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Turismo por la teoría turística

MARIANO DE SANTA ANA

Podría comenzarse con Debord: “Al ser un subproducto de la circulación de mercancías, la

circulación humana considerada como consumo, el turismo, remite fundamentalmente al

ocio que consiste en visitar aquello que se ha vuelto banal” (La sociedad del espectáculo). O con

Adorno: “La experiencia inmediata de la naturaleza, privada de su punta crítica y subsumida

a la relación de intercambio (se emplea para esto la expresión industria turística), se ha vuelto

neutral y apologética” (Teoría estética). Por cierto que, como él mismo cuenta en sus memorias

(Panegírico), las ciudades favoritas de Debord fueron Sevilla y Florencia, objetos de deseo

preferentes del turismo de masas. Por cierto también que Adorno falleció durante unas

vacaciones en los Alpes suizos, otro clásico de la industria del viaje. Claro que también cabría

empezar con John Brinckerhoff Jackson: “Hay turistas odiosos, del mismo modo que hay

niños molestos, pero hay también un fuerte componente de esnobismo, me parece, en

nuestra crítica a los grupos de turistas, la condescendencia de aquellos que pertenecen a un

lugar ―que están en casa― hacia quienes son extranjeros sin un estatus reconocible” (La

necesidad de ruinas y otros ensayos). O, bien, con James Clifford: “Un guía del lugar [Palenque]

me cuenta que cada vez que una telenovela presenta un personaje arqueólogo, esperan una

afluencia de grupos turísticos mexicanos. Ahora acaba de terminar una titulada ‘Más allá de

la muerte’. Puede haber algo en lo que él dice, pero sus aires de entendido despiertan mi

desconfianza. Otra vez el turista como estúpido” (Itinerarios transculturales). Turista, turística,

turismo. El último término de esta familia léxica bascula en el núcleo de lo que quiero plantear

aquí, pues el turismo, fenómeno multidimensional, tanto abarca al turista como a la industria

turística, que, no por converger, son realidades equivalentes.


Una conquista de los sindicatos y los partidos socialistas de Europa occidental, las

vacaciones pagadas, impulsó el que hoy es un estandarte del capitalismo tardío. En su fase

masiva, convertido en la primera industria mundial, el negocio turístico democratiza el viaje

pero cosifica la vivencia, marca coordenadas al deseo pero nunca logra capturarlo en su

integridad, vende recuerdos pero propaga la amnesia, fabrica cantidades descomunales de

nostalgia y, sin embargo, no domina del todo la memoria disruptiva. La industria turística

protege paisajes naturales que convierte en atracciones y, para que los visitantes puedan gozar

de los mismos, arrasa muchos otros mediante la construcción de urbanizaciones e

infraestructuras. “¡Qué tipo de conocimiento más vergonzoso!, considerando que estaba

bastante al tanto de la escasa reputación que los turistas tenían a lo largo del mundo y que,

de hecho, me esforzaba mucho en denunciar a la industria turística como la explotadora y

profanadora de paisajes”, ironiza sobre sí mismo J. B. Jackson, padre de la geografía cultural

norteamericana, después de contar que había enseñado a sus estudiantes de Berkeley “cómo

ser turistas alertas y entusiastas”. Por su parte, Theodor W. Adorno, referente principal de la

Teoría Crítica, sostiene que lo bello natural convertido en ideología “deforma lo más íntimo

de la experiencia de la naturaleza. Difícilmente queda algo de ella en el turismo organizado”.

Pero es un hecho que los paisajes solo pueden ser profanados si a priori se les atribuyen

valores sagrados, lo que no es el caso de Jackson, fascinado por las carreteras como

componentes de los mismos, como es un hecho también que la naturaleza es un efecto de

sentido, y que, contra lo que dice Adorno, no todos los turistas sensibles a lo bello natural se

encuentran en estado de regresión pasiva. Ni siquiera cuando toman parte en viajes

organizados.

