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Este año la cosecha de mangos no fue tan abundante como la del anterior. Pareciera que
el esfuerzo y la abundancia de frutos suministrados el año pasado por el árbol se tradujo
en la carencia presente en esta temporada. Se suele justificar este hecho en el
envejecimiento del árbol, sin embargo, es difícil concluir eso sin más, considerando que
realmente pude sentir un poderoso sabor herrumbroso hace un par de tardes, mientras
mordía uno de los frutos cuyo color rojo llamó mi atención durante el breve paseo que
realicé ese día.
Cuando comenzó la carga de frutos en las enramadas del árbol tuve la oportunidad de
contemplarle de lejos, pues me tocó subir a la terraza de mi casa para sujetar el cable
telefónico que se había desprendido de su soporte durante una fuerte lluvia a primeras
horas de la madrugada.
A pesar que esos grupos de “mangos” tenían la misma forma del resto, no compartían
con los de su especie el color. Poseían un evidente color carmesí que era bello a la vista
como cuando se contempla un monumento tallado en jaspe rojo, con la gran diferencia
de que el artesano en este caso era la propia planta y su materia prima fluía incesante en
los ductos, venas y recorridos vegetales que se abrían paso en el interior, penetrando las
raíces en dirección a las obscuridades de la tierra y también ascendiendo en cada hoja,
rama y fruto en dirección al éter celeste circundante e invisible.
Esa diferencia visual entre el rojo sangre y el amarillo áureo, el primero perteneciente al
pequeño grupo antes descrito y el segundo matizando el resto de frutos colgantes, me
impactó intempestivamente llegando a mis niveles nerviosos, emocionales y mentales
más profundos e incluso desconocidos para mí; así como aquella savia penetraba al gran
ejemplar, que de allí en adelante se convirtió en objeto de todas mis cavilaciones.
Fue imposible permanecer incólume en una huida de esa naturaleza, frente a un llamado
tan sutil pero indudable como aquel ejercido por el paladar, que como el Dragón de la
Cólquida nunca pegaba un ojo.
Así pues, ya tenía una semana disponiendo del tiempo sin ocupaciones, para sentarme
utilizando como apoyo tan solo la pared sur de mi habitación y poder rumiar una y otra
vez acerca de aquel encuentro inolvidable con el dolor a través del más denso de mis
cinco sentidos.
Eso es en pocas palabras lo que el dolor, primeramente físico, nos produce: “una
precipitación en retroceso en dirección opuesta”.
Las preguntas anteriores están referidas a la segunda y tercera noción de dolor que
adquirimos cuando nos vamos formando como personas integrantes de la colectividad.
Las referidas interrogantes no podrían estar dirigidas a la primera noción, pues
resultaríamos entonces especies de masoquistas o alienados.
Es así como esta segunda noción, pasa de ser una sensación corporal molesta para
convertirse en una emoción perturbadora de la aparente estabilidad, tan protegida por
parte de quienes compartimos la condición de integrantes del mundo moderno.
En el mismo tenor, aquella matrona es como un foco irradiante de luz que al reflejarse
en los vitrales del espacio-tiempo evoca las miríadas de formas a través de las cuales el
dolor puede ser concebido como posible, en las dimensiones a las que pertenecen la 1ra
y 2da noción.
Esa 3ra noción se constituye en el más terrible pero a su vez el más liberador de los que
han sido precisados. ¿Es ese el que nos permite vernos? O por el contrario, ¿el mismo
surge por el hecho de habernos visto?; sobre todo por el hecho de haber mirado nuestra
minusvalía más adorada, alimentada, protegida y cultivada como parte esencial de
nuestra personalidad. ¿Será esa la que está llamada a morir?.
Este año la cosecha de mangos no fue tan abundante como la del anterior. Pareciera que
el esfuerzo y la abundancia de frutos suministrados el año pasado por el árbol se tradujo
en la carencia presente en esta temporada. Se suele justificar este hecho en el
envejecimiento del árbol, sin embargo, es difícil concluir eso sin más, considerando que
realmente pude sentir un poderoso sabor herrumbroso hace un par de tardes, mientras
mordía uno de los frutos cuyo color rojo llamó mi atención durante el breve paseo que
realicé ese día.
