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Heidegger y

Foucault

Introducción a
la Filosofía

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Heidegger y Foucault
Develar el sentido de El siglo XX dejó muchas cosas en el pensar; entre ellas, la necesidad de
la metafísica y del revisar los fundamentos de una cultura que vio nacer dos guerras
complejo del saber mundiales que devastaron Europa. Pero también la eclosión de nuevos
occidental son dos
modos de relación humana, en especial tras el 68 francés.
grandes objetivos para
Heidegger y Foucault.
Desde paradigmas La crítica nietzscheana a la metafísica occidental se traduce en la obra de
distintos, estos Heidegger en una revisión de la historia de la ontología, pero también en
autores nos adentran un análisis crítico del proyecto moderno, de raigambre cartesiana; análisis
en alguna de las
que ya venía realizando la fenomenología, refundada por E. Husserl (1859-
polémicas de nuestro
presente: ¿es posible 1938). La obra de Husserl cierra con su visión de la crisis de las ciencias
un cuidado del ser en europeas (Husserl, 2010).
las condiciones
tecnocientíficas y de La fenomenología husserliana comprendía la situación de irracionalidad
producción de
que vivía la cultura europea tras la Primera Guerra Mundial –y cuando
subjetividad actual?
¿Existe la posibilidad estaba en ciernes la segunda– como una crisis de la razón europea, una
de modos alternativos crisis del modo racional de comprender la existencia humana y del mundo.
de construcción de Por esto puede leerse el proyecto husserliano como una pretensión de
dicha subjetividad? rescate de tal racionalidad (San Martín, 1994).

El existencialismo también lee la crisis europea, pero en otra clave.


Rescatando ideas de autores como Kierkegaard (1813-1855), sitúa como
temáticas centrales la individualidad en su existencia concreta, la
conciencia, la libertad, la angustia y la incomunicación (Copleston, 2011).

Kierkegaard rechaza el idealismo hegeliano y considera secundarias las


ciencias respecto a la ciencia de la vida (Olivera, 2015). La verdad no es tal
si no es vivida hasta sus últimas consecuencias. La llave de la verdad es la
decisión (Copleston, 2011), lo que nos sitúa ante la terrible realidad de la
elección (la profunda libertad de la persona). De tal modo, la subjetividad
queda confrontada con la angustia, signo de la existencia, una que excede
el pensamiento. Solo la religión permite para Kierkegaard, mediante la fe,
aceptar el absurdo mismo de la existencia (Olivera, 2015).

Para comprender la existencia verdadera, Kierkegaard nos sitúa ante una


serie de estadios por los que transita el hombre (Olivera, 2015; Copleston,
2011): el estadio estético, el estadio ético y el estadio religioso. El estadio
estético se caracteriza por la dispersión, por la vida de placer y la
orientación hacia los objetos. Emerge la angustia porque el hombre no
encuentra sentido y se desespera. Transita así hacia un estadio ético en el
que se buscan principios morales universales. El hombre se concentra en
este estadio ético en la tarea del deber, pretendiendo, en esta realización,
la felicidad. Sin embargo, emerge de nuevo la desesperación porque la

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ética es una suerte de estética camuflada (Copleston, 2011). Solo mediante
el salto a la trascendencia y la conversión en la fe, con el estadio religioso,
es posible elegir la existencia en su modalidad de existencia absoluta. La
filosofía se realiza aquí y se convierte en religión (Copleston, 2011). En la
angustia para Kierkegaard se expresa la condición interior del sujeto
(Olivera, 2015). La angustia es el puro sentimiento de posibilidad, la
inesencialidad del ser humano como pura potencia de ser (Olivera, 2015).

Sartre (1905-1980) da una visión diferente del existencialismo,


conformando un existencialismo activista (Olivera, 2015). Las cosas están
ahí, son algo macizo, estático, simplemente lo que son, a lo que Sartre
llama en-sí (Copleston, 2011). En cambio, el ser humano es conciencia,
trascendencia de las cosas, es el para-sí. La conciencia, sin embargo, hace
surgir la nada, pues es un desarraigo respecto a las cosas que trastoca la
quietud del en-sí. La conciencia hace aparecer la nada, trastornando el ser
y haciendo emerger un mundo de cosas (Copleston, 2011). Pero el hombre
no es esencia, sino existencia, se va definiendo en el transcurrir, y queda
siempre abierto como contingencia.

