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E D IC IO N E S C Á T E D R A
U N IV E R S IT A T D E V A L E N C IA
IN S T IT U T O D E LA M U IE R
C o n sejo asesor:
N I.P.O.: 207-01-028-3
© 1996 by F ranco A ngeli S.r.l., M ilano
E dizione in lingua spagnola effettuata con l'in term ed iazio n e
d e ll'A g e n z ia L etteraria E ulam a
© E diciones C áted ra (G rupo A naya, S. A .), 2001
Ju an Ignacio L uca de Tena, 15. 28027 M adrid
D epósito legal: M. 32.175-2001
I .S .B .n " 84-376-1920-3
T irada: 2 .0 0 0 ejem plares
Printed in Spain
Im preso en A nzos. S. L.
F uenlabrada (M adrid)
Prólogo
H a n n a h A re n d t1
H a n n a h A re n d t4
F in a B ir u l é s
En memoria de mi padre Renzo
y en memoria de Reiner Schürmann
É. Wiesel, E l olvido
PRIMERA PARTE
La reconstrucción de una difusión
1. U n a h is t o r ia d is c u t id a
Y UNA HISTORIA DISCUTIBLE
Brace and Co, 1951; en 1958 se publica una segunda edición ampliada y
en 1966 siguió la tercera edición con nuevos prefacios de la autora a las tres
partes del libro. Hay edición española: Los orígenes del totalitarismo. 3 vols.,
Madrid, Alianza, 1982; por lo que respecta a la edición inglesa, se hará refe
rencia a la edición Harcourt, Brace, Jovanovich de 1979.
' Véase H. Arendt, The Jew as Pariah: Jewish Identity’ and Politics in
the M odern Age, ed. por R. H. Feldmann, Nueva York, Grove Press, 1978. El
volumen se divide en tres partes. La primera, titulada The Pariah as Rebel,
contiene los artículos: «We Refugees» (1948); «The Jew as Pariah: A Hid-
den Tradition» (1944); «Crcating a Cultural Atmosphere» (1947); «Jewish
History Revised» (1948); «The Moral o f History» (1946); «Portrait o f a Pe-
riod» (1943). La segunda, titulada Zionism and the Jewish State, se com po
ne de «Herzl and Lazare» (1942); «Zionism Reconsidered» (1945); «The
Jewish State: Fifty Years After» (1946); «To Save the Jewish Homeland»
(1948); «Pcace and Armistice in the Near East?» (1950). Y finalmente la ter
cera parte, dedicada a The Eichmann Controversy, recoge: «Organized Guilt
and Universal Responsability» (1945); «About “Collaboration”» (1948);
«“Eichmann in Jerusalem”: Exchange o f Letters Between Gershom Scho-
lem and Hannah Arendt» (1964); «Footnotes to the Holocaust» por W. Z.
Laqueur (1965); «The Formidable Dr. Robinson: A Reply» (1966); «A
Reply to Hannah Arendt» por W. Z. Laqueur (1966). M uchos de estos ar-
flexión teórica y los acontecimientos históricos. El análisis
puntual de la situación del pueblo hebreo permite discernir en
estos ensayos un primer apunte de aquella crítica que más tar
de se dirigirá, claro que de manera más elaborada, a las dinámi
cas políticas de la modernidad. Aunque no sean el tema de este
trabajo, es oportuno recordar que dichos textos asumen el pro
blema hebreo como exponente de la alienación generalizada de
la política, que ya entonces se veía como rasgo dominante y
distintivo de toda la época moderna4. La perspectiva de cons
truir una nueva patria para los hebreos capaz de conservar su
propia identidad salvaguardando la de las minorías se interpre
ta como el querer recuperar el significado original, que se ha
bía perdido progresivamente, del término política. Según Han
nah Arendt, dar vida al nuevo estado de Israel puede significar
constituir un «espacio común» en donde sea posible hacer rea
lidad la participación vehiculada de las prácticas discursivas5.
Se convierten luego en temas para reflexiones que trascienden
tículos han sido traducidos al italiano en: H. Arendt, Ebraismo e m odem itá,
a cargo de G. Bettini, Milán, Unicopli, 1986. Para la edición alemana de
estos ensayos véase H. Arendt, Nach Auschwitz, Berlín, Tiamat, 1989 y
H. Arendt, D ie K riese des Zionismus, Berlín, Tiamat, 1989; para la francesa
véase H. Arendt, Auschwitz et Jerusalem, París, Tierce, 1991. Sobre la rele
vancia política y cultural del problema judío en el pensamiento de Hannah
Arendt, véanse los siguientes ensayos: F. G. Friedman, Hannah Arendt. Eine
Jiidin im Zeitalter des Totalitarismus, Múnich-Zúrich, Piper, 1985; S. Dossa,
«Lcthal Fantasy: Hannah Arendt on Political Zionism», Arab Studies Quar-
terly, VIII, núm. 3, 1986, págs. 219-230; D. Barley, «Hannah Arendt: Die Ju-
denfrage (Schriften in der Zeit zwischen 1929-1950)», Zeitschriftfiir Politik,
XX XV , núm. 2, 1988, págs. 113-129: C. S. Kessler, «The Politics o f Jewish
Identity: Arendt and Zionism», en G. T. Kaplan y C. S. Kessler (eds.), Han
nah Arendt. Thinking. Judging. Freedom. Sydney, Alien & Unwin, 1989,
págs. 91-107; D. Bamouw, Visible Space. Hannah Arendt and the German-
Jewish Experience, Baltimore, The Johns Hopkins U. P., 1990.
4 Cfr. en particular el ensayo de H. Arendt, «To Save the Jewish Home-
land», en id.. The Jew as Pariah. cit., págs. 178-192. A este respecto véase
también G. Bettini, «Introduzione» a H. Arendt, Ebraismo e m odem itá, cit.,
págs. 5-24, en particular págs. 12-13.
5 Cfr. H. Arendt, «The Jewish State: Fifty Years After», en id., The Jew
as Pariah. cit, págs. 164-177.
el momento contingente ya sea para discutir las hipótesis sio
nistas o para examinar el estado de la cuestión de Oriente Medio.
Afirmar efectivamente, como hacen algunos representantes de
las posiciones extremas del sionismo, la necesidad histórica
de un estado hebreo soberano que excluya lo diferente y recha
ce una federación «dialogante» árabe-israelí significa para
Hannah Arendt no salir de las degeneraciones de la lógica del
Estado nacional, una lógica que ha demostrado ser fatal en la
historia del antisemitismo. Las consecuencias del fallado
acuerdo árabe-israelí, y la dependencia del Estado de Israel de
las superpotencias y de una inevitable y asimismo desgarrado
ra guerra entre los dos pueblos, le parecen a la autora fruto de
una mentalidad que interpreta el antisemitismo como fatalidad
y ley histórica que, por lo tanto, permanece tenazmente unida a
la oposición hebreos-no hebreos. Tal mentalidad demuestra así
sustentarse en esa creencia de la necesidad histórica, de la cual
los hebreos también han sido víctimas, que falla a la hora de
comprender lo particular y lo individual6. Se podría seguir se
ñalando el hilo de las correspondencias entre los problemas in
dividuales concretos y su correspondiente lugar en el interior
de temáticas teóricas más generales, pero en este estudio se
quiere sencillamente dejar claro que nociones como ciudada
nía, alienación política, capacidad de actuar en público, sobera
nía y necesidad histórica, que tanta importancia tendrán en las
obras mayores de Arendt, empiezan a mostrar su perfil en la
particular tensión con la realidad concreta y en el esfuerzo para
comprender The Burden o f Our Time1.
13 Para las criticas de los años 50 valga, para todas, aquella de R. Aron,
«L’essence du totalitarisme», Critique, núm. 80, 1954, págs. 51-70. Como
demuestra el ensayo de N. K. O ’Sullivan, «Politics, Totalitarianism and Free
dom. The Political Thought o f Hannah Arendt», Political Stuclies, XXI,
núm. 2, 1973, págs. 183-198, las polémicas ni siquiera cesaron con una dife
rencia de veinte años de la publicación de la obra. Al respecto véase también
el ensayo de B. Crick, «On Rereading the Totalitarianism», Social Research.
X LIV núm . 1, 1977, págs. 106-126."
14 Por ejemplo, los artículos de D. Spitz, «Politics and the Realm o f
Beings», Dissents. VI, núm. 1, 1959, págs. 56-65; K. H. Wolff, «On the Sig-
nificance o f Hannah Arendts Human Condition for Sociology», Inquiry, IV,
núm. 2, 1961, págs. 67-106; A. Diemer, «Der Mensch, sein Tun und die
menschliche Grundsituation. Kritische Betrachtungen zu Hannah Arendt’s
“Vita Activa”», Z eitschrift fü r Philosophische Forschung, XVI, 1962,
págs. 127-140. Vcase también el trabajo de S. E. Edwards, The Political
Thought o f Hannah Arendt: A Study in Thought and Action. tesis, Claremont
Gradúate School, 1964. Se trata de trabajos explorativos que no han tenido
luego un peso real en el seno del debate general. Bastante más interesantes
son las intervenciones de J. N. Shklar, «Between Past and Future. by Hannah
Arendt», H istory and Theory, II, 1963, págs. 286-291 y de J. Habermas,
«Die Geschichte von den zwei Revolutionen», Merkur. XX, núm. 218, 1966,
págs. 479-482.
quien además se tomó la molestia de redactar, en un análisis de
casi quinientas páginas, una refutación minuciosa dirigida a
probar la presencia de unos seiscientos errores en la lectura
arendtiana de los documentos15. Ahora ya no estaba en cues
tión la falta de una metodología histórica o sociológica, sino la
mala fe de quien quería llenar de fango a las víctimas del na
zismo, mistificando los problemas fundamentales de la trage
dia hebrea. Imperdonables eran, sobre todo para los intelectua
les hebreos, por un lado la aceptación de la «banalidad del
mal» — en las intenciones de Arendt esto significaba simple
mente el hecho dramático de que las atrocidades más terribles
puedan ser cometidas por personas completamente normales y
dedicadas al deber, pero privadas del todo de capacidad críti
ca— , por otro la constatación de la increíble docilidad con la
que los hebreos habían consentido su exterminio, a veces inclu
2. ¿ A r is t o t e l is m o o ir r a c io n a l ís im o p o l ít ic o ?
Now», History and Theoiy, XXXIII, núm. 2, 1994, págs. 127-144; W. Kanstei-
ner, «From Exception to Exemplum: The New Approach to Nazism and the
“Final Solution”», H istoiy and Theoiy, XXXIII, núm. 2, 1994, págs. 145-171;
R. Braun, «The Holocaust and Problems o f Historical Representation», His
tory and Theoty, XXX1I1, núm. 2, 1994, págs. 172-197. Véase, por último,
E. Traverso, Gli ebrei e la Germania. Auschwitz e la «sim biosi ebraico-te-
desca» (1992), Bolonia, II Mulino, 1994.
20 La literatura filosófica sobre el problema del mal es ahora ya amplí
sima; para una discusión de las perspectivas más significativas, véase el ca
pítulo «Male» de R. Esposito, N ovepensieri sulla política, Bolonia, II Muli
no, 1993, págs. 183-205.
21 Ésta es la afirmación del ensayo de E. Vollrath, «Hannah Arendt über
Meinung und Urteilskrañ», en A. R eif (ed.), Hannah Arendt. M aterialen zu
ihrem Werk, Viena, Europaverlag, 1979, pág. 85.
nos. Es obvio que, al reconstruir en cada capítulo las perspecti
vas interpretativas más notables, me veré obligada a obviar o a
citar sólo de pasada un importante número de lecturas que, aun
cuando sean más complejas y articuladas que las que mencio
naré, resultan sin embargo menos «extremas» y en consecuen
cia menos paradigmáticas.
sity o f Chicago Press, 1984. De Eric Voegelin, cfr. sobre todo, The New
Science o f Politics, Chicago, The University o f Chicago Press, 1952; id.,
O rder an d History, 4 vols., Baton Rouge, Louisiana State University
Press, 1956-1974; id., Wissenschaft. Politik und Gnosis, Múnich, Kosei,
1959; id.. Anamnesis. Zur Theorie und Geschichte d e r Politik, Múnich,
Piper, 1966.
común, el criterio y la opinión, mantienen un carácter instru
mental con vistas a la realización de un objetivo: la formación
de una «constitución» política en donde sea posible la realiza
ción del «bien vivir».
Pero el claro rechazo arendtiano de la categoría medios-fi-
nes o, para decirlo de otro modo, la crítica bastante más radical
que la de estos autores, desarrollada por la autora en el estudio
de la relación teoría y praxis, hace difícil y casi imposible en
contrar un terreno de encuentro sobre esta temática. Y es aquí,
a mi entender, donde las diferencias se hacen insuperables. Las
explicaciones que Arendt ofrece con respecto a un tipo de sa
ber práctico — referencias al sentido común, a la opinión y
aquellas más numerosas, pero también contradictorias y ambi
guas, al criterio— tienen sobre todo, como se tendrá ocasión de
observar, el significado de contraposiciones polémicas. Siguen
siendo, intencionalmente, indicaciones demasiado frágiles para
que se puedan considerar como un conjunto de criterios norma
tivos que apoya y acompaña la acción. Nunca, en Arendt, se
encuentran afirmaciones sobre el contenido de la «vida bue
na» y sobre la especificación del «bien común» que se debe
perseguir.
Entonces quizá la «impracticabilidad» del pensamiento polí
tico arendtiano no se debe atribuir a su excesiva fidelidad a
Aristóteles — como Habermas por ejemplo mantiene— sino
más bien a la voluntad de la autora de llevar a cabo una obra de
deconstrucción de aquella tradición de la filosofía política que
impone a la política los criterios de la filosofía y en el interior
de la cual incluye, a pesar de su parcial excentricidad, también
a Aristóteles.
Hannah Arendt no rehabilita la filosofía antigua, ni si
quiera la aristotélica, para dar una alternativa posible respec
to a las propuestas de la ciencia política moderna — y es aquí
probablemente en donde se encuentra su diferencia sustancial
con pensadores como Strauss y Voegelin— precisamente por
que toda la tradición ha sido llamada a rendir cuentas del
ocultamiento del significado originario de aquello que es au
ténticamente político. El valor que Hannah Arendt asigna a la
filosofía práctica de Aristóteles es pues totalmente distinto
del pretendido por los neo-aristotélicos. Tampoco el pensa
miento de Aristóteles logra del todo sustraerse a la tendencia
inaugurada por Platón y típica, salvo raras excepciones, de
toda la tradición del pensamiento político, que lleva a privile
giar la teoría sobre la praxis, a hacer derivar la filosofía prác
tica de la filosofía primera.
51 Entre los trabajos más interesantes de los últimos años que abordan el
tema de la relación entre Hannah Arendt y Jurgen Habermas, véase: J. Ro
mán, «Habermas, lecteur de Arendt: Une confrontation philosophique», Les
Cahiers de Philosophie, núm. 4, 1987, págs. 161-182; S. Benhabib, «Han
nah Arendt. the Liberal Tradition and Jürgcn Habermas», en C. Calhoun
(ed.), Habermas and the Public Sphere, Cambridge, Mass., MIT Press,
1992, págs. 73-98. Por último se señala el libro de E. Delruelle, Le consen-
sus impossible. Le différend entre éthique et politique chez H. Arendt et
J. Habermas, Bruselas, Ousia, 1993.
52 Cfr. R. Schürmann, Le tem ps de l ’esp rit et l ’histoire d e la liberté.
cit., e id.. «On Judging and Its Issue», en R. Schürmann (ed.), The Public
Realm: essays on D iscu rsive Types in P olitical Philosophy, Albany, N. Y.,
State University o fN e w York Press, 1989, págs. 1-21. Véase id ., H eideg
g e r on Being and Acting: From Principies to Anarchv, Bloom ington, In
diana U. P., 1987.
53 Véase B. Honig, «Arendt, Identity and Diñérence», Political Theorv,
XVI, núm. 1, 1988, págs. 77-98; id., «Declaration o f Independence: Arendt
and Derrida on the Problem o f Founding a Republic», American Political
Science Review, LXXXV, núm. 1, 1991, págs. 97-113; id., Political Theorv
and the Displacem ent o f Politics, Ithaca, Comell U. P., 1993. En una pers
pectiva muy parecida a la de Bonnie Honig se mueve también D. R. Villa,
«Postmodernism and the Public Sphere», American Political Science Review,
LXXXVI, núm. 3, págs. 1992, págs. 712-721.
pero también los de Paul Ricoeur'’4, Jean-Luc Nancy y Phi-
lippe Lacoue-Labarthe55, en Francia y los de Roberto Espo-
sito y Alessandro Dal Lago56, en Italia, se han destacado las
afinidades de muchos aspectos del pensamiento arendtiano
con el llamado horizonte post-moderno para emplear una
etiqueta ya superada. Menos genéricamente, queda cada vez
más claro cómo la radicalidad crítica de la obra de Hannah
Arendt es inconciliable con una perspectiva universalista,
sin por esto tener que ser contada entre aquellas posturas
ant i-modernas que auguran el regreso a un pasado que ya no
es de recibo.
En tal contexto se sitúa la recuperación de algunas nocio
nes arendtianas de su «pensamiento sobre la diferencia se
xual». Si bien Arendt había manifestado siempre su indiferen
cia y hasta su tedio ante las temáticas feministas57, las nuevas
perspectivas abiertas por el movimiento de las mujeres — en
cierto modo ligadas a las «filosofías de la diferencia» de ámbi
to francés— consideran totalmente legítimo referirse a la auto
ra; se dirigen a la filósofa de origen hebreo no tanto para tomar
directamente sus proyectos teóricos como para reelaborar, a
partir de sus sugerencias, categorías como las de natalidad, plu
I f ñ i re A r is t ó t e l e s y H e id e g g e r
4 Me refiero a las afirmaciones con las que Hannah Arendt prefería de-
I mirse como una «teórica de la política», o una «especie de fenomenóloga»
más que como una filósofa: cfr. 11. Arendt, «Was bleibt? Es bleibt die Mutters-
prache. Ein Gesprách mit Günther Gaus (1964)», en A. R eif(ed.), Gespráche
mi! Hannah Arendt. Munich, 1976.
' E. Vollrath, Hannah Arendt und Martin Heidegger. cit., pág. 367.
sino también las coordenadas teóricas en donde situar la filoso
fía política arendtiana. Entre las consecuencias más frecuentes
de esta imposición interpretativa está la de considerar como in
compatibles y excluyentes el pertenecer al ámbito del pensa
miento heideggeriano y en general existencialista y el uso ma
nifiesto que la autora hace de las distinciones y de las nociones
aristotélicas. Como se ve en parte en los capítulos precedentes,
a menudo se ha señalado su intento de combinar aristotelismo
y existencialismo como la fuente de las contradicciones, de las
aporías y de las oscuridades que se pueden encontrar en las obras
arendtianas6.
Estoy convencida, como ya he apuntado, de que más bien
se debe afrontar la cuestión investigando la génesis y el signifi
cado del uso que Hannah Arendt hace de las categorías aristo
télicas. Muchos de los neoaristotélicos, que se proclaman a la
vez arendtianos, podrían no apreciar que el hecho mismo de
admitir en el interior de su propia construcción conceptual al
gunas nociones cambiadas de Aristóteles constituye la primera
de las numerosas deudas teóricas que la autora ha contraído ha
cia Martin Heidegger.
Recientemente, otra vez gracias a Gadamer, se ha sacado a
la luz la importancia de la Etica a Nicómaco para la elabora
ción de la «ontología fundamental» de El ser y el tiempo. Ya
en 1922, en unas lecciones sobre Aristóteles y el concepto de
phronesis7, la noción de la prudencia aristotélica asume la im
16 Hay que notar, sin embargo, que las posturas de Taminiaux son
más difuminadas y elaboradas que las expresadas en J. Taminiaux,
«Arendt, disciple de H eidegger?», É tudes Phénom énologiques, I, núm e
ro 2, págs. 111-136, en donde afirmaba sin posibilidad de dudas que
Hannah Arendt no podia efectivam ente ser considerada una «alumna» de
Heidegger.
17 Por lo que respecta a las relaciones personales entre Hannah Arendt y
Martin Heidegger véase la exhaustiva relación contenida en la blogra 11a de
E. Young-Bruehl, Hannah Arendt: For Love o f the World, New Haven-Lon-
dres, Yale University Press, 1982.