Y bien. En su imparable expansión mundial, la industria turística se extiende por

continentes como Asia, África y América, donde una parte considerable de sus habitantes no

viaja al exterior si no es en el contingente de los migrantes que huyen de la miseria y la

violencia, que, con el de los turistas, constituye otro de los grandes flujos humanos de la
globalización. Si estos últimos, como dice el sociólogo Zygmunt Bauman (La posmodernidad y

sus descontentos), “van de un sitio a otro porque el mundo les parece irresistiblemente

atractivo”, los primeros “van de un sitio a otro porque el mundo les parece

insoportablemente inhóspito”. No obstante, como acredita la Organización Mundial del

Turismo, los principales países receptores de turistas, Francia, Estados Unidos y España, son

también prominentes emisores, aunque en ellos se reproducen igualmente intercambios

verticales según las lógicas del voyeurismo, la gentrificación, la explotación laboral y el

dominio sexual. Es verdad que la política de visión de la industria turística presenta al mundo

como un descomunal panorama, legible al instante y sin malestares manifiestos, pero, cada

vez más, sus estragos generan protestas entre las poblaciones locales, aunque, de cuando en

cuando, igualmente, la xenofobia derechista contra el inmigrante encuentra un correlato en

la xenofobia izquierdista contra el turista, víctima frecuente también de la especulación y la

banalización inherentes a la industria del viaje. Por lo demás, en su voracidad insaciable, esta

última ha encontrado nuevos nichos de mercado en lo que Hans Magnus Enzesberger llamó

en su momento “turismo revolucionario”, caso por ejemplo de los conocidos popularmente

como “zapatours”, viajes organizados por agencias mexicanas especializadas que ofrecen

recorrer las rutas de la insurgencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

No obstante estos señuelos destinados principalmente a izquierdistas románticos,

hoy, como dice el teórico cultural Fredric Jameson (“La ciudad futura”), es “más fácil

imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”. A lomos de la fuerza ciega del

capital transnacional, la industria turística resulta imparable, en un proceso paralelo a la

vorágine urbanizadora del planeta, a resultas de la cual ya más de la mitad de la población

mundial vive en ciudades. Quizá, entonces, como dice el filósofo Boris Groys (“La ciudad

en la era de su reproductibilidad turística”), la combinación de ambos factores, urbanización

y turistización, sea la razón última del declive del impulso revolucionario, pues “cuando hoy

la oferta de oportunidades en nuestra propia ciudad ya no nos satisface, no intentamos


transformar, revolucionar o reformar esta ciudad, sino que simplemente vamos a otra ciudad

―por poco tiempo o para siempre―, para encontrar en ella lo que nos falta en la nuestra”.

Sea como fuere, lo cierto es que la industria turística debilita el pulso de las ciudades cuando

aquella expulsa de los núcleos históricos de estas a buena parte, cuando no la mayoría, de sus

habitantes para reemplazarlos por desproporcionadas cantidades de turistas. El cineasta y

pensador situacionista Guy Debord incide en ello en los pasajes elegiacos por Venecia de su

película In girum imus nocte et consumimur igni. Pero, como dice en una entrevista (Barcelona

Metrópolis) Massimo Cacciari, filósofo y ex alcalde de Venecia, “es absurdo satanizar el

turismo. No son los turistas los que destruyen nuestras ciudades; tal vez somos nosotros los

que no conseguimos hacer planes arquitectónicos, urbanísticos y de movilidad adecuados

para estos flujos”.

Ciertamente, para garantizar la vitalidad de las urbes y, en general, la de los territorios

habitados, es indispensable el control de la afluencia de turistas, pero también lo es la lucha

para evitar la completa subordinación de los valores culturales a la lógica del beneficio

económico, ahora que la economía ha llegado a un punto tal de imbricación con los sistemas

simbólicos de información y persuasión que la noción de una producción ajena a la cultura

ha perdido sentido. A este respecto hay que recordar que uno de los brazos armados de la

industria turística es la “industria del patrimonio”, según la denominación del historiador de

la cultura Robert Hewison (The Heritage Industry), que provoca la anemia en los núcleos

