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Voces: DERECHO CIVIL

Título: Los principios generales del derecho civil


Autor: Saux, Edgardo I.
Publicado en: LA LEY1992-D, 839
Cita Online: AR/DOC/8221/2001
Sumario: SUMARIO: I. Acceso al tema: los principios generales del Derecho. -- II. Los principios propios
del Derecho civil. -- III. Epílogo.
I. Acceso al tema: los principios generales del Derecho
No es ni ha sido tema pacífico en la filosofía del Derecho el de perfilar, caracterizar y ordenar lo inherente a
los principios generales del Derecho, respecto a los cuales quizás el único rasgo consensuado sea el de su
denominación. No es tampoco objeto de esta breve labor sistematizar, ni aun mínimamente, los distintos matices
de opinión.
Tan sólo pretendemos, siendo su mención vía de ingreso inexorable al objeto de análisis más puntual que
nos proponemos abordar, acordar con el lector, memorando nuestras ya lejanas primeras lecciones de
introducción al Derecho, un lenguaje común que nos permita sobrevolar sin turbulencias, en velocidad y con
miras decididamente panorámicas, un aspecto tan denso y relevante de la ciencia jurídica.
En esa confesa intención, la primer dificultad --y el primer disenso doctrinario-- que presenta el tema es el
inherente a la naturaleza jurídica misma de estos principios generales, fundamentalmente en relación al
interrogante de si los mismos tienen o no carácter normativo. Emilio Betti (1) sostiene enfáticamente la negativa,
entendiendo que ellos no son sino "orientaciones e ideales de política legislativa", que sirven como criterios
programáticos para las tareas del legislador, y que siendo su contenido esencialmente axiológico o valorativo no
requieren de una forma lógica de formulación. Ronald Dworkin (2), en opinión traída a cita y compartida por
Rodolfo Vigo (3) agrega en similar punto de miras que la disyuntiva propia de la estructura normológica --que
requiere un supuesto de hecho y una conducta debida frente al mismo-- es ajena a la esencial misma de los
principios, que por su peso e importancia no se conmueven en su eficacia prescriptiva ante la eventualidad de su
no acatamiento. En otro enfoque de cosas, Norberto Bobbio, con la claridad conceptual que lo distingue, porque
una respuesta opuesta: ... "En mi opinión --dice-- los principios generales no son sino normas fundamentales y
generalísimas del sistema, las normas más generales"(4). Citando los trabajos de V. Crisafulli, y en coincidencia
con el pensar de García Maynez (5) sostiene que si los principios se obtienen mediante generalizaciones
sucesivas a partir de normas particulares, es impensable que en algún estadio de tal proceso lógico cambien de
naturaleza; y que si aun admitiendo que algunos principios no son inferibles sino que se dan de modo inmediato
en todo su alcance general, la función que cumplen --se refiere a su rol integrador ante la laguna normativa-- es
ofrecer modelos prescriptivos de conducta a los operadores jurídicos, con lo cual en nada difieren de las normas
particulares.
Su sistematización no aparece, en la dogmática jurídica, menos ardua. Las propuestas de clasificación son
variadas, y todas resultan de interés. Así, para el caso, tomando como pauta calificadora el origen de los
mismos, hay quien diferencia a los positivistas --que los extraen del derecho positivo nacional y comparado,
tales como lo hacen Messineo, Coviello y entre nosotros Salvat y Genaro Carrió--; los metapositivistas --que los
desgranan del jusnaturalismo, como Del Vecchio, García Maynez, Orgaz y Arauz Castex--; los cientificistas
--que ubican su génesis en el laboreo propio y excluyente de la ciencia jurídica, como Spota-- y los eclécticos,
que proclaman que su matriz no es única, sino que hay principios generales derivados del derecho positivo y
otros del derecho natural, conforme lo sostienen Castan Tobeñas, De Castro y Bravo, Zorraquín Becú y Borda
(6). Desde otro punto de visa --en una posición que dentro del esquema precedente aceptaría su inclusión
primaria en la postura ecléctica--, Lorenzo Gardella (7) propone su distinción en tres niveles: principios
generales sistemáticos positivos nacionales (que dicho autor identifica con "el espíritu del orden jurídico
positivo argentino todo", que se obtienen a través de un método progresivo de abstracciones y que pueden
referirse a una institución jurídica, a una rama del Derecho o al sistema todo); principios generales sistemáticos
positivos internacionales o supranacionales (memorando aquellos que el Estatuto de la Corte Internacional de
Justicia de La Haya mencionaba como "principios generales del Derecho reconocidos por las naciones
civilizadas", y cuyo estudio incumbe a la ciencia del derecho comparado); y finalmente los principios naturales
de justicia, que como su nombre lo indica abrevan en el jusnaturalismo (que Gardella singulariza en los
principios de justicia y de legalidad); manteniendo toda la estructura, como su propio autor lo admite, una
necesaria conexión con los conceptos romanísticos del jus civile, el jus gentium y el jus naturale.
Sin pretender agobiar al lector con la multiplicidad de propuestas clasificatorias registrables en un muestreo
aun primario, no queremos dejar de aludir a dos o tres de ellas generadas por Bobbio (8) y traídas a cita por
García Maynez (9), que estimamos de singular interés por cuanto implican un puente de conexión directo con el
tema central de nuestro trabajo, cual es la indagación de los principios generales del derecho civil.