18 J. Taminiaux, La filie de Thrace et le penseur professionnel, cit., pági
nas 77 y ss.
lia actividad solitaria, únicamente concedida al «filósofo de
profesión», que consiste en escuchar la llamada del Gewis-
scn, en El ser y el tiempo, y la llamada del Ser, después de la
Kehre.
Pero al insistir sobre el hecho de que casi toda propuesta teó
rica de Arendt es, si se mira bien, la contrapropuesta polémica de
respuesta a Heidegger, Taminiaux acaba por aproximarse a un
resultado exactamente contrario al que se había propuesto. En lu
gar de salvarguardar la originalidad de La condición humana o
de La vida del espíritu y su autonomía hacia El ser y el tiempo
y la Seinsgeschichte, se tiene la impresión de que el libro, al fi
nal, compone un cuadro en donde las dos figuras se desta
can, según un diseño que las quiere, a toda costa, especulares
y contrarias. Así termina por simplificar, como en el caso de
Vollrath, en una especie de tabula de divergencias, la especifici
dad de ambos filósofos. En particular, la obra de Hannah Arendt
parece ser interpretada como si estuviese dominada por un úni
co imperativo: contrastar los riesgos que derivan de la impronta
filosófica de Heidegger. Entre todos los puntos en los que la au-
lora se enfrenta con la especulación heideggeriana desde un
ensayo crítico en 1946 hasta su última obra sobre la vida de la
mente19— privilegia, dándoles un mayor espacio, a aquellos en
donde las distancias tomadas por Arendt se hacen más explíci
tas. En esta línea, cede a menudo a la tentación de enfatizar ex
cesivamente el alcance de las críticas puntuales de la ex alumna
Ilacia su ex maestro, arriesgándose a conseguir con esta con
frontación una reconstrucción demasiado selectiva.
Dicho esto, creo que hay que compartir la convicción de
Taminiaux según la cual la autora clarifica y especifica los pre
supuestos filosóficos de su pensamiento en los mismos puntos
de controversia con el autor de El ser y el tiempo. Es cierto que,
efectivamente, en los ensayos en donde «dialoga» con las cues-
liones heideggerianas es como si se sintiese obligada a descu
brir sus cartas, a declarar abiertamente y no solamente a dejar
2. C o t e jo con H e id e g g e r
Arcndt había escrito: «Entró en el partido nazi en el 33: un hecho que le hizo
■.el visto [...] por otros colegas suyos del m ismo calibre. Además, com o rec
tor de la Universidad de Friburgo prohibió a su maestro y amigo Husserl, de
qmcn había heredado la cátedra, ir a la Universidad puesto que era judío.»
I Vspués de haber comentado irónicamente el cambio de chaqueta efectuado
por I leidegger al ponerse a disposición de las fuerzas de ocupación france-
i . una vez terminada la guerra, Arendt comparaba la irresponsabilidad de
I leidegger con la de algunos autores del romanticismo alemán. «Por otra
parle continúa— hay algo extremamente parecido en este comportamien-
to con el del romanticismo alemán, hasta el punto de hacer pensar que tal
comportamiento no sea accidental, ffeidegger es efectivamente el último ro-
mántico (esperemos). Un Friedrich Schlegel o un Adam Müller extrema
mente dotado, cuya total irresponsabilidad fue en parte debida al error del
nenio y en parte a la desesperación» (pág. 46). En una carta del 9 de junio
1 1‘ I<>46, Jaspers, después de haber alabado el ensayo sobre la filosofía de la
i ustcncia, hace notar a Arendt que no es exacto lo que había dicho con res
pecto a la prohibición hecha a Husserl de pisar la Universidad, puesto que
m)Io se trataba de la aplicación rutinaria de una medida adoptada por todos
los rectores de las universidades alemanas (cfr. H. Arendt, K. Jaspers, Briefs-
wvcliset 1926-1969, Munich, Piper, 1985, pág. 79; cfr. además, K. Jaspers,
Vi»u. cn zu Martin Heidegger, a cargo de H. Saner, Múnich, Piper, 1978
|trad. esp.: Notas sobre Martin Heidegger, Barcelona, Mondadori, 1990]).
I ti la carta del 9 de julio de ese mismo año, Arendt responde a la objeción
de laspers juzgando todavía más severamente el comportamiento del enton-
■es l ector de la Universidad de Friburgo quien, en su juicio, debía de haber
le abstenido sencillamente de estampar su propia firma en ese escrito. Arendt
I iimlmcnte concluye: «Y puesto que sé que aquella carta y aquella firma le
Imn |a I lusserl] poco m enos que matado, me permito considerar a Heidegger
poco menos que com o a un asesino en potencia», y añade «en esta sucesión
de cosas [nazismo y sucesiva desnazificación] no importa tanto el hecho de
que los profesores no se hayan transformado en héroes, sino más bien su fal-
la dr sentido del humor, su dócil diligencia, su temor de perder contactos úti
les» (cfr. 11. Arendt, K. Jaspers, Briefswechsel 1926-1969, op. cit.). A partir
de estas cartas empieza un constante intercambio de puntos de vista sobre
I leidegger y su filosofía que se mantendrá a lo largo de todos los años que
ilma la correspondencia y en el cual vemos a Arendt y a Jaspers ya acusar,
s u defender a aquel que había sido el maestro y el amigo de antaño.
fo «The Self as All and Nothing: Heidegger» se juzga con el in
tento del filósofo alemán de volver a fundar la ontología26. Aun
que la terminología que adopta haga aparecer su obra radical
mente revolucionaria — «más revolucionaria que Jaspers»27— ,
la ontología fundamental de Heidegger no representa más que
la continuidad de la destrucción iniciada con Kant del antiguo
concepto de Ser. Sin embargo, aunque los resultados no se re
velarían efectivamente a la altura de lo que Heidegger había
prometido, «no se puede evitar — escribe Arendt el tomar en
serio esta filosofía, aunque se tuviese que llegar a la conclusión
de que sobre la base de su contenido, que deriva de la rebelión de
la filosofía en contra de la filosofía, no se puede restablecer
ninguna ontología»28.
La filosofía heideggeriana cumple, a los ojos de la autora,
un doble y ambiguo objetivo: el de liberar la filosofía de la tra
dición metafísica, para en realidad retomarla poco después. Por
un lado desprende la noción del Ser de las hipotecas de la on
tología clásica, haciéndola coincidir con la temporalidad. Por
otro, puesto que al final el resultado es la ecuación del Ser
que implica también el ser del hombre— y de la Nada, ter
mina por describir el Dasein en los términos del summum ens
de la metafísica. «Pensar el Ser como la Nada conlleva afir
ma la autora inmensas ventajas. El hombre puede imagi
narse ni más ni menos como el creador antes de la creación
del mundo que, como se sabe, ha sido creado de la nada»29.
Y puesto que esta Nada, la muerte, es lo que determina la existen
cia y al mismo tiempo la esencia del Dasein, Heidegger, sin ser
plenamente consciente, regresa a la fórmula con la que la me
tafísica clásica definía a Dios. Si el Dasein es el ser de quien la
esencia es la existencia (Existenz), el Ser entonces no se distin
gue de ese ente supremo en donde esencia y existencia coinci
den. De aquí la omnipotencia y al mismo tiempo la impotencia
32 Ibídem.
cuyo pensamiento no ha traicionado la originalidad y la nove
dad del criticismo kantiano. Todo lo atenta que había estado
para no dejar escapar ninguna de las contradicciones escondi
das en El ser y el tiempo, se muestra dispuesta ahora a tomar al
pie de la letra las declaraciones de intención y de propósitos de
‘Jaspers33. También la reflexión jaspersiana se inscribe en aque
lla rebelión de los filósofos con respecto a la filosofía que, en
general, caracteriza al existencialismo. En este caso, sin embar
go, desde la Psychologie34 y luego todavía más en los trabajos
posteriores, la obra de desmantelamiento de la ontología tradi
cional no sufre más reveses35.
46 Ibídem, cit., pág. 023252. De Vógelin Arendt cita «el nuevo libro»
The N ew Science o f Politics, Chicago, University o f Chicago Press, 1952,
«que desea una “restauración” de la ciencia política dentro de un espíritu
platónico», pág. 023250.
47 Ibídem, pág. 023253.
— entendido ya sea como predominio de la Iglesia católica o de
la fe cristiana, ya sea como una especie de «platonismo renova
do» a lo Vógelin— no es otra cosa que la reedición de la actitud
arrogante de la metafísica que supedita el ámbito de los asuntos
humanos a criterios cambiados por una esfera que los trasciende.
«La tendencia aquí dominante es la de poner orden en las cosas
de un mundo que no puede ser concebido y juzgado sin subordi
narlo al poder normativo de un principio trascendente»48.
En fin, y es importante recordarlo en este contexto, Arendt
se opone tenazmente a los «desesperados» intentos de resucitar
el pasado y de «rehabilitar» la antigua filosofía o la espirituali
dad cristiana, como si fuesen remedios a la crisis filosófica y
política del presente. Si este ensayo, en cierto sentido, testifica
la presencia en el pensamiento arendtiano de algunas instancias
inspiradas por la filosofía católica — sobre las que más de un
investigador ha insistido49— , en otro, nos muestra de manera
muy clara cómo Arendt se distancia de las nostálgicas búsque
das del «orden perdido» y lo insostenible que es interpretarla
dispuesta a reactualizar valores antiguos como «correctivos» a
las degeneraciones nihilistas y relativistas de lo moderno.
Arendt admite abiertamente su propia deuda con respecto a los
que llama, sin distinguirlos demasiado los unos de los otros,
pensadores neo-tomistas. Efectivamente esta «escuela» no sólo
ha tenido el mérito de hacer revivir la antigua pregunta «¿Qué
es al fin y al cabo la política?», sino que ofreciendo «las viejas
respuestas en la nueva confusión» ha obligado a la búsqueda y
a la interrogación filosófica a sugerir nuevas y significativas
vías50. Queda sin embargo el hecho de que sus respuestas se de
61 Ibídem; de Heidegger, cita las siguientes obras: Sein und Zeit, 1927
[trad. esp.: El ser y el tiempo. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2000]; Die
Zeit des Weltbild, 1950; Das Dinge. 1951; Die Frage nach der Technik, 1954.
tura con la metafísica que el pensamiento heideggeriano consume
parece preceder imperiosamente a las contribuciones de Jaspers o
de Camus, de Malraux o de Merleau-Ponty, de Gilson o de Guar-
dini. Como si sólo en el interior del horizonte abierto por Heideg
ger estos apuntes filosóficos pudiesen convertirse en operativos y
adquirir relevancia. En los pasajes introductorios del ensayo — en
donde se detiene sobre el trauma padecido por la filosofía a raíz
de los acontecimientos de la primera mitad del siglo x x es re
conocida efectivamente la potencialidad innovadora de la Zeit-
lichkeit heideggeriana. Se puede afirmar, sintetizando drástica
mente que para Arendt las nociones de historicidad y de tempo
ralidad elaboradas por el autor de El ser y el tiempo, a pesar de
algunas ambigüedades, logran que la historia ya no se considere
como el lugar elegido para la epifanía del Espíritu, de lo Absolu
to o de la Razón. De este modo, además de constituir el nuevo
contexto conceptual dentro del cual se puede reinterpretar desde
sus inicios la ontología y la historia de la filosofía, estas nociones
abren la perspectiva necesaria para una investigación inédita de la
esfera de los asuntos humanos62.
70 Son muchas las analogías que se pueden destacar entre esta «antropo
logía filosófica arendtiana» y la «filosofía de la carne» del último Merleau-
Ponty (Arendt cita sobre todo a M. Merleau-Ponty, L e visible et l 'invisible, y
Signes). En todo caso, al afirmar con resolución la distancia entre pensar
y actuar, Hannah Arendt se aleja de manera significativa. Sobre esto, véan
se las observaciones de L. Boella, Hannah Arendt, «fenomenologa», cit.,
págs. 94-95.
dad de haber traducido y mistificado el contexto del origen del
«yo que piensa» en la «engañosa hipóstasis» de la res cogi-
tans. Además también le son imputables las fundamentales e
ilusorias falacias metafísicas que de ella derivan: del dualismo
cuerpo y mente, a la distinción entre mundo sensible y mundo
inteligible, de la contraposición del Ser y del parecer a la peli
grosa ecuación que de ahí deriva, del pensamiento y de la rea
lidad.
Desde la perspectiva de una afianzada denuncia de la
identidad de pensamiento y S er— a lo que corresponde la afir
mación, en torno a la que gira toda la obra, según la cual «en
este mundo, en el que venimos apareciendo desde ningún lu
gar y del cual desaparecemos hacia ningún lugar, Ser y pare
cer coinciden»71— , las reflexiones del segundo Heidegger so
bre el pensamiento y sobre la voluntad asumen un significado
paradigmático. Es sobre todo la filosofía posterior a la Kehre
la que se toma ahora en consideración y que se investiga según
criterios que no se conforman con las autointerpretaciones
proporcionadas por el filósofo. Como ya había aludido en
«Heidegger ist Achtzig Jahre Alt», el «cambio de dirección»
lia coincidido con un acontecimiento autobiográfico — el sen
tido de culpa por su breve pasado nazi— y ha sido determina
do entre su primer y su segundo volumen sobre Nietzsche72.
I ii síntesis, la Kehre para la autora se configura con el recha
zo de la voluntad de potencia, entendida por Heidegger a di
ferencia de Nietzsche, para quien es expresión de un instinto
vital como voluntad de hegemonía y de dominio: la comple
ta manifestación de la metafísica de la subjetividad73. Lo que
caracteriza la voluntad es la distributividad, un deseo de ani
quilamiento que se releva en la obsesión del hombre de con
trolar el futuro y que se traduce en la determinación de la
técnica para someter todo el planeta a su dominio. A esta
voluntad de potencia, el filósofo responde con la noción de
71 H. Arendl, The Life of'the Mind, cit., pág. 19. [Trad. esp.: La vida del
espíritu, cit ]
72 Cfr. M. Heidegger, Nietzsche, 2 vols., Pfullingen, Neske, 1961.
73 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit.,págs. 172-194. [Trad. esp.: op. cit.]
Gelassenheit, un «dejar ser» que «nos prepara» para un «pen
sar que no es un querer»74.
sonta la fase preparatoria para la reflexión sobre el Ser, así como esta última
tiene el significado de una obra de «desobjetivación» y de «demetafisiza-
ción» del Dasein. Por su parte Arendt, en realidad, no refuta tanto la tesis de
la continuidad interna al pensamiento heideggeriano com o más bien que se
coloque en los términos que Heidegger quiere.
7X H. Arendt, The Life o fth e Mind, cit., pág. 187. [Trad. esp.: op. cit.]
según Arendt, la radiealidad de la obra heideggeriana, recondu-
ciéndola dentro de aquella filosofía de la identidad — de la cual
Hegel es el máximo exponente79— que había querido abandonar.
Parecería pues que en su última obra y en su último cara a
cara con el pensador que «ha diseñado la fisionomía intelectual
de este siglo», la autora retomase las posturas de las que partía.
Por cuanto pueda sugerir estímulos para reconsiderar la refle
xión filosófica distanciándola de la metafísica, el Denken de
Heidegger demuestra más de una afinidad con el Geist hegelia-
no; es decir, que representa una «recaída» en aquella ciencia de
la identidad del sujeto y objeto que lleva a identificar la única
praxis auténtica con la actividad especulativa de los filósofos.
Heidegger, al fin de cuentas, no lleva a su realización, el pro
yecto que había motivado su investigación: romper con Platón,
con Hegel y con su «ciencia terrible».
ii surgir es para las cosas, también surge hacia allí el sustraerse, según la
necesidad; pues se dan justicia y expiación unas a otras por su injusticia según
■I orden del tiempo» (M. Heidegger, Cam inos del bosque, Madrid, Alian-
• i , l 998, págs. 240 y 245). Según Arendt, que justamente ve en este escrito otra
p iusa interna en el pensamiento de Heidegger, «La sentencia de Anaximandro»
donde, si bien no se cita nunca a Hcráclito, Heidegger interpreta el fragmen
to ile Anaximandro como si hubiese sido inspirado por Hcráclito— correspon
de a un estado anímico nuevo del filósofo alemán que vislumbra, para una Ale
mania derrotada por la guerra, la posibilidad de un nuevo comienzo.
M. Heidegger, Caminos del bosque, cit., pág. 239.
H. Arendt, The Life o f the Mind, cit.,págs. 188-189. [Trad. esp.: op. cit.]
M M. Heidegger, Caminos del bosque, cit., pág. 250.
tjlic un nuevo orden sustituye al anterior. Es únicamente en es-
las rupturas «epocales» donde la autenticidad — no ya la «ver
dad» de la política se hace manifiesta.
Arendt puntualiza además que si en el comentario de la
(Sentencia de Anaximandro» Heidegger habla todavía de un
'pensamiento que, en la suspensión de la linealidad del tiempo,
u-sponde a la llamada del Ser, no se trata ya sin embargo de un
pensamiento monopolizado exclusivamente por el filósofo,
t un el fin de poner en el lenguaje la verdad del Ser. Se trata de
lili Ser que se ha hecho en parte y del que nada se puede afir-
Puesto que ahora, todo lo que el pensamiento puede hacer
i i i . i i .
1,7 M. Heidegger, Caminos del bosque, cit., pág. 277, donde escribe:
, ,(.)ué ocurre si la esencia del hombre reside en pensar la verdad del Ser?
»lintonces, el pensar tendrá que hablar poéticamente desde el enigma
di'l Ser. El pensar trae la aurora de lo pensado a la proximidad de lo que
i|iicda por pensar.»
KK II. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 192. [Trad. esp.: op. cit.]
bergen ( ‘desvelar’)— , es significativo que para ella abra la
perspectiva de una liberación de los asuntos humanos. Es de
cir, que los redime de aquella inautenticidad que en otro lu
gar, en el mismo Heidegger, es el rasgo característico de aquel
«intervalo entre dos ausencias» en que consiste el mundo de
los hombres: esa «morada transitoria» que empieza con la
pérdida del refugio originario acordado por el Ser y termina
con su regreso a éste.
Ahora, gracias al hecho de retirar el Ser de la esfera del
ente, los entes han sido «desviados en el errar» y «este errar
constituye el reino del error [...] el espacio en el que se desplie
ga la historia»: «Sin el errar no existiría ninguna relación de
destino a destino, no habría historia»85. En este reino del error
que justamente coincide con el reino de la historia, de lo acaba
do, de la temporalidad — al que los hombres son lanzados—
«no hay sitio para una “Historia del Ser’’ (Seinsgeschichte) acti
va a espaldas de los hombres agentes. El Ser, en el refugio de su
escondite, no tiene historia y “cada época de la historia del
mundo es una época de errar”»86. En el esquema heideggeria-
no — en realidad en el arendtiano proyectado en la exégesis de
la «Sentencia de Anaximandro»— hay pues, para la autora,
únicamente «errar», hay únicamente historia humana que, una
vez liberada de la pesada presencia de la Seinsgeschichte, no
tiene ya necesidad de encontrar su propio sentido y su propio
fin en otro lugar que la trascienda. Observa, además, cómo en
el continuum de tal acaecer Heidegger parece privilegiar aque
llos momentos de transición de una época a otra, en donde
irrumpe la verdad del Ser. Si bien Arendt no hablará nunca de
una irrupción de la Verdad del Ser en la continuidad histórica el
esquema interpretativo con respecto a la historia elaborado por
la autora sigue siendo, en su estructura, análogo al heideggeria-
no. También, para ella, la linealidad temporal de los aconteci
mientos es suspendida en esos momentos de desconcierto, en
H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 191 [trad. esp.: op. cit.],
Arendt cita de M. Heidegger, Caminos del bosque, cit., pág. 250.
86 Ibídem, pág. 192.
persistencia»89, de ese consentimiento, decíamos, emerge lo
que es más característico del pensamiento arendtiano. Quiero
decir, la denuncia del intento de huir de la temporalidad en un
pensamiento ilusorio de la permanencia (puesto en acto por
un ser cuya finitud es intranscendente).
En esta fuga consiste el auténtico acto de nacimiento de la
metafísica, bajo cuyo signo han tenido lugar las devastadoras
recaídas de la filosofía sobre la praxis humana.
