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F. Bárcena, C. Chalier, E.

Lévinas,
J. Lois, J.M. Mardones, J. Mayorga

La autoridad
del sufrimiento
Silencio de Dios
y preguntas del hombre

AMIENTO CRÍTICO • PENSAMIENTO UTÓPICO

ANTHROPOJ
El punto de partida es un oratorio compuesto por el dramaturgo
Juan Mayorga con textos tomados del Libro de Job y de tres
supervivientes de los campos de exterminio en los que
el sufrimiento de los inocentes se hace preguntas tales como
¿dónde está Dios?, ¿dónde está el hombre?, ¿es posible hablar
de justicia de espaldas al sufrimiento del hombre?, ¿cuál
es el lugar de la compasión en la política?
Los testimonios que se aportan en esta obra son estremecedores,
y su talante ético es admirable frente a la injusticia y a
las indebidas penalidades de su vida. De este modo, un libro
y su escritura no sólo centran su contenido en la comunicación
social del conocimiento o en la trasmisión de determinadas
habilidades cognitivas y prácticas, sino que también es capaz
de narrar puntualmente el dolor y el sufrimiento humanos.
Un texto éste, pues, que testimonia el valor de la vida y el dolor
experimentado injustamente. Una obra analítica y dramática
que abre a la comprensión más peculiar de la singularidad
de la experiencia humana.

Colaboran en la obra Fernando Barcena (filósofo de


la educación), Emmanuel Lévinas (filósofo), Catherine Chalier
(filósofa), J ulio Lois (teólogo), J osé M. Mardones (filósofo)
y J uan Mayorga (dramaturgo).

EXCMO. AYUNTAMIENTO DE ÁVILA


ÁREA DE CULTURA
F. Bárcena, C. Chalier, E. Lévinas,
J. Lois, J.M. Mardones, J. Mayorga

LA AUTORIDAD
DEL SUFRIMIENTO
Silencio de Dios
y preguntas del hombre

Con la colaboración de la Cátedra Santo Tom ás


y el patrocinio del E xa no . A yuntam iento de Ávila

A
LA AUTORIDAD del subim iento: Silencio de Dios y preguntas del hombre / !
Fernando Báncena, Catherine Chaiicr, Emmanuel Lévinas. Julio Lois ¡
Fernández. José M. Mantones, Juan Mayorga. — Rubí (Barcelona): I
Anthropos Editorial, 2004 !
159 p .; 20 cm. — (Pensamiento Critico / Pensamiento Utópico; 146) ;
ISBN 84-7658-715-5 ,
I. Sufrimiento - Aspectos religiosos 2. Silencio - Aspectos religiosos - Judaismo
3. Sufrimiento - Aspectos morales 4. Sufrimiento - Aspectos sociales I. Cátedra
Santo Tomás (Ávila) II. Bárcenn, Femando III. Chaiicr, Catherine IV. Lévinas, !
Emmanuel V. Lois Fernández, Julio VI. Mantones, José M. Vil. Mayoign. Juan
vm . Colección
216 I

Prim era edición: 2004


O Fernando B áiten ae /a /., 2004
O Anthropos Editorial, 2004
Edita: Anthropos Editorial. R ubí (Barcelona)
wvvw.an thropos-editoiial.com
ISBN: 84-7658-715-5
Depósito legal: B. 47.868-2004
Diseño, realización y cootdinación: Plural, Servicios Editoriales
(Nariflo. S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96
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troóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
PRÓLOGO

La II edición de la Cátedra Santo Tomás, cuyo contenido


encontrará el lector en esta nueva publicación, arrancó con
un «oratorio» compuesto por el dramalurgo Juan Mayorga
basado en textos de Job, de un superviviente del Holocausto
(Elie Wiesel), de una víctima de Auschwitz (Etty Hillesum) y
de un relato escrito por el último combatiente del gueto de
Varsovia (Yósel Rákover) a punto de morir. El tema de esa
composición dramática, representada en la Iglesia del Con­
vento de Santo Tomás, es el sufrimiento de los inocentes.
En la primera parte de la obra el protagonista es Job, el
hombre bueno y servidor de Dios, a quien éste pone a prueba
con toda suerte de desgracias. Job no se resigna, no calla, sino
que se enfrenta a Dios pidiéndole una explicación por todo ese
sufrimiento. Job representa a todas las víctimas inocentes que,
como él, protestan contra una injusticia. Es la reacción más
humana y normal. Porque el día que el inocente se resigne y
acepte que el mal es un destino fatal, ese día el hombre habrá
renunciado a su dignidad y se habrá entregado a la barbarie.
Las preguntas no acaban ahí, en Job. La obra, en un crescen­
do imparable, da una vuelta de tuerca en la segunda parte que
narra la historia de un joven ahorcado en un campo de exter­
minio en represalia por un sabotaje en el que él no ha partici­
pado. Ante los estertores de muerte de un niño en el patíbulo
alguien se pregunta «pero ¿dónde está Dios?» y otra voz res­
ponde «ahí está, ahorcado». El hecho tuvo lugar y fue presen­
ciado por su narrador, el hoy premio Nobel de la Paz, Elie
Wiesel, y entonces prisionero de quince años en un campo de
5
muerte. Hemos pasado de un Job que proclama su inocencia
y pide la respuesta del Dios justo, a la pregunta «¿donde está
Dios?». A Job le interesaba la justicia divina; a Elie Wiesel,
por el contrario, le preocupa saber si Dios está con el hombre,
cerca de él, o está en el limbo. ¿Sufre Dios con el hombre o es
un ser impasible que observa al hombre con la distancia con
que un científico analiza los movimientos de una mosca?
Esa pregunta por el lugar de Dios va a tener una primera
respuesta en la tercera parte, ubicada en los últimos momen­
tos del ghetto de Varsovia, cuando la resistencia está a punto
de ser sofocada. Yósel Rákower sabe que tiene los minutos
contados. Va a morir, pero antes quiere decir al Dios de su
pueblo, Israel, un par de cosas. Le dice que él, como tantos
otros, le han servido lealmente, pero no han recibido nada a
cambio. Todos los suyos han ido muriendo a manos de los
verdugos. No le pregunta por qué no ha intervenido a tiempo,
sino algo mucho más grave: «¿porqué nos has abandonado?».
Jahvé ha ocultado su rostro, dejando a los hombres solos con
sus peores instintos. Rákover saca una conclusión: aunque te
has empeñado en que nos alejemos de ti, seguiré creyendo en
ti, pero, eso sí, «creeré más en la Ley que en Ti».
Lo que eso significa lo aclara en el último acto del «orato­
rio» Etty Hillesum, la joven holandesa asesinada en Auschwitz.
Esta joven mundana empieza escribiendo un diario por afi­
ción literaria que acaba siendo un conmovedor tratado místi­
co. Los hechos que vive Europa bajo el fascismo se convierten
en una escuela de sabiduría. Pronto descubre que más impor­
tante que pedir cuentas a Dios es salvar lo divino que hay en el
hombre. Si hubo un tiempo en que Dios era visto como el juez
supremo que castiga a los malos y premia a los buenos, había
llegado la hora de que el hombre cargara con la responsabili­
dad absoluta de hacer frente al mal en el mundo. Somos res­
ponsables de todo lo que ocurre. Del silencio de Dios nace en
ella la idea de la responsabilidad absoluta.
Queda por señalar lo esencial. Esta nueva edición de la Cá­
tedra Santo Tomás, dedicada a la reflexión política, moral y
religiosa, del sufrimiento, no es algo que incumba sólo a cre­
yentes convencidos. Interesa al hombre. Si resulta, en efecto,
que, a diferencia de lo que hacen Job, Wiesel, Rákover o
Hillesum, dejamos de preguntamos por el mal, porque nadie
6
responde, entonces tendríamos que aceptar que si alguien su­
fre es porque se lo merece, que no hay sufrimiento inocente,
que no hay injusticia en el sufrimiento, es decir, tendríamos
que reconocer que el mal es imbatible. Si renunciamos a seguir
preguntando, si abandonamos la esperanza de obtener una res­
puesta, entonces estamos perdidos. Y algo más: si reconoce­
mos que el sufrimiento del inocente es una injusticia causada
por el hombre, todos somos responsables de ese daño y cada
uno está obligado a luchar contra él. Eso es la manifestación de
«lo divino» en el hombre: la conciencia de una responsabilidad
absoluta. Pensemos en Irak, en todos esos documentos de tor­
tura que estamos conociendo. Allí no está sólo enjuego la res­
ponsabilidad de los agentes implicados. Todos estamos impli­
cados y no sólo porque esas prácticas inhumanas desacreditan
los valores occidentales que decimos defender, sino porque esas
aberraciones son parte integrante de los proyectos de conquis­
ta o invasión que conforman la historia de Occidente.
En el Aula Magna del Convento de Santo Tomás se fueron
repasando sosegadamente estos y otros interrogantes, gracias
a las conferencias que siguieron a la representación del orato­
rio en días sucesivos. José María Mardones, investigador del
CSIC, se fijó en la dimensión política del sufrimiento abogan­
do por una democracia compasiva; Julio Lois, teólogo del Ins­
tituto de Pastoral de Madrid, profundizó en las preguntas que
Job dirige a Dios, y Femado Bárcena, pedagogo de la Univer­
sidad Complutense, habló de lo que supone como desafío a la
humanidad el aprendizaje del dolor.
Esta segunda edición de la Cátedra de Santo Tomás en Ávila
ha demostrado, de nuevo, que cuando se va a la raíz de los
problemas todas las aproximaciones serias, hechas desde la
religión, la política o la pedagogía, se encuentran, se fecun­
dan y salen enriquecidas. Lo que más divide y separa es la
banalidad.
Fr. Marcos Ruiz O.P.
Director de la Cátedra

7
EL SILENCIO DE DIOS
Y EL SUFRIMIENTO DEL HOMBRE
(A vueltas con Job y con Auschwitz:
posibilidad o imposibilidad de la teodicea)
Juliü Lois Fernández

I. Introducción
Desde el amanecer del tiempo hasta hoy mismo, pasando
muy singularmente por Auschwitz, ante la realidad del mal
—sobre todo el concretado en sufrimiento del inocente— nu­
merosos seres humanos han experimentado, de forma distin­
ta pero real, el «silencio», la «ausencia», el «ocultamiento» o
el «abandono» de Dios y, en consecuencia, aquf y allá ha bro­
tado incontenible la pregunta ¿dónde está Dios?
Job, Wiesel, Rákover y Etty Hillesum' son testigos excep­
cionales de la inevitabilidad de esa pregunta y, al mismo tiem­
po, de la posibilidad de seguir creyendo sin dejar de pregun­
tar o incluso de interpelar de forma airada al Dios confesado
e inconcebiblemente ausente.
En Job la pregunta brota de la imposibilidad de conciliar
el propio e inesperado sufrimiento padecido con la concien­
cia clara de su inocencia. En los otros tres la interpelación
surge desde el dolor supremo experimentado por las víctimas
del Holocausto.12
1. Esta ponencia fue presentada en el Encuentro organizado por la Cátedra
Santo Tomás en el Real Monasterio del mismo Santo (Ávila) en mayo de 2004. El
punto de partida de dicho encuentro fue un «oratorio» compuesto por el dram atur­
go Juan Mayorga con textos tomados del Libro de Job y de tres testigos —Wiesel,
Rákover y Etty Hillesum— de los horrores vividos en los campos de exterminio en
los que se consumó el Holocausto.
2. Se ha hablado mucho de la singularidad única de la Shoah. A Cohén la describe
asi: «Algo le ocurrió al pueblo judio, algo único en los anales de la brutalidad humana:
fiie especialmente destinado al exterminio... Todos los judíos —cualquiera que tuviera

9
Todos ellos parecen coincidir en un punto: no es posible
trasladar el problema al ser humano atribuyendo el sufrimiento
padecido a un justo castigo por la supuesta culpa cometida.
Esa es la convicción de Job. que se sabe inocente y que, desde
su inocencia, pregunta e increpa a su Dios. Y es convicción de
todos los demás, sin duda bien representados por uno de ellos,
Rákover, cuando afirma: «no hay pecado alguno que merezca
el castigo que ha sufrido el pueblo judío».
Eliminada esa pretendida explicación, el subimiento de
los inocentes fuerza a Dios «a dar la cara». Al menos desde
una perspectiva creyente, la honradez con lo real obliga a plan­
tearse las preguntas que J.B. Metz formula: «¿Cómo puede
hablarse de Dios, de la creación y de la salvación, teniendo en
cuenta las abismales experiencias de sufrimiento que hay en
nuestro mundo? ¿Cómo puede esperarse un futuro halagüeño
para la humanidad?3
La historia del mal —y muy especialmente, insisto, la con­
cretada en el sufrimiento de los inocentes— urge al creyente a
replantearse el problema de la teodicea, ya no necesariamen­
te entendida como el intento de «justificar apresuradamente
a Dios», sino más bien como la búsqueda de un lenguaje que
nos permita «hablar de Dios después de Auschwitz». Y tal bús­
queda obliga igualmente a repensar, desde la profundidad
abisal del mal, quién es ese Dios y qué demanda, si realmente
de Él se puede seguir hablando.4
Pero volvamos a la pregunta central: ¿es posible conciliar
de forma razonable la afirmación de Dios con la existencia
del sufrimiento de los inocentes? Recordemos brevemente la
respuesta de nuestros cuatro testigos.
una gota de sangre judia— tenían que ser exterminados... Había que liquidar lo judio
como tal, en cualquiera de sus manifestaciones. El carácter absoluto y total del geno­
cidio lo hace tan extraordinariamente siniestro que supera toda capacidad de com­
prensión racional, y el mismo hecho de desbordar la capacidad racional humana, de
llevar hasta el extremo la crueldad, de sobrepasar todas las reglas de la razón histórica
convencional, es lo que me ha impulsado a utilizar el término tremendum para descri­
birlo» (cf. «Lo tremendum de los judíos», en Conciliunt, n.° 195 (1984), p. 188; cf. tam­
bién R. Mate, Por los campos de exterminio, Ed. Anthropos, Barcelona, 2003, pp. 51-75.
y J.B. Metz, Más allá de la religión burguesa, Ed. Sígueme, Salamanca, 1982, pp. 25-26).
3. Cf. El clamor de la tierra, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 1996, p. 5.
4. Es claro que «las abismales experiencias de sufrimiento» que se han dado y
siguen dándose en nuestro mundo exigen igualmente repensar al hombre y al mun­
do mismo. Aquí nos contentaremos con repensar a Dios.

10
Job, que parece incapaz de dar, ante el Dios en quien fírme-
mente cree, una explicación satisfactoria de la desgracia que le
aflige, terminará sometiéndose, sin respuesta alguna a sus an­
gustiosas y hasta airadas preguntas,3a la grandeza inabarcable
del misterio de ese Dios que sigue confesando, movido por una
iluminación que no se explícita pero que le permite afirmar:
«te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos» (4,25).
Wiesel se limitará a responder, abrumado por el sufrimiento
del niño inocente ejecutado y por el silencio y pasividad de
Dios, que el único Dios en quien ya puede creer está ahí, col­
gado del patíbulo, identificado con la víctima.
Rákover habla indignado, desde su fe inconmovible en el Dios
de Israel, del ocultamienío injusto de su rostro. Se inclina sí, como
Job, ante su grandeza, pero se sabe incapaz, dice, de «besar el
látigo con que es azotado» y hasta siente la necesidad de advertir­
le «que no tense más la cuerda porque podría romperse».
Etty Hillesum parece aproximarse a la respuesta de Wiesel
e insiste en la debilidad o indefensión que implica para Dios el
ser sólo amor ante el ser humano y la historia. Por eso habla de
la necesidad de «ayudar y hasta perdonar a Dios» en cuyos bra­
zos se siente y promete «buscarle alojamiento y lecho en ella
misma y hasta en el mayor número de casas posible».
En nuestros cuatro testigos parece que, como indica R. Mate,
«las preguntas son más fuertes que las respuestas» y por eso
«las preguntas se mantienen aunque falten las respuestas».56Y
parece igualmente que la experiencia que tienen de Dios y su
confianza en Él están tan arraigadas en lo más profundo de
sus vidas que se hace innecesaria para seguir creyendo la ex­
plicación razonable del mal que padecen.
¿No deberíamos terminar nuestro discurso aquí? Parece
que hay varias razones que aconsejan, tras lo ya dicho, dar
paso al respetuoso silencio.
Una primera razón que parece inclinar al silencio estaría
vinculada a la complejidad de la problemática del mal, que
5. La mayoría de los estudiosos del libro de Job coinciden en señalar esa falta
de respuestas. No faltan, sin embargo, los que piensan lo contrario, al considerar
que. finalmente, Job sf obtiene respuestas convincentes a sus angustiosas pregun­
tas (cf., por ejemplo. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrim iento del inocente.
Una reflexión sobre el libro de Job, Ed. CEP, Lima, 1986).
6. Cf. Por los cam pos..., op. cit., p. 83.

11
autoriza a pensar en la imposibilidad de encontrar para ella
una explicación racional satisfactoria. Como indica M. Cabada
«es perfectamente posible... que la reflexión humana no logre
alcanzar nunca una explicación englobante y definitivamente
satisfactoria de los males del existir».78
Otra razón remite a la insuficiencia de toda solución teóri­
ca de la cuestión del mal, aun en el caso de que pueda existir.
En efecto, algunos piensan, que toda respuesta al mal situada
en el nivel teórico puede constituir «un mero intento de ate­
nuar su incómoda y desgarradora experiencia», sobre todo
cuando se teoriza sobre el sufrimiento ajeno. ¿No se correrá
en este caso el riesgo de que «la reflexión y las palabras pue­
dan llegar a resultar incluso alienantes, frfvolas o fuera de lu­
gar», al no estar directa e inmediatamente afectadas por la
experiencia del sufrimiento sobre el que se reflexiona?*
Sin embargo, y como tendremos ocasión de ver, algunos
piensan —sin dejar de reconocer la complejidad de la cuestión
y la hondura del misterio que implica— que no es imposible
avanzar seriamente en la búsqueda de una explicación satisfac­
toria del mal. Es más, llegan a pensar que tal búsqueda es nece­
saria si no queremos caer en el más puro fideísmo, dejando así
nuestra fe desamparada en el seno de un contexto cultural que
no puede ya sustraerse a las exigencias de la razón ilustrada.
Por otra parte, incluso aquellos que consideran que es im­
posible que pueda encontrarse una solución al problema del
mal en forma de respuesta plenamente satisfactoria, suelen,
no obstante, hablar de la necesidad de una «nueva» teodicea.
Y lo cierto es que la cuestión del mal contemplada en relación
con la afirmación de Dios, a pesar de su complejidad, o tal vez
precisamente por ella, ha estimulado hasta hoy la búsqueda
incesante, al menos en el seno de la teología judía y cristiana.
7. Cf. El Dios que da que pensar. Acceso ftlosáftco-antropológico a la divinidad,
Ed. BAC, Madrid. 1999, p. 524.
8. Cf. ibíd., p. 493. J. Sobrino se plantea expresamente si las «no-victimas» pue­
den decir algo válido y significativo asumiendo la perspectiva de las victimas. Y
responde: «En la solidaridad con las victimas, en el llevarse mutuamente en la fe, se
abren los ojos de las no-victimas para ver las cosas de diferente manera. Que esa
nueva misión coincida a cabalidad con la de las victimas es algo que, pienso yo,
nunca llegaremos a saber del todo. Pero creo que nuestra perspectiva puede cam­
biar porque las victimas nos ofrecen una luz especifica para "ver'» (cf. La fe en
Jesucristo. Ensayo desde las victim as, Ed. ‘frolta, Madrid. 1999, pp. 19-20).

12
Hablamos de una búsqueda cargada de preguntas diver­
sas. Para algunos, las preguntas, más o menos reformuladas,
son las preguntas de siempre, las que han informado los in­
tentos de la «vieja» teodicea, a las que no dejan de añadirse
otras que brotan de la nueva situación en que nos encontra­
mos. Para otros, esa «vieja» teodicea se ha acreditado ya como
imposible y es preciso postular otra «nueva» centrada no en
la explicación del mal —su origen y su alcance—, ni tampoco
en la «justificación» de Dios, sino más bien en la recomposi­
ción del lenguaje teológico —roto o interrumpido singular­
mente por Auschwitz— y en destacar las implicaciones prác­
ticas que para el creyente tiene ese nuevo lenguaje.
Voy a intentar presentar algunas de las más significativas
respuestas que se han dado y se siguen dando a esa compleja
problemática del mal, contemplada en relación con la afirma­
ción de Dios. Son respuestas que, como ya queda insinuado,
se sitúan en ámbitos distintos: en el de la explicación del ori­
gen y entidad del mal, en el de la justificación de Dios, en el de
la necesaria reinterpretación del lenguaje teológico, en el de la
práctica que combate el mal... Para mayor claridad, me atrevo
a presentar una sencilla tipología de tales respuestas, con el
riesgo de simplificarlas, al no poder detenerme en mayores
matices. Una tipología, pues, de trazos gruesos, centrada en
los énfasis diferenciadores, aunque procuraré al final destacar
también las coincidencias que se dan en la mayoría de las po­
siciones presentadas.

II. Hacia una tipología de respuestas a la problemática


del mal
Un primer tipo de respuesta podría caracterizarse por la impug­
nación de Dios, que puede conducirá postular su eliminación,
incluso por piedad con el ser humano.
Como indica A. Gesché, «la forma primera, y sin duda la más
antigua y universal, de reaccionar ante el problema del mal es la
de denunciar a Dios. Malum, ergo non est Deus».9La afirmación
9. Cf. Dios para pensar. I: El mal • el hombre, Ed. Sígueme, Salamanca, 1995, p. 20.

13
de Dios, al menos de un Dios bueno y omnipotente, al no resistir
la confrontación con el mal, queda invalidada, se piensa.
Tal convicción, como bien se sabe, aparece brillantemente
expresada por Epicuro en su famoso dilema: «O Dios quiere
suprimir los males y no puede, o puede y no quiere, o ni quie­
re ni puede, o quiere y puede. Si quiere y no puede es débil, lo
que no corresponde a Dios; si puede y no quiere es envidioso,
lo que también es ajeno a Dios; si ni quiere ni puede, es a la
vez débil y envidioso y, por tanto, no es Dios; si quiere y pue­
de, lo único que conviene a Dios, ¿cuál es entonces el origen
de los males y por qué no los suprime?».10
Epicuro, distante de Job, no representa la crisis de un creyen­
te. sino más bien las aporías de un pensador que cuestiona pro­
piamente cierta forma habitual de comprender la naturaleza de
Dios, más que su misma existencia. De hecho Epicuro se queda
con sus dioses que no se preocupan de los seres humanos y que
alimentan su felicidad viviendo precisamente al margen de ellos.
Muchos siglos más tarde, A. Camus, en su conocida obra «Los
justos», hace una formulación semejante a la de Epicuro: «Se
conoce la alternativa, o bien no somos libres y Dios todopodero­
so es responsable del mal, o bien somos libres y responsables del
mal, pero Dios no es todopoderoso. Todas las sutilezas de escue­
la no han añadido o quitado nada a lo decisivo de esta paradoja».
Confrontado con el sufrimiento intolerable de los niños ino­
centes, Camus postula, como señala Fraijó, «un ateísmo de pie­
dad con el ser humano»,11contraponiendo así al silencio divino
la rebeldía humana en lucha contra el mal.12
10. Es Lactancio, en De ira Dei, 13,20-21, quien afirma que el dilema asi formula­
do es obra de Epicuro (cf. JJt. Busto Salz, El sufrimiento, ¿roca del ateísmo o ámbito de
la revelación divina?, Ed. Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1998, p. 10).
11. Cf. A vueltas con la religión, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra), 1998, p. 126.
12. Para una consideración m is amplia de la posición de Camus cf.J.A. Estrada,
La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Ed. Trotta, Madrid, 1997, pp. 321-
326. Como se sabe, la lista de los pensadores que postulan la negación de Dios «por
piedad con los seres humanos», con la convicción de que éstos, liberados de Dios,
concentrarían mejor sus energías en la lucha contra el mal, podría ampliarse en
gran medida. Incluiría, por supuesto, a los llamados grandes maestros de la sospe­
cha (Feuerbach, Marx, Ñietzsche, Freud) y, con diferencias muy notables de matiz,
a tantos otros que coinciden en postular la sustitución radical de la teodicea en
antropodicea. Como dice Estrada —en la obra citada en esta misma nota, p. 293—
para todos ellos «el mal está ahf, como algo que se opone al hombre, pero tras la
'm uerte de Dios’ en la conciencia occidental, no hay ya posibilidad de preguntarle
ni de acusarle por el mal existente. El hombre está sólo ante el mal y la justificación

14
Una posición semejante, y paradójicamente distante, la en­
contramos con anterioridad en el gran novelista ruso F. Dos-
toievski, quien se mueve entre la necesidad de Dios y el ateísmo
de protesta. La impugnación de Dios brota de la existencia de
un mundo inaceptable por el dolor de las víctimas, es decir, es
el resultado de una indignación ética sentida ante el llanto de
los niños o el desgarro de sus madres. «Yo no me rebelo contra
mi Dios —dirá— sino que no acepto su mundo». Como ha he­
cho ver con agudeza J.A. Estrada, Dostoievski «oscila entre la
rebelión y la fe, entre el rechazo de la teodicea y su manteni­
miento como pregunta, entre el repudio del creador y la
postulación de un redentor». Y añade: «A pesar del mal, opta
por Dios y se abre a Él, como Job, aunque no encuentra una
respuesta coherente y sigue impugnando la creación en lugar
de callar ante la apologética dogmática... Conjuga así la opción
por Dios con el no saber, actualizando el mito de Job».13
Interesaba recordar esa posición de Dostoievski porque nos
remite, como queda dicho, a Job y también a nuestros testigos
de Auschwitz. En efecto, tampoco ellos encuentran respuesta
alguna válida ante el Holocausto y, sin embargo, mantienen
con radicalidad sus preguntas desconcertadas dirigidas a Dios
sin dejar de creer incondicionalmente en Él. Su posición con­
figura la segunda respuesta que consideramos seguidamente.
Un segundo tipo de respuesta podría caracterizarse por la incre­
pación a Dios desde el ahondamiento y radicalización de las
preguntas. Se mantiene tafeen ese Dios al que se increpa, pese
a la carencia de soluciones racionalmente satisfactorias.
Arthur Cohén, conocido teólogo judío, afirma que «el Dios
de la Escritura existía mucho antes que el imperio de la razón
hubiera comenzado el proceso de atar al Señor con las cade­
nas de la reflexión y el juicio. Ese Dios —el más antiguo de
todos los seres— era percibido bajo aspectos tan diversos y
complejos, tan emparentados con la tragedia y el pathos de la
racional de Dios se transform a en la impugnación de la praxis histórica, ya que es
el hom bre el que tiene que justificarse ante la pervívencia del mal. Se pierde la
referencia a Dios, para sustituirla por una filosofía de la historia que tiene al hom­
bre como agente, cuya tarea es construir una sociedad emancipada».
13. Cf. ib(d., pp. 306-309.

15
mitología, tan marcado con rasgos de poder y majestad sin
límites, que podía considerarse como tremendum, majestuo­
so, monstruoso, siniestro, fascinante, pavoroso y horrendo,
en una palabra: santo. Lo santo como tremendum consistía
precisamente en esa composición de poder positivo y negati­
vo que conviene al dueño y señor de un universo antiguo».1415
Estas palabras de Cohén nos sitúan muy probablemente ante
una imagen de Dios que, desde la perspectiva de la revelación
cristiana, tiene que ser profundamente revisada. Pero mal ha­
ríamos si no las tuviésemos muy en cuenta en lo que tienen de
invitación apremiante a recordar aquello que K. Rahner repe­
tía con insistencia: que el misterio de Dios sigue siendo miste­
rio, aun después de la revelación que de Él se nos ha hecho en
Jesús de Nazaret. Y que el misterio —y esto es lo que interesa
subrayar para nuestro propósito— no se somete sin más al
imperio de la razón.
Gerd Neuhaus señala, por su parte, que «la acusación con­
tra Dios, lanzada contra Él a la vista del sufrimiento histórico,
adquiere sólo en la edad moderna una autocomprensión atea.
Desde el punto de vista de la historia de las religiones, el pro­
blema de la teodicea fue más un problema de fe que un proble­
ma de incredulidad. En su forma transmitida por la Biblia, ese
problema tiene el carácter de una interpelación a Dios que se
queja y quiere saber por qué Él obró maravillas con los ante­
pasados pero ahora oculta su rostro... Por eso el problema de
la teodicea, según se ha transmitido bíblicamente no pregunta
sobre Dios, sino que se dirige a Dios».11
Las respuestas que hemos agrupado en este segundo tipo
no son propiamente respuestas, o son, si se prefiere, respues­
tas que se limitan a preguntar. Son, por lo demás, las que se
nos dan en buena parte del Primer Testamento y de la teolo­
gía judía hasta hoy mismo.
La reacción ante el mal incomprendido, al carecer de res­
puesta satisfactoria, se convierte en una radicalización tal de
las preguntas que, en ocasiones, se llega a una increpación
dirigida a Dios que bordea la misma blasfemia. Baste recor­
dar la figura mítica de Job, que representa a los seres huma-
14. Cf. «Lo tremendum de los judíos...», art. cit., p. 188.
15. Cf. La teodicea. ¿abandono o pulso para h fe? Una aproximación a partir de
ejemplos selectos de la literatura, en J.B. Metz (dir.). Elclamorde la tierra..., op. cit., p. 3$.

16
nos acosados y desconcertados por el sufrimiento injusto. Sus
hondas increpaciones lanzadas hacia Dios se convierten en
acusaciones: «Vivía yo tranquilo cuando me trituró, me aga­
rró por la nuca y me descuartizó, hizo de mí su blanco...» (16,
12-14; cf. también 6.4; 7. 19; 13, 13-15; 30,20-22); «me turbo
en su presencia y me estremezco al pensarlo; porque Dios me
ha intimidado, el Todopoderoso me trastorna» (23, 15-16). La
angustia existencia! que padece Job le llevará incluso a mal­
decir su nacimiento (3, 11-16,20-23; 10, 10, 18-19). Hay, pues,
un claro rechazo al comportamiento divino que le lleva a lla­
mar a juicio al mismo Dios (16, 19-21; 17, 3; 24, 1; 29, 2-5). Y
sin embargo, como indica Estrada, «no es Prometeo en rebe­
lión contra el Dios indiferente y malo, sino el creyente que
invoca a Dios contra Dios... No maldice a Dios, ni rompe con
Él. Recurre a Dios contra Dios, es decir, rehúsa alejarse de él
y, a pesar de que se le muestra la ira divina, sigue confiando
en un Dios incomprensible».16
Tampoco Wiesel encuentra explicación alguna a la proble­
mática del mal. Como él mismo indica, refiriéndose al Holo­
causto, «lo que yo no puedo, como otros han intentado hacer,
es explicar el Hecho. ¿Qué vamos a decir sobre Auschwitz? Todo
lo que digamos es equivocado... A veces lo único que podemos
hacer es llorar o rezar, cerrar los ojos para rezar en silencio.
Cualquier comentario, cualquier interpretación, y sobre lodo
cualquier explicación están condenadas de antemano al fraca­
so». Y a la pregunta ya teológica de si podemos hablar de Dios
después de Auschwitz responde: «Yo no creo que podamos ha­
blar de Dios, sólo podemos —como ya dijo Kafka— hablar a
Dios. Incluso cuando hablo contra él, le hablo a él. E incluso
cuando estoy furioso con Dios, trato de mostrarle mi furia. Pero
justamente en ello hay una profesión de fe en Dios, no una
negación de Dios. La cuestión de si se puede seguir creyendo
en Dios después de Auschwitz es una de las cuestiones más
graves que me he planteado en todos estos años. No ha sido
fácil conservar la fe. Puedo decir sin embargo que, pese a todas
las dificultades, a todos los obstáculos, nunca me he apartado
de Dios. He tenido, y sigo teniendo, grandes problemas con él.
Por eso protesto contra él. A veces entablo un juicio contra él.
16. Cf. La imposible teodicea..., op. cir.,p . 85.

17
Y sin embaído, todo lo que hago sucede desde el interior de la
fe, no desde fuera. Cuando se cree en Dios se le puede decir
Lodo. Se puede estar furioso, se le puede alabar, se le pueden
exigir cosas. Sobre todo se le puede exigir que sea justo... Para
mí, para el hombre que soy yo, es posible estar con Dios, estar
a favor de Dios. Y hasta es posible seguir siendo fiel a mí mis­
mo y estar contra Dios, pero nunca sin Dios». La teodicea, en­
tendida como justificación de Dios, es, pues, concebida como
tarea enteramente imposible: «Dios y los campos de la muerte:
no lo entenderé jamás... No hay ningún libro mío en que no
intente aproximarme a las cuestiones en el plano divino, lo que
quiere decir, preguntar a Dios que pasó y por qué, por qué, por
qué. Siempre acabo fracasando. Nunca llegaré a entender».17
Wiesel piensa, como se ve, que la teodicea y aun la teolo­
gía tienen poco que decir. Explicar el mal y hablar sobre Dios
después de Auschwitz no le parecen tareas posibles. Sólo res­
ta hablar a Dios y hacerse responsables los unos de los otros
y hasta del mismo Dios, puesto que es su voluntad «que sea­
mos responsables de su creación, de sus criaturas y del pro­
pio creador».
La increpación a Dios, desde la experiencia del sufrimien­
to que ha supuesto el Holocausto y desde el no-saber creyen­
te, alcanza su máxima intensidad en Yósel Rákover, otro de
los testigos judíos de excepción.
En sus desgarrados diálogos con Dios rechaza todas las
argumentaciones exhibidas ante el mal concreto existente por
cierta teodicea al uso:
¿Tú dices que hemos pecado? Seguramente es cierto. ¿Dices
que por eso somos castigados? También puedo comprender­
lo. Pero quiero que me digas si existe en el mundo una falta
que merezca un castigo como el que hemos recibido.
¿Tú dices que pagarás a nuestros enemigos por lo que nos
han hecho? Estoy convencido de que así será. ¿Qué vas a pa­
garles implacablemente? Tampoco lo dudo. Pero quiero que
me digas si existe en el mundo algún castigo que pueda expiar
el crimen cometido con nosotros.
¿Tal vez digas ahora que no se trata de falta y castigo, sino de
un «ocultamiento» de tu rostro, de una situación en la que
17. Cf. W.AA.. Esperar a pesar de todo. Ed. Trotta, Madrid, 1996, pp. 84,97,99.

18
abandonaste a los hombres a sus instintos? Entonces quiero
preguntarte, Dios, y esta pregunta quema en mí como un fue­
go: ¿qué más, sí, qué otra cosa debe ocurrir para que vuelvas
a mostrar Tu rostro al mundo?... ¿Dónde están los límites de
tu paciencia?
Nada más que preguntas tiene Rákover. Y sin embargo la
fe permanece inconmovible: «Yo creo en el Dios de Israel
pese a todo lo que Él hizo para que dejara de creer en Él... Y
voy a seguir creyendo en Ti, voy a seguir amándote siempre,
a pesar de Ti».18
Una vez más la afirmación de Dios desde el sufrimiento
injusto padecido se hace al margen de todo intento de expli­
cación razonable del mal concretamente existente. La tara de
la teodicea aparece aquí como imposible, pero también como
innecesaria para mantener la fe.
Willi OelmUller, después de recordar la posición de Job y
de Wiesel, se plantea esta cuestión: «Los cristianos cuya idea
monoteísta de Dios concuerda en muchos puntos, como sabe­
mos hoy, con la idea de los judíos acerca de Dios, y ante la
enormidad de lo que es el hombre, ante su grandeza y su mi­
seria, y ante la experiencia de sufrimiento en la naturaleza, en
la historia y en la sociedad humana, ¿podrán decir "más” que
los judíos, más que Job?».
Después de indicar que esta pregunta fue planteada con fre­
cuencia en los coloquios de filósofos y teólogos cristianos cele­
brados recientemente en Alemania —centrados sobre temas
como «el sufrimiento», «la teodicea: ¿Dios ante el tribunal?» y
«aquello sobre lo que no es posible callar»—, recuerda que las
respuestas de los teólogos en dichos coloquios «oscilaban en­
tre "¡claro que sí pueden!" y "tendríamos que poder decir más"».
No obstante, él sigue preguntándose: «¿Será capaz un teólogo
cristiano de decir "más" que los judíos ante el sufrimiento, la
muerte y la destrucción?». Y añade por su cuenta: «Las espe­
culaciones de las diversas teodiceas de la edad moderna, desa­
rrolladas desde Leibniz, ¿no estarán sumamente distanciadas
de quienes realmente sufren y de las preguntas y de las quejas

18. Todos los textos entrecomillados citados se encuentran en el conocido rela­


to «Yósel Rákover habla a Dios», creación literaria de Zvi Kolitz.

19
de los hombres, incluso de aquellos que, en un mundo "en el
que la redención no puede anticiparse” (G. Scholem), buscan
la experiencia de la cercanía de Dios que redime?»19
Estas preguntas de Oelmtiller son de decisiva importancia.
Precisamente las restantes respuestas que nos quedan por con­
siderar, correspondientes a pensadores cristianos, son un inten­
to de decir «más» sobre la cuestión del mal a la luz que procede
de la revelación de Dios que se nos ha hecho en Jesús de Nazaret.
Personalmente pienso que sí se puede y debe decir algo
«más», pero siempre que:
• se asuman en toda su profundidad las preguntas judías;
• no se olvide que la luz que puede aportar el Nuevo Testa­
mento no permite ignorar la herencia que procede del Primer
Testamento;
• se procure, en todo caso, que la reflexión que intente ofre­
cer ese «plus» de aportación se haga desde la solidaridad real
con las víctimas.20
Pasemos ya a las siguientes respuestas y juzguemos des­
pués si realmente ofrecen ese «más» al que se refiere Oelmüller.
El tercer tipo de respuestas se caracteriza por defender la posibi­
lidad de una teodicea que intente explicar de forma razonable la
existencia del mal en el mundo y poner de manifiesto, en conse­
cuencia, su compatibilidad con la afirmación de Dios.
Esta posición perfora la historia de la reflexión cristiana.
Para mostrarlo podrían aducirse las consideraciones al respec­
to de S. Agustín, S. Anselmo o Sto. Tomás, por citar algunos
ejemplos señeros, aunque ninguno de ellos utiliza todavía el
término «teodicea».21Alcanza una formulación considerada de
19. Cf. «No callar sobre el sufrimiento. Ensayos de respuesta filosófica», en
J.B. M etz(dir.),£/c/a»ior..., o p .cit., pp. 92-93.
20. Sobre la necesidad de que la teología cristiana después de Auschwitz «debe
poner de relieve la dimensión judia de la forma de fe cristiana y superar la barrera
impuesta a la herencia judia dentro del cristianismo», cf. los trabajos de J.B. Metz:
M is altd de la religión burguesa.... op. cit., pp. 25-39, y «Teología cristiana después de
Auschwitz», en Concitium, n.“ 195 (1984), pp. 209-222.
21. Para una consideración de la historia de esta posición, cf. J.A. Estrada, La
imposible teodicea.... op. cit., pp. 109-182; M. Cabada, El Dios que da que pensar...,
op. cit., pp. 500-503,512-516; A. Gesché, Dios para pensar..., op. cit., pp. 121-128.

20
forma unánime como «clásica» con Leibniz, que es el primero
precisamente en utilizar, en su famosa obra Ensayos de teodicea
sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del
mal, escrita en 1710, ese término—«teodicea»—para designar
la tarea de «justificar» a Dios ante los distintos males —metafí-
sico, físico y moral— que se dan en el mundo por Él creado.
El conocido «optimismo» leibniziano, del que informan
sus Ensayos de teodicea, arranca de una convicción creyente:
«La suprema sabiduría, junto a una bondad que no es menos
infinita que ella, no ha podido dejar de escoger lo mejor» y,
por tanto, entre todos los mundos posibles «es necesario que
Dios haya escogido el mejor, dado que Él no hace nada sin
actuar en seguimiento de la suprema razón» (VI 107).
Tal «imposibilidad» por parte de Dios, que no permite ha­
blar de un mundo creado por Él que no sea el mejor de los
posibles, es propiamente «moral» y no «metafísica», ya que
brota de su bondad, libertad y racionalidad.
¿Cómo explicar entonces el mal? Para Leibniz tres son los
males existentes: «el mal metafísico que consiste en la simple
imperfección, el mal físico en el sufrimiento y el mal moral en
el pecado» (VI115).
El primero, el metafísico, que tiene su expresión más clara
en la muerte del ser humano, es inevitable, al estar vinculado
esencialmente a la condición de criatura. En otro caso la cria­
tura se convertiría en el mismo Dios. Dicho de otro modo: una
criatura perfecta sería una contradicción esencial, al igual que
un círculo cuadrado. En esa imperfección necesaria está la raíz
o causa del mal, de todo mal, puesto que de ella derivan tam­
bién tanto el mal físico como el moral. Leibniz establece ade­
más una conexión estrecha entre el mal moral y el físico, pues­
to que el primero, el moral, es origen de males físicos.
A partir de tal visión del mal, la justificación de Dios se
hace considerando que el mal físico puede ser visto como
«medio» utilizado por Dios para conseguir bienes mayores y
que el mal moral puede ser «permitido» por idéntica razón.
En todo caso, ocurre siempre lo mejor.
Pero el optimismo leibniziano introduce además como algo
característico lo que Cabada llama «la dimensión evolutiva,
procesual o diacrónica del conjunto de la realidad». Con la
incorporación de tal dimensión, Leibniz «podrá sostener que
21
el mundo actual o “presente" es el mejor de los mundos, justa­
mente porque además de "presente" es también “futuro”, es
decir, tiene futuridad o capacidad de progreso».22 El mundo
está, pues, informado por una dinámica evolutiva de carácter
enteramente abierto, indefinido, que justifica considerarlo
como el mejor de los posibles. Así lo expresa el mismo Leibniz:
«Alguien dirá que es imposible producir lo mejor, dado que
no existe criatura perfecta y que siempre es posible producir
una que lo sea más. Mi respuesta es que lo que se puede decir
de una criatura o de una sustancia particular, que siempre
puede ser superada por otra, no puede aplicarse al universo,
el cual, debiendo extenderse por toda la eternidad futura, es
un infinito» (VI232).
Para muchos el optimismo leibniziano tiene el grave in­
conveniente de que pretende explicar de forma acabada lo que
en realidad es, al menos en gran medida, inexplicable. Tal pre­
tensión parece ahogar de forma precipitada las preguntas y
no permite ahondar en la negatividad de los males concretos
existentes, en el cuestionamiento radical que plantean. Inclu­
so los que consideran que cabe y es deseable una reflexión
filosófica sobre el mal, piensan que Leibniz concedió dema­
siado éxito a su reflexión, excesiva capacidad de respuesta.
Contamos con un poderoso y matizado esfuerzo de
reinterpretación del optimismo leibniziano que quisiera igual­
mente presentar en apretado resumen, recogiendo, más de una
vez de forma literal, sus propias consideraciones. Me refiero al
realizado entre nosotros, aquí en España, por A. Torres Queiru-
ga. Su posición puede conectarse con la mantenida por Leibniz,
ciertamente, pero no puede sin más identificarse con ella. A
mi entender el teólogo gallego prolonga y enriquece seriamen­
te su pensamiento.
Torres Queiruga se lamenta de que en esta cuestión de Dios
y del mal tanto «las teologías como las filosofías, incluso las
más abiertas, cedan con tamaña facilidad a los tópicos here­
dados y acudan al discurso emocional en lugar de enfrentarse
al rigor del concepto». En una situación así considera que aun
«sin aspirar a la transparencia plena» se impone un esfuerzo
de clarificación razonable, ya que «una prohibición, sancio-
22. Cf. El Dios que da que pensar..., op. cit., pp. 506-507.