Al respecto, señala el preclaro jurista italiano que una sistematización factible, echando mano a la materia
que los principios rigen, diferencia los principios generales de derecho sustancial, que establecen máximas para

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todos los particulares --v. gr. la prohibición de actos que impliquen el ejercicio abusivo de los derechos
subjetivos--; los principios generales del derecho procesal, dentro de los cuales se deberían computar las reglas
de carácter hermenéutico, dirigidos fundamentalmente a los jueces; y los principios generales de organización
--v. gr. el de la separación de poderes de un estado de derecho, o el de irretroactividad de la ley--, que son
pautas que tienen como destinatario al legislador. Vinculada con tal estructura, destaca Bobbio aquella otra que
se rige en función del ámbito de validez de tales principios, y que admite los principios de un instituto (v. gr. la
indisolubilidad del vínculo matrimonial en los países no divorcistas, o la irrevocabilidad de las donaciones); los
principios generales de una materia (p. ej. el que establece que la carga de la prueba está en cabeza de quien
alega un hecho para hacer valer un derecho); los principios generales de una rama jurídica (como el favor
debitoris del derecho privado patrimonial, o el de la progresividad del impuesto en el derecho fiscal); principios
generales de todo un orden jurídico (como el de la libertad de contratación en un régimen tolerante de la
ideología liberal); y finalmente principios generales jurídicos universales, válidos para cualquier orden jurídico,
que subclasifica en principios de justicia (v. gr. la regla del nenimen laedere, reconocida entre nosotros como
verdadero principio general según criterio de la Corte Suprema in re "Santa Coloma L. F. c. EFEA", fallo del
5/8/86, publicado en ED, 120-651) (10); reglas que derivan de condiciones de hecho incontrovertibles (como lo
que determina que nadie está obligado a lo imposible); y máximas que enuncian las "condiciones de posibilidad
de todo ordenamiento jurídico" (como el principio pacta sunt servanda).
Por último --y creemos que ello es de notoria trascendencia para nuestro pequeño aporte-- un criterio
clasificatorio que atienda a las funciones que los principios generales cumplen en la ciencia del Derecho,
encuentra no menos de cuatro conclusiones relevantes: 1) Una función interpretativa o hermenéutica --que es
aquella que el art. 16 de nuestro Código Civil argentino todavía vigente le asigna expresamente--; 2) Una
función integradora de los vacíos de las fuentes formales --compatible en nuestro texto legal recién citado con la
función anterior, pero que en derecho comparado diera sustento a autores de la talla de Ferrara, Carnelutti o el
mismo Savigny (11) para negar la existencia de los principios generales como tales, vinculándolos al concepto
de la "analogía juris"--; 3) Una función directiva, propia de los principios constitucionales expresos de tipo
programático --como lo serían, v. gr., entre nosotros los de legalidad, reserva o debido proceso-- destinados a
orientar la actividad de los órganos legisferantes y judicantes--; y 4) Una función limitativa, la que
singularmente en el Derecho continental europeo se vincula al ámbito de vigencia de los sistemas jurídicos
regionales --v. gr. el Derecho foral español--.
Ahora bien, nuestra propuesta en el particular tiende a compatibilizar tales pautas generales con la
especificidad de aquellos principios inherentes al derecho civil argentino, considerado éste, aun más allá de más
o menos inminentes regímenes normativos unificados, como rama singular del derecho privado.
II. Los principios propios del Derecho civil
Una inquietud válida para cualquier operador jurídico es precisar si la remisión que el art. 16 del Código
Civil argentino hace a los principios generales del Derecho --como elemento destacado dentro de la teoría de la
hermenéutica o interpretación de las normas-- está vinculada a estos principios informadores de todo el sistema
jurídico vigente --ya sean de rango iusnaturalista, positivista o supranacional--, o si tal alusión, contenida
sintomáticamente en un cuerpo normativo específico como lo es el Código Civil, refiere a principios singulares
o propios de ese mismo sector o rama de la ciencia del Derecho.
El interrogante --valga la salvedad-- no es ni con mucho excluyente del Derecho o del Código Civil
argentinos, toda vez que son numerosos los textos civilistas que en derecho comparado refieren a los principios
generales como pauta interpretativa o supletoria de lagunas en el tejido normativo iusprivatista.
Tales son los casos --entre otros-- del Código italiano de 1942, el polaco de 1964, el venezolano, el
ecuatoriano, el uruguayo, el guatemalteco, el mejicano, el peruano, el paraguayo, el colombiano, el viejo Código
español de 1888, etc. Y precisamente es un español, Francisco Bonet Ramón (12), quien originariamente
despertara nuestra inquietud en el tema, tomando una propuesta que es suya, y que básicamente sostiene que en
tanto el derecho civil, como vertiente prioritaria del derecho privado, regula intereses particulares, respecto de
los cuales "nadie es mejor intérprete y juez que el propio individuo", el primero de esos principios generales que
le son propios y singulares es el de la autonomía de la voluntad, motor primigenio de la gestación de relaciones
jurídicas entre particulares. A él le sigue, como pauta limitativa necesaria en su ejercicio --y así lo perfila
claramente el art. 21 del mismo Código Civil argentino-- el orden público, "noción tan vaga como
fundamental", al decir de Josserand. Y finalmente cierra el elenco --sin que ello implique una pauta limitativa o
de numerus clausus--el equilibrio de las prestaciones o de los intereses privados, en el cual la morigeración
axiológica de los potenciales desajustes que el libre juego de esa autonomía de la voluntad pudiera generar nace
no ya del propio sistema normativo, sino de la activa participación del juez como figura preponderante en la
heterocomposición de los intereses en conflicto. Veamos algunos matices que nos sugiere el análisis, aun
primario y limitado, de cada uno de ellos.
a) La autonomía de la voluntad
La autonomía de la voluntad, o la autonomía privada, al decir de De Castro y Bravo(13), quien la menciona
como "el ámbito de libertad reconocido a las personas para el ejercicio de sus facultades", es, sin duda alguna, la

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piedra angular sobre la que se estructura todo el sistema de derecho privado.