3. U n a p o l ít ic a po st- h k id e g g e r ia n a
89 M. I leidegger, Caminos del bosque, op. cit., pág. 264, en donde el pasa
je dice: «Lo que mora un tiempo en cada caso se presenta como morador en el
ajuste que ajusta la presencia en la doble ausencia. Pero, como tal presente, lo
que mora un tiempo en cada caso puede precisamente, y sólo él. demorarse al
mismo tiempo en su morada. Lo que ha llegado puede incluso persistir en su
morada, únicamente para seguir siendo de ese modo más presente en el sentido
de lo permanente. Lo que mora un tiempo en cada caso se empeña en su
presencia. Por eso, se marcha fuera de su morada transitoria. Se derrama en la
obstinación de la insistencia. Ya no se vuelve hacia lo otro presente. Se ancla,
como si en eso consistiera la demora, en la permanencia del seguir existiendo.»
que se lea atentamente «La sentencia de Anaximandro» por qué
y cómo precisamente este ensayo puede representar una con
cepción ontológica diferente y alternativa. O mejor y quizá más
correctamente, no se ve por qué motivo, lo que Arendt argu
menta con respecto a este escrito, no pueda extenderse a mu
chas otros momentos de la reflexión heideggeriana90.
En fin, todo esto para decir que la diferencia que Arendt des
laca entre un Heidegger que al pensar el Ereignis todavía sigue li
gado a aquella metafísica que quería acusar y un 1leidegger final
mente liberado del espectro del Geist hegeliano, hay que verla
más bien como indicación de su específica situación filosófica:
colocarse junto a Heidegger, pero para intentar ir «más allá» de
I leidegger. hacer propias las grandes adquisiciones heideggeria-
i«as pero señalar al mismo tiempo la ambigüedad y las insidias
leórieas; y no lo último, utilizar los instrumentos ofrecidos por
I leidegger para deconstruir el propio pensamiento heideggeriano.
Pero a pesar de los distanciamientos manifestados hacia as
pectos no marginales de la obra del filósofo alemán, resulta
ev idente que la autora sigue el recorrido trazado por El ser y el
tiempo. Son muchísimas las analogías que ya, en una primera
i omparación, saltan a la vista entre los dos pensadores. Antes
ile nada, y en general, les une el constatar el fin de la tradición
metafísica y la consiguiente necesidad de mirar al pasado, ya
•ea éste estrictamente filosófico o filosófico-político, con ojos
nuevos, y someterlo a las preguntas que planteen los conceptos
y las respuestas transmitidas. De la misma manera que Heideg-
jier, 1lannah Arendt también lleva una obra de deconstrucción
% H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 86. [Trad. esp.: op. cit.]
Ya preguntándose sobre la naturaleza del pensamiento, ya
distinguiendo entre «pensamiento reflexivo» y «pensamiento
que recuerda» — entre búsqueda del conocimiento seguro y bús
queda del significado— Heidegger sin embargo no ha cuestiona
do la propia experiencia del pensamiento. Si, por el contrario, así
lo hubiese hecho, si hubiese desmontado desde su propia raíz, en
sus elementos fenoménicos «cotidianos», la hipóstasis del Ich
Denke, se habría dado cuenta de que lo originario no es el escon
derse o el revelarse de la Verdad del Ser, que sólo la mente del fi
lósofo puede captar, sino que lo originario es la existencia del
mundo y de los seres que viven en ese mundo.
Salir de la metafísica, o mejor dicho, reconocer el agota
miento de la fuerza de sus categorías y de sus distinciones, sig
nifica también para Arendt volver a pensar en ese originario
que la «filosofía profesional» ha olvidado; significa pues refle
xionar, sin el amparo de la theoria, rompiendo con cualquier
actitud contemplativa, sobre esa esfera de los asuntos humanos,
cuya contingencia y «fragilidad» constitutivas son la condición
de su misma libertad97. Es éste el modo arendtiano de romper
con la metafísica; es éste el modo a través del cual Arendt in
tenta ir más allá de Heidegger.
1 H. Arendt, The Life ofthe Mind, cit., pág. 212. [Trad. esp.: op. cit.] La au-
lora retoma aquí una tesis ya desarrollada en muchos de los escritos preceden-
Ics; en particular en la premisa a Between Past and Future, cit., págs. 3-15 [trad.
esp.: Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996].
hecho» que pertenece «a nuestra historia política, a la historia
de nuestro mundo»2. Si representa una ocasión única que se
ofrece al pensamiento — la de «mirar al pasado con ojos nue
vos, libres de la carga y de la constricción de cualquier tradi
ción y disponer así de un enorme patrimonio de experiencias
inmediatas, sin estar vinculados con ninguna prescripción so
bre cómo tratar semejantes tesoros»3— , tal apertura de posibi
lidad no coincide únicamente con el certificado de muerte que
la filosofía extiende sobre sí misma. Porque «mirar al pasado
con una mirada que ninguna tradición puede desviar»4 no es
más que la otra cara de ese acontecimiento traumático y de su
época «que ha transgredido la continuidad de la historia de Oc
cidente»5. Antes que cualquier adhesión filosófica a tal o tal
corriente es pues el hecho concreto del totalitarismo, «cuyos
actos han pulverizado literalmente las categorías de nuestro
pensamiento político y nuestros criterios de juicio moral»6, lo
que induce a Hannah Arendt a poner en duda el legado de la
tradición filosófica y política.
El colapso de todo un patrimonio conceptual ofrece pues el
«beneficio secundario» de una libertad, de una «ausencia de pres
cripción» que logra recuperar, arrancando de su contexto, algu
nos «tesoros» que la tradición ha tenido escondidos entre las lí
neas del propio discurso hegemónico. Son aquellos fragmentos
que, una vez descontextualizados, parecen indicar otras posibili
dades con respecto a las que se han convertido, en cambio, en ac
tuales en la cultura occidental. Es éste el caso, por ejemplo, de la
famosa afirmación del De civitate Dei, «Initium ut esset, creatus
est homo», utilizada por Arendt para expresar el potencial inno-
vativo que toda acción humana lleva consigo; del «Dos-en-Uno»
socrático-platónico — el diálogo de uno mismo consigo mis
122
deducción de una suposición»28. Emancipado ahora ya por la
experiencia y siendo independiente de los posibles cambios
provocados por hechos reales, «el pensamiento ideológico [...]
insiste sobre una realidad “más verdadera” que está escondida
detrás de las cosas perceptibles dominándolas todas y que se
ndvierte solamente cuando se dispone de un sexto sentido»29.
«La camisa de fuerza de la lógica», «su coacción puramen
te negativa»30 — que en el ámbito filosófico tiene un equivalen
te en el principio de identidad que aleja las contradicciones
se demuestra de esta manera altamente productiva en construir
un sistema imaginario, «más verdadero», en donde la realidad,
homologada sin residuos a la ideologia, está completamente
despotenciada en sus aspectos «perturbadores». Para conjurar
el peligro de la irrupción de lo real, las ideologías «ordenan los
hechos en un mecanismo absolutamente lógico que parte de
tina suposición aceptada de manera axiomática, deduciendo
otra cosa completamente diferente; procediendo de esta mane
ra con una coherencia que no existe en absoluto en el reino de
la realidad»31.
Si se pudiese con una sola frase resumir en qué consiste, en
última instancia, el funcionamiento totalitario, se podría decir
que éste manipula los datos ya sea de manera ideal (la pro
paganda) ya sea eficazmente (los campos de concentración y el
terror) hasta el punto de hacerlos desaparecer bajo la idea
que funciona de la única suposición indiscutible de la ideolo
gía. Ya sea ésta la idea de la sociedad sin clases, ya sea la idea
de la raza superior que tiene que dominar la tierra, su dinámica
consiste en aniquilar lo que podría contradecir el presupuesto
de partida.
Y por estos motivos, paradójicamente, en el infierno de
Auschwitz se hace trágicamente verdad la identidad de Idea
y Realidad, de Ser y de Pensamiento, sobre la cual la metafí
32 H. Arendt, The Life ofthe Mind, cit., pág. 87. [Trad. esp.: op. cit./ Sobre
el poder coactivo de la verdad entendida como orthotes y en general sobre el
poder coactivo de la lógica y de su principio de no contradicción también insis
te H. Arendt, «Truth and Politics», en id.. Between Past andFuture. Eight Exer-
cises. cit., págs. 227-264 [trad. esp.: Entre el pasado y el Jutum. Barcelona,
Península, 1996]; véase también el inédito On the Nature o f Totalitarianism, cit.
33 H. Arendt, The Life o fth e Mind. cit., pág. 115. [Trad. esp.: op. cit.]
recordar que ya en «Ideology and Terror» se atribuía el «éxito»
de las ideologías totalitarias al hecho de que éstas ofrecían la
promesa de infalibilidad a una mente humana que, ahora ya de
sarraigada y aislada de un mundo y de un sentido común, esta
ba únicamente ávida de coherencia; a una mente humana que,
de todas formas, también en situaciones menos extremas, está
obsesionada por el temor de perderse en las contradicciones de
las que la realidad está sembrada34.
126
mo un poder que no conoce límites», mientras se trata por el
contrario de reconocer que «el poder de los hombres viene li
mitado por la naturaleza, por la pluralidad y por la existencia
ile hecho de sus propios semejantes»37.
Es inútil llamar una vez más la atención sobre cómo estos
úiismos temas están todavía en el centro de la última obra
arendtiana, en donde se formaliza un verdadero y auténtico
proceso con respecto a toda la historia de la metafísica. Si se
quisiese, sin embargo, imaginar un orden genético en el interior
del itinerario de la autora, sería evidente que estas «ideas toda
vía no maduradas», que había comunicado a Jaspers y a Voege-
lin, adquieren una fisionomía siempre más precisa a medida
que Arendt destruye el papel desempeñado por la filosofía de
Marx al hacer de trámite entre la tradición filosófica y el tota
litarismo, en este caso el estalinismo.
Si se examinan esos escritos inéditos, no demasiado poste -
i iores a Los orígenes del totalitarismo, que tendrían que con-
lluir en un libro sobre Totalitarian Elements in Marxism38, sur
liii, son quizás más bien la ocasión para encontrar una sistematización, una
• onexión ordenada, de una enredada maraña de ideas preexistentes. Véase
M ( '¡inovan, Hannah Arendt. A Reinterpretation o f her Political Thought,
t íunbridge, Cambridge University Press, 1992.
H. Arendt, Karl M arx and The Tradition, cit., short draft, pág. 1.
11 Ibídem, pág. 3.
42 Ibídem.
1' A pesar de su voluntad de rebelión, la filosofía marxista no logra sa
ín de ese modo de pensar en términos de oposición, lo que es el rasgo distin
tivo tic la metafísica a partir de Platón. Se queda de esta manera en el inte-
uiii del discurso metafísico aun cuando, kierkegaardianamente y nietzschea-
n.iinente, se opone la fe al intelecto, o se rehabilita la vida perecedera y
«iisiblc frente a la verdad inmutable, o bien aún cuando con Marx se enfati-
i In praxis en perjuicio de la teoría: sobre esto, véanse sobre todo las pági-
n.i. de Tradition and the M odem Age, cit., págs. 25-29.
44 H. Arendt, Guggenheim Correspondence, cit., 1953, pág. 012641.
que no por su directa responsabilidad se «producen» en el to
talitarismo.
Tendremos ocasión de concretar más adelante qué cate
gorías de la filosofía política Marx hereda de la tradición, de
forma más o menos conscientemente, y reformula en su sis
tema conceptual. Por ahora es suficiente decir que Arendt
entrevé, en la perspectiva marxista de un tiempo y de un lu
gar liberados de la opresión, la proyección del ideal clásico y
en particular aristotélico de la isonomía (igualdad entre las
leyes). La «ciudad futura» tendría que ser efectivamente ha
bitada por «iguales», libres de toda clase de dominio. En la
concepción de la historia como construcción de la voluntad y
de la acción del hombre, para Arendt, reside esa misma te
leología poiética que induce a Platón a concebir la polis
como producto del arte filosófico y lleva a Hobbes a consi
derar al Leviatán como una construcción de la razón. El su
jeto de la revolución, además, se configura como una entidad
colectiva y universal que, al igual que la voluntad general
rousseauniana que vuelve a unir en un solo cuerpo las volun
tades individuales, afronta el futuro férreamente unido, como
si fuese un único individuo gigantesco. Un futuro hacia el
que se procede secundando y acelerando al mismo tiempo
las leyes del proceso histórico «descubiertas» por la dialécti
ca hegeliana4'.
No ha sido pues Marx el primero en interpretar la acción en
términos de póiesis. Platón y Hobbes, con mucho, le han pre
cedido. Tampoco es únicamente suya la idea de un sujeto co
lectivo dentro del cual desaparecen los individuos y en donde la
particularidad del presente viene sacrificada con vista a una
meta futura. La Voluntad general de Rousseau, pero sobre todo
el Espíritu Absoluto de Hegel son, de hecho, sus ilustres prede
cesores. Ni siquiera es originariamente marxista la concepción
de un proceso histórico que, aunque construido por el hombre,
responde a la llamada del «necesario» movimiento dialéctico.
La verdadera «novedad», totalitaria en potencia así por lo
45 H. Arendt, K arl Marx and The Tradition. long drañ, cit., págs. 16-25,
pero también H. Arendt, «Tradition and the M odem Age», cit., págs. 18-21
menos se evidencia de las consideraciones arendtianas— , está
más bien en haber insertado estos mismos elementos en el in-
terior de una relación teoría-praxis' invertida con respecto a la
tradicional. La prioridad marxista de la praxis entrega, por de
cirlo de alguna manera, a la traducción en acto, a la realización
concreta, las dinámicas totalizadoras de aquellas construccio
nes filosóficas que anteriormente no habían abandonado nunca
el reino de la pura teoría. Como si Marx, queriendo que la filo
sofía fuese inmediatamente práctica, hubiese ofrecido, a la so
ciedad de masa de la modernidad tardía, la más fácil y dramá-
lica chance de proceder a la eliminación de lo que para la filo
sofía occidental había constituido solamente la materia de una
sencilla «separación» teórica. Involuntariamente Marx habría
hecho posible el paso de una negación puramente filosófica a
tina verdadera y auténtica eliminación práctica. En otros térmi
nos, si la filosofía y, a la par, la filosofía política se construyen
sobre la exclusión de la contingencia, de la finitud y de la plu
ralidad -que, sin embargo, logran (dando aquí y allí alguna
i|iie otra molestia) irrumpir en la compacta trama del tejido fi
losófico— los campos de exterminio proceden a desembara
zarse de hecho de aquellos aspectos de la realidad que no pue
den ser reducidos a la total uniformidad a la identidad sin eli
minación: esa uniformidad e identidad que pueden realizarse
cabalmente tan sólo en la muerte. Solamente lo que está muer
to es efectiva y permanentemente igual a sí mismo.
Marx, como por lo demás los otros clásicos, está sin lugar
,i dudas traicionado por esta interpretación intencionalmente
reduetiva y selectiva. Además, si poner en causa, a través de la
Iilosofía marxista, toda la tradición filosófica puede tener una
i oherencia argumentativa con respecto al estalinismo, tal cohe
rencia es menor cuando se procede a analizar el nazismo: ese
u ontecimiento que, antes que cualquier otro, ha sido el punto
de partida de la reflexión arendtiana, moviéndola a anular el pa-
n i k I o filosófico.
I Platón
14 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 144. [Trad. esp.: op. cit.]
15 H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem o f Action, cit., pág. 50.
16 Véase H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 150. [Trad. esp.: op.
cit.] La referencia es a Platón, Parménides, 130 c.
17 [Matón, Parménides, 130 d.
podría conllevar18, Arendt da por descontado que esa doctrina,
que ha relegado en el no-ser y en el no-verdadero todo lo que
excede al pensamiento, esté recogida sin reservas en todos los
grandes diálogos platónicos. Parece por lo tanto concluir que si
también la filosofía de Platón reintroduce el No Ser en la cate
goría de lo «diferente», como uno de los grandes géneros del
pensamiento, si esto hace pensable la multiplicidad, tal rehabi
litación se muestra sin embargo ilusoria, en cuanto permanece
interna en esa estructura dicotómica introducida por Parméni-
des19. Así, con Platón, el pensamiento se convierte en sistema
metafísico del mundo sólo con dar fundado cumplimiento a
aquella afirmación dual. No es muy distinto para Arendt que
Platón, en vez de atenerse sólidamente a la estaticidad del Uno
de Parménides, se interrogue sobre la multiplicidad y sobre el
cambio. Multiplicidad y cambio son tomados en consideración
solamente una vez que se reconoce que su fundamento y su
verdad están en otra parte: en la unidad y en la eternidad de la
Idea, bajo la cual vienen justamente recogidas pluralidad, tran-
sitoriedad y fenomenicidad.
Con una operación hermenéutica análoga, la autora resta
poder a la noción platónica de dialéctica. Son los aspectos «co
municativos» los que esta vez se redimensionan. Como Sócra
tes la entendía, la dialéctica no separaba aún la verdad del mun
do de la vida ni al filósofo de los otros hombres. Efectivamen
te Sócrates «ñie el más grande entre todos los sofistas porque
sabía que hay, o que debería haber, tantos diferentes logoi como
cuantos hombres hay, y que todos estos logoi de forma conjun-
20 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 31; una
opinión diferente sobre Sócrates está contenida en Philosophy and Politics.
The Prohlem o f Action, cit., pág. 44, donde se afirma que en realidad es Só
crates el que quiere imponer la prioridad de la sabiduría sobre los asuntos de
la ciudad.
21 H. Arendt, The U fe o f the Mind, cit.,págs. 120-122. [Trad. esp.: op. c it]
22 Sobre esa interpretación platónica que, com o es sabido, remonta al
neokantismo de Marburgo y, en particular, a la obra de P. Natorp, Platos
Ideenlehre, Leipzig, Meiner, 1903, 1921.
Pero cuanto más Arendt deja caer la pretensión de ceñirse
a los textos para sus propias tesis, tanto más su argumentación
se hace densa e interesante, dejando entrever que la superficia
lidad del análisis de los pasajes platónicos sólo es el precio que
hay que pagar para una original y profunda lectura del naci
miento de la filosofía, en sus implicaciones existenciales y po
líticas. Una lectura que, como ya se ha afirmado precedente
mente, intenta captar desde la raíz ese constituirse del pensa
miento en sistema filosófico que tanto ha comprometido la
consideración de la política.
El primer paso de esta obra de deconstrucción está en el des-
ligitimar la prioridad del Ser sobre la apariencia y en sostener
que la dicotomía filosófica que esa prioridad presupone no lo
gra sin embargo ocultar completamente la irreductible superio
ridad de la apariencia sobre cualquier otra experiencia. Ni la
descripción de la «vía divina» de Parménides, situada «fuera
del camino recorrido por los hombres»23, ni la despedida plató
nica del mundo de los sentidos y de los hombres logran borrar
el hecho de que «el mundo de las apariencias precede de cual
quier región que el filósofo pueda elegir como verdadera y pro
pia morada, morada en la que sin embargo no ha nacido»24. Esa
verdad que se revela al filósofo una vez realizada la periagogé
110 puede ser concebida más que como otra apariencia, otro fe
nómeno, originariamente escondido, «al que le viene asignado
un grado de realidad más elevado del que se le atribuye con res
pecto a lo que se encuentra meramente ante nuestros ojos»25. El
autoengaño filosófico por el que se considera poder transcen
der lo que aparece y lograr acceder a una verdad superior equi
vale para Arendt a lo escondido, al fenómeno, a la incapacidad
del pensamiento de corresponder, de detenerse. La interroga
ción sobre el origen y el fundamento es en realidad solamente
la búsqueda de una causa que motive el producirse de las cosas.
Y el embaucador léxico de la metafísica reproduce, a lo largo
Parménides, DK B 1.
24 H. Arendt, The Life o fth e Mind. cit., pág. 23. [Trad. esp.: op. cit.]
25 Ibídem, y más en general las págs. 23-28.
del completo arco de la tradición, «la creencia [...] que una cau
sa tenga que ser de rango superior al efecto»26.
¿Cómo no oír, en estas palabras, el eco de la gran lección
de Heidegger, según el cual la metafísica ha ideado al ser sobre
el modelo del ente? Y, en particular, el eco de esa interpretación
que otorga a la filosofía griega y, sobre todo a Aristóteles, la
responsabilidad de comprender el ser como el ser-producto, lo
que conseguiría el olvido de la diferencia ontológica27. Es toda
vía más evidente la sintonía con la reflexión heideggeriana en
aquellas páginas en donde Arendt afronta lo que, a mi parecer,
es el corazón teórico de toda su obra filosófico-política: la re
lación entre pensamiento y muerte, entre filosofía y temporali
dad. Al indagar sobre estas conexiones, la autora demuestra ha
ber sabido extraer de la problematización de la relación entre
.Se/'/? y Zeit una lección muy distinta que el ser su epígono. Esa
que la induce a volver a plantear, de forma extraordinariamen
te innovadora, la relación entre theoria y praxis, entre filosofía
y política.
