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DE LO QUE UN ARBOL SIN HOJAS HA RECORDADO

Este año la cosecha de mangos no fue tan abundante como la del anterior. Pareciera que
el esfuerzo y la abundancia de frutos suministrados el año pasado por el árbol se tradujo
en la carencia presente en esta temporada. Se suele justificar este hecho en el
envejecimiento del árbol, sin embargo, es difícil concluir eso sin más, considerando que
realmente pude sentir un poderoso sabor herrumbroso hace un par de tardes, mientras
mordía uno de los frutos cuyo color rojo llamó mi atención durante el breve paseo que
realicé ese día.

Cuando comenzó la carga de frutos en las enramadas del árbol tuve la oportunidad de
contemplarle de lejos, pues me tocó subir a la terraza de mi casa para sujetar el cable
telefónico que se había desprendido de su soporte durante una fuerte lluvia a primeras
horas de la madrugada.

Esa mañana dispuse la escalera y comencé mi ascenso haciendo un esfuerzo


sobrehumano para no gritar de dolor por la lesión de mi rodilla derecha; aun así logré
llegar a la cúspide y terminando de solucionar la avería doméstica divisé a lo lejos un
breve grupo de frutos cuyas formas eran similares al resto de mangos que en ese
momento no eran visibles para mí, pero que eran incluso accesibles al tacto desde la
parte de abajo, caminando en torno al tronco y a la sombra del gran ejemplar.

A pesar que esos grupos de “mangos” tenían la misma forma del resto, no compartían
con los de su especie el color. Poseían un evidente color carmesí que era bello a la vista
como cuando se contempla un monumento tallado en jaspe rojo, con la gran diferencia
de que el artesano en este caso era la propia planta y su materia prima fluía incesante en
los ductos, venas y recorridos vegetales que se abrían paso en el interior, penetrando las
raíces en dirección a las obscuridades de la tierra y también ascendiendo en cada hoja,
rama y fruto en dirección al éter celeste circundante e invisible.

Esa diferencia visual entre el rojo sangre y el amarillo áureo, el primero perteneciente al
pequeño grupo antes descrito y el segundo matizando el resto de frutos colgantes, me
impactó intempestivamente llegando a mis niveles nerviosos, emocionales y mentales
más profundos e incluso desconocidos para mí; así como aquella savia penetraba al gran
ejemplar, que de allí en adelante se convirtió en objeto de todas mis cavilaciones.

No podría llegar a imaginar, que aquel asombro inesperado se desvanecería de repente


para transformarse en algo mucho más terrible y espeluznante, a partir del segundo en
que sentí como un relámpago -emanado de la memoria gustativa de remota e
imprecisable ocasión- el leve pero firme sabor a sangre impregnado en el paladar luego
de haber degustado aquel pequeño mango durante el paseo de la tarde.

A pesar de lo que pudiera pensarse, contrario al hecho de que cualquier persona en mi


lugar habría acudido de inmediato en busca de una escalera para acceder a los frutos
objetos de tantas reflexiones posteriores, por mi parte me limité a tratar de ignorar ese
evento, hundiendo mi atención de manera voluntaria en los quehaceres cotidianos
conformados por el vaivén doméstico entre el trabajo y la tertulia.
Sin embargo, ese refugio frágil como las pompas de jabón, al menor soplo de los cuatro
vientos se desvaneció como espejismo.

Fue imposible permanecer incólume en una huida de esa naturaleza, frente a un llamado
tan sutil pero indudable como aquel ejercido por el paladar, que como el Dragón de la
Cólquida nunca pegaba un ojo.

Así pues, ya tenía una semana disponiendo del tiempo sin ocupaciones, para sentarme
utilizando como apoyo tan solo la pared sur de mi habitación y poder rumiar una y otra
vez acerca de aquel encuentro inolvidable con el dolor a través del más denso de mis
cinco sentidos.

He aquí el producto de mis atenciones: es asombroso como la primera noción del


<<dolor>> que adquirimos está en conexión directa con los sentidos más densos que
poseemos, es a través del tacto agresivo o mediante una agresión al tacto, como
sentimos por primera vez aquel efecto inmediato sobre nuestro sistema nervioso, que
nos hace sentir algo difícil de describir pero que de inmediato nos precipita en retroceso
en dirección opuesta.

Eso es en pocas palabras lo que el dolor, primeramente físico, nos produce: “una
precipitación en retroceso en dirección opuesta”.

¿Será quizás una manera de retrogradar voluntariamente el hecho de procurarlo


consciente e intencionalmente con fines gnoseológicos dirigidos a la interioridad?.

Además, el ejercicio anterior: ¿resultaría en un mecanismo de ejercitación olímpica de


facultades y fortalezas posibles, latentes en alguna dimensión no precisamente
muscular?.