Según Bonet, sus manifestaciones en relación con el negocio jurídico son, cuanto menos, tres: crear al
mismo, determinar sus efectos y precisar la ley que le es aplicable. En el primer estadio, en el cual la voluntad
jurídica tradicionalmente concebida --con sus componentes de discernimiento, intención y libertad-- todavía no
aparece como perfeccionada, la autonomía privada precede al contrato mismo --el negocio jurídico bilateral y
típico por excelencia-- y se manifiesta como "iniciativa privada", fruto del impulso de las necesidades vitales del
hombre en sociedad, previa en su existencia a todo orden jurídico y a toda regulación sistemática de la
institución empleada. Como dato ilustrativo de este primer estadio dinamizador de la voluntad privada en sus
orígenes precontractuales, Emilio Betti (14) trae a cita los relatos de Heródoto sobre los trueques de mercancía
por parte de las tribus africanas de la costa del Atlántico, conforme los cuales los miembros de la tribu de
Tegazza, que contaban con sal, formaban en un lugar preestablecido a tal fin montículos de ella y se retiraban
media jornada camino hacia atrás, de modo tal de que los de otra tribu vecina, que tenían oro, se allegaban al
sitio referido y formaban a su turno pequeños montículos de oro al lado de los de sal, y también volvían sus
pasos atrás otro tanto.
Vueltos al lugar los dueños de la sal, justipreciaban si la cantidad de oro correspondiente a cada montículo
lucía adecuada, en cuyo caso tomaban el oro, dejaban la sal y se retiraban definitivamente. De no ser así,
retornaban camino dejando en el lugar la sal y el oro, y los dueños del metal precioso, vueltos al escenario,
interpretaban que era necesario aumentar su oferta, con lo cual las idas y venidas --sin siquiera contacto visual
recíproco-- se sucedían hasta que ambos, satisfechos en sus prestaciones, tomaban la mercancía adquirida a
cambio de la propia y volvían a su tierra de origen. La inviolabilidad de tales conductas, según los relatos del
historiador, da una pauta de la conciencia vinculante del proceder de cada uno, preexistente como tal a la
regulación jurídica del contrato de permuta.
Esa incidencia de la autonomía privada en la creación del negocio, como enseña Josserand(15), se manifiesta
tanto en la determinación de las formas o solemnidades a conferir al acto --siguiendo, en nuestro derecho civil
nacional, la regla de libertad de formas del art. 974 del Código respectivo-- como en lo atañente a su contenido,
generando así una dinámica incesante del quehacer jurídico en lo contractual que día a día (y bienvenido sea
ello) propone al operador formulaciones convencionales atípicas que combinan elementos de distintas figuras
negociales tradicionales que se formulan y adaptan a las exigencias de un mundo en permanente dinámica
evolutiva. Pensemos un instante con qué interés hubiera analizado el codificador figuras tales como el leasing,
la propiedad temporal compartida, los círculos de ahorro, el mutuo con variables asociativas de riesgo, el
contrato de agencia y tantos otros que son de empleo constante en el tráfico negocial contemporáneo.
Paralelamente a esa potestad de creación de moldes originales en los que se desenvuelvan las relaciones
jurídicas, la facultad de autorregulación de intereses comprende, según lo ya expuesto, la de precisar los
alcances de sus efectos entre las partes --a la luz de la regla de la relatividad de las convenciones que sienta en el
Código Civil argentino el art. 1195-- y aun la de convenir la ley aplicable al caso (16), siempre, claro está, que
no se afecten otros principios limitativos de esa autonomía privada, como el orden público.
En tal sentido, postula con razón Betti que la autonomía de la voluntad, como fuente del negocio jurídico,
hace al aspecto dinámico del Derecho, encontrando su correlato conceptual en el derecho subjetivo que refiere
al aspecto estático y de tutela.
En su faz normativa, el principio de la autonomía de la voluntad aparece consagrado dentro de nuestra
legislación civil en el texto del art. 1197 del Código, en tanto determina la conocida formulación según la cual
"las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual deben someterse como a la
ley misma", texto que no es sino una concreción positiva de la regla del pacta sunt servanda, y que reconoce
como fuente próxima aquello de que "las convenciones tienen fuerza de ley entre los que las celebran", del art.
1134 del Código Napoleón. No es éste el lugar apropiado, ni hace al propósito de esta labor intentar abordar la
profunda conexión que el concepto mismo de la autonomía privada tiene, en sus raíces filosóficas, con la
evolución de las ideas políticas, sociológicas y jurídicas que han informado al mundo en los dos últimos siglos.
La autonomía de la voluntad, hipótesis necesaria y previa a los conceptos de derecho subjetivo, de negocio
jurídico y de contrato, ha sobrevivido a las profundas transformaciones de esas instituciones básicas y a las de la
plataforma ideológica que les da sustento, y con nuevos ropajes --que implican acotamientos en aspectos
determinados y apertura de fronteras en otros que le parecían vedados-- sigue siendo el nervio motriz en la
dinámica del quehacer jurídico(17). Quizá baste simplemente recordar que su formulación y aplicación viva es el
fruto del triunfo de las ideas individualistas sobre el absolutismo, que encuentra históricamente su cuna en la
Revolución Francesa de 1789 y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. A partir de allí,
los Códigos Civiles inspirados en el Código Napoleón y gestados en el apogeo de las ideas liberales que
informaban el mundo político y económico del siglo XIX --como es nuestro Código de Vélez Sársfield--
hicieron del ejercicio pleno e irrestricto de la autonomía privada un dogma de fe, válido como tal en cuanto en
sus raíces racionalistas y en sus consecuencias económicas capitalistas, generaron un nuevo mundo en el cual,
superados el estatismo absolutista y feudal, la voluntad jurídica privada, aun dentro del ámbito patrimonial y
contractual --toda vez que el propio Vélez Sársfield tuvo la prudencia de mantener celosamente bajo el
resguardo del orden público no sólo aspectos tradicionalmente estatutarios del derecho civil, como lo son la

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regulación de la personalidad, la familia y la herencia, sino también sectores de raigambre patrimonial, como los
de los derechos reales--, era soberana e intangible, y no mediando vicios en su conformación, las relaciones
jurídicas en ella nacidas estaban exentas de toda hipótesis de intervención, control o modificación estatal, tanto
por vía legal como judicial.