antiguos de tantas ciudades y de muchos otros enclaves. Este proceso mediante el cual la

historia es sustituida por el patrimonio, y la vivencia local del tiempo colectivo es reemplazada

por enfoques del pasado hiperbólicos y nostálgicos para consumo de visitantes apresurados,

ya había sido analizado por el semiólogo Roland Barthes (Mitologías): “La selección de los

monumentos suprime la realidad de las tierras y la de los hombres, no testimonia nada del

presente, es decir histórico; por eso, el monumento se vuelve indescifrable, por lo tanto,

estúpido”. Por lo demás, cuando los lugares de atracción turística no son lo bastante
imponentes, pero, así mismo también, cuando lo son, los mecanismos de la industria del viaje

convierten con frecuencia los puntos de destino “en simulaciones” y los llenan de “centros

de visitantes, películas que sirven de introducción a la atracción, gente disfrazada, actores

representando espectáculos, restaurantes temáticos y tiendas de recuerdos para atraer al

número de personas adecuado” (George Ritzer, El encanto de un mundo desencantado). Todo

para convencer al turista de que el que visita es un sitio único.

El museo, la institución con autoridad ontológica por antonomasia para la

construcción del valor cultural y social de un lugar, se ha convertido también en un engranaje

clave de la industria turística, que satura los viejos templos de las musas de multitudes con

expectativas de totalidad y provoca la proliferación de otros de nueva planta para la

construcción de lugares-marca. En este proceso de fusión entre las industrias turística y

cultural ―si es que no han sido siempre la misma―, el museo se convierte en manifestación

del franquiciado ―el Guggenheim Bilbao es el ejemplo por excelencia―, la gentrificación y

la orientación consumista de los discursos museológicos ―las exposiciones “blockbuster”―,

aunque hay ocasiones también ―la Fundación César Manrique de la isla canaria de Lanzarote

es un caso extraordinario―, en que, asentado en el núcleo crítico del espacio de la cultura, el

museo redirecciona contra sí misma la fuerza depredadora del capital turístico.

A pesar de las consideraciones precedentes, y para que la reflexión no se fije en una

sola cara de este prisma altamente complejo que es el turismo, es necesario subrayar que la

identidad de las ciudades, y en general la de los territorios habitados, no es algo ajeno a los

avatares del tiempo. La identidad es una dimensión inventiva y móvil en la que, como dice el

antropólogo James Clifford (Dilemas de la cultura), “los individuos y los grupos improvisan

realizaciones locales a partir de pasados (re)coleccionados, recurriendo a medios, símbolos y

lenguajes extranjeros”. Así pues, cuando el espacio público no es transformado en una mera

burbuja para el consumo y cuando la vivencia de sus habitantes es hegemónica en los lugares,

la presencia de turistas es a veces un componente distintivo del paisaje humano: nativos y


visitantes, ciudadanos residentes y ciudadanos de viaje, inmersos todos en la traducción, el

líquido amniótico de la cultura. Un rito de los indios zuñi de Nuevo México proporciona una

imagen refulgente de una circunstancia tal. La resumo en el párrafo siguiente.

La antropóloga Jill Sweet (“Burlesquing ‘The Other’ in Pueblo Performance”) da

cuenta de que los zuñi, una de las mayores tribus del grupo étnico pueblo, establecen en

cuatro los tipos de turistas que acostumbran a visitarlos: el texano, el hippy, el neoyorquino

o de la Costa Este y el tipo “salvad a las ballenas”. Los zuñi han incorporado a estas figuras

en sus danzas, incluso en las que ejecutan ante los turistas. Según esta taxonomía zuñi que

refiere Sweet, el tipo texano calza botas de vaquero y viaja en cadillac. El tipo hippy viste

camisetas desteñidas, intenta tomar parte en las danzas indias sin haber sido invitado y

pregunta insistentemente a los nativos por el mezcal, el peyote y cosas así. El turista de la

Costa Este, por su parte, es representado por un indio ataviado como una mujer con peluca,

tacones, abrigo de visón y bolso sin asas que hace carantoñas a los niños indios. Por último

el bailarín que interpreta al turista tipo “salvad a las ballenas” luce pantalones cortos, botas

de montaña y camiseta con mensaje, y además porta unos prismáticos tallados en madera

con los que finge que observa a los indios. Según relata Sweet, en estos bailes los zuñi

acostumbran a representar a todos estos tipos de turista decepcionados porque ellos (los

zuñi) no se ajustan al estereotipo de los indios que cazan búfalos y viven en tipis.

