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“La insensatez del hombre pervierte su camino, Y su corazón se irrita contra el Señor”. (Prov.
19:3)
Años atrás, el doctor Kim Adcock, jefe de radiología del Kaiser Permanente de Denver, Colorado,
empezó una revolución en el área de las mamografías. Él tomó la decisión de guardar los registros
de los casos que los doctores a su cargo no habían sabido diagnosticar, imprimiendo los resultados y
convirtiéndolos en gráficos y cuadros. El terreno que pisaba era controversial y peligroso ya que
ponía en peligro la autonomía y el prestigio de los doctores. Al mismo tiempo se ponía en juego la
estabilidad de la institución al existir la posibilidad de ser llevados a juicio por las mujeres cuyos
diagnósticos fueron errados. Los resultados de sus estudios trajeron como consecuencia el despido
de uno de sus doctores que no había podido descubrir 10 casos de cáncer en 18 meses. Otros dos
fueron despedidos en los siguientes dos años. Además, reasignó a otros 8 doctores que no reunían
las características requeridas para realizar la tarea prevista.
El trabajo del doctor Adcock ha permitido un mayor nivel de seguridad en el diagnóstico a través de
mamografías. Los doctores ahora analizan continuamente sus errores, buscando patrones
significativos que ellos no hubieran detectado en una sola observación. Aunque se han tenido que
bajar de su pedestal de infalibilidad, aprender de sus errores los está convirtiendo en verdaderos
especialistas confiables. El doctor Adcock dijo que él ha tenido presente en sus investigaciones la
más grande de todas sus obligaciones: “Yo estoy protegiendo a los pacientes aun de mí mismo”.
Aprender de nuestros errores no es tarea fácil. A nadie le gusta aceptar sus debilidades. Más de una
vez hemos sido descubiertos actuando como niños que tratan de ocultar sus errores para evitar ser
descubiertos. Es como el niño que niega haberse comido un chocolate aunque tenga toda la boca
manchada de dulce. Empieza primero a justificarse con razones pueriles e inverosímiles. Cuando las
razones se vuelven sinrazones, se pasa al llanto y las súplicas que ya no lo librarán del castigo por su
desobediencia y mentira.
¿Cómo reaccionamos cuando las cosas salen mal? ¿Qué hacemos cuando no sabemos por dónde
empezar a solucionar el problema que nuestros errores han fomentado? ¿Somos como el personaje
del pasaje del encabezado, al que le gusta culpar a Dios o a los demás en vez de reconocer su
responsabilidad personal en los fracasos de su propia vida? Es necesario que refresquemos nuestras
conciencias con algunos proverbios prácticos que nos enseñarán a combatir nuestra incapacidad de
reconocer nuestros errores:
1. “Todos los caminos del hombre son limpios ante sus propios ojos, Pero el Señor sondea los
espíritus” (Prov. 16:2). No basta con nuestra propia justificación o con la evaluación que hagamos de
nosotros mismos. Es evidente, además, que somos los peores calificadores de nuestros propias
acciones. El proverbista nos advierte que es un hecho que no podremos nunca hacer una correcta
evaluación en solitario de nuestros caminos. Para nosotros, todo lo que hagamos siempre será
limpio delante de nuestros ojos. Nuestra miopía evaluadora es insuficiente, pero el saber que el
Señor está atento y sopesando nuestro espíritu, puede darnos la sobriedad suficiente para saber que
Él está evaluando cada una de nuestras acciones y debemos ir a Él y a su Palabra para poder conocer
la realidad de nuestras intenciones y acciones. Finalmente, “Muchos son los planes en el corazón
del hombre, mas el consejo del SEÑOR permanecerá” (Prov. 19:21).
3. “El que vive aislado busca su propio deseo, contra todo consejo se encoleriza” (Prov. 18:1). Una
persona que no reconoce sus errores se pone en evidencia porque tiende a enojarse cuando le
hacen ver su error. Es alguien que prefiere aislarse y creer que si no escucha voces discordantes ese
error desaparece con el aire de la mañana. ¡Y eso no es cierto! No hay mejor cura para aceptar
nuestros errores que aprender a escuchar con ambos oídos. Bien dice el proverbista, “Escucha el
consejo y acepta la corrección, para que seas sabio el resto de tus días” (Prov. 19:20).
Al principio de nuestra reflexión dijimos que reconocer un error no es una tarea fácil. Alguien dijo
alguna vez que una teoría o una idea no morirá hasta que su terco proponente no esté a tres metros
bajo tierra. La realidad es que nuestro corazón endurecido e incapaz de reconocer errores es
producto de nuestra separación de Dios, del vivir en oscuridad y alejados de la luz. Sin embargo,
Jesucristo no ocultó nuestros errores. Por el contrario, los expuso en la Cruz del Calvario y los
pulverizó pagando por ellos en nuestro lugar. Así lo dice Pablo, “… así como el pecado reinó en la
muerte, así también la gracia reine por medio de la justicia para vida eterna, mediante
Jesucristo nuestro Señor” (Ro. 5:21). Si soy cristiano ya no tengo porque tratar de ocultar errores,
porque finalmente ya todos fueron expuestos por mi Señor y Salvador. Gracias a Dios, ya no hay
nada que ocultar ni nada que temer. Jesucristo me ofrece perdón para mis pecados y errores y una
nueva vida para poder rectificarlos y sanar.
Finalmente, si entendemos que un “error lo puede cometer cualquiera”, debemos también entender y
aceptar que “reconocer un error no nos convierte en un cualquiera”. Por el contrario, aceptar un error
nos enriquece y nos hace crecer como humanos y como cristianos, “Porque mientras aún éramos
débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos” (Ro. 5:6).