22
nada religiosamente, de plantearse la cuestión de la teodicea
hace el juego al ateísmo».23
Considera que la reflexión sobre la cuestión del mal está
'viciada por «dos elementos perturbadores de muy difícil erra­
dicación: un fantasma y una ilusión».24
El fantasma consiste en «la concepción imaginaria y
acrítica de la omnipotencia divina», unida «a una retórica
teológica del “misterio" que coquetea con el absurdo de su­
poner un fondo oscuro, terrible y aun maligno de Dios».
La ilusión es la del paraíso en la tierra, es decir, «dar por
supuesto como algo evidente y que no se discute... que es po­
sible un mundo sin mal».2S
Si se afronta el dilema de Epicuro con esos dos elementos
perturbadores no hay salida lógica alguna. En efecto, el «fan­
tasma» de la omnipotencia imaginaria y acrítica, abstracta,
lleva a pensar que «Dios podría, si quisiera, evitar todo el mal
del mundo». Queda entonces comprometida su bondad, ya
que «¿quién con una mínima decencia, se negaría, si estuvie­
se en su mano, a barrer del mundo el hambre de los niños, el
dolor incurable o el horror de las guerras, fuesen cuales fue­
sen los misteriosos motivos que tuviere para hacerlo?».26
Desde tales supuestos, para seguir afirmando la bondad de
Dios parece indispensable negar su omnipotencia. Esto es lo
que ha hecho un sector de la teología actual que recurre a la
«impotencia» o «debilidad» de Dios y al «Dios sufriente». Para
Torres Queiruga esta solución «agravaría el problema de la
criatura» ya que a la miseria del ser humano se añadiría la im­
potencia de Dios para superarla.27
Se impone con fuerza revisar este fantasmagórico presupuesto
fundamental: «el de un Dios que podría, pero no quiere». Para
23. Cf. Del terror de Isaac al Abbú de Jesús. Hacia una nueva imagen de Dios, Ed.
Verbo Divino. Esteila (Navarra), 2000, pp. 166-167. Para el resumen de su pensa­
miento que aquí presento seguiré el capitulo IV del libro citado, centrado en el tema
de Dios y el mal. Pero esta cuestión ha sido igualmente considerada por el autor en
otras de sus muchas publicaciones. Cf., por ejemplo. Recuperar la salvación. Pora
una interpretación liberadora de la existencia cristiana, Ed. Sal Terrae, Santander, 1995.
pp. 87-155; Creo en Dios Padre: el Dios de Jesús, como afirmación plena del hombre,
Ed. Sal Terrae, Santander. 1986, pp. 109-149.
24. Cf. ibtd., p. 168.
25. Cf. ibtd.. pp. 168-169.
26. Cf. ibtd.. p. 179.
27. Torres Queiruga cita en apoyo de su rechazo a Rahner. Metz y Tilliete.

23
ello se sugiere un nuevo planteamiento que supone dos pasos.
«El primero —la ponerología— analiza el problema del mal en si
mismo, con anterioridad estructural a cualquier cuestionamiento
religioso o ateo. Ese cuestionamiento, con el tipo de respuesta
que en cada caso se adopte, constituye un segundo paso —la
pisteodicea—, que debe afrontarse a partir del primero».28
El primer paso —la ponerología— es una exigencia de la
secularización, y al considerar el mal en y por sí mismo se
plantea la cuestión de su procedencia: ¿de dónde viene?
Para responder en primera instancia a esa pregunta clave,
Torres Queiruga se refiere a Leibniz por ser el primero en ini­
ciar un planteamiento correcto con su posición sobre la inevi-
tabilidad del mal. Es preciso admitir con él «que una realidad
finita y en realización es necesariamente carencial y está ine­
vitablemente abierta al choque y a la competencia».29
Aplicado ese principio de la inevitabilidad del mal a la libertad
humana habrá que sostener que por ser finita, aun no siendo mala
sin más, es incapaz de evitar toda culpa. La finitud de la libertad
es el dato que hace inevitable la aparición del mal en la historia.
El segundo paso —el de la pisteodicea (de pistis • fe)— pue­
de tener un sentido todavía racional o filosófico referido al
modo de configurar de forma última el sentido de la vida, puesto
que en este punto tan «fe» es al respecto la actitud atea, como
la agnóstica o religiosa, modos distintos de situarse ante la
problemática del mal.
El camino que elige nuestro teólogo para adentrarse en la
pisteodicea, considerada ya desde una perspectiva propiamen­
te cristiana y supuesta por otros caminos la fe en Dios, es do­
ble. En primer lugar parece necesario mostrar que el mal no
rompe la coherencia de esa fe. Después, habrá que analizar
las consecuencias que la existencia del mal tiene para una com­
prensión creyente de Dios y de la omnipotencia divina.
Para realizar esa doble tarea se parte de lo adquirido en el
primer paso (ponerología): «No es que Dios "no pueda” crear y
mantener un mundo sin mal, sino que eso sencillamente no es
posible». Dada esa imposibilidad parece insensato preguntar por
qué Dios no ha creado un mundo perfecto. Las preguntas perti-
28. Cf. Del terror de.... op. cit., p. 188.
29. C f.ib(d.,p . 191.

24
nentes podrían formularse así: «¿por qué Dios, sabiendo que,
de crear un mundo, este iba a estar inevitablemente mordido
por el mal, lo ha creado a pesar de todo?». «¿Por qué hay algo
así (tan duramente herido por el mal) y no más bien nada?»30
El poder de Dios —informado siempre por el amor, moti­
vo único, según la fe cristiana, de la acción creadora de Dios—
sigue intacto y, en consecuencia. Dios no es «impotente», «pero
ha dejado de ser el regidor que todo lo manipula, para revelár­
senos como el creador capaz de entregar la criatura a sí mis­
ma...: su poder consiste en dejarla ser de acuerdo con su lega­
lidad intrínseca... acompañándola en el respeto exquisito de
su libertad y en la entrega de un amor incansable».31
Ese amor informante de todo el actuar de Dios no permite
hablar de «apatía divina». Ciertamente el mal no se introduce
en Dios pero no puede considerarse externo o ajeno a Él. Pre­
cisamente por su amor Dios se ha hecho vulnerable.
La presencia amorosa y acompañante de Dios no resulta
evidente y su captación queda oscurecida por la presencia te­
nebrosa del mal. Esto explica la queja de Job. Pero, argumen­
ta Torres Queiruga, «Job no era todavía una figura cristiana».
Es del Jesús crucificado, que muere entregándose confiada­
mente en las manos amorosas del Padre, y de la resurrección
de Jesús, confirmación por parte de Dios de esa su fe-confian­
za en la cruz, de donde brota la fe cristiana que confía incan­
sablemente en la presencia amorosa de Dios, por más que
aparezca eclipsada por el mal.
Esa dinámica positiva de la fe cristiana requiere una remo­
delación profunda de la imagen de Dios. En efecto, la revela­
ción cristiana nos muestra el rostro de un Dios «que crea
única y exclusivamente por amor, que se vuelca sobre la cria­
tura apoyándola "hasta la sangre" en su lucha contra las difi­
cultades físicas y morales que se oponen a su realización,
que acaba rescatándola en la generosidad inaudita de la co­
munión final... El Dios verdadero es el Anti-mal, es decir, el
que está siempre a nuestro lado contra el mal; ese mal que
idénticamente se opone a nosotros y a Él en su acción crea­
dora y salvadora. Este Dios es, como magníficamente expre-
30. Cf. ibíd., pp. 205-208.
31. C f.ibíd.,pp. 210-211.

25
só Alfred North Whitehead, "el gran compañero, el camara­
da en el sufrimiento, que comprende"».31
A todas estas consideraciones, Torres Queiruga añade lo que
él llama el «costado práxico» de la cuestión, que —dice— «res­
pecto del mal efectivo es, en definitiva, el final y decisivo». En
realidad, «confesar a un Dios Anti-mal, activo y operante en la
historia no tiene sentido más que cuando se entra en su dina­
mismo». Y añade: «En la conducta de Jesús de Nazaret se ofre­
ce el ejemplo más claro y al mismo tiempo más duramente rea­
lista. Creer es aquí, por definición, actuar, insertándose en la
acción creadora y salvadora de Dios, combatiendo lo que se
opone a nuestra realización y a la de los demás».3233
Elcuarto tipo de respuestas se caracteriza par postular una «nue­
va» teodicea.
Agrupamos aquí posiciones diversas, pero que tienen en
común los rasgos siguientes:
• Renuncian a buscar explicaciones satisfactorias de la exis­
tencia del mal —de su origen y entidad concreta—y de su com­
patibilidad con la afirmación de Dios. Consideran que tales
explicaciones —tarea de la «vieja» teodicea— son inalcanzables.
• Juzgan, no obstante, que es importante ahondar en las
preguntas que brotan de la presencia inexplicable del mal, de­
jando incluso espacio para la impugnación vigorosa dirigida a
Dios. Piensan que de esa forma es más posible encontrar aque­
llas respuestas que se necesitan para situarse de forma ade­
cuada y práctica ante el mal, en orden a luchar contra él, aun
sin poder explicarlo de forma acabada.

32. Cf. ib(d., p. 234. Lo que sucede es que esa «lucha» de Dios contra el mal no
se realiza con intervenciones «categoriales», ejerciendo una providencia «intmsista>,
puesto que respeta la autonomía creatural en sus diversos órdenes.
33. tbtd., p. 236. Para orientar esa lucha contra el mal. Torres Queiruga, si­
guiendo en este punto a P. Ricoeur, se refiere a «otro costado» del problema, el del
«sentir», es decir, «el de la respuesta vivencial y emotiva del problema». Se trata de
«la necesidad de transform ar los propios sentim ientos de acuerdo con lo que Dios
representa de verdad ante el mal». Desde tal necesidad, cuestiona «esa especie de
moda que a raíz de la tragedia del holocausto se extendió entre algunos pensadores
judíos y pasó a algunos teólogos cristianos: la de creer en Dios a pesar de Él o la de
ayudarle aunque Él no nos ayude a nosotros» (cf. pp. 239-245).

26
• Insisten además en la búsqueda de una «nueva» teodicea
centrada fundamentalmente en la reinterpretación de la ima­
gen de Dios, incorporando, como momento interno de la mis­
ma, la cuestión del mal o el sufrimiento de las víctimas. Natu­
ralmente que al estar esa búsqueda informada por la fe cristiana,
consideran que es indispensable volcar la mirada hacia Jesús
de Nazaret, crucificado y resucitado. Piensan que sólo median­
te tal reinterpretación se puede hablar honesta y coherente­
mente del Dios que confiesa la fe cristiana, teniendo en cuenta
los males experimentados por la humanidad.
He optado, para presentar este cuarto tipo de respuestas,
por resumir muy brevemente las consideraciones de tres teólo­
gos que han tratado nuestra cuestión con repetida insistencia y
con rigor. Me refiero a J. Moltmann, J.B. Metz y J.A. Estrada.
Para presentar la posición de J. Moltmann me limitaré a
resumir lo que podríamos llamar el «momento positivo» de su
«nueva» teodicea, centrado en su reinterpretación de Dios como
«Dios crucificado».3435
En el prólogo de la obra que lleva ese mismo título afirma
rotundamente: «El Jesús abandonado de Dios o es el fin de toda
teología, o marca el comienzo de una teología y una existencia
específicamente cristianas y, por tanto, críticas y liberadoras.
Cuanto más en serio se toma la "cruz de la realidad" tanto más se
convertirá el crucificado en el criterio definitivo de la teología».33
Al situar la muerte de Jesús en el centro de la teología cristia­
na nos encontramos con un Dios que es, en el sentir de Pablo,
«escándalo para judíos y locura para paganos» (cf. 1 Cor 1,23-
25). Esa dimensión de escándalo y locura se percibe al explicitar
lo que supone la incorporación de la cruz al discurso teológico:
• Supone la superación del Dios inmutable. Moltmann, ci­
tando a Althaus, hace ver que la incorporación de la cruz a la
reinterpretación de la imagen de Dios, la gran tarea de la «nue-
34. Cf. E l Dios crucificado. La cruz de Cristo com o base y critica de toda teología
cristiana, Ed. Sígueme, Salamanca, 1975.
35. Cf. ibfd., pp. 13-14. W. Kasper séllala, por su parte, que «la teología de los
siglos XIX y XX es una magna tentativa de someter, partiendo... de la cruz de Jesu­
cristo, el concepto de Dios y su inmutabilidad a una reinterprctación para dar un
nuevo realce a la concepción bíblica del Dios de la historia» (cf. El Dios de Jesucris­
to, Ed. Sígueme, Salamanca, 1985, p. 225).

27
va» teodicea, «rompe el antiguo concepto de su inmuta­
bilidad».3637Y recogiendo la objeción de Nicea que afirma que
Dios no se muda, responde: «No se trata de una sentencia
absoluta, sino de una comparación. Dios no se muda al modo
que lo hace la criatura. No hay que deducir de ello que Dios
sea inmutable en absoluto, pues la determinación negativa lo
único que dice es que Dios no está sometido a ningún constre­
ñimiento por algo no divino».”
• Supone la superación del Dios omnipotente y omnipre­
sente con su providencia intervencionista y la necesidad consi­
guiente de incorporar al ser de Dios la «impotencia» y la «debi­
lidad». En efecto, para Mollmann «un Dios exclusivamente
omnipotente es en sí un ser imperfecto, por no poder experi­
mentar la impotencia y el desvalimiento. Es cierto que los hom­
bres impotentes pueden hambrear y venerar la omnipotencia,
pero nunca se la puede amar, sino sólo temer. ¿Qué clase de ser
será, pues, un "Dios omnipotente” tan sólo? Un ser sin expe­
riencia, sin destino, un ser al que nadie ama».38 La Biblia nos
habla de que «Dios es ciertamente todopoderoso, pero no es el
poder. Él es amor». Y ese amor es el que hace pasar a la omnipo­
tencia de Dios por la impotencia de la cruz de Jesús. El amor,
podría decirse, templa la omnipotencia de Dios a la hora de
actuar en la historia y hace que se detenga ante la libertad del
ser humano para así contar con él en la realización de su sueño
salvífico y liberador. Se podría decir, con Jüngel, que el amor
no conoce la alternativa entre potencia e impotencia.
• Supone la superación de la apatía e impasibilidad de Dios
y la necesidad de incorporar al ser de Dios el sufrimiento: «Un
Dios que no puede sufrir es más desgraciado que cualquier
hombre. Pues un Dios incapaz de sufrimiento es un ser indo­
lente. No le afectan sufrimiento ni injusticia. Carente de afec­
tos, nada le puede afectar, nada conmoverlo. No puede llorar,
pues no tiene lágrimas. Pero el que no puede sufrir tampoco
puede amar. O sea que es un ser egoísta». Y refiriéndose al
testimonio de Wiesel que veía a Dios colgado del patíbulo, co­
menta: «Hablar aquí de un Dios impasible lo convertiría en un
36. Cf. ibld., p. 286.
37. Cf. ib tí., pp. 323-324.
38. Cf. ib tí., p. 312.

28
demonio. Hablar de un Dios absoluto, lo convertiría en una
nada destructora. Hablar aquí de un Dios indiferente conde­
naría a los hombres a la indiferencia».39
• Supone, finalmente, la superación de la alternativa entre
presencia y ausencia de Dios en la historia, porque «quien es
capaz de reconocer la presencia y el amor de Dios en el aban­
dono de Dios presente en el Hijo crucificado, le reconoce tam­
bién en todas las cosas».40 Incluso es capaz de reconocerle en
Auschwitz pues «habrá que decir que como la cruz de Cristo,
también Auschwitz se halla en Dios mismo, es decir, incorpo­
rado en el dolor del Padre, en la entrega del Hi jo y en la fuerza
del Espíritu. Jamás significará esto una justificación de
Auschwitz y lugares de parecida atrocidad, pues la cruz es nada
menos que el comienzo de la historia trinitaria de Dios... Dios
en Auschwitz y Auschwitz en el Dios crucificado: este es el fun­
damento de una esperanza real... y la base para un amorque es
más fuerte que la muerte. Es la razón de vivir con los miedos de
la historia y de su final y, sin embargo, permanecer en el amor
y contemplar lo venidero abierto al futuro de Dios».41
Permítaseme, antes de continuar con la posición de J.B.
Metz, abrir un brevísimo paréntesis para decir que esta imagen
de Dios que nos presenta Moltmann es muy cercana a la que
Etty Hillesum nos ofrece con sus consideraciones sobre el Dios
«débil» que necesita ser ayudado por los seres humanos y so­
bre el Dios ausente «incapaz» de modificar las situaciones de
las que brota el sufrimiento humano.
Al intentar resumir el pensamiento de Metz empecemos
por presentar su malestar hacia toda teodicea que tenga la
pretensión de explicar y comprender la existencia del mal, y
más particularmente, de los males concretos realmente exis-
39. Cf. ib tí., pp. 311 y 392-393. Para una consideración m ás amplia de la cues­
tión de la impasibilidad de Dios en J. Moltmann, Cf. ib tí., pp. 320-333. Cf. también,
por ejemplo, D. Bonhoeffer, Resistencia y sum isión, Ed. Ariel, Barcelona, 1971, p.
210. Sobre su famosa afirmación clave «sólo un Dios sufriente puede ayudamos»,
cf. las magnificas reflexiones de J. Sobrino en La fe. en Jesucristo. Una reflexión
desde las victim as, Ed. Trotta, Madrid, 1999, pp. 134-135.
40. Cf. J. Moltmann, Hablar de Dios como m ufery como hombre, Ed. PPC, Ma­
drid, 1994, p. 37. Cf. también al respecto, D. Bonhoeffer, Resisleneiay sum isión..., op.
cit., pp. 209-210.
41. Cf. E l Dios crucificado.... op. cit., p. 399.

29
lentes. Situándose concretamente ante Auschwitz —ese mal
concreto que es para él ineludible referencia—, afirma rotun­
damente: «Hacer frente a Auschwitz no significa —de ningún
modo— comprenderlo. Quien quiera comprender aquí, no
comprenderla nada. Incomprensible, tal como nos sale al en­
cuentro desde nuestra historia reciente, Auschwitz se sustrae
a todo intento de reconciliarse con él equitativamente y, de
esa manera, de despedirlo de nuestra conciencia».42
Tampoco la tarea de la teodicea puede consistir en «justifi­
car» o «exculpar» a Dios, atribuyendo el mal, como los ami­
gos de Job, exclusivamente a la culpa del ser humano. Para
Metz «sería un atentado contra el mismo Dios que la teología
intentara encontrar, respecto de él, una justificación del sufri­
miento del hombre y, si fuera posible, exponerla doctrinal­
mente. Porque si existe una justificación de. Dios —así nos lo
enseñan todas las tradiciones bíblicas— es la de que Dios se
justifica ya por su presencia...».43
Pero si la tarea de la teodicea no consiste, como su historia
pudiera insinuar, «en el intento de una tardía y, en cierto modo,
obstinada "justificación de Dios" por la teología en vista de
los males, de los sufrimientos y de la maldad que hay en el
mundo», ¿qué tarea asignarle en el momento presente? La
respuesta de Metz es clara y contundente: «Se trata —y, por
cierto, exclusivamente— del problema sobre cómo se puede
hablar de Dios en vista de la abismal historia de sufrimientos
del mundo, el mundo de Dios».44
Tal vez podría decirse que para Metz, como para tantos
otros, hubo un Dios que «murió» en Auschwitz. Pero si no se
acepta esa muerte como definitiva es preciso reconsiderar su
imagen, aquella que quedó sepultada entre los escombros de
Auschwitz. Para ello será necesario partir de tales escombros
y someterse a la «autoridad» del sufrimiento del que fueron
mudos testigos: «Considero que cualquier teodicea cristiana...
y cualquier palabra sobre el "sentido" respecto de Auschwitz,
que tenga su punto de arranque fuera o por encima de esta
catástrofe, es una blasfemia».45
42. Cf. Más allá de la religión.... op. cil., p. 27.
43. Cf. W.AA., La provocación deldiscursosobre Dios. Itolta. Madrid, 2001, p. 60.
44. Cf. W.AA., E l clam or de la tierra..., op. cit., pp. 8-9.
45. Cf. Más allá de la religión..., op. cit., p. 27.

30
La cuestión radica entonces en si, después de Auschwitz,
es posible hacer teología. Y si es posible, ¿cómo hablar de
Dios, qué puede decirse de Él? Auschwitz se presenta enton­
ces como «la gran ocasión para el autocuestionamiento radi­
cal de la teología y del cristianismo».46
En un interesante diálogo mantenido con E. Schuster, Metz
respondió a preguntas de este calibre: «¿En qué T ¡os pode­
mos seguir creyendo, entonces, cuando se asume seriamente
ese hecho de “vivir después de Auschwitz”? ¿En el Padre aman­
te? ¿En el Dios salvador? ¿En el Dios sufriente?».47
En sus respuestas nuestro teólogo muestra su actitud crí­
tica respecto a la imagen de un Dios sufriente. La razón que
invoca es la del riesgo de banalizar el sufrimiento humano:
«El sufrimiento es un misterio negativo, el misterio, intrans­
ferible, del hombre. ¿No estaremos subestimando la nega-
tividad del sufrimiento? El sufrir es, en su raíz, algo total­
mente distinto de un victorioso y solidario com-padecer.
Tampoco es simplemente síntoma y expresión del amor, sino,
en mucho mayor medida, indicio sobrecogedor de que ya no
se puede amar. El sufrimiento conduce a la nada si no es un
sufrimiento a causa de Dios... Esa es para mí una de las ra­
zones por las que tengo mis dudas sobre este discurso sobre
el Dios sufriente».48
A la razón indicada añade Metz, siguiendo a K. Rahner,
que un Dios sufriente y débil difícilmente podría otoñarnos
la salvación prometida, que implica finalmente el poder de
liberar de todo sufrimiento.49

46. No es posible seguir aquí a Metz en el desarrollo de esc autocuestionamiento.


Me limito a indicar que es precisamente el que le ha llevado a proponer y realizar
una «nueva» teología política orientada a desarrollar el potencial de resistencia
critica y el núcleo práctico del mensaje cristiano (cf., por ejemplo. Más allá de la
religión..., op. cit., pp. 30-34).
47. Cf. W.AA.. Esperara pesar..., op. cit., p. 61.
49. Cf. ibtd., pp. 61-62.
43. J. Sobrino piensa que el Dios cristiano se nos manifiesta, al mismo tiempo,
como un Dios sufriente y un Dios que tiene poder para suprim ir el subim iento, es
decir, un Dios cercano, afín, que puede com partir nuestro sufrimiento, que se nos
revela en Jesús crucificado, y un Dios «distinto», con alteridad absoluta y con po­
der para salvarnos de nuestra condición subiente, que se nos revela en Jesús resu­
citado (cf. Hablar de Dios desde ta experiencia de tas victim as, en W.AA. Vivir en
Dios, hablar de Dios hoy, Ed. Verbo Divino, Estella [Navarra) 2004, pp. 182-183, y
La fe en Jesucristo..., op. cit., pp. 134-135).

31
Por estas razones Metz, frente a Mollmann y Bonhoeffer
—teólogos que respeta y comprende, sin poder compartir
su posición en este punto—, prefiere seguir hablando de
un Dios omnipotente, pero advirtiendo, eso sf, «que no hay
que olvidar que los atributos divinos llevan también una
referencia temporal-escatológica. La concepción de un Dios
creador en posición de descanso que... contempla desde lo
alto los sufrimientos de su creación, es una concepción ab­
solutamente contradictoria que sólo puede llevar al cinis­
mo y a la apatía. Pero... todos los predicados divinos, to­
dos los predicados ontológicos sobre Dios, incluida la
afirmación de S. Juan "Dios es amor”, llevan una referen­
cia temporal que obliga a la teología a hablar también del
poder creador de Dios en la figura de la teología negativa.
La creación no es simplemente un estado ya "superado por
nosotros”».50
Importa destacar que en esa búsqueda de nuevo lengua­
je teológico, demandada por Auschwitz, el teólogo alemán
se muestra más bien vacilante, lleno d,e humildad, inclina­
do claramente hacia una teología negativa, cargado de pre­
guntas más que de respuestas. «¿Qué pasa —se pregunta—
con la llamada cuestión teodiceica? ¿Ha quedado resuelta
sin más mediante la doctrina cristiana de la redención? Yo,
por mi parte, tengo cosas que preguntar a Dios y para esas
preguntas tengo un lenguaje pero ninguna respuesta. Entre
ellas está la pregunta siguiente, que es seguramente la pre­
gunta primigenia y auténtica de la teodicea: ¿Por qué el pe­
cado, por qué la culpa? Ya aprendí con Karl Rahner que la
respuesta escolástica habitual ("Dios tuvo que permitir el
pecado en aras de la libertad”) no convence. En nuestra fe
cristiana también tiene cabida, indudablemente la libertad
libre de pecado de la criatura. ¿Por qué entonces, oh Dios,
esa criatura pecadora, culpable? Parece que ésta es la pre­

so. Cf. Esperara pesar..., op. cit .pp. 62-63. En la misma dirección observa agu­
damente M. Fraijó que «la omnipotencia de Dios no es, en la Biblia, constatación de
un logro, sino la expresión de una esperanza. Más que una presencia, la omnipoten­
cia es un anhelo. Es algo aún por llegar. Buena prueba de ello es que la creación y la
resurrección, expresión máxima del poder de Dios, son aún dimensiones de futuro»
(cf. A vueltas cott la religión..., op. cit., pp. 142-143).

32
gunta que hizo también Guardini, a la hora de la muerte.51
Yo la he hecho mía: como oración».5253
En suma, Metz considera «que el problema de la teodicea,
según se ha transmitido bíblicamente, no pregunta sobre Dios,
sino que se dirige a Dios». Por eso prefiere quedarse con Job
formulando sus preguntas y no apresurarse a dar respuestas.
Prefiere utilizar el lenguaje de la oración que se dirige a Dios
que «conoce el increíble ancho de banda de los enigmas de la
existencia humana y su cuestionabilidad de cara a Dios» y que
«visto en su totalidad y no limitado solamente a las oraciones
que se recitan, es por lo general mucho más dramático y más
rebelde que el lenguaje nivelador y sopesado de la teología que
habla sobre Dios». Y concretando más añade: «Ese lenguaje de
la plegaria me parece mucho más radical, mucho más capaz
de resistir, es un lenguaje que rechaza de plano la adaptación;
no busca el consenso ni la aprobación de los hombres, y mu­
chas veces acaba en un puro clamor, o también en un mudo
suspiro de la criatura. Ese lenguaje no conoce barreras. A Dios,
al fin y al cabo, puede decírsele todo, incluso que no se es ca­
paz de creer en él: sólo hay que intentar decírselo. Y en este
sentido, ese lenguaje sabe mucho más sobre lo que he dicho
antes, a saber, que en el tema de Dios aún queda algo por saber
y que también los teólogos deberíamos respetar absolutamen­
te este hecho».51
Nos resta ya por considerar, dentro de este cuarto tipo de
respuestas, la posición de J.A. Estrada. Tal vez su reflexión
sobre la problemática del mal podría resumirse en los puntos
que siguen:
• La teodicea es una tarea imposible si se entiende como
el intento de explicar de forma satisfactoria la existencia de
51. W. Dirks, relata los últimos momentos de Gimrdini, diciendo lo siguiente:
• En el juicio final, él (Cuardini) no sólo dejaría que le hicieran preguntas, sino que
las haría también; y esperaba con confianza que el ángel, en esa ocasión, no le nega­
ría la verdadera respuesta a la pregunta a la que no le había podido responder ningún
libm. ni siquiera la Sagrada Escritura, ningún dogma y ningún magisterio eclesiásti­
co, ninguna ‘teodicea" ni teología, ni siquiera la propia: ¿por qué, oh Dios mío, para
la salvación los terribles rodeos, el sufrimiento de los ¡nocentes. La culpa?» (texto
tomado de W. Oelmtlller, «No callar sobre el sufrimiento...», art. cit., pp. 77-78).
52. Cf. Esperar a pe tar de lodo..., op. cit., p. 64.
53. Cf. ibfd., p. 58.

33
los males concretos que se dan en nuestro mundo o si preten­
de justificar a Dios ante tales males.
• No obstante, es preciso mantener y ahondar las pregun­
tas que brotan de la problemática del mal y, desde ellas y con
la luz que nos proporciona la revelación cristiana, reinterpretar
la fe en Dios y explicitar lo que nos pueda aportar para situar­
nos coherentemente ante ese mal inexplicable.
• Lo realmente decisivo para todo creyente cristiano en
esta cuestión es combatir el mal, teniendo como referencia
vinculante la vida y el mensaje de Jesús de Nazaret.
La teodicea —nos dice—, en cuanto intento especulativo de
justificar el mal existente y hacerlo racionalmente compatible
con el postulado de un Dios bueno y omnipotente, es un fraca­
so. El problema del mal en cuanto a su origen, su entidad y su
significación no tiene una repuesta lógica. El mal se resiste a
cualquier explicación y es lo no racionalizablc por antonomasia.
La conciencia de que este problema es irreversible se ha ido
abriendo paso en la filosofía actual. Cualquier especulación
sobre el mal tropieza con su dimensión existencial y cae en el
ridículo ante el sufrimiento del hombre concreto inocente.54
Sin embargo, y pese al fracaso de todo intento de explica­
ción, no es válido rechazar las preguntas que nos plantea la exis­
tencia del mal, que coinciden con las preguntas de Job. «Son
preguntas sin respuestas posibles, pero que el hombre no puede
evitar plantearse. No son cuestiones teóricas de las que se puede
prescindir arbitrariamente sino cuestiones existenciales sin res­
puestas satisfactorias. Por eso, la teodicea es necesaria en cuan­
to pregunta y en cuanto queja existencial, aunque sea irrealiza­
ble en cuanto respuesta». No hay, pues, respuestas en el sentido
indicado, pero sí hay preguntas. Y «es mejor permanecer afe­
rrado a las propias preguntas, sabiendo que no hay respuestas
clarificadoras, que renunciar a ellas por miedo o por desidia».55
54. Cf. La imposible teodicea..., op. cit., p. 341. Con mayor concreción afirma en
otra de sus obras: «El cristianismo no tiene respuestas últimas convincentes acerca
de por qué es el mundo como es, de por qué hay tanto mal y de cuál es su origen y
significado. Todas las soluciones son insuficientes, aunque algunas sean mejor que
otras en el intento de racionalizar el mal» (cf. Razones y sinrazones de la creencia
religiosa, Ed. Trotta, Madrid, 2001, p. 146),
55. Cf. La imposible teodicea..., op. cit., pp. 342 y 343.

34
Es precisamente manteniendo y radicalizando las pregun­
tas como se puede sentir con más vigor la urgencia tanto de
repensar o reinterpretar la imagen de Dios desde la cruz de
Jesús —y, en consecuencia, desde el sufrimiento injusto de las
víctimas— como de pasar a la práctica de lucha contra el mal.
El creyente cristiano tratará de realizar esas tareas buscan­
do la iluminación de la revelación bíblica, culminada en el acon­
tecimiento de Jesús de Nazaret. En realidad la versión cristia­
na del enigma del mal se encuentra en el silencio de Dios en la
cruz de Jesús y en su actuación en su resurrección.54
Estrada, como Moltmann y tantos otros, subraya que la
imagen cristiana de Dios tiene que asumir su silencio, su no
actuar en la cruz: «La doble dinámica de un Dios trascen­
dente y omnipotente recibe una clarificación fundamental a
partir de la revelación de Dios en el crucificado, como con­
junción de la trascendencia divina en la inmanencia huma­
na. En la cruz se revela la “impotencia" divina ante la capa­
cidad humana de mal y, al mismo tiempo, su sorprendente
trascendencia. Dios no se revela en el trono del César, sím­
bolo por excelencia del poder divino en la época romana,
sino en el crucificado del Gólgota. Al afirmar que el crucifi­
cado es el Hijo de Dios, se achaca a Dios una nueva e incom­
prensible encarnación, precisamente en la víctima del mal.
Dios no interviene para impedir la acción humana pero se
solidariza con la víctima. Dios está en el crucificado y en
todos los masacrados de la historia, incluyendo el que colga­
ba en las alambradas de Auschwitz. Desde ahí se llama a que
el ser humano abandone la violencia y deje de ser lobo del
hombre. Hay aquí una sorprendente teología de la historia:
encontrar a Dios donde nadie lo espera, en la impotencia
ante la agresión, en la indefensión de la víctima, en la nega­
ción misma del poder. Dios se implica en el mal no desde el
poder sino desde el amor... No elimina la muerte pero ofre­
ce, desde ella, la vida... Ni hay un final feliz intrahistórico, al
que tienden las ideologías del progreso, ni tampoco una
teodicea racional que justifique el valor y el sentido del su­
frimiento. Sólo hay el anuncio de un Dios identificado con la
víctima, que ofrece perdón y vida a todos. Es omnipotente56
56. Cf. J. Sobrino, la fe en Jesucristo.... op. cit., pp. 134-135.

35
en cuanto triunfa sobre todo mal (el moral, el físico y el me-
tafísico) y ofrece la salvación desde el crucificado... La diná­
mica profética y mesiánica del cristianismo impugna a la
religión burguesa, porque rechaza que Dios esté en el poder.
Su dinámica se desarrolla desde el sufrimiento irredento de
las víctimas, a las que responde la doble tradición del mesia-
nismo judío y de la parusía cristiana». En suma, «la vida,
muerte y resurrección de Jesús se convierten así en el com­
pendio de la respuesta cristiana al problema del mal».ST
Pero esta interpretación, tan cercana a Moltmann como
decíamos, no lleva a Estrada a compartir sus puntos de vista
sobre el Dios sufriente: «En la actualidad la teología tiende a
resaltar la bondad de Dios, a costa de su omnipotencia, para
dirimir el problema especulativo de Epicuro, que no tiene,
en cuanto tal, solución posible... Se remite, incluso, a la idea
de un Dios que sufre con el Hijo en la cruz para, a partir de
ahí, presentar una esencia divina que haga compatible el
amor con el escándalo de la cruz. La intencionalidad de es­
tas teologías "del sufrimiento de Dios", tanto judías como
cristianas, es coherente con un Dios solidario con el hom­
bre, rechazando la impasibilidad e indiferencia de la divini­
dad griega. Sin embargo, hay que mantener la prohibición
kantiana de especular sobre Dios y el rechazo de la teología
negativa a nuestros antropomorfismos. Las especulaciones
de estas teologías sobre la presunta esencia divina, a la luz
del mal y del sufrimiento, son proyecciones y antropo­
morfismos con los que el hombre intenta justificar a Dios.
Se trata de teologías —y filosofías— que funcionan como
teodiceas, aunque dejan sin resolver la pregunta de por qué
hay sufrimiento en la divinidad».5758
El fracaso de la teodicea en su intento de explicar el mal no
impide que podamos y debamos clarificar el cómo situamos prác­
57. Cf. La imposible teodicea..., op. cit., pp. 395-394,396,398.
58. Cf. ib(d., p. 397. A las razones aquí aducidas para rechazar la •teología del
sufrimiento de Dios», Estrada añade otras. En prim er término la presentada por
Rahner y Mctz: hablar de un Dios impotente y sufriente parece eliminar la posibi­
lidad de nuestra salvación. Por otra parte, considera que «esta limitación de Dios
(la que implica su condición de sufriente) condenarla de antemano muchos de los
esfuerzos humanos para luchar contra el problema del mal y cerrarla el paso a las
utopias de sentido. En última instancia declara el problema irresoluble, lo cual
genera pesimismo y escepticismo» (Cf. ibtd., pp. 38-39).

36
ticamente ante él. Esta es una tarea indispensable puesto que «lo
que justifica al hombre, al abordar el mal, es la lucha contra él...
Hay que rechazar cualquier doctrina que genere la resignación o
el fatalismo ante el mal». En realidad, «es posible rechazar la
teodicea, en cuanto justificación de Dios ante la razón humana,
y conciliar la existencia de Dios y la lucha contra el mal, en una
interacción de la razón práctica y de la razón religiosa».99Y es
que precisamente porque no debemos «disimular las aportas al
hablar de Eios como amor, mientras los hombres mueren, son
infelices y su reino nunca llega... la oración, sobre todo la peti­
ción de que "venga tu reino”, forma parte de la teodicea cristia­
na, que se plasma en la solidaridad práctica con los que sufren».5960

III. Conclusiones
Quisiera terminar recogiendo, a modo de conclusiones,
algunas coincidencias fundamentales que pueden observarse
en aquellas respuestas que, iluminadas por la fe cristiana, han
sido recogidas en este trabajo.
En primer lugar puede decirse que todas las respuestas refe­
ridas están de acuerdo en señalar que la cuestión del mal plan­
tea algunas preguntas que no pueden ser respondidas de forma
acabada con una explicación racional, aunque las diferencias
que median entre ellas en este punto concreto son muy notables.
Los que, siguiendo las huellas de la teodicea leibniziana,
buscan y creen obtener respuestas satisfactorias, no dejan, sin
embargo, de reconocer la «hondura del misterio» y la «fuerza
abisal» de las preguntas que la existencia del mal plantea. Esta
es, por ejemplo, la postura de Torres Queiruga, quien se queja
de que su posición sea vista como expresión de «racionalismo»,
carente de respeto al «misterio». Por eso se defiende molesto
de tales interpretaciones de su pensamiento y afirma que su
posición «es la más humilde, puesto que no piensa desde Dios,
sino de lo que acerca de él y su misterio permite entrever la
estructura de la realidad mundana».61

59. Cf. ibtd.. pp. 343. 346.


60. Cf. ibíd., p. 398.
61. Cf. Del tenor de Isaac..., op. cit.. pp. 208-209.

37
También puede decirse, en segundo lugar, que todos, inclui­
dos los más renuentes a la posibilidad de una explicación racio­
nal satisfactoria de la problemática del mal, dada su condición
de misterio insondable, consideran que es preciso al menos avan­
zar en la búsqueda de una reinterpretación de la imagen de
Dios desde el mantenimiento y radicalización de las preguntas
que plantea la existencia del mal con los sufrimientos injus­
tos que genera. Reconocen, en suma, que «el sufrimiento hu­
mano, cualesquiera que sean sus causas —sociales, personales
u otras— es una gran cuestión para el discurso teológico».6263
En ocasiones pudiera parecer lo contrario, dado el rechazo
rotundo que a algunos —Metz y Estrada, por ejemplo— les
merece la teodicea, a la que no dudan en calificar de imposible.
Sin embargo, la lectura atenta de sus obras permite saber que
ese rechazo inequívoco se refiere a la que hemos repetidamen­
te llamado «vieja» teodicea, con su pretensión de explicar el
origen y entidad del mal o de «justificar» a Dios. En realidad, y
como hemos visto, no cesan de reivindicar la necesidad de una
teodicea distinta que intente reinterpretar la imagen de Dios
para no derivar hacia el más radical de los fideísmos.
En tercer lugar, todos coinciden en destacar la especial im­
portancia que tiene lo que pudiéramos llamar el «momento»
práctico de la teodicea, al margen de la diversidad de las tareas
que de carácter más bien teórico se le asignen. Torres Queiruga,
poco sospechoso de la importancia que concede al esfuerzo teó­
rico de búsqueda, afirma sin vacilación que «el costado práxico...
respecto del mal efectivo es, en definitiva, el final y decisivo».61
Quisiera detenerme algo más en la consideración de ese «cos­
tado» práctico de la cuestión del mal, tan decisivo, puesto que
hasta ahora no se han hecho de él más que breves referencias.
Creo que podría decirse, sin miedo a exagerar, que la mejor
manera de «justificar», o mejor, de afirmar a Dios es precisa­
mente el combatir el mal. ¿No es cierto que la falta de compro­
miso en la lucha contra el mal por parte de quienes afirmamos
teóricamente a Dios es un factor decisivo del ateísmo e indife­
rencia crecientes? Como bien indica J. Sobrino, «en un mundo
de víctimas, poco se conoce de un ser humano por el hecho de
62. Cf. G. Gutiérrez, Hablar de Dios..., op. cií., p. 221.
63. Cf. Del terror de Isaac..., op. cit., p. 236.

38
que éste se proclame creyente o increyente, hasta que no se
añada en qué Dios no cree y contra qué ídolos combate».6465
Teniendo en cuenta la importancia decisiva concedida a
este costado de la cuestión no puede extrañar que, a partir de
la consideración de los sufrimientos injustos de las víctimas
de la historia, haya surgido la exigencia de una teología políti­
ca crítica y liberadora, esencialmente vinculada a la praxis de
lucha contra el mal.
Para Metz, recuérdese, Auschwitz es la ocasión decisiva para
un autocuestionamiento del cristianismo y de la teología. Y tal
autocuestionamiento debe conducir, entre otras cosas, al des­
cubrimiento del déficit crítico y práctico del que padecen mu­
chas teologías cristianas. El teólogo alemán, desde la conside­
ración de Auschwitz, es decir, desde la contemplación de la
historia desde el sufrimiento de las víctimas, insiste en que el
cristianismo no es «en primera línea una doctrina que hay que
mantener lo más "pura" posible, sino una praxis que hay
que vivir lo más radical posible». Por eso precisamente «la fe
cristiana debe ser creída de tal modo que nunca sea meramen­
te creída, sino hecha en la praxis mesiánica del seguimiento».63
¿Y no ha sido el clamor de los «pueblos crucificados» lo que ha
llevado a numerosos teólogos y teólogas del llamado Tercer
Mundo a tomar conciencia de la necesidad de ir hacia una
teología de la liberación? Sí, la cuestión de la teodicea está en
el origen del surgimiento de todas esas teologías.
Tales teologías están informadas por una nueva metodología
caracterizada por lo que se ha convenido en llamar la «ruptura
epistemológica». Con esa expresión se hace referencia a una «rup­
tura» en virtud de la cual la relación del sujeto que hace teología
con el mensaje revelado supone la mediación necesaria del com­
promiso de lucha contra el mal, contra toda forma de sufrimien­
to injusto que sea susceptible de ser superado. Sólo así se produ­
ce la ruptura necesaria que se necesita para superar la hybris
propia del conocimiento abandonado a la lógica del discurso ra­
cional natural y para liberar, en consecuencia, a la teología de su
cinismo. Estamos, pues, ante una metodología esencialmente vin­
culada a la cultura de la memoria que demanda el recuerdo del
64. Cf. El principio-misericordia. Bajar de la crin a los pueblos crucificados, Ed.
Sal Terrae, Santander, 1992, p. 24.
65. Cf. Más allá de la religión..., op. cit., pp. 33-34.

39
sufrimiento acumulado a través de la historia y que no permite,
en consecuencia, el olvido o la invisibilización de las víctimas.64
En el fondo de todas estas teologías cristianas está la referen­
cia vinculante a la memoria del crucificado y resucitado, memo­
ria subversiva y subyugante que permite intuir al creyente qué
es lo que su Dios quiere de él en relación con el mal existente.
Algo aparece claro a partir de la vida y el mensaje de Jesús,
de su muerte y de su resurrección: Dios, su Dios, como señala
E. Schillebeeckx, es el Anti-mal. Ésta es la gran aportación de la
fe cristiana al problema del mal. Al situar Jesús en el centro de
su vida y mensaje el servicio a un Reino de justicia y de fraterni­
dad, la lucha contra el mal se convierte en componente esencial
de la vida de todo seguidor de Jesús. Como señala Estrada:
«teológicamente la idea del Reino de Dios implica que el orden
de la creación está incompleto. Dios no se contenta con un mun­
do en el que existe el mal físico y moral, y viene a poner un
término a esa situación (Mt 22,1-14; Le 12.32; 22,29). Éste es
también el sentido de las Bienaventuranzas: Dios no es neutral
ante los conflictos humanos, ni impasible ante el sufrimiento.
Siempre se pone de parte de las víctimas (Mt 5,3-12; Le 6,20,26).
En los Evangelios no se afirma que el sufrimiento sea algo que­
rido por Dios, mucho menos causado por él... Vivimos en un
mundo que es obra de Dios, pero en el que existe el mal. Este
orden actual no es querido por Dios... El reinado de Dios se
convirtió en la respuesta jesuana al problema del mal».6667
Jesús, que no ofreció una explicación del mal —aunque sí
rechazó que pudiera sin más atribuirse a la culpa de los seres
humanos— luchó contra sus manifestaciones. Y nos invitó a
seguir su camino, asumiendo, con él y como él, esa dimensión
«duélica» de la existencia que nos sitúa contra el mal. «Debe­
mos reconocer que Jesús no propone ninguna teoría sobre el
origen del mal. No hace ningún discurso sobre las causas de la
desgracia —la no provocada por el hombre— ni sobre las cau­
sas del sufrimiento de los inocentes. Si el libro de Job nos deja
con la miel en los labios con relación a esta cuestión (Job ha
66. Cf., por ejemplo. J.B. Mctz, ta fe e n la historia..., op. cit., pp. 119-126.
67. Cf.La imposible teodicea.... op. cit., p. 354. Para la consideración de la obje­
ción que supone la persistencia de la imagen sombría de Dios en la Biblia, incluido
el Nuevo Testamento, Cf. iblil., pp. 361-368.