Debo decir que cito casi textualmente este informe de Sweet sobre las danzas zuñi

tal y como es mencionado a su vez en un libro, Lugares de encuentro vacíos, de Dean MacCannell,

antropólogo considerado por muchos como el más importante referente en la teoría social

en el ámbito del turismo. Abundan los estudios positivistas sobre este fenómeno, pero están

enfocados principalmente a calibrar los impactos y a incrementar la rentabilidad de esta que,

como ya he dicho, es, según diversos parámetros, la primera industria mundial. Con su libro

El turista. Una nueva teoría de la clase ociosa, publicado en 1976, MacCannell puso de relieve

cómo el sujeto turista, hasta entonces menospreciado por casi todos los intelectuales que se
ocupan de los límites de la cultura ―con Siegfried Kracauer como gran excepción―,

constituye la mejor clave de acceso para el análisis del sujeto moderno.

Más leído por las gentes del arte ―como la historiadora del arte Lucy Lippard, quien

prologa su segunda edición―, que por los sociólogos y los antropólogos, El turista entiende

la modernidad como un proceso de diferenciación estructural que se refleja

extraordinariamente en el turismo y analiza la búsqueda, mediante el viaje industrializado, de

la “autenticidad”, constructo moderno que los modernos creen haber perdido con la

industrialización. En libros posteriores, como Lugares de encuentro vacíos y The Ethics of

Sightseeing, MacCannell entrevera esta reflexión con cuestiones como el encuentro

posmoderno con el otro y el potencial productivo del deseo de viajar.

Más estrictamente disciplinar, el otro libro que predomina en las bibliografías sobre

la dimensión simbólica del turismo es La mirada del turista, de John Urry, aparecido en 1990.

El desaparecido sociólogo sostiene en esta obra que la principal motivación que mueve a los

turistas no es la búsqueda de lo auténtico, como quería MacCannell, sino de lo

“extraordinario”. A partir de esta premisa, Urry analiza como el oculocentrismo occidental

despliega nuevas construcciones de la visión en este fenómeno, el turismo, que moviliza cada

año a millones de personas empujadas por fantasías de evasión.

Con estos apresurados comentarios sobre las aportaciones de Urry y MacCannell al

turismo como hecho de la experiencia o de la consciencia, más que como sistema altamente

tecnificado ―con mutaciones notables tras la irrupción de las plataformas digitales, como

analiza Carlos Hernández Pezzi en Turismo: ¿Truco o trato?―, he dejado atrás la cuestión de la

industria turística y me cumple ahora hacerlo con el turista, que, como decía al principio, no

por converger con aquella es una realidad equivalente. Para ello, en las líneas que siguen,

quiero detenerme en esta cuestión: ¿Es, el turista, por definición, un perfecto idiota?

La pregunta, naturalmente, confronta el estereotipo ampliamente arraigado que

presenta a todos los turistas como seres carentes de gusto y de agencia ―no en la acepción
de empresa organizadora de viajes, claro está, sino de autonomía de juicio y acción―,

monitorizados por las fuerzas descomunales del mercado. Epítomes de una existencia

carente de horizonte de sentido, los turistas serían, pues, de entre todos los modernos, los

sujetos más contagiados por el nihilismo, al que Nietzsche, en una imagen que puede leerse

en clave turística, llamó “el más inquietante de los huéspedes” (La voluntad de poder).