Sin embargo, este ejercicio pleno --y a veces irrestricto-- de los derechos subjetivos y de la libertad
contractual, necesario en su momento para la dinamización de los factores que conformaran el mundo que hoy
conocemos, comienza a encontrar, por la misma fuerza y peso de las necesidades económicas y sociales,
requerimientos de justicia, de equidad, límites y regulaciones que eran impensables y hasta casi heréticas para
quienes, aun dentro de este siglo --memoremos sino entre otros la calificada y sapiente presencia de Bibiloni en
el anteproyecto de reformas del Código Civil argentino de 1930--, mantenían intangibles las doctrinas
librepensadoras del siglo XIX.
Quizá nadie entre nosotros --y hace ya casi cincuenta años atrás-- haya explicado de manera más profunda y
clara este fenómeno gradual --que en nuestro país no fue sino un reflejo de todo un proceso evolutivo común en
el derecho comparado-- como lo hiciera Marco Aurelio Risolía en su obra "Soberanía y crisis del contrato en
nuestra legislación civil"(18), en la cual, aun a veces con sentido crítico pero con la profunda lucidez y versación
que lo distinguen, desmenuza el por qué y el cómo de este acontecer, que Lambert describiera como
"publicización del derecho privado".
En palabras de Julio César Rivera (19) --quien cita entre otros a Bertrand, Lucarelli y Bonet Correa--, "... Sin
duda que el siglo XX ha asistido a una revalorización de lo social, para atemperar los efectos del exagerado
individualismo al que había llevado la aplicación extremosa de las ideas liberales. Esas ideas sociales producen
un fenómeno en el campo de lo jurídico que se conoce como socialización del derecho privado y que se refleja
en una multitud de aspectos; tanto en una concepción de los derechos subjetivos más limitada, cuanto en la
exigencia de protección de las partes más débiles de las relaciones jurídicas". Al decir de Josserand, "... el
partido del deudor se fortifica".
Esta limitación --cargada de valoraciones éticas, como con póstuma anticipación del devenir futuro lo
señalara María Antonia Leonfanti (20) --a la fe absoluta en la justicia del voluntarismo y la razón sin cortapisa
alguna en el ejercicio contractual abreva en los postulados del solidarismo jurídico, doctrina filosófica
neo-jusnaturalista, que ve al contrato --como a la propiedad privada-- en su función social, y que entiende que la
teórica igualdad de los contratantes que van al negocio jurídico con discernimiento, intención y libertad, no
siempre es tal en función de sus potencialidades económicas, sociales y culturales, siendo un imperativo jurídico
acudir en apoyo del débil, del vulnerable, del necesitado; aquel que en el derecho laboral fue el trabajador u
operario, que en la locación de inmuebles fue el inquilino, y que en el tráfico negocial del hoy es el consumidor
de productos elaborados, el contratante particular frente a la empresa organizada, el receptor del servicio de
salud, educación o información, etcétera.
Mosset Iturraspe (21) es uno de quienes han hecho escuela de estos principios solidaristas, en una línea de
pensamiento que al decir de Rivera retoma las pautas básicas del personalismo ético kantiano (22), y que
encuentra sus voces más representativas, en el derecho privado europeo contemporáneo, en las enseñanzas entre
otros de Karl Larenz en Alemania, Michel Villey en Francia y Jaime Santos Briz en España.
Las manifestaciones normativas de este reajuste conceptual, singularmente en referencia a nuestro derecho
nacional, son numerosas.
Así, para el caso, una de las más patentes quizá, sea la evolución apreciable en la regulación del derecho real
de dominio (el "poder tipo", al decir de Josserand), la cual muy recientemente, y con acierto, Andorno calificara
como "una incesante reducción de los derechos del propietario"(23). La referencia apunta a que en nuestra
legislación civil, de igual modo a como lo predica Cesarini Sforza confrontando el viejo texto del Código
italiano de 1865 con el Código vigente desde 1942, "... a la concepción individualista se contrapone hoy cada
vez con más firmeza otra concepción denominada social, por la que el derecho de propiedad, de instrumento
para la satisfacción del interés individual, se vuelve instrumento para la satisfacción del interés general, y en la
propiedad se ve, más que el ejercicio de un poder personal, el ejercicio de una empresa con una finalidad
productiva"(24). En ese orden de ideas, las modificaciones operadas en los arts. 2513 y 2514 del Cód. Civil
argentino por la ley de reformas 17.711 de 1968 (Adla, XXVIII-B, 1810), suprimiendo en la caracterización del
derecho de dominio la facultad de destruir o desnaturalizar la cosa sobre la cual se ejerce que contenía el texto
del codificador e incluyendo --en consonancia con el texto del art. 1071 del mismo cuerpo legal que incluye la
doctrina del abuso del derecho-- la calificación de "regular" en la ejercitación por el propietario de sus
potestades, denotan una corriente jusfilosófica que halla correlato en el mismo tema --la propiedad privada-- en
textos constitucionales provinciales más modernos, tales para el caso como el de los arts. 15 y 16 de la
Constitución de Santa Fe que menciona la "función social" del derecho de propiedad, y recuerda al propietario
sus "deberes hacia la comunidad".
En materia contractual, los ejemplos citables son numerosísimos, y ya Risolía hizo de ellos una extensa
nómina (25) en la que se incluyen regímenes convencionales que si bien no son específicos de la órbita del
derecho civil --como no lo es tampoco el ejercicio de la voluntad privada-- demuestran la multiplicidad de

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situaciones y disciplinas en las cuales ha sido necesario acotar esa libertad generadora de obligaciones: en el
ámbito laboral, son por todos conocidas las normas que en cuanto a salario mínimo, empleo de elementos de
seguridad, régimen de descanso, indemnizaciones por despido o accidente, etc. confieren un marco
convencional absolutamente distante de aquel contrato teóricamente libérrimo en sus condiciones de celebración
que imaginara Vélez Sársfield. Similares consideraciones merecen normas de parecido tenor que rigen el
contrato de empleo público de derecho administrativo; y es la misma la conclusión que extraemos luego de
analizar, v. gr., dentro de la esfera del derecho comercial, las perspectivas de celebración de un contrato
constitutivo de una sociedad mercantil.