Las preguntas anteriores están referidas a la segunda y tercera noción de dolor que
adquirimos cuando nos vamos formando como personas integrantes de la colectividad.
Las referidas interrogantes no podrían estar dirigidas a la primera noción, pues
resultaríamos entonces especies de masoquistas o alienados.

La segunda noción de dolor se presenta por vez primera cercano a la época de la


pubertad, cuando escuchamos que alguien haciendo alusión a una desavenencia
personal en su entorno emocional, que le ha resultado en una fugaz contradicción o
tragedia, dice o menciona que tiene un gran dolor para hacer referencia a un flagelo
intangible que algunas veces resulta visible y reflejado en las expresiones de llanto, que
en la mayoría de los casos se manifiesta incontenible en el rostro del adolorido.

Es así como esta segunda noción, pasa de ser una sensación corporal molesta para
convertirse en una emoción perturbadora de la aparente estabilidad, tan protegida por
parte de quienes compartimos la condición de integrantes del mundo moderno.

De la primera noción el médico y el anatomista pueden darnos testimonio de su


existencia, también de su origen y en muchos casos de su solución o remedio. De la
segunda, la “com-pasión” es el medio a través del cual se sabe de ella y en algunos
casos hasta posibilita la amortización de sus efectos, sin resultar en garantía de
obtención o precisión de sus huidizos orígenes.
La tercera noción es la matrona de las dos primeras, pues resulta que se encuentra en un
nivel “presente” con todo lo que ésta dimensión temporal implica. Ese “dolor presente”
se enraíza, sustenta y es el núcleo del justo medio intemporal donde el pasado anhela
llegar como meta, pero cuando se ha dado cuenta es futuro. Su trayecto fue tan rápido
que no pudo ni fue capaz de precisar el justo medio.

En el mismo tenor, aquella matrona es como un foco irradiante de luz que al reflejarse
en los vitrales del espacio-tiempo evoca las miríadas de formas a través de las cuales el
dolor puede ser concebido como posible, en las dimensiones a las que pertenecen la 1ra
y 2da noción.

Esa 3ra noción se constituye en el más terrible pero a su vez el más liberador de los que
han sido precisados. ¿Es ese el que nos permite vernos? O por el contrario, ¿el mismo
surge por el hecho de habernos visto?; sobre todo por el hecho de haber mirado nuestra
minusvalía más adorada, alimentada, protegida y cultivada como parte esencial de
nuestra personalidad. ¿Será esa la que está llamada a morir?.

DE LO QUE UN ARBOL SIN HOJAS HA RECORDADO

Este año la cosecha de mangos no fue tan abundante como la del anterior. Pareciera que
el esfuerzo y la abundancia de frutos suministrados el año pasado por el árbol se tradujo
en la carencia presente en esta temporada. Se suele justificar este hecho en el
envejecimiento del árbol, sin embargo, es difícil concluir eso sin más, considerando que
realmente pude sentir un poderoso sabor herrumbroso hace un par de tardes, mientras
mordía uno de los frutos cuyo color rojo llamó mi atención durante el breve paseo que
realicé ese día.

Cuando comenzó la carga de frutos en las enramadas del árbol tuve la oportunidad de
contemplarle de lejos, pues me tocó subir a la terraza de mi casa para sujetar el cable
telefónico que se había desprendido de su soporte durante una fuerte lluvia a primeras
horas de la madrugada.

Esa mañana dispuse la escalera y comencé mi ascenso haciendo un esfuerzo


sobrehumano para no gritar de dolor por la lesión de mi rodilla derecha; aun así logré
llegar a la cúspide y terminando de solucionar la avería doméstica divisé a lo lejos un
breve grupo de frutos cuyas formas eran similares al resto de mangos que en ese
momento no eran visibles para mí, pero que eran incluso accesibles al tacto desde la
parte de abajo, caminando en torno al tronco y a la sombra del gran ejemplar.

A pesar que esos grupos de “mangos” tenían la misma forma del resto, no compartían
con los de su especie el color. Poseían un evidente color carmesí que era bello a la vista
como cuando se contempla un monumento tallado en jaspe rojo, con la gran diferencia
de que el artesano en este caso era la propia planta y su materia prima fluía incesante en
los ductos, venas y recorridos vegetales que se abrían paso en el interior, penetrando las
raíces en dirección a las obscuridades de la tierra y también ascendiendo en cada hoja,
rama y fruto en dirección al éter celeste circundante e invisible.

Esa diferencia visual entre el rojo sangre y el amarillo áureo, el primero perteneciente al
pequeño grupo antes descrito y el segundo matizando el resto de frutos colgantes, me
impactó intempestivamente llegando a mis niveles nerviosos, emocionales y mentales
más profundos e incluso desconocidos para mí; así como aquella savia penetraba al gran
ejemplar, que de allí en adelante se convirtió en objeto de todas mis cavilaciones.