El para-sí del hombre es pura libertad: el hombre está condenado a ser


libre; constantemente, tiene que definirse en el trasfondo contingente de
su existir. No obstante, esta libertad está condicionada por marcos que la
limitan, situaciones varias a las que el hombre tiene que dar sentido
(Copleston, 2011), con lo cual conforma un mundo de valores que
envuelven cosas y situaciones.

Situado en la contingencia y la libertad absoluta, el hombre ha de elegir.


Pero en ocasiones no elige, se engaña eligiendo sin elegir, se engaña a sí
mismo. A esta modalidad de autoengaño Sartre la llama mala fe. Esta es un
poder que anula la angustia que provoca la responsabilidad de la elección.
Una huida de la angustia. La mala fe irrumpe sin cesar en el hombre porque
el vacío del para-sí no se puede llenar. Huir de la angustia es huir de la
propia libertad.

Existir es, para Sartre, proyectar; es un habérselas con la nada del presente
y asumir la forma del tener o del hacer frente a ella, desde la óptica de un
futuro que siempre huye. El encuentro de los hombres es, para Sartre, una
suerte de duelo de miradas, un choque entre diversos para-sí que
proceden reduciendo al otro al en-sí. El duelo de miradas y de proyectos
hace emerger el hecho de que la mirada del otro conforma la subjetividad
propia, el modo como el para sí se conforma a sí mismo. De ahí que, ante
ese infierno del otro (el infierno son los otros, en expresión sartreana), el
hombre busque siempre doblegar la libertad del otro. El existencialismo
activista de Sartre se incardinó con la acción política mediante su afiliación
al marxismo.

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La filosofía del siglo XX es muy variada en temáticas: el giro lingüístico
imprimó sesgos nuevos a la reflexión sobre las ciencias y sobre los grandes
temas de la tradición filosófica. Corrientes como el positivismo lógico
(Carnap), la filosofía del lenguaje (Wittgenstein, Ayer, etc.), pero también
los derroteros de la filosofía social crítica con la Escuela de Frankfurt
(Adorno, Marcuse, Habermas, etc.), la visión estructuralista (Althusser,
Lacan, el propio Foucault), la filosofía de la diferencia (Deleuze, Guattari,
Derrida), etcétera, son expresión de esta policromía filosófica.

Tocaremos el caso de Foucault, en cuanto, en sintonía con la crítica


nietzscheana y heideggeriana, supone también una búsqueda arqueológica
de las raíces de las grandes instituciones que definen el modo de insertarse
en el mundo en occidente.

Heidegger: el ser del hombre y el mundo del ser


Heidegger, formado en la tradición escolástica católica, pero especialmente
en la fenomenología de E. Husserl, publica Ser y tiempo en 1927, dando un
vuelco al panorama filosófico del momento. La obra de Heidegger es una
de las fuentes fundamentales del existencialismo, pero también de la
fenomenología, e incide en corrientes como la hermenéutica. Pese a su
diversidad, mantiene siempre la temática ontológica, si bien suele hablarse
de varios momentos (Hottois, 2003): un primer Heidegger, orientado a la
descripción de la existencia humana, y un segundo Heidegger, más
centrado en el análisis del olvido del ser por parte de la historia de la
cultura occidental (Copleston, 2011).

Para Heidegger la metafísica occidental ha objetivado el ser,


comprendiéndolo desde la perspectiva del ente (Vattimo, 1987). Pero
entre los entes el hombre es el único que plantea la cuestión del ser y de su
sentido, pues está en el mundo de un modo diferente a como está el resto
de los entes. La naturaleza del hombre es el existir. A esto Heidegger le
llama Dasein: ser o estar ahí. La existencia humana es Dasein, es ser en el
mundo; un mundo que le aparece al hombre como un conjunto de
posibilidades, de cosas que son a la mano, que tienen valor de
instrumentalidad. Incluso cuando se rompen y pierden este valor, se abren
nuevas posibilidades del mundo para el hombre. El mundo es, así, una
totalidad abierta de instrumentos y significados, porque el hombre es
también un Dasein que busca sentido en y a los entes. El Dasein no es algo
cerrado, no es un sujeto en el sentido de la metafísica cartesiana.
Comprende el mundo desde estructuras de sentido que le son previas, se
sitúa así ante el mundo en una actitud dada por la precomprensión del
mundo que hereda, pero con la que tiene que habérselas en su propio ser,

