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CAPÍTULO I

EL TRÁNSITO A LA MODERNIDAD.

I. Renacimiento y Humanismo

Época esencialmente importante en la vida de la civilización cristiana, vino señalada por


dos caracteres fundamentales: el valor hombre y el valor naturaleza. A estos habría que
añadir, como hace Alberto Tenenti, el valor tiempo. En la disputa sobre si el Renacimiento
fue un volverse de espaldas a la Edad Media o por el contrario una simple
transformación del espíritu medieval, la mayor parte de los historiadores actuales se
inclinan por lo segundo, e incluso acuden a denominar "primer" Renacimiento los
cambios culturales que se produjeron desde el siglo XIII. En realidad el Renacimiento fue
una expansión del espíritu humano a partir del Cristianismo. Se empezó descubriendo la
naturaleza creada como algo esencialmente bello que se debía conquistar, pero en relación
con ella el hombre comenzó a sentirse un poco señor del universo. Los descubrimientos
geográficos le permitieron perder el miedo al mar y romper el horizonte de su vida.

Dentro del Renacimiento, el Humanismo fue algo mas concreto: generó un ideal
pedagógico elitista y, descubriendo en los textos clásicos una afirmación del hombre,
estableció el principio de la "virtú". Cada hombre dispone en su naturaleza de unas
potencialidades que si las desarrolla -tal es el ejercicio de la "virtú", concepto secularizado
de las virtudes cristianas- le harán grande: esa "virtú" tiene también un premio final, la
"fama" que perdura más allá de la muerte. Cada actividad humana, política, milicia, arte
o ciencia, posee su propia forma de "virtú", y busca, para quienes la practican, la "fama".
Esto fue muy importante en América, puesto que fue uno de los ingredientes de la
conquista, como Pedro de Valdivia explicó a Pizarro cuando le dijo: "no he venido al Perú
a ser rico, sino a lograr fama". Y por el camino del Inca se fue a Chile.

El Humanismo puede encauzarse en una concepción trascendente de la vida (teocéntrica


o cristiana) como hicieron la mayoría de los humanistas, desde Petrarca a Santo Tomás
Moro; pero puede, por otro lado, subrayar con exceso el valor hombre y convertirlo en
centro del universo (antropocentrismo), camino que siguieron los menos, pero que generó
uno de los cambios sustanciales del siglo XVI, hacia la "ciencia moderna". En el
humanismo antropocentrista, que fue paganizante, relacionado con el nominalismo, hubo
una negación clara del concepto cristiano de la vida: al desunir lo natural de lo
sobrenatural, negaba la presencia de Dios en sus criaturas y en el hombre. Se reclamó una
absoluta autonomía de la naturaleza.

El humanismo cristiano, que fue hasta el siglo XVII el más importante, también procuraba
la distinción entre lo natural y lo sobrenatural, pero manteniendo la estrecha relación entre
los dos ámbitos, y rechazando la absoluta autonomía de la naturaleza. Erasmo y Santo
Tomás Moro están plenamente dentro de esta línea: al propio tiempo su pensamiento
discurre en la más pura ortodoxia, de modo que aunque también ellos comenzaron un
proceso secularizador, lo desarrollaron dentro de los amplios márgenes del pensamiento
católico. La España que fue a América vivía dentro de este humanismo cristiano
teocéntrico: trasladó al otro lado del mar el espíritu de la caballería y el pensamiento
católico.

La estética del Renacimiento buscaba la naturaleza, pero no tal como es, sino
idealizándola. El humanismo teocéntrico trató de hallar en ella el sello de lo divino, la
huella de Dios en sus criaturas, que trasciende a los sentidos; mientras que el
antropocéntrico convirtió en mito a la naturaleza, haciéndola ocupar el puesto de Dios. EI
primero insistirá en el realismo medieval que busca descubrir la naturaleza en lo que ella
es. El segundo volverá al idealismo haciendo, como los paganos, una tipificación de la
misma naturaleza.