40
visto, pero no sabemos qué ha visto), también nos deja igual el
Nuevo Testamento. Cristo deja también a Job con la miel en los
labios. No responde a sus preguntas. Sin embargo, coge a Job
del umbral de la puerta donde se encuentra, en su calidad de
contemplador frente a Dios, para conducirle a otra parte. Cris­
to coge a Job, y a todos los Job, para hacerles caminar en el
camino de la lucha contra el mal y el sufrimiento. Y en esto hay,
efectivamente, algo nuevo. No sólo por la resurrección, pues
mal contextualizada e integrada puede convertirse en una coar­
tada nefasta. Él coge a todos los Job para caminar por la vía de
la lucha contra el mal, con la esperanza, garantizada por la fe,
de que en esta ocasión se consigue la victoria. Que se vence en
la lucha contra el mal, como él ya ha vencido, aunque no sepa­
mos siempre de dónde procede el enemigo, el mal. Pues lo que
cuenta, de hecho, no es saber de dónde viene el mal, sino ven­
cer en la lucha a muerte contra él; lo que cuenta es vivir».68
Me gustaría concluir con una constatación gozosa. Parece
cierto que se va consolidando el deseo de conseguir un acuerdo
centrado en la conveniencia de forjar un ecumenismo, sin fron­
tera alguna, en tomo a la humanidad sufriente. Un acuerdo que
pretende incluir a creyentes con credos religiosos diversos y
también a personas que se sitúan al margen de toda confesión
religiosa, es decir, a todos los seres humanos que desean «en­
contrarse en el mismo afán de ir paso a paso suprimiendo, cer­
cenando, corrigiendo los males que nos sean asequibles, dis­
puestos a sufrir con dignidad aquellos que no podamos evitar».69
¡Ojalá que tal deseo crezca y se vaya concretando en prác­
ticas acertadas de lucha contra el mal!

68. Cf. J. Asurmendi, Job. Experiencia del mal, experiencia de Dios. Ed. Verbo
Divino, Estella (Navarra). 2001, pp. 128-129.
69. Cf. I. Sotelo, «Notas sobre el problema del mal*. en Iglesia Viva, n." 175/176
(1995), p. 37. Sobre esta misma cuestión cf. J. Lois. «El cristianismo ante el siglo
XXI: una reflexión desde las víctimas», en WAA.. Justicia y solidaridad, semillas de
esperanto,Cuadernos Verapaz,n.“ 19.pp. 80-82.

41
SUFRIMIENTO HUMANO
Y RESPUESTA POLÍTICA
José María Mardones
CS1C, Madrid

¿No parece fuera de todo planteamiento razonable preten­


der relacionar la política con el sufrimiento? Si la política es
el arte de lo posible, que se desliza fácilmente por senderos
maquiavélicos para lograr sus objetivos, ¿cómo puede estar
relacionada con el sufrimiento? Que la política, la mala políti­
ca, las malas actuaciones de los políticos, producen violencia,
guerras y mucho dolor, está fuera de toda duda. No hay más
que asomarse a nuestro mundo y constatar, tristemente, esta
realidad.
Ahora bien, aquí quisiéramos relacionaren sentido positivo
el sufrimiento con la política. Ver de qué manera una política
que se considere realmente tal y con pretensiones humanizantes
no puede prescindir del trato y del aprendizaje que conlleva el
sufrimiento. Dicho con cierto tono poético, la política que quiera
ser algo más que administración de las personas tendrá que
«ponerse a la escucha del sufrimiento» (Lytta Basset).1Vamos
a tratar de justificar este aserto y de ver el enriquecimiento que
para la misma política procede de esta relación.

1. Las condiciones de la política


Partamos de algunas reflexiones clásicas sobre la política.
Nos daremos cuenta de que la política exige un ámbito de
libertad que si se empuja consecuentemente desemboca en
1. Cf. Lytta Basset. Guirrir de Mahleur, Albín Michel, 2000,108.

43
unas condiciones sociales que exigirían la superación del su*
frimiento en cuanto dolor gratuito y evitable. De ahí que la
política esté siempre enfrentada a la opresión y dominación
de cualquier género. La política es emancipación para entrar
en el ámbito de la libertad.

La política de la libertad
Desde los tiempos de Aristóteles la política tiene que ver
con la vida de unos con otros en un espacio determinado, con
la polis. Organizar la vida de la ciudad, polis, equivale a velar
por la vida buena de un colectivo humano plural, dispar, dife­
rente. Hay que procurar poder vivir en común y de la mejor
forma posible, facilitando a todos una vida verdaderamente
humana. Esta actividad presuponía para el mundo griego que
los hombre poseían la palabra y la libertad de disponer de ella
(iisegoría). Es decir, se encontraban y relacionaban libremente
en plan de igualdad en el uso de la palabra sin coacciones.
Como ha señalado una analista atenta al mundo griego y su
concepción de la política, como H. Arendt,23la política, en este
sentido, ni ha existido siempre ni es una cualidad natural e
ineludible del hombre. La política realmente empieza cuando
se ha terminado con la necesidad material y la violencia física.
Por esta razón, la política la podían ejercer realmente en el
mundo griego sólo los hombres libres que estaban descarga­
dos de las tareas de la violencia de la penuria de la vida coti­
diana merced al trabajo de los esclavos, y que disfrutaban de
la libertad de la palabra frente a los bárbaros que eran consi­
derados no poseedores de la palabra.
Ahora bien, la vida humana no se presenta lisa y sin obstácu­
los, más Lien, ofrece una faz siempre amenazada y extremada­
mente vulnerable.1Amenazada por la naturaleza, con frecuen­
cia inhóspita y extraña, y por los demás hombres; vulnerable a
los zarpazos del medio ambiente y de los intereses de los co­
lectivos o pueblos cercanos, cuando no puesta en peligro por
2. Cí. H. Arendt, ¿Q ui es polflica?, Paidós, Barcelona, 2001,71.
3. Cf.J. Habermas, Aclaraciones sobre la ética de! discurso, Trotta, Madrid, 2000,
18; extrema vulnerabilidad que depende de las formas de vida socio-culturales en
las que necesariamente tiene que individualizarse y vivir el ser humano.

44
los mismos miembros desde el interior de la propia sociedad.
La vulnerabilidad, o como diría Hobbes, la incapacidad del
ser humano para seguir los «preceptos de la recta razón», hace
que los seres humanos para poder vivir en una «multitud re­
unida a través de pactos», tenga que acudir a la política, enten­
dida como contrato y sometimiento. Nos encontramos ante
un sesgo moderno introducido en la concepción de la política
dado el realismo descarnado y duro de la consideración de la
vida humana amenazada por la dominación.
Ya vemos que la política tiene la alta misión de encontrar
una solución a la necesidad de convivir entre sí de los seres
humanos. La política será justamente la relación entre los hu­
manos que conduce a un modo de organización y de vida,
teniendo siempre presente el carácter vulnerable del ser hu­
mano y su insaciable deseo de libertad.
La política se ha entendido desde el mundo griego tenien­
do que ver con la libertad. Sin libertad no hay política. Donde
domina la violencia o la coacción, donde no se quiere arries­
gar la libertad, no se dan las condiciones para el ejercicio de
la política. Estamos todavía en la pre-política. Por esta razón,
cuando en la modernidad cercana enormes proyectos ideoló­
gicos han conducido a millones de seres humanos hacia el
sacrificio de la libertad en pro de la consecución de un fin al
que lleva o conduce la corriente de la historia, se ha negado la
política e introducido el totalitarismo.
Y cuando en las luchas revolucionarias en pro de las cues­
tiones sociales de la superación de la desigualdad y la miseria,
se ha empleado la violencia no estábamos todavía, a decir de
H. Arendt,4 estrictamente en la política, sino luchando por
liberarse de las ataduras y de las condiciones que no permi­
tían acceder al ámbito de la libertad y al ejercicio del libre
hablar y actuar.
La política así entendida como ámbito de la libertad está
presuponiendo como condición una sociedad libre, igualitaria
y justa. La política conlleva una utopía social y unas condi­
ciones humanas. Sin ellas, estaremos avanzando o esforzán­
donos por alcanzarlas. Se puede discutir hasta el cansancio
si esta definición de política no es en exceso purista y si po-
4. Cf. H. Arendt, sobre la revolución, Alianza, Madrid, 1988,93.

45
demos distinguirla, en la realidad, tan nítidamente de los
aspectos denominados pre-políticos. Pero, en cualquier caso,
nos sirve para darnos cuenta de que la política dice relación
necesariamente con aspectos que tienen que ver con la vida
de los seres humanos en su libertad, igualdad y justicia y/o
su carencia de ellas.
Dado que, y aquí entraría el realismo hobbesiano, todo ser
humano está sometido permanentemente al peligro de la do­
minación y la muerte por carecer o no tener aseguradas las
condiciones de libertad, igualdad y justicia, vemos que no es­
tamos tan lejos de los espacios donde se juega mucho del su­
frimiento humano. El sufrimiento humano comienza a apa­
recer como el lado oscuro de una situación donde no
predomina la política democrática o de la libertad. .

La política como emancipación


Si la política exige como condición fundamental el respeto
a la libertad, está claro que la política dice estrecha relación
con la crítica de la dominación. Allí donde se instaure la do­
minación que oprime, no deje ser libre y cause incontable su­
frimiento, nos encontramos indefectiblemente confrontados
con la política. Ésta es la concepción de la Teoría Crítica.
La Teoría Crítica de Horkheimer y Adorno* trató de acla­
rar, en la situación de los años treinta y cuarenta del pasado
siglo, los procesos de dominación en los que estaba inmerso
el ser humano de esta modernidad. El ingente desarrollo cien­
tífico técnico de la modernidad había conducido a úna domi­
nación de la naturaleza que amenazaba, al independizarse de
todo control, con dominar y sojuzgar al hombre y hasta con
someter de modo opresor su naturaleza interior.
Una política realista y atenta es una política alertada hacia
los procesos de dominación y, consiguientemente, de sufri­
miento. De ahí que se sienta estrechamente vinculada con una
teoría crítica de la sociedad. Estará rastreando siempre la
dominación del hombre sobre el hombre —el dolor manifies-5
5. Cf. M. Horkheimer, Th. Adorno, La dialéctica de la Ilustración. TVotta, Ma­
drid, 1994.

46
to o escondido en la propia organización social—y no acepta­
rá jamás «las leyes eternas de la dominación» de las que ha­
blaba Tito Livio.
En el fondo, late la sed de emancipación, como el otro lado
de la superación de la dominación. La experiencia de la políti­
ca lleva hacia la libertad, es decir, tiende a hacer desaparecer la
dominación. En esta concepción vemos que lo político se pre­
senta como una lucha sin tregua frente a la dominación. Pero
sería un reduccionismo inaceptable quedarse presos de este
momento negativo, sin avistar la relación esencial entre políti­
ca y libertad. La salida de la dominación significa la entrada en
el terreno de la libertad, de la política verdaderamente.

La permanente amenaza del totalitarismo


La política, en cuanto ámbitcídel ejercicio de la libertad,
lo estamos viendo, no es un estado al que se llega y se instala
uno feliz y definitivamente. Siempre está la amenaza de caer
bajo «lo otro» de la política, de su negación. Por esta razón,
se requiere siempre la vigilancia crítica y la atención a la
salvaguarda de las oc t.JIcIones de la libertad para no dege­
nerar en su contrario. La-historia del siglo XX nos ofrece su­
ficientes casos como para afirmar el hecho recurrente de la
dominación, aun dentro de las formas democráticas. Hoy
mismo estamos viendo cómo formas de autoritarismo, de
control policiaco, de engaño y manipulación de la informa­
ción, pueden desvirtuar el espacio de la libertad política. El
mismo aparato del Estado puede usarse para ejercer la do­
minación y corromper la política. La política es un bien frá­
gil que se puede destruir o degenerar fácilmente en formas
de Estado autoritario.
En las sociedades modernas altamente diferenciadas, la
dominación adopta formas cada vez más complejas que se
camuflan bajo manifestaciones de libertad. De ahí que haya
que mantener la tensión entre la búsqueda de emancipación y
su contrario.
Una política sana debe poseer algunos antídotos contra el
autoritarismo y la dominación. Pensamos que la sensibilidad
ante el subimiento que produce víctimas es uno de ellos.
47
El pragmatismo actual como amenaza de la libertad
En un brevísimo diagnóstico de la situación actual de la
política tendríamos que hacer referencia a dos hechos que
marcan la tonalidad de la política actual: la caída del muro de
Berlín y los sucesos del 11-S.
A partir de la caída del muro de Berlín se establece el pre­
dominio de un único sistema mundial: el de la democracia del
capitalismo neoliberal. Sus consecuencias más manifiestas son
el fin de la bipolaridad mundial y, con ella, de la política en­
tendida como pasión.
Entramos en una política despojada de mesianismo donde
predomina un enorme pragmatismo. Pareciera que a los go­
bernantes sólo^es interesa permanecer en el poder y para ello
satisfacer las buqnas impresiones de una opinión pública
inmediatista y efímera. La política entra así en unas formas
ramplonas y de corto alcance, sin amplitud de miras y guiada
por los intereses económicos. La política pierde tensión mo­
ral y utópica.
Una política que ha liquidado la confrontación ideológica
seria, quizá se libere de los peligros adscritos a las grandes
visiones de la Filosofía de la Historia que se entendieron a
menudo de forma determinista, pero ahora corre el riesgo de
entretenerse magnificando de forma desabrida las pequeñas
diferencias. Se ocultan así los verdaderos problemas y se crea
una atmósfera de demonización del contrario, de creación de
miedo e inseguridad general a propósito de la oposición, etc.
Quizá no sea exagerado decir que late en el horizonte un cier­
to «fascismo de centro».
El 11-S, en vez de colmar la esperanza de una etización de
la globalización (A. Giddens) como respuesta al fanatismo te­
rrorista, ha venido a confirmar las peores expectativas: la jus­
tificación de un autoritarismo de Estado6 mediante los con­
troles policiales a los ciudadanos, la sospecha generalizada,
un secretismo obsesivo, el recorte de derechos y la justifica­
ción de presuntas «guerras preventivas» contra el «eje del Mal»
y los enemigos de la civilización cristiana. Vuelve a aparecer,
con sorpresa, el uso legitimador de lo religioso dentro de lo
6. R. Rorty, «Fundamentallsmo: enemigo a la vista», El País (29-04-04), 11-12.

48
político. Las instituciones democráticas, como afirma R. Rorty,
se han vuelto muy frágiles.
Si estas reflexiones no son mera creación arbitraria y res­
ponden a los datos de la realidad, no estamos viviendo buenos
tiempos para la política de la libertad. Al contrario, nos ame­
naza el peligro de un autoritarismo larvado que mina el cora­
zón de la política democrática desde dentro. ¿Qué puede apor­
tar a esta situación el apelar al sufrimiento de los seres
humanos?

2. ¿Qué aporta el sufrimiento?


Atendamos ahora al concepto que tratamos de poner en
relación con la política: el sufrimiento. Permítasenos hacer
una serie de consideraciones o pequeña fenomenología del
sufrimiento para ir captando la cercanía de una relación que
ya intuimos desde la misma idea de política democrática o de
la libertad.

El sufrimiento como condición humana


Hay un dato que difícilmente podemos poner en cuestión:
el hecho de que todos los seres humanos nacemos llorando y
sufrimos en determinados momentos de la vida. £1 dolor no
se le ahorra al ser humano. Podemos, incluso, desde una pers­
pectiva objetiva, científica, abundar en la necesidad del dolor
para la supervivencia y pervivencia de la vida. Sin dolor incu­
rriríamos en peligros de muerte mucho mayores. El dolor cor­
poral nos avisa de que estamos pasando unos límites o de que
tenemos una disfuncionalidad, etc., el dolor sirve así a la vida.
Pero existe también un dolor que provoca el vivir con otros, la
carencia de satisfacción de necesidades, el establecimiento de
unas relaciones que nos hieren, nos vejan o nos someten a
condiciones de vida no verdaderamente humanas.
Si llamamos a este dolor causado por la vida con otros
subimiento, tenemos que afirmar que la experiencia da que
no existe vida humana que se pueda escapar del sufrimiento.
Hay una universalidad del sufrimiento. De ahí que podamos
49
añadir que los seres humanos estamos unidos en nuestra con­
dición de sufrientes. Si añadimos el desgarro inevitable de la
muerte, tendremos que terminar afirmando que la herida del
sufrimiento y el desgarro de la muerte nos hermana.

El punió cero de ¡a solidaridad humana


Los seres humanos confraternizamos, antes que en cual­
quier otra condición o comunidad familiar, cultural y aun
genética, en esta condición de seres heridos y rotos por el do­
lor, el sufrimiento y la muerte. Estamos ante lo que pudiéra­
mos llamar la solidaridad más elemental; el punto cero de toda
solidaridad humana.
Nos unifica el sufrimiento y la angustia de la muerte. Nos
estrechamos unos a otros en el clamor de nuestro dolor y en
el desgarro ante la muerte.
M. Horkheimer7ve surgir el sentimiento de la solidaridad
a la vista de la infelicidad real de los otros. Del sufrimiento de
los otros surge como una apelación hacia nosotros que en­
cuentra eco en nuestro mismo destino y en el deseo de supe­
rar el sufrimiento. Porque, en el fondo, ansiamos la felicidad
y experimentamos el sufrimiento como negación de una con­
dición hacia la que tendemos. De esta felicidad truncada bro­
ta el sentimiento de solidaridad. Es, por tanto, una solidari­
dad en la finitud.

Una comunidad histórica de sufrimiento


Compartimos un sufrimiento que se produce no por una
condición antropológica general sino por causas históricas. Es
la vida humana misma, en su configuración histórica concreta,
la que aparece amasada por las relaciones injustas, desiguales,
inhumanas. La barbarie es una realidad, como vio W. Benjamín,
que acompaña al proceso civilizatorio. No hay civilización sin
un pasado horroroso.
7. Cf. M. Horkheimer, Sociedad en transición: estudios de filosofía social. Penín­
sula, Barcelona. 1976,31,41,53.

50
No tenemos más que echar una mirada al siglo que hemos
terminado para tener una constatación de esta verdad. Mon­
tañas de cadáveres acompañan el discurrir del siglo XX y se
calcula que entre los dos Sarajevos de 1 9 1 4 y el de 1 9 9 5 casi
cien millones han perecido a manos de la guerra, del hambre,
de la deportación, del asesinato, de la enfermedad. Estamos,
lo queramos o no, vinculados por esta condición de víctimas y
culpables con la que la civilización y la barbarie nos une.
No estamos lejos de E. Lévinas cuando sitúa la fraterni­
dad en la socialidad antes que en el ser ontológico. El uno
para otro de la fraternidad surge más claramente de esta par­
ticipación y solidaridad sufriente en la finitud humana que
en las consideraciones abstractas y esencialistas sobre el ser
humano.

La pregunta por el sentido


¿Qué sentido tiene la vida? Ésta es la pregunta que brota
del subiente. No estoy ansiando la felicidad, ¿por qué, enton­
ces, el sufrimiento? ¿Estaremos mal hechos, o acaso será el
ser humano una causa perdida?
El interrogante de la vida y el sentido se agarra fuertemen­
te a las entrañas del subimiento intentando desvelar el secre­
to que rodea a esta condición negativa de sufrientes, víctimas
y culpables. Desde aquí, incluso renace el anhelo de la bús­
queda de una superación de esta condición porque, aunque
adoptemos posturas resignadas o desesperadas, el sufrimien­
to no es integrable sin más dentro del insaciable deseo de feli­
cidad. Permanece un aguijón que nos espolea a la búsqueda
de una respuesta, mejor,' de una situación donde nuestra an­
sia de bien se aquie' e.

El sufrimiento que se hace compasión activa


Un sentimiento compartido surge ante la solidaridad en el
sufrimiento: la compasión. Ante la experiencia de la felicidad
truncada y del anhelo de otra cosa, nace la compasión. Com­
pasión por la triste condición humana, de los otros y mía. La
51
compasión es sufrimiento compartido, con-pasión con el otro
por la situación o estado en que nos encontramos.
La capacidad de sufrimiento compartido engendra com­
pasión. Y ésta lo primero que pone de relieve es el estado en
que se encuentran los seres humanos. Nos orienta hacia una
mirada que se hace cargo de la negatividad de una situación y
resalta las carencias de una vida. Es decir, la compasión
agudiza la vista para caer en la cuenta de lo que nos falta.
Ya se advierte que la compasión funciona desde el anhelo
de otra cosa. Padece con los otros porque no acepta como nor­
mal la condición humana de sufriente. Toma conciencia de lo
que pudiera ser de otra manera y es causa de miseria, de injus­
ticia y de dolor. La compasión vive del anhelo de una situación
diferente donde el sufrimiento no existiera. Atisba una realiza­
ción humana que no puede contentarse con lo que hay.
De ahí que, como se ha señalado con frecuencia, en el fon­
do de la compasión late un sentido global de justicia* No se
acepta la situación de sufrimiento.
En la historia del pensamiento no tiene, como sabemos,
demasiado buena fama la compasión. Para E Nietzsche era
pura debilidad que manifestaba más bien la preocupación por
sí mismo; para Séneca era pusilanimidad que se derrumbaba
ante el sufrimiento ajeno. Y es verdad que la compasión que
se queda en formas de sentimentalismo esconde miedo y egoís­
mo. Se ha insistido en que a los espíritus fuertes ante el sufri­
miento y las condiciones de injusticia les brota la indigna­
ción. Creemos, sin embargo, que el sentimiento de compasión
es anterior: primero está la identificación con el que sufre.
Ésta es la condición de posibilidad de la indignación. En pri­
mer lugar nos encontramos con la humanidad compartida que
se refleja en la compasión. Después, en segundo lugar, nace el
rechazo e indignación contra la injusticia que provoca el su­
frimiento.
Cuando la compasión se hace consciente y no se queda en
mero sentimiento, empuja hacia el cambio de la situación y el
bien del otro. La compasión efectiva moviliza, más allá de la
indignación, hacia el cuidado del otro. El bienestar del otro es8
8. Hille Haker, «'La compasión", ¿program a m undial del cristianismo?»,
Concilium. 292 (2001), 555-572.564.

52
el resultado de una compasión que no se queda en la mera
afectividad.
A menudo se dice que la compasión es efímera. Pero, si
hemos comprendido bien, la compasión que acompaña a la
solidaridad de la finitud humana no tiene por qué ser un mero
efluvio pasajero; antes, por el contrario, se convertirá en un
permanente impulso para luchar contra la erradicación de las
formas de dominación, opresión e injusticia que producen
sufrimiento. De ahí que la compasión puede ser vista como el
incentivo permanente de una praxis moral que se traduzca en
impulso emancipador.

3. Sufrimiento y política
Ya hemos visto la cercanía que se establece entre la políti­
ca de la libertad y el sufrimiento humano evitable. Son como
el haz y el envés. La verdadera política democrática o de la
libertad, cuando no es ingenua ni ilusa, se confronta con su
opuesto, la dominación, que está en el origen de mucho su­
frimiento humano innecesario. De ahí que defendamos la te­
sis de que una verdadera política de la libertad mida sus señas
democráticas y de verdadera libertad mediante su lucha en
pro de la extirpación del sufrimiento. El sufrimiento aparece
así como el indicador que denuncia la carencia de un verda­
dero ámbito político o de libertad democrática y como el
interpelador que emplaza a una verdadera política de la liber­
tad y la justicia.

El sufrimiento enseña a ver ¡a realidad y facilita una actitud


emancipatoria
Hay aspectos de la realidad que únicamente se perciben si
hay un cambio de actitud en los ojos que los miran. En esta
línea epistemológica está el refrán de la sabiduría africana
cuando dice que «hay cosas que sólo se ven tras haber llora­
do». El sufrimiento proporciona así una actitud y un sesgo en
la mirada que propicia el descubrimiento de aspectos de la
realidad que de otra manera quedarían ocultos.
53
Aplicado a una política emancipatoria, en cuanto preocu­
pación y cuidado por la vida de los hombres en la sociedad,
ayuda a ver mejor los problemas de la sociedad. Contemplar
aquellos «rincones oscuros» de los que hablaba B. Brecht y a
los que no somos nada inclinados los seres humanos, menos,
desgraciadamente, los hombres encargados de administrar el
poder. El sufrimiento es un educador de la vista: nos ayuda a
fijar los ojos en el dolor de esta sociedad y así nos descubre lo
que habitualmente no se ve.
La solidaridad en el sufrimiento es también un educador
del corazón. La experiencia de los analistas de los verdugos
de Auschwitz, por ejemplo Gilbert, en El diario de Nuremberg,
es que hombres como Rudolf Hóss eran hombres normales
desde un punto de vista afectivo pero que, en este caso, apare­
cía «sumido en una apatía esquizoide, en la insensibilidad y
en la incapacidad de compartir los sentimientos del otro».’ Y
habrá que decir con I. Kertész que esta «apatía esquizoide»
no es sólo un producto individual, sino que lo peligroso es
cuando degenera en una enfermedad colectiva.
¿No decimos qué actualmente crece un individualismo
consumista con una insensibilidad ante los problemas socia­
les, es decir, el sufrimiento de los demás? ¿No es éste un indi­
cador preocupante para una política democrática?
El sufrimiento compartido es, por tanto, como decía Ador­
no frente a Popper, el lugar que desvela los verdaderos proble­
mas de la sociedad. Estos problemas no surgen de la conside­
ración intelectual ni de las contradicciones lógicas o mentales,
sino de las contradicciones reales existentes en la sociedad. El
indicador de tales contradicciones es, sin duda, el cufrimien-
to. La contradicción social se manifiesta en forma de dolor,
miseria, injusticia que pudiera ser evitable. Ahí está la contra­
dicción social y el problema que debe abordar una política
que tenga como horizonte la emancipación, es decir, la liber­
tad y la justicia. i
El sufrimiento tienj la virtualidad de orientar hacia los lu­
gares de la dominación y opresión. A una política emancipatoria
le indica hacia dóndj dirigir la vista y la atención preferente.9
9. Cf. Imre Kertész, Diario de la galera, Acantilado, Barcelona, 2004,24.

54
No le mostrará, sin el esfuerzo del análisis y la sabiduría de las
decisiones, cómo atajar la dominación, pero sí le señala las
huellas a seguir para encontrarse con el enemigo a combatir.
Hay que sospechar, con fundamento, que mucha de la ce­
guera social de la política y de los políticos procede del aleja­
miento de los lugares del sufrimiento. La denominada «deri­
va irenista» de la política, que ofrece, incluso a nivel intelectual,
una insistencia en una intersubjetividad sin aristas, sin dra­
mas ni sinuosidades, es una consecuencia de la ocultación del
sufrimiento y del hecho de la dominación.101El raquitismo y la
corrupción que se achaca a los políticos en nuestros días, su
carencia de sensibilidad, honradez, austeridad y solidaridad
frente al paro, la marginación, la soledad miserable de los
ancianos con pensiones ridiculas, etc., ¿no proceden de una
insensibilidad moral propiciada poruña ceguera y alejamien­
to ante los problemas de la realidad?
¿No denotan una lejanía e insensibilidad ante el subimiento
las reuniones o convenciones mundiales para abordar el pro­
blema del hambre o del sida en el mundo y donde los países o
regiones ricas, dígase por ejemplo Europa, se comprometen a
colaborar por la erradicación del hambre en África pensando
a quince años vista? ¿Cómo sería la prisa que se tomarían,
dados los medios de que disponemos, si esas lacras nos afec­
taran en la propia carne?

El fundamento de una política crítica y emancipatoria


y el peligro actual
Tendríamos que decir, como H. Marcuse en el lecho de muer­
te, que ya sabemos dónde está la raíz y fundamento de una
teoría crítica y emancipatoria: en la compasiór., ante el sufri­
miento, «en nuestro sentimiento por el dolor de los otros»."
Esto es aplicable a la política.
10. Cf. M. Abensour. «¿Filosofía política critica y emancipación?*, conferencia
en el Instituto de Filosofía, CSIC, 29 enero 2004.
11. Cf. J. Habermas, Perfiles fitosófico-potllicos, Tauros, Madrid, 1984,296; este
autor cuenta la anécdota de su encuentro con Marcuse, antes de morir, en una sala
de cuidados intensivos de un hospital de Frankfurt donde habla sido internado
poco antes de cum plir ochenta afios.

55
Sin sufrimiento compartido la política se queda en ges­
tión burocrática y es lenta e insensible para los problemas
de la gente que los sufre. Actualmente se habla de un 11 % de
marginados en nuestras sociedades ricas de Occidente. Un
«subproletariado», como lo denomina R. Dahrendorf,12que
no tiene ya importancia social, económica ni política. Es una
«tentación política» prescindir de quienes no tienen peso so­
cial ni político. Es triste tener que afirmar que la única ma­
nera de que cuenten estos grupos es a través de la presión
social, del miedo a los giros hacia una derecha radical, como
la de Le Pen en Francia, o bien, mediante la presión de los
movimientos alternativos a la globalización, como sucede
desde Seattle hasta Davos.
Dahrendorf mismo se pregunta si fenómenos como la des­
trucción de la vida comunitaria, el creciente auge de un indi­
vidualismo consumista, la presencia cada vez más fuerte de
un darwinismo social, una fuerte sensación de inseguridad
social, no radican en la ausencia de un movimiento equiva­
lente al movimiento socialista del siglo XIX. El individualismo
ha transformado no sólo a la sociedad civil, sino también los
conflictos sociales. Muchas personas pueden estar sufriendo
por el mismo destino, pero cuando no hay una explicación
unificada y unificante, los conflictos se quedan en meros pro­
blemas individuales y son mucho más difíciles de solucionar.
La degradación social está a la mano y crece la tentación de
actuar al margen de la sociedad.
La carencia de solidaridad con el sufrimiento afecta a la
política y su ejercicio. En primer lugar, la vuelve burocrática e
insensible al dolor.'3La organización, la burocracia, no perci­
be el mal ni las contradicciones dolorosas, precisamente a
causa de su misma organización. La denunciada incapacidad
de la política actual para apuntar al mal de la sociedad14quizá
12. Cf. R. Dahrendorf, La cuadratura del circulo. Bienestar económico, cohesión
social y libertad política, FCE, México, 1996,52 s.
13. Cf. H. Habermas. Aclaraciones sobre la ética del discurso, o.c„ 124, donde
insiste en un aspecto poco acentuado, hasta ahora, por este autor: el aprendizaje «de
las experiencias dolorosas y del sufrimiento irreparable de los humillados y ofendi­
dos. de los heridos y asesinados», a través de movimientos sociales y luchas politicas,
para superar la universalidad falsa, los principios universalistas obtenidos
selectivamente y aplicados de modo insensible al contexto.
14. Cf. J.C. Guillebaud, Le golit de l'avenir, Scuil, París, 2003.21 s.

56
radique en esta consideración presuntamente aséptica, obje­
tiva, burocrática, de la sociedad. Donde no hay bien ni mal,
no hay juicio moral y estamos a un paso de la política pura­
mente pragmática sin elán moral. Una política de este género
no sólo es peligrosa por desconocer el mal social que produce
sufrimiento, sino que prepara el camino de un conformismo
social enormemente despolitizador y peligroso, caldo de cul­
tivo de reacciones fanáticas de un presunto bien.
En segundo lugar, una política insolidaria con el sufri­
miento es fácilmente manipulable. En estos momentos, los
políticos ávidos de poder pueden manejar hábilmente las
políticas autoritarias: ofrecen seguridad ciudadana al pre­
cio de la libertad. Se acallan las quejas de la opinión crítica
con el recurso a la eficacia frente a la inseguridad, las exi­
gencias del proceso económico, etc.; se ocultan actividades
a la opinión pública en nombre del bien común, etc. Crece
una especie de neofeudalismo, como vemos hoy en la Rusia
de Putin, en China y en el Sureste de Asia y hasta son visi­
bles los gestos de este tipo en la política estadounidense,
italiana, etc.
Sin duda, como vemos, la existencia del sufrimiento solo
no soluciona las contradicciones sociales y ni siquiera indica
el modo de abordarlas. Se requiere un catalizador ideológico-
moral que haga de unificador. Pero quien tiene la inquietud y
la compasión efectiva que proporciona el sufrimiento, se sen­
tirá impulsado al análisis desvelador de las causas estructura­
les del sufrimiento y a buscar los modos adecuados de su su­
peración. Tenderá sobre todo a la mirada conjunta y no al
atomismo individualista.

Un estilo en el modo de gobernar que crea ciudadanía


Ya hemos señalado, que cuando las grandes cuestiones ideo­
lógicas han desaparecido del horizonte, crece el peligro de
magnificar el gesto y aumentar las pequeñas diferencias a es­
cala gigantesca. Pero también crece la atención a la cuestión
del estilo de gobernar o hacer política. Comienza a ser central
el modo de presentarse, hablar, dirigirse al público, la simpa­
tía, la proximidad o no del gobernante.
57
Nos podemos quedar en una cuestión superficial y de cos­
mética. Pero no hay duda de que la consideración de la volun­
tad popular, el respeto a la libertad, son cuestiones de talante
que denotan un estilo. Se comprende desde aquí que se haya
dicho con Camus que la política es una cuestión de acento.
La solidaridad con el sufrimiento aporta un estilo a la políti­
ca. La mirada hacia los que sufren y están abajo o en la
marginación social, hace que la política se vuelva un lugar don­
de se crea un estilo de atención al de abajo. Las medidas de la
política desde las infraestructuras hasta la cultura, toman una
coloración y tinte que al mirar hacia el sufrimiento de los menos
favorecidos les devuelve, con su atención y respeto, dignidad y
autoestima. Habría que afirmar sin paliativos que un estilo de
política atenta a las contradicciones sociales y a quienes las su­
fren es una política que genera ciudadanía y contribuye a una
elevación de la moral de la sociedad. Es decir, proporciona con­
ciencia de la valía del ser humano por el hecho de ser humano;
da sentido de la igualdad radical de todas las personas e incita a
la superación de la miseria, la injusticia y la desigualdad.
Y al contrario, una política que de hecho menosprecia al
caído o hundido es una política que crea parías sociales. Ge­
nera un conformismo fatalista frente a las situaciones que es
el mejor caldo de cultivo de cualquier política de dominación.
El reciente premio Nobel húngaro-judío I. Kertész15suele in­
sistir machaconamente en que el mayor peligro para la políti­
ca democrática es el conformismo: «las masas humanas no se
vuelven nazis —o similares— por rebelión, sino por su opues­
to, el conformismo».

El sufrimiento que humaniza el poder


La limitación es la marca de la finitud. El sufrimiento lle­
va consigo también las señales de la fragilidad humana. Cuan­
do el ser humano, en cualquier faceta de la vida, dígase sexua­
lidad, ciencia, poder, etc., actúa sin limitación ni barreras, se
conforma a la naturaleza, como decía G. Bataille, es decir, se
vuelve no tanto divino como animal.
15. Cf. Imre Kertész, Diario de la galera, o.c., 52 s.

58
Las masacres de la humanidad han ocurrido cuando las
barreras de la prohibición han caído ante la afirmación ilimi­
tada del poder que se transforma en violencia arbitraria. Se
mata o tortura porque sí, simplemente. Se precisa del control
y la limitación expresados en la voluntad democrática. Inclu­
so, como nos recuerda H. Arendt invocando la experiencia
histórica, la coerción violenta aplicada presuntamente para
restaurar un desequilibrio social o hacer justicia a las vícti­
mas, suele degenerar en un festival de revanchismo y muerte.
¿Cómo hacer justicia, entonces, a las víctimas del sufri­
miento? El sufrimiento solidario pide hacer justicia sin crear
más víctimas. Aquí se sienta una restricción radical sobre la
violencia que orienta hacia una política de la libertad y del
respeto incluso del enemigo. Hay barreras de humanidad que
no se pueden traspasar. La justicia de las víctimas demanda
un respeto a la humanidad reconocida incluso en el verdugo.
Sólo de esta manera se puede defender el poder de la tenta­
ción de la arbitrariedad; sólo así podremos defendemos de la
inclinación del poder a conceder el estatuto de lo humano se­
gún su discreción. Cuando esto ocurre, cuando declaramos a
alguien «no hombre», lo reducimos a cosa, estamos ante el
principio del totalitarismo y de la barbarie.16

La medida de la democracia
La superación del sufrimiento es la medida negativa de la
política de la libertad. Allí donde permanece la dominación en
cualquier forma, estamos ante un grito que niega la realidad de
la libertad. Basta una víctima, diríamos parodiando a Adomo,
para afirmar que todavía no habríamos alcanzado la libertad.
Es difícil y peligroso definir positivamente la libertad. In­
currimos fácilmente en utopías que cierran la historia impo­
niendo límites al futuro, o bien, negativamente! pretendiendo
alcanzar como realización de la historia una visión corta y
restringida de lo humano. Es preferible el camino negativo.
La dialéctica negativa no sabe qué es la realización de la liber­
té. Cf. A. Finkielkraut, Im humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX, Anagra­
ma. Barcelona, 1998,8 s.

59
tad, perú sí qué es lo que la impide y la socava. Desde aquí
podemos proceder a eliminar obstáculos y facilitar la anda­
dura de la política de la libertad.
Con sensibilidad introducida por las consideraciones de la
filosofía y teología de la liberación, podemos decir que el ini­
cio de la verdadera democracia y libertad se habrá alcanzado
cuando podamos presentar un mundo sin explotación y sin
pobres. J. Rawls” pide que las instituciones justas en las so­
ciedades democráticas logren realizar el llamado «principio
de la diferencia»: «las desigualdades económicas y sociales
han de ser estructuradas de manera que sean para mayor be­
neficio de los menos aventajados, de acuerdo con un princi­
pio de ahorro justo». Para una sensibilidad que mira al sufri­
miento de los pobres, la medida de la libertad política de
nuestro mundo es la justicia que asegura unos .mínimos para
todos. Mientras tanto, estaríamos en el reino de la domina­
ción y de la política no realmente democrática ni libre.

Conclusión
Hemos mirado las relaciones que existen entre la política
democrática y el sufrimiento humano. Hemos llegado a la
conclusión de que una política que se abstenga de tener muy
presente el sufrimiento humano no es política de la libertad.
El sufrimiento funciona como el contrapunto y el recuerdo
crítico para la democracia: mientras exista el clamor de un
grito humano no hay verdadera libertad. Una política que ol­
vida el sufrimiento es temible porque ha olvidado finalmente
que trabaja en pro de la humanización de la vida y de la mis­
ma libertad.

17. J. Rawls, Teoría de la justicia, FCE, Madrid. 1978.

60
LA PROSA DEL DOLOR
El entllizaje de un instante preciso
violento de soledad
Femando Barcena
Universidad Complutense

El vicio supremoes la superficialidad.


Todo lo que se comprende está bien.
O scar W il d e , De p ro fa ná is
El cuetpo da tugar a la existencia.
J ean -L uc N ancy , Corpus

Hay un tipo de sabiduría que obtenemos del placer y una


sabiduría escondida en el dolor. El dolor un instante preciso y
violento de soledad, como ha escrito Tahar Ben Jelloun. En la
intensidad del dolor (y del placer) nos quedamos sin palabras,
adentrándonos en la experiencia, casi infantil, de la inefabilidad:
La sensación de dolor, parcialmente señalada en las ciencias
humanas, los testimonios literarios, y sobre todo los de enfer­
mos o heridos, es en primer lugar un hecho intimo y personal
que escapa a toda medida, a toda tentativa de aislarlo o descri­
birlo, a toda voluntad de informar a otro sobre su intensidad y
su naturaleza. El dolor es un fracaso del lenguaje.1
Y aunque podemos hablar del dolor y del placer ajenos, en
realidad se trata de experiencias íntimas. Quizá no podemos sentir
el dolor ni los placeres de la «humanidad», aunque sí podemos
—en el caso del dolor— disponemos para que vaya adquiriendo
una silueta concreta cuyos rasgos alcancen la propia figura: «Aun­
que sea a través de otros, tiene que apoderarse de ti de modo que
no logres eludir su aguijón», dice Rafael Argullol.2
1. D. Le Bretón (1999). Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barra!.
2. R. Argullol (2004), El puente de fuego. Cuaderno de travesía, 1996-2002, Bar­
celona, Destino, p. 32.

61
Voy a hablar del hombre sufriente a través de un cuerpo
traspasado por la experiencia de un dolor que, aunque sea
exclusivamente físico, nos deja instalados en un sufrimiento
moral, psíquico y existencial indecible. Si la salud es, como
decía el cirujano Leríche, el «silencio de los órganos», al aden­
trarnos en el territorio del dolor el cuerpo nos devuelve di­
mensiones desconocidas hasta entonces para nosotros.3 Es
entonces cuando el cuerpo parece hablamos con un lenguaje
que no es palabra, sino grito y llanto. El poeta portugués Al
Berto, atacado de un cáncer mortal con apenas cuarenta años,
dejó escrito lo siguiente en uno de sus libros más hermosos:
Y en el centro de la ciudad, un grito. En él moriré, escribien­
do lo que la vida me deja. Y sé que cada palabra escrita es un
dardo envenenado, tiene la dimensión de un túmulo, y todos
tus gestos son una señalización en dirección a la muerte —
aunque siempre sea absurdo morir.45
El dolor, como un acontecimiento de la existencia, nos re­
cuerda que somos lo que padecemos. El hombre es un ser
patético. Como Epimeteo, aprendemos «después de»: después
de haber padecido, después de haber visto, después de haber
leído todo el relato. Comprendemos no antes, sino después
que el relato, la narración (mythos), se ha establecido. Es por
la narración, y la experiencia que en ella hacemos, que apren­
demos y entendemos como sujetos de la pasión. La experien­
cia no la captamos desde una lógica de la acción, sino del
recibimiento de lo que nos acontece, ni tampoco desde una
reflexión sobre nosotros mismos, sino desde una conciencia
herida que nos vuelve sujetos afectados por lo que nos pasa.1
En esta afectación hay también comprometido un tipo de
mirada sobre el sufrimiento humano.
El ejercicio que propongo es difícil, como lo es cualquier
intento de traducción de sentimientos, emociones y experien­
cias vividas con un cierto grado de densidad existencial. La rea­
3. Cf. R. Leríche (1949), Chirugie de la douleur, Parts, Masson, p. 10.
4. Al Berto (1999). Lundrio, Lisboa. Assfrio & Alvim, 2.* edición, p. 168.
5. Cf. J. Larrosa (2004), «Experiencia y pasión (Notas para una patética de la
formación)», en La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación,
2* edición revisada y aumentada, México, Fondo de Cultura Económica, p. 96.

