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“La razón principal por la que nosotros despreciamos nuestro discurso a los
que instruimos es ésta: que nos agrada la originalidad de nuestra exposición
y nos disgusta hablar de cosas ya conocidas”; pero debemos ser humildes y
animarnos en el ministerio de la transmisión de las verdades de fe, ya que
“se nos escucha con mayor agrado cuando también nosotros nos recreamos
en nuestro propio trabajo, porque el hilo de nuestro discurso vibra con
nuestra propia alegría y fluye con más facilidad y persuasión” (4). Repetir
frases hechas no sólo nos aburre a nosotros mismos, también hastía a los
que nos escuchan... Y ésta es una realidad de todos los tiempos, y como
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constató Pablo VI, también “el hombre contemporáneo escucha más a gusto
a los testigos que a los maestros o si escucha a los maestros es porque son
testigos” (Evangelii nuntiandi, 41).
Santo Tomás de Aquino afirma que: “El acto de fe del creyente no termina
en el enunciado, sino en la realidad” a la que las palabras del enunciado se
refieren (Suma Teológica 2-2 q.1 a2, ad2); pero esto ya lo sabía bien Agustín, para
quien las palabras son simples vehículos o signos estimulantes que
conducen al oyente al encuentro personal e indelegable con el Maestro
interior, son frágiles vestigios de la Verdad intuida que mora en lo íntimo
más íntimo de cada uno. Para nuestro santo “los conceptos deben ser
preferidos a las palabras, como el alma al cuerpo” (13). Y los que enseñamos
con palabras debemos hacerlo en vista de que el aprendiz experimente la
verdad misma, o “¿acaso los maestros proponen que se conozcan y
retengan sus pensamientos en vez de las materias que piensan transmitir
cuando hablan?” (El Maestro, 45).
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está en las indicaciones metodológicas que brinda ampliamente en la
primera parte.
Hay que ser ágil, eso sí, y sólo hay que detenerse en los pasajes más
significativos de la historia, pero procurando que “los oyentes los examinen
y contemplen con atención” (5), demostrando cómo “en el Antiguo
Testamento está velado el Nuevo y en el Nuevo está la revelación del
Antiguo” (8) y resaltando que “Cristo vino a este mundo para que el hombre
supiera cuánto le ama Dios y aprendiera a encenderse inflamado en el amor
del que lo amó primero, y en el amor del prójimo, de acuerdo con la
voluntad y el ejemplo de quien se hizo prójimo al amar previamente no al
que estaba cerca, sino al que estaba muy lejos de él” (8).
Para Agustín “todo lo que leemos en las Sagradas Escrituras fue escrito
exclusivamente para poner de relieve, antes de su llegada, la venida del
Señor y prefigurar la Iglesia futura, es decir, el pueblo de Dios, formado de
entre todas las razas, que es su cuerpo” (6). “¿Cuál ha sido en realidad la
razón más grande para la venida del Señor si no es el deseo de Dios de
mostrarnos su amor, recomendándolo tan vivamente?” (7). Y luego de hablar
de lo acontecido, se debe hacer referencia a lo que vendrá, a la esperanza
de la resurrección e “instruir y estimular la debilidad de los hombres frente
a las tentaciones y los escándalos, de fuera o de dentro de la Iglesia…,
contra la paja de la era del Señor” (11).
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simularlo. Sabemos que la fe no es objeto del cuerpo reverente, sino del
alma creyente. Con todo, casi siempre interviene la misericordia de Dios,
por medio del ministerio del catequista, de modo que aquel hombre,
conmovido por el discurso, desee de verdad llegar a ser lo que antes
pensaba simular: cuando comience a desear esto, pensemos que ya ha
venido hasta nosotros” (9). Como nunca sabemos cuándo realmente llega a
nosotros el que está al menos físicamente ante nosotros, es prudente
preguntar sobre su estado de ánimo y su motivación a quienes lo
acompañan y apadrinan o a él mismo, y comenzar desde allí el discurso.
Agustín no es tonto y está seguro que “si con fingidas intenciones se acercó,
buscando ventajas o evitando incomodidades, seguirá mintiendo con
seguridad” (9); no obstante no indica que deba ser refutado, sino más bien
estimulado para que llegue a ser o a desear lo que finge ser o desear. Pero
si arguye motivos que nada tienen que ver con los sentimientos de quien va
a ser educado en la religión cristiana, pide al catequista que lo corrija “con
mucha dulzura y suavidad” actuando de este modo como un sacramento –
signo sensible y eficaz- del amor de Dios.
-accedentes (a los que Agustín llama venientes), los que pedían la admisión
al catecumenado;
También puede causarnos tristeza o molestia el tener que dejar otras tareas
que se nos antojan más urgentes o necesarias para ocuparnos de la
catequesis; al no poder con todo nos llenamos de inquietud y éste es un
“trabajo para el que hace falta una gran tranquilidad” (14). La catequesis “es
una obra verdaderamente buena cuando la intención del que la realiza se ve
movida y estimulada por la caridad, y de nuevo se refugia en la caridad,
como volviendo a su puesto” (16); es una auténtica obra de misericordia.
“Algunas veces el dolor por algún escándalo nos oprime el alma…, y nuestro
discurso, filtrado a través de la vena ardiente y humeante de nuestro
corazón, ha de resultar lánguido y poco agradable” (14). En tales
circunstancias conviene que “aconsejemos al que estamos adoctrinando a
que se cuide de imitar a los que son cristianos no en la realidad, sino sólo de
nombre, no sea que, convencido por el gran número de éstos, pretenda
alistarse entre ellos o rechazar a Cristo por su causa, y no quiera estar en la
Iglesia de Dios donde están aquéllos o intente portarse en ella como se
portan aquéllos” (21).
“Si nos aburre repetir muchas veces las mismas cosas, sabidas e infantiles,
unámonos a nuestros oyentes con amor fraterno, paterno o materno
[“fraternum, paternum, maternumque amorem”], y fundidos a sus
corazones, esas cosas nos parecerán nuevas también a nosotros. En efecto,
tanto puede el sentimiento de un espíritu solidario, que cuando aquéllos se
dejan impresionar por nosotros que hablamos, y nosotros por los que están
aprendiendo, habitamos los unos con los otros: es como si los que nos
escuchan hablaran por nosotros, y nosotros, en cierto modo, aprendiéramos
en ellos lo que les estamos enseñando. ¿Pues, no suele ocurrir que, cuando
mostramos a los que nunca los habían visto lugares hermosos y amenos, de
ciudades o de paisajes, que nosotros, por haberlos ya visto, atravesamos sin
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ningún interés, se renueva nuestro placer ante su placer por la novedad? Y
esto tanto más, cuanto más amigos son, porque a través de los lazos del
amor, cuanto más vivimos en ellos tanto más nuevas resultan para nosotros
las cosas viejas” (17). El catequista viene a ser como un cicerone que pasea
a sus oyentes por el plan de salvación.
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Si el catequizando se muestra muy cerrado, tampoco hay que desesperar:
hay que ir a lo esencial y procurar no aburrirlo ni atosigarlo y, en todo caso,
“deberemos decir muchas cosas, pero más a Dios sobre él que a él sobre
Dios” (18).
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Gerardo García Helder / amico@ciudad.com.ar