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pues el Dasein es, ante todo, arrojado al mundo, se siente y encuentra en
un mundo con un conjunto de disposiciones que le conducen a plantearse
su propio ser como ser-en-el-mundo.

La “esencia” del Dasein consiste en su existencia. Los


caracteres destacables en este ente no son, por
consiguiente, “propiedades” que estén-ahí de un ente que
está-ahí con tal o cual aspecto, sino siempre maneras de ser
posibles para él, y sólo eso. Todo ser-tal de este ente es
primariamente ser. Por eso el término “Dasein” con que
designamos a este ente, no expresa su qué, como mesa,
casa, árbol, sino el ser. (Heidegger, 1997, pp. 67-68).

Heidegger explora el ser del hombre en su cotidianidad, para lo que busca


transmutar los conceptos filosóficos tradicionales, incluida la
fenomenología de su maestro Husserl. Su objetivo fenomenológico es
explicitar la experiencia de la existencia en la que hemos de poder
reconocernos como seres humanos (Hottois, 2003).

El ser humano se caracteriza por una serie de existenciarios, rasgos


ontológicos de la existencia, más profundos y constantes que los
existenciales, que son variables (Hottois, 2003; Copleston, 2011; Vattimo,
1987). Estos son:

 Estar en el mundo: el hombre, al existir, ocupa un lugar en un horizonte


de entes mundanos de los que se ocupa, dedicándose a ellos o huyendo
de ellos. El estar en el mundo no es un lugar neutral, se caracteriza por
la ocupación y la preocupación.
 Ser en común: los entes que coexisten con el hombre conforman una
comunidad de existentes. Ser es siempre ser-con. El Dasein es, así,
esencialmente intersubjetivo.
 Apertura: antes de conocer y actuar, el ser humano existe abriéndose al
mundo; apertura que, afectivamente, es disposición, e intelectualmente,
comprensión.
o La disposición es un estado de ánimo fundamental, base de
todo conocimiento y voluntad. Oscila, así, entre polos
positivos y negativos, pasando por la indiferencia.
o La comprensión es condición indispensable del ser del
hombre, puesto que este existe siempre proyectando
posibilidades. Aunque no tenga un proyecto de vida, el
hombre es siempre proyecto de existencia; se preocupa,
aunque no tenga conceptos claros.

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o El habla es fundamental en la comprensión. El hombre
comprende verbalizando proyectos, y de ahí que habite el
mundo poéticamente, generando palabras que se apropian
de las disposiciones afectivas de la apertura al mundo.

El análisis de la experiencia muestra que el mundo se divide en sujeto y


objeto, pero hay que librarse de esta dualidad metafísica porque los entes
que conforman el mundo se encuentran interrelacionados (Hottois, 2003).
No se objetualiza el mundo porque nunca se puede estar por afuera de él:
existir es siempre ser-en-el-mundo.

Las cosas son instrumentos, pero también significados, y conforman entre


ellas redes de sentido, un sentido y una existencia que son previos a toda
indagación científica (Copleston, 2011). El objetivismo de la ciencia y la
metafísica constituyen, así, una negación del ser-en-el-mundo (Hottois,
2003). La explicación con la que trabaja la ciencia es solo una derivación de
la interpretación y la comprensión: la existencia humana es
fundamentalmente hermenéutica, interpretativa (Hottois, 2003).

El ser del hombre es proyectarse en el mundo, es un poder ser constante,


proyecto (Copleston, 2011). Pero el proyecto humano se conforma como
proyecto arrojado, pues, a diferencia de los demás entes, el ente humano
se caracteriza por su libertad: una libertad angustiosa, porque existir es
proyectarse, inventarse, elegirse, etcétera.