62
lidad, que parece única, la podemos decir de muchas mane­
ras; por eso la experiencia siempre es un acto individual que,
para comunicarse, busca sus propios modos de expresión. Los
relatos y narraciones, así como las construcciones simbóli­
cas, al final no son más que meros intentos de interpretación
de esa experiencia. La palabra, la imagen, el gesto apenas cons­
tituyen una forma posible de comunicación de lo que nos pasa.
Pero el resultado de estos ejercicios puede llegar a ser sor­
prendente, sobre todo cuando el intento de comunicar las ex­
periencias es de naturaleza artística.
He elegido hablar del dolor no como especialista en esta
materia, porque no lo soy, sino como alguien que también ha
sido recorrido por sus propios momentos de sufrimiento, y
como lector. He seleccionado algunos textos literarios, por­
que a menudo la literatura plantea las mismas cuestiones que
se plantearía un médico para quien el dolor no es sólo un he­
cho de la materia sino un acontecimiento del existir. Además,
la literatura ofrece a menudo respuestas y elementos de re­
flexión que pueden orientar nuestra necesidad de compren­
der el dolor humano.6
Me voy a referir a tres cuestiones principales: 1) en la pri­
mera parte trataré de interpretar algunos aspectos de nuestra
relación moderna con el dolor, indicando qué condiciones ha­
cen que nuestra relación con el sufrimiento se despersonalice.
2) En la segunda, hablaré de la intimidad del subimiento, es
decir, me ocuparé del dolor como experiencia y como aconte­
cimiento de la existencia. Para ello utilizaré referencias de tipo
literario. Citaré no sólo ficciones, donde un autor intenta na­
rrar la ficción de un dolor, sino autoficciones, el registro dolo­
roso de escritores que han tratado de dar cuenta de su propio
sufrimiento y, al hacerlo así, nos han transmitido ese saber
imposible y secreto de la experiencia de su propio sufrimien­
to. 3) La última parte la dedicaré a proponer un tipo de mira­
da sobre el dolor que, más que sostenerse en la intencionalidad
del ojo que mira, se abandona sin recelos a la misma experien­
cia de una mirada poética.

6. Cf. G. Danou (1994). Le corps souffrant. Lilliralure el mide cine, París, Champ
Vallon - PUF, p. 11.

63
1. Nuestra relación con el dolor. Héroes, víctimas
y artistas
Se ha dicho que el dolor nos amenaza, al menos, desde
tres puntos: desde el cuerpo, que parece condenado a la deca­
dencia y la aniquilación; del lado del mundo exterior, ya que
muchos de nuestros padecimientos provienen de fuerzas des­
tructoras que no podemos controlar; y por último, del lado de
las relaciones con los demás.78Aunque conozcamos las causas
de las que provienen muchos de nuestros malestares y dolo­
res, al final «el dolor se conoce por experiencia», y nos recuer­
da nuestra propia «finitud».*
Decir que somos «finitos» (y «contingentes») significa que
muchas de las cosas que «nos pasan» se escapan a nuestro
control (a nuestro poder, a nuestro saber, a nuestra capacidad
de acción, a nuestras disposiciones racionales). Parece que
ningún saber «científico» o «especializado» que del dolor dis­
pongamos nos protege del acontecimiento del dolor, de su ex­
periencia brutal. El dolor es una cierta punción que nos hiere
en lo más íntimo, una lesión que fractura la realidad de la
unidad completa que nos configura, un «mal» que ataca nues­
tro sentido del «placer». Allí donde se manifiesta el dolor, el
ser se diluye como absorbido por él: todo lo que constituye la
subjetividad se esfuma, como dice Michel Onfray, en su fulgu­
rante aparición.9Cuando surge el dolor, nada más parece exis­
tir: ni la razón, ni el análisis, ni la reflexión, ni la paciencia, ni
nuestro coraje. Susan Sontag, ella misma tratada de cáncer,
ha explicado el lado sombrío de esa ciudadanía humana que
es la «enfermedad» de este modo:
La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía
más cara. Atodos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía,
la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aun­
que preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada

7. Cf. S. Freud (1997), El malestar de la cultura, Madrid, Alianza, p. 45.


8. Cf. S. Natoli (2002), L'esperiema del dalore. Le forme del partiré nella cultura
occidentale, Milán, G. FeUrinelli Editores, p, 7; J.-C. Mélich (2002), Filosofía de la
finitud, Barcelona, Herder.
9. Cf. M. Onfray (2003), Féeries anatomiques. Ginialogie du corps fauslien, Pa­
rís, Grasset, p. 286.

64
uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un
tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar.10*
Y sin embargo, de modo sorprendente en el dolor parece
que somos más reales. Por el dolor parece que somos: él nos
recuerda que existimos y que somos nuestro cuerpo. Hay una
especie de «superioridad» en el estado de dolor del cuerpo y
en la enfermedad. Una superioridad que es, también, nuestra
miseria. El escritor Rafael Argullol lo explica así:
El dolor corporal intenso nos convierte en seres superiores si
por superior se entiende estar más allá de la moral, de todo amor,
de todo lo que sucede fuera de nuestra piel, más allá del recuer­
do y del presente, y en especial más allá del dolor de los demás.
En esta superioridad estriba precisamente nuestra miseria."
Bajo esta superioridad, sólo hay cuerpo. La sensación es
que, de un modo evidente, somos y hemos sido cuerpo. El es­
critor americano Harold Brodkey, afectado de sida, al recibir
la noticia del diagnóstico fatal por boca de un amigo médico,
declaraba: «Las palabras no modificaron la estructura de mi
yo, la sensación de que era mi cuerpo y había sido mi cuerpo
toda la vida no se disolvía, como se disolvería dentro de poco».12
El dolor, que es una experiencia del todo sensible, a la vez que
nos hace sentir con plena intensidad el sufrimiento rompe
nuestros vínculos con los demás y con el mundo:
Apenas tenía interés por el futuro. Los momentos cobraban
una extraordinaria falta de dimensión; no es que no tuvieran
valor, pero eran chatos y mucho más vacíos. Cuando uno se
entera de que está fatalmente enfermo el tiempo se vuelve
confuso, quizá anodino, incluso.13
Hay, pues, en el dolor, un exceso de existencia. O quizá se
trate de un exceso de vida que es aún vivible, pero inhumana.
Cada individuo, en estado de sufrimiento, puede recurrir a
10. S. Sontag (1996), La enfermedad y sus metáforas, Madrid, Taurus.
11- R- Argullol (2004), El puente de fuego, ob. cit., pp. 88-89.
12. H. Brodkey (2001), Esta salvaje oscuridad. Historia de mi muerte, Barcelo­
na, Anagrama, p. 21.
13. I!. Brodkey (2001), Esta salvaje oscuridad, ob. d i., p. 23.

65
diversas estrategias para elaborarlo y mantener esa vida del
cuerpo sufriente. La cultura contiene algunas de estas estra­
tegias, que podemos ordenar en tomo a tres modelos simbóli­
cos. Primo Levi decía en Los hundidos y los salvadosw que la
comprensión de lo que nos pasa implica una suerte de «sim­
plificación» del mundo tal y como lo percibimos desde esa
experiencia de vemos afectados por lo que nos pasa. Al servi­
cio de esta comprensión están el lenguaje y el pensamiento
conceptual. No obstante, hay estados cuya naturaleza hacen
casi imposible este trabajo de comprensión y simplificación.
En ellos, nos adentramos en un espacio de asombro inaudito.
Se trata de situaciones que se escapan a cualquier modelo ex­
plicativo previo. No obstante, hay formas culturalmente esta­
blecidas relativamente paradigmáticas de relación personal
ante la experiencia del sufrimiento, del padecimiento e inclu­
so del placer. Quiero referirme, brevemente, al modelo heroi­
co, al modelo victimista y al modelo estético.**
a) El modelo heroico supone, o bien una moral basada en
el valor intrínseco del dolor y del sufrimiento como condición
de grandeza del espíritu (como por ejemplo ocurre en el estoi­
cismo), o bien una moral asentada en la grandeza liberadora
por medio del uso de los placeres. En todo caso, este modelo
supone una idealización de sí como sujeto capaz de vencer los
límites de su propio cuerpo.
b) El modelo victimista se asienta en una imagen sacrificial
de sí mismo. Este modelo proviene de una actitud determinista
en relación al sufrimiento, o en relación al placer, y viene a
señalar que nacemos para sufrir o nacemos para gozar. En
todo caso, somos víctimas de un destino. Así, el drogodepen-
diente, condenado al placer que le supone el consumo de dro­
gas, en virtud de su estado de dependencia grave, exhibe la
lógica de una moral hedonista según la cual la finalidad de la
vida está predeterminada como ley de la naturaleza: la bús­
queda del placer.145
14. P. Levl (2001), Los hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnik Editores,
2.a edición, p. 33.
15. Cf. C. Da Agrá (2001), •Genealogía da afec^ao. Exercicio de psicopoiése»,
en W AA., Dor e sofrimimto. Urna perspestiva interdisciplinar. Porto, Campo das
Letras, pp. 171-172.

66
c) El modelo estético toma el dolor como materia de cons­
trucción de sí, dentro de una matriz antropológica que se par­
ta tanto del determinismo victimista como del indeterminismo
heroico. El sujeto que sufre tiende a elaborar el sentido de su
dolor como un arte y como una estética de la existencia, como
un ingrediente del arte de la vida (aquí el epicureismo es un
buen ejemplo).
En los momentos de dolor por causa de enfermedad y do­
lencias prolongadas, en epidemias y situaciones de profundo
sufrimiento psicológico, en crisis sociales y políticas o en ca­
tástrofes naturales, el sufrimiento humano se presenta como
un analizador existencial que nos interpela. Entonces, el suje­
to, transformado por el sufrimiento en una especie de filósofo
de la existencia, se embarca en la constitución de una nueva
estructura de vida. Es evidente que sólo quien es capaz de
espantarse (admirarse, maravillarse, asombrarse) con el he­
cho de sentir puede reunir las condiciones para, en el aconte­
cimiento del dolor, adentrarse en esa aventura.16
Leyendo los textos de los «torturados excepcionales»,
como un conocido ensayista francés los ha llamado,17se evi­
dencia la naturaleza de este último modelo. Así, constata­
mos que muchos de nuestros padecimientos y sufrimientos
no son nuevos, aunque la experiencia de subir sí sea singu­
lar y propia. En su novela El volcán, Klaus Mann explica muy
bien esta idea a través de un personaje, una refugiada ale­
mana en el París de la Segunda Guerra Mundial, que al dra­
matizar poemas clásicos hace percibir a su auditorio hasta
qué punto sus propios miedos y dolores forman parte de una
sabiduría del arte:
Ni nuestras penas ni nuestras ideas son tan modernas y tan
nuevas como solemos creer en nuestro entusiasmo primero.
Otros ya han sufrido y pensado antes, y han tenido que en­
frentarse a los mismos problemas que nosotros. Sin embar­
go, sus ideas y su dolor se han transformado en belleza. A
16. Cf. C. Da Agrá (2001), «Genealogía da afecfao. Ejercicio de psicopoiése»,
ob. cit., p. 175.
17. Cf. P. Bruckner (2001), La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, Ma­
drid. Tusquets. pp. 193 y ss.

67
nosotros nos han dejado el gran legado de su sabiduría y su
dolor convertido en arte.18
En De profundis, la carta que desde la cárcel escribió Oscar
Wilde a su amante, el aristócrata Lord Alfred Üouglas, trans­
mite esta percepción estética del dolor:
Ahora veo que el dolor, por ser la suprema emoción de que es
capaz el hombre, es emblema y prueba de toda gran Arte. Lo
que siempre busca el artista es el modo de existencia en don­
de alma y cuerpo integren una indivisible unidad; en donde la
Forma revele.19
En el dolor padecemos un cierto mal, pero cabe preguntar­
se qué ocurrirfa sin fuésemos incapaces de sentir, afrontar y
mirar nuestro propio dolor, es decir, si se nos educase para re­
tirar la mirada de él o simplemente negarlo. Si no podemos
vivir la experiencia de nuestro propio dolor, o si estamos edu­
cados para interpretar como un signo de debilidad y de flaque­
za cualquier manifestación de nuestras heridas, las del cuerpo
o las del alma, quizá, entonces, acabaríamos humillando a los
demás a fin de apoderamos, en el otro, del dolor que nos he­
mos acostumbrado a negar en nosotros. Aquí, por tanto, ha­
bría que poder analizar las condiciones, culturales y de todo
tipo, que hemos establecido y que influyen en nuestra capaci­
dad o incapacidad para efectuar un aprendizaje del dolor.20
En el dolor, como en el placer más intenso, nuestro yo se
vuelve plástico, un espacio sumamente susceptible de crea­
ción de sentido y de representación simbólica. Rafael Argullol,
en su relato Davalú, o el dolor, recurre a imágenes que compo­
nen todo un bestiario fantástico para tratar de aprehender el
mal que le tortura, un fortísimo ataque de cervicales que le
deja casi paralizado (el cangrejo, el escorpión, el pulpo), imá­
genes que, sin embargo, parecen asentarse en una especie de
iconografía colectiva del dolor.21Turguéniev se comparaba con

18. K. Mann (2003), El volcán, Barcelona, Crítica.


19. O. Wilde (2000), De profundis, Madrid, Siruela, p. 75.
20. Véase F. Bárcena (2001), La esfinge muda. El aprendizaje del dolor después
de Auschwitz. Barcelona, Anthropos.
21. Cf. R. Argullol (2001), Davalú, o el dolor. Barcelona, RBA.

68
un «plátano» y Daudet, en sus virulentos ataques de ataxia
motriz, en los que perdía el control de sus piernas, se recorda­
ba así mismo con un «afilador»:
Estar pendiente de caminar en línea recta, temer que me dé
uno de esos ataques lancinantes... que me dejan clavado en el
sitio, o me retuercen, me obligan a subir y bajar la pierna
como un afilador.*2
Pero nuestra relación moderna con el dolor y el sufrimien­
to tiene unas características peculiares que hace que sea a la
vez posible e imposible una actitud estética o artística ante el
sufrimiento. Algunos autores han señalado que la antigua in­
tegración del dolor en la economía de la vida cotidiana nos
resulta hoy extraña, casi podríamos decir que la considera­
mos perversa. Esta relación problemática que la modernidad
mantiene con el dolor parece enfrentada a la vieja tolerancia
al dolor, cuyo asiento era la convicción de que el mismo «con­
cernía a un destino que en principio era una condición so­
cial».2223 Quizá hoy nuestro nivel de tolerancia al dolores me­
nor a medida que nuestras sociedades se han transformado
en sociedades analgésicas. Nuestra relación con el cuerpo siem­
pre ha sido, al menos en el plano de la reflexión filosófica,
muy discutida, y esto afecta también a nuestra relación con el
dolor. Porque tendemos a distinguir entre «dolor», como algo
referido a la carne, y el «sufrimiento», como algo vinculado a
la mente o a nuestra vida psíquica. En todo dolor no sólo que­
da afectado el cuerpo, sino que lo que queda directamente
atacado es el individuo, al deshacer la evidencia de su rela­
ción con el mundo.
En términos filosóficos, el pensamiento clásico presentó un
«dualismo» en el que el «alma» se opone a su «cuerpo» —re­
cordemos la condena platónica del cuerpo en el Fedón—, pero
la modernidad ha radicalizado esta oposición haciendo del cuer­
po el doble del hombre sufriente. El momento inaugural de esa
ruptura del sujeto y su cuerpo quizá surge con la tentativa de
las primeras disecciones de los anatomistas del siglo XVI, que
22. A. Daudet (2003), En la tierra del dolor, Barcelona, Alba Editorial, p. 24.
23. D. Le Bretón (1999), Antropología del dolor, ob. cit., p. 201.

69
abren realmente unos cuerpos que aíslan del hombre para trans­
formarlos en objeto o máquina. En su novela Opus Nigrurn,
Marguerite Yourcenar nos ofrece una imagen exacta de esta
etapa cuando Zenón, médico próximo a Vesalio, se inclina con
su compañero médico sobre el cadáver de un joven, hijo de
aquél. Allí podemos leer:
En la habitación impregnada de vinagre donde disecamos a
este muerto, que ya no era más el hijo ni el amigo, sino sola­
mente un bonito ejemplar de la máquina humana, sentí por
primera vez —dice Zenón—la impresión de que la mecánica,
por una parte, y el Gran Arte, por otra, no hacen más que apli­
car al estudio del universo las verdades que nos enseñan nues­
tros cuerpos, en los que se repite la estructura del Todo.24
Lo que de un modo más claro explica la forma moderna de
relación con el cuerpo y lo que le acontece es el criterio de
racionalidad. Ésta necesita, para tener éxito, elaborar cons­
tantes abstracciones conceptuales. Sólo mediante tales abs­
tracciones el «fenómeno» puede ser aprehendido. Este acceso
al conocimiento del mundo es un acceso despersonalizado.
Esta estrategia vale también para el caso del dolor y del cuer­
po. Antes que el hombre sufriente y que el cuerpo doliente, lo
que esa racionalidad percibe es la pura dolencia, que con me­
dios técnicos cada vez más sofisticados puede llegar a objetivarse.
La tendencia dominante del pensamiento filosófico, que pien­
sa el mundo al margen del cuerpo, contribuye a nuestra inca­
pacidad para pensar la condición del sujeto doliente. En el
relato de su propio padecimiento físico, Argullol escribe so­
bre esta incapacidad filosófica para pensar el dolor al margen
de categorías racionales y lógicas lo siguiente:
Pienso en las notas que tomé ayer y que me sirven para tran­
quilizarme. En realidad, durante todos estos días de nada me
ha servido cualquier recurso a visiones filosóficas. La filoso­
fía no sirve frente al dolor. Quizá sí frente a la muerte y la
destrucción; no respecto al aguijón del cangrejo, no respecto
a la actividad frenética, barroca e intensa de Davaló. Sirve
más la esgrima, el cruce de espadas, sirve más la comedia, la
24. M. Yourcenar (1994). Opus Nigrum, Madrid, Alfaguara, p. 123.

70
burla, la representación. La filosofía es demasiado etérea, de­
masiado abstracta. Los conceptos, las nociones no tienen ca­
bida en este campo de batalla. Son impotentes frente a la fuerza
concreta, plástica, de las sensaciones.29
£1 mismo sentimiento tenía Daudet cuando, en su diario
del dolor, declaraba lo siguiente:
¿De qué sirven las palabras para todo aquello que se siente a
fondo en el dolor (y también en la pasión)? Aparecen cuando
todo ha acabado ya, se ha calmado ya. Nombran recuerdos
estériles o mendaces.
Ninguna idea general acerca del dolor. Cada paciente se hace
la suya, y el padecimiento cambia, igual que la voz del can­
tante según la acústica de la sala.2*
Aislado del hombre, en toda su densidad existencia!, el
cuerpo, tratado como objeto de conocimiento y experimenta­
ción, no es más que un objeto cuyas marcas hay que borrar y
eliminar, como disimulando que el paso del tiempo deja sus
huellas en él. Así, resulta revelador que gran parte de la medi­
cina moderna se ocupe más del cuerpo-objeto enfermo que del
hombre-sujeto que experimenta existencialmente un subimien­
to. Este último es un resto, a menudo un estorbo para la efica­
cia de la acción médica, algo de lo que quizá deben ocuparse
otros especialistas, como los psiquiatras. Aquí habría que re­
cordar que la dignidad es una relación social.
No existen estados indignos, tratándose de enfermos o de
moribundos, sino quizá miradas indignas q¿sJuzgan y dicen
el desprecio o la indiferencia.252627 El dolor, que-no tiene la evi­
dencia de la sangre que fluye ni la de un miembro fracturado,
exige una capacidad de observación comprometida en una mi­
rada distinta. El dolor no puede «de-mostrarse», sólo se expe­
rimenta. Para aprehender la intensidad del dolor del otro,
entonces, es preciso transformarse en otro, asumir el desafío
de la alteridad, porque tratar de ver el dolor del otro es aden­
trarse en su alma. Y se trata de un ejercicio difícil, pues exige el
25. R. Argulloi (2001), Davalú, o el dolor, ob. cit.
26. A. Daudet (2003), En la tierra del dolor, ob. d t.. p. 34.
27. Cf. D. Le Bretón (1999), • Experiéncia dos limites», en Un cálice de dor, Lis-
boa. Cantara Municipal de Lisboa, p. 26.

71
abandono del yo que ve para adoptar la posición de la expe­
riencia de una mirada distinta: la experiencia poética del mirar
mismo. Me pregunto si una visión del dolor que tiende a ver
antes los resultados de las pruebas clínicas que el rostro del
hombre que sufre, que mira antes las objetivaciones de la do­
lencia que el sufrimiento de un cuerpo doliente, no acabará
haciendo que el médico, como un eslabón más en la cadena del
derecho al bienestar, contribuya a cristalizar más aún el dolor.
Un ejemplo de la pérdida moderna del significado personal
de la enfermedad, del dolor y de la muerte nos lo proporciona
Rainer María Rilke en Los apuntes de Malte Lauríds Brigge:
Ya en la época del rey Clodoveo se podía morir en algunos
lechos. Ahora se muere en quinientas cincuenta y nueve ca­
mas. En serie, naturalmente. Es evidente que, a causa de una
producción tan intensa, cada muerte particular no queda tan
bien acabada, pero esto importa poco. El número es lo que
cuenta. ¿Quién concede todavía importancia a una muerte bien
acabada? Nadie. Hasta los ricos, que podrían sin embargo
permitirse ese lujo, comienzan a hacerse descuidados e indi­
ferentes; el deseo de tener una muerte propia es cada vez más
raro. Dentro de poco será tan raro como una vida personal.2*
Frente a esta despersonalización del dolor y de la muerte
en la sociedad moderna, es al mismo tiempo emocionante y
sobrecogedora la novela-diario de Hervé Guibert Al amigo que
no me salvó la vida-}9
Me preocupaba menos —dice Guibert— conservar una mira­
da humana que adquirir una mirada demasiado humana, como
la de los prisioneros de Nuil et brotiillard, el documental so­
bre los campos de concentración.10
En otro momento, recurre al referente de Auschwitz para
tratar de expresar lo que siente al ver la imagen de su rostro
maltratado por el sida que le devuelve el espejo:28930

28. R.M .Riíke(i996), Los apuntes de Malte laurids Brigge, Madrid, Alianza, p. 10.
29. Sigo aquí a E. Vitela (2000), «Cuerpos escritos de dolor», Revista Complutense
de Educación, vol. 11, n.° 2, pp. 83-106.
30. H. Guibert (1998), A/amigo que no me Stl/vd/a vúia. Barcelona. Tiisquets.p. 14.

72
Ese cuerpo descamado que el masajista malaxaba brutalmente
para devolverle vida y que dejaba jadeante, caliente, hormi­
gueante, como transportado de júbilo por su trabajo, volvía a
encontrármelo yo en panorámica auschwitziana todas las
mañanas en el gran espejo del cuarto de baño.
Guibert escribe su relato desde el campo de batalla de su
propio cuerpo. Su cuerpo vivido como muerte y como dolor.
Guibert no escribe tras haber pasado por un infierno, sino
que registra lo que le acontece desde el infierno de la enferme­
dad, a partir de las sensaciones que percibe. Al hacerlo así, no
recurre a una memoria racionalizada, sino a una memoria
inmediata. Una extrañeza le somete: hay un otro-en-mí. Guibert
es un extraño para sí mismo, y no se reconoce: tiene que apren­
der las dimensiones nuevas que su cuerpo y la vivencia de su
nueva identidad en transformación le ofrecen. Tiene que
objetivar lo que le sucede con palabras, a veces, duras, muy
duras, pero no por ello menos humanas:
Hoy, día en que comienzo este libro, el 26 de diciembre de
1988, en Roma, adonde he venido solo contra viento y marea,
huyendo de ese puñado de amigos que, inquietos por mi sa­
lud moral, han intentado convencerme de no hacerlo, hoy, día
festivo en que todo está cerrado y en que cada transeúnte es
un extranjero, en Roma, lugar donde compruebo definitiva­
mente que no amo a los seres humanos, y donde, dispuesto a
todo para huir de ellos como de la peste, no sé con quién ni
dónde comer [...] yo que acabo de descubrir que no amo a los
seres humanos, no, decididamente no los amo, los odio más
bien, lo cual lo explicaría todo, ese odio tenaz que he sentido
desde siempre... Comienzo un nuevo libro para tener un com­
pañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al
lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en
este momento puedo soportar.11
En El protocolo compasivo, donde evoca la relación médi­
co-enfermo, Guibert hace ver cómo toda la sensación de exis­
tir y estar vivo le es recordada en las escasas ocasiones en que
consigue eficazmente, pese a su extrema debilidad, estimular-31
31. Ibíd.
73
se sexualmente. Como si la ausencia de placer, del placer pu­
ramente físico y carnal, fuese de hecho sinónimo de una muer­
te en vida:
Me tiro todo el día dormitando en un sillón del que me cuesta
gran esfuerzo alzarme, ya no aspiro sino al sueño, me dejo
caer sobre la cama, pues ya no puedo meterme en ella o salir
de ella con el esfuerzo de mis músculos, o me agarro los mus­
los con las manos para hacer de palanca o me echo de costa­
do para acabar sentado tras haber dejado caer las piernas, el
cuerpo era la única cosa voluptuosa, ahora que la deglución
me da un dolor horrible y cada bocado se ha vuelto una tortu­
ra y un tormento y resulta que. desde hace tres días, el simple
hecho de estar acostado en la cama me causa dolor, porque ya
no puedo darme la vuelta, tengo los brazos demasiado débi­
les, las piernas demasiado débiles, tengo la impresión de que
son trompas, de que soy un elefante amarrado, de que el edre­
dón me aplasta y de que mis miembros son de acero, hasta el
reposo se ha vuelto una pesadilla y ya no tengo otra experien­
cia vital que esa pesadilla, ya no folio, ya no tengo la menor
idea sexual, ya no me masturbo, la última vez que volví a in­
tentarlo no me bastaba con una mano, tuve que poner las dos,
hacía semanas y semanas que no me había corrido y me asom­
bró la abundancia seminal que devolvía de pronto a mi cuer­
po un impulso juvenil.32
La misma extrañeza ante las dimensiones enigmáticas que
el cuerpo devuelve en estado de sufrimiento la encontramos
ahora en la protagonista de un texto literario, El último cuer­
po de Úrsula, de la escritora peruana Patricia de Souza. La
novela cuenta la historia de una mujer joven que padece una
parálisis que le hace vivir el dolor como una humillación y un
desprecio, una herida profunda a su propio cuerpo que le obli­
ga a tener que aprender de nuevo de él, bajo una nueva condi­
ción que antes de la parálisis le era desconocida, y a humillar
a todos los otros cuerpos, los de sus amantes. Escrita en pri­
mera persona, casi en forma de un diario personal, la prota­
gonista del relato medita al comienzo de la novela en estos
términos:

32. H. Gulbert (1992), El protocolo compasivo, Barcelona, Tusquets, pp. 10-11.

74
Hasta el día en que sufrí mi primera parálisis, mi vida era un
conglomerado de hechos más o menos con sentido y armo­
nía. Entendía la contradicción, y hasta el dolor, como parte
de esa confrontación entre el mundo y lo que soy en el tiempo
y en cada una de esas partículas que lo componen; pero cuan­
do ocurrió el accidente, comprendí algo que estaba más allá
de todas las ideas que podía haber aprendido o hasta inventa­
do; comprendí que existía únicamente como carne, materia,
moléculas condenadas a transformarse en partículas que ig­
norarían la sutileza de mis sentimientos; comprendí que den­
tro de mí estaba la muerte, y así conocí el odio que nace de
esa frustración. Cuando ocurrió el accidente, entendí lo esen­
cial: que el final comienza por la ausencia de placer.31

2. El dolor como acontecimiento. La intimidad


del sufrimiento
He dicho que, como aquello «que nos pasa», el dolor es un
acontecimiento de la existencia que nos liga al cuerpo de un
modo especial.54Pero nada contraría más al principio de iden­
tidad (nuestro sentido de ser alguien) que esta experiencia,
hasta el punto que el dolor se convierte en una realidad de
difícil expresión por el lenguaje humano.
Esto es particularmente cierto en el caso de los supervivien­
tes de situaciones extremas, donde al dolor de los cuerpos se
une un sufrimiento psíquico alucinante y un sentimiento de
derrota y abandono indescriptibles. Bajo el dominio del dolor,
el diálogo resulta imposible: sólo existe un monólogo interior
de carácter mutista. El dolor, entonces, nos hace vivir el tiempo
como un instante cruel y el cuerpo sufriente irrumpe con una
violencia totalitaria. Como dijo Daudet en su diario del dolor:
Dolor, has de serlo todo para mí. Deja que encuentre en ti
todas esas tierras extranjeras que no me dejarás que visite. Sé
mi filosofía, sé mi ciencia.55345
33. P. De Souza (2000), El último cuerpo de Úrsula, Barcelona. Seix Barra!, p. 9.
34. Un desarrollo más detenido de la experiencia del acontecimiento se encuen­
tra en su último libro: F. Bárcena (2004), El delirio de las palabras. Ensayo para una
poética del comienzo, Barcelona, Herder.
35. A. Daudet (2003). En la tierra del dolor, ob. cit., p. 58.

75
Cuando se presenta el dolor, y sobre todo si el dolor es
intenso y nos inhabilita para el ejercicio de nuestra actividad
humana, nuestro ser corporal se impone con absoluta necesi­
dad, creando una especie de pasividad primaria. Ya lo dijo
Thomas Mann en La montaña mágica: «Por regla general es el
cuerpo lo que domina, lo que acapara toda la vida, toda la
importancia y se emancipa del modo más repugnante. Un
hombre que vive enfermo no es más que cuerpo».
En su vertiente más extrema, el subimiento transforma
toda nuestra sensibilidad en vulnerabilidad, nos retrae, hace
que se rompan nuestros vínculos con el mundo y nuestro es­
tado de incomunicación irrumpe en la comunidad de la que
formamos parte de forma violenta haciendo que, en parte, se
deteriore. El dolor es, entonces, una interrupción del hábito y
de las rutinas de la vida, una fractura del mundo y de la reali­
dad, del mundo de la vida. Marcel Proust expresaba este sen­
timiento al recordar el impacto subido en una visita que le
hizo a su amigo Daudet, ya muy enfermo de sífilis:
Recuerdo hasta qué punto el dolor físico —tan liviano com­
parado con el suyo que en él habría resultado un respiro—me
había hecho sordo y ciego para los demás, para la vida, para
todo salvo para mi maltrecho cuerpo, por el que mi cabeza
sentía una pertinaz debilidad, como un hombre enfermo y
postrado en cama con la cara vuelta a la pared.
Ivan Ilich, el protagonista del relato homónimo de Tolstoi,
se da perfecta cuenta muy pronto de esta misma situación:
Aunque trataban de disimularlo, él se daba cuenta de que era
un estorbo para ellas (su esposa e hija) y de que su mujer
había adoptado una concreta actitud ante su enfermedad y la
mantenía a despecho de lo que él dijera o hiciese.36
¿Qué nos aporta esta literatura del dolor que estoy citan­
do? A través de la lectura de este tipo de textos literarios po­
demos activar una suerte de «imaginación literaria» o, lo que
es lo mismo, nuestra «imaginación sensible», que es una clase

36. T. Tolstoi (1998), La muerte de ¡van Ilich, Madrid, Alianza, pp. 30-51.

76
de compasión, en el sentido en que nos la explica Milán
Kundera en La insoportable levedad del ser:
Tener compasión significa saber vivir con otro su desgracia,
pero también sentir con él cualquier otro sentimiento: ale­
gría, angustia, felicidad, dolor. Esta compasión [...] significa
también la máxima capacidad de imaginación sensible, el arte
de la telepatía sensible; es en la jerarquía de los sentimientos
el sentimiento más elevado.37 I

La práctica de la «compasión», permite establecer una es­


pecie de semántica de cordialidad en la comunidad, impres­
cindible para aprender a adoptar el punto de vista y la mirada
del otro que sufre, más allá de las buenas intenciones y la
buena conciencia. La pregunta que, en cualquier caso, pode­
mos formular es la siguiente: ¿qué se puede hacer cuando ya
no hay nada que hacer, cuando el cuerpo y el hombre se adentran
en el lado nocturno de la ciudadanía humana, en el territorio
del dolor? Aquellos escritores que han podido dejar testimo­
nios literarios de sus propios padecimientos nos dicen que, al
menos, queda la posibilidad de la escritura, de hacer de la
escritura una morada más habitable, aunque precaria y muy
provisional, hacer de ella un gesto de resistencia, un gesto tes­
timonial y un modo de apaciguar las heridas de la contingen­
cia. Leyendo sus escritos podemos establecer una suerte de
pacto testimonial, aprendemos a practicarla «compatía», como
la llamó Octavio Paz, y tal vez huimos de la indiferencia mo­
ral.3* Así, podemos leer en La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi:
Lo que más torturaba a Ivan Ilich era que nadie se compade­
ciese de él como él quería. [...] Quería que le acariciaran, que
le besaran, que lloraran por él, como se acaricia y consuela a
los niños.39
Quisiera terminar esta parte de mi exposición resumiendo
las tres dimensiones que explicarían el dolor como aconteci­

37. M. Kundera (2003), La insoportable levedad del ser, Barcelona, Tusquets, p. 28.
38. Cf. O. Paz (2003), Ideas y costumbres (La letra y el cetro. Usos y símbolos}.
Obras completas VI, Barcelona, Galaxia Gutenbcrg / Circulo de Lectores, p. 600.
3 9.1. Tolstoi (1998), La muerte de ¡van tlich, ob. cit., p. 69.

77
miento de la existencia: a) es lo que da a pensar, b) es lo que
permite hacer experiencia; y c) es lo que rompe la continuidad
de la vivencia del tiempo y la historia personal.
Lo que da a pensar. La percepción del dolor del otro nos
abre a un pensar inédito, porque crea unas condiciones nue­
vas para la reflexión. Es lo que da a pensar, y no aquello acer­
ca de lo cual pensamos para obtener un saber que nos proteja
del impacto que provoca el acogimiento en nosotros del sufri­
miento del otro. Ante un acontecimiento traumático cargado
de dolor y sufrimiento psíquico, todo el saber del dolor que
podamos haber elaborado es insuficiente para protegernos del
impacto. Juan David Nasio describe muy bien este aspecto de
la cuestión al recordar el caso de una de sus pacientes que,
tras lograr un embarazo largamente deseado, pierde repenti­
namente a su hijo:
Todo mi saber sobre el dolor —he de precisar que, en aquella
época, estaba escribiendo el presente libro— no me protegió
del impacto violento que sufrí al recibir a mi paciente inme­
diatamente después del accidente. En aquel momento, nues­
tro vínculo se reducía a poder ser débiles juntos. Clémence,
fulminada por la pena, y yo, sin dominio sobre su dolor. Me
encontraba desestabilizado por la impenetrable angustia del
otro. La palabra, entonces, me parecía inútil, razón por la cual
me veía reducido a hacer resonar, como un eco, su grito des­
garrador. Sabía que el dolor irradia y envuelve a quien lo es­
cucha. Que, en un primer momento, yo no tenía más que ser
aquel que, por su sola presencia —aunque fuera silenciosa—,
pudiera disipar el subimiento recibiendo sus irradiaciones. Y
que esta impregnación, más acá de las palabras, podría inspi­
rarme justamente las palabras adecuadas para decir el dolor
y, por fin, calmarlo.40
Hacer experiencia. El dolor no nos hace «tener» más expe­
riencia, sino que a partir de él hacemos experiencia en noso­
tros. No se trata, entonces, de que el dolor del otro nos permi­
ta ensayar o experimentar con él nuevas formas para aliviarlo.
Hay un punto en el que el cuerpo del otro ya no puede seguir
siendo tratado como un campo de experimentaciones para
40. J.D. Nasio (1998), El libra del dotar y del amor. Barcelona. Gedisa, p. 15.

78
mostrar la eficacia técnica de nuestros conocimientos sobre
el dolor y la enfermedad. En su novela Nadie me verá llorar,
Cristina Rivera Garza describe muy bien este asunto en la ex­
periencia que hace Joaquín Buitrago, un adicto a los narcóti­
cos y fotógrafo de mujeres en psiquiátricos y de prostitutas en
burdeles. Al descubrir el cadáver de una mujer asesinada en
las calles de Santa María La Ribera, Joaquín Buitrago descu­
bre la experiencia del dolor:
En la oscuridad, Joaquín descubrió el dolor. No fue una pala­
bra ni una sensación, sino una imagen: el rostro de una mujer
en rigor mortis. La descubrió tirada sobre la calle poco antes
de que llegara la policía con sus linternas y sus gritos. Se de­
tuvo frente a ella y, sin pensarlo, le pasó las manos por los
cabellos humedecidos de lluvia y sangre. Después se sentó a
su lado, sobre el asfalto. La observó, sus labios estaban reven­
tados a golpes, y los brazos y piernas se doblaban en ángulos
tortuosos. Trató de rezar pero no recordaba ninguna oración.
El mundo era, tal como se lo había imaginado, un lugar sin
piedad y sin solución. El rostro de la mujer se clavó en su
memoria. Ésa fue su primera fotografía.41
Discontinuidad. El dolor introduce la discontinuidad en la
experiencia del tiempo vivido y en nuestras relaciones con el
mundo y con los demás. Lo sorprendente de todo aconteci­
miento está en la toma de conciencia que hacemos de un modo
repentino. Aprendemos de nuevo y aprendemos en serio. Darse
cuenta, prestar atención, es descubrir sin movemos del sitio
una vieja novedad. En la toma de conciencia del acontecimien­
to sabemos hasta qué punto nos concierne lo que nos pasa.
Nos tomamos «en serio» el asunto de que se trate, sea la muerte
o la vida. Tomarse «en serio» algo es no tomarlo a la ligera.
Tomarse en serio a alguien es tomar conciencia de su densi­
dad existencia!. Es acogerlo como acontecimiento en uno,
como otro en mí que me da a pensar. En El protocolo compa­
sivo, Hervé Guibert, enfermo de sida, describe como al caer
de bruces en una cafetería habitual de su recorrido es ayuda­
do por dos camareros sin mediar palabra, gesto que le enfren­
ta en términos de discontinuidad frente a sí mismo ante la
41. C. Rivera Garza (2003), Nadie me verá llorar, Barcelona, TUsquets. p. 32.

79
habitual antipatía que reconoce haber sentido siempre por
ellos. Al relatarle el caso a su amigo Jules, comenta este últi­
mo: «Siempre has pensado que todo el mundo era malo, pero
ya ves que no es cierto y que la gente está más que dispuesta a
ayudarte». Guibert prosigue en estos términos su reflexión en
relación a su médico:
Una vez, después de que mi médico me hubiera examinado, no
pude alzarme por mis propias fuerzas de la camilla, entonces
se inclinó sobre mí para que lo rodeara con los brazos en tomo
al cuello, tuve la impresión de ser un niño, de ser el viejo irra­
diado y descarnado al que la joven enfermera está lavando en la
foto de Eugene Smith, y la situación era tan conmovedora, que
me reí de buena gana, yo, que me siento mayor que mi médico,
pese a que él es siete años mayor que yo, de verme ante él en
esta posición de abandono total, me reí con alegría, como un
niño feliz y despreocupado, era el mundo al revés.42

3. Ver el dolor. Una poética de la mirada


Dar a ver el dolor sólo es posible a través de formas de expre­
sión realmente subjetivas. En un texto recientemente recupe­
rado a propósito del centenario de su nacimiento, María
Zambrano ha dejado escritas unas líneas sobré el lugar de la
visión en la experiencia humana de existir; se trata de un bre­
ve fragmento que nos dice que somos lo que nos pasa y como
consecuencia de una cierta experiencia de la mirada, y por
tanto del cuerpo, y no sólo de la razón:
La experiencia es desde un ser, éste que es el hombre, éste que
soy yo, que voy siendo en virtud de lo que veo y padezco y no
de lo que razono y pienso. Porque el hombre se padece a sí
mismo y por lo que ve. Lo que ve le hiere, le puede herir aun
prodigiosamente para que su ser se le abra y se le revele, para
que vaya saliendo de la congénita oscuridad a la luz, esa que
ya hirió sus ojos —heridas— cuando los abrió por primera
vez, cuando salió de su sueño o vio su sueño.43

42. H. Guibert (1992), Elprotocolo compasivo, ob.cit.,p. 13.


43. M. Zambrano (2004), Los bienaventurados, Madrid, Siruela, p, 30.

80
En esta última parte quiero referirme a la experiencia de
una mirada transformada, una que modifica nuestra relación
visual con el mundo, sobre todo cuando depositamos una mi­
rada peculiar en el dolor de los otros. Esta mirada está vincu­
lada a una cierta idea del comienzo. Al principio no fue la ra­
zón, sino la palabra. En el comienzo estaba la música la palabra,
el canto, el movimiento, el color. Al principio fue la poesía,
pero ese acto por medio del cual sentimos poéticamente el
mundo, es tanto gloria como condena. Como dice António Mega
Ferreira:
En un mundo tan minuciosamente descrito, identificado, ca­
talogado como es el nuestro, la poesía sólo es posible como
tentativa desesperada de nombrar otro mundo —la no espe­
sura de la materia, la esencia inexpresable de los lugares. La
búsqueda de una transparencia ilógica, absurda —y, sin em­
bargo, necesaria.44
¿Qué experiencia contiene esta mirada de la que hablo? Me
van a permitir que me entretenga con etimologías. En fran­
cés, mirar es guardar; «garder». La mirada aquí evoca una
visión orientada, cuya raíz designa no tanto el acto de ver como
la espera y la consideración. El prefijo «re»(-garder) conecta
la mirada a una visión dirigida hacia algún punto, pero tam­
bién significa «volver a tomar bajo guardia o custodia».45Mi­
rar es, entonces, tener cuidado, guardar, tener miramientos
con lo que se ve: cuidar lo que se ve y protegerlo. En este sen­
tido original, mirar es cuidar lo que se ve, poner cuidado con
lo que se mira y prestando atención a la intención que se pone
en el ojo que mira.46 La raíz germánica del verbo «guardar»,
proveniente de warten (to ward, en inglés), no está tan lejos de
lo que en francés desemboca en el verbo «curar» (guérir): pro­
teger, garantizar. La palabra francesa «mire», para designar
al médico, indica aquel que mira atentamente (de «mirare»),
todo lo cual atestigua el parentesco entre el arte de pintar, el
44. A. Mega Ferreira (2003), O que hd-tle voltura pasear, Lisboa, Asslrio & Al-
vim. p. 14.
45. J. Starobinsky (2001), El ojo vivo, Valladolid, Cuatro Ediciones, p. 19.
46. «La mirada que todo lo nacido ha de recibir al nacer y por la cual el naciente
forma parte del universo.» M. Zambrano (1993), Claros del bosque, Barcelona. Seix
Barral, 133.