En Platón es todavía visible la articulación interna del nexo
que une pensamiento, muerte y tiempo. A este nivel se identi
fica el profundo significado del cambio de dirección platónico
que se reduciría a explicar en términos sencillos el paso de una
doctrina filosófica a otra, o contextualizarlo dentro de una va
riada situación histórica. Porque el modo de pensar, así como el
«sistema de las oposiciones», que se inaugura con Platón y que
marcará el destino de la filosofía occidental no es para Hannah
Arendt un sencillo vuelco, sino el más completo desorden de
una mentalidad, el quebrantamiento de un orden del mundo:
ese mundo que es definido por ella como «pre-filosófico». En
La vida del espíritu, y de forma más sugestiva en el citado ar
tículo de 1969, Arendt presenta el nacimiento de la filosofía
como la conclusión de un trabajoso y grandioso conflicto: «el
44 H. Arendt, Karl Marx antl The Tradition, long draft, cit., pág. 34a, es
también sobre este aspecto de la interpretación arendtiana sobre el que Karl
Jaspers, quizá en parte entendiéndola al revés, se muestra en desacuerdo. En
la carta del 12 de abril de 1956, ya citada, Jaspers escribe: «Este error [es de
cir, interpretar la doctrina de la verdad platónica bajo la guía de Heidegger y
entender la verdad com o algo que “tiránicamente” exige correspondencia]
que usted comete en su interpretación de la filosofía platónica lo considero
análogo al error en el que usted cae cuando considera las páginas de Platón
sobre el estado y sobre las leyes com o si aquello fuese un programa que se
tiene que realizar y no un doble que reproduce el modelo en una constitución
estatal todavía idealizada y no entumecida en una realidad material», en
H. Arendt, K. Jaspers, Briefswechsel, cit., pág. 321. En una dirección similar,
aunque no igual, una critica implícita a la interpretación arendtiana, aun par
tiendo de presupuestos heideggerianos, está contenida en H. Gadamer, «L’idea
del bene tra Platone ed Aristotele», en id., Studiplatonici, Casale Monferrato,
Marietti, 1984, vol. II, págs. 191-216. Y, recientemente, aunque muy distante
de las posturas jasperianas y en parte de las gadamerianas, véase la crítica rea
lizada por M. Cacciari, Geo-filosofia d e ll’Europa, Milán, Adelphi, 1994,
págs. 29-42, en las hermosas páginas dedicadas a «Platón realista».
45 Por ejemplo en Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024438, escribe: «Es contra lo imprevisible y lo casual contra lo que
Platón expuso con detalle sus varias propuestas de un óptimo y utópico Estado.»
46 Véase K. Popper, The Open Society and Its Enemies, vol. I, The Age
o f Plato, Chicago, Chicago University Press, 1945, 1957 [trad. esp.: La
sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, Paidós, 1992], según el cual, el
Estado platónico, teniendo «su interés» una «higiene política» fundada sobre
«una teoría colectivista tribal, totalitaria de la moralidad», obliga a la socie
dad a ser una sociedad cerrada. Se conoce de sobra la controversia de Arendt
sobre Platón fascista y antidemocrático que se inicia en Alemania en 1933
teorizaciones políticas explícitas. Ni siquiera es responsable de
ese desconocimiento de lo político en donde el dominio totali
tario echa parte de sus propias raíces.
La tradición de la filosofía política se inaugura con el do
ble gesto de Platón: en un primer momento, el filósofo huye de
Ib «propio» de la política para refugiarse en la contemplación
de la idea, pero en un segundo momento, regresa al mundo de
la polis para imponerle los standard fijados por la razón filosó
fica. Nuestra tradición de pensamiento político empieza con el
mito de la caverna, en donde el mundo de los asuntos humanos
viene descrito como «un mundo de tinieblas, confusión y de
sengaño»47. Si se quiere captar la verdad hace falta despedirse
de ese mundo; pero cualquiera que quiera retornar, tendrá que
doblegarse a esa verdad.
En esta perspectiva, de la prioridad de la idea y de la ver
dad sobre la praxis, Arendt interpreta la sustitución, en la Repú
blica de la idea de lo Bello con la idea de lo Bueno. Si en El
Simposio, en el Fedro e incluso en los primeros libros de la La
República, campeaba todavía la idea de lo Bello, en el libro VI
de este último diálogo es la idea de lo Bueno la que asume el
papel de la Idea suprema, en la cual las otras ideas tienen que
participar. Platón habría sacrificado pues la idea sumamente
contemplativa de lo Bello a la idea de Agathon, que no tiene
que ser entendido con una declinación moral suya, sino con el
significado literal que los Griegos le atribuían. Agathon signi
52 H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem o f Action, cit., pág. 53.
53 Ibídem.
54 En el ensayo de M. Heidegger, «Sull'essenza e sul concetto della
physis. Aristotele, Fisica, B, 1», cit., se han desarrollado consideraciones so
bre transformación del verbo archein muy parecidas a las arendtianas en La
condición humana, cit.
miento, queda sólo para recubrir el área semántica del verbo
«actuar». Para Arendt estos desplazamientos no son casuales:
la identificación del verbo archein con mandar, gobernar y do
minar hace solamente más explícita la intención platónica de
establecer las condiciones para que el iniciador sea el dueño ex
clusivo de lo que ha iniciado. Significa que éste sustrae a todos
los demás la posibilidad de intervenir, de participar, a lo que ha
sido puesto en acto. Aquellos que en un tiempo eran actores
políticos están obligados ahora a limitarse a la mera ejecución
de órdenes55. Si en el pasado «pre-filosófico» la acción políti
ca era el resultado de un archein y de un prattein, en los que to
dos tomaban parte, el monopolio del archein reside ahora en el
Archon en su significado originario de dar vida a lo nuevo. Pero
puesto que éste permanece sólo en tal actividad, ésta se vacía de
su auténtico contenido: el de ser una acción entendida como
prattein: ésta se convierte en el medio para un fin que se origi
na en otro lugar, impuesto por otros. Y, en tal caso, no se pier
de tanto el elemento de la pluralidad como el de la coinciden
cia de arché y telos que era la esencia misma del actuar, en
cuanto es diferente del producir56.
Proyectando sobre los diálogos platónicos la claridad expli
cativa de distinciones que pertenecen propiamente a Aristóte
les, Arendt llega así a acusar a Platón de haber reducido la pra
xis a póiesis: una transformación que va a la par con la reduc
ción de la política al poder. La separación entre quién sabe y
quién hace, la distinción entre idear y ejecutar es efectivamen
te característica de la fabricación: «En la fabricación el pensar
y el hacer están separados hasta tal punto que son ejecutados
por personas diferentes. Si se transfieren estas categorías en el
2. A r is t ó t e l e s
Estagirita: el ser com o ousia; el ser como aletheia; el ser com o physis; el ser
com o dynamis y energeia. Para las referencias precisas a las distintas clases,
publicadas y todavía sin publicar, en donde Heidegger trata de Aristóteles,
véanse los documentados y puntuales artículos de F. Volpi, L’esistenza come
«praxis». Le radici aristoteliche della terminología di «Essere e tempo», cit.;
y F. Volpi, «La “riabilitazione” della “dynamis” e dell’ “energeia”», en Hei
degger, Aquinas, núm. 33, 1990, págs. 3-28. Todavía es útil el trabajo más
complejo de F. Volpi, H eidegger e Aristotele, Padua, Daphne, 1984.
No es entonces una casualidad que «el más sobrio de los
grandes pensadores»64 en el De interpretatione afirme que lo
que es esencial en el discurso no es la verdad o la falsedad, sino
el significado: el logos, en cualquier casophone semantike, no
necesariamente es también apophantikos, un enunciado o una
proposición en donde estén en juego aletheuein y pseudes-
thaib5. «Implícita en el impulso de hablar, no es pues necesaria
mente la búsqueda de la verdad, sino la búsqueda de significa
do»66. Es importante para Arendt que Aristóteles, en el ámbito
de esta discusión, deje voluntariamente sin resolver el proble
ma de la prioridad del pensamiento sobre el lenguaje o del len
guaje sobre el pensamiento, reconociendo más bien su impres
cindible complementariedad. Para el Aristóteles del De inter
pretatione «a los seres que piensan les es propio el impulso
para hablar, a los seres que hablan les es propio el impulso para
pensar»67.
La distancia de la concepción ontológica y a un tiempo
gnoseológica de Platón se verifica también a propósito de la di
ferente interpretación de la conexión entre filosofía y estupor.
Si en las páginas del Teeteto la maravilla frente a la grandiosi
dad del todo se propone como el verdadero y proprio arche del
filosofar, Hannah Arendt pone de relievo que en los párrafos de
apertura de la Metafísica, este mismo estupor asume los tonos
bastante más sobrios de una simple sorpresa resentida frente a
cosas individuales, esas cosas que están «a mano»68. Esta sor
presa, o perplejidad (aporein) se coloca sencillamente al inicio
de un proceso cognoscitivo que los hombres emprenden cons
cientes de su ignorancia con respecto a las cosas que les ro-
64 Así define Arendt a Aristóteles en The Life o f the Mind, cit., vol. II,
pág. 12. [Trad. esp.: op. cit.]
65 Ibídem, pág. 98. Arendt se refiere a Aristóteles, De interpretatione,
I6a4-17a9.
66 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 99. [Trad. esp.: op. cit.]
67 Ibídem, la referencia a Aristóteles es siempre a D e interpretatione,
I6a4-I7a9.
Í)S Hannah Arendt cita de Aristóteles, Metafísica, 982 b 11-16. Véase
11. Arendt, The Life o f the Mind, cit., págs. 114-115. [Trad. esp.: op. cit.]
deán, proceso que les lleva poco a poco hacia el conocimiento
de cosas más generales. Conque, prosigue Arendt, desde Aris
tóteles «el estupor platónico no se interpreta ya como principio
(principie) pero como puro y sencillo comienzo». Efectiva
mente, para Aristóteles «todos los hombres empiezan con ma
ravillarse de que las cosas son como son», pero en un segundo
momento «es necesario llegar al contrario de la maravilla ini
cial y, como dice el proverbio, a lo que es mejor»69, es decir, la
sabiduría. También para el Estagirita, por tanto, a la filosofía se
llega partiendo del estupor. Pero si para Platón la capacidad de
sorprenderse pertenece solamente al filósofo, para el cual, en
su soledad es imposible «traducir en palabras» el thaumazein
originario, para Aristóteles esta «maravilla» inicial es una ex
periencia compartida por muchos que, una vez articulada en el
lenguaje, puede llevar a los hombres, y no exclusivamente al
sabio, al conocimiento70.
El modo de pensar el logos y el de delinear la relación en
tre estupor y filosofía son, para Arendt, dos pruebas, entre las
posibles, de la voluntad aristotélica de salir del itinerario meta-
físico trazado por Platón, de aquel itinerario constelado por la
serie de ecuaciones que hacen coincidir Verdad y Pensamiento,
Pensamiento y Ser, Ser y Unidad Unidad y Eternidad. En una
palabra, Aristóteles volvería a abrirse a una «ontología plural»
que rehabilitaría de igual forma la contingencia y el devenir, al
igual que la singularidad y la diferencia.
Para Arendt es una prueba ulterior el hecho, para ella in
contestable, de que Aristóteles acoge, en su lenguaje filosófico,
algunas palabras clave de la Antígona y de otras tragedias de
Sófocles. De cuyo léxico derivarían términos como eudaimo-
nia («el conocimiento de tener una buena vida») y phronein
(«la comprensión de la vida buena»), que en el Estagirita man
tendría precisamente inalterado su significado específico y la
80 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 12.
81 Arendt se refiere sobre todo a varios lugares del libro 1 y del VI de la
¡ '.tica a Nicómaco.
82 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 206 [trad. esp.: op. cit.].
mejor dicho, el Aristóteles «griego» contrapuesto al Aristóteles
platónico, es para Arendt el que testimonia e indica direcciones
que divergen del trayecto metafísico. Representa la excepcio-
nalidad de una reflexión, metafísica, cierto, pero por la cual
desbaratar temporalidad y contingencia no es el único y ni si
quiera el primer objetivo83.
Una ulterior confirmación de la «excentricidad» de la pos
tura filosófica del Estagirita le viene dada a Arendt por el trato
aristotélico de la proairesis. Un neologismo con el cual éste pa
rece anticipar lo que será, a partir del cristianismo, la facultad
considerada por excelencia el órgano de la libertad: es decir, la
voluntad. «Ningún otro filósofo llega de forma tan cercana a
reconocer en la lengua y en el pensamiento griegos la extraña
laguna» de la voluntad84, se lee en La vida del espíritu. La ac
ción, por cuanto no está dirigida a dejar detrás de sí ningún er-
gon, tendría necesidad, sin embargo, de «un deliberado proyec
tar» que Aristóteles llama justamente proairesis: la elección,
entendida en el sentido de preferencia entre alternativas85. La
proairesis se configura como una facultad intermedia entre lo-
gos y deseo, entre razón y pasiones. Su función consiste en el
mediar la una con las otras. Esta parece de esta manera abrir un
espacio, aunque exiguo, sin el cual la mente estaría sometida a
dos ñierzas opuestas, pero igualmente coercitivas: la fuerza de
la verdad autoevidente que nos deja libres de asentir o disentir
y la fuerza de las pasiones que nos trastornan86. Aunque, conti
núa Hannah Arendt, «el espacio dejado a la libertad es bastan
te reducido. Sólo deliberamos sobre los medios para un fin des
contado ya, que no podemos elegir»87.
1,0 Véase H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, cit., págs. 15 y ss.
1)1 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024420.
1,2 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., págs. 120-121. [Trad. esp.: o¡>.
cit.J Arendt se refiere a Aristóteles, Metafísica, 984b 10.
da «sobre esa misma autoevideneia poderosa que nos obliga a
admitir la identidad de un objeto cuando se le tiene delante de
los ojos»93. La filosofía primera se ocupa pues exclusivamente
ile estos principios universales y eternos, cuya verdad se desve
la solamente a la vista del bios theoretikos, en la soledad de la
contemplación.
Arendt hace notar cómo ya en el Protreptikos Aristóteles
anotase entre las ventajas de la «vida filosófica» su condición
de absoluta independencia: la vida que teoriza, efectivamente,
no se ocupa solamente de universales que, para empezar, exis
ten en un «no lugar», transcendiendo toda determinación sensi
ble y concreta94. Continúa luego subrayando que también para
el Estagirita la actividad del pensamiento consiente en suspen
der la temporalidad en un «presente que dura». No es una ca
sualidad que hable de esto precisamente en el décimo libro de
la Ética a Nicómaco, dedicado como se sabe al placer, en don
de se recuerda que: «Es posible experimentar placer en ausen
cia de tiempo: el acto del placer efectivamente es algo que está
del todo en el instante presente»95. La actividad que verdadera
mente puede llevar al placer y a una «vida feliz» es pues la con
templación: el único modo de vivir realmente libre porque es el
único modo de vivir absolutamente independiente, lo que cons
tituye un fin en sí: independiente incluso del tiempo.
93 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., págs. 119-120. [Trad. esp.: op. cit.]
1)4 Cfr. ibídem, pág. 200. La autora observa: «Aquí — en el Protrepti
kos el bios theoretikos es celebrado porque no necesita por su práctica ni
de instrumentos ni de lugares especiales; en cualquier lugar de la tierra en
donde uno se dedique a pensar, en dondequiera que se encuentre estará
en contacto con la verdad com o si ésta estuviese presente [...]. La causa de
esta gozosa independencia consiste en el hecho de que la filosofía (el cono
cer Kata logou) no se ocupa de particulares, de cosas dadas a los sentidos,
sino de universales (Kath’halou), de cosas que no pueden ser localizadas.»
95 Aristóteles, Etica a Nicómaco, 117a, 13-30, en donde se lee: «Noso-
Iros pensamos que el placer está estrechamente unido a la felicidad, pero la
más placentera de las actividades conforme a la virtud es, estamos todos de
acuerdo, aquella conforme a la sabiduría; en cualquier caso se admite que la
I ilosofía tiene en sí misma placeres maravillosos por su pureza y estabilidad
y es natural que la vida de los que se dedican a ella transcurra de modo más
placentero que la vida de los que no la buscan.»
En fin, cuanto más segura tenga Aristóteles la dignidad
ontológica de las cosas «que pueden ser de manera diferente
de cómo son», con el reconocimiento que de tal dignidad con
vive, más articula y sistematiza el orden dicotómico inaugu
rado por Platón: por una parte, realidades universales y eter
nas, por las que solamente es posible hablar de verdad por
otra, realidades singulares y transitorias, por las cuales no se
puede ir más allá de lo «verosímil». Y si bien Aristóteles re
chaza la traducción lineal del orden de la theoria en el reino
de las acciones humanas, dejando a estas últimas un espacio
autónomo de realidad y de pensabilidad, es cierto que la supe
rioridad de la contemplación sobre la acción, de la filosofía
sobre la política, que en última instancia está sancionada tam
bién por la reflexión aristotélica, no puede quedar sin conse
cuencias sobre la misma concepción del político. He aquí el
motivo, parece sugerir Hannah Arendt, de las ambigüedades
y de las contradicciones que se encuentran en el interior de la
filosofía práctica aristotélica.
Entre las primeras, el hecho de que Aristóteles deje más de
una vez escapar que la «condición de las cuestiones públicas y
el gobierno de los cuerpos políticos deban desarrollarse según
la modalidad de la fabricación»96. Hay pasajes de la Ética a
Nicómaco en donde al poner ejemplos que quieren ser de ac
ción, Aristóteles se refiere en realidad a actividades de carác
ter poiético y técnico y a actividades en las que el fin no está
implícito en su propio desarrollo, pero se materializa en un
96 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 230 [trad. esp.: op. cit.]:
«Ocurre de hecho que Platón y, en menor grado, Aristóteles, que no consi
deraban a los artesanos ni siquiera merecedores de la plena ciudadanía, fue
ron los primeros en proponer que el manejo de las cuestiones públicas y el
gobierno de los cuerpos políticos tuviesen que desarrollarse según la moda
lidad de la fabricación. La contradicción evidente en estas concepciones in
dica claramente la profundidad de las auténticas dificultades inherentes a la
facultad humana de actuar, y la fuerza de la tentación de eliminar los riesgos
y los peligros que ésta conlleva, introduciendo en el tejido de las relaciones
humanas categorías mucho más fiables y sólidas que se refieren a las activi
dades con las que afrontamos la naturaleza y construimos el mundo del arti
ficio humano.»
ergon91. Además, como ya había hecho Platón, recurre a ana
logías entre la política y el arte médico u otras actividades
para las cuales se requieren competencias específicas que in
troducen una simetría y una disparidad en el interior de la re
lación.
En cierto sentido, Aristóteles no condena de manera sufi
cientemente radical el espíritu utilitario, «para los griegos, una
especie de filisteísmo que induce a pensar todas las cosas en
términos de fines y de medios»98, para otro, extiende el despre
cio filosófico en su estudio de la póiesis y a la techne y también
a la praxis.
Pero más que la destrucción de la frontera entre acción y
fabricación, en Aristóteles empieza a hacerse significativa la
97 Sobre este punto son extremamente incisivas las páginas del ensayo
inédito Philosophy an d Politics. The Problem ofAction, cit., págs. 13-15, en
donde refiriéndose claramente a la Etica a Nicómaco, 1168a 13, la autora
pone en duda que puedan tener relevancia com o modelos de auténtica acción
los ejemplos aducidos por Aristóteles, com o los del benefactor. Es interesan-
Ic reproducir lo que Arendt escribe en la página 13: «Se podría decir que
toda la filosofía política de Aristóteles gire alrededor del problema de la p ra
xis, de la acción, y que tenga com o principal preocupación la de evitar una
interpretación de la acción a la luz de la fabricación. En contra de Platón,
éste ha intentado re-establecer la dignidad del biospolitikos y la grandeza del
hombre político. Pero que Aristóteles haya fallado en este empeño aparece
de modo claro en la Etica a Nicómaco, en donde discute dos ejemplos im
portantes de hombres de acción, [...] el benefactor y el legislador. En el pri
mer caso, plantea la cuestión del por qué el benefactor ama a aquellos que ha
;iyudado más de lo que éstos le amen a él. Responde afirmando que el bene
factor ha cumplido una obra, un ergon [...]. Aristóteles concluye que es mu-
i lio mejor hacer algo que disfrutar de algo y que cada uno ama su propia
obra (his own work), que con sus mismas manos ha hecho existir. Recuerda
;i sus lectores que esto es todavía más cierto para los poetas que aman sus
propios poemas al menos tanto com o una madre ama a sus propios hijos. De
este modo demuestra, por encima de cualquier duda, en qué mecida la
“obra” de la acción es considerada de manera parecida a la “obra” de arte,
lechne o a la fabricación, póiesis. Sin embargo es bastante fácil reconocer
| | que la acción puede configurarse com o producto, com o ergon, sólo a
condición de que su auténtico significado, es decir, su intangibilidad y su ab
soluta fragilidad, se destruyan.»