El hombre, en tanto Dasein (ser-ahí), es un proyecto arrojado al mundo,


obligado a asumir el ser-ahí abierto, sin luz que oriente su camino. La
existencia posee, así, un doble carácter (Hottois, 2003): es posibilidad,
libertad, proyecto; pero también es facticidad, ser-siempre-ahí, existencia
arrojada, hecho sin necesidad ni razón alguna.

El Dasein existe fácticamente. Se pregunta, entonces, por la


unidad ontológica de la existencialidad y la facticidad, o por
la esencial pertenencia de ésta a aquélla. El Dasein tiene, en
virtud de la disposición afectiva que esencialmente le
pertenece, un modo de ser en el que es llevado ante sí
mismo y abierto para sí en su condición de arrojado. Pero la
condición de arrojado es el modo de ser de un ente que
siempre es, él mismo, sus posibilidades, de tal suerte que se
comprende en y desde ellas (se proyecta en ellas). El estar-
en-el-mundo, al que le pertenece con igual originariedad el
estar en medio de lo a la mano y el coestar con otros, es
siempre por mor de sí mismo. Pero el sí-mismo es inmediata
y regularmente el sí-mismo impropio, el uno-mismo. El

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estar-en-el-mundo ya está siempre caído. La cotidianidad
media del Dasein puede ser definida, por consiguiente,
como el estar‐en‐el‐mundo cadentemente abierto,
arrojado‐proyectante, al que en su estar en medio del
“mundo” y coestar con otros le va su poder‐ser más propio.
(Heidegger, 1997, pp. 203-204).

La libertad y, por consiguiente, la responsabilidad radical con la que el


hombre está en el mundo, es angustiosa. Ante la angustia, el ser humano
se ciega y busca anularla mediante respuestas tipificadas (Hottois, 2003).
La mayor parte de las veces los hombres responden a la facticidad del
existir mediante la inautenticidad, mediante una existencia inauténtica.
Convierten su ser en el mundo en charlatanería en vez de habla, curiosidad
en vez de comprensión, y ambigüedad en vez de proyecto. Se tranquilizan
a base de alienarse en el ser uno impersonal. Acceder a la existencia
auténtica es un esfuerzo constante y siempre amenazado (Hottois, 2003).

La existencia auténtica exige asumir el estado-de-yecto, la efectividad de la


existencia, asumir la finitud, la temporalidad del existir y la muerte como
posibilidad más propia; asumir el ser, un ser destinado a la muerte,
enfrentado a la nada. Allí donde la existencia inauténtica se muestra como
habladuría, curiosidad y ambigüedad, la existencia auténtica es elección,
angustia y silencio (Copleston, 2012). La libertad más profunda es la
autenticidad (Hottois, 2003).

La temporalidad impone su peso mediante la culpa, pero también es el


recuerdo constante de que existir es ser-para-la-muerte. La muerte es el
punto más íntimo de la existencia del Dasein, culminación de la
autenticidad, horizonte de la angustia y la soledad. Heidegger finaliza la
ilusión de la permanencia metafísica (Hottois, 2003; Copleston, 2011).

La muerte es la posibilidad más propia del Dasein. El estar


vuelto hacia esta posibilidad le abre al Dasein su más propio
poder-ser, en el que su ser está puesto radicalmente en
juego. Allí puede manifestársele al Dasein que en esta
eminente posibilidad de sí mismo queda arrebatado al uno,
es decir, que, adelantándose, puede siempre escaparse de
él. Ahora bien, sólo la comprensión de este “poder” revela la
pérdida en la cotidianidad del uno-mismo que tiene lugar
fácticamente.
La posibilidad más propia es irrespectiva. El adelantarse
hace comprender al Dasein que debe hacerse cargo
exclusivamente por sí mismo del poder-ser en el que está

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radicalmente en juego su ser más propio. La muerte no
“pertenece” tan sólo indiferentemente al propio Dasein,
sino que ella reivindica a éste en su singularidad, (Heidegger,
1997, pp. 282-283).