Rivera (26) nos recuerda las condiciones generales de contratación de seguros que contiene la ley 17.418
(Adla, XXVII-B, 1677); así como las que en materia de prehorizontalidad establece la ley 19.724 (Adla,
XXXII-C, 3368); Alterini nos menciona la creciente regulación tutelar de normas generales en favor del
consumidor de productos elaborados(27) y la vigilancia de contratos predispuestos; son igualmente de divulgado
conocimiento las distintas y sucesivas leyes regulatorias del contrato de locación de inmuebles urbanos, con sus
prórrogas y condiciones generales y obligatorias. Jaime Santos Briz (28), aun en referencia al derecho español
pero que resulta absolutamente transpolable al nuestro, memora la intervención obligatoria del Estado en ciertos
regímenes de contratación --especialmente en materia de servicios públicos, como transportes, correo, provisión
de agua corriente, gas o electricidad, etc.--; y no haría falta tampoco traer a cita las severas limitaciones a la
libre contratación que en materia de manejo del sistema financiero y bancario rigen aun en el más abierto de los
sistemas democráticos y pluralistas; así como las importantes alteraciones a la base contractual con proveedores
y contratistas del Estado que siguen trayendo las leyes de emergencia, tan en boga en nuestros días.
No obstante ello, y como contrapartida a esta clara tendencia restrictiva al ejercicio puro de la autonomía de
la voluntad tal cual la pensara el codificador, señala Zannoni que en materia de derecho de familia --ámbito
tradicionalmente impregnado de orden público y donde la autonomía privada se limita a disponer el ingreso o
no del sujeto en una institución determinada (matrimonio, filiación, etc.), pero sin autorizarlo a regular sus
efectos, como en el contrato-- la nueva tendencia legal ha generado una expansión del ejercicio de la autonomía
privada en la solución de los conflictos familiares (v. gr. en el divorcio por presentación conjunta o por mutuo
consentimiento, en los acuerdos inherentes a ese divorcio y en la perspectiva de allanamiento, en la dispensa
convencional del deber de cohabitación, en el mantenimiento de la patria potestad compartida pese a la ruptura
matrimonial, etcétera) (29).
Otro tanto puede decirse respecto de las tendencias aperturistas y desregulatorias del sistema económico que
son de reciente data, en orden a las cuales, en el permanente corsi e ricorsi del quehacer político, económico y
jurídico, se puede vislumbrar un cierto regreso a las fuentes del liberalismo decimonónico, el cual, bueno es
decirlo, no deja en algunos casos de corregir excesos cometidos en ese ponderable afán de la tutela de los
intereses sociales.
b) El orden público
Pocas instituciones jurídicas han generado tal diversidad de propuestas al tiempo de caracterizarlas o
definirlas como la que nos ocupa, y no hay autor que haya tratado el tema que no comience su análisis poniendo
de resalto esa liminar dificultad en precisar sus contornos. Como no es nuestra intención más que ingresar lo
mínimo necesario como para que la referencia al principio bajo análisis pueda ser mostrada en sus proyecciones
prácticas o dinámicas, nos limitaremos muy sucintamente a consignar algunas de las propuestas que la doctrina,
tanto nacional como comparada, ha elaborado en la difícil labor --ya lo reconocía Japiot a principios de este
siglo-- de dibujar su perfil. La designación de la expresión "orden público" como idea separada o autónoma del
"derecho publico" --identificación propia de sus orígenes romanísticos-- aparece en el Código Napoleón, el cual
en su art. 6° disponía que "No se puede derogar por convenciones particulares a las leyes que interesan al orden
público".
La expresión y su claro significado a partir de la proyección histórica de la codificación civil francesa y de la
proficua obra de sus comentaristas, adquiere inserción en todo el derecho civil que tiene a aquélla como fuente,
entre ellos nuestro Código de Vélez Sársfield, el cual en su art. 21, al expresar que "las convenciones
particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia estén interesados el orden público y las
buenas costumbres", muestra una directa referencia de la gestión de este principio como limitativa de la
autonomía privada puesta en juego en el art. 1197.
Ahora bien: ¿qué debe entenderse entonces que es el orden público? la respuesta, conforme lo tenemos
dicho, no es unívoca, y desde ya anticipamos nuestro criterio coincidente con el de quien, como De Ruggiero
(30), sostiene que "una determinación absoluta y universal del orden público no es posible, porque este principio
es en sí mutable y contingente, varía con el variar de la constitución orgánica de la sociedad, con las diversas
fases de la conciencia colectiva de cada pueblo, con la convicción de lo que debe ser la utilidad general...".
Como lo reseña muy claramente en un reciente trabajo María del Carmen Cerutti (31), desde esa primigenia
identificación del concepto de orden público con el de derecho público (32), una importante corriente de opinión
evoluciona aproximando el principio a lo que puede estimarse como de interés general, o de interés público.
Este enfoque, sustentado por Planiol en su momento, es rescatado entre nosotros por Borda (33), quien afirma

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que ese sustrato de interés colectivo que caracteriza al orden público, ese trascender los simples intereses
privados y singulares del caso, hace que la norma que lo rija adquiera carácter formalmente imperativo. Hay
quienes, por su parte --Castán, Busso, Arauz Castex-- advierten una real imposibilidad de determinar pautas
apriorísticas de por qué y cuándo una norma jurídica --imperativa aunque no sea de orden público, por cuanto
de no ser así, como apunta Martínez Ruiz, sería una norma ética o moral sin sanción conminatoria (34)--
adquiere tal carácter, por lo cual debe estarse a lo que la voluntad del legislador, o la intuición del intérprete
señalen en cada caso singular.
Hay quien --como De Roa-- identifica al orden público con la "paz pública", con la premisa de que los
"hechos materiales externos" no alteren la tranquilidad general. "Mantener el orden público en el Derecho"
--dice-- "consiste en asegurar la armonía jurídica, necesaria a la realización eficaz del derecho"(35).
