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Hispanismo para dummies | El Estado Mental

Hasta hace bien poco, cuando escuchaba la palabra “hispanista” se me


venía indefectiblemente a la cabeza un irlandés o un angloamericano
vinculado tan estrechamente a un personaje español como un
ventrílocuo a su muñeco: Ian Gibson, por ejemplo, fiel arqueólogo de
Lorca, o Paul Preston, con su Generalísimo acompañándole en su
periplo por congresos internacionales en tanto que objeto de estudio.
Podríamos decir entonces que Gibson y Preston, como hispanistas, se
han dedicado a leer España, a interpretarla y, por ende, a explicársela
al mundo.

Ante esta realidad, quizás alguno de los que llevan una pegatina en el
coche con el lema: “Ser español, un orgullo; madrileño, un título”
pegue un respingo: “¿Y por qué estos ingleses nos tienen que explicar
España?”, sería la queja. Yo misma, de buenas a primeras, no tendría
una respuesta válida para los de la pegatina en el parabrisas. Voy a
ver si aquí la puedo ir desgranando entonces, preguntándome antes
de nada qué es esa actividad a la que llaman hispanismo.

Como una Second Life bastante más exitosa que el invento en sí, el
hispanismo podría asemejarse a un microcosmos que acaba
enganchando a quienes se dan cita en él. Cuenta con sus sedes, la
mayoría ubicadas en los departamentos de español de universidades
angloamericanas, con sus revistas oficiales —que ojalá tengan más
lectores que las propias de Second Life— y con sus estrellas
mediáticas de artículo académico electrónico: los professors con dos
eses, ellas y ellos, que se dedican a escarbar temas de estudio y
autores poco explorados. ¿Y si desempolvamos a Gustavo Adolfo
Bécquer y lo leemos a la luz de la teoría queer? —podrían decidir—, ¿o
si nos ponemos a estudiar todos al unísono a Carmen Bravo-
Villasante, que ya no la lee ni el apuntador, y así repensamos su obra
desde la crítica feminista?: esa sería otra posibilidad. Y así hasta la
extenuación.

Pero cuando uno estudia filología hispánica en una universidad


española, ¿por qué no se pasea por las calles adoquinadas de
Salamanca declarando “soy hispanista”? Pues porque el término se
suele emplear para designar a aquellos que, como Gibson y Preston,
no tuvieron que memorizar la Canción del pirata de Espronceda en la
infancia y decidieron hacerlo de mayores, desde sus climas con
frecuencia lluviosos. Y ya se sabe que en la distancia se idealiza más y
mejor, de ahí que los amores transatlánticos siempre proporcionen
grandes momentos de satisfacción y el hispanismo produzca algunos
de sus más sabrosos frutos desde lugares remotos.

Lo transatlántico es clave para entender el enfoque de los estudios


hispánicos en el mundo angloamericano. Puesto que el español se
habla y escribe a ambos lados del Océano, es impensable no tener en
cuenta los puntos de encuentro y desencuentro entre las diversas
realidades lingüísticas y culturales. Se acabó lo de blandir la espada
del Cid por doquier en las aulas: no es que su Cantar, con sus infantes
de Carrión dispuestos a afrentar a cualquiera que se adentre en los
bosques, se haya dejado de estudiar, pero no recibe mayor atención
que la obra de Sor Juana Inés de la Cruz o que la del cronista virreinal
Guamán Poma. España, pues, camina por los pasillos de estos
departamentos sin sacar tanto pecho como antes: los estudios
peninsulares han dejado de ser el rey de la casa, y ya era hora de que
eso sucediera. Por eso, no resulta extraño que un profesor de poesía
modernista española, al comentar la obra de Antonio Machado,
pregunte a sus estudiantes si han visitado alguna vez Castilla.
Probablemente más de la mitad no hayan pisado ninguna de las dos
submesetas, y ante eso, los de la pegatina en el parabrisas se
llevarían de nuevo las manos a la cabeza: ¿cómo se puede ser experto
en Machado o en Alfonso X el Sabio y sus Cantigas sin conocer
Castilla? Pues igual que se puede tocar free jazz sin haber vivido en la
Nueva York de los sesenta. De ahí que el hispanismo esté más
emparentado con el jazz que con el flamenco, pues sí que parece
complicado ser una estrella del cante si una no se ha criado en las tres
mil viviendas de Sevilla, rodeada de primos que empiezan a cantar
más temprano que el gallo.

Real Fábrica de Hispanistas, Inc.

El hispanista no nace: se va haciendo a fuego lento en Texas, Rhode


Island o New Jersey. Las encías del hispanismo en Estados Unidos
están sanas y coloradotas, no así las de los estudios eslavos o
italianos, cuyos departamentos no viven precisamente un momento de
gloria. Y no es que La divina comedia haya dejado de interesar sin
razón aparente: es más bien que Italia no es un mercado por
descubrir. Si nos ponemos conspiratorios, podemos pensar que
cuando las multinacionales estadounidenses necesitan conocer bien un
mercado potencial, fomentan el nacimiento de departamentos
universitarios especializados en esa lengua y cultura en las mejores
universidades del país: el auge actual de los estudios sobre Asia
Oriental podría corroborar esta teoría conspiratoria, así como el hecho
de que se abrieran tantas secciones de español en los años posteriores
a la Segunda Guerra Mundial.