La metafísica occidental y la ciencia con ella emparejada no han


comprendido la diferencia ontológica, la diferencia entre el ser y el ente,
por lo que ha tendido a confundir el ser con el ente, bajo la noción del ser
como totalidad del ente, o a identificar el ser con el ser trascendente
(llamado casi siempre Dios). De los entes puede decirse que son, pero no
son el ser (Hottois, 2003). También la ciencia, en tanto cosifica y objetiva
para indagar el ser del ente, incurre en el olvido del ser.

La preeminencia de lo real efectivo activa el olvido del ser.


Por esa preeminencia queda también sepultada la esencial
referencia al ser que hay que buscar en el pensamiento
rectamente pensado. Requerido por el ente, el hombre
ocupa el papel de ente que sirve de norma. Como referencia
al ente basta el conocer que, de acuerdo con el carácter
esencial del ente en el sentido de lo real planificablemente
asegurado, tiene que desembocar en la objetivación y
convertirse así en cálculo. El signo de la degradación del
pensar es el ascenso de la logística al rango de verdadera
lógica. La logística es la organización calculante de la
absoluta ignorancia acerca de la esencia del pensar, dando
por supuesto que el pensar, esencialmente pensado, es
aquel saber proyectante que desemboca en la conservación
de la esencia de la verdad a partir del ser. (Heidegger, 2000,
p. 402).

Heidegger interpreta que el pensamiento filosófico ocultó el ser pensado


por los presocráticos, de modo que el olvido del ser tiene tres grandes
hitos en la metafísica occidental: Platón, Descartes y Nietzsche, quien
remata la metafísica occidental (Hottois, 2003). Platón identifica el ser con
los entes trascendentes, introduciendo una diferencia jerarquizante entre
los entes. Descartes continua la reducción platónica del ser al ente al situar
al sujeto pensante como voluntad de certeza que cosifica el ser mediante
sus representaciones. La modernidad profundiza el proyecto cartesiano en
tres planos (Hottois, 2003): en el de la ciencia (que objetiva el ser mediante
el saber del sujeto pensante), el de la técnica (que busca dominar el ser
erigiendo al hombre en señor de la naturaleza) y el de la moral (que
pretende conformar al sujeto como fuente de todo valor). El dualismo

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platónico devenir del mundo sensible-eternidad del mundo de las ideas es
desplazado en la modernidad por el dualismo hombre (sujeto pensante y
libre)-resto del ente por el dualismo sujeto-objeto. Nietzsche avizora el
problema del olvido del ser en la metafísica, pero no logra a entender de
Heidegger sobreponerse a la tendencia de la metafísica occidental.

Nietzsche culmina en el nihilismo contemporáneo (Hottois, 2003;


Copleston, 2011) caracterizado por afirmar que solo existen entes (que, por
olvido de la diferencia ontológica, son homogeneizados en su valor) que
son radicalmente temporalizados (eterno retorno de lo mismo) y
sometidos a la voluntad de voluntad (la voluntad de poder como
fundamento de todo lo existente).

La lucha por el dominio de la tierra y el completo despliegue


de la metafísica que lo sustenta llevan a su acabamiento una
era de la tierra y de la humanidad histórica; aquí se realizan,
en efecto, posibilidades extremas de la dominación del
mundo y del intento que emprende el hombre por decidir
sobre su esencia puramente desde sí.
Pero con el acabamiento de la era de la metafísica
occidental se determina al mismo tiempo, en la lejanía, una
posición histórica fundamental que, después de la decisión
de esa lucha por el poder y por la tierra misma, no puede ya
abrir y sostener el ámbito de una lucha. (Heidegger, 2000,
pp. 212-213).

Para Heidegger el complejo tecno-científico es expresión de la voluntad de


poder, una que reduce la verdad a eficacia, el pensamiento al cálculo, lo
real a realidad operable (Hottois, 2003; Copleston, 2011). Mientras el
pensar señala, nos dice Heidegger, la ciencia calcula y, por lo mismo, no
piensa. No es tarea de la ciencia la apertura de sentido. La teoría científica
nace de la voluntad de señorío sobre un ser que excede toda posibilidad de
dominio. En la técnica el hombre establece una relación de explotación,
maquinación, producción, manipulación y operación sobre el ente. Con el
complejo tecno-científico, el hombre entra en el peligro de perder su
diferencia con los demás entes. Solo es posible salir de este peligro
rompiendo la relación cosificante con el lenguaje –casa del ser, como lo
denomina Heidegger–. La poesía, señala el filósofo, es el lugar por
excelencia donde el ser no objetivante del lenguaje se puede expresar. Se
precisa restaurar el logos del mito y revalorizar el lenguaje, el pensar y la
meditación para avanzar sobre los riesgos que abre el complejo tecno-
científico.

