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La catequesis de los principiantes

Alrededor del año 400, un diácono cartaginés llamado Deogracias le escribe


una carta al obispo de Hipona abriéndole el corazón y pidiéndole consejo. El
tema reviste tanta importancia para Agustín, que en lugar de contestar con
una simple carta, le responde con un verdadero tratado, que podemos
considerar el primer libro de metodología catequística. Se lo conoce como el
De catechizandis rudibus o La catequesis de los principiantes y por él,
Agustín ha sumado a su fama de genial catequista, la gloria de ser un
magnífico catequeta y el primer teorizador de la catequesis del que
tengamos constancia.

El destinatario original de esta carta-tratado es Deogracias, que andando el


tiempo llegará a ser elegido por el pueblo de Cartago obispo de esa
prestigiosa sede y al que el martirologio romano conmemora el 22 de
marzo; pero también nosotros y todos los que en la Iglesia tienen algo que
ver con la labor catequística podemos sentirnos destinatarios de este
mensaje por el que Agustín nos consuela y estimula a realizar con alegría
una labor que hoy nos provoca una angustia particular.

El pobre diácono se encuentra en un dilema: los demás piensan que él tiene


dotes para catequista, por sus conocimientos sobre los contenidos de la fe y
por la persuasión de sus palabras; pero él se siente insatisfecho y aburrido y
no sabe bien cómo comenzar y como finalizar sus exposiciones,
manteniendo a su auditorio despierto y entretenido… Nihil novum sub sole,
¿verdad?

Agustín lo reconforta, tampoco a él le agradan casi nunca sus discursos; es


que las palabras no llegan jamás a reflejar fielmente nuestras intuiciones y
pensamientos; porque “las palabras no hacen otra cosa que estimular al
hombre a que aprenda” (El Maestro, 46). Todo lo que se comprende deja huellas
en la memoria, y de estas huellas dan cuenta, aunque pobremente, las
palabras. Pero es la reacción positiva del auditorio y la atención que los
demás le prestan, lo que le hace suponer a Agustín que sus palabras no son
tan vacías ni frías como él piensa y “así –le dice- pongo gran interés en
desempeñar con atención este servicio en el que veo que mis oyentes
reciben con agrado lo que yo les expongo” (4).

“La razón principal por la que nosotros despreciamos nuestro discurso a los
que instruimos es ésta: que nos agrada la originalidad de nuestra exposición
y nos disgusta hablar de cosas ya conocidas”; pero debemos ser humildes y
animarnos en el ministerio de la transmisión de las verdades de fe, ya que
“se nos escucha con mayor agrado cuando también nosotros nos recreamos
en nuestro propio trabajo, porque el hilo de nuestro discurso vibra con
nuestra propia alegría y fluye con más facilidad y persuasión” (4). Repetir
frases hechas no sólo nos aburre a nosotros mismos, también hastía a los
que nos escuchan... Y ésta es una realidad de todos los tiempos, y como

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constató Pablo VI, también “el hombre contemporáneo escucha más a gusto
a los testigos que a los maestros o si escucha a los maestros es porque son
testigos” (Evangelii nuntiandi, 41).

Santo Tomás de Aquino afirma que: “El acto de fe del creyente no termina
en el enunciado, sino en la realidad” a la que las palabras del enunciado se
refieren (Suma Teológica 2-2 q.1 a2, ad2); pero esto ya lo sabía bien Agustín, para
quien las palabras son simples vehículos o signos estimulantes que
conducen al oyente al encuentro personal e indelegable con el Maestro
interior, son frágiles vestigios de la Verdad intuida que mora en lo íntimo
más íntimo de cada uno. Para nuestro santo “los conceptos deben ser
preferidos a las palabras, como el alma al cuerpo” (13). Y los que enseñamos
con palabras debemos hacerlo en vista de que el aprendiz experimente la
verdad misma, o “¿acaso los maestros proponen que se conozcan y
retengan sus pensamientos en vez de las materias que piensan transmitir
cuando hablan?” (El Maestro, 45).

De todas formas, “Dios es inefable y más fácilmente decimos lo que él no es


que lo que es” (Com. Salmo 85, 12).