Pero hay otras variables más fácilmente constatables que han influido
en la creación de estos departamentos: una de ellas se llama exilio, y
su horrísono motor fue la guerra civil española. Otra podría resumirse
así: “soy escritor, editor o traductor literario y aquí puedo encontrar
un medio de vida afín a mis aptitudes”. De este modo, centenares de
letraheridos hispanohablantes de ambos lados del Atlántico pueblan
esos cientos de campus esparcidos por el inmenso país
norteamericano, en una especie de mili civil por la que muchos
escritores o licenciados en literatura hispánica desean pasar. Desde
Ricardo Piglia y Alan Pauls, que han dado clases en Princeton ya en
este siglo, hasta Antonio Orejudo, con su flamante doctorado de la
Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook. Y obviamente, los
escritores y filólogos que desembarcaron mucho antes, como Pedro
Salinas, Carlos Blanco Aguinaga, Jorge Guillén o Josefina Ludmer.
Muchos de ellos, además de arrojar luz sobre escritores del pasado y
presente, han generado novelas de campus en lengua castellana.
Como sus lectores comprobarán, la novela de campus en lengua
castellana no es un mero remedo de su hermana mayor en inglés, sino
una variante del género al que aporta como elemento idiosincrásico el
extrañamiento que sienten —y por ende narran— los personajes
recién aterrizados en esos paisajes, a menudo aislados en el Medio
Oeste de la geografía estadounidense, como les ocurre al protagonista
de Ciudades desiertas del mexicano José Agustín y al de Donde van a
morir los elefantes, del chileno José Donoso.

Una misión que se autoimponen los narradores de estas crónicas


ficcionadas es trazar un mapa del hispanismo, de las luchas intestinas
entre peninsularistas y latinoamericanistas, de sus artículos y tesis de
temas tan insólitos como “la figura del gaucho en la literatura
gauchesca”, según parodia Antonio Orejudo en Un momento de
descanso. Otra manera de enterarnos de cómo era el clima del
hispanismo estadounidense de hace décadas es leer las memorias de
los exiliados que aterrizaron en la academia: Víctor Fuentes, desde
Santa Bárbara, o Carlos Blanco Aguinaga desde San Diego, nos
cuentan chismes de la hija de Jorge Guillén, del concurso de tortillas
de patata que tenía lugar entre los profesores del curso de verano del
Middlebury College y otras lindezas.

En De mal asiento (Caballo de Troya, 2010), Carlos Blanco distingue


entre un “ellos”, los españoles que permanecieron en la península
durante el franquismo, y un “nosotros” compuesto por todos los
exiliados en México y Estados Unidos que conoció a lo largo de su
estancia en ambos países, y que se sabían privilegiados por las
oportunidades de las que disfrutaron: “nosotros teníamos a mano
maestros, libros, cine; ellos, oprimidos, reprimidos y en gran
desventaja cultural, vivían en una realidad que era la suya, en tanto
que nosotros no acabábamos de saber dónde vivíamos.”
Y en ese no saber donde se vive, en esa falta de barandillas a las que
agarrarse, se cuela el desvalimiento: la soledad del hispanista en
Estados Unidos es igual o superior a la del corredor de fondo. De
nuevo Carlos Blanco, desesperadamente alienado desde su puesto de
catedrático en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, según él, “el
corazón del solipsismo”, se sincera: “Había, pues, que irse a donde
hubiese mucha gente más o menos como uno, gente que, poco o
mucho, bien o mal, hablara –más o menos– como uno; gente también
desplazada; gente con alguna variante de nuestra situación; gente
que estaba donde estaba porque lo importante es seguir tirando, y la
verdad, tanto monta, monta tanto un país como otro, lo importante es
saber which side are you on, de qué lado estás, como decían los
sindicalistas americanos de los años treinta”.

Y de esa imposibilidad para ser testigo del día a día de la lengua, de la


llegada de palabras como “fistro” o “piticlander” al castellano
peninsular, es de la que más se resienten los hispanistas que viven
lejos, por bien dispuestos que se hallen para estudiar todo lo pop o lo
basuril que se les ponga a mano: el mejor ejemplo es el de Paul Julian
Smith, que cambió a Quevedo por Almodóvar, por Antonio Mercero y
por la teleserie El Barco, y los estudia desde su despacho neoyorquino
de CUNY. A profesores como ellos les toca formar a los hispanistas del
mañana, que ya están ahí, en la catapulta, esperando ser propulsados
como académicos que a su vez formarán a las siguientes
generaciones.

