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Elvirita, cuando se quedó huérfana, tenía once o doce años y se fue a Villalón, a vivir con una abuela,

que era la que pasaba el cepillo del pan de San Antonio en la parroquia. La pobre vieja vivía mal, y

cuando le agarrotaron al hijo empezó a desinflarse y al poco tiempo se murió. A Elvirita la embromaban

las otras mozas del pueblo enseñándole la picota y diciéndole: ¡en otra igual colgaron a tu padre, tía

asquerosa! Elvirita, un día que ya no pudo aguantar más, se largó del pueblo con un asturiano que vino a

vender peladillas por la función. Anduvo con él dos años largos, pero como le daba unas tundas
tremendas que la deslomaba, un día, en Orense, lo mandó al cuerno y se metió de pupila en casa de la

Pelona, en la calle del Villar, donde conoció a una hija de la Marraca, la leñadora de la pradera de

Fracelos, en Rivadavia, que tuvo doce hijas, todas busconas. Desde entonces, para Elvirita, todo fue

rodar y coser y cantar, digámoslo así.

La pobre estaba algo amargada, pero no mucho. Además, era de buenas intenciones y, aunque tímida,

todavía un poco orgullosa.

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