II. EI Imperio de Carlos V legado de los Reyes Católicos.

La monarquía de los Reyes Católicos era un vasto conglomerado de reinos, cada uno de
los cuales poseía tendencias políticas y materiales profundamente dispares. Por eso fue
posible que en ella se integraran también dos reinos americanos, México y Perú,
absorbiendo estructuras anteriores. El modo de conseguir la unidad no era la uniformidad
administrativa, sino la defensa de los intereses espirituales, es decir, la unidad de Fe.
Mucho tuvo que costar a un hombre tan práctico como Fernando el Católico consentir en
la expulsión de los judíos, pero la llevó a cabo, lo mismo que la extensión de la Inquisición
a todos los reinos, porque servía a la política de unidad. De hecho, la Inquisición se
convirtió en una de las pocas piedras angulares que heredaron los Austrias. No era el
siniestro tribunal imaginado por la leyenda, sino un sistema judicial específico para
delitos religiosos, lo que resultaba menos duro e injusto que cuando esos delitos eran
juzgados por tribunales ordinarios. El famoso P. Bartolomé de las Casas, al ser nombrado
obispo de Chiapas, en México, pidió a Carlos V como primera providencia el
establecimiento de la Inquisición como garantía de buena disciplina, especialmente del
clero. La inmensa mayoría de los procesos inquisitoriales en América tenían que ver con
la conducta moral de los clérigos.

Carlos V recogió la corona de los Reyes Católicos y la herencia de los Habsburgo. Jamás
ningún soberano europeo tuvo una plataforma tan importante para aspirar a la
universalidad. La idea de Imperio recibió una enorme inyección de vitalidad que se
empleó para resistir las tendencias disgregadoras del individualismo humanista y la
reforma protestante, así como para enfrentarse con la ofensiva turca de Solimán el
Magnífico. Carlos V pudo resistir, pero no vencer; por eso la segunda mitad del reinado
fue puramente defensiva. Comprendió que el triple principio del Imperio -ordenación
jurídica de valor mundial, paz entre los príncipes cristianos, predominio de la Fe católica-
ya no podían ser alcanzados por éste; y entonces, adoptando una actitud realista y flexible,
decidió abdicar, dejando a Felipe II, sin el Imperio, la misión de luchar por esos principios
desde otro ángulo, el de la unión entre monarquías católicas.
III. La ruptura de la unidad cristiana

A pesar del Cisma, y a pesar de la disidencia entre los dos Humanismos, la Cristiandad
seguía siendo única en 1510. EI humanismo antropocentrista no era otra cosa que un
problema relativamente importante, pero no fatal. La ruptura de la Cristiandad fue fruto
de la acción social, religiosa y política de Lutero, de Calvino y de Isabel de Inglaterra.

Martín Lutero (1483-1546), fraile agustino, vivió la angustia de la salvación por el


enfrentamiento entre su conciencia religiosa y su atormentada naturaleza personal. Lutero
llegó a una explicación de la salvación que rompía con la dogmática católica. Este hecho
no hubiera pasado probablemente de ser un episodio herético, salvo porque los grandes
príncipes alemanes vieron en la doctrina luterana un elemento más para resistir la acción
unificadora de los Habsburgo. Por otra parte, la desaparición de la autoridad espiritual del
Papa les permitiría adueñarse de las "temporalidades" de la Iglesia, esto es, de los bienes
materiales de monasterios y obispados. También en las masas desvinculadas de la
sociedad las acusaciones contra la riqueza de los eclesiásticos hacían mella.

Era además completamente cierto que la Iglesia necesitaba una profunda reforma. España
la había conseguido en un proceso lento, iniciado a finales del siglo XIV con la fundación
de los Jerónimos, y rematado por Cisneros. Jerónimos fueron los monasterios de
Guadalupe -el nombre que resuena en América-, Yuste -adonde se retiró Carlos V- y EI
Escorial, donde residiría Felipe II. Esta reforma, como la de Italia y la de los Países Bajos,
muy asociada al humanismo teocéntrico, no había podido hacerse en Alemania.

Lo que Lutero sostenía era lo siguiente:

1. EI hombre, por el pecado original, está dañado sustancialmente en su naturaleza; siendo


ésta perversa, no se puede pactar con ella.

