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Ante esta realidad, quizás alguno de los que llevan una pegatina en el
coche con el lema: “Ser español, un orgullo; madrileño, un título”
pegue un respingo: “¿Y por qué estos ingleses nos tienen que explicar
España?”, sería la queja. Yo misma, de buenas a primeras, no tendría
una respuesta válida para los de la pegatina en el parabrisas. Voy a
ver si aquí la puedo ir desgranando entonces, preguntándome antes
de nada qué es esa actividad a la que llaman hispanismo.
Como una Second Life bastante más exitosa que el invento en sí, el
hispanismo podría asemejarse a un microcosmos que acaba
enganchando a quienes se dan cita en él. Cuenta con sus sedes, la
mayoría ubicadas en los departamentos de español de universidades
angloamericanas, con sus revistas oficiales —que ojalá tengan más
lectores que las propias de Second Life— y con sus estrellas
mediáticas de artículo académico electrónico: los professors con dos
eses, ellas y ellos, que se dedican a escarbar temas de estudio y
autores poco explorados. ¿Y si desempolvamos a Gustavo Adolfo
Bécquer y lo leemos a la luz de la teoría queer? —podrían decidir—, ¿o
si nos ponemos a estudiar todos al unísono a Carmen Bravo-
Villasante, que ya no la lee ni el apuntador, y así repensamos su obra
desde la crítica feminista?: esa sería otra posibilidad. Y así hasta la
extenuación.
Pero hay otras variables más fácilmente constatables que han influido
en la creación de estos departamentos: una de ellas se llama exilio, y
su horrísono motor fue la guerra civil española. Otra podría resumirse
así: “soy escritor, editor o traductor literario y aquí puedo encontrar
un medio de vida afín a mis aptitudes”. De este modo, centenares de
letraheridos hispanohablantes de ambos lados del Atlántico pueblan
esos cientos de campus esparcidos por el inmenso país
norteamericano, en una especie de mili civil por la que muchos
escritores o licenciados en literatura hispánica desean pasar. Desde
Ricardo Piglia y Alan Pauls, que han dado clases en Princeton ya en
este siglo, hasta Antonio Orejudo, con su flamante doctorado de la
Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook. Y obviamente, los
escritores y filólogos que desembarcaron mucho antes, como Pedro
Salinas, Carlos Blanco Aguinaga, Jorge Guillén o Josefina Ludmer.
Muchos de ellos, además de arrojar luz sobre escritores del pasado y
presente, han generado novelas de campus en lengua castellana.
Como sus lectores comprobarán, la novela de campus en lengua
castellana no es un mero remedo de su hermana mayor en inglés, sino
una variante del género al que aporta como elemento idiosincrásico el
extrañamiento que sienten —y por ende narran— los personajes
recién aterrizados en esos paisajes, a menudo aislados en el Medio
Oeste de la geografía estadounidense, como les ocurre al protagonista
de Ciudades desiertas del mexicano José Agustín y al de Donde van a
morir los elefantes, del chileno José Donoso.
A los que preguntan para qué sirve estudiar cuestiones tan específicas,
que no son pocos, sólo se me ocurre responderles que para lo mismo
que el cambio cíclico de estética en el logo de una cadena de televisión
o marca de yogures, o dicho de otro modo, para otorgarle un sentido a
nuestra estancia en el planeta. Y así están las cosas en el hispanismo,
desde cuyo epicentro –uno de sus múltiples y rizomáticos centros–
retransmito en directo este ensayo.