La finalidad del discurso catequístico no es la transmisión memorística de


conceptos abstractos acerca de Dios, sino una estimulación de persona a
persona que ayude a corresponder al amor de Dios [“nunc redamare non
pigeat”] (7), a amar a ese Dios que –como el catequista lo recordará
elencando los momentos más sobresalientes de la historia- nos amó
primero. Por eso Agustín dice al catequista: “teniendo presente que la
caridad debe ser el fin de todo cuanto digas, explica cuanto expliques de
modo que la persona a la que te diriges, al escucharte crea, creyendo
espere y esperando ame” (8). Y así como Agustín afirma que el “negocio [de
la oración] se trata más con gemidos que con discursos, más con llanto que
con palabras” (Carta a Proba, 20); dirá que “creer en Cristo es amar a Cristo;
pero no como los demonios que creían pero no amaban y por eso, aunque
creían, decían: No te metas con nosotros, Hijo de Dios. Nosotros, en cambio,
creamos de modo que creyendo en él, lo amemos a él y no digamos: No te
metas con nosotros, sino: Somos tuyos, porque tú nos salvaste. Todos los
que creen de este modo son como las piedras vivas con las que se edifica el
templo de Dios, y como las maderas impermeables con las que se construyó
aquella arca que no se hundió en el diluvio” (Com. Salmo 130, 1).

Tradicionalmente llamamos catequesis “al conjunto de esfuerzos realizados


por la Iglesia para hacer discípulos, para ayudar a los hombres a creer que
Jesús es el Hijo de Dios, a fin de que, mediante la fe, ellos tengan la vida en
su nombre, para educarlos e instruirlos en esta vida y construir así el
Cuerpo de Cristo” (Catechesi Tradendae, 1). Han llegado a nosotros varios textos
de catequesis de los Padres, tanto de Oriente como de Occidente, que
pueden parangonarse a las dos (una extensa y una breve) que el mismo
Agustín ofrece al final de este escrito; pero la originalidad de esta obrita

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está en las indicaciones metodológicas que brinda ampliamente en la
primera parte.

Allí se dice que la exposición deberá ser siempre completa, lo que no


significa extensa. Lo que propone Agustín es presentar, comenzando por el
relato de la creación, los momentos cumbre de la historia bíblica y eclesial
hasta la actualidad, que el Pueblo de Dios ha experimentado como historia
particular de salvación, como una manifestación “in crescendo” del amor de
Dios que lleva a los hombres del temor al castigo a la libertad de los que
experimentan la gratuidad del amor divino. “Debe iniciarse la explicación
del hecho que Dios creó todas las cosas muy buenas, y se debe continuar…
hasta los tiempos actuales de la Iglesia… y referir todo a aquel fin del amor,
del que no debe apartarse un momento la intención del que habla ni del que
escucha” (10). El discurso podrá durar más o menos tiempo, pero “lo que
siempre hemos de cuidar sobre todo es ver qué medios se han de emplear
para que el catequista lo haga siempre con alegría, pues cuanto más alegre
esté más agradable resultará” (4).

Hay que ser ágil, eso sí, y sólo hay que detenerse en los pasajes más
significativos de la historia, pero procurando que “los oyentes los examinen
y contemplen con atención” (5), demostrando cómo “en el Antiguo
Testamento está velado el Nuevo y en el Nuevo está la revelación del
Antiguo” (8) y resaltando que “Cristo vino a este mundo para que el hombre
supiera cuánto le ama Dios y aprendiera a encenderse inflamado en el amor
del que lo amó primero, y en el amor del prójimo, de acuerdo con la
voluntad y el ejemplo de quien se hizo prójimo al amar previamente no al
que estaba cerca, sino al que estaba muy lejos de él” (8).

Para Agustín “todo lo que leemos en las Sagradas Escrituras fue escrito
exclusivamente para poner de relieve, antes de su llegada, la venida del
Señor y prefigurar la Iglesia futura, es decir, el pueblo de Dios, formado de
entre todas las razas, que es su cuerpo” (6). “¿Cuál ha sido en realidad la
razón más grande para la venida del Señor si no es el deseo de Dios de
mostrarnos su amor, recomendándolo tan vivamente?” (7). Y luego de hablar
de lo acontecido, se debe hacer referencia a lo que vendrá, a la esperanza
de la resurrección e “instruir y estimular la debilidad de los hombres frente
a las tentaciones y los escándalos, de fuera o de dentro de la Iglesia…,
contra la paja de la era del Señor” (11).