81
arte de mirar y el arte de cuidar.47 ¿Será, entonces, mirar aco­
ger lo que se ve tal y como es, sin mpdificaciones? ¿Habría
una ética de la mirada que es como un decir la verdad de lo
contemplado con unos ojos que protegen, que saben cuidar la
dignidad de lo visto? ¿Una mirada que deja ser lo visto?
La vista llega antes que las palabras. Primero vemos; luego
decimos, nombramos. Por la vista establecemos nuestro lu­
gar en el mundo y establecemos un lazo vivo con los otros.48
Por la vista instauramos, entonces, nuestra primera relación
de alteridad con el mundo. Llegando al mundo por el naci­
miento, como cuerpo entre otros cuerpos, nos expresamos y
aparecemos ante los otros y confirmamos lo que somos des­
pués con cada acción y cada palabra. En este aparecer se re­
vela nuestra «existencia» como fomia que puede ser vista, to­
cada, nombrada: «Amar, morir —declara Starobinsky—, es
ser presa de una mirada, y a veces de la misma mirada».49
El acto de ver puede ser una actividad «patética» o una acti­
vidad «poética». Lo primero, porque hay miradas que nos re­
ducen, que nos someten y que nos inmovilizan. Es como si de
ese ejercicio de ser mirados resultase una imperfecta apro­
piación de nosotros mismos. Este mirar el ojo que nos mira
no implica gloria, sino vergüenza. Y lo segundo, porque hay
modos de ver en los que la mirada deja ser al otro en lo que es.
Se trata de una mirada que se desliza en el silencio. Podría­
mos sugerir que esa mirada necesita que la memoria excesiva
calle en su ruido para permitir el silencio y la escucha de una
mirada poética.
Me estoy refiriendo a una mirada infantil. Una mirada que,
recuperando la belleza del mundo, aceptándola e instalándose
en ella, parece «matizar» en parte la angustia existencial que
proviene del acecho de la nada, de la enfermedad y de la muer­
te, pero sin negarlas. Más bien tiene en cuenta lo que se escapa
al control del hombre, y de algún modo anticipa la muerte con
el objeto de amar más la vida y afirmar el inmenso placer de
vivir. Esa vida instalada en esta mirada —tan difícil de todos
modos— experimenta la vida «muriendo», pero en esa vida va­
47. J. Clair (1999), Elogio de lo visible, Barcelona, Seix Barral, pp. 89*90.
48. Cf. i. Bcrger(2000). Modos de ver, Barcelona, Gustavo Gili, p. 130.
49. J. Starobinsky (2001), El ojo vivo, ob. cit., p. 27.

82
mos sabiendo que tras cada aparente final existe la posibilidad
de un recomienzo. En su novela El viajero magnífico, el es­
critor Yves Simón expresa muy bien esta relación entre el enig­
ma del comienzo y la experiencia de la muerte:
Los inicios son misteriosos. Precisa, dolorosa, lacerante, la
muerte siempre es determinable; es un trazo brutal en el mapa
del tiempo y del espacio. Destruye en un instante un conjunto
de lazos visibles o invisibles que, a veces, llevaron años, si­
glos, entretejiéndose. Sin embargo, a pesar de o por causa de
esto, es la condición necesaria para que la vida continúe, se
involucre, creando órdenes provisionales que retrasan con fre­
cuencia el desorden del mundo: cada agonfa de un sistema,
por muy cruel que sea, es indispensable para poder establecer
nuevas conexiones, más fuertes, más sutiles, diferentes. La
muerte fabrica el tiempo.5051
Por el hecho de aparecer y desaparecer, por el hecho de
llegar y de partir, por el hecho de experimentar el mundo, so­
mos del mundo, y no sólo estamos en él. Y porque estamos
destinados a ser vistos, oídos, tocados, olidos, el mayor drama
consiste en que nada dé testimonio de nuestra presencia en el
mundo. Porque ello es así podemos decir que todos los muer­
tos y desaparecidos, ocultados, escondidos buscan salir de las
sombras. Como escribe magníficamente Cristina Rivera Gar­
za en su novela Nadie me verá llorar, una novela en la que el
asombro de la visión está estrechamente ligada a veces a la
náusea que causa el dolor ante la contemplación de los cadá­
veres de hombres y mujeres en la morgue: «En la fosa común
ninguno tenía nombre, edad o historia; y todos yacían ahí, iner­
tes y abiertos, liberados quizá, relajados frente a ojos ajenos»
Todo lo que puede ver desea ser visto, todo lo que puede oír
emite sonidos para ser escuchado, todo lo que puede tocar se
muestra y se expone para ser tocado. Porque todo lo que está
vivo, todo lo que existe, siente una necesidad propia de apare­
cer, de introducirse en el mundo y exhibirse como individuo.
Somos del mundo de las apariencias y por eso somos vistos y
vemos; y por ello nos expresamos, y lo que expresamos es ni
50. Y. Simón (2000), O viajante magnifico, Porto, In-Libris, p. 25.
51. C. Rivera Garza (2003), Nadie me verá llorar, ob. cit., p. 32.

83
más ni menos que a nosotros mismos desplegándonos, exten­
diéndonos en el mundo como prolongación de lo que somos.
Hay miradas que se protegen de lo que ven, y miradas que,
tomando bajo custodia lo que contemplan, parecen caer en aque­
llo en lo que se abandonan. Existe una mirada que, cuidando
de lo que ve, al mismo tiempo que mira también narra y ofre­
ce un testimonio. Se trata de una mirada original, una mirada
sorprendida. Esta mirada supone una visión que ve siempre
desde alguna parte, pero sin encerrarse del todo en su propia
perspectiva. Al ver el mundo lo habitamos y entonces las co­
sas se constituyen en moradas abiertas a la mirada. Habla­
mos aquí de miradas que se derraman, que se abandonan,
que parecen desplomarse. Unas miradas que parecen olvidar­
se de un yo instalado en el ojo que ve y que se dejan sorprender
por lo otro. Miradas que se depositan, en una especie de aban­
dono, en aquello que contemplan, y lo contemplado parece
acoger todo ese mirar. Si cifrar algo en palabras consiste en
proyectar el mundo sobre su intimidad, colocarlo en imáge­
nes entraña algo así como una proyección de la propia intimi­
dad en el mundo. Aquí, la mirada es un espacio de comunica­
ción; hace del espacio un elemento de la comunicación; su
materia específica.32 Pero hay que saber mirar lo que vemos
para sentir que nuestra mirada es acogida. Aprender a ver lo
que vemos es mirarlo de otro modo, no con la mirada necesa­
riamente fría de la ciencia, sino con una mirada a la vez teme­
rosa, curiosa y apasionada del comienzo. Esa mirada que se
sumerge profundamente en lo que se dispone a ser visto es
una mirada cargada de infancia.
El tiempo de la infancia es el tiempo del puro acontecer,
decía el poeta Rilke; el tiempo donde la palabra por conquistar
se da siempre en el curso de una locura de la lengua que busca
poner nombre a lo que nos pasa; nombrar el miedo de los co­
mienzos, nombrar la forma que deseamos darnos, nombrar
callando los silencios que nos pueblan, nombrar con mirada
nueva lo que vemos, nombrar el cuerpo que existimos, nom­
brar, en fin, el arte mismo en que consiste confirmar la vida.
Vivir es también procurar estos nombres, o esas palabras, y al
fin guardarlas dentro, para que nos acompañen y nos cuiden52
52. B. Noel (1988), Journaldu regará, Parts, POL. p. II.

84
como, quizá desde la infancia, siempre hicieron. Palabras que
sirven para caminar en lo arduo, para la travesía y el viaje. El
comienzo, pese a la muerte, o precisamente por ella. En toda
llegada por el nacimiento se supone un viaje previo, y por tan­
to una preparación, y hay un comienzo, la posibilidad de una
mirada nueva y muchas decepciones también, la obligación de
un silencio que acalla los ruidos que llevamos dentro y el anun­
cio de una lengua que se puede pronunciar por boca de nadie
bajo el soporte del cuerpo que somos. Y es que la primera pa­
labra deliró el comienzo. «¿Estamos destinados a no ser sino
comienzos de verdad?», escribió René Char.”
La mirada cargada de infancia es la mirada de niño que
abre los ojos a lo que hay. Se dispone ese mirar a lo que se
ofrece a nuestros ojos, y se llena de mundo como por primera
vez en ausencia de una palabra previa que signifique ese mi­
rar. Es una mirada original, entonces, porque contempla lo
que hay desde un tiempo-acontecimiento que es su incipit, su
comienzo. El único decir que es posible tras esa primera mi­
rada es un decir balbuciente, un decir que deletrea lo visto. Esta
mirada, posible porque ya fue, aunque la hayamos olvidado,
al mismo tiempo nos resulta un ejercicio imposible como adul­
tos. Lo «imposible» de esta mirada tiene que ver con la pérdi­
da definitiva de la infancia en nosotros. Henri Michaux5354es­
cribió en sus Pasajes lo siguiente sobre esta mirada:
Miradas de la infancia, tan particulares, ricas en no saber;
ricas de extensión, de desierto, grandes por ignorancia, como
un río que fluye [...], miradas todavía no atadas, densas de
todo aquello que se les escapa, plenas de lo todavía indesci­
frable. Miradas del extranjero...55
El recurso a esta mirada infantil no es ni retórica ni acci­
dental. Estamos acostumbrados a ver lo que hay sabiendo de
antemano qué es y qué significa lo que vemos. Así, estamos
informados de la existencia de los muertos por la violencia,
por la reiteración de las imágenes, pero no entendemos bien
el sentido de su ausencia. Esa mirada nuestra, mirada adulta.
53. R. Char (2002), Furor y misterio, Madrid, Visor, p. 225.
54. Cf. H. Michaux (1963), Passages, París, Gallimard.
55. Citado por A. Pizamik (2001), Prosa completa, Barcelona, Lumen, p. 210.

85
es una mirada que pone sus ojos en la necesidad de significar
el sentido de lo que vemos cuanto antes. Pero a ese mirar le
falta algo. Le falta la experiencia de una mirada inédita capaz
de apreciar lo nuevo, la singularidad del caso, su expresión
como acontecimiento. Podemos recordar aquí la mirada que
perseguía Zaratustra: la mirada del niño que, avisado de que
está a punto de recibir un regalo, entreabre y entrecierra los
ojos como si al mismo tiempo quisiera y no quisiera ver lo
que se le va a dar. Ese mirar entreabierto mira, por así decir,
no el objeto, sino el instante del regalo, mira y ve la sorpresa,
el devenir inocente de la sorpresa. Es una mirada sorprendida
que captura, en un instante, la sorpresa misma.
Lo visible es una mansión del sentido: contiene el mundo y
la vista. Si todo lo que se muestra tiene dos lados (lo que ve­
mos y lo escondido), lo mismo le ocurre al espacio. Así, entre
la presencia y exhibición de lo que se nos muestra y el saber y
la mentalidad en la que estamos, la mirada se desgarra, y de
ese desgarro, de esa fractura, es de donde nace el pensamien­
to. Pensar surge de una grieta abierta entre lo que vemos y lo
que sabemos, pues ni lo que vemos es todo lo que se muestra
ni lo que sabemos es todo lo que el objeto es.

86
DIOS DESPUÉS DE LA SHOAH
Catherine Chalier

«Mi biografía», dice Emmanuel Lévinas (1906-1995), «está


dominada por el presentimiento y el recuerdo del horror nazi».1
Y obviamente esa biografía no es extraña a su filosofía. Esa
filosofía, construida completamente y de un modo paciente
lejos de las corrientes dominantes y a menudo violentas de las
ideologías del siglo, se dirige en particular a aquellos a quie­
nes estremece el horror de este siglo. No, obviamente, para
incitarles a profesar el nihilismo, sino para transmitirles una
orientación de la vida y del pensamiento que deja en la boca
un gusto distinto al de las cenizas o al de la resignación ante
la malignidad de los hombres. O incluso para testimoniar, to­
mando este término tan central en su filosofía, una atención a
la alteridad que nos previene ante la tentación de una racio­
nalidad cerrada a todo exceso de trascendencia. Al igual que
su contemporáneo Hans Jonás (1903-1993), Lévinas juzga que
aquella Catástrofe impone a los filósofos y a los teólogos una
revisión desgarradora de su conceptualidad. Este trabajo es­
peculativo es parte de lo que se debe a los desaparecidos, y los
dos pensadores se separan de todos aquellos que, sean filóso­
fos o teólogos, perseveran en el pensamiento como si aquella
Catástrofe no constituyera una ruptura radical y como si fue­
ra posible continuar reflexionando como antes. Su atención al
pensamiento de su tiempo va pareja a un cuestionamiento de
una racionalidad que rehuye inquietarse por las voces de aque­
llos que desaparecieron sin dejar huella.
1. E. Lévinas, Diffíeile liberté, Parts. Albín Michel, 1976, p. 374.

87
Estos dos testimonios judíos del desastre de la Shoah y,
desde el Fin de la guerra, de las innumerables violencias, des­
trucciones y dolores que quedan sin consuelo (pues su peso es
tan grande que la mayoría de los hombres prefiere la distrac­
ción para olvidarlos cuanto antes), predican la causa de un
pensamiento exigente, de un pensamiento no conciliador, de
un pensamiento desgarrado. No por complacencia o por acep­
tación de la desgracia, sino por el deseo de llevar hasta el nú­
cleo de la conceptualidad teológica y filosófica la irreductible
tensión de una responsabilidad infinita.
Quisiera, en el marco de esta conferencia, analizar los si­
guiente puntos:
1) La reflexión de Lévinas sobre la historia judía.
2) El pensamiento de un Dios sin poder en Lévinas y eo
Jonás.
3) La responsabilidad humana en Lévinas y Jonás.

1. El pensamiento de Lévinas sobre la historia judía


Pensar la historia del pueblo judío, tras la Shoah, lleva a
Lévinas a preguntar: «¿Entramos en un momento de la histo­
ria en el que el bien debe amarse sin promesa? [...] ¿Estaría­
mos a las puertas de una nueva forma de fe, de una fe sin
triunfo como si el único valor incontestable fuera la santidad
y cuando el único derecho a la recompensa es no esperarla?».1
Desde la Biblia, la perspectiva de una era prometedora —de
paz, de justicia, de libertad— acostumbró a los espíritus a
pensar que el tiempo va hacia algún lugar y que las desgracias
presentes, a falta de servir para algo, tendrán un final, un fi­
nal feliz. «Europa ha edificado su visión del tiempo y de la
Historia bajo esta convicción y esta atención: el tiempo pro­
metía algo».1 A pesar de su resuelto rechazo de toda trascen­
dencia, el marxismo y las ideologías que de él parten aún eran
herederas de esta concepción. Realmente la humanidad occi­
dental ha buscado dar sentido a los sufrimientos soportados
2. E. Lévinas. A ltiriti el trascettdance. Montpellier. Fata Morgan», 1995, p. 119.
3. E. Lévinas. le s imprévus de VhisUnre, Montpellier. Fata Morgana, 1994, p. 207.

88
por los hombres subordinándolos a una finalidad metafísica
o histórica. La justificación de los sufrimientos desde la mira­
da de Dios —la teodicea— ha hecho surgir la esperanza de
que esos sufrimientos se insertarían en un «plan de conjun­
to», pero que al menos para los justos tendrían una compen­
sación o una recompensa en el fin de los tiempos. Las filoso­
fías de la historia no renunciarán a esta idea que, poco a poco,
toma la forma de una creencia en el progreso. Según Lévinas,
la teodicea constituye una tentación del hombre, le ayuda a
mantener una cierta tranquilidad del alma a pesar del desam­
paro de la vida, le ahorra el cara a cara con el abismo del
sufrimiento. Esta teodicea ha persistido en el progresismo ateo
persuadido de que las ideas de justicia y de bien vencerían
algún día a la injusticia y al mal, merced al mero desarrollo de
las leyes naturales e históricas. Sin embargo, continúa Lévinas,
las desgracias del siglo XX prohíben seguir pensando así y ello
obliga a revisiones desgarradoras.
El siglo XX «que en treinta años ha conocido dos guerras
mundiales, los totalitarismos de derecha y de izquierda,
hitlerismo y stalinismo, Hiroshima, el goulag, los genocidios
de Auschwitz y de Camboya. Siglo que se termina en la obse­
sión del retorno de todo lo que esos nombres bárbaros signifi­
can»,45impone el quedarse sin habla de cara a tanto mal
inflingido de una manera tan deliberada y ultrajante. Para
Lévinas, si Auschwitz constituye el paradigma de este mal es
porque allí se muestra «su horror diabólico». «La afirmación
de Nietzsche sobre la muerte de Dios ¿no cobraría en los cam­
pos de exterminio el significado de un hecho casi empírico?»,3
nos pregunta Lévinas,
No obstante, al renunciar a la teodicea y a la esperanza de
que la historia algún día otorgue sentido a los sufrimientos del
presente, Lévinas no opta ni por el nihilismo ni por la resigna­
ción ante el estado violento e injusto del mundo. Él busca com­
prender de otro modo la relación entre el bien y el curso visi­
ble de la historia. El trauma de la Shoah sacude con violencia
las categorías tradicionales de la fe pero, según el filósofo, no
4. E. Lévinas, Entre nous, París, Grassct. 1991, p. 114. [Hay traducción en cas­
tellano: Entre nosotros. Valencia, Pre-textos, 1993.]
5. tbtí.. p. 115.

89
destruye esa fe. Obliga a pensarla y a vivirla, no únicamente
por fidelidad muda hacia el pasado de sus padres, sino por
obligación aumentada hacia la elección de Israel.
Lejos de menospreciar al ateísmo, Lévinas lo acepta como
una prueba obligada. La desarmada bondad de los justos y de
los santos no recibe ninguna salvación visible en la historia, es
maltratada, humillada y asesinada. £1 Eterno no se mueve para
socorrerlos. No les envía a ningún Moisés para ayudarles a atra­
vesar mar y desierto. La tierra prometida permanece inaccesi­
ble. No obstante, esto no significa para Lévinas ni la ausencia
del Eterno ni una descarada burla de la elección de Israel. Esto
exige pensar una fe que no espera ni ayudas ni triunfo. En efec­
to, dice Lévinas, el mundo está marcado, aunque se quiera ne­
garlo, por la profunda desesperanza y el desamparo de aquello
que advino en el momento de la Shoah. Por ello, tal y como
muestra Vida y destino, la novela de Vassili Grossman que
Lévinas gusta tanto de citar, si la memoria de los supervivien­
tes permanece atormentada por esta desgracia, debe recordarse
también que en el seno mismo del Apocalipsis, quizás en los
mismos campos de concentración, hubo de manera desintere­
sada gestos de pura bondad —de bondad sin ideología— a pe­
sar de la completa impotencia de aquellos que los hicieron. Pues
bien, esta «bondad descubierta en el tormento», justo cuando
las instituciones humanas que se considera que defienden el
bien se habían hundido, ¿no es «el signo de un Dios inaudito
pero que, sin prometer nada, toma sentido más allá de las teo­
logías de un pasado que nos empuja con fuerza al ateísmo?».6
¿Qué sentido dar a este «signo de un Dios inaudito» y qué
relación mantiene con la historia judía?
En sus distintas versiones la tradición de Israel mantiene
que el Eterno acompaña al pueblo judío en los sufrimientos
del exilio. Desde esta perspectiva, Rachi interpreta el verso
del Exodo (3:14): «Seré el que seré» (éieh acheréieh), no como
un enunciado ontológico sobre el ser de Dios (que es la lectu­
ra que se suele hacer), sino como Su promesa de estar al lado
de su pueblo. Con todo, una promesa semejante no se acom­
paña de ninguna garantía de que ese pueblo vencerá clara­
mente a sus perseguidores en el curso de la historia. Esa pro­
6. E. Lévinas, A l'heure des nations, París, Minuil, 1988, p. 103.

90
mesa tampoco significa que el mal presente constituya una
ilusión sin importancia. Simplemente dice que el Eterno esta­
rá con Israel en sus sufrimientos, incluso si Israel llega a olvi­
darle o a no poder pensarle. Por su lado el Zohar (120 b) dice:
«Los sufrimientos de Israel son los tabernáculos del Santo,
bendito sea, en el exilio y porque la Chekhina (la presencia de
Dios) está con ellos, el Santo, bendito sea, se acuerda de ellos
para aliviarlos y hacerles salir del exilio».
Lévinas, del mismo modo, piensa que un sentimiento
irreductible marca la religiosidad de Israel: «el sentimiento de
que su destino, de que la Pasión de Israel, desde la esclavitud
en Egipto hasta Auschwitz en Polonia, de que su Historia san­
ta, no es sólo la de un reencuentro entre el hombre y el Absolu­
to y una fidelidad, sino que es, si se puede decir así, constituti­
va de la misma existencia de Dios».78El sentido del verbo «ser»
aplicado a Dios no se comprende, según Lévinas, refiriéndolo a
una construcción especulativa, lógica o teológica. Este verbo
toma sentido a través de las contradicciones, las caídas y las
elevaciones de la historia judía. Como si, continúa Lévinas, «la
historia de Israel fuera la "divina comedia" o incluso la "divina
ontología”». Como si «las pruebas de los justos, a pesar de sus
desfallecimientos [...] fíeles hasta morir», pertenecieran a «la
semiótica de la palabra Dios». Esto no quiere decir que esta
historia dé a los filósofos la prueba que aún nos falta de la exis­
tencia de Dios, sino que esa historia es más bien el «despliegue
concreto hasta la Diáspora en el que. según un decir enigmáti­
co de los doctores talmúdicos. Dios siguió a Israel».*
Dios no es, adviene y deviene en las palabras de aquellos
que elige para un servicio sin remisión y sin fin. Este es el
significado de la elección para Lévinas: una responsabilidad
infinita, una vocación para responder por el pobre, por la viu­
da y por el extranjero antes de tomar la palabra para afirmar
sus derechos a ser. Es mediante la voz de sus testimonios, voz
frágil y ya hecha añicos, voz tan a menudo a punto de desapa-'
recer en la historia, que la gloria del Eterno se glorifica. Pero,
¿de qué gloria estamos hablando para que Lévinas la compa­
re con una «divina comedia»? Netsah Israel, la eternidad y el
7. E. Lévinas, Au-delá du verse!, Parts. Minult, 1982. p. 20.
8. Ib(d.. pp. 20-21.

91
triunfo de Israel, sería, pues, como una «comedia», pero ¿por
qué? Y esta comedia ¿fue divina?, ¿debería mover a risa?
¿Por qué Lévinas escogió esta comparación por la que la his­
toria judía, nos dice, recuerda a una Pasión?
La divina comedia de Dante y sus tres partes, el Infierno, el
Purgatorio y el Paraíso, habla de la larga metamorfosis inte­
rior que era necesaria para que el poeta pudiera soportar la
visión gloriosa de Beatriz, su bien amada. No obstante, al fi­
nal del libro Beatriz desaparece y sólo queda, escribe Dante,
«el amor ardiente que mueve al sol y a las demás estrellas».9
Con todo, a pesar de la alusión explícita a Dante, Lévinas tam­
bién se refiere al Banquete de Platón, y a este respecto explica
que llama «comedia» a todo amor que no se refiere más que a
sí y hace desaparecer la alteridad. La comedia del amor no
merecería el nombre de divina sino a condición, precisamen­
te, de hacer imposible ese proyecto. Y esto no es factible más
que si Dios —el Deseable— escapa al deseo del hombre y re­
mite a todo aquel que quisiera gozar de Su proximidad con
completa tranquilidad a la inquietud por la suerte de otro
hombre. Entonces el hombre no puede volver a sí y de este
modo Dios cuida de su trascendencia. Es «trascendente hasta
la ausencia, hasta su posible confusión con la agitada
cotidianeidad del hay», es decir, con el horror y el ahogo por
el peso del ser silencioso y despersonalizador, ese al que a
menudo llevan a pensar las páginas trágicas de este siglo. Mas,
sin duda es ahí, en la noche oscura de la fe, donde comienza
la comedia divina: «comedia en la ambigüedad del templo y
del teatro, pero donde la risa se os atraganta con la proximi­
dad del prójimo, es decir, de su rostro o de su abandono».10
¿Por qué elige Lévinas esta comparación para evocar la his­
toria judía? Esa historia que es constitutiva de la existencia de
Dios tal y como él mismo nos asegura. El vocablo «comedia»
no supone ninguna frivolidad, por el contrario, «todo es jue­
go», nos dice también Lévinas. Esa «comedia» lleva toda la
gravedad, todo el peso o toda la gloria (cavod) de una respon­
sabilidad irrecusable que, precisamente, permite calificarla
9. Dante, La divina comedia (tr. A. Crespo), «El Paraíso», canto 33, verso 145,
Barcelona. Planeta, 1990.
10. E. Lévinas, De Dicu que vient á l'idie, París, VHn. 1982, p. 115. IHay traduc­
ción en castellano: De Dios que viene a la idea, Madrid, Caparrós Editores, 1995.]

92
de «divina». La palabra «Dios» no cobra sentido merced a la
firmeza de una construcción teológica o al ardor de una pro­
fesión de fe. No se deduce de los éxitos visibles en la historia,
éxitos que se supone que dan la razón a unos para quitársela a
otros. Nadie tiene derecho, insiste Lévinas, a valerse de Dios
para justificar sus guerras y triunfar sobre el otro. Por el con­
trario, la palabra «Dios», cuando llega a la boca como un
momento de excepción en el ser, hace su entrada en el lengua­
je humano de manera poco seria, cómica incluso para aquel
que asocia el ser y el bien y ve en la perseverancia en el ser lo
que en último término está enjuego de la vida. Dios se enun­
cia por el Decir de su testimonio, sin nadie que le traiga de
fuera, por un Decir que no dice palabra pero significa; por un
Decir donde el sujeto, antes que el ser, deviene un signo para
otro. Como el «aquí estoy» que lejos de todo triunfo en el ser,
testimonia la gloria del Infinito según el filósofo.
La resistencia espiritual del pueblo judío en la historia visi­
ble, una historia donde las instituciones, ideologías y los hom­
bres se glorifican de ser, frecuentemente ha sido confundida
con una retirada insolente o con una insignificancia histórica.
Muchos judíos incluso abandonaron esta retirada confundida
con una inexistencia en tanto que parecía que no tenía impac­
to sobre el curso de la historia. Pero una retirada no es una
inexistencia más que para aquellos que ignoran su sentido. La
resistencia del pueblo judío, «resistencia con la nuca rígida y
desnuda, en la sangre y las lágrimas», para Lévinas constituye,
por el contrarío, «la posibilidad más humana de la condición
humana»." En efecto, esa resistencia nos mantiene a salvo de
aquella retirada de la conciencia que se exige a todos, judíos y
no judíos, cuando en cada momento se quiere juzgar la histo­
ria sin dejarse alienar por el espíritu del tiempo que se consi­
dera que justifica el mal en nombre de un final feliz.

2. El pensamiento de un Dios sin poder


Pero ¿cómo pensar a ese Dios cuya idea viene al espíritu con
la conciencia de su propia e infinita responsabilidad cuando ni
11. E. Lévinas. Les imprivus de l'histoire, p. 182.

93
siquiera es una garantía para el hombre en su profundo desam­
paro? ¿Cómo no extrañarse de que el hombre continúe pensan­
do y dirigiéndose a Él cuando una desgracia absoluta prohíbe
toda esperanza? ¿No se impondrá más bien la lucidez atea?
Estas preguntas evidentemente obsesionan a muchos hom­
bres, pero, tras la Shoah, se imponen a los judíos que, como
Lévinas y Jonás, se niegan a someterse a lo apologético. En
esta preocupación, poco después del fin de la guerra, se publi­
có en Israel un texto —Yósel Rákover se dirige a Dios—1213que
aun siendo una ficción se presentaba como un documento
escrito en las últimas horas de la resistencia del gueto de Var-
sovia. Este texto «bello y verdadero, verdadero como solamente
puede serlo la ficción», retiene de inmediato la atención de
Lévinas. En el estudio que le consagra, Amar la Torah más
que a Dios, explica como esta ficción permite a «cada una de
nuestras vidas de supervivientes» reconocerse «con vértigo».
¿Qué dice Yósel Rákover?
Yósel Rákover recuerda que ha servido a Dios con devoción
sin pedirle a cambio nada más que continuar pudiendo servir­
le. Puesto que ha perdido a todos los suyos en el gueto y sabe
que va a morir, es por lo que se dirige a Dios pero no, como Job,
para pedirle un esclarecimiento sobre sus pecados puesto que
ya se ha hecho imposible pensar la desgracia como un castigo.
«Ha acontecido algo completamente especial y eso se llama
Hastores Ponim: Dios ha ocultado Su rostro».12 Los hombres
han sido abandonados a «sus instintos feroces» y lógicamente
han elegido como sus primeras víctimas a aquellos que «testi­
monian al Divino y a lo Puro». Yósel Rákover no espera mila­
gros, ni siquiera reza a Dios para pedir piedad. Mira al mundo
con «esa clarividencia particular que en raras ocasiones es pro­
pia del hombre y solamente ante su muerte». Confiesa su orgu­
llo de ser judío precisamente a causa de la actitud del mundo a
su respecto. «Sentiría vergüenza de pertenecer a los pueblos
que han engendrado y elevado a los Malvados culpables de los
crímenes cometidos contra nosotros.» Afirma su felicidad por
pertenecer a un pueblo «para el que la Torah representa la más
12. Zvi Kolitz, Yossel Rákover s'adresse á Dieu (tr. L. Marcou), Parts. Maren-Sell
Calman-Levy, 1988. El texto de Lévinas, Aimerla Torah plus que Dieu, reproducido
en esta edición, fue publicado en Dificile liberté, en 1963.
13. Ibtí., p. 20.

94
elevada, la más hermosa de todas las leyes y de todas las mora­
les». Y ello hace que esta Torah, humillada y mancillada con
tanto celo por sus enemigos, sea más santificada y perpetuada.
«Creo», continúa, «en el Dios de Israel, incluso si ha hecho de
todo para que no crea en Él. Creo en Sus leyes, incluso si no
puedo encontrar justificación a Sus actos [...] Inclino mi cabe­
za ante Su grandeza, pero no evitaré las varas con las que me
golpea. Le amo. Pero amo aún más Su Torah». A continuación
Yósel Rákover pregunta a Dios qué desgracias deberá aún so­
portar antes de que Él muestre de nuevo Su rostro al mundo. Y
le exige que perdone a aquellos que, al cabo de los sufrimien­
tos, se han alejado de Él al igual que a aquellos que han querido
olvidarle para ser felices. «Les has sometido a prueba tan dura­
mente que ya no pueden pensar que eres su Padre y ni siquiera
que tienen un padre». Yósel Rákover dice hablar «sinceramen­
te» a Dios pues cree en Él. El. efecto. Dios no puede ser el Dios
de los asesinos. «Si los que me odian, los que me castigan son
de semejante negrura, ta i malvados, ¿qué soy yo, pues, sino un
ser que encama un poco de Til luz y de Tu bondad?» «Te has
cuidado bien de quitarme todo lo que más amo y todo aquello
que tengo por lo más precioso del mundo, de torturarme hasta
la muerte —creeré siempre en Ti. Te amaré siempre, siempre
—¡a pesar de Tí!»
Lévinas se detiene morosamente en este texto. Es claro,
dice, que a la vista del sufrimiento inconmensurable de los
inocentes, «la reacción más simple, la más común consistiría
en concluir en el ateísmo». Pero esta reacción se apoya sobre
la idea muy primitiva de un Dios que retribuye a cada uno en
su justa medida. Con la desaparición de este Dios, Dios, diga­
mos, estaría muerto. Pues bien, la certeza de Dios para Yósel
Rákover nos presenta un orden muy diferente: «si Yósel Rá­
kover existe es para sentir sobre sus espaldas todas las res­
ponsabilidades de Dios».14 «Un Dios adulto precisamente se
manifiesta mediante el vacío del cielo infantil.» Éste sería,
según Lévinas, el significado de la idea de que Dios se cubre la
cara. «Esta idea revela un dios que, al renunciar a toda mani­
festación de seguridad, hace llamamiento a la madurez plena
14. E. Lévinas. Aimer la Torah plus que a Dieu, p. 105 de la edición del libro de
Z. Kolitz. Véanse las siguientes páginas para el resto de las citas.

95
del hombre responsable por entero.» Pero esto significa tam­
bién que ese Dios lejano «viene de dentro». «Por mi pertenen­
cia al pueblo judío que sufre, el dios lejano se convierte en mi
dios». Por ello, lejos de ser una blasfemia, la afirmación de
Yósel Rákover —«amar la Torah más que a Dios»— expresa
esa confianza «que no reposa en el triunfo de ninguna institu­
ción, [esa] evidencia interior de la moral que la Torah apor­
ta». «Dios es concreto no porque se encarne, sino por la Ley».
Por ello es preciso que Dios desvele su rostro, «es necesario
que la justicia y el poder se reúnan, son necesarias institucio­
nes justas sobre esta tierra». Pero, precisa Lévinas y este pun­
to es fundamental para toda su filosofía, «sólo puede exigir
este desvelamiento el hombre que ha reconocido al Dios vela­
do». Y, concluye, «amar a la Torah más todavía que a Dios,
eso es precisamente acceder a un dios personal contra el que
uno se puede rebelar, es decir, por el que se puede morir».
No obstante hay una idea del texto que Lévinas no com­
parte: «¡Qué poderoso debes de ser para que ni siquiera la
catástrofe actual tenga sobre Ti ningún efecto determinante!»,
dice Yósel Rákover.15La tradicional certeza del poder de Dios
hace que, en efecto, resulte pavoroso el abandono de los hom­
bres. ¿Cómo es que un Dios que se supone que es bueno, justo
y poderoso puede dejar a sus más fieles servidores a merced
de tantas angustias?
Esta pregunta se asienta sobre postulados teológicos: el
poder, la bondad y la justicia constituirían atributos del Dios
bíblico. Pues bien, en la pregunta última que plantea la Shoah,
ahí, afirman Lévinas y Jonás, esa teología se hunde. ¿Aún se
pueden pensar unidos la bondad y el poder de Dios? Lévinas
lo niega y en la medida en que la palabra Dios le viene al espí­
ritu no es nunca en relación con la idea de poder. Con todo,
más que una razón para entregarse a la tristeza mortal del
mundo de la cual hablaba el apóstol Pablo, como en un asco
de Dios, Lévinas ve en esta pregunta última que plantea la
Shoah el presentimiento de una devoción nueva o de un retor­
no a su antiguo secreto. Amar la Torah más que a Dios no es,
efectivamente, amar a un poder que, llegado el caso, nos pro­
tegerá o nos castigará; es estar disponible para una exigencia
15. p . 32.

96
infinita y solamente asf, en un desinterés que nada espera para
sí, amar a Dios es ayudarle a permanecer vivo entre nosotros.
Pero “ste infinito en el cual la obra del filósofo reflexiona so­
bre el significado ético, nos obliga a renunciar al poder de
Dios. De un modo muy diferente supone una llamada a la gra-
tuidad humana nunca irreconciliable con el mal. «El espíritu
es la gracia, pero comienza en el hombre»,16dice Lévinas. «La
frase en la que Dios se mezcla con las palabras no es "yo creo
en Dios". El discurso religioso previo a todo discurso religio­
so no es el diálogo. Es el "aquí estoy" dicho al prójimo ante el
que me entrego y donde anuncio la paz, es decir, mi responsa­
bilidad por el otro.»17 El infinito se ordena al prójimo, no se
expone en un discurso sobre los atributos de Dios. En tanto
Lévinas habla de él, lo asocia en todos los casos a uno de esos
atributos: la bondad. Una bondad sin ningún otro poder que
el de despertar al hombre a sus exigencias infinitas, pero una
bondad que no puede llevar el peso del mundo sobre sí. Tal es
el significado de eso que Lévinas llama el a-Dios, a-Dios que
no es un discurso sobre Dios sino un despertar a las exigen­
cias de Su aviso para estar en el siempre frágil cara a cara con
otro hombre. Despertar que no espera recompensa ninguna.
Gloria de Dios dice, pues, Lévinas.
Igualmente, para Hans Jon^s, el concepto de Dios que so­
brevive a la Shoah obliga a una revisión teológica desgarradora.
El filósofo busca comprender por qué, a pesar de la bondad de
Dios, los hombres sufren de manera tan inconmensurable.
Como se ha dicho, a este antiguo desafío teológico las religio­
nes han solido responder con la idea de la teodicea: el mal al
que se abocan tantas existencias inocentes no sería un escán­
dalo sino la expresión del pecado y, por aquí, la justicia, la
bondad y el poder de Dios quedarían a salvo. Pues bien, al
igual que Lévinas, Jonás piensa que la desmesura del mal im­
puesto a las víctimas de la historia prohíbe todo recurso a esta
explicación tradicional. Cercano a la mística judía. Jonás ela­
bora aquí un mito por el cual trata de pensar cómo el acto
creador—antes de cualquier falta humana— lleva en sí mismo
16. Véase aquí la contribución «le E. Lévinas al encuentro sobre el escándalo
del mal del 2 de febrero de 1986 publicado en Les nouveaux cahiers del verano de
1986. n.°85, p. 17.
17. E. Lévinas, De Dieu qui vient á Vidée. cit., p. 123.

97
el nesgo del mal. Como si el secreto del sufrimiento se encon­
trara ya, previo a toda vida, incluso antes de la falta humana,
en el acto divino de donde surge la creación. En efecto, afirma
Jonás, al dar vida a otras realidades distintas a la suya, Dios
ha debido apartarse para dejarles sitio. Se reconoce aquí el
tema lourianico del tsimtsoum, de la necesaria retirada de Dios
para que suijan vidas diferenciadas.18Y en la brecha abierta
por esta retirada —o por este ocultamiento, como dirá en una
interpretación menos radical R. Shneour Salman de Liady, el
fundador de la corriente hasídica habad— las fuerzas del mal
entran con violencia. El orgullo humano confunde esta retira­
da con una inexistencia, y decide adueñarse del origen sustitu­
yendo su poder por la libertad creadora. El concepto de Dios
que se deduce de este mito no recuerda al de una teología fun­
dada en la ontología que se le suele asociar tradicionalmente.
Dios no es un Ser supremo, impasible, eterno y todopoderoso.
Está sometido —por su propio acto creador— al riesgo de su­
frir la mala conducta humana. Y se priva a Sí mismo de cual­
quier posibilidad de intervenir en razón de su indispensable
retirada para la emergencia de las criaturas. La omnipotencia,
ese atributo divino tan evidente para muchos hombres, no tie­
ne, pues, ningún sentido desde la perspectiva de la reflexión
de Jonás que, con todo, al igual que Lévinas, salva la bondad
de Dios de este naufragio teológico. Una bondad sin poder,
una bondad que no libera a aquel que clama su pesar y espera
en vano la seguridad, pero una bondad a la que todavía desde
el mismo fondo del abismo alcanzan signos de inteligibilidad
procedentes de gestos y de palabras humanas que a veces de
un modo incomprensible permiten, hasta lo más recóndito del
alma, no caer en la desesperación.
«Es por Lorenzo», escribe P. Levi, «que aún debo estar vi­
viendo hoy, no tanto por su ayuda material cuanto por haber­
me recordado constantemente, mediante su presencia, me­
diante su manera tan sencilla y fácil de ser bueno, que todavía
existe, alrededor del nuestro, un mundo justo de cosas y de
seres aún puros e íntegros en quienes, al ser ajenos al odio y al
miedo, ni la corrupción ni la barbarie han contaminado algo
1S. Véase H. Jonás. Le concept de Dieu apris Auschwiti, París, Rivages, 1994. Y
en ese libro mi ensayo Dieu satis puissartce.

98
indefinible, como una lejana posibilidad de bondad por la cual
valía la pena mantenerse vivo»-19
No se trata, obviamente, de confundir este gesto de bondad
humana con una prueba cualquiera de la existencia de Dios.
Sino, de un modo más humilde, de pensar que estos gestos,
surgidos en un mundo nihilista y bárbaro, traen al espíritu,
vacilante y tenue, la idea de que a pesar de su radicalidad el
mal ni es absoluto ni es el final de todas las cosas. «Una lejana
posibilidad de bondad por la cual valía la pena mantenerse vivo»,
dice P. Levi. Una posibilidad que, por tanto, no nos permite
escapar del peligro, del hambre de la tortura y de la inminencia
de la muerte, una bondad que no presupone ciertamente nin­
guna fe en Dios, pero que lleva a pensar que si la vertiginosa
profundidad del mal no ha tomado a todas las almas es porque,
a pesar de su tenebroso poder, el mal no puede erradicar la
anterioridad inmemorial de la bondad. Esto es decir de otra
manera que con semejantes testimonios de bondad (inconmen­
surables más allá de la conciencia que sus autores pueden dar­
les pues su sentido escapa a todo recogimiento reflexivo) se
desorientan aquellos que no creen en el poder, el dominio y el
interés como motor del comportamiento humano. Esos testi­
monios nos dirigen hacia una verdad que escapa a la racionali­
dad científica y técnica, una verdad que permite cuidar el se­
creto de lo humano precisamente porque aquel que es animado
por esa verdad no busca apoderarse de ella.
Dios no es el Todopoderoso del cual los hombres esperan o
ya no esperan, no viene a enjugar las lágrimas de los rostros
ni a salvar a los cuerpos amenazados de morir. ¿Pero la muer­
te de este Dios implica el ateísmo? No de un modo cierto,
puesto que puede que la muerte de este Dios sea la muerte de
un ídolo elaborado por el desamparo y el imaginario humaT
nos. ¿No serán ese desamparo y ese imaginario precisamente
la medida del Infinito? El Dios que se pregunta para sí, come
dice Lévinas, en consonancia con la tradición judía,20¿no debe
abandonarse por ser un ídolo? Jonás no usa este lenguaje pero
el concepto de Dios que deduce del mito que elabora implica
19. P. Levi. Si. c'est un homme, París, Julliard, 1987, p. 130. [Hay traducción
castellana: S(. esto es un hombre, Barcelona, El Aleph. 1998.]
20. Véase le traitides Pires, 1.3; Maimónides, Le livre de la connaissance (Ir. V.
Nikiprowetzky), París, PUF, pp. 420-423.

99
ese abandono. A menos que admitamos, nos dice, que por ra­
zones desconocidas Dios decide no socorrer a los hombres y
prefiere dejar a las fuerzas del mal apoderarse del mundo—lo
que supondría la idea de una divinidad terrorífica e incom­
prensible—, deberíamos pensar que Dios no puede ayudar a
los hombres. Esto no significa que desaparezca toda relación
con Él dejando a cada uno a su abandono, sin sombra de con­
suelo, sino que esto supone una inversión de los papeles. «Si
Dios cesa de ayudarme, me corresponderá a mí ayudar a Dios»,21
escribe Etty Hillesum en su diario antes de su deportación a
Auschwitz donde será asesinada. Jonás dice que descubrió este
diario con emoción: este Dios del que Etty Hillesum no espera
nada, al que no pide nada, le parece el único al que los hom­
bres todavía pueden rezar. «IVataré», escribe Etty Hillesum,
«de ayudaros. Dios, a detener el agotamiento de mis fuerzas,
aunque yo no pueda responder a su decaimiento. Pero para mí
hay una cosa que es cada vez más clara: la evidencia de que no
podéis ayudamos, que debemos ayudaros a ayudamos. ¡Pero
si parece que apenas podéis apañaros con las circunstancias
que nos rodean, con nuestras vidas! Ya no os tengo por respon­
sable. No podéis ayudamos, pero nosotros, nosotros debemos
ayudaros, debemos defender vuestro lugar dentro de nosotros
hasta el fin».
Para Etty Hillesum y Primo Levi, como para Lévinas y
Jonás, el silencio de Dios que testifica sobre su impotencia
para salvar al justo y al inocente, no constituye ni una eviden­
cia ni una oportunidad para la libertad. Ni siquiera si lo pro­
claman alto y fuerte aquellos que por sus daños, sus ultrajes y
sus perversiones, ponen precisamente ese silencio de relieve.
Para los autores aquí citados, este silencio constituye una cues­
tión dolorosa y, paradójicamente, una incitación a pensar to­
davía en Dios e incluso a rezarle. No para, como dicen los
detractores de esta actitud, «engancharse» a É como a una
última ilusión que por tanto debería dejar su sitio a la lucidez
atea, sino para decir, a tiempo y contra-tiempo, cuán insepa­
rable es el tormento de Dios de la noche, de la nada en la que
se abisman tantos hombres y mujeres. Pero si este tormento
21. Etty Hillesum, Une vie bouleversée (diario 1941-1943) [tr. Ph. Noble], París,
Seuil, 1985, p. 160.

100
no es un consuelo —como es claramente el caso de los autores
citados hasta el momento—, ¿qué significa, pues? ¿Cómo, en
la noche que todavía tan trágicamente pesa sobre las almas,
recoger a la vez ese pensamiento de Dios y esa oración que no
esperan nada para sí?