98 Ibídem, pág. 15.
desaparición de la distinción entre oikos y polis. Son bastante
frecuentes, afirma la autora, las referencias al carácter de «ne
cesidad» inherente a la vida pública. En sustancia, sobre los
asuntos humanos y sobre su libertad de constitución pesaría la
sombra de las necesidades materiales que obligan a los hom
bres a vivir juntos". Enfatizando tal aspecto, Arendt llega a for
mular un juicio sorprendente, por el que la teoría política de
Aristóteles puede ser definida como «la primera teoría sistemá
tica de los intereses materiales que dominan el ambiente políti
co». En fin, en la filosofía aristotélica albergaría también una
«aceptación resignada del hecho que la política es necesaria
para la vida, como lo sería la concesión de las necesidades para
el cuerpo». Aristóteles introduciría así numerosos aspectos de
aquella concepción materialista «por la que toda acción está en
el fondo motivada por necesidades materiales», que «ha sido
una constante de nuestro pensamiento político», y que «ha en
contrado en Marx uno de sus más eminentes exponentes»100.
Una vez que los elementos de la experiencia «pre-políti-
ca», la experiencia vivida por ejemplo en la relación entre el
amo y los esclavos, se introducen en la esfera política, el pro
blema político se traduce inmediatamente, como ya en Platón,
en el problema de dominio de algunos sobre otros101. En el pen
samiento aristotélico, la afirmación según la cual «toda comu
nidad política está compuesta por aquellos que gobiernan y por
99 Véase sobre todo H. Arendt, K arl M arx and the Tradition, long draíl,
cit., págs. 34 y ss. \
100 Todas las citas están tomadas de ibídem, págs. 34-35. Si bien con tonos
más difusos, Arendt afronta el problema del «materialismo aristotélico» tam
bién en The Human Condition, cit., pág. 183, núm. 8 [trad. esp.: op. cit.], don
de escribe: «El materialismo en la teoría política es tan viejo como la afirma
ción platónica/aristotélica de que las comunidades políticas (poleis) y no sola
mente la vida familiar o la coexistencia de muchas familias (oikai) deben su
existencia a la necesidad material.» Y sigue argumentando que «el concepto
aristotélico de Sympheron, que encontramos más tarde en la utilitas de Cicerón,
tiene que ser entendido en este contexto. Ambos se adelantan a la que será la
teoría del interés desarrollada por primera vez por Bodin (como los reyes go
biernan a los pueblos, de la misma manera los intereses gobiernan a los reyes)».
101 H. Arendt, K arl M arx and the Tradition, long draft, cit., pág. 19.
aquellos que son gobernados»102 no deriva sin embargo ni en
legitimar propiamente una razón tiránica y dictatorial, ni en la
presunta competencia de un «filósofo rey» que exige para sí
mismo el control de los quehaceres humanos. No se justifica,
pues, argumentando una supuesta superioridad del experto so
bre el profano. Aristóteles ha sido más bien «el primero en re
ferirse a la naturaleza [...] que establece la diferencia entre el
más joven y el más anciano, destinando al uno a ser goberna
do, al otro a gobernar»103. Como si Aristóteles hubiese olvida
do la propia definición de polis: «La polis es una comunidad
tic iguales con el fin de llevar una vida que es potencialmente
la mejor»104, y con ésta la diferencia radical, afirmada por él,
entre pluralidad, lenguaje y libertad por una parte y dominio y
necesidad por otra. Pero también como si Arendt, interprete de
la afirmación aristotélica («la polis nace por amor de la vida,
pero permanece en existencia por amor del vivir bien»), diese
un exclusivo realce a la primera proposición, olvidando la se
gunda.
Pero entonces se podría argumentar que la cuestión funda
mental de la reflexión política arendtiana ya está toda aquí: en-
tre Aristóteles y el propio Aristóteles. En la contraposición
entre una modalidad de concebir la praxis que la cosifica ha
ciéndola o «necesaria» o jerárquicamente «bien ordenada»—
y una modalidad que la comprende iuxta propia principia:
«dejando ser», en el compartir, la contingencia y la pluralidad
propias del tiempo finito de los habitantes de la polis. Antes de
seguir una vía que bifurcándose llega hasta nosotros, los dos
«paradigmas» de lo político, si así se pueden llamar, están am
bos presentes en Aristóteles, el uno cerca del otro. Arendt en
un artículo inédito ha escrito: «Poco después de Aristóteles el
problema del poder, entendido como dominación, se convierte
en el problema político por excelencia [...]. Entonces no hay
nada más en juego excepto quién domina a quién y cuántos
105 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 19.
106 Ibídem.
107 Ibídem, pág. 29.
108 Ibídem, págs. 11-12: «Después de Aristóteles tomó forma una tradi
ción que tradujo hombre político com o hombre social y hombre capaz de
discurso com o animal racional: un animal que razona. En ambos casos la in
tuición aristotélica y su correlato concepto de libertad, que corresponden a la\
experiencia del po lites griego, se perdió. La palabrapolitikos ya no signifi-l
caba un singular y eminente modo de vida, un modo de ser-con, en donde la
auténtica especificidad humana, en cuanto diferente de las características co
munes también a los animales, podía probarse a sí misma. Pero significaba
una capacidad onnicomprensiva que los hombres compartían con las espe
cies animales y que finalmente fue óptimamente expresada en el concepto
estoico de humanidad: un rebaño gigantesco bajo un único gran pastor hu
mano. La propia palabra logos, que en el uso griego clásico significaba ya
sea palabra ya sea pensamiento [...] se transformó en ratio, cuya característi
ca, a diferencia de un logos que mantiene todavía una referencia política, está
en el hecho de que reside y se refiere primariamente a un individuo que ra
zona en su singularidad —que no utiliza palabras para expresar sus pensa-
los dos universales, del recuerdo de una experiencia en donde
el actuar con los otros individualizándose singularmente y el
intentar sobrevivir en la memoria sin refugiarse en lo eterno
formaban un todo con el ser-hombre.
1. H o b b e s
5 Véase H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 257 y ss. [trad. esp.:
op. cit.] y también en The Life o f the Mind, cit., págs. 53 y ss. [Trad. esp.: op.
cit.] Por lo que respecta a Heidegger ya se ha precisado en la parte precedente
de este trabajo que el ensayo decisivo a este respecto es M. Heidegger, Holz-
wege, cit. [trad. esp.: Caminos del bosque, Madrid, Alianza, 1998], En esta lec
tura de Descartes son también significativas las sugestiones provenientes de
K. Jaspers, Descartes und die Philosophie, Berlín, De Gruyter, 2.a ed., 1948.
cado a las apariencias», con el fin de confirmar las hipótesis
avanzadas por el sujeto, se reflejaría el shock provocado por el
descubrimiento de la esfericidad de la tierra. Los sentidos,
efectivamente, habían percibido exactamente lo contrario has
ta aquel momento0. La convicción de una fisura entre la «au
téntica realidad» y las «meras apariencias», un tiempo confina
da en la filosofía pura, irrumpió así en las ciencias, generando
problemas de imposible resolución que recayeron en el campo
de la propia filosofía. La ciencia, después de Galileo, se mostró
profundamente recelosa con respecto a los sentidos, un escep
ticismo que imprimió a la filosofía una dirección «solipsítica».
Con Descartes, el solipsismo, «la falacia más tenaz y quizá más
perniciosa de la filosofía», alcanzó «el rango más elevado de la
coherencia teórica y existencial»7. El filósofo, obsesionado por
la duda hacia la realidad dada, «se refugió en esa misma sole
dad del pensamiento en donde ya Platón y Parménides se ha
bían retirado»8. En Descartes se hace imperiosa la exigencia de
encontrar algo cuya realidad esté más allá de cualquier duda
posible, más allá de las ilusiones de la percepción sensorial y
más allá de los hipotéticos engaños de un Dieu trompeur9. La
solución está clara: las dudas sobre la realidad del mundo exter
no, de Dios y del yo, son superadas supeditando a los análisis
radicales el mismo proceso dubitativo: deduciendo del proceso
6 H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 273-289 [trad. esp.: op.
cit.]. En esta reconstrucción de las vicisitudes de la ciencia y de la filosofía mo
dernas se notan, a menudo, ecos de las interpretaciones dadas por A. Koyré, D el
mundo cerrado al universo infinito (1957), Madrid, Siglo XXI, 1989.
H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., pág. 46. [Trad. esp.: op. cit.] So
bre la repercusión de la nueva ciencia sobre la filosofía véase también The
Human Condition, cit., págs. 252 y ss. [trad. esp.: op. cit.]
8 H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., pág. 47 [trad. esp.: op. c i t ] e id.,
Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?, cit., pág. 024417.
9 Arendt demuestra más de una afinidad con la lectura de Descartes
ofrecida por M. Merleau-Ponty en Le visible et l ’invisible, cit., donde se lee:
*<keducir la percepción al pensamiento de percibir [...] equivale a un seguro
contra la duda, cuyos premios son más onerosos que la pérdida con la que
habría que indemnizarnos: significa dirigirse hacia un tipo de certeza que no
nos devolverá nunca “el hay” del mundo.»
de pensamiento la realidad del yo. Lo que queda como única
verdad es pues la evidencia y la certeza de que, mientras pen
samos, nos percibimos a nosotros mismos10.
Este acercamiento filosófico para la autora sanciona el defi
nitivo adiós de la filosofía del mundo y la renuncia de la razón a
cualquier modalidad de füncionamento dialogado. Descartes re
duciría la ratio a mero razonamiento, transformándola en la habi
lidad de sacar conclusiones coherentes a partir de premisas dadas,
a la cual casi todos los ensayos filosóficos de la primera moderni
dad hacen referencia. El filósofo, en fin, traumatizado por la revo
lución copernicana, ya no se retrae, como Platón, del mundo de
las engañosas caducidades, para adentrarse en ese otro mundo en
donde la verdad se manifiesta. Ahora huye de ambos y se retira
en sí mismo. Como consecuencia, la razón le aparece adecuada
sólo si se pone frente a procesos que se desarrollan dentro del
hombre o a objetos hechos por el hombre mismo.
No me interesa ahora valorar la correcta lectura de la filoso
fía cartesiana que reduce, un poco esquemáticamente, el cogito
hacia una consecuencia extrema de la revolución científica. Lo
que ahora importa es destacar que para Arendt las nuevas filo
sofías políticas del siglo xvn, y sobre todo la de Hobbes, están
determinadas por las elecciones teóricas y por las razones de
10 Véase sobre todo H. Arendt, The Human Condition. cit., págs. 273
y ss. [trad. esp.: op. cit.] y también H. Arendt, Philosophy and Politics. The
Prohlem o f Action, cit., pág. 19, en donde se afronta el problema desde el án
gulo visual del desplazamiento del objeto al sujeto. En la pág. 20, se lee: «La
verdad consiste sólo en lo que siento o he hecho. Ya no existe la verdad como
la tradición la ha entendido siempre: la duda universal se fundamenta sobre
la convicción de que la verdad no está ya dada al hombre; que la verdad no
revela ya el orden de un mundo objetivo. La verdad no consiste ya ni en la
revelación ni en la adequatio reí et intellectus, puesto que la mente y los sen
tidos ya no podrán captarla. Que la verdad fuese revelación es el funda
mento que la ciencia y la filosofía antiguas tienen en común con la religión
occidental revelada. [...] La versión filosófica griega mantiene que la verdad
puede ser recibida en puridad solamente por un theorein que conlleve un ver
sin hacer nada. Mientras que el conocimiento moderno lleva implícito un ha
cer [...]. Pero la racionalidad de la filosofía cartesiana no debe confundimos
sobre el hecho de que ésta ha nacido de una fe total en la razón y que la ra
cionalidad moderna, no m enos que la irracionalidad, se basa sobre tal fe.»
fondo que estructuran el proyecto de Descartes. En Hobbes,
pero también en Spinoza, en Locke al igual que en Hume, la
teoría dejaría caer la pretensión de comprender el mundo para
dirigirse exclusivamente a las cosas que deben su existencia a
la actividad del propio sujeto: por ejemplo, la construcción de
aquel hombre artificial llamado Estado". La originalidad de la
lectura arendtiana de Hobbes no reside tanto en el establecer
una conexión, por lo demás señalada por varios intérpretes12,
entre la nueva ciencia experimental, la filosofía cartesiana y la
construcción política del Leviatán, como en las conclusiones a
las que llega, partiendo de esta premisa.
El modo en el que Hobbes traduce en términos políticos la
nueva visión filosófico-científica del mundo rompe con algu
nos elementos de la tradición pero, al mismo tiempo, reafirma
y radicaliza otros. Hobbes depone el bios theoretikos de su po
sición de acceso privilegiado a la verdad, revolucionando el ori
gen jerárquico entre vita activa y vita contemplativa. Parecería
'' Cfr. H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, págs. 23-26. [Trad.
i'sp.: op. cit.]
H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023465.
Ibídem, pág. 023464; H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long
dnill, cit., pág. 17.
tas, o agrupado con otros que se ven en el mismo peligro que
él»24. Pero, además de esta capacidad, los hombres en estado de
naturaleza comparten algunas pasiones fundamentales y un fun
cionamiento idéntico de sus mentes. Hobbes considera que tales
hombres, preparados a dañarse mutuamente y capaces de matar
se, pueden sin embargo resolver el problema de su seguridad, bus
cando la paz y dando vida al Estado. Estos seres humanos pues,
por una parte, viven como mónadas, en un aislamiento perfecto,
que les da la ilusión de omnipotencia: son envidiosos, ávidos de
poder, adquisitivos, sin ninguna simpatía recíproca, prevaricado
res. Por otra parte, son al mismo tiempo frágiles, dispuestos a la
sumisión, obsesionados por el miedo de la muerte, capaces de vi
vir sólo en las autoilusiones o en las ilusiones de los demás25.
Omitiendo, quizá voluntariamente, algún pasaje lógico del discur
so hobbesiano, Arendt indica en esta doble connotación del indi
viduo una de las grandes contradicciones del sistema de Hobbes,
por lo demás, inigualable por su solidez y coherencia. Una contra
dicción, sin embargo, que desvela el secreto de este sistema, en su
momento contemporáneo. Porque tal contraste entre un «individuo
posesivo», sediento de poder, arrogante y vanidoso, y un individuo
inseguro, temeroso y necesitado de protección indica que, lejos de
ser una visión «realista» y objetiva, como Hobbes y, con él, tantos
otros «políticos realistas» quisieran, la antropología del autor del
Leviatán está más bien concebida ad hoc para poder hacer de
rivar — con la coherencia propia de un teorema matemático— ja
fundación del Estado y la institución de la obligación política26. Es,
30 Cfr. H. Arendt, K arl M arx and the Tradition, long drañ, cit., pág. 17.
Arendt precisa que si, para Platón, el orden del alma debía, de todas formas,
encontrar una correspondencia en un orden objetivo preexistente, del cos
m os y también de la polis, en Hobbes es el orden de la p o lis al estar construi
do sobre el orden del hombre; la referencia está en Platón, República, libro
X, 348, 588.
11 Véase por lo menos el reciente trabajo de G. Borrelli, Ragion di Sta
la e Leviatano. Conservazione e scam bio alie origini della modernitá políti
ca, Bolonia, II Mulino, 1992. Véase también M. Viroli, From Politics to Reh-
son o f State, Cambridge, Cambridge University Press, 1992; tr. it., Roma,
Donzelli, 1994.
32 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023460. Es necesario
precisar que la fuente principal de las consideraciones arendtianas sobre la
Razón de Estado es la obra de F. Meinecke, D ie Idee der Staatsráson in der
moderne Geschichte, Múnich-Berlín, Oldenbourg, 1924.
33 Arendt insiste en el hecho de que la utilización de la metáfora orgáni
ca, de la que muchos autores de la ratio status se sirven, está completamen
te ausente en Maquiavelo, para el cual el Estado no se encuentra, efectiva
mente, en un proceso de continuo crecimiento.
los ciudadanos individuales sino el crecimiento de la potencia
ilc esta entidad pensada como un ser vivo, o más exactamente
como un cuerpo humano34.
Ahora bien, esta idea del Estado como organismo que para
mantenerse en vida necesita siempre un poder mayor transita
ría a su juicio por el patrimonio teórico hobbesiano. En él en
tonces se encontrarían, la una al lado de la otra, dos metáforas
políticas, consideradas por lo general mutuamente excluyentes:
tina metáfora de tipo biológico y otra de tipo artificial. Por una
parte, el Estado como organismo, cuya vida es parecida a la del
cuerpo humano; por otra, el estado como mecanismo, un artifi
cio ideado y construido del mismo modo que un objeto artesa
nal. Pero del texto arendtiano se evidencia que, también en este
caso, la contradicción es, sobre todo, aparente, porque en Hob
bes no existiría un conflicto entre las dos metáforas. El Levia-
h'iii es ya un cuerpo humano gigante, ya un mecanismo. Puesto
que el hombre y su cuerpo son para Hobbes igual de artificia
les que lo es ese producto del arte humano llamado Estado. La
aitificialidad del filósofo inglés se expresa definitivamente
«uando Hobbes afirma que el «arte de Dios es la naturaleza y
el arte del hombre es la imitación de la naturaleza»35. Desde el
punto de vista de Dios, el hombre y su cuerpo son tan artificia
les como lo es el Leviatán desde el punto de vista del hombre.
Iisla tesis refuerza a Arendt en su convicción de que la imagen del
hombre esté pensada por Hobbes en analogía con la imagen
divina. Tanto que induce a concluir que, para Arendt, la «teolo
Ro u sse a u
76 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, pág. 141. [Trad. esp.: op. cit.]
la obra de casi todos los procesos revolucionarios modernos.
Sólo puede desembocar en el Terror, el cual no por casualidad
irrumpe en la escena política con la Revolución Francesa. Para
Arendt, efectivamente, Robespierre ostenta en realidad la he
rencia rousseauniana.
Se viola de esta manera, por primera vez, la «prohibición»
de llegar a ser de «este mundo» que la filosofía se había auto-
impuesto. Es pues gracias a Rousseau y a sus ideas sobre la his
toria por lo que Hegel podrá hablar de una reconciliación entre
filosofía y mundo.
La historia y la necesidad ante la política
1. H egel
2.
4 H. Arendt, The Life ofthe Mind, cit., vol. II, pág. 45. [Trad. esp.: op. cit.]
5 G. W. F. Hegel, Lecciones de filosofía de la historia, Barcelona, PPU,
1989. Sobre Hegel intérprete de la revolución francesa, lo último de R. Bo-
dei, «Le dissonanze del mondo. Rivoluzione tráncese e filosofía tedesca tra
Kant e Hegel», en F. Furet, L'ereditá della rivoluzione francese, Roma-Bari,
Laterza, 1989, págs. 103-132.
construir la realidad conforme a ellos»— , puede rastrearse, se
gún Arendt, en todos los escritos de Hegel, desde los juveniles
hasta los de sus últimos años. A ello se debe el giro radical que
se registra con la filosofía hegeliana: la historia se convierte en
el objeto principal del pensamiento filosófico, la esfera de los
asuntos humanos surge en el centro de la consideración de la «fi
losofía primera». Con Hegel, el ámbito de las «cosas del hom
bre», sobre el que desde Platón había caído el desprecio de la
metafísica, obtiene la misma dignidad ontológica que, durante
milenios, los «filósofos de profesión» habían atribuido única
mente al Ser transcendente, universal y eterno6.
Efectivamente, la Revolución había demostrado «a los ob
servadores más reflexivos» de la generación del idealismo que
puros objetos de pensamiento, tal y como las ideas de libertad
igualdad y fraternidad podían abandonar el etéreo empíreo de
las abstracciones para hacerse realidad y actuar en la historia.