Cuando se escribe este tratado han pasado unos 70 años desde la


promulgación constantiniana del Edicto de Milán (313) y “hay quienes
desean hacerse cristianos para ganar la confianza de hombres de los que
esperan ventajas temporales o porque no quieren ofender a personas que
temen” (26). No todos los que piden ser incorporados a la Iglesia lo hacen
con la recta intención de otros tiempos: “muy raras veces, por no decir
nunca, sucede que el que se presenta para hacerse cristiano no esté movido
por un cierto temor de Dios…, o quiere hacerse cristiano porque espera
lograr algún beneficio humano…, ese tal no quiere serlo realmente, sino

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simularlo. Sabemos que la fe no es objeto del cuerpo reverente, sino del
alma creyente. Con todo, casi siempre interviene la misericordia de Dios,
por medio del ministerio del catequista, de modo que aquel hombre,
conmovido por el discurso, desee de verdad llegar a ser lo que antes
pensaba simular: cuando comience a desear esto, pensemos que ya ha
venido hasta nosotros” (9). Como nunca sabemos cuándo realmente llega a
nosotros el que está al menos físicamente ante nosotros, es prudente
preguntar sobre su estado de ánimo y su motivación a quienes lo
acompañan y apadrinan o a él mismo, y comenzar desde allí el discurso.
Agustín no es tonto y está seguro que “si con fingidas intenciones se acercó,
buscando ventajas o evitando incomodidades, seguirá mintiendo con
seguridad” (9); no obstante no indica que deba ser refutado, sino más bien
estimulado para que llegue a ser o a desear lo que finge ser o desear. Pero
si arguye motivos que nada tienen que ver con los sentimientos de quien va
a ser educado en la religión cristiana, pide al catequista que lo corrija “con
mucha dulzura y suavidad” actuando de este modo como un sacramento –
signo sensible y eficaz- del amor de Dios.

Al obispo de Hipona le interesa sobremanera que “el que nos escucha, o


mejor dicho el que escucha a Dios por medio de nosotros, comience a
progresar en su modo de vida y en su doctrina, y avance con brío por el
camino de Cristo, y no se atreva a atribuirnos ni a nosotros ni a sí mismo
esta realidad [de la justificación], sino que se ame a sí mismo y a nosotros y
a todos sus amigos en aquel que le amó cuando era enemigo y,
justificándolo, quiso hacerlo amigo suyo” (10).

En la Iglesia occidental del s IV, todos los que se preparaban a recibir el


Bautismo (o mejor dicho los sacramentos de la iniciación cristiana) eran
llamados catecúmenos y tenían el derecho y el deber de instruirse en las
verdades de la fe. Según su progreso los catecúmenos eran catalogados
como:

-accedentes (a los que Agustín llama venientes), los que pedían la admisión
al catecumenado;

-audientes, los que habían sido aceptados y recibían una preparación


remota;

-competentes, electi o illuminati cuyo Bautismo era algo inminente;

-neophyti o infantes, los que ya habían recibido el Bautismo pero no estaban


incorporados aun a la vida cristiana común.

Las catequesis de los demás Padres y muchos de los Sermones de Agustín


tienen como destinatarios principales a los competentes que las escuchaban
durante la cuaresma previa a su Bautismo o a los neófitos que las recibían
en la primer semana posterior al mismo. El De catechizandis rudibus es el
único tratado de la antigüedad que se ha conservado pensado para la breve
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catequesis de los accedentes o venientes, y en este sentido principiantes,
rudes (el que no ha sido aún cultivado) o pre-catecúmenos.

