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Domingo de Pascua

21 de abril de 2019

Ustedes han resucitado con Cristo. La Pascua amanece no solo con el anuncio festivo de la
resurrección de nuestro señor Jesucristo, sino también con la sorpresa dichosa de nuestra
incorporación a su vida. Cristo ha resucitado. Nosotros hemos resucitado con Cristo.
Nosotros también corremos. Nosotros también, como Pedro y como el apóstol amado,
aceleramos nuestro ritmo para encontrarnos con el sepulcro vacío. Hay siempre algo
desconcertante en el evento central de nuestra fe. No se nos permite nunca acostumbrarnos a
su grandeza. Parece, hasta cierto punto, un día más. Un día más, tal vez, en el que se resienten
aún los dolorosos acontecimientos de la pasión. Sin embargo, lo más grande y lo más dichoso
está nuestro alcance. Y tiene que ver ciertamente con nuestro señor Jesucristo, pero también
nos involucra y nos pone en camino. Los signos de la muerte están aún muy cercanos. Nos
perturban y nos inquietan. El recuerdo lacerante toca aún las fibras más íntimas del alma. Y,
sin embargo, todo es nuevo. Todo es verdaderamente nuevo. El jardín es nuestro. El jardín
es de María Magdalena, que llegó antes que nosotros. El jardín nos espera. Una unción de
paz acompaña la prisa de los dos apóstoles. La respiración agitada no se alcanza a distinguir
de la inminencia del Espíritu. Hemos querido creer, y ahora vemos y creemos a través de la
escena. Los signos contienen una nueva elocuencia. Hay que correr con el impulso de la
esperanza y ver con la intensidad del amor. Todo nos ayuda a creer.

Cuando contemplamos la muerte de Jesús, sentimos que algo nuestro estaba clavado en la
Cruz. La certeza de su inocencia y de su generosidad nos conmueve, toca nuestras heridas y
despierta a la conversión. No podemos ignorar que es nuestra historia de pecado la que ha
movido a este gesto extremo del amor divino. Y, sin embargo, siempre debemos recordar que
la historia no concluyó el viernes santo. La historia está comenzando definitivamente en esta
mañana. Absuelta la sentencia condenatoria, una heredad se ofrece en los lienzos y el sudario,
que quedan a la vista del que sepa correr y mirar. Los lienzos del cadáver yacen en el suelo,
mientras el sudario que cubrió a nuestra cabeza quedó bien doblado en sitio aparte. Las
ataduras están disueltas, mientras la unción queda en la memoria. De la cabeza se expande
hacia el cuerpo el aceite de la vida nueva, que baja por la barba y alcanza a todos los
miembros. Debemos contemplar también estos signos, y que la sorpresa de lo inesperado no
se quede en algo exterior a nosotros mismos, sino que nos demos cuenta de que se trata de
nuestros lienzos y nuestro sudario. Ahí están, vencidas, las fuerzas del pecado y de la muerte.
Ahí está, consagrada, nuestra pertenencia a la cabeza de la humanidad, al redentor del mundo.
Y si el cuerpo glorioso no aparece en este momento, es también para que dirijamos la atención
a nuestro propio cuerpo, que ya está asociado al suyo. Hemos resucitado con Cristo.

Para María Magdalena, para Simón y para el discípulo amado, el encuentro directo con el
resucitado esperaría un breve tiempo. Aún entonces se trataría apenas de un encuentro que
desencadenaría la misión, abriendo el compás de la Iglesia. El encuentro definitivo sólo se
daría cuando ellos mismos entraran a las moradas que el Señor partió a prepararles en la casa
del Padre. También nosotros tendemos ahora al punto último en el que la resurrección
inundará totalmente nuestro ser, nuestra historia y nuestras relaciones. Pero mientras tanto,
la vida está ya presente. La vida del Resucitado es nuestra. En ello consiste precisamente el
Bautismo. La Pascua nos permite cobrar renovada conciencia de la libertad que ya es nuestra,
de la plenitud que se nos ha concedido, de la vitalidad amorosa que se nos ha participado. Es
la ocasión de que no nos habituemos a la novedad radical, de acelerar el corazón y fortalecer
el paso, de aguzar la mirada y reconocer la Palabra viva. No somos esclavos de nadie. Somos
testigos de Cristo, escogidos por Él, y tenemos la dicha de comer y beber con él después de
que resucitó de entre los muertos. Lo hacemos, en efecto, en cada Eucaristía. Busquemos,
por lo tanto, los bienes de arriba, donde está Cristo con el Padre, pongamos sólo en ellos
nuestro corazón. Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Y mientras tendemos a la
manifestación gloriosa de Él, que es nuestra vida, exultamos hoy con la fervorosa emoción
de su victoria, que es también nuestra. Como Pedro, tomamos la palabra para exponer
públicamente que el plan de Dios previsto desde antiguo se ha cumplido, de modo que
quienes creen en él, reciben el perdón de los pecados y la adopción filial. Es la buena noticia
que nunca pasa, y que se nos entrega para regocijo interior y como tarea. Es el Evangelio,
celebración de vida, camino verdadero, gracia sobre gracia. Hemos resucitado con Cristo.
Seamos testigos de su resurrección.

Lecturas

Del libro de los Hechos de los Apóstoles (10,34.37-43)

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: “Ya saben ustedes lo sucedido en toda Judea,
que tuvo principio en Galilea, después del bautismo predicado por Juan: cómo Dios ungió
con el poder del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret y cómo éste pasó haciendo el bien, sanando
a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de
cuanto él hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de la cruz, pero Dios lo
resucitó al tercer día y concedió verlo, no a todo el pueblo, sino únicamente a los testigos que
él, de antemano, había escogido: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de
que resucitó de entre los muertos. Él nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que
Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es unánime: que
cuantos creen en él reciben, por su medio, el perdón de los pecados”.

Salmo Responsorial (Sal 117)

R/. Este es el día del triunfo del Señor. Aleluya.

Te damos gracias, Señor, porque eres bueno,


porque tu misericordia es eterna.
Diga la casa de Israel:
“Su misericordia es eterna”. R/.

La diestra del Señor es poderosa,


la diestra del Señor es nuestro orgullo.
No moriré, continuaré viviendo
para contar lo que el Señor ha hecho. R/.
La piedra que desecharon los constructores,
es ahora la piedra angular.
Esto es obra de la mano del Señor,
es un milagro patente. R/.

De la carta del apóstol san Pablo a los colosenses (3,1-4)

Hermanos: Puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde
está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no
en los de la tierra, porque han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando
se manifieste Cristo, vida de ustedes, entonces también ustedes se manifestarán gloriosos,
juntamente con él.

R/. Aleluya, aleluya. Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado; celebremos, pues, la
Pascua. R/.

Del santo Evangelio según san Juan (20,1-9)

El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro
y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón
Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al
Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del
sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y
llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.
En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló
los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto
no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro
discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no
habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.

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