Para Hegel, argumenta la autora, ésta es la objeción más convin
cente para oponerse a la milenaria convicción según la cual las
vicisitudes de la historia y de la política no son dignas de ningu
na consideración. Lo mismo que para Kant, también para Hegel
la Revolución Francesa es el primer acontecimiento que ostenta
un sentido propio en cuanto acontecimiento. La Revolución
Francesa, en muchos aspectos, es el punto culminante de la épo
ca moderna, cambió «el pálido aspecto del pensamiento» duran
te casi un siglo. «Los filósofos, un tipo humano notoriamente
melancólico, se convirtieron en alegres y optimistas: ahora ya
creían en el íuturo y podían dejar a los historiadores las sempi
ternas lamentaciones sobre el curso del mundo»7.]
Hegel podía convencerse, de esta manera, del poder «reve
lador» de la historia: lejos de darle la espalda, como había hecho
2. M arx
35 H. Arendt, Karl M arx and the Tradition, short draft, op. cit., pág. 3.
226
Marx y que más o menos explícitamente acusan a este último de
ser el socavador y el pervertidor de los grandes valores del pen
samiento occidental36. Acusaciones estas que, a su parecer, son
tan superficiales como inconscientes: «Inconscientes del hecho
de que acusar a Marx de totalitarismo equivale a acusar a la mis
ma tradición occidental de terminar necesariamente en el totali
tarismo»37. Porque — y ésta es la tesis central— cualquiera que
ataca a Marx ataca la tradición del pensamiento occidental»38.
Arendt disiente igualmente «de aquellos pocos críticos del
marxismo que son conscientes de la radicación [en la tradición]
del pensamiento de Marx»39 pero que, para exculpar a la filo
sofía política clásica y el cristianismo de toda posible implica
ción totalitaria, se inventan la hipótesis de «una especial corrien
te inmanentista» que atravesaría subterráneamente la tradición:
la herejía surgida en el seno del catolicismo que hoy llamamos
gnosticismo»40. Esta tendría como resultados inevitables tanto
la filosofía de Marx como el totalitarismo. Para Hannah Arendt
es absurdo reducir el pensamiento marxista a una forma de in-
manentismo, de tal manera que, para identificarlo, fuese sufi
ciente hablar de una «religión secular» orientada a realizar el
paraíso en la tierra41.
Por consiguiente, la interpretación de la autora se propone
una doble tarea. En primer lugar, dejar bien clara la diferencia
entre Marx y los diversos regímenes y movimientos políticos
que se apoyan en él. Arendt afirma, por ejemplo, que «tanto
Marx como Lenin han sido transformados de manera decisiva
por Stalin» y, lo que es aún más significativo, que «la línea que
va desde Aristóteles a Marx registra fracturas bastante menos
decisivas de las que, por el contrario, existen en la línea que une
a Marx con Stalin»42. A pesar de esto queda un problema que
43 Ibídem.
44 En el ensayo «Tradition and the Modem Age», cit., pág. 17, se lee:
«Nuestro pensamiento político tradicional ha tenido un nacimiento bien de
finido con Platón y Aristóteles; y, en mi opinión, una muerte igualmente
bien definida con Karl Marx. El principio está en la República de Platón, en
la que el filósofo, con la imagen de la caverna, define la esfera de los cuida
dos humanos [...] com o un mundo de tinieblas, confusiones y desengaños
del que hay que huir [...]. El fin está en la afirmación de Marx según la cual
la filosofía y la verdad filosófica no se encuentran fuera de las preocupacio
nes y del mundo común de los hombres, sino precisamente en medio de és
tos, y pueden ser realizadas sólo en el ámbito de la convivencia.»
ciones que distinguen en el pensamiento marxista una primera
lase, todavía «idealista» y filosófica, de una fase madura deno
minada «científica»45.
Sin hacer excesivos homenajes a las referencias textuales,
Arendt asegura que la originalidad de Marx no reside ni en el
aspecto económico de su obra ni en el presunto descubrimien
to de la lucha de clases y mucho menos en la prefiguración de
la sociedad sin clases46. La auténtica novedad de Marx debe
buscarse más bien en las tres afirmaciones que, ajuicio de la
autora, equivalen a tres auténticos desafíos lanzados contra al
gunos dogmas de la filosofía política occidental; tres afirma
ciones que constituyen los ejes portadores de su pensamiento:
«el trabajo es el creador del hombre»; «la violencia es la coma
drona de la historia»; «los filósofos se han limitado a interpre
tar diversamente el mundo; hora es ya de cambiarlo»47. Una
aseveración esta última que sólo es una variante de aquella otra
localizable en algunos manuscritos juveniles— según la cual
«no se puede aufheben la filosofía sin realizarla». La misma
convicción expresa más tarde en la idea de la clase trabajadora
como única heredera legítima de la filosofía clásica.
Como se decía, cada una de estas afirmaciones estaría
orientada a demoler algunos presupuestos fundamentales de la
tradición metafísica. Sostener que es el trabajo lo que crea al
hombre y determinar su esencia un convencimiento que, se
gún Arendt, no abandona nunca Marx— significa desafiar in
tencionadamente tanto la definición filosófica del hombre
como animal rationale cuanto el dogma cristiano del Dios
creador del hombre. Y sería un desafío no sólo porque Marx
48 En una nota de The Human Condition, cit., pág. 86 [trad. esp.: I.n
condición humana, op. cit.], Arendt afirma: «La idea de que el hombre se crea
a sí mismo a través del propio trabajo se encuentra en los escritos juveniles lie
Marx y en el resto de su obra. Se puede encontrar en formas diversas en los ,hi
gendschrifien, así como en la Crítica de la filosofía hegeliana de! derecho pii
blico [...]. Por el contexto resulta evidente que Marx intentaba sustituir la del i
nición tradicional del hombre como animal rationale por la de animal labomns
Esta teoría se ve subrayada en una frase de la Ideología alemana, sucesivamen
te borrada: “El primer acto histórico por el que estos individuos se distinguen do
los animales no es el hecho de que piensen, sino el hecho de que comiencen n
producir los propios medios de subsistencia [...].” Análogas formulaciones se
vuelven a encontrar también en los Manuscritos económico-filosóficos y en la
Sagrada Familia [...] y en Engels, por ejemplo, en la premisa al Origen de la fu
milia, de 1884, o en un artículo de 1876, aparecido veinte años más tarde en In
Nene Zeit: “Sobre la importancia del trabajo en el paso del mono al hombre.”»
49 Véase H. Arendt, «Tradition and the M odem A ge», cit., pág. 22.
50 Ibídem.
Philosophie der Geschichte hegeliana había operado en seme
jante dirección. «Subversiva» es, sobre todo, la referencia a la
acción violenta que, por ejemplo, para los griegos precisamen
te porque era muda, privada de logas, carecía absolutamente
de significado51.
La voluntad de subvertir el orden jerárquico de la metafísi
ca, es decir, de llevar a un primer plano el aspecto «bajo» y ma
terial de la existencia y de reducir a mentira, a «falsa concien
cia» el aspecto «alto» y espiritual, daría voz programática al úl
timo y, como se verá, crucial hito marxista: la famosa última
tesis sobre Feuerbach, según la cual la filosofía, de actividad
puramente contemplativa, debe pasar a ser una acción produc
tora de cambio. Ésta, «una de las muchas conclusiones posibles
ofrecidas por el sistema hegeliano»52, representa algo inaudito
frente a la tradición. Si la filosofía «no ha sido nunca de este
mundo» y ha llegado como máximo a prescribir reglas a los su
cesos humanos, no podrá por menos de sonar extraordinaria la
apelación marxista a que la filosofía se realice en la realidad.
I )esde este punto de vista, la reflexión filosófica sólo tendrá un
sentido si llega a ser una misma cosa con la praxis.
Esta v ez el desafio a la tradición (no sobrentendido com o
en H egel, sino claro y explícito en e! postulado de M arx) co n
siste en prever que el m undo de las tareas hum anas, en el que
n os orientam os y pensam os con el sentido com ún, un día se
volverá idéntico al m undo de las ideas en las que se m ueve el
filósofo; o que la filosofía, de siem pre un patrimonio de p ocos,
un día volverá a ser la realidad del sentido com ún de tod os53.
54 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft. cit., pág. 11.
H. Arendt, Karl M arx and the Tradition. short draft, cit., pág. 6.
numerosas contradicciones de su pensamiento. Contradiccio
nes que, como se ha dicho, ella no puede atribuir a una supues
ta discrepancia entre el Marx humanista y esencialista, de una
parte, y el Marx «anti-humanista» y «científico», por otra56.
Porque las tres afirmaciones que guardan el secreto de la refle
xión marxista, la acompañan a lo largo de todo el arco de su de
sarrollo. Y si dan lugar a apodas, contradicciones y paradojas,
la razón estriba, precisamente, en la misma posición contradic
toria de Marx: intentar dar voz a lo nuevo, pero no poderlo ha
cer si no es con instrumentos conceptuales viejos.
Para Arendt, por ejemplo, es paradójico y contradictorio
que Marx sostenga el «poder revelador» de la violencia la
i|iiintaesencia de la actividad humana y al mismo tiempo
prefigure la desaparición de la «sociedad futura», en la que la
lucha de clases, el Estado y la política se extinguen y con ellos
toda acción violenta''7. Ella identifica otra incongruencia en su
modo de pensar la historia: fundamento indiscutido de la filo
sofía marxista, lugar en el que la verdad se hace, la historia tie
ne como objetivo su venir a menos, la desaparición del mismo
movimiento histórico. Así pues, estas «auto-contradicciones
fundamentales en las que se ven cogidas todas las obras de
Marx» pueden expresarse, en opinión de la autora, de la mane
ta siguiente: «El consideró necesaria la violencia para abolir la
violencia y el fin de la historia es el fin de la historia»58.
Pero la contradicción más importante hace referencia a la
que para Arendt es la característica más propia y original del
pensamiento marxista, el aspecto que verdaderamente lo sitúa
59 H. Arendt, «Tradition and the Modern A ge», cit., pags. 23-24. Tam
bién en H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 8.
60 Las poquísimas menciones de las que Arendt se sirve para apoyar su
tesis se encuentran en The Human Condition, cit., pág. 87 [trad. esp.: op. cit./
y están sacadas de la Ideología Alemana («No se trata de eliminar el trabajo,
sino de suprimirlo superándolo») y del volumen III de El Capital («El reino
de la libertad comienza allí donde cesa el trabajo»).
61 Véase sobre todo The Human Condition, cit., págs. 9 6 -1 18 [trad. esp.:
op. cit.]. En la parte de la obra titulada «Labour» — una discusión directa e
indirecta de la obra de Marx— Arendt reconstruye la ascensión del trabajo
al rango de una actividad suprema. Señala a Locke com o el punto de partida
de esta gloriosa ascensión y más exactamente en el hecho de que elVilósofo
inglés descubra en el trabajo la fuente de toda apropiación individual, fun
dando así la propiedad privada sobre la posesión más privada que existe: «I a
propiedad (que el hombre tiene) de la propia persona, a saber, del propio
cuerpo.» Reconoce después un papel importante a Adam Smith, que hizo
del trabajo la fuente de toda riqueza.
hombres y animales. La incesante repetitividad con la que debe
garantizarse la vida biológica, el metabolismo del hombre con la
naturaleza, somete al ser humano a una necesidad y a un deter-
minismo que no dejan ningún espacio a la individualidad y a la
libertad. Cogidos en el ciclo infinito de las actividades necesarias
a la supervivencia, los hombres quedan reducidos a miembros
intercambiables y seriales de una nueva especie animal, la del
animal laborans. Y Marx oscilaría continuamente entre la glori
ficación de un trabajo así entendido y de la clase trabajadora en
cuanto Sujeto Universal y la promesa de una libertad que precisa
mente se rige por la liberación del trabajo.
Que la idea de libertad marxista es deudora de la filosofía
griega se colige todavía más de los pocos pasajes en los que Marx
esboza la sociedad futura. Para Arendt el modelo al cual apelan es
preciso y concreto: «Atenas y la historia del siglo v a. C.» En el
futuro previsto por Marx, el Estado ha desaparecido, arrastrando
consigo la distinción entre quien domina y quien es dominado. La
extinción del dominio no es, por tanto, la clave del aspecto utópi
co de un pensamiento que ha cortado todo lazo con la tradición
pasada. Es más bien el síntoma de la recuperación más o menos
explícita de aquella definición del hombre libre dada por Heródo
to y acogida por Aristóteles como aquel «que no quiere ni domi
nar ni ser dominado»62. En Marx, por tanto, volvería a florecer el
ideal de la polis: se recuperaría la idea de una comunidad de seres
libres e iguales que se contrapone de manera polémica a la con
cepción vertical y representativa del Estado moderno.
Pero ya que, a pesar de las oscilaciones mencionadas, la so
ciedad futura sigue por lo demás pensándose como una socie
dad en la que todos siguen siendo iguales en y gracias al traba
jo, traducido «en el cuadro conceptual de la tradición [...], esto
sólo podía significar que nadie podía ser libre»63. Si bien Marx
se vio arrastrado por la esperanza o, mejor, por la ilusión de
que, gracias a una productividad enormemente aumentada por
la fuerza del trabajo, la libertad de la Atenas de Pericles pudie
62 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 10.
63 Ibídem, pág. 18.
se llegar a ser una realidad para todos, la humanidad socializa
da de que habla se configura más bien como una sociedad de
esclavos, en la que «el tiempo libre del animal laborans no se
gasta nunca sino en el consumo y cuanto más tiempo le queda
más rapaces e insaciables se hacen sus apetitos»64.
64 The Human Condition, cit., pág. 133 [trad. esp.: op. cit.]
65 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 18: «La
definición del hombre com o animal racional, que en Aristóteles era zoon po-
litikon logon echón, no era todavía universal com o la de animal laborans.»
66 Véase también H. Arendt, The Human Condition, cit., p á g .J J j [trad.
esp.: op. cit.]: «La sola actividad que corresponde estrechamente a la extrañe-
za del mundo o, mejor, a la pérdida del mundo que tiene lugar en el dolor, es el
trabajo, en el que el cuerpo humano, a pesar de su actividad, está completa
mente replegado sobre sí mismo, no se concentra sobre ninguna otra cosa más
que sobre su ser vivo, permaneciendo prisionero de su metabolismo con la na
turaleza sin trascender nunca el ciclo recurrente del propio funcionamiento.»
Fin definitiva, parece decirnos Arendt, con Marx el universalis
mo llega a sus extremas consecuencias, llevado por la lógica de
los principios de identidad y de no contradicción que lo sostie
ne. La vida, en el mero sentido de zoe, se ha constituido en el
valor supremo que es común a todos, sin distinción y respecto
al cual cualquier otra diferencia específica es significativa.
Pero las «culpas» de Marx no paran ahí. Él también es res
ponsable de una confusión conceptual cuyos resultados no son
menos arriesgados. En su noción de trabajo, él no distinguiría
entre proceso laboral y fabricación. Más allá del significado de
«metabolismo del hombre con la naturaleza», el concepto mar
xista de trabajo incluiría el significado de producción del mun
do humano: las dos actividades que en La condición humana
Arendt caracteriza como labour y work. «Cuando Marx insiste
sobre el hecho de que el proceso laboral acaba en el producto,
olvida su misma definición de este proceso como “metabolis
mo entre el hombre y la naturaleza” en el que el producto es in
mediatamente “incorporado”, consumido y anulado por el pro
ceso vital del cuerpo»67. En el desafío a la tradición al exaltar el
aspecto material de la vida, él no se da cuenta de que en su con
cepto de trabajo están implicadas dos actividades humanas dis
tintas68.
Esta confusión se hace todavía más evidente cuando, repi
tiendo aquel gesto que según Arendt es el rasgo que tienen en
común los más importantes filósofos políticos, Marx proyecta
su idea de Hombre en singular a los hombres en plural; cuan
do transfiere su concepción de ser humano en la que homo fa -
ber y animal laborans se sobreponen a la idea de historia. La
historia se concibe efectivamente bien como proceso necesario
711 Véase H. Arendt, «The Concept o f History», cit., págs. 84-85. [Trad.
esp. en Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996.]
co al otro y por el otro sustituible. En el Hombre Universal del
«animal que labora» — éste es el punto crucial de la polémica
de Hannah Arendt con la filosofía marxista— , la pluralidad se
convierte en la grotesca repetición serial de un mismo ejemplar
de la especie humana. Además, por más que él se rebele contra
la tradición filosófica e implícitamente contra la idea de sujeto
que ella vehicula, en su imagen de una humanidad que constru
ye la historia se esconde la misma hybris hiperhumanística de
la subjetividad metafísica. Siguiendo la lógica de la póiesis, se
mejante sujeto no reconoce límites a la omnipotente voluntad
de servirse de cualquier medio útil para la realización del fin.
La universalidad que sofoca la singularidad y la ilimitada
voluntad de manipulación del Sujeto sobre el objeto se conju
gan con una visión determinista y necesaria de la historia, por
la cual todo lo que no se pliegue a sus leyes debe tratarse como
piedra de escándalo en el camino que lleva al Sentido y al Fin.
Estos elementos no solo se ensamblan coherentemente en
la filosofía marxista: también se hacen potencialmente «explo
sivos» en sentido totalitario. Insertados en aquella relación de
teoría y praxis, trastocada con relación al orden tradicional,
ellos vuelven a ser virtualmente actualizables en la realidad.
Efectivamente, para la umwalzende Praxis de Marx, la acción
es pensamiento y el pensamiento es acción.
Son estos, sobre todo, los motivos que hacen del pensa
miento de Karl Marx la ocasión teórica para retornar sobre toda
la historia de la filosofía política occidental: para encontrarnos
aquellos rasgos que, ciertamente, no han producido el totalita
rismo, pero que, en todo caso, no lo habrían ni siquiera hecho
concebible si el pensamiento no hubiese embocado la carretera
de la metafísica, si la «ciencia terrible» no hubiese seguido
aquel recorrido de progresiva universalización, que comporta
determinismo e hybris. De ahí, la prenda puesta en juego por la
radicalidad de la reflexión de Hannah Arendt: sondear la posi
bilidad de una nueva conexión entre pensamiento y acción que
evite tanto la jerarquización prescriptiva de Platón cuanto la re
conciliación hegel iano-marxista que quita autonomía tanto al
actuar como al pensar.
TERCERA PARTE
Volver a pensar la historia
1. L a c r ít ic a d e la s c o n c e p c io n e s c o n t in u is t a s
7 Véase H. Arendt, The Human Condition, cit., sobre todo las págs. 7-21
[trad. esp.: op. cit.].
8 Ibídem, págs. 148 y ss.
2. Además, debe precisarse que el análisis del mundo mo
derno desarrollado en La condición humana, así como en The
Concept o f History, no se limita al registro de la primacía de se
mejantes lógicas; los cambios entre la vita contemplativa y la
vita activa y los deslizamientos internos a esta última se inves
tigan desde más puntos de vista. Por lo que concierne al presen
te contexto es importante recordar cómo la afirmación del
homo faber en la modernidad no significa para la autora reto
mar la interpretación, de origen ilustrado, que celebra en seme
jante figura los fastos de una razón esclarecida y liberada del
yugo de las verdades pasivamente asumidas. Por el contrario,
como hemos podido observar en las páginas dedicadas a la lec
tura arendtiana de Hobbes, el giro moderno marca a sus ojos un
duro golpe para el mismísimo poder de la razón. Para la auto
ra, los diversos acontecimiento que abren la época moderna
—en particular la invención del telescopio9 son en parte res
ponsables de la pérdida de confianza en los sentidos y en su ca
pacidad de percibir el mundo tal y como se presenta. Por con
siguiente, para ella, la filosofía cartesiana no representa el aser
to indiscutido de la autonomía del pensamiento del sujeto, sino
que hay que entenderla como teorización emblemática de aque
lla situación en la que el individuo ha cortado sus lazos con el
mundo real y se reñigia en el aislamiento de la interioridad10.
Como consecuencia de semejante giro filosófico, la razón pue
de reponer su confianza sólo en lo que ella ha fundado subjeti
vamente. En el cuadro de esta «moderna desorientación» y del
consiguiente intento de recuperar la certeza y la estabilidad
prescindiendo de la fenomenicidad del mundo, se explica, para
la autora, el progresivo desplazamiento de la atención desde el
objeto fabricado al procedimiento con el que se construye: del
«qué» al «cómo». Si, de hecho, no se puede estar seguro de la
existencia de una realidad externa al sujeto, es posible al menos
no dudar del proceso productivo con el que el objeto viene
construido por el sujeto.