2. Sólo la fe -y no las obras naturales- puede salvarnos. La Iglesia sostiene que el hombre
esta dotado de libre albedrío y puede hacer obras meritorias, pero esto sería tanto como
obligar a Dios a premiar, cosa que se opone a la absoluta trascendencia de la divinidad.
En consecuencia, es falso que el hombre sea libre (servo arbitrio), y las obras no le
procuran nada en orden a su salvación.

3. Existen el infierno y la gloria. Si Dios da a cada hombre la fe o la infidelidad de modo


"incomprensible para el hombre", quiere decir que van a la gloria o al infierno aquellos
que Dios quiere, es decir, aquellos a quienes ha dado o dejado de dar la fe.

4. Rechazando el vicariato de Cristo que corresponde al Papa, Lutero se negaba también


a admitir otros sacramentos que los directamente instituidos por Jesucristo, como el
Bautismo y la Eucaristía; aunque rechazaba la transubstanciación, sustituyéndola por la
consubstanciación.
5. Si cada hombre recibe directamente su fe de Dios, también recibe directamente de Dios,
sin Papas intermediarios, la inspiración para interpretar la Escritura. Este es el libre
examen, que se completa con la necesidad de traducir la Escritura desde los idiomas
originales en que esta escrita a las lenguas vernáculas.

6. Lutero adoptó una actitud contraria a los Humanistas. Llamó a la razón "la prostituta".
No admitía que se pudieran subrayar los valores naturales cuando por esencia estos
valores estaban radicados en el mal. Los autores clásicos anteriores a Cristo nada pudieron
enseñar que fuese bueno.

Había, en esta doctrina, dos contradicciones que fueron después de gran importancia: el
libre examen se entendía únicamente como adhesión a aquello que los maestros luteranos
enseñaran; fueron condenados no sólo los católicos, que rechazaban, el libre examen sino
también los anabaptistas, que defendiéndolo llegaban a conclusiones distintas; además, al
rechazar la autoridad de la Iglesia, Lutero la otorgaba a los poderes temporales: el príncipe
debía ejercer un poder absoluto sobre sus súbditos. Ni la injusticia ni la tiranía justificaban
una revuelta.

Juan Calvino (1509-1569) puede, en cambio, ser considerado como humanista, aunque
llevó a sus últimas consecuencias los postulados luteranos, en una línea de
antropocentrismo. Por ejemplo, negó el misterio de la Eucaristía, afirmando que la
sustancia del pan no puede ser otra cosa: la naturaleza humana glorificada de Cristo no
puede estar simultáneamente en varios lugares. De esta forma, rompía Calvino con la
esencia de la misión sacerdotal: el poder de consagrar; no hay ya el menor intermediario
entre Dios y los hombres. La Iglesia, una simple unión de fieles, regida por ancianos que
son fuertes en la fe, existe solamente para predicar la palabra. Afirmando el libre examen,
Calvino invocó el derecho a castigar a quienes no pensasen como ordenaba la comunidad,
dirigida por los ancianos.

El calvinisno influirá sobre el capitalismo naciente para darle su carácter más radical. El
hombre estaba predestinado, pero no sabía si a la salvación o a la condenación; precisaba
signos externos que le permitieran conocer si estaba en unión con Dios. Al suprimirse los
sacramentos, necesitaba aferrarse de alguna forma a 1o sensible y, en definitiva, a la
manera de ser que generaba su conducta. La honradez, sequedad y gusto por las cosas de
Dios, podía ser un signo. La riqueza era otro: Dios favorece a 1os suyos. EI humilde, el
menesteroso, el indio que era pobre, llevaban en sí los estigmas de su destino a la
condenación. Los calvinistas irán a América para construir una sociedad más perfecta que
la de Europa, pero en ella no tenían cabida 1os indígenas: pureza racial y ausencia de
evangelización fueron los dos signos de la América del Norte, formada a impulsos
calvinistas; predicación de la fe y mestizaje, 1os rasgos de la América católica. La riqueza
fue calificada ya por Calvino como signo de la laboriosidad y honradez de los elegidos,
y la pobreza como "sospechosa de pereza que a su vez es una injuria a Dios".
La reforma inglesa, menos importante desde el punto de vista doctrinal, fue la de mayor
trascendencia en el terreno político. El que Inglaterra aceptara la reforma fue el principal
motivo de la afirmación del protestantismo en amplias zonas de la comunidad cristiana.
Hasta entonces la reforma era fenómeno vigoroso pero disperso, mientras que la idea de
retorno a la unidad de la Cristiandad parecía cada vez más fuerte. La reforma inglesa,
aunque desleída e inconcreta, proporcionó un reino, con 1o que esto significaba. Comenzó
siendo un cisma provocado par la conducta desordenada del monarca, que no aceptaba
tener solo una descendiente femenina, pero que enseguida consideró su propio
matrimonio como una variable. Alegando la resistencia que los religiosos ofrecían,
confiscó sus bienes y, en una operación que Mendizábal repetiría en España trescientos
años después, creó un fondo de bienes para distribuir entre sus partidarios. Logró así el
apoyo de una parte de la aristocracia inglesa y, sobre todo, de la burguesía londinense,
muy avezada a los negocios. Sin embargo, la inmensa mayoría del país permaneció firme
en sus creencias tradicionales; esto explica por qué el anglicanismo no pasó de ser Iglesia
oficial, y por qué, luego, el catolicismo retornó.