Ernst Jünger, uno de los más grandes teorizadores del nihilismo ―recuerden su

ensayo Sobre la línea―, hace la siguiente anotación en uno de sus diarios: “Los caníbales de

vacaciones se convierten en coprófagos; es su época de ayuno” (Pasados los setenta IV, Diarios

1986-1990). Con todo, unos años antes, durante una estancia en Gran Canaria, el escritor

había señalado en otro apunte: “Hemos dedicado el día de hoy a la ‘excursión platanera’. La

guía ha sido una encantadora española que hacía unas observaciones precisas ―sobre

botánica, sobre historia, sobre arquitectura y sobre arqueología― no sólo en su lengua

materna, sino también en inglés y en francés” (Pasados los setenta I, 1965-1970. Radiaciones).

Aunque es conocida la pasión de Jünger por las experiencias extremas ―desde la guerra a la

ingesta de LSD― no creo que quepa calificarle de coprófago solo porque se apuntara a un

tour vacacional en autobús. Y ello, justamente, porque el carácter universal que da a su

predicado es insostenible. Pese a las fuerzas titánicas del capitalismo de consumo, la industria

turística no logra adueñarse del todo de la memoria, el deseo, el entendimiento y la voluntad

de todos los turistas. Y el propio Jünger con el apunte de su “excursión platanera” ofrece

una prueba insoslayable para contravenirle.

“¿Quién es el turista? ¿Quién es turista? Aunque hacer turismo sea una idea

seductora, ser turista resulta para muchos una perspectiva insoportable. Además, ¿quién de

entre nosotros, refiriéndose al extranjero de paso o incluso a su compañero de viaje, no ha

empleado alguna vez el infamante epíteto de ‘turista’? Esta palabra se ha convertido en un

mote. Es hiriente. Atenta contra la dignidad del viajero. El indígena la emplea con frecuencia

en este sentido, pero lo mismo hace el turista para referirse a sus semejantes”. En su libro El
idiota que viaja, el sociólogo, lingüista y etnólogo Jean-Didier Urbain describe muy bien esta

condición oscilante del turista, al que se imputan tanto todos los estragos de la industria

turística, que promueven en provecho propio también muchos nativos, como la irrupción

inoportuna de la Sociedad en la que el intitulado viajero quisiera que fuese una confrontación

exclusiva entre el Yo y la Cultura o el Yo y la Naturaleza.

Este tópico sobre el turista como idiota acostumbra a presentarlo también como

alguien que no puede refrenar su deseo de fotografiarse en los lugares que visita como prueba

de que estuvo en ellos. Pero unas sencillas búsquedas en Internet nos proporcionan fotos

turísticas de gentes en principio tan poco sospechosas de idiotez como, entre otros, Elias

Canetti en el Monte Ventoux, Albert Einstein en Arizona, Jacques Derrida en Japón,

Siegfried Kracauer en Nueva York, Marcel Duchamp en Cadaqués, Robert Smithson en

Roma, Claude Lanzmann, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre en Egipto, Jorge Luis

Borges en México o Julia Kristeva en China, amén de una filmación de Martin Heidegger

mientras pasea con sus compañeros de crucero por la acrópolis de Atenas1

Fenómeno, el turismo, pleno de paradojas y ambigüedades, quizá, en fin, como señala

Fernando Estévez González, lo que nos urge es “una nueva ontología que permita explicar

ese ensamblaje de turistas, organizaciones, cosas y textos que hacen posible su

ordenamiento”. El antropólogo escribió esta reflexión en un ensayo recogido póstumamente

en su libro Souvenir, souvenir (editado por Pablo Estévez Hernández y José Díaz Cuyás y

prologado por Dean MacCannell). Permítanme que concluya con otra cita del mismo:

“Vivimos en un mundo turístico y en un mundo de imágenes, ambos manifiestamente reales,

ubicuos y omnipresentes; tanto, que la ‘realidad’ se está convirtiendo en ese país extraño al

que sólo vamos de vacaciones.”

1
Véase al respecto mi ensayo icónico “Aquí estuve yo” en Revista de Occidente, nº 434-435, julio-agosto de
2017.

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