El criterio quizá mayoritario, tanto en derecho comparado como nacional --con algunos matices que en
honor a la brevedad nos abstenemos de pormenorizar-- (Risolía, Bonet, Salvat, Llambías) ve al orden público
como el conjunto de principios fundamentales que hacen a la estructura de una organización social, los que
pueden ser variables y mutables en el espacio y el tiempo, y que se derivan de las concepciones políticas,
económicas, religiosas y, obviamente, jurídicas, que esa comunidad tenga para sí.
Ahora bien, cualquiera fuere el concepto que de él se tenga, quizá sea más relevante precisar los efectos que
su presencia concreta en una situación jurídica determinada proyecte en la misma. Así, y ante todo, ya hemos
traído a referencia el texto del art. 21 del Cód. Civil argentino que coloca al orden público como un límite al
ejercicio de la autonomía de la voluntad. Es de importancia recordar que el codificador en reiteradas
oportunidades al mencionar al orden público en esa función limitativa, le aneja un standard jurídico que le es
muy próximo en ese rol, cual es el de la moral y las buenas costumbres, y que Vélez Sársfield conceptualiza en
su nota al art. 530. Creemos, con Arauz Castex, que la contradicción de una conducta con los preceptos de la
moral y las buenas costumbres no es sino una manifestación singular de afectación del orden público, y así
parece inferirse de reiteradas remisiones normativas del Código, tales como las de los arts. 530 --en materia de
condición--, 953 --objeto del acto jurídico--, 1071 --abuso de derecho--, 1501 --objeto de la locación--, etcétera.
Es en este sentido, singularmente, en que el principio del orden público adquiere su carácter de "informador
del sistema jurídico"(36), como lo evidencia, según Vanossi(37), su mención directa en el texto de art. 19 de la
Constitución Nacional.
Ahora bien, además de ese premencionado y relevante rol, el principio del orden público cumple otros por
imperio de la propia ley. Así, conforme el art. 14 del Cód. Civil, es un límite a la aplicación extraterritorial de la
ley extranjera, en la medida en que, dándose las hipótesis que el derecho internacional privado preordena para la
aplicabilidad de Derecho extranjero, llega éste a resultar inaplicable por su inconciliabilidad con "la moral y las
buenas costumbres" o con "el espíritu de la legislación de este Código".
Por otro lado, antes de la ley 17.711 de reformas al Código Civil del año 1968, el orden público era una
causal de admisión de la excepcional operatividad retroactiva de las leyes nuevas (art. 5°), pauta hoy derogada
en tanto para que se admita esa retroactividad, debe mediar una mención expresa de la propia ley, sea ésta o no
de orden público.
Finalmente, una global referencia al campo de actuación del principio del orden público en el derecho civil
nos muestra que aparece como pauta básica en todo lo inherente a la regulación de la personalidad (física y
jurídica, con la enunciación de sus atributos y derechos personalísimos), la familia, el régimen de adquisición,
ejercitación, transmisión y extinción de los derechos reales, el derecho sucesorio (vocación hereditaria, formas
testamentarias, legítima, etc.), la nulidad de los actos jurídicos, la prescripción, etc. Ello sirve como prueba de la
relevancia que lo singulariza.
c) El equilibrio de las prestaciones
El equilibrio de las prestaciones, o "equilibrio de los intereses privados" es, según Sauer (38), el fiel de la
balanza en la relación jurídica, en tanto explica y justifica el logro y la realización del valor justicia en esa
relación jurídica bilateral y singular que los intereses contrapuestos de los particulares han conformado.
Maury, citado por Bonet Ramón (39), expresa con acierto que en el logro de ese objetivo, deben diferenciarse
tres etapas o niveles de tutela: a) Primero, en la constitución del acto bilateral, son las propias partes quienes,
ejercitando su autonomía privada y buscando compensaciones equivalentes a sus contraprestaciones e intereses,
naturalmente gestan su nivelación. b) En un segundo estadio, es el legislador quien coadyuva al propósito
premencionado, en especial mediante las normas supletorias o interpretativas que se aplican en las "lagunas de
la regulación negocial", y en las inherentes al modo conforme el cual deben los contratos interpretarse --así lo
hace, v. gr., el art. 1198 del Cód. Civil argentino al sentar el principio de la buena fe en la celebración e
interpretación de las convenciones particulares. c) Por último, y si subsistiere el desequilibrio, es la figura del
juez quien, asumiendo un rol preponderante, interviene en el negocio jurídico desnivelado buscando y logrando
la ambicionada equivalencia.
Y es precisamente en este tercer estadio donde, siguiendo los lineamientos iusfilosóficos a los cuales
hiciéramos sintética referencia al analizar supra las limitaciones operadas en el Derecho moderno al concepto

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absoluto en que fuera gestado el principio de la autonomía de la voluntad por el legislador decimonónico, se
aprecia un sensible fortalecimiento de esas facultades judiciales en la intervención activa dentro de la relación
jurídica privada, protegiendo a quien resultare víctima de ese desequilibrio indeseable. Gran parte de las
modificaciones introducidas a nuestro Código Civil en el año 1968, respondiendo a lo que era ya un consenso
casi unánime de la doctrina y la jurisprudencia, apuntan a tal fin, y evidencian una reformulación de los criterios
liberales que lo informaran en su génesis.
Las principales herramientas con las que cuenta el juez para llevar a cabo ese cometido --y dispénsenos el
lector la sintética enunciación que casi irreverentemente hacemos instituciones tan ricas en contenido, pero cuyo
análisis detenido alteraría la extensión y el propósito de este trabajo--son las siguientes:
1) La teoría del abuso del derecho, que proscribe el ejercicio antifuncional de los derechos subjetivos,
considerado éste como el que se cumple contrariando los fines para los cuales el derecho es reconocido a su
titular, y las pautas de la buena fe, la moral y las buenas costumbres (art. 1071, Cód. Civil, en el texto que le
fuera impreso por ley 17.711).