9 Ibídem.
10 Vcase sobre todo el apartado «The Rise o f the Cartesian Doubt», ibí
dem. págs. 273-280.
A la luz de esta valoración del «giro epistemológico» mo
derno es como Arendt interpreta el renovado interés por la his
toria y el consiguiente nacimiento de una «conciencia históri
ca». La historia vuelve a ocupar una posición de primer plano,
incluso si no se piensa más que como memoria colectiva a tra
vés de la cual remite a la grandeza de las gestas y de los acto
res, como ocurría en el mundo clásico y, más en general, en la
visión premoderna. El nuevo interés por el acontecer histórico
radica precisamente en la moderna sospecha hacia lo dado. «El
concepto de historia — podemos leer en «The Concept o f His-
tory»— recibió un fuerte impulso de la duda sobre la existen
cia real del mundo [...]. Semejante concepto ha nacido en los
mismos siglos que preparan el gigantesco desarrollo de las
ciencias naturales. Elemento típico de esa época [...] es la alie
nación del mundo»1 Para Arendt, en definitiva, el origen de la
nueva noción de historia se debe al convencimiento moderno
de que, si bien el hombre no es capaz de conocer plenamente el
mundo natural en el cual está inmerso, es totalmente capaz de
reconocer aquello que él mismo ha hecho. En esta óptica, la
historia se considera como la más cierta de las obras del hom
bre. A través de una interpretación quizás discutible, Arendt
encarna en Vico el primer ejemplo paradigmático del nuevo
modo de pensar la historia sobre el modelo de la fabricación.
«Vico — observa— se orientó a la esfera histórica sólo porque
todavía consideraba imposible hacer la naturaleza. Su abandono
de la naturaleza no era debido a consideraciones de tipo huma
nístico, sino sólo a su convencimiento de que la historia está he
cha por los hombres como la naturaleza está hecha por Dios»12.
Pero la historia, añade, no puede considerarse obra del
hombre; ella representa más bien el espacio de los aconteci
mientos relativamente inconexos entre sí, a cuya realización
concurren las acciones de los hombres. El carácter paradójico
13 V éase H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 185 [trad. esp.:
op. cit.].
14 Véase sobre todo H. Arendt, Lectures on K a n f s Political Philo
sophy, a cargo de R. Beiner, Chicago, The University o f Chicago Press, 1982,
págs. 46 y ss.
15 Ibídem, págs. 8 y 9.
meros testimonios coherentes del hecho de que considerar la
historia como un proceso implica la introducción de la necesi
dad en el ámbito de los asuntos humanos. Hannah Arendt ob
serva que en Kant se encuentra ya la idea de la «necesidad de
la guerra, de las catástrofes y, en general, del mal y del sufri
miento por la producción de la cultura»; recuerda que para él,
«sin todo esto, los hombres regresarían al estado bruto de la
mera satisfacción animal»16.
Pero para Kant la perspectiva universalista desde la que ob
serva la historia es sólo uno de los puntos de vista desde los que
se pueden observar los asuntos humanos. En la filosofía kantia
na existen otras modalidades de aproximación a las cosas del
hombre que no implican en absoluto la reducción de lo singu
lar a lo universal ni la eliminación de lo contingente a favor de
lo necesario. Por ejemplo, precisa la autora, si bien la «razón
práctica» gira sobre la universalidad del imperativo categórico,
ella considera, sin embargo, al hombre en su singularidad un
fin en sí mismo. Una singularidad que es todavía más salva
guardada en la tercera crítica, en la que Kant, precisamente con
tal fin, contrapone al juicio determinante el juicio reflexivo. Por
el momento baste decir que la conciencia de la contradictoria y
problemática relación entre universal y particular llevaría a
Kant a darse cuenta de las paradojas que contraponen y distin
guen las ideas de progreso y de proceso. No es de hecho una
casualidad que una de las citas preferidas de Arendt esté saca
da del ensayo Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbür-
gerlicher Absicht: «Dejará siempre perplejo [...] que todas las
generaciones parezcan llevar adelante sus gravosas ocupacio
nes en interés de la posteridad y que sólo la última de las gene
raciones pueda establecerse en el edificio ultimado»17. Forzan
do seguramente la letra de algunas páginas kantianas, Arendt
llega por tanto a la conclusión de que para el filósofo alemán el
progreso, si de una parte constituye una especie de necesidad
25 Ibídem.
26 Véanse especialmente H. Arendt, The Human Condition, págs. 248-257
[trad. esp.: La condición humana, op. cit.]; On the Revolution, págs. 26-28
[trad. esp.: Sobre la revolución, op. cit.]; «Religión and Politics», Confluen-
ce, II, núm. 3, 1953, págs. 105-126; pero, sobre todo, el ensayo «The Con
cept o f History», cit., págs. 63-73 y el paper inédito Philosophy and Politics.
The Problem s o f Action after the French Revolution, cit., págs. 16-19, en el
que de manera explícita hace mención de Lówith.
27 Arendt critica sobre todo el uso que esta teoría de la secularización
hace de la filosofía de San Agustín. Según Lówith, en el D e Civitate D ei es
taría ya contenida la estructura lógica que habría sostenido las filosofías mo
dernas de la historia. En Agustín existiría una concepción lineal del tiempo
histórico, en cuanto que el orden cronológico de los sucesos individuales re
cibirían un significado sólo si se reconecta con la historia de la salvación.
Sólo la referencia a un principio, que coincide con la venida de Cristo, y a una
finalidad, identificada con el advenimiento del Reino de Dios, atribuye a la
el contrario, las dos nociones de historia no son en ningún modo
continuación una de otra. Para la concepción que se fúnda sobre
el Antiguo y el Nuevo Testamento, la humanidad tiene un prin
cipio y un fin bien definidos: el mundo ha sido creado en el
tiempo y está obligado a perecer. La peculiaridad de la noción
moderna reside, por el contrario, en la atribución a la historia de
un pasado y un futuro infinitos28. La nueva idea de la historia
demuestra ser irreductiblemente moderna, sobre todo porque
pone en el candelero una noción de inmortalidad diferente tanto
de la antigua como de la cristiana. Si los antiguos pensaban en
la inmortalidad de las grandes gestas individuales y si los cris
tianos creían en la eternidad del alma de cada uno, los modernos
piensan más bien en la inmortalidad de la humanidad como un
conjunto, en su proceso evolutivo. Ahora bien, es importante re
cordar que para Arendt la noción de inmortalidad terrena descu
bierta por la moderna Geschichtsphilosophie, si bien en un sig
nificado completamente diverso del antiguo, se había perdido
del todo con la afirmación de la fe cristiana en la trascendencia.
En definitiva, la autora pretende que sólo el «uso históri
co», no el filosófico, del término «secularización» posee rele
vancia explicativa. En sustancia, sólo si por secularización se
entiende el ascenso de lo «secular» de manera simultánea al
eclipse de lo trascendente, es innegable — y ésta es su argu
mentación— que la moderna conciencia histórica está íntima
mente conexa.
35 Véase H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 251 [trad. esp.:
op. c it] , donde se lee: «Aunque admitamos que la edad moderna comenzó
con un imprevisto e inexplicable eclipse de la trascendencia y de la fe en el más
allá, de esto no se sigue de hecho que esta pérdida haya devuelto los hombres
del mundo. Al contrario, la evidencia histórica demuestra que los hombres m o
dernos no fueron proyectados hacia el mundo, sino en sí mismos.»
36 Ibídem, pág. 248.
encarnación a la esperanza de construir en la historia el mile
nio escatológico37.
Así formulada, tal teoría no puede por menos de resultar
inaceptable para Arendt. En su interior se pierde de hecho toda
diferenciación histórica y teórica. Y del enfrentamiento que tu
vieron38 con ocasión de la publicación de Los orígenes del to
talitarismo, surgen posiciones irreconciliables que van más allá
del debate específico del que nacieron. Contra la explicación del
advenimiento de la ideología moderna y del totalitarismo en
términos de inmanentización progresiva del eschaton cristiano,
Arendt quiere hacer valer una investigación realizada sobre he
chos políticos e institucionales concretos39; a la diagnosis de la
putrefacción de la civilización occidental — por usar la expre
sión de Voegelin— en los términos de un completo despliegue
de una esencia que, encubierta, recorrería toda nuestra tradi
ción y que se expresaría en la voluntad de cambiar la naturale
za humana, Arendt opone resueltamente la afirmación de que
«semejante esencia no existe antes de salir a la luz»40. Y ade
más en las cartas no publicadas, insiste en que el método voe-
geliniano no hace más que suministrar antepasados ilustres al
suceso totalitario, por sí mismo no explicable a través de una
deducción causal de aquel género. Arendt en sustancia se opo
ne, juzgándolo insensato, al lamento acerca de la progresiva
pérdida de la trascendencia y del fracaso de la civilización cris
tiana. Apelar a los valores cristianos no es sólo totalmente inú
til a la hora de frenar el proceso de decadencia — éste, de he
43 Véase, por ejemplo, H. Arendt, The Human Condiíion, cit., págs. 256
y 258 [trad. esp.: op. c it.]. Esta afirmación es recurrente casi por doquier en
los textos de la autora.
44 Véase H. Blumenberg, D ie Legitimitát der Neuzeit, cit., pág. 9. Blu
menberg, sin entrar en el mérito del pensamiento arendtiano, considera im
plícitamente a la autora com o una teórica de la secularización: para el autor
alemán, por consiguiente, es una pensadora que pone en duda la legitimidad
y la autonomía del mundo moderno.
demidad. En el interior de un universo como el moderno, que
no podía esperar ni en la permanencia de un mundo común,
transmitido de generación en generación a través del recuerdo
de grandes acciones y grandes discursos, como había sucedido
desde la antigüedad, ni en la inmortalidad individual garantiza-
*da por la eternidad y trascendencia de Dios, como había sucedido
en el cristianismo, se creyó encontrar un elemento de inmorta
lidad y de permanencia en la vida humana en cuanto tal, y en
su capacidad de perpetuarse en el género humano. Lo que, por
consiguiente, se absolutizó fue el principio de la vida misma45.
Esto pudo suceder, si seguimos coherentemente el discurso
arendtiano, sólo gracias a que el cristianismo, al revolucionar
la concepción clásica que veía en la vida biológica el rasgo co
mún entre el hombre y los animales, puso en el centro de cual
quier consideración la sacralidad de la vida misma, asumida
como portadora del principio divino. Por consiguiente es la secu
larización del principio cristiano de la sacralidad de la vida la que
diseña la fisonomía de la época moderna, así como su noción de
la historia que celebra la inmortalidad del género humano46. To
das las teorías políticas modernas están marcadas por la referen
cia al valor absoluto repuesto en el principio de la vida misma:
del absolutismo al liberalismo, del utilitarismo al socialismo. La
época moderna, por consiguiente, demostraría no saber liberarse
de la necesidad de permanencia, de seguridad, en una palabra, de
la necesidad de lo absoluto. Incluso a costa de identificar este ab
soluto con el mero perpetuarse de la vida en la especie.
2. L a h is t o r ia c o m o n a r r a c ió n
49 The Human Condition, cit., pág. 252 [trad. esp.: op. cit.]. Es éste un
convencimiento en el que se insiste en muchos pasajes de la obra arendtiana.
50 Ibídem, pág. 184.
51 H. Arendt, «Understanding and Politics», Partisan Review, XX, núm. 4,
1953, págs. 377-392 y 580-583.
52 Se trata de la hipótesis interpretativa avanzada por Reiner Schürmann
en la obra H eidegger on Being and Acting: From Principies to Anarchy,
Bloomington, Indiana University Press, 1987; en este libro, dedicado al pen
samiento de Heidegger, el autor tiene como fondo la obra de Hannah Arendt,
interpretándola en estrecha conexión con algunos elementos de la filosofía
heideggeriana. Véanse sobre todo las págs. 247 y ss.
Esta interpretación parece encontrar una posible confirma
ción en un breve artículo escrito por Arendt en 1975. En efec
to, allí podemos leer:
1. E n t r e h is t o r ia y t e o r ía p o l ít ic a
2. R e d e f in ic ió n d e l c o n c e p t o d e r e v o l u c ió n
7 H. Arendt, Between Past and Futnre, cit., pág. 5. [Trad. esp.: Entre el
pasado y el futuro. Barcelona, Península, 1996]
como el campo de lo posible y de lo contingente, las iniciativas
concertadas de los actores que concurren al cumplimiento del
fenómeno revolucionario puede llamarse libres. Y sólo cuando
a la acción política se le reconoce la capacidad de dar vida a un
espacio para el ejercicio del poder, la revolución adquiere la
precisa y justa consistencia que la diferencia tanto de una sim
ple rebelión como de una guerra civil.
Pero para poner en relación las categorías de revolución,
de poder y de libertad y para hacer que cada una de estas re
cupere la propia identidad específica, Arendt debe moverse
tanto sobre el plano de la redefinición conceptual como so
bre el de la crítica a otras concepciones del cambio histórico
y de la revolución. Su aproximación debe romper tanto con
el paradigma continuista, en sus múltiples versiones, como
con el mito de la violencia revolucionaria creadora. El carác
ter distintivo de la revolución no es la violencia, al igual que
el suceso revolucionario no es una «figura» del progresivo
avanzar del espíritu absoluto ni la desembocadura obligada
de las contradicciones económico-sociales que mueven la
historia.
3. L a REVOLUCIÓN AMERICANA
25 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 129. [Trad. esp.: op. cit.]. Véase
también H. Arendt, «Action and the Pursuit ofH appiness», cit., págs. 5 y ss.
En ambos textos Arendt pone com o ejemplo la correspondencia que mantie
nen Jefferson y Adams. La carta de Jefferson a Adams de abril de 1823 es
para Arendt especialmente significativa: «Cuál era para Jefferson la verda
dera noción de felicidad destaca cuando, abandonándose a una alegre y so
berana ironía, concluye así una de sus cartas a Adams: “plazca al cielo que
nos encontremos de nuevo en el Congreso, con nuestros antiguos colegas y
recibamos con ellos el sello de la aprobación: bien hecho, buenos y leales
servidores”. Aquí, bajo la ironía — añade Arendt encontramos la cándida
admisión de que la vida en el Congreso, el regocijo de los discursos, de la le
gislación, del tratar los asuntos, de persuadir y de ser persuadidos eran para
Jefferson una prefiguración de la bienaventuranza eterna.» On Revolution,
pág. 133. [Trad. esp.: op. c i t]
cual gira todo el significado del evento revolucionario de ultra
mar, está implícita precisamente en la noción de un political
power que se constituye exclusivamente a partir de una «práctica
de libertad», la práctica iniciada con el Mayflower Compact y
nunca interrumpida por los colonos. En tal experiencia, Arendt,
en sintonía una vez más con Tocqueville, lee las premisas para la
plena realización de una política participativa y plural.
Lo que en realidad hizo la revolución americana — afirma
en Sobre la revolución— fiie llevar al escenario la nueva expe
riencia y el nuevo concepto de poder americano. Como la pros
peridad y la igualdad de condiciones, este nuevo poder era más
antiguo que la revolución, pero [...] no habría sobrevivido sin la
fundación de un organismo político, destinado explícitamente a
defenderlo y a conservarlo. Con otras palabras: sin revolucio
nes, el nuevo principio del poder habría quedado oculto»26.
29 Ibíclem.
30 No se puede compartir, por consiguiente, la hipótesis de P. Flores
I) ’Arcáis, según la cual la idea arendtiana de revolución sería afín a la de re
forma institucional. Arendt, en efecto, considera com o radicalmente dife
rentes los dos tipos de fenómenos. V éase el ensayo de P. Flores D ’Arcais
«L’esistenzialism o libertario di Hannah Arendt», ensayo introductorio a
11. Arendt, Política e Menzogna. cit., págs. 7-81, sobre todo págs. 50-51.
Sobre el m ism o problema, véanse: W. L. Adamson, «Beyond R efonn and
Revolution: N otes on Political Education in Gramsci, Habermas and
Arendt», Theory and Society, VI, núm. 3, 1978, págs. 429-460; M. Fiora-
vanti, «Rivoluzione e costituzione: a proposito di un volume di Hannah
Arendt», en H. Mohnhaupt (ed.), Revolution, Reform, Restauration. For
men der Veranderung von Recht und Gesellschaft, Frankfurt, Kloster-
mann, 1988, págs. 251-261.
da, reafirmación del habeas corpus en la libertad religiosa y de
pensamiento: su radical novedad fue la de responder a la prepo
tente petición de participación reconociendo los derechos pú
blicos, los derechos de la ciudadanía31.
No es fácil pasar por alto las dificultades que provoca la
afirmación por parte de Arendt de la primacía del derecho de
ciudadanía sobre todos los demás derechos en la experiencia
política americana, sobre todo si consideramos que exacta
mente el mismo John Adams afirmaba que la declaración no
contenía nada que no se encontrase ya en la obras políticas de
Locke y si se tiene en cuenta que los dos tratados sobre el go
bierno civil no pueden ser leídos ciertamente como una de
fensa de la participación política directa. Como bien es sabi
do, Locke ve en la acción del gobierno, en primer lugar, una
garantía para la plena fruición del conjunto de los derechos
que el individuo lleva consigo mismo desde el nacimiento; y
es sabido que durante muchos años la constitución america
na32 se interpretó desde esta perspectiva liberal. Pero Hannah
Arendt nunca tuvo empacho en someter a discusión las inter-
31 Cfr. H. Arendt, «The Rights o f Man: What are They?», Modern Re-
view, III, núm. 1, 1949, págs. 24-37, en el que la autora sostiene que sólo
existe un único y auténtico derecho del hombre: el de pertenecer a una co
munidad política; la versión alemana del ensayo lleva acertadamente el títu
lo «Es gibt nur ein einziges Menschenrecht», en G. Hóffe, G. Kadelbach,
G. Plumbe (ed.), Praktische Philosophie-Ethik, Frankfúrt, Fischer Verlag,
1981, vol. II, págs. 152-167. Sobre los derechos naturales en relación con el
derecho de ciudadanía, véase J. Esslin, «Une loi que vaille pour l’humanité»,
Esprit, IV, núm. 6, 1980, págs. 41-45; R. Legros, «Hannah Arendt: une com-
préhension phénoménologique des droits de 1’homme», Études Phénoméno-
logiques, I, núm. 2, 1985, págs. 27-53.
32 Sólo en los últimos treinta años se ha afirmado una interpretación his-
toriográfica que redimensiona el papel de Locke y afirma, por el contrario,
la importancia de la influencia de la tradición republicana en el pensamiento
de los revolucionarios americanos; sobre este filón historiográfico, véanse
los estudios mencionados de R. E. Shallope, «Toward a Republican Synthe-
sis: the Emergence o f an Understanding o f Republicanism in American His-
toriography», en William and M ary Quarterly, XXIX, 1972, págs. 49-80;
R. E. Shallope, «Republicanism and Early American Historiography», en
William an d M ary Quarterly, XXXIX, 1982, págs. 334-356.
prefaciones dominantes y, al menos en Sobre la revolución,
excluye que las teorías contractual istas, incluida la de Locke,
hayan tenido un cierta influencia sobre el espíritu revolucio
nario americano33.
Frente a la obstinada y, en ciertos casos, embarazosa nega
tiva a reconocer una fuente teórica y práctica de los padres fun
dadores en el pensamiento de Locke está la interpretación que
hace de Montesquieu el verdadero inspirador de la constitutio
libertatis. A la separación de poderes, teorizada por el pensador
francés, Arendt atribuye mucho más que el simple mérito de
haber suministrado a un sistema de protección de los ciudada
nos del abuso del poder estatal. El descubrimiento del autor del
Esprit des Lois, contenido en la tesis según la cual «sólo el po
der detiene al poder», se lo habrían apropiado los revoluciona
rios americanos en una perspectiva particular: a saber, ellos no
habrían estado movidos por la tradicional sospecha y por la des
confianza en los enfrentamientos de los excesos del poder políti
co sino por la preocupación por su «despotenciamiento», atemo
rizados por la hipótesis de Montesquieu según la cual el gobier
no republicano solo podía asentarse en territorios relativamente
pequeños.
4. L a R e v o l u c ió n F rancesa
42 H. Arendt, «Action and the Pursuit ofH appiness», cit., pág. 16.
midad del poder; la posibilidad de realizar la fundación sin ne
cesidad de anclarla en una instancia absoluta que la justifique.