El catequista debe comenzar dialogando con el que pide la admisión,


escuchando sus motivos e interrogándolo para cerciorarse de su verdadera
intención. Si el aspirante dice que viene por “una inspiración divina…
[Agustín recomienda llevarlo] del mundo de los milagros y de las fantasías a
ese otro más sólido de las Escrituras… que le comunicarán sus avisos no
mientras duerme, sino cuando está despierto” (10) y el catequista debe
mostrarle cómo en definitiva es siempre la misericordia de Dios la que lo
trae y atrae. Si el catequista vislumbra cierto grado de fe, aunque fuera
rudimentaria y no cultivada, debe darle allí mismo una primera catequesis,
felicitándolo por su opción correcta ya que “en este mundo los hombres con
grandes esfuerzos buscan el descanso y la seguridad, pero no los
encuentran a causa de sus perversos deseos. Quieren descansar entre
cosas inquietas y efímeras, y como quiera que éstas desaparecen y pasan
con el tiempo, se ven agitados por el temor y el sufrimiento, que no les deja
estar tranquilos…; [en cambio, el cristiano] asiéndose a lo que permanece
para siempre, también él permanece para siempre” (24). Si, luego de
escuchar esto, el aspirante asentía, entraba formalmente a formar parte del
catecumenado mediante el sacramento de la signación.

A Agustín le interesa el catequizando concreto, no es la misma metodología


la recomendada en todos los casos, porque quienes se acercaban
pertenecían a diversas categorías socio-culturales. Estaban los cultos, los
instruidos en las artes liberales que también tenían un cierto conocimiento
de las Escrituras y que sólo pretendían ser admitidos a la práctica
sacramental; en el número 12 Agustín indica cómo tratarlos, ellos no
necesitan grandes discursos sino que se los oriente en el camino de la
humildad. En el número 13 hace referencia a los que habían seguido
estudios medios en las escuelas de gramática y oratoria, a estos el antiguo
maestro de retórica los conoce muy bien por haberlos padecido, y él sabía
que eran más bien hablados y correctos que virtuosos; estos necesitan más
dedicación que los iletrados que “evitan con más diligencia los defectos de
las costumbres que los del lenguaje” y se les debe mostrar que “no hay otra
voz para los oídos de Dios que el afecto del corazón… y que en la Iglesia lo
que cuenta es la plegaria del corazón, como en el foro cuenta el sonido de
las palabras”. Por fin están los más torpes que necesitan “de una
explicación más detallada y con más ejemplos, para que no desprecien lo
que están viendo” (13).

Para Agustín, el verdadero problema que aqueja a Deogracias es el “hastío


interior”, causado por el deseo que el diácono tiene de no abandonar la
silenciosa contemplación o porque prefiere la provechosa lectura y el recibir
instrucción al ingrato trabajo de enseñar con “palabras adaptables a la
comprensión de los demás, con la duda de si son necesarias para la
comprensión o si serán entendidas provechosamente” (14). Otros motivos
pueden ser la monotonía de la repetición o un auditorio al que parece darle
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todo igual, “un oyente impasible produce hastío al que habla [o porque su
sensibilidad no se inmuta, o porque no indica con ningún gesto exterior que
ha comprendido o que le agrada lo que se le dice], y esto no porque
debamos ser ávidos de la gloria humana, sino porque lo que estamos
exponiendo son asuntos que se refieren a Dios. Y cuanto más amamos a las
personas a las que hablamos, tanto más deseamos que a ellas agrade lo
que les exponemos para su salvación; y si esto no sucede así, nos
disgustamos y durante nuestra exposición perdemos el gusto y nos
desanimamos, como si nuestro trabajo resultara inútil” (14).

También puede causarnos tristeza o molestia el tener que dejar otras tareas
que se nos antojan más urgentes o necesarias para ocuparnos de la
catequesis; al no poder con todo nos llenamos de inquietud y éste es un
“trabajo para el que hace falta una gran tranquilidad” (14). La catequesis “es
una obra verdaderamente buena cuando la intención del que la realiza se ve
movida y estimulada por la caridad, y de nuevo se refugia en la caridad,
como volviendo a su puesto” (16); es una auténtica obra de misericordia.