2) La teoría de la lesión, que permite recomponer el equilibrio de las prestaciones alterado por una
desproporción notable que encuentra su origen en el aprovechamiento que el lesionante hiciera del estado de
necesidad, ligereza o inexperiencia del lesionado (art. 954, Cód. Civil, texto vigente desde la mencionada ley de
reformas 17.711 de 1968).
3) La teoría de la imprevisión --o lesión sobreviniente--, en la cual la desproporción de las prestaciones no
se genera en un aprovechamiento originario de un contratante respecto del otro, sino en el acaecimiento
--posterior-- de circunstancias extraordinarias e imprevisibles, ajenas en sí al riesgo propio del contrato, que
alteran esa base negocial nivelada (art. 1198, Cód. Civil, texto vigente desde 1968).
4) El principio de enriquecimiento sin causa, que es aquel --sin mención legal expresa en el texto de nuestra
ley civil, pero admitido unánimemente en su fundamento por la doctrina (40)-- que ante una situación correlativa
de enriquecimiento del demandado y de empobrecimiento del actor, sin causa jurídica válida y relevante, da
soporte a la consiguiente acción de restitución.
5) La doctrina de la frustración del fin del contrato --tampoco regulado de modo expreso en nuestra ley civil,
pero con similar soporte doctrinario (41)-- según la cual ante la existencia de un contrato válidamente
constituido, puede operarse la acción resolutoria cuando un acontecimiento ajeno a las partes afecte la finalidad
del negocio al malograr el motivo que determinó a las partes a vincularse, careciendo de interés o utilidad la
subsistencia de aquél.
6) El principio de la buena fe negocial, probidad o lealtad, aquel que la ley 17.711 incluye de modo singular
en el texto del art. 1198 al señalar que los contratos deben "celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe, y
de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y
previsión". Esta regla general, a la que la doctrina mayoritaria le reconoce el rango de "elemento informador de
la juridicidad", con una proyección en todo el ámbito del Derecho que trasciende la mera función interpretativa
para ostentar "aptitud jurígena propia", hace que "deba visualizarse el negocio jurídico como un instrumento
solidario de cooperación entre las partes para el logro de una finalidad común".
Se ha señalado asimismo, "que la vigencia de este principio" --se refiere al de la buena fe-- "supone una
facultad revisora de la conducta y de los móviles de las partes por los jueces, ampliándose de este modo la
esfera de valoración judicial"(42).
A su turno, esa regla general de la buena fe negocial es fuente de dos criterios o pautas de frecuente
aplicación judicial en la obtención del equilibrio de las prestaciones:
6. a) La regla del favor debitoris, que es aquella según la cual para el logro del equilibrio de las prestaciones
debe tratarse de favorecer en la interpretación del negocio jurídico a la parte más débil --que usualmente será el
deudor, aunque ello no es indefectible--(43).
6. b) La doctrina de los actos propios, principio que tomando como pauta conductas anteriores de un sujeto,
otorga fundamento para desestimar pretensiones posteriores contradictorias con aquéllas; y que es usualmente
traído a cita con su formulación latina de venire contra factum propium non valet (44).
III. Epílogo
Ahora bien, todo lo expuesto --que por la fecundidad de los contenidos sólo puede con benevolencia del
lector llegar a considerarse como un mero esbozo en la presentación del tema evidencia que como lo resaltaran
poco tiempo atrás las XI Jornadas Nacionales de Derecho Civil (45), los principios generales del Derecho son
"normas axiológicas" que aun sin formulación expresa tienen igual eficacia vinculante que las escritas, y que en
los sistemas jurídicos de base romanista --como el nuestro-- es dable apreciar una creciente incorporación de los
mismos en los textos legales no sólo en función interpretativa, sino fundamentalmente integradora. Su empleo
frecuente por los operadores jurídicos es la muestra más cabal del agotamiento de los criterios del positivismo
individualista, y de la vigencia de esa constante y vivificante "lucha por el Derecho", que Ihering sintetizara,
citando al poeta, en la última página de su memorable obra:

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"Es la última palabra de la sabiduría/que sólo merece la libertad y la vida/el que cada día sabe
conquistarlas...".
Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723).
(1)"Interpretación de la ley y de los actos jurídicos", p. 283, Ed. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1975.
(2)"Los derechos en serio", p. 72, Ed. Ariel, Barcelona, 1984.
(3)"Los principios generales del Derecho", JA, 1986-III-868.
(4)"Teoría general del Derecho", p. 239, Ed. Temis, Bogotá, 1987.
(5)"Filosofía del Derecho", p. 313, Ed. Porrua, Méjico, 1986.
(6)VIGO, Rodolfo, op. cit., p. 863.
(7)"Principios generales del Derecho", Enciclopedia Jurídica Omeba, vol. XXIII, ps. 128 y siguientes.
(8)"Principi generali di diritto", en "Novíssimo Digesto Italiano", t. XIII, ps. 888 y siguientes.
(9)"Filosofía del Derecho", op. cit., p. 319.
(10)Ver al respecto CECCHINI F. y SAUX E. I., "Divorcio. Prejudicialidad y responsabilidad civil por
daños entre cónyuges", p. 95, Ed. Zeus, Rosario, 1991.
(11)Ver DEL VECCHIO, G., "Los principios generales del Derecho", Ed. Bosch, 2ª ed. Barcelona, 1948.
(12)Ver su obra "Introducción al derecho civil", ps. 227 y sigts., Ed. Bosch, Barcelona, 1956.
(13)"El negocio jurídico", p. 12, Madrid, 1971.
(14)"Teoría general del negocio jurídico", p. 42, 2° ed., Ed. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1959.
(15)"Derecho civil", t. I, vol. I, p. 130, Ed. Bosch, Buenos Aires, 1950.
(16)Conf. BONET, Ramón, op. cit., p. 229.
(17)Ver entre otros SANTOS BRIZ, Jaime, "El derecho civil. Evolución de su concepto y tendencias
actuales", Ed. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1977; así como TOBEÑAS CASTAN, "Crisis mundial y
crisis del Derecho", Madrid, 1961.
(18)Ed. Abeledo, Buenos Aires, 1946.