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Pero incluso allí donde, por una gracia especial, se alcanzara
el grado máximo de la meditación, ésta tendría que
contentarse con limitarse a preparar un estado de
disponibilidad para la exhortación de la que está necesitada
nuestra humanidad de hoy.
Ésta necesita de la meditación, pero no para resolver un
estado de desconcierto accidental o para romper la aversión
al pensar. Necesita de la meditación como un corresponder
que se olvide en la claridad de un preguntar incansable a lo
inagotable de lo que es digno de ser cuestionado, un
preguntar a partir del cual, en el momento adecuado, el
corresponder pierde el carácter del preguntar y se convierte
en un simple decir. (Heidegger, 2001, p. 50).

Foucault: arqueología del saber-poder


Podría leerse la obra de Foucault (1926-1984) como una producción
nihilista, en cuanto nos expone a la desnudez de las redes del poder –el
poder siempre fluye–, que todo lo inundan (Hottois, 2003). Pero hay en
Foucault un intento por producir un saber que, atreviéndose el sujeto (al
modo de la Ilustración kantiana), pueda producir emancipación de todo
poder que busque ser omnímodo y abarcar la totalidad de la realidad de un
sujeto que se muere lentamente como sujeto (Abraham, 2014). De tal
modo, Foucault abre frente a los modos de dominación habituales del
complejo saber-poder la puerta a una estética de la existencia que haga de
la vida propia una obra de arte, sobre la base del dominio del ser propio.

¿Piensa usted que la tarea de la filosofía es advertir sobre


los peligros del poder?
-Esta tarea ha sido siempre una función primordial de la
filosofía. En su vertiente crítica -y entiendo crítica en sentido
amplio-, la filosofía es precisamente lo que vuelve a poner
en cuestión todos los fenómenos de dominación, cualquiera
que fuese el nivel en que se presenten -político, económico,
sexual, institucional-. Esta función crítica de la filosofía
dimana, hasta cierto punto, del imperativo socrático:
“Ocúpate de ti mismo”, es decir, “Fúndate en libertad,
mediante el dominio de ti”. (Foucault; 1999:415)

El problema político esencial para el intelectual no es criticar


los contenidos ideológicos que estarían ligados a la ciencia,

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o de hacer de tal suerte que su práctica científica esté
acompañada de una ideología justa. Es saber si es posible
constituir una nueva política de la verdad. El problema no es
“cambiar la conciencia” de las gentes o lo que tienen en la
cabeza, sino el régimen político, económico, institucional de
la producción de la verdad. No se trata de liberar la verdad
de todo sistema de poder — esto sería una quimera, ya que
la verdad es ella misma poder— sino de separar el poder de
la verdad de las formas de hegemonía (sociales, económicas,
culturales) en el interior de las cuales funciona por el
momento.
La cuestión política, en suma, no es el error, la ilusión, la
conciencia alienada o la ideología; es la verdad misma.
(Foucault, 1980, p. 189).

En Foucault hay, como en Nietzsche, una denuncia de la verdad desnuda


como fuente desinteresada del saber. Toda forma de verdad tiene detrás
fuentes de poder. Conocer las redes de poder que hay detrás de la
producción de la verdad es uno de los objetivos de las formas de análisis
filosófico que para Foucault pasan por la genealogía y la arqueología.
Mediante la arqueología del saber, se busca encontrar el nexo que permite
comprender las formas discursivas en sus fuentes de producción. La
realidad humana es caótica. El análisis arqueológico permite comprender la
interacción entre formas epistemológicas y prácticas, poderes,
instituciones con las que se relacionan (Hottois, 2003). Los saberes se
conforman mediante discursos que envuelven cuatro niveles de análisis: de
los objetos, de los enunciados, de los conceptos y de los temas.