3. La responsabilidad humana
Este tormento es una pregunta; pues bien, aun sin atreverse
a menudo a formulársela a sí mismo, en tanto las decepciones
son profundas, toda cuestión espera una respuesta (techouva,
dice el hebreo). ¿Qué respuesta se esboza desde los pensamien­
to de Lévinas y de Jonás?
Para apreciar mejor el sentido de su respuesta conviene en
primer lugar, de modo previo, formular la cuestión que este
tormento plantea. El Dios cuyas tres primeras manifestacio­
nes, según la Biblia, son actos en dirección a la alteridad dife­
renciada de las criaturas —Él crea (bara), Él habla (vaiomer)
y Él mira (vaiaré)—, se habría vuelto silencioso. En una histo­
ria víctima de todas las violencias y los horrores imaginables,
¿cómo podrían realmente percibir los hombres el mundo como
Su creación, escuchar Su llamada y sentir Su mirada sobre
ellos? ¿Cómo podrían salvar la esperanza (tiqva) en tanto que
la confusión (tohu bohu) impone su dominio sobre la reali­
dad, los corazones y las inteligencias? Si es cierto que la espe­
ranza emerge en el relato de la creación, al ritmo de las dife­
renciaciones (qav) que la palabra introduce, ¿qué sucede
cuando esta palabra se calla o se hace inaudible?, ¿no prevale­
ce la radicalidad de una noche oscura como nunca que inclu­
so empuja la pregunta de Dios hacia las tinieblas donde se
supone que desaparecerá para siempre?
La lengua hebrea forma las palabras «esperanza» (tiqva) y
«diferenciación» (qav) a partir de una misma raíz (q.v.), y al
hacer esto se sugiere que un pensamiento de lo neutro, el elo­
gio de la confusión y de la ausencia de discernimiento, cierra
a los hombres todo horizonte de esperanza. Pues bien, al man­
tener viva la pregunta de Dios (precisamente hasta las tinie­
blas propias del desamparo de constatar Su impotencia para
salvar visiblemente a los hombres de su abandono y de su
101
agonía), Lévinas y Jonás continúan cuidando del discernimien­
to y, por este camino, quizás de la esperanza. En efecto, este
angustioso cuidado testimonia su resistencia al dominio de la
noche del tohu bohu, o de lo que Lévinas llama «la agitada
cotidianeidad del hay» sobre las almas y los cuerpos. Tanto
uno como otro saben a ciencia cierta que confundir la ausen­
cia de Dios y esta agitada cotidianeidad es lo que precisamente
constituye la tentación por antonomasia, en tanto su eviden­
cia parece imponerse. Pero también saben que ceder a la fuer­
za de esta tentación que en mucho parece irresistible implica,
en tanto el oprobio del mal prevalezca en este mundo, y como
en el infierno de Dante, renunciar a toda esperanza. Es bien
cierto que aquella inscripción sobre la puerta del Infierno que
describió el poeta —«Perded toda esperanza al traspasarme»—22
estaba claramente inscrita sobre la puerta de los campos en
los que murieron millones de hombres, de mujeres y de niños.
Esta inscripción continúa dejando estupefactas a muchas vi­
das, pero aquella certeza dolorosa, en el caso de Lévinas y
Jonás, no implica tanto abandonarse a la misma en la renun­
cia para pensar otra cosa, cuanto un imperativo a pensar to­
davía a Dios. Al contrario que confundiéndole con aquella
ausencia pura, pero al contrario también que confundiéndole
con un Dios para nosotros.
Dios se convierte ahora en su propia pregunta en noso­
tros, o aun en el tormento suplementario de nuestro desam­
paro. Pues, según Lévinas y Jonás, solamente de este modo el
hombre puede entenderle sin idolatría, ya que es solamente
así que Su llamada alcanza todavía al espíritu de aquellos que
no caen en la confusión del tohu bohu. ¿Cómo comprenderle?
Según ambos filósofos, una reflexión sobre la responsabili­
dad humana —es decir, la respuesta a una pregunta— permite
trazar las líneas del discernimiento. Los dos insisten sobre la
gravedad de esta responsabilidad que no recae exclusivamente
en aquello que el hombre ha hecho con total conciencia y en
completa libertad. Lévinas y Jonás hablan de cómo los actos,
las palabras y los pensamientos humanos llevan a consecuen­
cias que están más allá de lo que la conciencia quisiera creer
para tranquilizarse y ahorrarse todo tormento. Nuestra respon­
22. Dante, La divina comedia, cit., «El Infierno», canto III, verso 9.

102
sabilidad, dice Jonás, sobrepasa los limites del saber y del que­
rer pues el comportamiento humano más nimio resuena, más
allá de su facticidad, sobre el mundo y también sobre Dios.
Idea que, por otro lado, recuerda un tema mayor de la mística
judía en el que ésta reflexiona sobre el sentido de la elección.13
El hombre, añade Jonás, ha sido creado para la imagen de Dios;
puede destruir o construir esta imagen; con ella lleva la respon­
sabilidad. Y si la responsabilidad no tiene sentido sino frente a
lo que es frágil —no existiría la imagen de Dios en nosotros, o
su idea, de manera responsable si al ser le fuera evitada siem­
pre toda amenaza—, es necesario incluir la imagen de Dios en
nosotros, o su idea, entre estas existencias frágiles. No se trata,
pues, de pensar a Dios como una realidad fuerte, imperecedera
y eterna hacia la que el deseo humano tendería para escapar
del dolor de los vivientes, sino de afirmar que al ser lo perece­
dero el objeto de la responsabilidad, la responsabilidad por la
imagen de Dios no escapa a esta regla puesto que también pue­
de perecer y su idea morir en nosotros.
El poder fascina al hombre, quien se apasiona ante las proe­
zas técnicas y su poder cada vez más creciente de dominación
de la alteridad de las cosas y de las personas. El hombre sueña
con apropiarse del origen para acabar con la enigmática
alteridad de la que surge la vida. Con los datos actuales de la
biología se sabe que algunos se enaltecen ante la perspectiva de
poder llevar a cabo técnicamente este fantasma, ligado al odio
hacia la alteridad, y expulsar de una vez del campo de sus vidas
y de sus pensamientos la idea de una alteridad irreductible,
aquella que sin duda las religiones bíblicas llaman Adonai. Fren­
te a esto Jonás opone la infinita responsabilidad por la fragili­
dad de las criaturas a merced de la tiranía que autoriza ese
poder humano con tanto de altivez y de desprecio. Y entre es­
tas existencias frágiles conviene, nos dice, contar con la del Crea­
dor mismo que ruega al hombre que tome cuidado de su ima­
gen en la Creación, como si supiera el riesgo que corre;
convertirse en una pura nada para el hombre, ser olvidado por
el hombre como si se tratara de una insignificancia. Este sería
entonces el triunfo del tohu bohu, esto es, de la indiferenciación23
23. Véase, por ejemplo, R. Halm de Volozin, L'ánie de la vie (tr. B. Gross).
Lagrasse, Verdier, 1986.

103
y del silencio a pesar del ruido que hacen aquellos que creen
por fin haberse apoderado del origen.
El principio de responsabilidad plantea así «lo perecedero
en tanto que tal» como el objeto de la responsabilidad humana.
Jonás privilegia el ejemplo del niño: «en él se manifiesta de
manera ejemplar que el lugar de la responsabilidad es estar
hundido en el devenir, entregado al carácter perecedero y ame­
nazado de perecer».2425Al igual que Lévinas, Jonás piensa que la
responsabilidad es asimétrica: sabemos —con un saber
irrecusable y sin pruebas— que no debemos dejar morir a los
niños aun cuando no puedan hacer nada a favor o en contra de
nosotros. Es un deber irrecusable, no una elección, añade. Es
una elección, dice Lévinas, pues la fragilidad del otro, su mor­
talidad posible a cada instante es una llamada para mí. El ros­
tro vulnerable de otro clama su miseria —aun cuando no lo
sepa—, me solicita. Y este imperativo que me hace responsable
no se sostiene sobre pruebas teóricas en mayor medida que en
el caso de Jonás. No obstante, Lévinas dice escuchar el «no
matarás» bíblico en el Infinito de la trascendencia del rostro,
de ese rostro que me llama. Lévinas piensa que el rostro huma­
no está en «la huella»23 de aquel que, en el Éxodo (33), no se
muestra sino por su huella, y del que ir hacia Él «es ir hacia los
Otros que se tienen en la huella». Si Jonás no se arriesga a estas
afirmaciones, sí que insiste sobre el carácter imperioso de la
solicitud de responsabilidad: la fragilidad de las criaturas tiene
el poder de «movilizar por su simple existencia (no por cuali­
dades particulares) la puesta-a-su-disposición de mi persona a
resguardo de todo deseo de apropiación. Y lo puede manifies­
tamente pues de lo contrario no habría sentimiento de respon­
sabilidad al respecto de una existencia tal».26
Ni Jonás ni Lévinas pretenden estar describiendo el com­
portamiento empírico de los hombres al hacer esto: bien saben
que los niños todavía son abandonados a su hambre y su des­
amparo, saben que todavía son asesinados sin que por otra parte
los poderosos de este mundo encuentren gran cosa que decir. Y
24. H. Jonás, Le principe responsabiliii, Parts, Cerf, 1990, p. 186. [Hay traduc­
ción castellana: El principio de la responsabilidad, Barcelona, Herder, 1995.]
25. G, Lévinas, «La trace de l'autre>, en En découvrant l'existence avec Husserl
el Heidegger, París, Vrin, 1967, pp. 187 a 202.
26. Le principe responsabilili.p. 126.

104
cuando lo admiten pura y simplemente niegan que ello sea de
su incumbencia; la mayor parte de los hombres además desea
que su responsabilidad quede dentro de los límites de su liber­
tad. Por ello la reflexión de los dos filósofos a contracorriente
de todo nihilismo —y en respuesta al ultrajante abandono de
las víctimas de las masacres de ayer y de hoy—, ¿no es acaso
aquello que aún proporciona a los hombres, más allá de toda
prueba y de toda resignación a los hechos, la esperanza de que
el mal no constituye la última palabra de las cosas?
No obstante, y al contrario de un cierto arrebato entusiasta
propio de la modernidad, esta esperanza no reside en el domi­
nio científico y técnico de la realidad. Jonás, por delante de
Lévinas, se muestra atento a los posibles peligros de un poder
tecnológico del que nadie es capaz de representar sus efectos a
largo plazo. Sabe que el desarrollo tecnológico puede poner en
marcha procesos que es fácil que nadie domine y es por ello
por lo que insiste en la necesidad de que en los inicios de estos
procesos nos cuidemos de «acordar una prioridad a las posibi­
lidades de desgracia fundadas de manera suficientemente se­
ria [...] en relación a las esperanzas».27La naturaleza, los niños
aún por nacer, no nos pueden perdonar nuestras malas accio­
nes, la responsabilidad de cara a ellos debe preceder a su des­
esperanza. La heurística debe conducir al hombre a pregun­
tarse; ¿qué le pasará a esta existencia frágil o aún por nacer si
yo no me ocupo de ella? Según Jonás, cuanto más oscura es la
respuesta más clara es la responsabilidad. Se trata, pues, de
dejarse afectar por la cuestión de la salvación o de la desgracia
de otro —otro en el cual se comprende también a aquellas ge­
neraciones porvenir. Que esta pregunta no tenga una respues­
ta verificable científicamente no significa que sea absurda o la
herencia de espíritus renuentes al progreso de la ciencia, más
bien obliga a pensar que la ciencia no detenta el monopolio de
la razón y del significado.
Lévinas y Jonás oponen, pues, la responsabilidad infinita
del hombre a las desgracias del siglo. Es verdad que el «aquí
27. Ibfd. p. 56. Véase también G. Anders, Nous, fils d'Eichmann (tr. Contille y P.
Ivemel). París, Rivages, 1999. p. 68: «Anteriormente ya he calificado ai fracaso de
nuestras tentativas de representación como una 'oportunidad'. Es por ello que jus­
tamente gracias a ese fracaso nuestros ojos se abren (...) estamos advenidos de no
tom ar ningún camino que escape al alcance de nuestra vista».

105
estoy» (Hinneni) del hombre a otro hombre parece un muro
débil frente a la barbarie y el nihilismo. Deja también abierta
la herida del recuerdo de tantas existencias eliminadas de la
tierra sin que un Dios viniera en su auxilio. Por ello, dice
Lévinas, es en esos momentos frágiles en los que el hombre
sabe, con un saber irreductible a toda teoría, que no puede de
ninguna manera abandonar a otro hombre a su miseria, cuan­
do Dios viene al espíritu. Y este Dios sin poder visible ni tan­
gible, este Dios cuya bondad consiste en obligar al hombre al
bien más que en vencer su deseo, no es una idea de la razón,
sino una palabra. Palabra que hace oír, en lo más íntimo del
psiquismo, como cargada con un pasado inmemorial, aquella
antigua pregunta: «¿Qué has hecho de tu hermano?» (Ge 4,
9). Oír esa palabra cuando el horripilante hay impone su do­
minio sobre las vidas no prueba que Dios exista pero da senti­
do a la palabra Dios. Tal es la revelación que sobrevive a
Auschwitz, ella es la que me hace salir de la sombra en la que
podría eludir mi responsabilidad, ella es la que atrapa mi
psiquismo —como los profetas eran atrapados por la Pala­
bra— y ella me obliga a decir, «aquí estoy». Y «este decir per­
tenece a la misma gloria que testimonia».28Esto significa que
el «aquí estoy» es indisociable de la gloria (cavod) de Dios.
Pero el poder de esta gloria no reside en otra parte más que en
su enigmática capacidad para obligar a los hombres, sin pro­
meterles por otra parte ni castigo ni recompensa. La respues­
ta nos hace pasar al tiempo del Otro, nos libera de un sí con­
sagrado a sí como el fin de las cosas y es solamente así que la
respuesta es para el Nombre.

28. E. Lévinas, Autrement qu'itre ou au-delá de l'essence. París, 1974, p. 234.

106
AMAR A LA TORAH MAS QUE A DIOS*

Emmanuel Lévinas

Entre las publicaciones recientes consagradas en Occiden­


te al judaismo hay numerosos textos bellos. En Europa abun­
da el talento. Sin embargo, los textos verdaderos son raros. El
agotamiento de los estudios hebraicos, desde hace cien años,
nos ha alejado de las fuentes. El saber que todavía se produce
no descansa en una tradición intelectual: es autodidacta, aun­
que no improvisado. ¡Y qué corrupción para un escritor ser
leído solamente por quienes saben menos que él! Sin censores
ni sanciones los autores confunden esta no resistencia con la
libertad, y esta libertad con el rasgo del genio. ¿Debemos sor­
prendemos de que los lectores no crean ya en ellos, y vean en
el judaismo, a! cual todavía están ligados algunos millones de
impenitentes en el inundo, un montón de argucias meramen­
te materiales carentes de interés y de importancia?
Acabamos de leer un texto bello y verdadero, verdadero
como sólo puede serlo la ñcción. Publicado en un diario israe­
lita por un autor anónimo, traducido por Amold Mandel bajo
el título «Yósel, hijo de Dóvid Rákover de Tamopol, habla a
Dios» para La Iérre Retrouvée —periódico sionista de París—,
parece haber causado emoción en quienes lo han leído. Mere­
ce más aún: el texto manifiesta una solidez intelectual más
esclarecedora que algunas lecturas de intelectuales; más, por
ejemplo, que los conceptos tomados en préstamo a Simone
Weff última moda de la terminología religiosa en París, como
* O texto original en francés: Édls. Albin Michel.
TVaducción del francés de Alejandro Katz.

107
es bien sabido. Ese texto muestra, por el contrario, una cien­
cia judía, púdicamente disimulada pero segura, y traduce una
experiencia de vida espiritual profunda y auténtica.
El texto se presenta como un documento, escrito durante
las últimas horas de la resistencia del gueto de Varsovia. El
narrador habría sido testigo de toda suerte de horrores; habría
perdido en condiciones atroces a sus pequeños hijos. Único
sobreviviente de su familia, aunque sólo por algunos instantes,
nos deja como legado sus pensamientos finales. Ficción litera­
ria, por cierto; pero ficción en la cual cada una de nuestras
vidas de sobrevivientes se reconoce vertiginosamente.
No vamos a relatar los hechos, aun si el mundo nada ha
aprendido y todo lo ha olvidado. Nos rehusamos a transfor­
mar en espectáculo la Pasión de las Pasiones y a obtener, en
calidad de autor o director, alguna vanagloria de esos gritos
inhumanos. Ellos retumban y repercuten, inextinguibles, a
través de la eternidad. Escuchemos tan sólo el pensamiento
que se articula en ellos.
¿Qué significa este sufrimiento de los inocentes? ¿No es tes­
timonio acaso de un mundo sin Dios, de una tierra en la que
sólo el hombre mide el Bien y el Mal? La reacción más simple,
la más común, consistiría en elegir el ateísmo. Y sería igual­
mente la reacción más saludable para todos aquellos a quienes
hasta entonces un Dios un poco elemental distribuía premios,
infligía castigos o perdonaba faltas y que, en su bondad, trataba
a los hombres como a eternos niños. ¿Pero con qué demonio
obtuso, con qué extraño mago habían poblado entonces su cie­
lo, ustedes que hoy lo declaran desierto? ¿Y por qué bajo un
cielo vacío buscan ahora un mundo sensato y bueno?
Yósel, hijo de Yósel, experimenta la certidumbre de Dios
con una fuerza nueva bajo un cielo vacío. Porque si él existe tan
profundamente sólo es para sentir sobre sus espaldas todas las
responsabilidades de Dios. En el camino que conduce al Dios
único hay una estación sin Dios. El verdadero monoteísmo está
obligado a responder a las legítimas exigencias del ateísmo. Un
Dios de adultos se manifiesta precisamente por el vacío del cie­
lo infantil. Momento en que Dios se retira del mundo y oculta
Su rostro (según Yósel, hijo de Yósel). «Abandonó a los hom­
bres a sus impulsos más salvajes», dice nuestro texto. «Y cuan­
do la fuerza primordial de los impulsos domina el mundo, re-
108
sulta desgraciadamente natural que las primeras victimas sean
aquellos que representan lo puro y lo divino.»
Dios que oculta Su rostro no es, pensamos, ni una abstrac­
ción de teólogo ni una imagen poética. Es el momento en que
el justo rio encuentra ningún recurso exterior, cuando ningu­
na institución lo protege, cuando la presencia divina en el sen­
timiento religioso infantil también niega su consuelo, cuando
el individuo no puede triunfar más que en su conciencia, es
decir, necesariamente, en el sufrimiento. Sentido específica­
mente judío del sufrimiento que no asume nunca el valor de
una expiación mística por los pecados del mundo. La condi­
ción de las víctimas en un mundo en desorden, vale decir en
un mundo en el que el Bien no consigue triunfar, es el sufri­
miento. Este sufrimiento revela un Dios que, al renunciar a
toda manifestación caritativa, apela a la plena madurez del
hombre íntegramente responsable.
Pero al mismo tiempo este Dios que oculta su rostro y aban­
dona al justo a su justicia sin triunfo —ese Dios lejano— viene
de adentro. Intimidad que coincide, para la conciencia, con el
orgullo de ser judío, de pertenecer concretamente, histórica­
mente, con la mayor simpleza, al pueblo judío. «Ser judío es
ser [...] un eterno nadador contra la miserable y criminal co­
rriente humana. [...] Me siento feliz de pertenecer al más des­
dichado de todos los pueblos, a aquel cuya Torah representa la
más sublime de las leyes y las morales.» La intimidad con el
Dios viril se conquista en una prueba extrema. Porque perte­
nezco al pueblo judío que sufre, el Dios lejano se vuelve mi
Dios. «Ahora sé que Tú eres mi Dios. Porque [...] no puedes ser
el Dios de aquellos cuyos actos son la expresión más atroz de
una ausencia militante de Dios.» El sufrimiento del justo por
una justicia sin triunfo es vivido concretamente como judais­
mo. Israel —histórica y corporal— se torna categoría religiosa.
Dios que oculta Su rostro y que, a la vez, es reconocido
como presente e íntimo, ¿es posible? ¿Se trata de una cons­
trucción metafísica, de un paradójico salto moríale al estilo de
Kierkegaard? Pensamos, al contrario, que allí se manifiesta la
fisonomía particular del judaismo: la relación entre Dios y el
hombre no es una comunión sentimental en el amor de un
Dios encarnado, sino una relación entre espíritus por inter­
medio de una enseñanza: la Torah. Es precisamente una pala­
109
bra no encamada de Dios la que asegura un Dios vivo entre
nosotros. La confianza en un Dios que no se manifiesta por
medio de ninguna autoridad terrestre no puede descansar más
que sobre la evidencia interior y sobre el valor de una ense­
ñanza. Para honra del judaismo, aquella confianza no es en
absoluto ciega. De allí esa frase de Yósel, hijo de Yósel —pun­
to culminante del monólogo y que es un eco de todo el
Talmud—: «Yo lo amo, pero más amo Su Torah... Y aun si me
decepcionara de Él seguiría observando los preceptos de Su
Ley». ¿Blasfemia? Al menos, protección contra la locura de
un contacto directo con lo Sagrado no mediado por razones.
Pero sobre todo, confianza que no descansa en el triunfo de
ninguna institución, evidencia interior de la moral contenida
en la Torah. Camino difícil, en el plano del espíritu y de la
verdad, y que ya nada tiene que prefigurar. ¡Simone Weil, us­
ted nunca comprendió nada de la Torah! «Nuestro Dios es el
Dios de la venganza», dice Yósel, hijo de Yósel, «y nuestra
Torah está repleta de amenazas de muerte por las más peque­
ñas faltas». Y sin embargo bastaba que el Sanedrín, «su Tri­
bunal Supremo condenase una sola vez en setenta años a una
persona a la pena de muerte para que se pudiese gritar a los
jueces: ¡Asesinos! El Dios de otros pueblos, en cambio, llama­
do "Dios del amor", ordenó amar a todos los seres creados a
su imagen y semejanza. Pero en su nombre se nos asesina sin
piedad día tras día, desde hace casi dos mil años».
La verdadera humanidad del hombre y su dulzura viril
entran en el mundo con las palabras severas de un Dios exi­
gente; lo espiritual no se da como una sustancia sensible, sino
como ausencia; Dios se hace concreto no por la encamación,
sino por la Ley; y Su grandeza no es el soplo de su misterio
sagrado. Su grandeza no provoca temor y temblor, sino que
nos colma de los más altos pensamientos. Ocultar el rostro
para exigir del hombre —sobrehumanamente— todo, haber
creado un hombre capaz de responder, capaz de enfrentar a
su Dios como acreedor y no sólo como deudor: ¡qué grandeza
verdaderamente divina! El acreedor, después de todo, tiene
por excelencia fe, pero es también el que no se resigna a las
evasivas del deudor. Nuestro monólogo comienza y termina
con ese rechazo a la resignación. Capaz de confiar en un Dios
ausente, el hombre es también el adulto que mide su propia
110
debilidad: la situación heroica en que se encuentra confiere
valor al mundo, pero también lo pone en peligro. Madurado
por una fe que surge de la Torah, el hombre reprocha a Dios
su desmesurada Grandeza y su exigencia excesiva. Lo amará
a pesar de todo lo que Dios haya intentado para desalentar su
amor. Pero, exclama Yósel, hijo de Yósel, «no tenses demasia­
do la cuerda». La vida religiosa no puede concluir en esta si­
tuación heroica. Necesita que Dios devele su rostro, necesita
que la justicia y el poder se encuentren nuevamente, necesita
sobre esta tierra instituciones justas. Mas sólo el hombre que
hubo reconocido al Dios oculto puede exigir ese develamiento.
Qué vigorosa dialéctica establece la igualdad entre Dios y el
hombre, en el seno mismo de la desproporción entre los dos.
Estamos asi tan alejados de la cálida y casi sensible comu­
nión con lo Divino como del orgullo desesperado del hombre
ateo. ¡Humanismo integral y austero, ligado a una difícil ado­
ración! ¡Y a la inversa, adoración que coincide con la exalta­
ción del hombre! Un Dios personal, un Dios único no se reve­
la como una imagen en una cámara oscura. El texto que
acabamos de comentar muestra cómo la ética y el orden de
los principios instauran una relación personal digna de ese
nombre. Amar a la Torah más que a Dios es, precisamente,
acceder a un Dios personal contra el cual uno puede rebelar­
se, es decir, por el cual es posible morir.

111
JOB ENTRE NOSOTROS
Juan Mayorga

En su ensayo «El Libro de Job y el pájaro», que cierra el


libro El hombre y lo divino, María Zambrano se preguntaba
si el texto bíblico había sido representado alguna vez en re­
cinto sacro. Según Zambrano, el Libro de Job tiene forma de
auto sacramental y posee el poder convocante del teatro.
Parece concebido para ser pronunciado en voz alta, dice Zam­
brano; en distintos tonos, en diferentes voces.
Nos hemos propuesto el desafío de ganar a Job para el
teatro. Su soledad ante un sufrimiento que no merecía, su in­
cesante búsqueda del sentido de ese dolor, su escándalo ante
la injusticia, hacen de Job un personaje mayor, que debería
interesar a cualquiera, creyente o no. Su experiencia y sus
preguntas son universales. En distintos lugares, en distintos
momentos, muchos hombres han conocido a Job o han hecho
suyas sus preguntas.
Las preguntas de Job volvieron a ser pronunciadas, desde
luego, ante aquella catástrofe europea que conocemos como
el Holocausto, en que millones de inocentes fueron sacrifica­
dos. Muchos hombres se han preguntado desde entonces:
¿dónde estuvo Dios en Auschwitz? ¿Dónde estuvo el hombre
en Auschwitz?
En diálogo con el profesor Reyes Mate, nuestro interlocutor
permanente en esta experiencia de teatro y de memoria, hemos
leído los testimonios de Elie Wiesel, los diarios de Etty Hillesum
y el relato de Zvi Kolitz «Yósel Rákover habla a Dios». Elie,
Etty, Yósel: seres humanos que, como Job, interpelan a un Dios
que parece ocultarles su rostro en el momento de peligro.
113
Con todo respeto, nos hemos atrevido a intervenir en esos
textos, así como en ei Libro de Job. No con afán de enmendar­
los, sino intentando cubrir la distancia que va desde la pala­
bra que nace para ser leída en soledad hasta aquella otra que
debe ser encarnada por el actor. Y hemos dado una composi­
ción a voces tan diversas, poniendo en diálogo las de esas víc­
timas de nuestro tiempo con la intemporal palabra de Job.

Job se estrenó el 11 de mayo de 2004, en el Real Monaste­


rio de Santo Tomás (Ávila), bajo la dirección de Guillermo
Heras, con el siguiente reparto:
Narrador José Tomé
J ob Jordi Dauder
E lifaz, Bildad, S ofar y E lihú Ramón Barea
H ombre ángel Solo
M ujer Esperanza Elipe

114
JOB
(A partir del Libro de Job y de textos
de Elie Wiesel, Zvi Kolitz y Etty Hillesum)

I
Narrador—Érase una vez un hombre llamado Job, que
vivía en el país de Us. Era un hombre íntegro, temeroso de
Dios y apartado del mal. Tenía siete hijos y tres hijas. Poseía
siete mil ovejas, tres mil camellos y quinientas yuntas de bue­
yes, quinientas burras y numerosos siervos. Sus hijos acos­
tumbraban celebrar juntos las fiestas. Una vez acabados esos
días de fiesta, Job los llamaba para purificarlos; y al día si­
guiente, de madrugada, ofrecía un holocausto por cada uno
de ellos, pues pensaba que quizá hubiesen pecado contra Dios
en su corazón.
Un día en que los ángeles fueron a presentarse ante Dios,
apareció entre ellos Satán. Preguntó Dios a Satán:
«¿De dónde vienes?»
Satán respondió:
«De pasearme por la Tierra.»
Dios preguntó a Satán:
«¿Te has fijado en mi siervo Job? Es un hombre íntegro,
temeroso de Dios y apartado del mal.»
Respondió Satán:
«¿Crees que Job teme a Dios por nada? Lo has rodeado de
protección, a él y a todas sus posesiones. Has bendecido sus
obras, y sus rebaños se extienden por el país. Pero pon la mano
en sus bienes y te maldecirá a la cara.»
Dios contestó a Satán:
«Ahí tienes a Job. En tus manos dejo cuanto posee. Pero a
él no le pongas la mano encima.»
Y Satán se retiró de la presencia de Dios.
A los pocos días, llegó un mensajero ante Job.
Mensajero—Estaban los bueyes arando y las burras pas­
tando, cuando han caído sobre ellos los sabeos y se los han
llevado, después de pasar a tus siervos a cuchillo. Sólo yo he
podido escapar para contártelo.
115
Narrador—Todavía estaba éste hablando, cuando llegó
otro con el siguiente mensaje:
Mensajero—Ha caído del cielo el fuego de Dios abrasan­
do a tus ovejas y a tus pastores. Sólo yo he podido escapar
para contártelo.
NARRADOR—Todavía estaba éste hablando, cuando llegó
otro con el siguiente mensaje:
Mensajero—Los caldeos se han llevado tus camellos des­
pués de matar a tus siervos. Sólo yo he podido escapar para
contártelo.
Narrador—Todavía estaba éste hablando, cuando llegó
otro con el siguiente mensaje:
Mensajero—Tus hijos e hijas estaban comiendo en casa
del hermano mayor cuando se levantó un gran viento que sa­
cudió la casa y ésta se derrumbó sobre los jóvenes. Todos han
muerto. Sólo yo he podido escapar para contártelo.
Narrador—Al escuchar esto, Job rasgó su manto y se rapó
la cabeza. Cayó en tierra y dijo:
Job—Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo vol­
veré a él. Dios me lo ha dado y Dios me lo ha quitado. Bendito
sea el nombre de Dios.
Narrador—Otro día en que los ángeles fueron a presen­
tarse ante Dios, apareció entre ellos Satán. Preguntó Dios a
Satán:
«¿De dónde vienes?»
Satán respondió:
«De pasearme por la Tierra.»
Dios preguntó a Satán:
«¿Te has fijado en mi siervo Job? Es un hombre íntegro,
temeroso de Dios y apartado del mal. Me incitaste para que le
hiciera daño sin motivo, pero él persiste en su integridad.»
Respondió Satán:
«Cualquier hombre da por su vida todo lo que tiene. Pero
ponle la mano encima, dáñalo en la carne y en los huesos y te
maldecirá a la cara.»
Dios contestó a Satán:
«Ahí tienes a Job. En tus manos lo dejo. Pero respeta su vida.»
Y Satán se retiró de la presencia de Dios y fue en busca de
Job, y lo hirió con llagas malignas desde la planta del pie has­
ta la cabeza.
116
Job se sentó sobre las cenizas y cogió una piedra para ras­
carse. Su mujer no comprendía su silencio.
Mujer—¿Aún no dices una palabra contra Dios? Maldice
a Dios y muere.
JOB—Hablas como una necia. Si aceptamos de Dios el bien,
¿no vamos a aceptar el mal?
NARRADOR—Ttas amigos de Job se enteraron de su desgra­
cia y acudieron desde sus países a compartir su pena y conso­
larlo. Se llamaban Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de
Naamat. Al verlo, no lo reconocieron. Llorando, se sentaron
en el suelo a su lado durante siete días y siete noches, sin diri­
girle una palabra, viendo su terrible dolor.
No fue hasta el final de la séptima noche cuando Job, por
fin, abrió la boca.
Job—Muera el día en que nací. Que Dios, desde lo alto, no
lo eche en falta. Que ese día se vuelva tiniebla. Que la luz no
brille sobre él. Que la sombra se apodere de él. Que un eclipse
lo oscurezca. Que no contemple el parpadeo del alba. Ojalá
Dios hubiera cerrado las puertas del vientre de mi madre. ¿Por
qué no morí antes de nacer? Ahora descansaría en paz. Ahora
dormiría tranquilo allí donde van a parar pequeños y gran­
des, allí donde el esclavo se libra de su amo.
¿Por qué diste luz a un desdichado, a un hombre sin futu­
ro, a un hombre al que tú mismo cierras el paso?
Narrador—Elifaz de Temán tomó la palabra para respon­
der a Job.
Eufaz—Tú que a todos dabas lecciones. Tú que corregías
al que vacilaba. Ahora que te toca, no aguantas. Ahora que es
tu tumo, te quejas. Piensa: ¿qué inocente ha sido castigado?
En cambio, quienes siembran desgracia, la cosechan. Ésos
perecen ante el aliento de Dios, ante el soplo de su cólera. El
dolor no sale del polvo, ni el sufrimiento brota de la tierra. Es
el hombre quien engendra el sufrimiento, como el águila nace
para volar. Busca a Dios, Job. ¡Dichoso el hombre a quien Dios
corrige! No desprecies la lección de Dios, porque él hiere y
cura, golpea y sana. Busca a Dios, Job.
JOB—¡Si se pudiese medir mi tristeza! Mis males pesan
más que la arena del mar. Mi carne está cubierta de costras y
de gusanos, mi piel se agrieta y se deshace, mis días se consu­
men sin esperanza, mis ojos no volverán a ver la dicha. Por
117
eso, no puedo contener mi lengua. Necesito dar palabras a mi
angustia, necesito dar voz a mi amargura. Todas las noches
me digo: «¿Cuándo llegará el día?». Y al levantarme, me pre­
gunto: «¿Cuándo se hará de noche?». Si pienso: «La noche me
consolará», Dios me aterra con pesadillas espantosas.
Tengo clavadas tus flechas, mi vida se ahoga en tu veneno.
Pero, ¿qué daño te hice? ¿Por qué me has hecho blanco tuyo?
Ojalá me otorgues pronto lo que espero; ojalá me tomes en tu
mano y me remates. Si me matases ahora, tendría al menos
un consuelo: ni siquiera en la tortura te habría rechazado. ¿A
qué esperas para dejarme descansar?
Narrador—Fue Bildad de Súaj quien le respondió.
BIL.DAD—¿Hasta cuándo hablarás de ese modo, como si
Dios te hubiese tratado injustamente? ¿Puede Dios hacer algo
injusto? Piensa, Job: ¿crece el junco fuera del agua? Fuera del
agua, el junco se seca. Así es la suerte de quien se olvida de
Dios, así muere la esperanza del impío, que pisa un suelo frá­
gil como una telaraña. Pero Dios ni echa una mano al malva­
do ni deja sin justicia al justo. Busca a Dios, Job, y dirígele tu
súplica. Él llenará tu boca de risas; él colmará tu corazón de
júbilo. Busca a Dios, Job.
JOB—¿Puede el hombre tener razón frente a Dios? ¿Es po­
sible entablar pleito contigo? ¿Quién que te haya hecho frente
ha salido indemne? Tú mueves los montes con tu cólera. El
sol no resplandece si tú lo ordenas. Tú has desplegado los cie­
los, tú has creado las estrellas. Si pasas junto a mí, no te veo;
pero si me apresas, ¿quién me arrancará de tus manos? ¿Pue­
do yo preguntarte: «Qué haces»?
No eres un igual para decirte: «Comparezcamos juntos en
un juicio». Si hubiera un árbitro que se pusiese entre noso­
tros, yo hablaría sin temor, pues no creo ser culpable. Te diría:
«No me condenes sin explicarme por qué me condenas».
Pero tú eres el juez. Aunque yo tuviese razón, tu boca me
condenaría. Aunque me lavase con agua de nieve y limpiase
mis manos con lejía, tú me restregarías por el lodo. Aun sien­
do inocente, me declararías culpable. Tú destruyes igual al
inocente y al culpable.
Me hiciste de barro y al polvo me devolverás. ¿Por qué
desprecias la obra de tus manos? Ellas me formaron; ¿por
qué ahora me destruyen? Me concediste el don de la vida.
118
cuidaste mi aliento. Desde entonces me has vigilado. Sabes
que no soy culpable y que nadie va a arrancarme de tus ma­
nos. ¿Por qué entonces me das caza?, ¿por qué diriges hacia
mí tu cólera?, ¿por qué me atacas sin cesar? Multiplicas mis
heridas sin dejarme recobrar el aliento. Has hecho que odie
mi vida. Déjame gozar un poco antes de que marche al país
de las tinieblas.
¿Me escuchas? ¿Por qué no me respondes?
Narrador—Entonces habló Sofar de Naamat, el tercero
de ios amigos que habían ido a visitarlo.
SOFAR—Yo te responderé, charlatán. Dices: «Mi conducta
es pura, soy irreprochable a los ojos de Dios». ¡Ojalá Dios abriese
sus labios para responderte! Sabrías entonces que Dios te pide
cuentas por tus faltas. Él distingue a los perversos, él conoce a
los malvados. Si te apartas del mal, si tiendes tus manos hacia
él, entonces él te dejará alzar la frente limpia, te sentirás firme
y sin miedo y volverás a dormir tranquilo.
JOB—Elifaz, Bildad, Sofar, tenéis fama de hombres sabios,
pero, ¿quién no sabe todo eso que proclamáis?
Ya sé que uno se convierte en burla del vecino cuando cla­
ma a Dios en busca de respuestas. Ya sé que si un hombre
justo es derribado y mira al cielo, la gente dice: «¡Un golpe
más al que se tambalea!».
Hasta las aves del cielo saben, hasta los reptiles saben, hasta
los peces saben que todo lo hizo la mano de Dios, que en su
mano está el hálito de todo lo viviente, el alma de todo ser
humano. En él residen todo el poder y toda la sabiduría. Lo
que él destruye nadie podrá reconstruirlo. A quien él encierra,
ése no podrá escapar. Si él retiene las aguas, todo se seca. Si él
suelta las aguas, todo se pierde. Él engendra naciones y las
deshace, ensancha a los pueblos y los aniquila. Él debilita a
los fuertes, derriba a los que se sienten seguros, hace estúpi­
dos a los jueces y vuelve locos a los ministros. Pierde a los
reyes, haciéndoles caminar como borrachos. Todo eso lo sé.
Lo que vosotros sabéis, yo también lo sé.
Pero es con Dios con quien yo quiero hablar. No encontra­
ré un sabio entre vosotros. ¿Creéis estar defendiéndole? ¡Oja­
lá enmudecierais, así demostraríais ser sabios!
Sé que podrías matarme en este instante, pero yo no tengo
otra esperanza que defenderme ante ti, cara a cara. Un impío
119
no osada comparecer ante ti. Yo sé que soy inocente. ¿Cuáles
son mis culpas? Hazme saber mi pecado.
Y si he pecado, ¿por qué no pasas por alto mi culpa, si
pronto yaceré en tierra y nadie me hallará aunque me bus­
que? El hombre es corto en dfas y largo en miserias. ¿Por qué
sobre un ser así abres tus ojos? Si sus días están contados, si
le has fijado un límite que no traspasará, aparta de él tu mira­
da. ¿Por qué asustas a una hoja que vuela? ¿Por qué persigues
la paja ya seca? Hay quien muere colmado de dicha y hay
quien muere harto de amargura. Pero juntos yacerán en el
polvo, cubiertos de gusanos. ¿Qué es el hombre para que pon­
gas en él tu pensamiento? ¿Para que lo visites cada mañana y
a cada instante lo pongas a prueba? ¿Por qué vigilas cada uno
de sus pasos? ¿Dejarás alguna vez de miramos, centinela de
los hombres?
Narrador—Elifaz de Temán se adelantó para responder a Job.
Elifaz—Te defiendes con palabras huecas, Job. Tu espe­
ranza está en la oración. Pero en vez de orar, adoptas el len­
guaje de los cínicos. Tu propia boca te condena, tus labios
testifican contra ti. La pasión te domina y te vuelves furioso
contra Dios.
¿Naciste tú el primero de los hombres? ¿Has asistido al
consejo de Dios y has asimilado su sabiduría? ¿Qué sabes tú
que nosotros no sepamos? Deberías escucharnos, pues hay
entre nosotros hombres más viejos que tú.
¿Qué es el hombre para creerse puro? Si ni los cielos son
puros a sus ojos, ¡cuánto menos este ser abominable, el hom­
bre que se ahoga en corrupción! ¿Puede un hombre ser justo
ante su creador? Si él ni siquiera confía en sus ángeles, si has­
ta en ellos percibe defectos, ¿cómo mirará a los que viven en
casas construidas sobre el polvo? El hombre es aplastado igual
que un insecto y desaparece sin que nadie lo advierta. ¿Qué es
el hombre para creerse inocente?
La vida del malvado discurre entre tormentos. Por alzar su
mano contra Dios y atreverse a retarlo, acaba viviendo entre
tinieblas, y en sus oídos se escuchan voces de terror.
Sólo Dios puede consolarte, Job. Vuelve tus ojos hacia él.
¿Te parece poco el consuelo de Dios?
JOB—¿No veis que el llanto enrojece mis ojos y una sombra
de muerte pesa sobre mis párpados? La tristeza me consume,
120
mi cuerpo se desvanece en la sombra, l lamo al sepulcro «pa­
dre», «madre» a los gusanos. ¿Me queda alguna esperanza? La
felicidad, ¿volveré a conocerla? ¿Por qué la cólera de Dios no
me da descanso? ¿Por qué Dios rechina sus dientes contra mí?
Yo vivía en paz, pero tú me agarraste por la nuca y me
derribaste, y lanzaste sobre mí a todos tus ejércitos, y me en­
tregaste a los injustos, me arrojaste a los pies de los malvados.
¿Por qué, si no hay en mis manos injusticia y mi oración es
sincera?
Hablo y hablo sin que las palabras calmen mi dolor, pero
más me duele callar. No puedo dejar de hablarte, nada puede
frenar mis gritos. Mis lágrimas son mi abogado en este pleito
entre un hombre y Dios. Y tú mi único testigo, el único que
puede defenderme.
Narrado r —Bildad de Súaj respondió así.
B —¿No callarás? ¿Crees que puedes engañamos, fin­
il d a d
giendo inocencia? El malvado se mueve a oscuras por un ca­
mino lleno de trampas. Él mismo se mete en la red. él mismo
cierra el cepo que lo apresa. Entonces, el azufre devora su
piel, la muerte roe su cuerpo y el recuerdo de su nombre se
desvanece. Así acaba el hombre que desconoce a Dios.
JOB—¿Hasta cuándo vais a atormentarme? Ya me habéis
insultado mil veces. ¿No os sentís hartos de mi carne? ¿Por
qué sumáis vuestro acoso al acoso de Dios? Tened piedad de
mí, es la mano de Dios la que me ha herido.
Grito «¡Auxilio!» y no me respondes; pido «¡Ayuda!» y ca­
llas. ¿Por qué me ocultas tu rostro? Has puesto en mi camino
un muro infranqueable, has llenado mi senda de oscuridad.
¿Por qué me tratas como a tu enemigo? Mis huesos se pegan a
la piel. Mi aliento repugna a mi esposa, doy asco a mis herma­
nos, mis parientes me evitan. Me he vuelto extraño a los ojos
de todos. Hasta los niños se burlan de mí. Y vosotros, mis
amigos, venís a ofenderme. Os decís: «Mirad qué queda del
orgulloso Job. ¿Qué le queda al malvado?». Pero yo sé que un
defensor vendrá en mi socorro. Sí, él vendrá finalmente.
NARRADOR—Sofar de Naamat le replicó así:
SOFAR—¿No sabías tú que, desde siempre, desde que el
hombre fue puesto en la Tierra, es breve la alegría del impío?
Aunque su cabeza alcance las nubes, el malvado desaparece
como estiércol. Le sabía dulce la maldad, pero ese manjar se
121
corrompe, se transforma en veneno en sus entrañas. Dios le
hace vomitar las riquezas que devoró. Sus tesoros no lo salva­
rán de la miseria. Dios hará llover flechas sobre él. Si escapa
del hierro, el bronce lo matará. El cielo desnudará su culpa y
la tierra se alzará contra él. Un diluvio arruinará su casa el dfa
de la ira. Ésta es la suerte que Dios reserva al malvado, ésta es
la herencia que destina para él.
JOB—¿Creéis que hablo sin razón? Decidme: ¿por qué tan­
tos malvados mueren viejos y poderosos, rodeados de hijos,
en un hogar en paz, sin miedo, sin probar el castigo de Dios?
¿Por qué son felices los malvados? Los mismos que dicen a
Dios: «Fuera de aquí. ¿Quién eres tú para servirte?».
Te ríes de la angustia de los inocentes y dejas la Tierra en
poder de sus verdugos. Dejas que al justo lo invada la desgra­
cia mientras los que insultan tu nombre viven tranquilos.
Pero, ¿quién puede juzgarte a ti, que juzgas a las estrellas?
Narrador—Entonces tomó la palabra Elifaz de Temán.
Elifaz—¿Te castiga Dios por tu piedad? ¿No será por tu
maldad?, ¿no será por tus culpas? Habrás despojado de sus
ropas al desnudo, no habrás dado de beber al sediento, ha­
brás negado pan al hambriento. El malvado se dice: «¿Qué
sabe Dios? Las nubes no le dejan ver. Está muy lejos de mí.
¿Qué puede hacerme?». Haz las paces con él, Job. Alza a Dios
tu oración y volverá a ti la luz. Él humilla al arrogante, pero
levanta a quien se humilla ante él.
Job—¡Si supiera cómo llegar a tu morada, para exponer
ante ti mi causa! Pero no sé dónde estás. Voy a Oriente y no te
hallo. Voy a Occidente y no te encuentro. Te busco al Norte y
no apareces. Voy al Sur y no te veo. ¿Dónde está Dios?
No te veo, pero sé que tú sí me ves. Tú conoces mi conduc­
ta. Ponme a prueba y me encontrarás limpio. Mis pies se afe-
rran a tus huellas, sigo tu camino sin torcerme.
Mas, si tú has decidido, ¿qué te hará cambiar? Lo que tú
hayas elegido para mí, eso se cumplirá.
Las tinieblas cubren el mundo. Miles de hombres vagan
desnudos en el frío, hambrientos y sedientos. Piden socorro,
pero tú no los escuchas. Mientras, se extienden los que no
quieren pisar tus caminos, los rebeldes a la luz, los hombres
de la noche. Buscan sus presas desde el amanecer, dan caza a
los débiles. Son los asesinos del alba.
122
Narrador—Bildad de Súaj tomó la palabra por tercera vez.
Bildad—Dios suspendió la Tierra sobre la nada y cubrió el
cielo de estrellas; contuvo al mar y venció a la serpiente. ¿Quién
puede contar las tropas de Dios? ¿Quién puede esconderse de
su luz? Ante sus ojos, ni siquiera el sol tiene brillo. ¡Cuánto
menos el hombre, ese gusano!
J ob—Conozco la fuerza de Dios, conozco mi debilidad. Pero
hasta la muerte proclamaré mi inocencia. No me avergüenzo
de ninguno de mis días.
¡Dios que niegas mis derechos! ¡Dios que me hartas de amar­
gura! Mientras siga respirando y me anime tu aliento, juro que
mis labios no te negarán, juro que mi lengua no te ofenderá. No
escucharás las protestas del impío cuando sobre él se abata la
angustia. Yo, en cambio, hasta el final esperaré tu respuesta.
NARRADOR—Entonces fue Sofar de Naamat quien habló.
SOFAR—Ésta es la suerte que Dios reserva al malvado. El
oro que acumuló, otro lo disfrutará; el inocente heredará su
plata. Se acuesta rico y, al despertar, no tiene nada. Y todos
aplauden su ruina, todos escupen el camino por donde pasa.
Su nombre no será recordado. Sus hijos no tendrán paz y su
viuda no lo llorará. Dios troncha como a un árbol al injusto.
Le da confianza, pero vigila sus pasos y, de pronto, lo derriba.
No hay otra sabiduría que la que viene de Dios. El hom­
bre entra en el interior de las montañas, abre canales en las
rocas y saca a la luz ocultos minerales. Mas la sabiduría, ¿de
dónde viene? No se compra con oro ni con plata. Desconoce­
mos el camino que lleva hasta ella. Sólo Dios conoce ese ca­
mino. Porque sólo su mirada abarca el mundo. Sólo él ve
cuanto hay bajo los cielos. Cuando calculó el peso del viento
y señaló una medida a las aguas, cuando impuso una norma
a la lluvia y una ley al relámpago, entonces dijo al hombre:
«La sabiduría es temer a Dios».
JOB—Siempre te temí. Nunca te negué. Y ahora, te pido
auxilio y no respondes. Te pido ayuda y no contestas.
Ojalá pudiera recuperar el tiempo pasado, las horas en que
me protegías. Todos me tenían respeto. Los más sabios calla­
ban para escucharme. Ahora, en cambio, se ríen de mí hom­
bres a quienes antes no habría dejado cuidar a mis perros.
Hombres viles escupen a mi paso. Dios me ha dejado solo y
los peores me humillan sin que nada los frene.
123
Te has vuelto cruel conmigo. Tu mano se ceba en mí. ¿Es
que yo volví la mía contra el débil? ¿No lloré con quien sufría?
¿No tuve piedad del pobre? ¿No ayudé al huérfano y a la viu­
da? ¿No fui ojos para el ciego, pies para el cojo, abogado del
inocente? ¿No abrí mi casa al extranjero? ¿Acaso me alegré
del mal del enemigo?
Yo esperaba la dicha, pero mira mis ojos. Camino entre las
sombras, hermano de chacales, con la piel ennegrecida, los hue­
sos consumidos por la fiebre, las entrañas hirviéndome sin tregua.
Hice promesa de ser justo, y me dije: «Moriré cargado de
días, vigoroso y digno». Pensé que reservabas desgracia al
malvado, felicidad al justo. Tú llevas la cuenta de mis pasos.
Dime entonces: ¿Cuándo he faltado contra ti? Pésame en tu
balanza. Si en algo fui injusto, que otro se lleve mi felicidad.
Si puse mi confianza en el oro, si fui insensible a la necesidad
del débil, si no di mi pan al hambriento, si no partí mi ropa
con el desnudo, si alcé mi mano contra el huérfano, ¡que mi
brazo se rompa por el codo!
NARRADOR—Viendo que Job no dejaba de proclamar su
inocencia, aquellos tres hombres ya no le contestaron más.
Entonces tomó la palabra un cuarto hombre, Elihú, hijo de
Baraquel el buzita, del clan de Ram. Hasta entonces, había
guardado silencio, pues los otros eran mayores que él. Pero al
ver que callaban, dijo:
Elihú—Os he escuchado, pensando: «Que hable la edad.
Los ancianos dirán palabras sabias». Pero no son los años los
que dan sabiduría. Es un soplo de Dios lo que da la sabiduría
al espíritu del hombre. Ninguno habéis sabido refutar a Job.
Yo lo haré. No temas, Job, no pondré mi mano sobre ti, será
mi lengua quien te responda. Animado por un aliento incon­
tenible, me siento lleno de palabras con que refutarte. Escú­
chalas, Job, y replícalas si puedes.
Pías dicho: «Soy puro, sin delito; soy inocente, sin pecado.
Pero Dios busca excusas contra mí. Vigila mis pasos y pone
trampas a mis pies». Así has dicho, Job, pero te equivocas. Ol­
vidas que Dios es más grande que tú y que cualquier hombre.
¿Puede un hombre ser útil a Dios? Si pecas, ¿en qué le
afecta a Dios? Si eres justo, ¿qué le das con ello?
Te quejas porque él no responde a tus palabras. Dios nos
habla de muchas formas, aunque no siempre le oímos. Dios
124
nos habla de muchas formas, y el dolor es una de ellas. Hi­
riéndonos en los huesos, también así nos habla. Pero si el he­
rido ruega a Dios y Dios le otorga su favor, entonces verá el
rostro de Dios y dirá: «He pecado, pero Dios no me ha pagado
con la misma moneda. Ha llenado mi vida de luz». Así hace
una y otra vez Dios con el hombre.
Te he oído decir: «Soy inocente, pero Dios me niega todo
derecho. Me castiga sin haber pecado. De nada vale al hom­
bre hacer el bien». Así has dicho, Job. Pero lejos de él está la
injusticia. Dios paga al hombre con arreglo a sus obras, a cada
uno retribuye conforme a su conducta. Nunca tuerce el dere­
cho. Dios no hace nunca el mal.
Dime, Job, ¿quién le dio el gobierno de la Tierra?, ¿quién
le confió el universo? Si él retirase del mundo su aliento, toda
la carne moriría al instante y todos los hombres volverían al
polvo. Él no favorece al grande frente al débil, ni al rico frente
al pobre, porque todos son obra de sus manos. Él conoce a
todos los hombres, no hay sombra lo bastante espesa para
ocultarse a sus ojos. Y, de pronto, hiere al malvado. A veces
esconde su rostro, pero sigue velando sobre hombres y nacio­
nes, para evitar que reine el impío.
Dios no castiga al que le dice: «Me arrepiento. No volveré
a obrar mal». Tú, sin embargo, rechazas su juicio. Cualquier
sabio te diría: «Respondes como un malvado. Multiplicas tus
palabras contra Dios. A tu pecado añades rebeldía». ¿Crees
que es justo decir: «Soy inocente ante Dios»? O decir: «¿Qué
gané con no pecar?». Dices: «Dios no me escucha. Le expuse
mi causa y en vano espero su respuesta». No añadas más
palabras necias, Job. Dios no responde a los malvados arro­
gantes. Pero si el hombre escucha y se somete, sus días aca­
ban felices.
También a ti, Job, te sacará de las fauces de la angustia.
Pero si defiendes la causa del malvado, de un golpe te abatirá.
¿Fue la opulencia lo que te corrompió, Job? ¿Acaso tus
riquezas te dan auxilio en la desdicha? No escondas tus accio­
nes en la sombra, Job, por ellas te ha probado la desgracia.
No hay otro maestro que Dios. ¿Quién puede señalarle el ca­
mino a seguir? ¿Quién se atreverá a decirle: «Has hecho mal»?
Dios es tan grande que no lo conocemos. La suma de sus
años es incalculable. Él hace maravillas incomprensibles. ¿Co-
125
noces tú el misterio de Dios? Piensa en ello, considera los
prodigios de Dios. ¿Cómo alimenta a los hombres? ¿Cómo
sus manos se llenan de relámpagos que dirige contra los im­
píos? ¿Cómo castiga a los pueblos o los favorece? ¿Cómo
extiende la bóveda del cielo? ¿Cómo hace que el sol brille?
¿Cómo sostiene las nubes? ¿Cómo desata el huracán? ¿Cómo
ilumina la noche con sus rayos? ¿Cómo forma el hielo con
un soplo? Dice a la nieve: «Cae sobre la tierra», y la nieve
interrumpe el trabajo de los hombres para que todos admi­
ren su creación.
Dios es muy alto para el hombre. Él es infinito en su poder,
infinito en su rectitud, él es maestro de justicia. Mira el re­
lámpago que cruza del cielo a la tierra; escucha el trueno que
sale de su boca. Nada puede retener su voz cuando retumba.
NARRADOR—Fue entonces cuando, desde la tormenta. Dios
habló a Job:
«¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la Tierra? ¿Sabes
quién fijó sus medidas? ¿Quién marcó límites al mar. quién
encerró el orgullo de sus olas? ¿Has llegado hasta las fuentes
del océano?, ¿has paseado por el fondo del abismo? ¿Se te
han abierto las puertas de la muerte? ¿Alguna vez has dado
órdenes a la mañana, o has señalado su lugar a la aurora?
¿Sabes dónde habita la luz, dónde las tinieblas? ¿Sabes cómo
se reparte la luz por el mundo? ¿Has llegado a los silos de la
nieve?, ¿has visto los graneros de granizo que yo guardo para
tiempos de angustia? ¿Tiene padre la lluvia? ¿Levantas tu voz
a las nubes y la masa de aguas te obedece? ¿Quién engendra
las gotas del rocío? ¿De qué vientre sale el hielo? ¿Quién pare
la escarcha? ¿Saltan a tus órdenes los relámpagos? ¿Puedes
atar los lazos de las estrellas o hacer que salgan a su hora?
¿Conoces las leyes de los cielos? ¿Has asistido al parto de las
ciervas? ¿Quién procura alimento a las crías del león y del
cuervo? ¿Están las bestias dispuestas a servirte? ¿Puedes atar­
las a tu arado y hacer que abran los campos para ti? ¿Das tú al
caballo su bravura? ¿Vuela el halcón porque tú le enseñas?
¿Conoces al hipopótamo? Sus huesos son tubos de bronce;
sus vértebras, de hierro. Nada en la tierra ni en el agua le
produce temor, nadie bajo el ciek> le hizo frente. ¿Jugarás con
él como con un pájaro? ¿Conoces al cocodrilo? Sólo su vista
aterra, hasta los más fuertes le temen. En su piel no se clavan
126
la espada ni el dardo ni la lanza, la flecha no le hace huir, el
hierro es para él como paja, el bronce como madera podrida.
¿Quién logró abrir su coraza?, ¿quién ha abierto sus fauces?
¿Acudirá a ti con gesto humilde? ¿Conoces al avestruz, que
abandona sus huevos en el suelo para que la arena los incube,
sin temer que un pie pueda pisarlos?
«¿Callas? ¿No tienes bastantes años para responder a mis
preguntas? ¿No tienes un brazo como el brazo de Dios?, ¿una
voz como la voz de Dios? Si tienes un brazo como el de Dios,
una voz como la de Dios, da rienda suelta a tu cólera, derriba
con una mirada al arrogante, humilla al soberbio, aplasta a
los calvados donde se hallen, cúbrelos de polvo. Haz todo eso
y yo te honraré.
«¿Callas? ¿No quieres discutir mi derecho? ¿No me vas a
condenar, para ser tú absuelto? ¿No vas a contestarme, cen­
sor de Dios? ¿Qué tienes que decirme, acusador de Dios?»
Job—Me doy cuenta de que todo lo puedes. Quiero que me
instruyas. Te dije palabras sin sentido. Hablé sin razón de ce­
sas que no comprendo. Retiro mis palabras y me arrepiento
en polvo y en ceniza. Hablé una vez y nada añadiré.
Narrador—Job puso sus manos en su boca, para taparla.
Dios se dirigió entonces a los hombres que acompañaban a
Job. Les dijo:
«Estoy enfadado con vosotros, porque no habéis hablado
de mí como ha hablado mi siervo Job. Tomad siete terneras y
siete carneros y, ante mi siervo Job, ofrecedlos en holocausto.
Mi siervo Job intercederá por vosotros. En consideración a él,
no os infligiré castigo por no haber hablado de mí como ha
hecho mi siervo Job».