(19)"Derecho civil. Evolución de su concepto y contenido" en "Derecho Civil --Parte General-- Temas",
vol. I, p. 63, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1987.
(20)Ver "Derecho de necesidad", Ed. Astrea, Buenos Aires, 1980.
(21)Ver "Justicia contractual", Ed. Ediar, Buenos Aires, 1978; asimismo "Los necesitados frente al
Derecho" en su obra "Estudios sobre responsabilidad por daños", t. IV, ps. 125 y sigts., Ed. Rubinzal-Culzoni,
Santa Fe, 1982.
(22)RIVERA, Julio C., op. cit., vol. I, p. 68.
(23)ANDORNO, Luis, "Evolución del derecho de propiedad y de la publicidad registral", Rev. Jurídica
Zeus, Rosario, Boletín N° 4315 del 19/12/91, t. 57.
(24)CESARINI SFORZA W., "Filosofía del Derecho", ps. 33 y sigts., Ed. Ejea, Buenos Aires, 1961.
(25)"Soberanía y crisis del contrato...", op. cit., ps. 239 y siguientes.
(26)"Derecho civil. Evolución de su concepto y contenido", op. cit., p. 80.
(27)"Contornos actuales de la responsabilidad civil", p. 58, Ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1987.
(28)"La contratación privada", Madrid, 1966.
(29)ZANNONI, Eduardo, "La autonomía privada en la solución de los conflictos familiares" en "Derecho
de Familia", obra homenaje a la doctora M. J. Méndez Costa, p. 185, Ed. Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 1990.

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(30)"Instituciones de derecho civil", trad. española, vol. I, p. 51, Madrid, 1945.
(31)"El orden público en el Código Civil argentino" en "Derecho civil y comercial - Cuestiones actuales"
Libro homenaje al profesor José A. Buteler Cáceres, ps. 95 y sigts., Ed. Advocatus, Córdoba, 1990.
(32)En orden a ello, ARAUZ CASTEX, "La ley de orden público", Buenos Aires, 1945; así como su
"Derecho civil - Parte general" t. I, ps. 110 y sigts. Buenos Aires, 1974, señala con acierto que el orden público
es una institución de derecho privado que funciona como pauta limitativa al ejercicio de la autonomía de la
voluntad y a la aplicabilidad de la ley extranjera, impensable en función del derecho público que es
integralmente indisponible para los particulares.
(33)BORDA, Guillermo, "Concepto de ley de orden público", LA LEY, 58-997.
(34)MARTINEZ RUIZ, Roberto, "El orden público y sus características generales", LA LEY, 92-738.
(35)DE ROA, Julio O., "Del orden público en el derecho positivo", p. 64, Buenos Aires, 1926.
(36)CERUTTI, María del Carmen, op. cit., p. 111.
(37)"Teoría constitucional II -- Supremacía y control constitucional, p. 42, Ed. Depalma, Buenos Aires,
1976.
(38)"Filosofía jurídica y social", p. 257, Barcelona, 1933.
(39)Op. cit., p. 297.
(40)Es importante traer a cita que el IV Congreso Nacional de Derecho Civil, llevado a cabo en la ciudad de
Córdoba en el año 1969, al ocuparse del tema, básicamente convino sus elementos configurativos con los que se
reseñan en la mención que hacemos del instituto, recomendando además, de lege ferenda, que se incorpore al
Código Civil una fórmula general que, de manera similar a como lo hicieran el Anteproyecto de Bibiloni y el
Proyecto de 1936, siguiendo el texto del Código Civil Alemán, dé soporte normativo al mismo.
(41)Dos importantes precedentes reconoce el tema en nuestro Derecho: ante todo, su incorporación al texto
del art. 1204 del Proyecto de unificación legislativa civil y comercial; y en segundo término su amplio
reconocimiento en las conclusiones de la Comisión N° 3 de las XIII Jornadas Nacionales de Derecho Civil,
celebradas en la ciudad de Buenos Aires en el año 1991.
(42)Todo lo entrecomillado, con más otras y relevantes recomendaciones sobre el tema bajo tratamiento
cuya transcripción integral obviamos en homenaje a la brevedad, corresponden a las conclusiones de la
Comisión N° 8 de las XI Jornadas Nacionales de Derecho Civil, celebradas en la ciudad de Buenos Aires en el
año 1987, Comisión que cesionara bajo la convocatoria de la temática propuesta como "Buena fe en el derecho
patrimonial"; certamen jurídico que como es tradicional --y por ello enfatizamos la relevancia de sus citas--
convocara a las voces más calificadas no sólo de la dogmática jurídica civilista argentina, sino también de otros
países americanos y europeos.
(43)La comisión N° 2 de las X Jornadas Nacionales de Derecho Civil (Corrientes, 1985), habiendo
trabajado sobre el tema, formuló interesantes conclusiones de las cuales --generalizando conceptos-- se extrae la
caracterización propuesta del principio, recomendándose --de lege ferenda-- su incorporación normativa expresa
al Código Civil, como pauta de tutela al más débil, "sin distinguir si se trata de un acreedor o de un deudor".
(44)Como lo venimos haciendo deliberadamente en las citas precedentes, generalizamos la opinión
doctrinaria más calificada en el orden nacional por vía de la mención al perfil que del instituto hicieran las
Jornadas Nacionales, quizás el evento científico (bienal) que más proyecciones genera como fuente material de
derecho. En el particular, la doctrina de los actos propios fue tratada por la Comisión N° 8 de las IX Jornadas
Nacionales de Derecho Civil (Mar del Plata, 1983), la que concluyera --entre otras cosas-- que la misma se nutre
"en la buena fe objetiva, en la teoría de la apariencia y en otros institutos jurídicos de cuño semejante", y que
abarca en su conformación hipótesis tales como la del retraso desleal en el ejercicio de un derecho.
(45)Buenos Aires, 1987, ver Conclusiones de la Comisión N° 9, que sesionara bajo la temática: "Principios
generales del Derecho: sistema latinoamericano".

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