No podría llegar a imaginar, que aquel asombro inesperado se desvanecería de repente


para transformarse en algo mucho más terrible y espeluznante, a partir del segundo en
que sentí como un relámpago -emanado de la memoria gustativa de remota e
imprecisable ocasión- el leve pero firme sabor a sangre impregnado en el paladar luego
de haber degustado aquel pequeño mango durante el paseo de la tarde.

A pesar de lo que pudiera pensarse, contrario al hecho de que cualquier persona en mi


lugar habría acudido de inmediato en busca de una escalera para acceder a los frutos
objetos de tantas reflexiones posteriores, por mi parte me limité a tratar de ignorar ese
evento, hundiendo mi atención de manera voluntaria en los quehaceres cotidianos
conformados por el vaivén doméstico entre el trabajo y la tertulia.

Sin embargo, ese refugio frágil como las pompas de jabón, al menor soplo de los cuatro
vientos se desvaneció como espejismo.

Fue imposible permanecer incólume en una huida de esa naturaleza, frente a un llamado
tan sutil pero indudable como aquel ejercido por el paladar, que como el Dragón de la
Cólquida nunca pegaba un ojo.

Así pues, ya tenía una semana disponiendo del tiempo sin ocupaciones, para sentarme
utilizando como apoyo tan solo la pared sur de mi habitación y poder rumiar una y otra
vez acerca de aquel encuentro inolvidable con el dolor a través del más denso de mis
cinco sentidos.

He aquí el producto de mis atenciones: es asombroso como la primera noción del


<<dolor>> que adquirimos está en conexión directa con los sentidos más densos que
poseemos, es a través del tacto agresivo o mediante una agresión al tacto, como
sentimos por primera vez aquel efecto inmediato sobre nuestro sistema nervioso, que
nos hace sentir algo difícil de describir pero que de inmediato nos precipita en retroceso
en dirección opuesta.

Eso es en pocas palabras lo que el dolor, primeramente físico, nos produce: “una
precipitación en retroceso en dirección opuesta”.

¿Será quizás una manera de retrogradar voluntariamente el hecho de procurarlo


consciente e intencionalmente con fines gnoseológicos dirigidos a la interioridad?.

Además, el ejercicio anterior: ¿resultaría en un mecanismo de ejercitación olímpica de


facultades y fortalezas posibles, latentes en alguna dimensión no precisamente
muscular?.

Las preguntas anteriores están referidas a la segunda y tercera noción de dolor que
adquirimos cuando nos vamos formando como personas integrantes de la colectividad.
Las referidas interrogantes no podrían estar dirigidas a la primera noción, pues
resultaríamos entonces especies de masoquistas o alienados.
La segunda noción de dolor se presenta por vez primera cercano a la época de la
pubertad, cuando escuchamos que alguien haciendo alusión a una desavenencia
personal en su entorno emocional, que le ha resultado en una fugaz contradicción o
tragedia, dice o menciona que tiene un gran dolor para hacer referencia a un flagelo
intangible que algunas veces resulta visible y reflejado en las expresiones de llanto, que
en la mayoría de los casos se manifiesta incontenible en el rostro del adolorido.

Es así como esta segunda noción, pasa de ser una sensación corporal molesta para
convertirse en una emoción perturbadora de la aparente estabilidad, tan protegida por
parte de quienes compartimos la condición de integrantes del mundo moderno.

De la primera noción el médico y el anatomista pueden darnos testimonio de su


existencia, también de su origen y en muchos casos de su solución o remedio. De la
segunda, la “com-pasión” es el medio a través del cual se sabe de ella y en algunos
casos hasta posibilita la amortización de sus efectos, sin resultar en garantía de
obtención o precisión de sus huidizos orígenes.

La tercera noción es la matrona de las dos primeras, pues resulta que se encuentra en un
nivel “presente” con todo lo que ésta dimensión temporal implica. Ese “dolor presente”
se enraíza, sustenta y es el núcleo del justo medio intemporal donde el pasado anhela
llegar como meta, pero cuando se ha dado cuenta es futuro. Su trayecto fue tan rápido
que no pudo ni fue capaz de precisar el justo medio.

En el mismo tenor, aquella matrona es como un foco irradiante de luz que al reflejarse
en los vitrales del espacio-tiempo evoca las miríadas de formas a través de las cuales el
dolor puede ser concebido como posible, en las dimensiones a las que pertenecen la 1ra
y 2da noción.

Esa 3ra noción se constituye en el más terrible pero a su vez el más liberador de los que
han sido precisados. ¿Es ese el que nos permite vernos? O por el contrario, ¿el mismo
surge por el hecho de habernos visto?; sobre todo por el hecho de haber mirado nuestra
minusvalía más adorada, alimentada, protegida y cultivada como parte esencial de
nuestra personalidad. ¿Será esa la que está llamada a morir?.

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