“Algunas veces el dolor por algún escándalo nos oprime el alma…, y nuestro
discurso, filtrado a través de la vena ardiente y humeante de nuestro
corazón, ha de resultar lánguido y poco agradable” (14). En tales
circunstancias conviene que “aconsejemos al que estamos adoctrinando a
que se cuide de imitar a los que son cristianos no en la realidad, sino sólo de
nombre, no sea que, convencido por el gran número de éstos, pretenda
alistarse entre ellos o rechazar a Cristo por su causa, y no quiera estar en la
Iglesia de Dios donde están aquéllos o intente portarse en ella como se
portan aquéllos” (21).

Si la simplicidad o rudeza del oyente nos obliga a descender del limbo de


nuestras lucubraciones, debe alentarnos el ejemplo de aquél que por amor a
nosotros se hizo hombre y puso su morada entre nosotros. También el
catequista debe anonadarse y tomar la forma de siervo (cfr. Filp 2, 6) para
realizar su ministerio, y debe hacerse débil con los débiles para ganar a los
débiles. Agustín pone el ejemplo de los padres que desean tener hijos y
hablan con ellos balbuceando, de las madres que preparan papillas a sus
niños y de la gallina que cobija bajo sus cálidas plumas a los pollitos.

“Si nos aburre repetir muchas veces las mismas cosas, sabidas e infantiles,
unámonos a nuestros oyentes con amor fraterno, paterno o materno
[“fraternum, paternum, maternumque amorem”], y fundidos a sus
corazones, esas cosas nos parecerán nuevas también a nosotros. En efecto,
tanto puede el sentimiento de un espíritu solidario, que cuando aquéllos se
dejan impresionar por nosotros que hablamos, y nosotros por los que están
aprendiendo, habitamos los unos con los otros: es como si los que nos
escuchan hablaran por nosotros, y nosotros, en cierto modo, aprendiéramos
en ellos lo que les estamos enseñando. ¿Pues, no suele ocurrir que, cuando
mostramos a los que nunca los habían visto lugares hermosos y amenos, de
ciudades o de paisajes, que nosotros, por haberlos ya visto, atravesamos sin

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ningún interés, se renueva nuestro placer ante su placer por la novedad? Y
esto tanto más, cuanto más amigos son, porque a través de los lazos del
amor, cuanto más vivimos en ellos tanto más nuevas resultan para nosotros
las cosas viejas” (17). El catequista viene a ser como un cicerone que pasea
a sus oyentes por el plan de salvación.

Agustín no concibe al catequizando como una tabula rasa, el otro no es un


sujeto pasivo, y si vemos que no se expresa por temor, vergüenza o apatía
“debemos intentar con las palabras todo cuanto pueda servir para
despertarlo y, como si dijéramos, para sacarlos de sus escondrijos. Incluso
el excesivo temor que le impide expresar su propia opinión debe ser
suprimido por una cariñosa exhortación, e insinuándole la participación
fraterna debemos desterrar su vergüenza preguntándole si comprende, y se
le debe inspirar plena confianza, a fin de que exprese libremente lo que
tenga que exponer” (18).

La catequesis es concebida como una interacción flexible y creativa, y el


catequista debe actuar de acuerdo con las respuestas de sus interlocutores.
“Importa mucho, cuando hablamos, (tener en cuenta) si son muchos o
pocos los que escuchan, si doctos o ignorantes, o entremezclados; si son
habitantes de la ciudad o campesinos, o si ambos están mezclados; o si se
trata de una asamblea formada por todo tipo de hombres. Es inevitable, en
verdad, que unos de una manera y otros de otra influyan en el que va a
hablar y enseñar, y que el discurso proferido lleve como la expresión del
sentimiento interior del que lo pronuncia, y que por la misma diversidad
impresione de una manera u otra a los oyentes, ya que éstos se ven
influidos, cada uno a su modo, por su presencia” (23). Dice Agustín: “yo
mismo te puedo asegurar, por lo que a mí respecta, que me siento
condicionado, ya de una manera, ya de otra, cuando ante mí veo a un
catequizando erudito o ignorante, a un ciudadano o a un peregrino, a un
rico o a un pobre, a un particular o a otro digno de respeto por el cargo que
ocupa, o a uno de esta o de aquella familia, de esta o aquella edad, sexo o
condición, de esta o aquella escuela, formado en una u otra creencia
popular; y así, según la diversidad de mis sentimientos, el discurso
comienza, avanza y llega a su fin, de una manera o de otra” (23).