La reforma inglesa fue incapaz de producir una nueva posición doctrinal; en este aspecto
adoleció de gran pobreza. Por eso el calvinismo penetró y, aunque perseguido al principio,
acabaría siendo el gran organizador del pensamiento. En Inglaterra apareció tanto el
apetito por las riquezas materiales como el culto al Príncipe que vio en el absolutismo,
por encima de la moral, la única fórmula para lograr la paz social. Fue Hobbes,
precisamente, quien estableció los fundamentos teóricos del absolutismo.

Fue ese absolutismo, atribuido al país y a las instituciones antes que al rey, el que permitió
las dos revoluciones, de 1649 y de 1688. El propio monarca, Carlos I, fue decapitado por
oponerse a la voluntad de un Parlamento que figuraba como dueño absoluto del país; por
la misma causa fue obligado al exilio Jacobo II. Desde entonces, el absolutismo de la
nación, ejercido a través de un Parlamento muy peculiar, en donde los "burgos podridos"
podían decidirlo todo, se impuso al monarca hasta reducirlo a un papel que no era
decorativo, sino de magistrado obediente a los mandatos del Parlamento.

IV. La monarquía universal de Felipe II

En la primera mitad del siglo XVI, la separación entre católicos y luteranos no era tan
profunda, y hubiera podido salvarse mediante un diálogo adecuado. Con este fin Carlos
V rec1amó la convocatoria de un Concilio y, mientras tanto, a través de la Dieta del
Imperio, arbitró fórmulas que los luteranos rechazaron, haciéndose de este modo
protestantes. Cuando al fin el Concilio se reunió en Trento (1545), era demasiado tarde:
los luteranos se negaron a acatar sus decisiones; mientras tanto, las guerras interiores en
Alemania y la rivalidad entre Francia y el emperador hacían difíciles inc1uso las
reuniones; el Concilio se celebró en tres etapas. Ello no obstante, consiguió conc1uir una
definición de la doctrina cristiana acerca de la gracia que dejaba a salvo la libertad y la
racionalidad de la persona humana. Mientras Carlos renunciaba a sus proyectos y se
rec1uía en Yuste, Calvino se situó en la vanguardia de la reforma, haciendo la situación
irreversible.

EI nuevo programa de Carlos V, al abdicar, consistía en que su hijo Felipe II, casado con
María Tudor, y rey consorte de Inglaterra, lograra unir alas tres monarquías católicas,
España, Francia e Inglaterra, en un designio común de eliminar el protestantismo. Para
eso, tras la gran victoria de San Quintín, Felipe decidió pasar a negociaciones generosas
que condujeron a la paz de Cateau Cambresis (1559), que fue el último intento para crear
una concordia católica entre todos los europeos. Esta paz fracasó -muerta María Tudor,
subió al trono Isabel, hija de Ana Bolena-,y la reforma inglesa hizo de la lucha contra
España y, por tanto, de la defensa del protestantismo, todo un programa; mientras tanto,
los reyes que en Francia sucedieron a Enrique II, envueltos ellos mismos en guerras de
religión, retornaron al anti-hispanismo como un medio de afirmar su propia identidad
política.

