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Ubi Homo minor cessat 1

EMILIANO BRUNNER
17/12/2018
Siempre hemos considerado al ser humano cumbre y colofón del proceso evolutivo. Ahora
ya sabemos que las cosas no son precisamente así, pero nada, nos cuesta mucho acep-
tarlo.

Todas las culturas y sociedades siempre han perci-


bido que, en los tiempos remotos de sus orígenes,
hubo cambios potentes y misteriosos. En nuestro
caso, la hipótesis más probable sobre estos aconteci-
mientos se llama teoría de la evolución, y su pilar es
el principio de selección natural, que prima la capaci-
dad reproductiva como valor absoluto para el éxito
de un grupo o de un organismo. Esta teoría repre-
senta un fundamento de nuestra ciencia desde hace
por lo menos un siglo y medio, se ha demostrado ro-
busta y coherente, y ha sentado las bases de nuestra
visión del mundo natural. A la hora de contar toda
esta historia, los humanos siempre nos hemos puesto
en un pedestal, siendo jueces de nuestro mismo pro-
ceso, así que las primeras iconografías de estos cam-
bios se basaban en una línea recta que, después de
un largo recorrido, culminaba en nuestra especie. La
evolución se veía como un proceso gradual, lineal y
progresivo. Gradual porque pasaba por todas las for-
Dr Zaius (Maurice Evans), en El Planeta de los Simios (1968) mas y etapas intermedias, lineal porque había un ca-
mino único y rectilíneo, y progresivo porque era un
camino que iba desde criaturas imperfectas hasta formas cada vez más adaptadas. La cumbre de este
proceso, por ende, teníamos que ser nosotros.
Luego hemos descubierto que la evolución no siempre es gradual porque a veces cambia rápidamente,
o que incluso las especies pueden sufrir variaciones discretas de su organización biológica. Tampoco es
una evolución lineal, porque cada especie comparte antepasados con las otras, pero luego todas han
emprendido un camino individual, paralelo a las demás, independiente. Así que no hay una línea, sino
muchos, muchos linajes. Finalmente hemos entendido también que la evolución no progresa desde
especies más malas hacia especies más buenas o «mejores». Todas las especies están adaptadas a su