Para Foucault (2009) los discursos hay que analizarlos en la materialidad


que permite hacerlos significativos. Tanto las experiencias cotidianas como
las teorías científicas, en complejos procesos de retroalimentación, se
levantan sobre un orden que codifica la mirada, la reflexión y la
organización misma de la experiencia. Sobre este orden, al que Foucault
llama episteme, se levantan teorías que compiten entre sí. Por esto el
análisis arqueológico ha de poder develar

sobre el fondo de qué a priori histórico y en qué elemento


de positividad han podido aparecer las ideas, constituirse las
ciencias, reflexionarse las experiencias en las filosofías,
formarse las racionalidades para anularse y desvanecerse
pronto… lo que se intentará sacar a la luz es el campo
epistemológico, la episteme en que los conocimientos,
considerados fuera de cualquier criterio que se refiera a su

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valor racional o a sus formas objetivas, hunden su
positividad y manifiestan así una historia que no es la de su
perfección creciente, sino la de sus condiciones de
posibilidad: en este texto lo que debe aparecer son, dentro
del espacio de saber, las configuraciones que han dado lugar
a las diversas formas de conocimiento empírico. Más que
una historia, en el sentido tradicional de la palabra, se trata
de una “arqueología”. (Foucault, 2002, p. 7).

La episteme occidental tiene una gran discontinuidad, marcada por la


distinción entre una época clásica (que culmina en el siglo XVIII) y la
modernidad actual (desde el siglo XIX). La primera se centra en la
representación (cultura clásica) y la segunda en la producción (historia,
evolución).

Con la episteme moderna, irrumpen la biología, la economía política y la


filología, saberes que buscan la objetivación del ser vivo, ser trabajador y
ser hablante. Cada época tiene su episteme (Hottois, 2003), definida por la
manera de entender el saber y la verdad. Saber y verdad organizan las
prácticas humanas, al modo como se produce y excluye la locura en la
ciencia moderna y su naturalización en sentidos históricos y lo que se
establece como racional. A fines del siglo XVIII, hay, para el caso, una
mutación en la comprensión de la locura que instituye el campo de
experiencia moderna sobre lo que es racional, cuerdo, y lo que es loco (tal
como analiza en Historia de la locura en la época clásica).

La originalidad del mundo moderno reside, para Foucault, en el modo


como regula el caos humano mediante el saber de las ciencias (Hottois,
2003). Se conforma así una voluntad de saber. La voluntad de saber se
legitima mediante la aspiración de objetividad. El poder se legitima bajo la
apariencia de no emanar de los sujetos que producen el saber que legitima
ese poder. La voluntad de saber logra, así, su fuerza mediante la pretensión
de verdad, universalidad, objetividad y neutralidad valorativa.

El poder moderno es un poder productivo, cuyos rasgos esenciales son la


multilocalidad, la ubicuidad y la vigilancia (Hottois, 2003). Por eso, el poder
moderno se hace presente no solo en los saberes, sino también en las
prácticas e instituciones con ellos relacionados, como es el caso de la
cárcel, la escuela, los ejércitos, los hospitales, etcétera.

El poder no es propiedad del Estado, la soberanía es solo una forma de


poder. En la modernidad la forma privilegiada de poder es el saber. Se trata
de un poder que, mediante dispositivos de disciplinamiento conformados
en las grandes instituciones de encierro (escuela, cárcel y hospital), busca

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someter a los cuerpos, orientándolos hacia la producción, la utilidad, lo
correcto, lo normal, etcétera (Foucault, 2000).

Las cristalizaciones del saber y sus prácticas anexas permiten la


conformación de estructuras de dispositivos orientadas hacia el gobierno
de sí de otros –por tomar términos del autor–. Ejemplo de las prácticas de
gobierno de los cuerpos (de los otros) en la conformación de los saberes y
cuerpos doctrinales de gobierno (como el liberalismo) es el nacimiento de
la biopolítica (Foucault, 2007). Saberes, ideologías y prácticas
institucionales confluyen en la organización de las poblaciones, mediante
sistemas diversos (mercado, economía política, prácticas de salud, etc.)
que conforman a los cuerpos como cuerpos para la producción.