Durante un siglo Europa se debatió en guerras de religión que tenían que conducir a una
postura determinada: o el triunfo de la unidad moral con el sometimiento a la autoridad
de la Iglesia, que defendía España; o la ruptura de esa unidad con el abandono de
principios morales, sustituidos por la "razón de Estado". Es una lucha que se trasladó a
América, y fue la causa de que llegaran a constituirse dos americaneidades distintas, en
recíproca oposición, aunque no hayan sostenido nunca guerras. Paradójicamente, Felipe
II sustituyó la fórmula de la monarquía universal propia de Carlos V por otra de
hegemonía española, mostrando así el camino por el que la división de Europa iba a
triunfar. Felipe fracaso porque ni las rentas españolas ni la plata americana bastaban para
sostener una guerra en tres frentes: el del Mediterráneo contra los turcos, el de Flandes
contra los protestantes y el del Caribe contra los piratas. En 1598 España hubo de
reconocer su derrota. Ese mismo año un protestante, Enrique de Borbón, pasado al
catolicismo para poder ser rey de Francia, promulgaba el edicto de Nantes, que permitía
la convivencia entre católicos y protestantes. No era la búsqueda de una convivencia
pacífica lo que procuraba, sino una declaración de que las opciones religiosas pasaban a
segunda fila: importaba la razón política o "razón de Estado", formulada por Jean Bodin
en esos mismos años.

Sin embargo, las propuestas católicas y protestante eran tan amplias, que una convivencia
en el orden internacional resultaba imposible. Los protestantes afirmaban la absoluta
superioridad del príncipe -cuius regio eius religio-, que autorizaba a éste a imponer sus
creencias a sus súbditos. Los católicos sostenían 1o contrario -cuius religio eius regio-,
obligando incluso alas leyes a someterse a los principios morales que la Iglesia
custodiaba.

De modo que la guerra siguió, y desde 1618, teniendo como escenario principal
Alemania, se hizo más cruel. Fue la guerra de los Treinta Años. España acudió en auxilio
del emperador, y fue venciendo sucesivamente a los poderes palatino, danés y sueco, que
entraron en la guerra. Pero entonces el cardenal Richelieu, que gobernaba Francia, decidió
que a esta nación convenía más la división protestante que la unidad católica sostenida
por España, con hegemonía de ésta. Al sumar la potencia católica más rica y poblada sus
fuerzas al protestantismo, decidió la lucha. En 1648 se firmó la paz de Westfalia,
reconociéndose dos condiciones: no habría autoridad moral única sobre la Cristiandad, y
cada rey podría escoger la religi6n de sus súbditos. Durante la guerra, Richelieu había
suprimido el edicto de Nantes, de modo que los protestantes tuvieron que conformarse
con la seguridad personal que les dio el monarca de que no serían molestados.

Europa se dividió. Gracias al esfuerzo defensivo de la monarquía española, Bélgica,


Renania y Baviera siguieron siendo católicos, y ello hizo que Francia también lo fuera.
Quedaron así vivos los resortes para una recuperaci6n y nueva expansi6n del catolicismo;
en España -San Ignacio, San Juan de la Cruz, Juan de Dios y sobre 'todo los grandes
obispos y santos de América-, en Italia y en Francia se realizó un proceso amplísimo de
renovación espiritual; a la larga este proceso hizo posible que, incluso en los grandes
reductos del protestantismo inicial-Alemania, Holanda y los Estados Unidos- la presencia
de católicos sea en el siglo XX más significativa que la de los protestantes, fragmentados
en grupos cada vez más pequeños.