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medio ambiente, solo que luego el medio ambiente cambia por alguna razón y las especies tienen que
cambiar con él, emigrando a lugares más apropiados o, si se quieren quedar, mudando sus estructuras
y sus funciones. Y los cambios del medio ambiente no siguen un esquema, van sin rumbo, a veces al
azar, así que nada de progresión hacia una dirección específica o preestablecida. Fue así como hemos
pasado de la iconografía de una «línea» a representar la evolución como un «árbol», y finalmente como
un «arbusto». Claro está que, con estos cambios de perspectiva, nuestra posición de cumbre evolutiva
empezaba a peligrar, por no decir que ya no aguantaba un pelo. Somos una especie muy particular, no
cabe ninguna duda, pero, por lo menos a nivel del esquema filogenético, somos una especie entre un
millón y medio de animales, un mamífero entre cuatro mil, un primate entre los trescientos y pico que
habitan actualmente este planeta.
Todo esto no es algo nuevo. Los paleontólogos empezaron a perfilar este escenario en los años 50-60,
y, en los años 70, evolucionistas como Stephen Jay Gould dejaron el tema bastante aclarado, a nivel
teórico (los conceptos) y práctico (los ejemplos). Entonces, si ha pasado tanto tiempo desde que hemos
cambiado esta perspectiva, ¿por qué seguimos encontrando todavía en museos y libros los esquemas
lineales, graduales y progresivos de antaño, como si no hubiera existido medio siglo de investigación
zoológica y evolutiva? La respuesta podría ser bastante sencilla, y basarse en dos aspectos. Primero,
sinceramente, no nos gusta esta solución y, a pesar de todas las evidencias, queremos seguir represen-
tándonos como cumbre de la escala de la naturaleza, sí o sí. Incluso queremos defender esta perspec-
tiva en nombre de la ciencia, pero, dado que la ciencia ya no la apoya desde hace décadas, presentamos
una iconografía evolucionista con medio siglo de antigüedad para justificar nuestro sesgo cultural. Se-
gundo, un esquema lineal, gradual y progresivo es mucho más sencillo de explicar. Entrar en detalles y
explicar cómo están las cosas de verdad es mucho más complicado y difícil, y requiere un esfuerzo
didáctico que no todos pueden o saben o quieren hacer. Muchas veces el objetivo principal de un mu-
seo es vender entradas, de un periódico vender entretenimiento, y de un divulgador caer en gracia al
público, así que ¿por qué complicarse la vida?
Incluso dentro del mismo gremio científico, estudiantes e investigadores a menudo siguen utilizando
los viejos esquemas lineales y progresivos, porque siempre lo han hecho, porque siempre se ha hecho,
y la inercia cultural es un factor que afecta a la ciencia como a cualquier otro campo del saber. Claro
está que todo esto se enfatiza aún más cuando hablamos de disciplinas que incluyen directamente al
ser humano entre sus objetivos de estudio, como la antropología, la primatología o la neurociencia. Y
si hablamos estrictamente de «árboles filogenéticos», es decir, de aquellos bonitos dibujos que posi-
cionan las especies en un diagrama evolutivo, tenemos por lo menos tres tipos de sesgos gráficos que
delatan nuestra percepción antropocéntrica y refuerzan (a estas alturas, de manera culpable) el falso
mito de una evolución orientada al ser humano.
En primer lugar, en estos esquemas, cuanto más nos acercamos a Homo sapiens a nivel zoológico, más
se suelen afinar y etiquetar los grupos de clasificación del diagrama a un nivel más definido y reducido.
Así que, por ejemplo, en un clásico esquema filogenético de los primates, tendemos a poner todos los
prosimios en un megagrupo Prosimios (más de un centenar de especies), y los monos de Sudamérica
en otro grupo gigante y muy diversificado, los Platirrinos (otro centenar y pico de especies). Luego, para
los monos de África y Asia ya usamos el nivel más definido de superfamilia Cercopithecoidea (otro cen-
tenar y pico de especies), para los gibones y grandes simios detallamos el nivel de familia Hyloba-
tidae (más de una docena de especies) y Hominidae o Pongidae (una media docena de especies), y,
para nuestra especie, la subfamilia Homininae o incluso el mismo género Homo (una sola especie). Es
decir, en el mismo gráfico agrupamos las especies lejanas a la nuestra en etiquetas amplias y genéricas,
y a medida que nos acercamos a nosotros, dilatamos la lupa taxonómica más y más. El resultado de
este subterfugio es un esquema con dos sesgos. Por un lado, parece que nuestra especie ocupa un
papel proporcionalmente mucho más determinante. Por otro, da la impresión de que nuestra especie
es reciente, mientras que los otros grupos son más antiguos (por definición, una agrupación más gene-
ral habrá evolucionado antes que sus subgrupos más específicos). En un árbol filogenético de los pri-
mates se podría hacer el mismo truco con cualquiera de las trescientas y pico especies de primates
vivientes, por ejemplo, ampliando el detalle de las etiquetas al acercarse al grupo de los calitrícidos,
pequeños monos sudamericanos muy diversificados, y en este caso los humanos desaparecerían en un
amontonado y primitivo grupo de monos afroasiáticos (los catarrinos), mientras que los titíes serían los
primates más recientes y especializados. Pero la jugada no se hace nunca con los titíes o con los colobos,
sino siempre y solo con Homo sapiens.
Un segundo truco antropocéntrico en las representaciones evolutivas es volcar todas las ramas de los
esquemas evolutivos hacia el ser humano. Cuando uno dibuja una separación no hay derecha o iz-
quierda, arriba o abajo. Una bifurcación se puede dibujar en ambos sentidos, con lo cual la decisión
gráfica es totalmente subjetiva o convencional. Pero no, los árboles evolutivos siempre se dibujan po-
niendo a la derecha el grupo más afín a los humanos, y por ende generamos la sensación de una pro-
gresión que se acerca a nuestra especie, y acaba en ella. Si las bifurcaciones se orientaran al azar, se
perdería la apariencia de orden progresivo hacia lo humano, pero nos dolería en el alma acabar dibuja-
dos entre babuinos y monos aulladores.
Y por último, el tercer sesgo en nuestros chanchullos filogenéticos, la verdadera guinda de las repre-
sentaciones evolutivas: los iconos de las especies, que a menudo se representan «andando» en una
dirección. No en una dirección cualquiera, claro, sino en la misma dirección a la que apuntan las etique-
tas taxonómicas, y a la que se dirigen las orientaciones de las ramas: el ser humano. Todos nos siguen
a nosotros, en un falso orden progresivo que respeta una supuesta (y profundamente incorrecta) se-
cuencia de «primitividad».
Filogenia antropocéntrica
Una imagen vale más que mil palabras, y si tengo que sesgar el mensaje, todo ayuda. La clasificación
que afina las etiquetas hacia nuestra especie, las ramas orientadas hacia nosotros, los demás animales
que nos siguen en este paseo hacia un desenlace futuro... Todas ellas decisiones gráficas convenciona-
les y subjetivas, pero que siempre acaban con las mismas elecciones que, mira tú por dónde, nos hacen
parecer los reyes del mambo. Y no es suficiente confesar que, aunque sesgamos estas representacio-
nes, sabemos de sobra cómo están las cosas, porque el problema no está solo en el fallo, sino —y sobre
todo— en sus consecuencias. Imágenes y lenguaje probablemente no son un medio con el que expre-
samos nuestro pensamiento, sino que son las herramientas con que lo forjamos. Y entonces, si sesga-
mos términos y representaciones, estamos sesgando nuestra forma de pensar.
Todas estas pequeñas astucias y trampas se deben a que queremos sentirnos parte de la naturaleza,
pero marcando diferencias. No queremos ser parte del grupo: queremos encabezarlo. Y aunque sabe-
mos que no es así, poco importa, porque la historia la cuentan los vencedores, y en este caso somos los
únicos que tenemos el privilegio de poder contarla. Por lo menos a nosotros mismos.

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