A todos se ofrece por medio de la catequesis la misma caridad, pero ésta


toma distintas facetas; como los signos sacramentales que comunican la
misma y única gracia de Dios, pero resaltando uno u otro aspecto de la
misma. Si es verdad que “quidquid recipitur ad modum recipientis
recipitur”, el catequista debe adaptar el alimento al que es alimentado, no
sea que lo empache y le provoque arcadas. “Aunque débiles, somos sus
vasos. Recibimos en la medida de nuestra capacidad, comunicamos sin
envidia lo que recibimos, que él supla en los corazones de ustedes lo que
nosotros hagamos de menos, porque aun lo que comunicamos a los oídos
de ustedes, ¿qué es si él no lo realiza en sus corazones? ” (Sermón 48, 1).

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Si el catequizando se muestra muy cerrado, tampoco hay que desesperar:
hay que ir a lo esencial y procurar no aburrirlo ni atosigarlo y, en todo caso,
“deberemos decir muchas cosas, pero más a Dios sobre él que a él sobre
Dios” (18).

“Con frecuencia sucede también que el que al principio escuchaba con


agrado, luego, cansado de escuchar o de estar tanto tiempo de pie, abre los
labios no para alabar nuestras palabras, sino para bostezar, o incluso nos
dice que, aun muy a pesar suyo, debe marcharse” (19). Y Agustín sugiere
que seamos amenos, que busquemos diversos modos de captar su atención
y que procuremos que estén sentados cómodamente. También nos dice que
no debemos meter a todos en la misma bolsa, sino que tenemos que
indagar para ver cuáles son las causas de cada uno para distraerse o dejar
de prestar atención. Y habrá que procurarse recursos que lo mantengan en
tensión, “pero que todo esto sea breve, sobre todo porque viene fuera de
programa, para evitar que la medicina no acabe aumentando la causa del
fastidio que pretendemos curar” (19).

“Una vez disipada la tiniebla de nuestros tedios con pensamientos y


consideraciones de este tipo, es espíritu aparece preparado para [impartir]
la catequesis, a fin de que pueda sr inculcado con suavidad lo que brota
alegre y gozosamente de la fuente copiosa de la caridad” (22).

En la segunda parte del tratado, presenta Agustín dos modelos de


catequesis que tienen más que ver con el primer anuncio Kerygmático que
con la catequesis sacramental o la escolar que hoy por hoy son las más
comunes entre nosotros, sus destinatarios no son los neófitos o los fieles
comunes sino los aspirantes al catecumenado. El contenido de estas
narraciones es como una primera orientación en los rudimentos de la fe y su
objetivo es mostrarle desde el principio al aspirante qué significa entrar a
formar parte del Pueblo de Dios que es el Cuerpo de Cristo. Si alguien viene
a la Iglesia en busca de beneficios pasajeros, mejor es advertirle que “el
Padre que está en los cielos hace salir su sol sobre los malos y los buenos y
hace caer la lluvia sobre los justos y los injustos” (Mt 5, 45). Si busca quedar
bien con un poderoso, que lo piense dos veces, no sea que lo que espera
obtener del nieto de Constantino hoy por ser cristiano –bautizado o
catecúmeno- se lo arrebate mañana un bisnieto del Emperador por ese
mismo motivo. Ser cristiano no es ninguna garantía, no todos los que están
en la era del Señor entrarán en los graneros, la paja se quemará en el día
del juicio.

La catequesis sacramental o mistagógica vendrá después de la recepción de


los signos sacramentales y los aspectos dogmáticos y morales se recibirán
fundamentalmente mediante los sermones a lo largo del año; por eso estos
ejemplos no deben ser entendidos más que como modelos de esa primera
catequesis que estimula al que se acerca a tender a aquel único bien
necesario “que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios
mismo preparó para los que lo aman” (1 Cor 2, 9).

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Gerardo García Helder / amico@ciudad.com.ar

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