V. Mercantilismo y crisis económica

La incongruencia histórica que significa el hecho de que los reyes "cristianísimos" de


Francia se hicieran paladines del antropocentrismo y de la razón de Estado, y contaran
incluso con la alianza de Roma para combatir a los "católicos" reyes de España, solo se
explica si tenemos en cuenta que la Casa de Austria truncó el destino de la Península al
situar los intereses de su dinastía por encima del de los pueblos que regía. Esta fue la gran
aportación de Carlos V, cuya "hispanización", señalada por Menéndez Pidal no debe
entenderse como sometimiento de los intereses de los Habsburgo a los de España, sino
como descubrimiento de la gran fuerza doctrinal y creadora que España podía aportar a
esa política dinástica. Los sucesores del emperador recibieron en herencia dicha política
y tuvieron que continuarla. Una de las consecuencias fue el abandono de la vocación
marítima: las flotas se convirtieron en meras auxiliares de una política continental, y la
plata americana fue sacrificada sin emplearse en la muy necesaria capitalización.
Significativamente, los españoles se identificaron con la política del emperador,
asumiendo su grandeza.

El abandono del mar y la aceptación de la política hegemónica de la Casa de Austria, que


algunas veces ha parecido imprescindible para la obra en América, perjudicó
precisamente esta obra, restándole gran parte de las fuerzas que habrían sido necesarias.
Además, los enormes gastos a que obligaba dicha política, necesitada de mantener fuertes
contingentes militares, obligaron a Carlos V a solicitar préstamos de los grandes
banqueros, quienes, según era costumbre de la época, reclamaron en garantía el arriendo
de los impuestos y la explotación de las minas de mercurio y de plata en España. Los
Fugger, principales intermediarios de dichos préstamos, se convirtieron en una verdadera
potencia política. Es cierto que todas las monarquías pasaban por la misma experiencia.
En consecuencia, aumentó la circulación de numerario -los banqueros convertían el oro
y la plata en títulos de la deuda o enjuros que circulaban como papel moneda- y se
elevaron los precios, que llegarían a multiplicarse por cuatro en el siglo XVI.

Las garantías reales que los reyes podían ofrecer a cambio de los préstamos eran
limitadas; pero su poder no podía ser resistido: los banqueros tuvieron que seguir
entregando dinero a cambio de unos títulos de la deuda que no respondían a nada. Un día
llegó en que el Estado hubo de suspender el pago de los intereses, declarando la
bancarrota de la Hacienda; sucedió esto por primera vez en España y en Francia en 1557.
Para el Estado era un contratiempo, para los bancos significaba la ruina. Hubo, por
consiguiente, un proceso de recesión económica en la segunda mitad del siglo XVI.

Las monarquías aceptaron una serie de principios para la regulación económica, que han
sido calificados como "mercantilismo". El primero consistía en identificar riqueza con
metales preciosos: había que impedir que estos saliesen, y favorecer en cambio su entrada.
El segundo consistía en impedir la salida de aquello que como las armas, los caballos o
el salitre, daban poder al Estado. El tercero era el de estorbar la compra de manufacturas
-para impedir la salida de metales preciosos- y el de favorecer su venta; en cambio, debía
fomentarse la compra de materias primas, de aquellas que constituyesen riqueza. Los
establecimientos ultramarinos y las colonias se concibieron bajo esta doble función:
proporcionar materias primas y absorber manufacturas.

España no aplicó en América un status colonial, pero sí su propio mercantilismo: había


que impedir que otros despojasen a los reinos americanos de sus bienes y fomentar en
cambio la producción de estos bienes; ninguno, desde la mentalidad de la época, superaba
a los metales preciosos, y de ahí la intensa explotación minera. Fue uno de los factores
que provocaron la ruina sistemática de Castilla, cuyo eje fundamental, la ganadería, estaba
sufriendo una crisis que se agravó al comenzar las guerras de Flandes y cerrarse el
mercado tradicional de la lana. El concejo de la Mesta, que agrupaba a los propietarios de
rebaños, puso en juego toda su influencia para defender, mediante disposiciones
proteccionistas, su actividad, impidiendo el desarrollo de la agricultura, sin poder evitar
tampoco la caída de los textiles. Falta de materias primas, de mano de obra y de mercados
exteriores, fue la causa de que en la segunda mitad del siglo XVII la producción textil se
redujera a apenas el 10% de lo que había sido dos siglos antes. Los gastos de la política
hegemónica se pagaron muy caros.
Bibliografía

RODRIGUEZ CASADO, Vicente. INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA UNIVERSAL. El

Legado de la Modernidad. Vol. III. Universidad de Piura.1994. 315 pp

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