Una de las dimensiones mediante las que se ejercita el poder son las
relaciones de comunicación que producen la legitimidad de los discursos,
pero también de las variedades de conexión intersubjetiva. El lenguaje es
considerado por Foucault como el medio por excelencia de articulación del
poder (Hottois, 2003).

Los saberes nos organizan el caos humano y permiten así que podamos
articular formas más razonables de vida, pero es importante reconocer las
fuentes sobre las que se cimientan y las transformaciones genealógicas –
análisis de la arqueología en sus morfologías de poder– que han sufrido,
porque así podremos hacer de la experiencia del saber una experiencia
conforme a proyectos de libertad (Foucault, 2015).

Las formas de saber y las instituciones de gobierno de los otros no son


pensables sin formas de gobierno de sí. El modo como los seres humanos
se construyen, mediante diversas tecnologías del yo, supone el
atravesamiento de múltiples dimensiones en las que la formación de
subjetividad no es comprensible sino en la remisión al modo de
articulación de saberes y poderes.

Mi objetivo, desde hace más de veinticinco años, ha sido el


de trazar una historia de las diferentes maneras en que, en
nuestra cultura, los hombres han desarrollado un saber
acerca de sí mismos: economía, biología, psiquiatría,
medicina y penología. El punto principal no consiste en
aceptar este saber como un valor dado, sino en analizar
estas llamadas ciencias como “juegos de verdad”
específicos, relacionados con técnicas pacíficas que los
hombres utilizan para entenderse a sí mismos.
A modo de contextualización, debemos comprender que
existen cuatro tipos principales de estas “tecnologías”, y que

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cada una de ellas representa una matriz de la razón práctica:
1) tecnologías de producción, que nos permiten producir,
transformar y producir cosas; 2) tecnologías de sistemas de
signos, que nos permiten utilizar signos, sentidos, símbolos
o significaciones; 3) tecnologías de poder, que determinan la
conducta de los individuos, los someten a cierto tipo de
ficciones o de dominación, y consisten en una objetivación
del sujeto; 4) tecnologías del yo, que permiten a los
individuos efectuar, por cuenta propia o con ayuda de los
otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su
alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser,
obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin
de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o
inmortalidad. (Foucault, 1990, pp. 47-48).

Sin pretensión alguna de síntesis sobre una obra polifacética y amplia como
la de Foucault, sí es de rescatar como cierre de ella su apelación a las
prácticas de parrhesía de la antigüedad: solo se habla si se está dispuesto a
decir y escuchar la verdad incómoda. Restituir el lenguaje a un uso que
trata de depurar el poder mediante la declaración de este en la interacción.
Nada de lo que el hombre diga o haga está al margen del poder, pero el
coraje de la verdad supone asumir riesgos respecto a uno mismo: el riesgo
de escuchar lo que no se desea escuchar, que supone una forma de coraje;
el riesgo de decir lo que no se quiere escuchar, que supone otra forma en
consonancia. En sus últimos cursos en el Colegio de Francia (1983-1984),
Foucault analiza cómo se conforman las tecnologías de la parrhesía en el
mundo antiguo y su transformación en el mundo cristiano.

Para que haya parrhesía, como recordarán –el año pasado


insistí bastante en ello– es menester que el sujeto, al decir
una verdad que marca como su opinión, su pensamiento, su
creencia, corra cierto riesgo, un riesgo que concierne a la
relación que mantiene con el destinatario de sus palabras.
Para que haya parrhesía es menester que, al decir la verdad,
abramos, instauremos o afrontemos el riesgo de ofender al
otro, irritarlo, encolerizarlo y suscitar de su parte una serie
de conductas que pueden llegar a la más extrema de las
violencias. Es pues la verdad, con el riesgo de la violencia.
(Foucault, 2010, p. 30).

Hacer de la existencia una obra de arte, apostar por desenmascarar las


formas de poder en el propio discurso, restituir el sentido de las prácticas

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de la ética antigua, etcétera, son propuestas del último Foucault para
abordar los problemas del (su, nuestro) presente.

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Referencias
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