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En menos de seis meses en el poder, el gobierno de Jair Bolsonaro ha erosionado las formas
de sociabilidad mínimamente civilizadas y resquebrajado el aparato estatal brasileño. Hoy, el
principal enemigo del presidente más que la oposición es su propio entorno, mientras busca
encontrar un rumbo para su gobierno.
La ilusión de Brasil como potencia emergente ya es un recuerdo lejano. Quedaron atrás el fervor por
el descubrimiento del presal y el orgullo de organizar grandes eventos deportivos, como en la Copa
Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos. En aquel entonces el gobierno del Partido de los
Trabajadores (PT) prometía inclusión social con «conciliación de clases». El país se tornaba más
igualitario y millones de brasileños abandonaban la condición de vida miserables. Aunque la
economía crecía a tasas moderadas, todos los indicadores mejoraban. Como afirma el politólogo
André Singer en su libro O lulismo em crise. Um quebra-cabeça do período Dilma (2011-2016),
«Brasil parecía incluir a los pobres en el desarrollo capitalista sin que una única piedra hubiese
rasgado el cielo limpio de Brasilia. Lula había resuelto la cuadratura del círculo y encontrado el
camino para la integración sin confrontación».
Desde entonces los brasileños viven años de locura, odio, paranoia y alucinaciones colectivas. El
Lava Jato paralizó empresas públicas y privadas diseminando acusaciones y detenciones entre sus
principales directivos y desató una crisis sin precedentes en un Parlamento salpicado por las
denuncias. El gobierno del PT, quizás atemorizado por el clima destituyente y las movilizaciones,
contribuyó al desconcierto y desencanto popular haciendo propio el diagnóstico de la oposición.
Había que frenar la economía y generar desempleo –esto se llegó a decir explícitamente– mediante
un severo ajuste fiscal llamando en auxilio a tecnócratas neoliberales para renovar la legitimidad del
ejecutivo frente al poder económico. Las consecuencias fueron catastróficas. Brasil entró en la peor
depresión de su historia, el desempleo se disparó y el derrumbe de la popularidad de la presidenta
abonó a la estrategia golpista en marcha. Después de su destitución en un grotesco impeachmenten
2016, el gabinete de transición conducido por el hasta entonces vicepresidente Michel Temer con
apoyo mayoritario del Congreso condujo una revancha de clases sin antecedentes en la historia
reciente brasileña. Sancionó una ambiciosa reforma laboral e impuso como enmienda constitucional
un utópico techo al gasto público por 20 años.
Desde entonces la economía anda a pasos de tortuga, con un crecimiento en torno a 1% en 2017 y
2018. El PBI per cápita es 9% inferior al de 2013. Contra lo que se esperaba, la debacle no favoreció
a los partidos de derecha tradicional, como el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) del
ex presidente Fernando Henrique Cardoso o el Partido del Movimiento democrático Brasileño
(PMDM) de Temer.
Con Luiz Inácio Lula Da Silva preso, la frustración, el odio, la inseguridad crecientes, el tsunami
antisistema y el fervor religioso instigado por iglesias evangélicas, consagraron a Jair Messias
Bolsonaro, un ex capitán del ejército y ex diputado ubicado en la extrema derecha. La campaña
electoral estuvo plagada de mensajes exaltados. Modernas técnicas de manipulación instalaron
fantasmagóricas conspiraciones, como el espectro de un temible complot comunista regional al
acecho para asaltar la propiedad privada, la cultura y hasta la sexualidad de los brasileños.
El gobierno de Bolsonaro no tiene otro plan más que alimentar estos fantasmas entre sus seguidores
más exaltados, pagar deudas de campaña y reducir salarios, derechos y poder de negociación de
trabajadores. Para esto último designó como ministro de Economía a Paulo Guedes, representante
del sector financiero diplomado en Chicago y cercano a la dictadura de Augusto Pinochet en Chile,
un fanático de las privatizaciones que busca eliminar todas las partidas presupuestarias posibles y
reformar la ley de jubilaciones y pensiones, objetivo prioritario del que depende la continuidad de
Bolsonaro en la presidencia. En el caso de que esta ley no sea sancionada, apuntan varios analistas,
el gobierno del capitán tendría los meses contados. El aumento previsto de las erogaciones del
sistema previsional, sumado al techo constitucional sobre gastos gubernamentales, ya está
estrangulando los presupuestos regionales y forzando recortes fiscales descentralizados y caóticos.
¿Por qué Brasil inició este deterioro sin fin? Se pueden sostener dos hipótesis principales. Una
polarización sostenida en la lucha de clases y una muy probable intervención estadounidense a
través del aparato gubernamental brasileño. La primera tiene elementos fácilmente discernibles.
Brasil aún conserva rasgos heredados de la época colonial. Además de contar, como toda sociedad
contemporánea, con capitalistas y trabajadores formales, dispone de una abultada población
sobrante que ronda el 40% y que sobrevive en actividades precarias y de baja productividad, como
venta ambulante, servicios domésticos y diversos tipos de actividades ilegales. Quienes integran
este subconjunto, además, son mayoritariamente negros y de origen indígena, muchos nacidos en el
nordeste del país. Como las políticas distributivas naturalmente favorecieron a este segmento, no
debería sorprender que la reacción encarada desde cámaras empresariales, el sector financiero y
los medios de comunicación, haya logrado movilizar a numerosos trabajadores formales que
conforman la clase media y habitan los principales centros urbanos.
¿Hasta dónde llegarán los efectos destructivos? Hay tres grandes procesos de descomposición en
marcha. Primero, el gobierno promueve un recorte generalizado sobre los gastos de salud y
educación. En el caso de las universidades, se bloquearon partidas presupuestarias por más del
40% del total. Hasta se sugiere que la enseñanza básica en establecimientos escolares podría
sustituirse por educación en los hogares.
La familia Bolsonaro tiene vínculos estrechos con las milicias de Rio de Janeiro. Las representaban
en las cámaras legislativas y hasta llegaron a emplear varios integrantes de estas bandas en el
gabinete del entonces diputado provincial y hoy senador nacional Flavio Bolsonaro. Uno de los
milicianos que asesinó a Marielle Franco vivía en el barrio cerrado donde residía el propio Bolsonaro.
De confirmarse esta sospecha se estaría profundizando la descomposición y el desguace del
aparato estatal.
Hoy en día, el Estado brasileño no controla amplios territorios urbanos a mano de milicias y
narcotraficantes. Las fuerzas de seguridad que aun formalmente responden a los gobiernos están
mayoritariamente involucradas con actividades mafiosas. Bolsonaro, así como macabras figuras de
la «nueva política», como los gobernadores Wilson Witzel de Río de Janeiro y João Doria de San
Pablo, con la legitimidad de los votos fomentan esta transformación de Brasil en una suerte de
Estado fallido. Si a este cuadro se suman la persistencia del desempleo y la continuidad del deterioro
económico, las consecuencias pueden ser irreversibles. El conflicto distributivo en Brasil puede
acabar con los últimos rasgos de una sociabilidad civilizada.
Eduardo Crespo
Profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ) y de la Universidad de
Moreno (Buenos Aires).