hubieran
estado juntos. Así te hubieras dado cuenta que no habría sido gran cosa, que no por ser su
último cliente en París habrías sido algo más que un cliente. Uno entre tantos, entre muchos.
(Tu) Michelle”
Y había firmado así, con un “Tú” extra, como si justo por la época en que la una se fue para Tánger y
la otra para Berlín, Michelle y My Michelle comenzarán a sospechar los lazos que el viejo Jacques