Cuando comenzó la carga de frutos en las enramadas del árbol tuve la oportunidad de
contemplarle de lejos, pues me tocó subir a la terraza de mi casa para sujetar el cable
telefónico que se había desprendido de su soporte durante una fuerte lluvia a primeras
horas de la madrugada.
A pesar que esos grupos de “mangos” tenían la misma forma del resto, no compartían
con los de su especie el color. Poseían un evidente color carmesí que era bello a la vista
como cuando se contempla un monumento tallado en jaspe rojo, con la gran diferencia
de que el artesano en este caso era la propia planta y su materia prima fluía incesante en
los ductos, venas y recorridos vegetales que se abrían paso en el interior, penetrando las
raíces en dirección a las obscuridades de la tierra y también ascendiendo en cada hoja,
rama y fruto en dirección al éter celeste circundante e invisible.
Esa diferencia visual entre el rojo sangre y el amarillo áureo, el primero perteneciente al
pequeño grupo antes descrito y el segundo matizando el resto de frutos colgantes, me
impactó intempestivamente llegando a mis niveles nerviosos, emocionales y mentales
más profundos e incluso desconocidos para mí; así como aquella savia penetraba al gran
ejemplar, que de allí en adelante se convirtió en objeto de todas mis cavilaciones.
Sin embargo, ese refugio frágil como las pompas de jabón, al menor soplo de los cuatro
vientos se desvaneció como espejismo.
Fue imposible permanecer incólume en una huida de esa naturaleza, frente a un llamado
tan sutil pero indudable como aquel ejercido por el paladar, que como el Dragón de la
Cólquida nunca pegaba un ojo.
Así pues, ya tenía una semana disponiendo del tiempo sin ocupaciones, para sentarme
utilizando como apoyo tan solo la pared sur de mi habitación y poder rumiar una y otra
vez acerca de aquel encuentro inolvidable con el dolor a través del más denso de mis
cinco sentidos.
Eso es en pocas palabras lo que el dolor, primeramente físico, nos produce: “una
precipitación en retroceso en dirección opuesta”.
Las preguntas anteriores están referidas a la segunda y tercera noción de dolor que
adquirimos cuando nos vamos formando como personas integrantes de la colectividad.
Las referidas interrogantes no podrían estar dirigidas a la primera noción, pues
resultaríamos entonces especies de masoquistas o alienados.
La segunda noción de dolor se presenta por vez primera cercano a la época de la
pubertad, cuando escuchamos que alguien haciendo alusión a una desavenencia
personal en su entorno emocional, que le ha resultado en una fugaz contradicción o
tragedia, dice o menciona que tiene un gran dolor para hacer referencia a un flagelo
intangible que algunas veces resulta visible y reflejado en las expresiones de llanto, que
en la mayoría de los casos se manifiesta incontenible en el rostro del adolorido.
Es así como esta segunda noción, pasa de ser una sensación corporal molesta para
convertirse en una emoción perturbadora de la aparente estabilidad, tan protegida por
parte de quienes compartimos la condición de integrantes del mundo moderno.
La tercera noción es la matrona de las dos primeras, pues resulta que se encuentra en un
nivel “presente” con todo lo que ésta dimensión temporal implica. Ese “dolor presente”
se enraíza, sustenta y es el núcleo del justo medio intemporal donde el pasado anhela
llegar como meta, pero cuando se ha dado cuenta es futuro. Su trayecto fue tan rápido
que no pudo ni fue capaz de precisar el justo medio.
En el mismo tenor, aquella matrona es como un foco irradiante de luz que al reflejarse
en los vitrales del espacio-tiempo evoca las miríadas de formas a través de las cuales el
dolor puede ser concebido como posible, en las dimensiones a las que pertenecen la 1ra
y 2da noción.
Esa 3ra noción se constituye en el más terrible pero a su vez el más liberador de los que
han sido precisados. ¿Es ese el que nos permite vernos? O por el contrario, ¿el mismo
surge por el hecho de habernos visto?; sobre todo por el hecho de haber mirado nuestra
minusvalía más adorada, alimentada, protegida y cultivada como parte esencial de
nuestra personalidad. ¿Será esa la que está llamada a morir?.