Pero no pensemos que hay miles de estudiantes de Massachusetts,


Connecticut y otros lugares con nombres plagados de dobles
consonantes que desde los quince años sueñan con entrar en un
departamento de estudios hispánicos para, por fin, analizar en
profundidad el dualismo eros-tánatos en El libro de buen amor —
estudio que muy bien podría figurar en el programa de uno de los
cientos de congresos de crítica literaria que tienen lugar anualmente
—.
Los muchachos y muchachas norteamericanos llegan a la universidad
sin haber decidido qué estudiarán, pues así es como funciona el
sistema estadounidense: una vez allí, escogen entre diversas
asignaturas para fabricarse ellos mismos su licenciatura, y a menudo
se decantarán por un curso de español como lengua extranjera, por su
masiva presencia en EEUU. Pongamos que Karen, estudiante en
Minnesota, se anime a escoger una asignatura sobre el cine de Buñuel
tras su curso de español intermedio, y después, alguna otra de título
atrayente como “El Madrid de Almodóvar” o “Perspectivas sobre el
cómic latinoamericano”, pues los profesores han de saber vender bien
su curso para lograr reclutar el suficiente número de estudiantes.

Tras un par de años, Karen empieza a tener una idea de la cultura en


español en sus diversas manifestaciones; maneja los nombres clave
de ayer y hoy —Cervantes, Borges, Buñuel, Frida Kahlo, García
Márquez—, e incluso algunos menos frecuentes como el de Jess
Franco, cuyas películas vio en una de las clases de introducción al cine
español de serie B. Ya está acariciando la idea de cursar un doctorado
con una beca del departamento, pero antes pasará un año en algún
enclave específico de la cultura española. En efecto: acaba de nacer
una hispanista.

El Tío Gilito visita el campus

¿De qué hablamos cuando decimos que las universidades


estadounidenses “tienen recursos”? Pues, por ejemplo, de los
abundantes caterings que acompañan cada charla de un profesor
invitado: en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia, los
sándwiches contienen un mínimo de seis lonchas de fiambre que
impiden la formación de esos resquicios donde la boca solo accede al
pan; las enormes cookies de mantequilla de cacahuete, por su parte,
son la perdición de hispanistas y golosos de cualquier disciplina. El
despliegue de medios de ese gran pueblo con poderío, que dirían los
protagonistas de Bienvenido Mr. Marshall, también se dejó ver en el
Empire State Building el 20 de mayo del 2014, pues aparecía
iluminado en violeta para celebrar la graduación de los estudiantes de
NYU (New York University), cuyo color corporativo es precisamente
ese.

Pero, así entre nosotros, ¿qué medios se necesitan para pensar y


requetepensar a Lorca y su relación con las vanguardias, o para releer
Nada de Carmen Laforet a la luz de Foucault o Judit Butler? ¿Acaso
unos microscopios de alta precisión con unas lentes esperando ser
calibradas para analizar morfemas? No parece probable, pero es cierto
que a un estudioso de la literatura en español no le viene pero que
nada mal tener acceso a la correspondencia y a los cuadernos de
notas de escritores como Reinaldo Arenas, Elena Garro o Miguel Ángel
Asturias, por ejemplo. Y comprar ese material vale dinero, mucho más
que lo que la familia de Miguel Hernández le pidió al Ayuntamiento de
Elche por su legado y que, por desavenencias, provocó el encierro en
una caja fuerte de los documentos, que finalmente acabarán en Jaén.
A esa compra sin pestañear de legajos de escritores, y no sólo a la
posibilidad de adquirir aceleradores de partículas, es a lo que se le
llama “tener recursos”. En la Universidad de Princeton los tienen: lo
pude comprobar en mi excursión a su biblioteca, la Firestone, llamada
así en honor al fabricante de neumáticos, convertido aquí en
filántropo. La Firestone posee documentos personales de más de
sesenta escritores latinoamericanos. Antes de pasar a consultar las
cajas pedidas (cualquier persona que muestre su pasaporte puede
hacerlo, tras una espera inferior a media hora) viene el momento de
las abluciones: el siempre correcto personal te insta a lavarte y
secarte las manos en un diminuto lavabo estratégicamente situado
cerca de la entrada. Y todo ello bajo la atenta mirada de otro
filántropo, John Foster Dulles, desde su retrato al óleo que preside la
sala que lleva su nombre.

Y cuando hay dinero, el tiempo para trabajar también abunda, porque


como sabemos, “time is money” —o “el tiempo es un maní”, que dirían
Les Luthiers en su spanglish particular—. Estaremos de acuerdo en
que la vida intelectual requiere unos hábitos pausados, cosa que
exaspera a muchos, que esgrimen la cantinela de que todos
tendríamos que ser como Cervantes o Fray Luis de León, que
escribieron parte de su obra en la cárcel. Pero si hacemos caso a las
palabras del narrador de El camino de ida, la última novela de Ricardo
Piglia, los campus universitarios aislados “han desplazado los guetos
como lugares de violencia psíquica”, así que emparentarlos con Alcalá-
Meco no resulta un disparate total.

A los que preguntan para qué sirve estudiar cuestiones tan específicas,
que no son pocos, sólo se me ocurre responderles que para lo mismo
que el cambio cíclico de estética en el logo de una cadena de televisión
o marca de yogures, o dicho de otro modo, para otorgarle un sentido a
nuestra estancia en el planeta. Y así están las cosas en el hispanismo,
desde cuyo epicentro –uno de sus múltiples y rizomáticos centros–
retransmito en directo este ensayo.

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