II
Narrador—Ésta es la historia de Job. Al menos, así es
como yo la recuerdo. Pienso en ella a menudo. Pienso en Job
cada vez que oigo esa pregunta: ¿Dónde está Dios? «¿Dónde
está Dios?», se pregunta Job.
¿Dónde está Dios? Recuerdo haber oído esa pregunta hace
muchos años. Recuerdo esa pregunta y la respuesta que en­
tonces encontré.
127
Me habían enviado a un campo de trabajo, éramos sete­
cientos detenidos allí. Habíamos tenido suerte. El hombre al
mando era un holandés. Jamás recibimos un golpe de su mano,
ni un insulto de su boca.
El holandés tenía a su servicio un niño que siempre lo acom­
pañaba.
Un día, no lejos de allí, una central eléctrica saltó por los
aires. La Gestapo determinó que se trataba de un sabotaje.
Alguna sospecha los condujo hasta nuestro campo. Y allí en­
contraron armas escondidas.
El holandés fue arrestado. Lo torturaron, pero él no les dio
ninguna información acerca de aquellas armas. Lo vimos par­
tir hacia Auschwitz. Nunca más supimos de él.
El niño, su criado, permaneció en el campo. Lo tortura­
ron, (pero tampoco él les dijo lo que querían saber.
Un día, a la vuelta del trabajo, vimos que los SS habían
levantado tres horcas en el patio. Al poco, trajeron a tres en­
cadenados. Dos adultos y un niño, el criado del holandés. Un
comandante de las SS leyó la sentencia. Los SS hicieron que
cada condenado subiera a una silla, al pie de la horca, y les
pusieron las cuerdas en el cuello.
Los dos adultos gritaron: «¡Viva la libertad!». El niño callaba.
Entonces oí a mi espalda aquella pregunta: «¿Dónde está
Dios?».
A una señal del comandante, las tres sillas cayeron. Se hizo
un silencio absoluto. El comandante nos gritó: «¡Descubrios!».
En el horizonte, el sol se escondía.
Yo me di cuenta de que estaba llorando.
Me sorprendió, porque en el campo no llorábamos nunca.
Nuestros cuerpos secos habían olvidado llorar.
El comandante gritó: «¡Cubrios!». Y nos hizo desfilar a to­
dos ante las tres horcas.
Los dos adultos murieron inmediatamente. Pero la tercera
cuerda siguió moviéndose durante largo rato. Cuando yo pasé
ante él, el niño todavía luchaba con la muerte.
Entonces escuché aquella pregunta por segunda vez:
«¿Dónde está Dios?»
No sé dónde encontré fuerza para responder:
«Ahí. Ahí está. Colgado de esa horca.»

128
ni
Narrador—«¿Dónde está Dios?» En aquellos días, muchos
hombres se hicieron esa pregunta: «¿Dónde está Dios?». En
Varsovia, la pregunta resonó por todos los rincones del gueto.
Este hombre está allí, en el gueto. Las llamas crecen alrede­
dor de la casa desde la que ha combatido durante siete días y
siete noches. Tiene ante sí dos botellas de gasolina.
Hombre—Dos botellas de gasolina: ésta es toda la munición
que me queda. Una es para los asesinos. La otra la reservo para
mí. Esta casa está a punto de caer, pero a mí no me cogerán vivo.
Voy a prenderme fuego, pero antes deja que te diga unas
palabras. Deja que te diga esto: yo sigo creyendo en ti pese a
todo lo que tti has hecho para que yo dejase de creer en ti.
¿Puedes comprenderme? ¿Puedes comprender los senti­
mientos de un hombre que muere abandonado por su Dios,
en quien creía con tanta fuerza?
Igual que Job, al mirar mi pasado puedo decir, hasta don­
de un hombre puede estar seguro de sí mismo, que la mía fue
una vida justa y que te amé con todo mi corazón. Alguna vez
fui bendecido por la fortuna, pero la fortuna nunca me enva­
neció. Siempre miré mis bienes como algo extraño, de modo
que, si me robaban, era como si se apropiasen de cosas sin
dueño. Mi casa estaba abierta a los necesitados y me sentía
dichoso cuando podía ayudar a alguien. Yo te servía, y lo úni­
co que te pedí fue que me permitieses seguir sirviéndote con
todo mi corazón y con todas mis fuerzas.
Mi vida ha cambiado. Mi fe en li, no. Antes, tú no cesabas
de hacerme favores, y yo siempre estaba en deuda contigo.
Hoy, sigo siendo deudor tuyo. Pero ahora también tú tienes
una deuda conmigo. Una deuda muy grande.
Job le pidió que le señalases sus pecados para conocer la
causa de su sufrimiento. Yo no.
No existe una falta que merezca un castigo como el que he­
mos recibido. No, no se trata de un castigo por haber pecado.
Es algo muy distinto lo que está teniendo lugar en el mundo.
No se trata de faltas y de castigos, sino de un ocultamiento
de tu rostro. Has apartado tu rostro del mundo. Has abando­
nado a los hombres a sus impulsos más salvajes. La fuerza de
los instintos domina el mundo.
129
¿Oyes a ese perro que aúlla entre los cadáveres? Está ham­
briento. Está enfermo. Está loco. Las llamas y los disparos lo han
vuelto loco. Pero yo siento envidia de él. Me gustaría ser ese pe­
rro. Me gustarla ser un animal. Siento vergüenza de ser hombre.
Mira este niño que yace a mi lado. Lo miro y me avergüen­
zo de ser hombre.
Hemos luchado desde esta casa durante siete días y siete
noches. Todos mis compañeros han caído silenciosa, serena­
mente. También este niño. Apenas debe de tener cinco años,
sólo tú sabes cómo llegó hasta aquí. ¿Verdad que su boquita
parece sonreír? ¿No parece que se está riendo de mí? Se ríe de
mí con esa sonrisa de la gente sabia. Este niño ya lo sabe todo,
ya todo le resulta claro. Ya sabe por qué nació aunque debía
morir tan pronto. Y si no lo sabe, sabe que saberlo o no carece
de importancia en ese mundo en que ahora se encuentra, en
brazos de sus padres asesinados.
Dentro de poco, también yo voy a saberlo. Y si mi rostro
no es devorado por el fuego, también en mí verás esa sonrisa.
Mi hijo pequeño tendría hoy la edad de este niño.
Primero perdí a mi mujer. Luego, uno a uno, a todos mis
hijos. Tú no me ayudaste a esconderlos de sus perseguidores.
Hoy la luz sólo vale para descubrir las huellas de quienes huyen.
Uno a uno los perdí, a cada uno de ellos. Ahora llega mi tumo.
Llega mi turno y veo la vida desde una perspectiva tan clara
como casi nunca le es otorgada a un hombre a punto de morir.
Sé que nuestro destino no es decidido por cálculos terre­
nos, sino por otros que no pertenecen a este mundo. Hay una
gran aritmética divina, frente a la cual el dolor humano no
cuenta nada.
Pero eso no significa que tú y tu sentencia seáis justos. No,
no nos merecemos los golpes que recibimos.
Mira a este niño que yace a mi lado y dime: ¿qué más debe
ocurrir para que muestres tu rostro al mundo?
Nosotros, los burlados, los ofendidos, los humillados, los
torturados, los violados, los asesinados, los asfixiados, los en­
terrados vivos, los quemados vivos, ¿no tenemos derecho a
saber? ¿No tenemos derecho a saber dónde están los límites
de tu paciencia?
¿Eres tan grande que nada de lo que nos pase puede con­
moverte?
130
¿Hasta cuándo manifestarás tu grandeza permitiendo que
se golpee a los pequeños, a los inocentes?
¿Dejarás que el mundo se devore en su maldad? ¿Dejarás
que el mundo se ahogue en su propia sangre? ¿Hasta dónde
vas a seguir tensando la cuerda?
No tenses más la cuerda. Podría romperse.
Ya hay muchos que, en su desventura y en su furia, se han
apartado de ti. Perdónalos. Has transformado nuestra vida en
un combate tan interminable, que los cobardes huyen donde
sus ojos los lleven. No los castigues por eso. A los cobardes no
se les castiga, se les compadece. De ellos, apiádate más que de
nosotros. Perdona a los que renegaron de li, a los que se vol­
vieron indiferentes respecto de ti. Los has golpeado tanto que
ya no creen que seas su padre.
Yo, en cambio, creo en ti más que nunca. Ahora más que nun­
ca sé que tú eres mi Dios. Porque no eres, no puedes ser, el Dios
de aquellos cuyos actos son expresión de la ausencia de Dios.
Si tú no fueses mi Dios, ¿el Dios de quién serías, el Dios de
los asesinos?
Aún tengo dos botellas. Estos días he lanzado muchas. Nunca
imaginé que la muerte de otros hombres, aunque fuesen ene­
migos, y enemigos como éstos, pudiera alegrarme tanto. Al va­
ciar el fuego sobre ellos, sentí una alegría tan honda como si
comenzase una nueva vida para mí. Ardían como los inocentes
a los que ellos han quemado en los hornos, ardían como ellos,
pero gritaban mucho más. Nunca imaginé que la venganza
pudiera alegrar tanto mi corazón. Ahora sé que la vengan­
za siempre será el último recurso de lucha de los oprimidos.
Tú, mi Dios, eres un Dios de la venganza.
Pero hoy no te pido venganza. No hay en el mundo un cas­
tigo que pueda expiar el crimen cometido con nosotros. No,
no te pido que castigues a los asesinos. Y si lo haces, castiga
antes a los que silencian el asesinato. A los que dan gracias al
asesino por el trabajo que hace para ellos.
Tampoco te pido nada para mí. No espero milagros. Ocul­
taste tu rostro a mis hijos. Has ocultado tu rostro a millones
de hombres. ¿Por qué ibas a mostrármelo a mí?
La muerte no puede esperar más. El sol llega a su ocaso y
yo te agradezco que no volveré a verlo. Un resplandor de in­
cendios cubre la ciudad y el cielo parece una catarata de san­
131
gre. Dentro de muy poco estaré con mi familia y con los millo­
nes de asesinados, en ese mundo donde tú eres el único señor.
Muero golpeado, pero no de rodillas. Con la frente inclina­
da ante tu grandeza, pero sin besar el látigo con que me azotas.
El mundo se ha llenado de hombres que te odian y que me
persiguen por tu causa, pero yo he seguido sirviéndote, he ob­
servado tus preceptos, he santificado tu nombre. Has hecho
todo lo posible para apartarme de ti, pero si piensas que con las
pruebas a que me sometes vas a lograr que me desvíe de tu
senda, te advierto que no lo conseguirás. Puedes quitarme todo
lo que poseo, puedes humillarme, puedes atormentarme. Mue­
ro tal como he vivido, siguiendo tu ley. Creo en ti pese a todo lo
que has hecho para que dejase de creer en ti. Sigo amándote, a
pesar de ti. Yo te amo, pero más amo tu ley. Y cuantos más
morimos por tu ley, más inmortal te haces tú.

IV
Narrador—«¿Dónde está Dios?», se pregunta Job. ¿Lo sabe
esta joven?, ¿sabe ella dónde está Dios? Tiene ante sí una car­
ta cerrada. Llevaba meses esperándola y ayer, por fin, la reci­
bió. No necesita abrirla para saber lo que contiene: su orden
de deportación. Tal día, a tal hora, habrá de presentarse en la
estación de ferrocarril. Sólo podrá llevar consigo una maleta.
MUJER —Ha sido una noche de espanto. Me he quedado
despierta en la oscuridad, con los ojos ardientes. Todas las
imágenes del sufrimiento humano han desfilado esta noche
ante mí. Han sido horas de espanto, pero ya empiezo a estar
en paz. Ya sé lo que tengo que hacer.
Voy a abrir esta carta. Voy a leerla lentamente, como se lee
una buena noticia. Luego, sin decir nada a nadie, voy a reti­
rarme al rincón más silencioso de la casa, voy a cerrar los ojos
y voy a reunir toda mi fuerza, toda la fuerza de mi cuerpo y de
mi alma. Luego voy a hacer mi equipaje. Una Biblia. Ninguna
foto. Prefiero irme con el recuerdo de sus rostros y de sus
gestos, me acompañarán siempre. Lo último que haré, antes
de salir a la calle, será cortarme el pelo y tirar mi lápiz de
labios. Luego iré a despedirme de mis padres, pero antes me
arreglaré las muelas con caries, sería grotesco tener dolor de
132
mudas allí. Luego sí, luego iré a casa de mis padres a llevarles
palabras de consuelo. Por último, visitaré al hombre con quien
querría haber vivido toda mi vida.
No sé cómo reaccionaré cuando me despida de él para siem­
pre. En el fondo de mí, me cuesta creer que tengo que sepa­
rarme de él. El otro día, cuando caminábamos de la mano,
pensé: ¿por qué no podemos seguir juntos?
Debo quitarme esa esperanza de la cabeza. Debo aceptar
que seguiré mi camino separada de él y de todos aquellos sin
los cuales no creo poder vivir. Debo desatar los lazos exterio­
res para atar los interiores. Así, a pesar de la separación, per­
sistirá una unión íntima. En este mundo desolado, los cami­
nos más cortos de un ser a otro son los caminos interiores.
Buscar una vida para dos, eso sólo puede hacerse interior­
mente en este mundo desolado.
Sé que mis padres no van a ponérmelo fácil. Me dirán:
«Usaremos nuestras influencias. Tenemos amigos que nos
ayudarán a ganar tiempo. Hay que resistir hasta que esos ani­
males pierdan la guerra». En eso depositan su esperanza. Pero
hay que separarse de toda esperanza fundada en el mundo
exterior. Mis padres no entienden esto, dicen que soy pasiva,
que me abandono sin lucha, que me he resignado. No es resig­
nación. No es que yo vaya a la muerte con una sonrisa en los
labios. Se trata de otra cosa.
Se trata de que yo acepto la vida, la acepto siempre y siem­
pre la encuentro buena, aun en los peores momentos. Por eso,
yo no me preocupo jamás por el mañana. Tampoco ahora,
cuando estoy a punto de tomar un tren que no sé adónde me
llevará. Sólo sé que, allí donde me lleven, descubriré un nuevo
estado de mi alma. Así ha sido hasta ahora. En cada situación
he descubierto un nuevo estado del alma. Una parte de mí,
hasta entonces en silencio, de pronto habla.
Ayer sucedió. Ayer fue un día muy duro. Desde hace años,
cada día está más lleno de pena que el anterior, y ayer tuve que
soportar mucho. Pero está hecho, y yo he ganado todo eso
que se me vino encima. Y hoy me siento capaz de afrontar un
poco más que ayer. Eso es lo que me da esta alegría. La certeza
de que soy capaz de llegar hasta el final, sola y sin que mi cora­
zón se consuma de amargura. Y mis peores momentos de tris­
teza dejan en mí surcos fértiles y me hacen más fuerte.
133
Mis padres no lo entienden. Me dicen: «Piensa en ti mis­
ma». Eso es lo que hacen todos hoy, pensar en sf mismos.
Cada uno intenta pasar a través de los hilos de la red. Pero,
¿de qué vale que uno escape si otro es aniquilado? Mis padres
se enfadan cuando digo que no importa si soy yo o es otro el
que sube a uno de esos trenes. Me dicen: «Tienes que cuidar­
te. Tenes tantas cosas que hacer en la vida. Tanto que dar.» Sé
que tengo mucho que dar. Pero eso que tengo que dar, lo daré
donde me halle. Aquí o en el campo de concentración.
Cuando me oyen hablar así, mis padres dicen que me com­
porto como si no supiese lo que me espera. Sé lo que me espe­
ra, hasta en los más pequeños detalles. Conozco las terribles
posibilidades que pueden realizarse sobre mi pequeña perso­
na. Y, sin embargo, estoy tranquila. Ellos dicen: «¿Cómo pue­
des tomártelo así? Ni siquiera los insultas. ¿Es que-no te enfu­
rece el trato que dan a los seres humanos?». Yo les digo que
los acontecimientos han tomado proporciones demasiado
enormes, demoníacas, para que uno pueda reaccionar con
rencor o con rabia. Esa reacción es pueril, inadecuada al ca­
rácter fatal de las cosas. Hoy sólo vale la aceptación de lo in­
evitable y la convicción de que, sin embargo, nada nos puede
ser arrebatado. La Tierra se está convirtiendo en un inmenso
campo de concentración del que nadie quedará fuera. No es el
momento de salvar la vida cueste lo que cueste.
Mis padres me dicen: «Tienes que escapar de sus garras».
Pero yo no me siento en las garras de nadie. Yo sólo me siento
en tus brazos, mi Dios. También en el campo, acechada por
los SS, me sentiré en tus brazos. Tendré que soportar sufri­
mientos que ni siquiera soy capaz de imaginar, tal vez seré
presa de la desesperación. Pero todo eso es poco comparado
con mi confianza en ti.
Si tú crees que yo todavía tengo mucho que dar, lo daré
también después de atravesar las mismas pruebas que otros.
Y si hago lo que es justo, descubriré un nuevo valor en mí. Y si
no sobrevivo, mi manera de morir dará una respuesta a la
pregunta: «¿Quién soy yo?».
¿Quién soy yo?
Muy pronto voy a saberlo. Tú lo verás en mis ojos. Cuando
mi rostro esté devastado por el sufrimiento, mi aliiia se con­
centrará en mis ojos.
134
Te prometo una cosa, poca cosa. Prometo que te voy a ayu­
dar a no apagarte en mí. No eres tú quien nos puede ayudar,
sino nosotros a ti, y al hacerlo nos ayudamos a nosotros mis­
mos. Eso es todo lo que nos es posible saber en esta época y lo
único que cuenta. Un poco de ti en nosotros, mi Dios. Y tal
vez podamos también ayudar a ponerte en los corazones
martirizados de los otros.
Tú pareces tan incapaz de modificar la situación... Por eso,
yo no te pido cuentas. Si tú no puedes ayudamos, nos corres­
ponde a nosotros ayudarte y defender la morada que te abriga
en nosotros.
Hay gente, ¿puede creerse?, que en el último momento trata
de poner en lugar seguro las cucharas de plata, en vez de pro­
tegerte a ti. Y hay gente que busca proteger su propio cuerpo.
Dicen: «Yo no caeré en sus garras». Olvidan que uno no está
en las garras de nadie mientras está en tus brazos.
Hablar contigo me da calma. Tendré muchas conversacio­
nes contigo allí donde me llevan, para impedirte que me de­
jes. Conocerás también momentos de necesidad en mí. Pero,
créeme, seguiré obrando por ti, te seguiré siendo fiel, no te
expulsaré de mi recinto.
Sé que no me falta fuerza para afrontar el gran subimien­
to. Me dan más miedo las pequeñas preocupaciones que asal­
tan á veces como miserias ardientes. Pero yo me diré cada
día: «Un día más. No tienes excusa. Utiliza cada instante de
este día, conviértelo en un momento fructífero, en piedra so­
bre la que apoyar los días de angustia que nos esperan».
La tempestad de esta noche ha destrozado el jardín. Sus
flores brotan desparramadas en los charcos. Pero, en alguna
parte de mí, ese jardín sigue floreciendo y esparce su aroma
en torno a tu morada. Tú ves cómo te cuido. No te ofrezco
solamente mis lágrimas en este día gris, también te doy un
jardín perfumado. Quiero hacerte un refugio lo más agrada­
ble posible. En una celda estrecha, viendo una nube pasar al
otro lado de los barrotes, yo te daría esa nube.
No puedo garantizar nada, pero ya ves que mis intencio­
nes son las mejores del mundo. Si tú no puedes ayudarme, me
tocará a mí ayudarte a ti. Y si estoy para ti, también estaré
para los otros. Voy a ayudarte, mi Dios, ése es el principio que
me he marcado. Ahora voy a abrir esta carta y voy a leerla con
135
calma, palabra por palabra, como una buena noticia. Y luego,
voy a consagrarte este día y voy a verterme entre los hombres.

V
Narrador—Pienso en ellos cada día. Pienso en esa mujer
que va a tomar un tren hacia la muerte, pienso en ese hombre
rodeado de muerte, pienso en ese niño. Cada noche pienso en
ese niño que lucha en el aire contra la muerte.
Intento pensar en Job. Cuentan que sus heridas se cerraron
y la fortuna volvió a sonreírle. Cuentan que llegó a poseer ca­
torce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil
burras, y que tuvo siete hijos y tres hijas, y a la primera puso
por nombre «Paloma», a la segunda «Acacia» y a la tercera
«Perfume». Cuentan que no había en todo el país muchachas
tan hermosas como las hijas de Job. Cuentan que Job conoció
a sus nietos y bisnietos y murió anciano tras una larga vida.

136
SELECCIÓN DE TEXTOS

LA NOCHE*
Elie Wiesel
Presencié otras ejecuciones.'Nunca vi llorar a uno solo de
esos condenados. Hacía tiempo que esos cuerpos resecos ha­
bían olvidado el sabor amargo de las lágrimas.
Salvo una vez. El oberkapo del comando 52 de los cables
era un holandés: un gigante que superaba los dos metros. Se­
tecientos detenidos trabajaban bajo sus órdenes y todos lo
querían como a un hermano. Nadie había recibido nunca una
bofetada de su mano, un insulto de su boca.
Tenía a su servicio aun niño, un pipel, como se los denomina­
ba. Un niño de cara fina y hermosa, algo increíble en ese campo.
(En Buna odiaban a los pipel: a menudo se mostraban más
crueles que los adultos. Un día vi a uno de ellos, de trece años
de edad, golpear a su padre porque no había hecho bien su
cama. Como el viejo lloraba calladamente, el otro rugió: «Si
no dejas de llorar enseguida, no te daré más pan. ¿Entien­
des?». Pero el pequeño ayudante del holandés era adorado
por todos. Tenía la cara de un ángel desdichado.)
Un día, saltó la central eléctrica de Buna. Llamada al lu­
gar, la Gestapo llegó a la conclusión de que era un sabotaje. Se
descubrió una pista. Ella conducía al bloc del oberkapo ho­
landés. ¡Y allí se descubrió, en un registro, una cantidad im­
portante de armas!
* En E. Wiesel, La noche, Muchnik Editores, 1975.

137
El oberkapo fue detenido inmediatamente. Fue torturado
durante semanas enteras, pero en vano. No delató ningún nom­
bre. Fue trasladado a Auschwitz. Y no se oyó hablar más de él.
Pero su pequeño pipel quedó en el calabozo del campo.
Torturado igualmente, también permaneció mudo. Entonces
los SS lo condenaron a muerte, como asimismo a otros dos
detenidos a quienes se les habían encontrado armas.
Un día que volvíamos del trabajo, vimos tres horcas levan­
tadas en el recinto de llamada, tres cuervos negros. Llamada.
Los SS a nuestro alrededor, con las metralletas apuntándo­
nos: la ceremonia tradicional. Tres condenados encadenados
y, entre ellos, el pequeño pipel, el ángel de los ojos tristes.
Los SS parecían más preocupados, más inquietos que de
costumbre. Colgar a un chico ante millares de espectadores
no era poca cosa. El jefe del campo leyó el veredicto. Todos
los ojos estaban fijos en el niño. Estaba lívido, casi tranquilo,
y se mordía los labios. La sombra de la horca lo cubría.
El lagerkapo, esta vez, se negó a servir de verdugo. Tres SS
lo reemplazaron.
Los tres condenados subieron a sus sillas. Los tres cuellos
fueron introducidos al mismo tiempo en las sogas corredizas.
—¡Viva la libertad! —gritaron los adultos. Pero el pequeño
callaba.
—¿Dónde está el buen Dios, dónde está? —preguntó al­
guien detrás de mí.
A una señal del jefe de campo, las tres sillas cayeron. Silen­
cio absoluto en todo el campo. En el horizonte, el sol se ponía.
—¡Descúbranse! —aulló el jefe del campo. Su voz estaba
ronca. Nosotros llorábamos.
—¡Cúbranse!
Luego comenzó el desfile. Los dos adultos ya no vivían. Su
lengua colgaba hinchada, azulada. Pero la tercera soga no es­
taba inmóvil: el niño, muy liviano, vivía aún...
Más de media hora quedó así, luchando entre la vida y la
muerte, agonizando ante nuestros ojos. Y nosotros teníamos
que mirarlo bien de frente. Cuando pasé delante de él todavía
estaba vivo. Su lengua estaba roja aún, sus ojos no se habían
apagado.
Detrás de mí oí la misma pregunta del hombre:
—¿Dónde está Dios, entonces?
138
Y en mí sentí una voz que respondía:
—¿Dónde está? Ahí está, está colgado ahí, de esa horca...
Esa noche, la sopa tenía gusto a cadáver.

YÓSEL RÁKOVER APELA A DIOS*


Zvi Kolilz
En las ruinas del gueto de Varsovia, bajo montones de pie­
dras y huesos humanos calcinados, escondido y oculto en una
pequeña botella, fue hallado el siguiente testamento, escrito
en las últimas horas del gueto por un judío llamado Yósel
Rákover:
Varsovia, 28 de abril de 1943
Yo, Yósel, hijo de David Rákover de Tamopol, seguidor del
rabino de Ger y descendiente de los justos, sabios y santos de
las familias Rákover y Meisls, escribo estas líneas mientras
las casas del gueto de Varsovia están en llamas, y el edificio en
el que me encuentro es uno de los últimos que aún no arden.
Hace ya unas horas que estamos sometidos a un rabioso fue­
go de artillería, y a mi alrededor los muros se quiebran y re­
vientan con estruendo bajo la lluvia de granadas. Dentro de
poco, también esta casa, como casi todas las del gueto, se ha­
brá convertido en la tumba de sus defensores y moradores.
Los rayos del sol, relampagueantes e incandescentes como la
brasa, que penetran en mi habitación a través de la pequeña
ventana a medio tapiar, desde la cual hemos disparado día y
noche contra el enemigo, me indican que el sol está a punto
de ponerse y pronto caerá la noche. Probablemente, el sol ni
siquiera sabe cuán poco lamento no volver a verlo jamás.
Peculiar es lo que nos ha sucedido: todos nuestros concep­
tos y sentimientos se han transformado. La muerte súbita,
rápida e instantánea, se nos antoja como un redentor, como
un libertador que rompe nuestras cadenas. Las bestias del
bosque me son tan caras y queridas que me duele en el alma
oír que a los criminales que ahora dominan Europa se les com­
para con bestias. No es cierto que Hitler tenga atributos de
* En Z. Kolitz, Yósel Rákover apela a Dios, Nueva Galaxia Gulcnberg, S.A., 2001.

