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“El maestro ‘verdugo’”( apartado 3, capítulo III; tomado de BARRÁN, J, Historia de

la sensibilidad en el Uruguay, Tomo I, EBO, Mdeo, 1990)

José Pedro Varela, el reformador de nuestra enseñanza primaria entre 1876 y


1879,sostenía que el niño era bueno por naturaleza, lo que no le impedirá procurar que
se sienta culpable por sus instintos, por cierto, como observaremos en el tomo II:
Los maestros ,curas y padres de la primera mitad del siglo XIX, pensaban de muy otro
modo. Emma Catalá de Princivalle, una maestra vareliana con fundamentos filosóficos
“bárbaros”, los representó en 1906 al escribir: “El niño no es bueno por naturaleza,
como piensan algunos; por el contrario, predominan en él los instintos del salvaje. El
hombre(…) cuando es chico, se parece al salvaje, tiene el instinto de la imitación muy
desarrollado, y le gusta más imitar lo malo que lo bueno, más a los niños que a las
personas mayores, a la gente soez que a la gente culta”.*
Esta concepción del niño, influida por la doctrina católica del “pecado original”*, sirvió
de ideología a la sensibilidad “bárbara” para justificar sus métodos de enseñanza
infinitamente castigadores del cuerpo que represores del alma. Y esto en una institución
como la escuela, la que en casi todas las culturas representa, junto a las iglesias,
precisamente el camino opuesto: el de la persuasión del alma para lograr el control del
cuerpo.
Por eso, la escuela “bárbara” es el mejor ejemplo de lo que habíamos ya dicho al
comienzo del capítulo II, que la elección del castigo del cuerpo como método
fundamental para ejercer poder en la época “bárbara”, impregnó incluso el otro camino
que también se transitó , el de la represión del alma.
La violencia física del maestro, clave del sistema pedagógico “bárbaro”, no se agotaba
en el castigo del cuerpo del niño, se ejercía también sobre el alma. Por eso era que el
método elegido para dominar la inteligencia del educando era apresarla: el estudio se
hacía en base a ejercicios memorísticos, al aprendizaje de respuestas que debían decirse
exactamente como estaban escritas en libros llamados, sugestivamente “catecismos”,
incluso con las inflexiones en el tono de voz que los signos de puntuación indicaban.(*)
“La letra con sangre entra”, decía el adagio popular. Y los maestros castigaban el cuerpo
de los niños de diversas formas y con variado instrumental. La “disciplina” o tiras de
cuero en forma de manojo o sujetas a pedazos de madera, permitía azotar las piernas y
las nalgas; la “ palmeta”, de “ madera dura y muy pesada o de cuero doble de vaca
perfectamente cosido”, flexible, variaba de 20 a 50 centímetros y tenía la pala o parte
más ancha, llena de agujeritos que levantaban ampollas en la carne, a menudo era
sustituida por instrumentos más fáciles de obtener, el rebenque o una vara de membrillo;
la regla, de instrumento de medición se transformaba a la menor indisciplina en
instrumento de corrección castigando la yema de los dedos; el maíz, usado como piso de
las rodillas del niño hincado; el gran buche de agua con prohibición de expelerlo o
tragarlo y teniendo que respirar solo por la nariz durante mucho tiempo….(*), y otras
mil formas de provocar dolor físico, que el sadismo de seguro sugirió, como los
sencillos golpes en la cabeza con la mano y las “patadas” en el pecho que todavía
practicaba un maestro de Maldonado en mayo de 1877(*). Los “castigos afrentosos”,
por ejemplo, el ni-o colocado en un rincón del salón de clase con orejas de burro,
denotaban otra vez lo que ya vimos en el derecho penal “bárbaro”, la conversión en
espectáculo público de la humillación y el dolor individual.
A veces el refinamiento era mayor y se procuraba aterrorizar el alma con la prisión del
cuerpo o las amenazas. El encierro de los niños “desobedientes” era frecuente; en 1868,
los vecinos de Fray Bentos denunciaron que el maestro de la escuela pública tenía “
junto a su pupitre, un gran cajón de madera, donde encerraba durante horas enteras a los
niños inquietos, barullentos o haraganes” (*). Las abstinencias y la reducción a pan y
agua de la dieta infantil era, en realidad, tanto un castigo físico como la imitación de la
penitencia más habitual que los padres imponían a sus hijos “inquietos, barullentos o
haraganes”(*), como recordó en 1898 el memorialista Antonio N. Pereira refiriéndose a
su infancia en 1840-50(*). Frecuentemente también se prohibía salir de clase “ para
hacer aguas mayores”; en la escuela del Asilo de Expósitos fundado en 1818, mientras
otro niño estuviera afuera(*); en otras escuelas la prohibición de salir del salón era
absoluta….
Esta escuela era vivida por los niños como una “prisión” y el maestro considerado un
“verdugo”: Los niños a veces se “evadían” y respondían agresivamente, como lo hizo a
principios del ochocientos , el joven Manuel Oribe. Cuando su maestro le impuso un
fuerte castigo, Manuel le arrojó un tintero, ganó la puerta de calle, se fue a su casa
corriendo y “ hallando un caballo ensillado de uno de los peones de las estancias de sus
padres, montó en él y se escondió por los alrededores de Montevideo”. Lo hallaron tres
o cuatro días después. (*)

(*) Por eso un maestro bondadoso como Juan Manuel Bonifaz, en los años 1840-60, inventó definiciones
gramaticales en forma de verso que enseñaba sentado sobre su tarima y pulsando una guitarra para dar el tono y
compás de lo que se había convertido en canción cantada a coro por los niños.

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