139
bestia. Es —y de ello estoy profundamente convencido— un
típico hijo de la humanidad moderna. La humanidad en su
conjunto lo ha engendrado y criado, y él es la expresión since­
ra y desenmascarada de sus más íntimos y recónditos deseos.
Una noche, habiéndome escondido en un bosque, me cru­
cé con un perro enfermo, famélico, loco tal vez, con el rabo
entre las piernas. Ambos sentimos enseguida lo común de
nuestra situación, pues la de los perros no era ni es un ápice
mejor que la nuestra. Se me arrimaba, hundía su cabeza en
mi regazo y me lamía las manos. No sé si alguna vez he llora­
do como aquella noche; me abracé a él y sollocé como un crío...
Nadie se sorprenderá si recalco que en ese momento envidié a
las bestias. Es más, sentí vergüenza. Vergüenza ante el perro
de no ser un perro, sino un hombre. En efecto, así es, y a tal
estado del espíritu hemos llegado: la vida es una desdicha; la
muerte, un redentor; el hombre, una plaga; la bestia, un ideal;
el día, un horror; la noche, un sosiego.
Millones de personas en este grande y ancho mundo, ena­
morados del día, del sol y de la luz, no saben ni sospechan
siquiera cuántas tinieblas y desdichas ya nos ha deparado el
sol, convertido en un instrumento en manos de los criminales.
Lo han utilizado como un foco que ilumina las pisadas de los
que de ellos huyen para salvarse. Cuando me escondí en los
bosques con mi mujer y mis hijos, que entonces eran seis, la
noche, y sólo la noche, nos acogió en su seno. El día nos entre­
gó a los perseguidores que acechaban nuestras almas. ¡¿Cómo
podré olvidar jamás el día en que los alemanes derramaron
aquella lluvia de fuego sobre miles de refugiados en la carrete­
ra de Grodno a Varsovia?! Con el sol del amanecer ascendie­
ron sus aviones, que luego nos masacraron sin cesar, durante
un día entero. En esa matanza perpetrada desde el cielo su­
cumbieron mi mujer y nuestro pequeño de siete meses en sus
brazos, y el mismo día dos de mis otros cinco hijos desapare­
cieron sin dejar rastro. Se llamaban David y Yehuda, uno tenía
cuatro años, el otro seis.
Con la puesta del sol, los escasos supervivientes prosiguie­
ron su marcha en dirección a Varsovia. Pero mis otros tres
hijos y yo rastreamos los bosques y los campos para buscar a
los dos que habían desaparecido en el lugar de la matanza.
«¡David!... ¡Yehuda!» Durante toda la noche nuestros gritos
140
cortaron como cuchillos el silencio de muerte que nos rodea­
ba, pero sólo nos contestaba el eco del bosque, desvalido y
compasivo, con la voz plañidera de un lejano llanto fúnebre
que desgarraba el corazón. No volví a ver a mis dos niños, y
en un sueño se me exhortó a dejar de preocuparme por ellos,
pues se encontraban ya en manos del Señor del cielo y de la
tierra. Mis otros tres hijos murieron en el gueto de Varsovia
en menos de un año.
Raquel, mi hijita de diez años, había oído decir que en los
cubos de basura de la ciudad, al otro lado de los muros del
gueto, podían encontrarse restos de pan. El gueto pasaba ham­
bre, y por las calles yacían los muertos de inanición tirados
como trapos. La gente estaba dispuesta a morir de lo que fue­
ra, menos de hambre, tal vez porque en una época en la que
las persecuciones sistemáticas matan poco a poco toda ansia
intelectual, el deseo de comer es lo último que le queda a uno,
incluso cuando ya se anhela la muerte. Así le sucedió, según
me contaron, a un judío que desfallecía de hambre y le decía a
otro: «¡Ay qué bien me sentiría si antes de morir pudiera co­
mer una última vez dignamente, como un hombre!».
Raquel me había ocultado su plan de salir a hurtadillas del
gueto, un crimen que era castigado con la muerte. Junto con
una amiga, una niña de su edad, emprendió el peligroso cami­
no. Era noche cerrada cuando se marchó de casa, y al salir el
sol las dos fueron descubiertas ante las puertas del gueto. Los
centinelas de los nazis, secundados por docenas de cómplices
polacos, enseguida se lanzaron a la caza de las niñas judías
que habían osado buscar un trozo de pan en un cubo de basu­
ra para no consumirse de hambre. Las personas que presen­
ciaban la cacería no daban crédito a lo que veían. Hasta en el
mismo gueto aquello era algo inédito. Uno hubiera dicho que
se perseguía a prófugos peligrosos, al contemplar cómo la jau­
ría homicida se echaba tras las escuálidas niñas de tan corta
edad. Las criaturas no pudieron resistir mucho tiempo la ca­
rrera y una de ellas, mi hija, habiendo agotado sus últimas
fuerzas, se desplomó exhausta. Los nazis le perforaron el crá­
neo. La otra consiguió escapárseles de entre las manos, pero
murió dos semanas más tarde. Había perdido el juicio.
Jacob, nuestro quinto hijo, un chico de trece años, murió
de tuberculosis el día de su Bar Mitzvá. La muerte fue su re-
141
dención. El último de mis descendientes, mi hija Eva, pereció
a los quince años en una Kinderaktion, una matanza de niños,
que comenzó al alba del último Rosh-Hashaná y terminó con
la puesta del sol. En el transcurso de aquel dfa de Año Nuevo,
cientos de familias judías perdieron a sus hijos.
Hoy me ha llegado la hora, y puedo decir como Job —sin
ser yo el único que pueda decirlo—: desnudo regreso a la
tierra, desnudo como el día en que nací. Tengo cuarenta y
tres años, y si vuelvo la vista atrás, a los años pasados, puedo
constatar con seguridad —es decir, en la medida en que un
hombre puede estar seguro de algo— que he llevado una vida
honesta. Mi corazón estaba henchido de amor a Dios. Recibí
la bendición del éxito, pero éste nunca se me subió a la cabe­
za. Mi hacienda llegó a ser abundante, y sin embargo poseí
como quien no posee: siguiendo el consejo de mi rabino en­
tendí que mi fortuna no tenía dueño. Si ésta inducía a al­
guien a hacer suya una parte de la misma, no había de consi­
derarse como hurto, sino como el acto del que se apropia de
un bien mostrenco. Mi casa estaba abierta al necesitado, y
me sentía dichoso cuando podía prodigar favores. He servi­
do a Dios con devoción, y únicamente le pedí que me permi­
tiera servirle «con todo el corazón, con toda el alma y con
todas las fuerzas».
Ahora bien, no puedo decir —después de todo lo que me
ha tocado vivir— que mi relación con Dios no haya cambiado.
Pero sí puedo afirmar con seguridad absoluta que mi fe en Él
no ha variado en lo más mínimo. Antes, cuando me iba bien,
mi relación con Él era como la que se tiene con alguien que
nos ofrece dádivas sin cesar, y con el cual por lo tanto estamos
siempre en deuda. Ahora mi relación con Él es como la que se
tiene con alguien que también nos debe algo a nosotros, y no
poco. Y porque siento que también Él está en deuda conmigo,
pienso que tengo el derecho de apremiarlo. Pero no digo como
Job que Dios ponga Su dedo en mi pecado para que sepa por
qué merezco esto. Pues personas mejores y de mayor talla que
yo están firmemente convencidas de que lo de ahora ya no es
una cuestión de castigo por los pecados y las faltas cometidas.
Es más bien algo muy particular lo que ocurre en el mundo, y
tiene un nombre: Hastores Ponim, que significa que éstos son
los tiempos en que Dios oculta Su rostro.
142
Dios ha cubierto Su rostro ante el mundo entregando asf a
los hombres a sus propios impulsos e instintos salvajes. Por
eso pienso que cuando las Fuerzas de los malos impulsos do­
minan el mundo es, por desgracia, completamente natural que
las primeras víctimas tengan que ser aquellos que encarnan lo
puro y lo divino. Para el individuo, esto tal vez no sea un con­
suelo. Pero del mismo modo que el destino de nuestro pueblo
depende no de cálculos terrenales, sino de leyes de otro mun­
do, que no son ni materiales ni físicas, sino espirituales y divi­
nas, el creyente debe interpretar estos sucesos como parte de
la gran cuenta de Dios, en la que incluso las tragedias huma­
nas tienen poco peso. Sin embargo, esto no significa que los
piadosos de mi pueblo simplemente aprueben la sentencia y
deban decir «El Señor es justo, y Sus designios son correc­
tos». Decir que merecemos los golpes que recibimos significa­
ría injuriamos a nosot ros mismos. Sería una blasfemia al Shem
Hanteforash: un ultraje a Su sagrado nombre, un sacrilegio
contra el nombre «judío», una profanación del nombre «Dios».
Es una misma cosa. Cuando nos injuriamos a nosotros, inju­
riamos a Dios.
En tal estado, naturalmente, no espero milagros ni le rue­
go a Dios que se apiade de mí. En absoluto. Que se comporte
con respecto a mí con la misma indiferencia de rostro cubier­
to que ya ha demostrado frente a tantos millones de Su pue­
blo. No soy una excepción a la regla. No espero ningún tipo de
favoritismo. Ya no intentaré salvarme ni huir de aquí. Incluso
rociaré mis ropas con gasolina para facilitarle al fuego su tra­
bajo. Tengo aún en reserva tres botellas después de haber va­
ciado unas cuantas docenas sobre las cabezas de los asesinos.
¡Qué gran momento de mi vida fue aquél! ¡Qué risa tan
salvaje solté! Nunca hubiera podido imaginarme que la muer­
te de seres humanos, aunque fueran enemigos —e incluso
enemigos de esta laya—, pudiera llegar a producirme tanta
alegría. Digan lo que digan algunos humanistas dementes, la
venganza y el deseo de la vindicación siempre han sido los
últimos resortes de la resistencia de los oprimidos; y esto no
cambiará nunca, pues nada les proporciona mayor satisfac­
ción en el alma. Hasta ahora nunca había entendido bien aque­
lla frase del Talmud que dice: «La venganza es sagrada porque
se menciona entre dos nombres de Dios, pues escrito está:
143
Dios de la venganza es el Señor». Ahora la entiendo. Ahora la
siento, y ahora sé de qué se regocija mi corazón cuando me
acuerdo de que ya hace milenios que invocamos a nuestro
Dios de esta manera: «ElNekome Adono}... ¡Dios de la vengan­
za, oh Señor! ¡Dios de la venganza, álzate!».
Y ahora que soy capaz de contemplar la vida y el mundo
desde esta perspectiva tan clara que sólo en contadas ocasiones
se le ofrece al hombre antes de morir, se me antoja que he aqut
la peculiar y esencial diferencia entre nuestro Dios y el Dios en
el que creen los pueblos de Europa: mientras que nuestro Dios
es el Dios de la venganza y nuestra Torah amenaza con la muer­
te a quienes cometen la más leve falta, cuenta el Talmud que en
los tiempos en que el sanedrín era el tribunal supremo de nues­
tro pueblo —cuando todavía vivíamos libres en nuestra tie­
rra—, la única pena de muerte que éste dictó en setenta años
bastó para que se increpara a los jueces con gritos de «¡Asesi­
nos!»... El Dios de los gentiles, en cambio, al que se llama «Dios
del amor», mandó que fuera amada toda criatura hecha a su
imagen y semejanza; y no obstante, nos asesinan en su nom­
bre, sin piedad y día tras día, desde hace ya casi dos mil años.
Sí, he hablado de venganza. Raras veces hemos conocido
la venganza verdadera, pero cuando la hemos experimentado
ha sido tan benéfica y tan dulce, una satisfacción tan profun­
da y una dicha tan enorme que me pareció cbmo si hubiera
comenzado para mí una nueva vida. En una xrasión, un tan­
que había irrumpido en nuestra calle, y desre todas las casas
fortificadas que había a su alrededor fue bombardeado con
botellas de gasolina encendidas. Pero na ¿lie lo acertó como
era preciso, por lo que el tanque, imperturbable, siguió su
camino. Entonces esperé con mis amigos hasta que pasó ru­
giendo, bajo nuestras narices literalmente, y en ese instante lo
atacamos todos a una, a través de las ver tanas medio tapia­
das. El tanque enseguida prendió fuego, y le su interior salta­
ron seis nazis ardiendo. ¡Ay, cómo ardían! Ardían como los
judíos que ellos quemaban, pero gritaban n ás que los judíos.
Los judíos no gritan. Aceptan la muerte como a un redentor.
El gueto de Varsovia muere en la lucha, se hunde disparando,
combatiendo, ardiendo..., pero sin griterío.
Pues sí, aún me quedan tres botellas de gasolina, y son tan
preciadas para mí como lo es el vino para el bebedor. Cuando
144
dentro de poco haya vaciado sobre mi cuerpo una de ellas,
meteré en la botella vacía las hojas en las que estoy escribien­
do estas líneas para esconderla entre los ladrillos de la pared
bajo la ventana. Si alguna vez alguien las llegase a encontrar y
leer, entenderá tal vez la sensación de un judío, uno entre mi­
llones, que murió abandonado por Dios, en quien tan firme­
mente creía. Las otras dos botellas las haré explotar sobre las
cabezas de los bandidos cuando llegue mi último momento.
Al comenzar la rebelión, éramos doce personas en esta ha­
bitación, y hemos luchado durante nueve días contra el enemi­
go. Todos mis once camaradas han caído. Han muerto en silen­
cio. Incluso este muchachito que tendrá tal vez cinco años y
que sólo Dios sabe cómo llegó hasta aquí, ahora yace muerto a
mi lado. En su hermosa carita ha quedado dibujada una sonri­
sa, como la que aparece en las facciones de los niños cuando
sueñan plácidamente. Ha muerto con tanta serenidad como
sus camaradas mayores. Sucedió esta mañana. La mayoría ya
había perdido la vida. El chico había trepado sobre la montaña
de cadáveres para echar una mirada al exterior a través de la
rendija de la ventana. Durante unos minutos estuvo así, de pie
junto a mí. Luego, de repente, cayó de espaldas, rodó hacia
abajo sobre los cuerpos de los caídos y se quedó inmóvil como
una piedra. Entre dos rizos negros asomó una gota de sangre
en su pequeña y pálida frente. Fue un tiro en la cabeza.
Nuestra casa es uno de los últimos bastiones del gueto.
Ayer por la mañana, cuando con los primeros rayos del sol el
enemigo abrió su fuego infernal contra nosotros, aún estába­
mos todos vivos. Había cinco heridos, pero seguían luchando.
Entre ayer y hoy han caído todos, uno tras otro, uno sobre
otro. Se fueron relevando para montar guardia y dispararon
hasta que las balas del enemigo los derribaron.
No tengo más munición que estas tres botellas de gasoli­
na. De los tres pisos superiores siguen disparando intensa­
mente. Pero ya no pueden mandarme ayuda, porque según
parece, la escalera ha sido destruida por las granadas. Creo
que pronto la casa entera se derrumbará. Escribo estas líneas
tumbado en el suelo. A mi alrededor, mis amigos muertos.
Miro sus caras y tengo la impresión de que cierta ironía se ha
derramado sobre ellas, una mansa ironía levemente burlona,
justo como si quisieran decirme: «Ten un poco de paciencia,
145
necio, sólo unos minutos más y también tú comprenderás».
El mismo aire irónico se ve esbozado en los labios del peque­
ño que está tendido igual que un durmiente junto a mi mano
derecha. Su boca sonríe como si estuviera riéndose en sus
adentros. Y yo, que aún vivo y aún siento y aún pienso como
un ser viviente de carne y hueso, tengo la sensación de que
soy el objeto de su risa, de que conoce mis intenciones. Tan
silenciosa y elocuentemente se ríe de mí como suelen hacerlo
los sabios cuando hablan sobre el saber con gente que, no
sabiendo nada en absoluto, cree saberlo todo. Ahora el niño
ya lo sabe todo, ya lo ha comprendido todo. Sabe incluso por
qué nació para morir tan tempranamente, y por que murió a
sólo cinco años de haber nacido. Y aunque no lo sepa, sabe
que el saberlo o ignorarlo es del todo irrelevante e insignifi­
cante a la luz de la revelación de la magnificencia divina de
aquel mundo mejor donde ahora se encuentra..., tal vez en los
brazos de sus padres asesinados, a los que ha retomado.
Dentro de una o dos horas, también yo lo sabré. Y si el fue­
go no consume mi cara, tal vez tras mi muerte se dibuje una
sonrisa similar en mis propias facciones. Pero todavía estoy
vivo. Y por eso quiero, antes de morir, hablar una vez más a mi
Dios como un viviente: como un hombre sencillo y pletórico de
vida que tuvo el grande y desdichado honor de ser judío.
Estoy orgulloso de ser judío, no a pesar de la relación que
el mundo tiene con nosotros, sino precisamente a causa de
esta relación. Me avergonzaría de pertenecer a los pueblos
que engendraron y criaron a los criminales responsables de
las acciones que cometieron contra nosotros.
Sí, estoy orgulloso de mi condición de judío. Pues ser ju­
dío es una proeza. Ser judío es difícil. No es ningún mérito ser
inglés, americano o francés. Es tal vez más fácil y más cómo­
do ser uno de ellos, pero no es en absoluto más honorable. En
efecto, ser judío es un honor.
Creo que ser judío significa ser un luchador, un eterno na­
dador contra la burbujeante y criminal corriente humana. El
judío es un batallador, un testigo de sangre, un apegado a Dios:
Su propiedad sagrada. Vosotros, nuestros enemigos, decís que
somos malos. Pero yo creo que somos mejores que vosotros:
más distinguidos. Y aunque fuéramos peores, me hubiera gus­
tado ver qué papel habríais hecho en nuestro lugar. Soy di-
146
chuso de formar parte del más desdichado de todos los pue-
blos de la Tierra, del pueblo cuya Torah contiene la ley supre­
ma y la moral más bella. Ahora esta Torah ha sido glorificada
y eternizada una vez más por la manera como los enemigos
de Dios la han debilitado y profanado.
Creo que ser judío es innato, que se lleva en la sangre. Uno
nace judío como nace artista. No puede uno librarse de ser
judío. Ésta es la marca de Dios que llevamos sobre nosotros,
que nos distingue como Su pueblo elegido. Los que no lo en­
tienden, nunca comprenderán el sentido sublime de nuestro
martirio. «No hay cosa más entera que un corazón roto», dijo
una vez un gran rabino; y tampoco hay pueblo más elegido
que uno permanentemente azotado. Si no pudiese creer que
Dios nos designó para ser Su pueblo elegido, creería, sin em­
bargo, que fuimos elegidos por nuestros sufrimientos.
Creo en el Dios de Israel aunque haya hecho todo para que
no crea en Él. Creo en Sus leyes aunque no pueda justificar
Sus hechos. Ahora mi relación con Él ya no es la de un siervo
con su señor, sino como la de un discípulo con su maestro. Me
inclino ante Su grandeza, pero no besaré la vara con la que
me pega. Me es querido, pero más quiero a Su Torah. Aunque
me hubiese engañado con Él, yo seguiría guardando Su Torah.
Dios quiere decir religión, pero Su Torah significa una mane­
ra de vivir. Y cuanto más morimos por esta forma de vida,
tanto más inmortales seremos.
Permíteme por lo tanto, Dios mío, que antes de mi muerte,
completamente libre de todo miedo, sin el más mínimo temor
y con la más absoluta seguridad y paz interior, Te pida expli­
caciones por última vez en mi vida.
¿Dices que hemos pecado? ¡Evidentemente! ¿Y es por eso
por lo que se nos castiga? Si fuera así, podría entenderlo. ¡Pero
quiero que me digas si hay pecado alguno en el mundo que
merezca el castigo que nosotros hemos recibido!
¿Dices que nuestros enemigos te lo pagarán? Tampoco lo
dudo. Estoy convencido de que se lo harás pagar sin miseri­
cordia, despiadadamente. Pero quiero que me digas si puede
haber castigo alguno en el mundo capaz de desagraviarnos
por los crímenes que cometieron con nosotros.
¿Dirás entonces que lo de ahora no es una cuestión de pe­
cado y castigo, sino que es lo que sucede cuando Te cubres el
147
rostro y abandonas a los hombres a sus impulsos? Pero en­
tonces quiero preguntarte. Señor, y esta pregunta arde en mí
como un fuego que me consume: ¿qué más, oh dínoslo, qué
más tiene que suceder para que vuelvas a descubrir Tu rostro
ante el mundo?
Quiero decirte clara y llanamente que ahora, más que en
cualquiera de los escalones anteriores de nuestro calvario in­
terminable, nosotros, los atormentados, los ultrajados, los aho­
gados, los enterrados y quemados vivos, nosotros, los humilla­
dos, los escarnecidos, los burlados, los masacrados a millones,
que ahora más que nunca tenemos derecho a saber dónde es­
tán los límites de Tu paciencia.
Y quiero decirte otra cosa: ¡no tenses demasiado la cuer­
da! Pues podría romperse. La tentación ante la que nos has
colocado es tan grave, tan insoportablemente grave, que de­
bes y estás obligado a perdonar a aquellos de Tu pueblo que,
sumidos en su desdicha y su ira, se han apartado de Tí.
Perdona a los que en su desdicha se han apartado de Ti,
pero también a aquellos de Tu pueblo que en su dicha Te han
dado la espalda. Has transformado nuestra vida en una lucha
tan infinitamente terrible que los cobardes entre nosotros han
tenido que intentar esquivarla, escapar de ella por la primera
salida que se les presentaba. ¡No los golpees por eso! A los
cobardes no se los golpea, se tiene piedad de ellos. ¡Señor, ten
más piedad de ellos que de nosotros!
Perdona también a aquellos que blasfemaron contra Tu
nombre: a los que fueron a servir a otros dioses, a los que se
tornaron indiferentes hacia Ti. Tan duramente los has puesto
a prueba que ya no creen que eres Su padre, ni siquiera que
tienen un padre.
Te digo todo esto sin ambages porque creo en Ti, porque
creo en Ti más que nunca..., porque ahora sé que eres mi Dios.
Pues no serás, no puedes ser el Dios de aquellos cuyos actos
son la prueba más atroz de su ateísmo beligerante.
Pues si no fueras mi Dios, ¿qué Dios serías entonces? ¿El
Dios de los asesinos?
Si los que me odian y me asesinan son tan tenebrosos y tan
malvados, ¿quién soy yo entonces sino uno que encama algo
de Tu luz y de Tu bondad? No puedo alabarte por los actos
que toleras, pero Te bendigo y alabo por Tu mera existencia,
148
por Tu terrible grandeza. ¿Qué inmensa debe de ser si ni si­
quiera todo lo que ahora sucede acaba de impresionarte?
Pero precisamente porque Tú eres tan grande y yo tan pe­
queño, Te niego —¡Te advierto!— por mor de 1\i nombre que
no corones ya más Tu grandeza permitiendo que se siga gol­
peando a los desdichados.
No Te mego que golpees a los culpables. La terrible lógica
de lo inevitable implica que sus acciones al final se volverán
contra ellos mismos..., porque matándonos se ha matado la
conciencia del mundo, porque asesinando a Israel se ha asesi­
nado a un mundo.
El mundo será devorado por su propio mal, en su propia
sangre se ahogará.
Los asesinos ya han pronunciado la sentencia sobre sí mis­
mos y no podrán eludirla. Tú, sin embargo, ¡pronuncia Tu
veredicto de culpabilidad doblemente severo sobre aquellos
que silencian el asesinato!
Sobre aquellos que con su boca condenan el asesinato mien­
tras sus corazones se regocijan con él.
Sobre aquellos que en sus corazones infames se dicen a sí
mismos: conviene manifestar que es malvado el tirano, pero
al fin y al cabo nos hace una buena parte del trabajo, por lo
que siempre le estaremos agradecidos.
En Tu Torah está escrito que un ladrón debe ser castigado
más severamente que un bandolero, si bien el ladrón no asal­
ta a su victima ni amenaza su integridad física y sólo trata de
robarle furtivamente su propiedad.
El bandolero, en cambio, asalta a su víctima en pleno día.
Teme a los hombres tan poco como a Dios.
El ladrón teme a los hombres pero no a Dios. Por eso su
castigo debe ser más duro que el del bandolero.
No me importa, por tanto, que trates a los asesinos como a
los bandoleros porque su conducta frente a Ti y frente a noso­
tros es la misma. No ocultan sus asesinatos y crímenes. O los
que silencian los asesinatos, aquellos que no tienen temor de
Tí y sí temen lo que dirán los hombres (¡insensatos que igno­
ran que los hombres no dirán nada!), los que expresan su com­
pasión con el que se está ahogando y se niegan a salvarlo, ¡a
ésos, ay, a ésos, Dios mío, Te suplico que los castigues como a
los ladrones!
149
La muerte ya no puede esperar, de modo que tengo que
poner fin a la escritura. Los disparos de los pisos superiores
van amainando con cada minuto que pasa. Ahora caen los
últimos defensores de nuestro bastión, y con ellos cae y mue­
re la Varsovia judía, la grande, la bella, la temerosa de Dios.
Ahora se pone el sol, y gracias a Dios no volveré a verlo jamás.
El resplandor del fuego infernal reverbera a través de la ven­
tana, y el trocito del cielo que diviso está anegado en un rojo
llameante como una catarata de sangre. Dentro de una hora,
a lo sumo, estaré con mi familia... y junto a los millones de
víctimas de mi pueblo, en un mundo mejor donde ya no exis­
ten dudas y donde tan sólo reina la mano de Dios.
Muero en calma y en paz, pero no tranquilo ni satisfecho;
derrotado, vencido, pero no esclavizado; amargado, pero no
decepcionado. Un acreedor y creyente, no un deudor ni un
peticionario, ni un suplicante ni un orante. Uno que ama a
Dios, pero no dice ciegamente sí y amén a cuanto hace.
He caminado en pos de Él, aunque me haya desechado. He
observado sus preceptos, aunque me haya golpeado a cambio.
Lo he querido, he estado enamorado de Él y sigo estándolo,
aunque me haya humillado hasta hacerme morder el polvo, aun­
que me haya mortificado a muerte y expuesto al escarnio y a la
vergüenza.
Mi rabino siempre solía contar la historia de un judío que
había escapado con su mujer y su hijo de la Inquisición espa­
ñola y en una pequeña barca había atravesado las procelosas
aguas del mar, hasta llegar a una isla rocosa. Entonces estalló
un rayo y fulminó a la mujer. Luego se levantó un vendaval y
arrastró a su hijo a la mar. Solo, mísero, arrojado como una
piedra, desnudo y descalzo, azotado por la tempestad, espan­
tado por truenos y relámpagos, el cabello revuelto y las ma­
nos alzadas a Dios, el judío continuó su camino por el agreste
islote y se dirigió a Dios en estos términos:
«Dios de Israel», dijo, «he huido hasta este lugar para po­
der servirte sin perturbaciones, para cumplir Tus mandamien­
tos y santificar Tu nombre. Pero Tú haces todo lo posible para
que yo no crea en Tí. Si piensas, empero, que con estas tenta­
ciones conseguirás apartarme del buen camino, elevo mi voz
para decirte, mi Dios y Dios de mis mayores, que de nada te
valdrá. Por más que me ofendas, por más que me fustigues,
i 50
por más que me despojes de lo más preciado y de lo más su­
blime que tengo en la Tierra, y me sometas a suplicios de muer­
te, yo siempre creeré en Ti. Siempre Te amare, siempre... ¡a
pesar Tuyo!».
Y éstas son también mis últimas palabras para Ti, mi Dios
iracundo: ¡De nada te servirá! Has hecho todo lo posible para
trastornarme, para que yo no crea en Ti. Pero muero precisa­
mente tal como he vivido, con una imperturbable fe en Ti.
Alabado sea eternamente el Dios de los muertos, el Dios de
la venganza, de la verdad y de la justicia, que pronto descubri­
rá Su rostro ante el mundo y sacudirá sus fundamentos con
Su voz todopoderosa.
«Shmá Israel! ¡Escucha Israel! ¡El Señor, nuestro Dios, el Se­
ñor es Uno! ¡En Tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu!»

DIARIO*
Etty Hillesum
(Entre I9l4y 1943, en Amsterdam, una joven judía de veinti­
siete años lleva un diario. El resultado: un documento extraordi­
nario, tanto por la calidad literaria, como por la fe que de él ema­
na. Una fe inquebrantable en el hombre, al tiempo que él comete
sus más negros crímenes.
Porque, si esos años de guerra buscaban la exterminación
de los judíos en Europa, son para Etty años de desarrollo per­
sonal y de liberación espiritual. Esto que ella escribe en 1942,
«Ya sé todo. Y, por lo tanto, considero esta vida hermosa y ple­
na de sentido. A cada instante», describe su moral propia y la
justificación de su existencia en la afinnación de un altruismo
absoluto.
Habiendo partido el 7 de septiembre de 1943 del campo de
tránsito de Westerbork, desde donde envía cartas admirables a
sus amigos de Amsterdam, Etty Hillesum muere en Auschwitz
el 30 de noviembre del mismo año.)

* E. Hillesum, fragmentos del Diario. 1914-1943.

151
Sábado 11 de julio de 1942, 11 de la mañana
Uno no puede hablar de cosas últimas, de cosas que son
las más graves de esta vida, más que si las palabras fluyen de
ti, tan simple y naturalmente como el agua de una fuente.
Y, si Dios deja de ayudarme, me tocará a mí ayudar a Dios.
Poco a poco, toda la superficie de la tierra no será más que un
inmenso campo y nadie, o casi nadie, podrá habitar fuera. Es
una fase que hay que atravesar. Aquí los judíos cuentan cosas
alegres: en Alemania los judíos son sepultados vivos o exter­
minados con gases asfixiantes. ¿No es demasiado malicioso
divulgar ese género de historias y por añadidura suponer que,
si estas atrocidades suceden verdaderamente bajo una forma
u otra, no somos nosotros los que debemos responder?
Desde ayer en la noche, las trombas de agua tienen algo de
demoníaco. Ya vacié un cajón de mi escritorio. He caído so­
bre una foto de él que había desaparecido desde hace casi un
año, pero que yo siempre tuve la convicción de encontrar. Y
hela aquí, estaba en el fondo de un cajón en desorden. Todo
depende de mí: siempre tengo la certeza de que ciertas cosas,
grandes o pequeñas, se arreglarán por sí mismas. Este senti­
miento es muy fuerte sobre todo en la vida práctica. No me
preocupo jamás por el mañana; sé, por ejemplo, que deberé
dejar muy pronto esta casa hacia un destino sobre el cual no
tengo la menor idea; y las finanzas están en lo más bajo, pero
yo no me preocupo jamás por mí misma: yo sé que «algo» se
presentará. Cuando uno proyecta de antemano su inquietud
sobre todas las cosas que vendrán, les impide desarrollarse
orgánicamente. Tengo una inmensa confianza en mí misma.
No es la certeza de ver que la vida exterior cambia para mi
bien, sino la de continuar aceptando la vida y encontrarla
buena, aún en los peores momentos.
Me sorprendo preparándome psicológicamente para la vida
en un campo de trabajo, hasta en los más pequeños detalles.
Ayer por la noche, caminaba con él en el largo muelle, calzada
con cómodas sandalias, y de pronto pensé: «Me llevaré tam­
bién estas sandalias, me las podré poner de tiempo en tiempo
para descansar de los zapatos más pesados». ¿Qué pasa, en­
tonces, en mí en ese momento? ¿De dónde viene esa alegría
ligera, casi frívola? El día de ayer ha sido duro, muy duro, y
152
yo he tenido que soportar y que asumir mucho. Pero está he­
cho. He absorbido una vez más todo eso que me asaltaba y
soy capaz de afrontar un poco más de cosas que ayer. Es pro­
bablemente eso lo que me da esa alegría y esa paz interior:
soy capaz de llegar al final de todo, sola y sin que mi corazón
se consuma de amargura, y mis peores momentos de tristeza,
aun de desesperación, dejan en mí surcos fértiles y me hacen
más fuerte. No me hago muchas ilusiones sobre la realidad de
la situación y hasta renuncio a pretender ayudar a los otros;
tomo como principio «ayudar a Dios» en cuanto sea posible y,
si lo logro, estaré ahí también para los otros. Pero no nos ha­
gamos ilusiones heroicas sobre este punto.
¿Qué haría yo realmente, me pregunto, si tuviera en el bol­
sillo mi orden de requisición para Alemania, con la perspectiva
de partida en una semana? Supongamos que esta carta llegara
mañana: ¿qué harías tú? Yo empezaría por no decirle nada a
nadie, me retiraría al rincón más silencioso de esta casa, entra­
ría en mí misma y reuniría mis fuerzas desde los cuatro puntos
cardinales de mi cuerpo y de mi alma. Me cortaría los cabellos
y tiraría mi lápiz labial. Durante esa semana trataría de termi­
nar las Cartas de Rilke. Con el retazo de paño que me queda,
me haría un pantalón y un chaleco corto. De seguro querría ir a
ver a mis padres y les hablaría de mí durante mucho tiempo.
Les diría palabras consoladoras y, cada minuto que me queda­
ra, querría escribirle a él, al hombre al que mi muerte causará
ausencia y pesar. Ya, en ciertos momentos, creo morir pensan­
do que deberé dejarlo y ya no sabré qué le sucederá. En unos
días iré al dentista a arreglarme las muelas con caries. Sería
grotesco tener dolor de muelas allá. Será necesario conseguir
una mochila. No llevaré más que lo estrictamente necesario,
pero todo deberá ser de buena calidad. Llevaré una Biblia; en
cuanto a los pequeños volúmenes de las Cartas a un joven poeta
y de El libro de las horas, encontraré un medio de colocarlos en
un rincón de mi mochila. No llevaré fotografías de mis seres
queridos, prefiero tapizar mis grandes muros interiores con
los rostros y los gestos que he reunido en mi numerosa colec­
ción y que me acompañarán siempre.
Y esas dos manos me acompañarán con sus dedos expresi­
vos que son como jóvenes ramas vigorosas. Frecuentemente,
esas manos se extenderán sobre mí en la oración en un gesto
153
protector, ellas no me abandonarán hasta el final. Y esos ojos
negros me acompañarán con su mirada dulce y perspicaz. Y,
cuando las lineas de mi rostro estén afeadas y devastadas por
el mucho sufrimiento y un trabajo demasiado duro, toda la
vida de mi alma podrá reflejarse en mis ojos y todos [...]* se
concentrarán en mis ojos. Eí caetera. Esto no es evidentemen­
te más que un estado del alma, uno de esos estados del alma
numerosos y cambiantes que uno descubre en sí mismo en
esta nueva situación. Pero es también una parte de mí misma,
una de mis posibilidades. Una parte de mí misma que habla
más y más alto. Pero, en resumen: un ser humano que no es
más que un ser humano. Ya ejercito mi corazón para aceptar
la idea de que seguiré mi propio camino, separada de aqué­
llos sin los cuales creo no poder vivir. A cada instante aflojo
un poco más nuestros lazos exteriores para concentrarme más
fuertemente en una supervivencia interior, la persistencia de
una unión interior a pesar de la peor de las separaciones. Y,
sin embargo, cuando caminábamos de la mano por el largo
muelle (ese muelle que ayer por la noche había tomado un
aire otoñal y tempestuoso) o que, en su pequeña habitación,
sus detalles generosos y dulces me calentaban el corazón, una
esperanza y un deseo completamente humanos se apodera­
ron de mí: ¿por qué no podemos quedarnos juntos? Nada ten­
dría importancia si nos quedáramos juntos, no quiero dejar­
lo. Pero me llega un pensamiento: tal vez es más fácil orar por
alguien desde lejos que verlo sufrir a dos pasos de uno.
En este mundo desolado, los caminos más cortos de un ser
a otro son los caminos interiores. En el mundo exterior esta­
mos arrancados uno del otro, y los caminos que podrían re­
unimos están tan profundamente enterrados bajo las ruinas
que, en muchos casos, uno no encontrará jamás su huella.
Mantener el contacto, buscar una vida para dos, eso no puede
hacerse más que interiormente. Y, ¿no conserva uno siempre
la esperanza de reencontrarse un día sobre esta tierra?
Yo no sé, evidentemente, cómo reaccionaría yo cuando me
enfrentara realmente a la obligación de dejarlo. Todavía escu­
chó su voz cuando me ha llamado por teléfono esta mañana;
esta noche cenaré en su mesa, mañana por la mañana pasea-
* Falta una palabra en el manuscrito del Diario.

154
remos, comeremos en casa de Liesl y Wemer, después, por la
tarde, haremos música. Es siempre así. Y, en el fondo de mí
tal vez no creo verdaderamente que tenga que separarme de
él y de los otros. Un ser humano es poca cosa. En esta nueva
situación será necesario, de entrada, aprender a conocerse.
Mucha gente me reprocha el ser indiferente y pasiva, y pre­
tenden que me abandono sin reaccionar. Ellos dicen: «todas
las personas que tienen una oportunidad de escapar de sus
garras tienen el deber de intentarlo». Debo pensar en mí mis­
ma, dicen ellos. Pero su cálculo no es exacto. En este momen­
to, cada uno está ocupado pensando en sí mismo y en intentar
pasar a través de los hilos de la red; ahora bien, ¡hay un núme­
ro elevado, muy elevado que debe partir! Y lo más extraño es
que yo no me siento bajo sus garras. Que me quede aquí o que
sea deportada. Es una idea tan convencional, tan primitiva,
ese razonamiento no me toca más, yo no me siento bajo las
garras de nadie, yo me siento solamente en los brazos de Dios,
para decirlo con un poco de énfasis. Aquí y ahora, en este
querido escritorio tan familiar, donde en un mes, oprimida en
alguna parte del barrio judío, o trabajando en un campo bajo
la vigilancia de los SS, yo creo que me sentiría siempre en los
brazos de Dios. Podrán tal vez lastimarme físicamente, pero
eso es todo. Y tal vez seré presa de la desesperación, deberé
soportar privaciones que soy incapaz de imaginar ni en mis
sueños más vanos, pero todo eso es poco comparado con mi
inmensa confianza en Dios y en mis capacidades de vida inte­
rior. Puede ser que subestime lo que me espera.
Vivo cada día con la conciencia de las terribles posibilida­
des que podrían realizarse en todo momento sobre mi peque­
ña persona y que ya han llegado a ser la realidad para un
grande, un muy grande número de gente. Me doy cuenta de
todo, hasta de los menores detalles. Creo que en mis discu­
siones interiores mantengo los pies sobre la tierra, sobre el
duro suelo de la dura realidad. Mi aceptación no es ni resig­
nación ni abdicación de la voluntad. Siempre hay lugar para
la más elemental indignación moral ante un régimen que tra­
ta así a los seres humanos. Pero los acontecimientos han to­
mado a mis ojos proporciones demasiado enormes, demasia­
do demoníacas para que uno pueda reaccionar a ellos
mediante un rencor personal o una hostilidad exacerbada.
155
Esa reacción me parece pueril, totalmente inadaptada al ca­
rácter fatal del acontecimiento. Con frecuencia se enojan cuan­
do digo que importa poco si soy yo u otro el que parte, lo que
cuenta es ¿cuántos miles de personas deben partir? No es
verdad que yo quiero ir hacia mi aniquilación con una sonri­
sa de sumisión en los labios. Tampoco es eso. Es el senti­
miento de lo inevitable, su aceptación y, al mismo tiempo, la
convicción de que de hecho ya nada nos puede ser arrebata­
do. No es un tipo de masoquismo el que me lleva a desear
absolutamente partir, a desear ser arrancada de los funda­
mentos mismos de mi existencia, pero ¿estaré realmente fe­
liz de poder sustraerme a la suerte impuesta a tantos otros?
Me dicen: «alguien como tú tiene el deber de cuidarse, tú
tienes todavía tantas cosas que hacer en la vida, tanto que
dar». Pero eso que yo tengo para dar, ¿no podría darlo donde
estuviera, aquí, en un pequeño círculo de amigos o en otra
parte, en un campo de concentración? Es una singular forma
de sobrestimarse creer que uno es tan valioso como para no
compartir con los otros una «fatalidad de masa».
Y si Dios cree que yo todavía tengo mucho que hacer, yo lo
haría todo también después de haber atravesado las mismas
pruebas que los otros. El valor humano presente en mí resulta­
rá de mi comportamiento en esta situación enteramente nueva.
Aun si no sobrevivo, mi manera de morir dará una respuesta a
la pregunta «¿quién soy yo?». No es el momentode mantenerse,
cueste lo que cueste, fuera de una situación dada. Se trata sobre
todo de saber cómo reaccionar a toda situación nueva, cómo
una sigue viviendo. Lo que es justo que haga, yo lo haré.
Mis riñones siguen supurando y mi vejiga sigue haciendo
de las suyas. Voy a conseguir un certificado si es posible. Me
recomiendan, en efecto, tomar un pequeño empleo de
«tapadillo» en el Consejo judío.* El Consejo ha contratado no
menos de ciento ochenta personas la semana pasada, y, aho­
ra, los desesperados se presentan en racimos humanos. Se
diría que es como un trozo de madera que flota, tras el nau­
fragio, sobre la inmensidad del océano, y al que intentan aga­
rrarse los más posibles. Pero me parece absurdo e ilógico in­
* Los miembros del Consejo judio estaban exentos —al menos provisionalmen­
te— del «trabajo obligatorio*.

156
tentar esta gestión. No va conmigo aprovecharme de relacio­
nes bien situadas. Por otro lado, parece que el Consejo es el
teatro de toda clase de manejos turbios, y la hostilidad públi­
ca contra este extraño órgano-tapadera crece de hora en hora.
Y además: los miembros del Consejo tendrán su turno, des­
pués de los otros. Pero, se dirá, para ese momento los ingleses
tal vez hayan desembarcado. Es la opinión de aquellos que
aún tienen una esperanza política. Yo creo que uno debe se­
pararse de toda esperanza fundada en el mundo exterior; es
inútil dejarse llevar por esos sabios cálculos de duración. Y,
mientras tanto, pongamos la mesa.
Oración del domingo por la mañana. Son tiempos de es­
panto, mi Dios. Esta noche, por primera vez, me quedé des­
pierta en la oscuridad, los ojos ardientes, las imágenes de sufri­
miento humano desfilaban sin parar delante de mí. Te voy a
prometer una cosa, mi Dios, oh, una nadería: yo evitaré colgar
del presente, como si fueran pesos, las angustias que me inspi­
ra el futuro; pero para eso se necesita cierto entrenamiento.
Por el momento, cada día tiene suficiente pena. Yo te voy a
ayudar, mi Dios, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizar
nada de antemano. Una cosa por el momento me aparece más
y más clara: no eres tú quién nos puede ayudar, sino nosotros
los que te podemos ayudar, y al hacerlo, nos ayudamos a noso­
tros mismos. Eso es todo lo que nos es posible saber en esta
época y es también la única cosa que cuenta: un poco de ti en
nosotros, mi Dios. Tal vez podamos también contribuir a po­
nerte en los corazones martirizados de los otros. Sí, mi Dios,
pareces tan poco capaz de modificar una situación, insepara­
ble finalmente de esta vida. Yo no te pido cuentas, te corres­
ponde a ti llamamos a rendirte cuentas un día. Me parece cada
vez más claramente, con cada latido de mi corazón, que tú no
puedes ayudamos, sino que nos corresponde a nosotros ayu­
darte y defender hasta el final la morada que le abriga en noso­
tros. Hay gente, ¿puede creerse?, que en el último momento
trata de poner en lugar seguro las aspiradoras, los tenedores y
las cucharas de plata, en vez de protegerte a ti, mi Dios. Y hay
gente que busca proteger su propio cuerpo que, sin embargo,
no es más que el receptáculo de mil angustias y mil odios. Di­
cen: «¡Yo no caeré bajo sus garras!». Olvidan que uno nunca
está bajo las garras de nadie mientras uno está en tus brazos.
157
Esta conversación contigo, mi Dios, empieza a darme un poco
de calma. Tendré muchas otras contigo en un futuro próximo,
impidiéndote así que me dejes. Conocerás también, sin duda,
momentos de necesidad en mí, mi Dios, en los que mi confian­
za no te nutrirá tan ricamente. Pero, créeme, seguiré obrando
por ti, te seguiré siendo fiel y no te expulsaré de mi recinto.
No me falta la fuerza para afrontar el gran sufrimiento, el
sufrimiento heroico, mi Dios, temo más bien las mil pequeñas
preocupaciones cotidianas que asaltan a veces como miserias
mordientes. En fin, yo me froto desesperadamente y me digo
cada día: un día más sin problemas, los muros protectores de
una casa acogedora brillan jen tomo a tus hombros como ropa
conocida, que has llevado por mucho tiempo; tu colcha está
lista para hoy, y las sábanas blancas y las mantas mullidas de tu
lecho esperan una noche de más. No tienes, por tanto, excusa
alguna para desperdiciar el menor átomo de energía en esos
pequeños cuidados materiales. Utiliza conscientemente cada
minuto de este día, conviértelo en una jomada fructífera, en
piedra angular de los cimientos donde se apoyarán los días de
miseria y de angustia que nos esperan. Detrás de la casa, la
lluvia y la tempestad de los últimos días han destrozado el jaz­
mín. Sus flores blancas flotan desparramadas en los charcos
negros sobre el techo del garaje. Pero, en alguna parte en mí
ese jazmín sigue floreciendo, tan exuberante, tan tierno como
en el pasado. Y esparce su aroma en tomo a tu morada, mi
Dios. Tú ves cómo te cuido. No te ofrezco solamente mis lágri­
mas y mis tristes presentimientos, en esta mañana de domingo
ventosa y grisácea, te doy también un jazmín perfumado. Y te
ofrecería todas las flores encontradas en mi camino, y ellas son
legión, créeme. Quiero hacer tu refugio lo más agradable posi­
ble. Y para poner un ejemplo al azar: enferma, en una celda
estrecha y viendo una nube pasar del otro lado de mis barrotes,
yo te daría esa nube, mi Dios, si al menos tuviera la fuerza. No
puedo garantizar nada de antemano, pero las intenciones son
las mejores de mundo, tú lo ves.
Ahora me voy a consagrar a este día. Hoy voy a verterme
entre los hombres, y los malos rumores, las amenazas me asal­
tarán como soldados enemigos a una fortaleza inexpugnable.

\ 158
ÍNDICE

Prólogo, por Fr. Marcos Ruiz, O.R......................................... 5


El silencio de Dios y el sufrimiento del hombre. (A vueltas
con Job y con Auschwitz: posibilidad o imposibilidad
de la teodicea), por Julio Lois Fernández.......................... 9
Sufrimiento humano y respuesta política,
por José María Mardones................................................. 43
La prosa del dolor. El aprendizaje de un instante
preciso y violento de soledad, por Femando Bárcena____ 61
Dios después de la Shoah, por Catkerine Chalier._______..... 87
Amar a la Torah más que a Dios, por Emmanuel Lévinas---- 107
Job entre nosotros, por Juan Mayorga__ ......— .....----- -— 113
Job, de Juan Mayorga...................................................... 116
Selección de textos................................................................. 137
La noche, de Elie Wiesel.................................................... 137
Yósel Rákover apela a Dios, de Zvi Kolitz......................... 139
Diario, de Etty Hillesum.................................................. 151

159

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