En este sentido, la Declaración de Independencia, «un auténti
co ejemplo de acción que puede realizarse en palabras», nos ha
puesto frente a uno de esos rarísimos momentos históricos en
los que el poder de los hombres que actúan y hablan juntos es
por sí mismo suficiente para dar vida a un espacio político.
Pero «contra su misma realidad», contra la experiencia del
poder del que era expresión, el preámbulo de la Declaración hace
referencia a una fuente trascendente para justificar la autoridad
del nuevo cuerpo político. En la medida en que no había compro
metido el destino efectivo de la república americana, la apelación
«al Dios de la naturaleza y a las verdades auto-evidentes de la
Razón» revela la necesidad teórica de un Absoluto43. Y si bien de
hecho la autoridad se ha puesto, como queda dicho, en la consti
tución — recuerdo institucionalizado y siempre renovado de la
fundación— , semejante referencia a una Ley de Leyes no es sólo
la clave de un problema retórico. Ella atestigua la fuerza coerci
tiva de una tradición cultural que impide a la experiencia del nue
vo comienzo expresarse y articularse conceptualmente.
5. E l f- r a c a so d e l a s r e v o l u c io n e s
45 Cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., págs. 195-196. [Trad. esp.: op. cit.]
Acerca de este tema, véase el ensayo de J. Derrida, «Declarations o f Indepen-
dence», New Political Science, XV, 1986, págs. 7-15, que parece un auténtico
y verdadero «contrapunto» a la lectura que Hannah Arendt hace de las apela
ciones a lo Absoluto contenidas en la Declaración de Independencia. Según
Derrida, esta referencia a un Origen Absoluto, a una Ley dé Leyes, es tanto
conceptualmente inevitable como «políticamente» contrastable. Para una com
paración entre la interpretación arendtiana de la Declaración de Independen
cia y la de Derrida, véase el bello ensayo de B. Honig, «Declarations o f In-
dependence: Arendt and Derrida on the Problem o f Founding a Republic»,
American Political Science Review, LXXXV, núm. 1, 1991, págs. 9 7 - 1 11.
y plural; por otra, la Revolución Francesa que ha sofocado se
mejante espacio y, en consecuencia, ha perpetuado la traición
de la política «auténtica». Si la experiencia francesa y la ameri
cana se enfrentaran como alternativas rígidamente contrapues
tas; si el caso americano fuese el modelo ideal a seguir, con
contornos precisos e indicaciones viables, y si, a su vez, los
acontecimientos franceses equivaliesen sólo al número de erro
res que debiéramos evitar, tendría razón Habermas al definir
Sobre la revolución como una interpretación que «die Dinge
auf den Kopf stcllt»44. Para el autor alemán, efectivamente, la
estructura del ensayo sobre las revoluciones activa una distin
ción, del todo ideológica, entre una revolución «buena» y una
revolución «mala». Para Arendt, leída por Habermas, la revolu
ción americana tendría el gran mérito de hacer revivir en el co
razón de la época moderna el ideal político aristotélico, mien
tras la francesa sería condenable porque sacaría a la luz todas
las contradicciones de lo moderno perdiéndose en ellas45. Ha-
bermas, por consiguiente, lee Sobre la revolución en clave sustan
cialmente normativa: las tesis del libro están, en su opinión,
orientadas a «disfrazar» la historia y así encontrar a toda costa
la verificación de una nueva polis.
Esta perspectiva corre el riesgo de ser un grave forzamien
to del pensamiento arendtiano en general y del ensayo Sobre la
revolución en particular. Especialmente la revolución america
na no puede ser la realización de la politia aristotélica por el
simple hecho de que la ejemplaridad del episodio revoluciona
rio americano se mide, para Arendt, precisamente por su ser
extraño a la tradición principal del pensamiento político, tradi
ción a la que, en rigor y a pesar de su parcial excentricidad, per
tenece Aristóteles. Si se quiere ver en la lectura arendtiana del
episodio revolucionario un modelo, este último ciertamente no
se entiende en clave inmediatamente operativa, sino que se in
terpreta más bien cómo una configuración teórica orientada a
World, Nueva York, St. Martin Press, 1979, págs. 177-208; J. G. Gray, «The
Abyss o f Freedom and Hannah Arendt», en M. A. Hill (ed.), Hannah Arendt.
The Recovery o f the Public World, págs. 225-244; B. M. Duffé, «Hannah Arendt:
penser l’histoire en ses commencements. De la fondation á l’innovation», Revue
des Sciences Philosophiques et Theologiques, LXV1I, núm. 3, 1983.
49 Cfr. Civil Disobedience, cit., donde la autora interpreta la «desobedien
cia civil» de los movimientos americanos a favor de los derechos civiles y de las
manifestaciones contra la guerra del Vietnam, no en términos de protesta mo
ral, sino como acciones políticas en sentido propio, orientadas sobre todo a re-
vitalizar, a través del disenso, el espíritu de la constitución americana. [Trad.
esp. en Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.]
50 Véase la última parte de On Revolution titulada «The Revolutionary
Tradition and Its Lost Treasures», págs. 232-281; además, H. Arendt,
«Thoughts on Politics and Revolution», en C rises o f the Republic, cit.,
págs. 199-233, sobre todo, págs. 231-233. [Trad. esp.: Crisis de la repúbli
ca, op. cit.]
A partir del siglo xvm, toda gran sublevación que ha sacado a la
luz los rudimentos de una forma de gobierno enteramente nueva
se ha manifestado incapaz de mantener vivo, a través de la pro
pia institucionalización, el espíritu innovador y revolucionario.
Pero las revoluciones, que se alcanzan por la soberanía de
la nación o por la representación política51, y los movimientos
de «consejos», que son indefectiblemente «matados» por los
partidos políticos52, testimonian, en perfecta consonancia con
51 Arendt lia expresado sin cesar sus reservas con respecto al sistema de
partidos. En Sobre la revolución esta polém ica se hace aún más aguda y
se orienta, sobre todo, al análisis de los sistemas pluripartidistas. El bipar-
tidismo anglosajón es, a su parecer, una mayor garantía de difusión general
del poder (cfr. On Revolution, cit., págs. 267-268 [trad. esp.: op. cit.]). A pe
sar de esto es muy crítica también en el análisis de la democracia represen
tativa de los Estados Unidos, porque de cualquier manera que se articule, el
sistema de partidos representa efectivamente los intereses de los ciudadanos,
pero no les hace partícipes de la vida política.
52 En el extremo opuesto del sistema de partidos se sitúa, en opinión
de la autora, el sistema de consejos, respecto al cual declara sentir «un
entusiasmo romántico» (cfr. H. Arendt, «Hannah Arendt on Hannah Arendt»,
conferencia del 1972, publicada en M. A. I lili [ed.], Hannah Arendt: the Reco
ven! o fth e Public World, cit., pág. 327). Había sido la revolución húngara la
que le había hecho apreciar este tipo de «organización desde abajo» que
siempre había emergido de manera espontánea en el trascurso de las revolu
ciones (véase «Totalitarian Imperialism: Reflections on the Hungarian Revo
lution», The Journal o f Politics, XX, núm. 1, 1958, págs. 5-43, vuelto a publicar
en The Origins ofTotalitarianism, segunda edición aumentada, Nueva York,
Harcourt, Brace, Jovanovich, 1958, págs. 497-500 [trad. esp.: Los orígenes
del totalitarismo, op. cit.]). Del sistema de consejos Arendt aprecia, obvia
mente, no su carácter de portavoz de instancias sociales y económicas, sino
su carácter de vehículo de la exigencia de participación y difusión del poder,
contra la «profesionalización» de la política en los aparatos de partido (cfr.
H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 245 [trad. esp.: op. cit.]). H. Arendt insis
te en el modo en que, sin ninguna teoría de la organización, semejantes movi
mientos han sido capaces de resurgir, revolución tras revolución. Además de a
todos los townships americanos y a los consejos de la Revolución Francesa,
reaparecidos en Francia en 1870, Arendt se refiere a los de Rusia de 1905 y
de 1917, a los de Alemania de 1918-1919 y a la Hungría del 1956. No cons
tituían movimientos ideológicos, sino espacios públicos en los que las perso
nas podían discutir y actuar juntas. Lejos del ser entes sin articulación, los
consejos siempre habían mostrado una tendencia a federarse y a erigir una
representación de estructura concéntrica, que partía desde abajo, absoluta-
la anti-filosofía de la historia arendtiana, que la filosofía autén
tica se manifiesta sólo en aquellas rupturas de la historia en las
c|iie parece suspenderse la progresión temporal.
La experiencia de la revolución americana, al igual que la
de los sistemas de consejos, no pueden por tanto ser interpreta
das como si suministrasen los elementos de una utopía política
cumplida. Deben, si acaso, leerse como testimonios que ayu
dan a recordar que en los márgenes de la tradición hegemónica
han existido, y todavía existen, potencialidades políticas que se
escapan al orden del dominio.
mente diversa del sistema de partidos. (Cfr. On Revolution, cit., pág. 267.)
Pero, por desgracia, los consejos han sido siempre suprimidos antes de que ha
yan sido capaces de manifestar plenamente todas sus potencialidades políticas.
Acerca de este tema, véase el artículo de J. F. Sitton, «Hannah Arendt’s Argu-
ment forC’ouncil Democracy», Polity, XX, 1, 1987, págs. 80-100.
Volver a pensar la política
I. La a c c ió n
1 H. Arendt, The Human Condition, pág. 205. [Trad. esp.: op. cit.]
2 Ibídem, pág. 177.
3 Ibídem, pág. 246.
Sólo de este modo, según Arendt, es posible pensar al hombre
como un ser libre. Y esta preocupación es tan determinante en
su pensamiento que la induce a afirmar que su reflexión sobre
la política puede interpretarse también como el intento de esta
blecer las líneas generales de una «antropología filosófica», ca
paz de tratar la libertad del hombre contrastándola con todo
aquello que de algún modo tiene que ver con la naturaleza4.
Como ya se ha señalado, cuando se ha introducido la categoría
trabajo, toda realidad humana que no logra trascender la di
mensión de lo natural adquiere, en diversos contextos de su
obra, una acepción negativa. Naturaleza es sinónimo de un in
cesante transcurrir que no permite que subsista a una perma
nencia a la que poder dar un sentido. Arrastrada por el ciclo del
nacimiento y de la muerte, de la generación y de la corrup
ción, la naturaleza se convierte en el paradigma de un orden
necesario en el que la espontaneidad absoluta, en última ins
tancia coincidente con la libertad, no logra encontrar expre
sión. La posibilidad de «iniciar cualquier cosa de nuevo» vehi-
culada por la acción es, por consiguiente, para Arendt, antes de
cualquier ulterior especificación en sentido político, la señal de
la «posibilidad existencial» de los seres libres. He aquí por qué se
puede afirmar que «ser libres y actuar son la misma cosa»5.
En The Human Condition, cit., pág. 205 [trad. esp.: op. cit.] se lee:
«A diferencia del mero comportamiento humano —que los griegos, com o
todos los pueblos civiles, juzgaban sólo sobre «criterios morales» teniendo en
cuenta los motivos e intenciones por una parte y los objetivos y consecuen
cias, por otra la acción solo puede ser juzgada mediante el criterio de la
grandeza, porque está en su naturaleza interrumpir lo que es comúnmente
aceptado e irrumpir en lo extraordinario donde ya no encuentra aplicación lo
que es verdadero en la vida común y cotidiana, porque en tales dimensiones
cada cosa existente es única y sui generis.» Acerca del carácter de extrañeza
de la conciencia y de sus valores respecto al ámbito de la acción política,
véanse en particular los ensayos arendtianos «Thinking and Moral Conside-
ration. A Lecture», Social Research, XXXVIII, núm. 3., 1971, págs. 417-446;
y sobre todo On Civil Disobedience, cit., en particular, págs. 100-104.
13 Cfr. E. Fink, D as Spiel ais Weltsymbol, Stuttgart, 1960. Véase G. Batai-
lle, «La notion de dépense», publicado en el 1933 en La critique sociale y aho
ra en G. Bataille, Oeuvres Completes, París, Gallimard, 1976, págs. 302-320.
Esta temática, com o se sabe, constituye el núcleo en torno al cual se desarro
lla y gira toda la reflexión bataillana. Sobre este aspecto del pensamiento de
Bataille sigue siendo esclarecedor el ensayo de J. Derrida, contenido en La es
critura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989.
na o interna e interesada sólo en la realización «virtuosa» del
principio que lo inspira, actúa no por utilidad personal, sino ex
clusivamente por «amor del mundo», para distinguirse y para ser
recordado. Y si es correcto decir que la acción, tal y como la ha
esbozado Arendt, parece coincidir con la realización de la virtud,
hay que precisar que esta última no debe ser entendida sobre cri
terios y contenidos éticos. Un actor es virtuoso si se concentra
exclusivamente sobre aquello que está haciendo, en una especie
de supremo olvido de sí mismo. Si por la noción de «principio»,
Arendt se refiere a Montesquieu, por la de virtud su referencia se
orienta a Maquiavelo. Siempre en What is Freedom? se lee:
La coincidencia entre acción y libertad encuentra qui
zás el mejor ejemplo en el concepto maquiaveliano de vir
tud la excelencia con la que el hombre corresponde a las
oportunidades desplegadas ante él por el mundo en la así lla
madafortuna. Este término de Maquiavelo reclama más que
nada el concepto de virtuosismo, de excelencia que recono
cemos a los ejecutores (que se distinguen de los artistas
creadores, que «hacen»), cuyo arte se expresa en la ejecu
ción misma sin concretarse en un producto final17.
Arendt interpreta de esta manera la noción maquiaveliana
de virtud cívica — totalmente diferente de la virtud del indivi
duo aislado que busca en la propia interioridad el conocimien
to o la salvación— sin ninguna referencia al valor militar. En
sustancia le sirve para poder afirmar que la gloria, la excelen
cia, son la medida de la acción sólo si se entienden como las
únicas modalidades a través de las cuales el hombre puede ser
«reconocido por los otros» y ser recordado. Arendt quiere en
definitiva sugerir que, sólo en las grandes acciones, el hombre
encuentra la posibilidad de rescatarse de la necesidad de la vida
biológica, de los determinismos de la psique y de los de la his
toria, y sólo en el interior de un actuar así entendido tiene la po
sibilidad de recibir a cambio la propia identidad. La superiori
dad existencial de la acción estriba exactamente en el conferir
significado al agente, más allá de toda trascendencia y de todo
iK H. Arendt, The Human Condition. cit., pág. 3. [Trad. esp.: op. cit.]
vida por la misma sed de gloria y de grandeza inmortal está
tanto la acción que constituye y mantiene viva la ciudad griega
cuanto la experiencia romana del «acto de la fundación»21.
En el paper Philosophy and Politics. What is Political Phi
losophy?, de 1969, se vuelve a epilogar magistralmente lo que
estos diversos tipos de acción tienen en común, esclareciendo
de una vez por todas lo que la autora había estado buscando en
ellas. Los diferentes modos tienen en común «el deseo de los
mortales de llegar a ser inmortales o, mejor, dado que esto es
imposible, de participar de la inmortalidad»22. Tanto el héroe
de Homero y de Heródoto, como el ciudadano de la Atenas de
Pendes quieren distinguirse no para afirmarse sobre los otros^
sino para inmortalizarse. Pero ambos saben que la brevedad de
su vida y la impotencia que deriva de la soledad constituyen un
obstáculo para acceder a la fama imperecedera. El actor heroi
co tiene necesidad de los compañeros para emprender las gran
des acciones e igualmente no puede minusvalorar a poetas e
historiadores que harán sobrevivir en el tiempo y en el recuer
do el esplendor y la grandeza de sus empresas23. Pericles, a su
vez, nos revela que, con la polis, para conseguir la inmortalidad
2. E l e s p a c io p ú b l ic o
'7 Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 53. [Trad. esp.: op. cit.]
18 Ibídem.
39 Ibídem.
40 H. Arendt, The Human Condition. cit., pág. 57.
de una posición distinta. Éste es el significado de la vida públi
ca», se repite en La condición humana41.
Si «el hombre es un ser político precisamente porque
quiere aparecer, porque quiere manifestarse a sí mismo»42, se
sigue que la política, en el primero de sus significados, coin
cide en Hannah Arendt, con el juego recíproco del ver y del
ser vistos, del manifestarse y del ser reconocidos por la ma
nera como uno se propone y se expone a los otros. Y si la po
lítica implica y en muchos aspectos coincide con la «publici
dad», esta última es exactamente Óffentlichkeit, en el sentido
literal de apertura: apertura a la visibilidad de cada uno y de
todos.
Ahora bien, que los seres humanos no estén simplemente
on el mundo sino sobre todo que «sean del mundo» también
quiere decir que «no existe sujeto que no sea al mismo tiempo
objeto y aparezca como tal a cualquier otro, que será garante de
su realidad “objetiva”»43.
44 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 208. [Trad. esp.: op. cit.]
45 Cfr. Hannah Arendt, «Le grandjeu du monde», discurso pronunciado
por la autora en 1975 en Copenhague y publicado en Esprit, VI, 7-8, 1982,
págs. 21-29.
paridad de desempeñar correctamente el propio papel público,
solo permanece la desnudez de una naturaleza humana idéntica
para todos, una naturaleza que amenaza con invadir y trastocar el
inundo con la imperiosidad de las pulsiones que esconde. La Re
volución Francesa debería valer como testimonio de los resulta
dos destructivos que derivan del hacer aparecer en público la pe
rentoriedad de las necesidades naturales. Cuando, por el contra
rio, el actor desempeña bien el propio papel público recibe a
cambio la propia identidad y la propia diferencia.
Hay que destacar que sólo desde estos supuestos se mueve
la redefinición arendtiana del concepto de igualdad. De cuanto
se ha dicho debería ser fácil deducir que el significado atribui
do por Arendt al término equality no tiene nada que ver con la
igualdad de tipo natural o económico. La autora pretende recu
perar, para después reformularlos en su universo conceptual,
tanto el significado griego de isonomía, cuanto el significado
de la igualdad que, a su juicio, era uno de los principios funda
mentales de la tradición republicana. En ambas acepciones, la
igualdad implica en primer lugar «la alegría de no estar solos
en el mundo. Porque sólo en la medida en la que estoy entre
mis pares, yo no me siento solo»46. Y ambos significados, des
de el punto de vista más estrictamente político, no tienen nada
que ver con la idea moderna y liberal según la cual todos los
hombres han nacidos iguales. El ideal griego, al igual que el re
publicano, no postula esa igualdad universal que el pensamien
to moderno atribuye a una humanidad pensada como un singu
lar colectivo. Este, efectivamente, lo ha vuelto a recuperar
quien, desigual por naturaleza, quiere «hacerse igual» gracias a
leyes e instituciones y entra por lo tanto en el mundo artificial
de la polis y de la res pública41. La igualdad entre los hombres
no es, por tanto, un dato, sino, si así se puede llamar, un proyec
to inherente a la construcción del espacio político. Y una igual
dad así entendida no puede ser cualquier cosa que el individuo
posea en su aislamiento. Es más bien una dimensión presente
4h H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 34.
47 Véase, sobre todo, H. Arendt, On Revolution, cit., págs. 30-31. [Trad.
esp.: Sobre la revolución, op. cit.]
en la esfera pública: una formalización de relaciones recíprocas
y simétricas que deja subsistir la singularidad de cada uno. Una
igualdad por consiguiente, que es inseparable de la diferencia.
La relevancia del espacio público no se interpreta, sin em
bargo, en términos puramente subjetivistas. The puhlic realm
no es exclusivamente el lugar de la individuación del «quién»,
el lugar del reconocimiento de la identidad. También es el
ámbito en el que se desvela la realidad del mundo. «Todo lo
que aparece en público, puede ser visto y oído por todos [...]
Para nosotros, lo que aparece, lo que es visto y sentido por los
otros y por nosotros mismos, constituye la realidad»48. Las
cosas del mundo pueden llamarse reales gracias a la presen
cia simultánea de innumerables perspectivas y aspectos en los
que el mundo se ofrece. En La condición humana, se lee to
davía:
4!< H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 50. [Trad. esp.: op. cit.]
49 Ibídem, pág. 58. Véase también H. Arendt, The Life o f the Mind, cit.,
pág. 19 [trad. esp.: op. c it], donde a propósito de la naturaleza fenoménica
del mundo, se lee: «El mundo en el que nacen los hombres contiene muchas
cosas, naturales y artificiales, vivas y muertas, caducas y eternas, que tienen
en común el hecho de aparecer, y están, por consiguiente, destinadas a ser vis
tas, oídas, tocadas, gustadas y olidas, a ser percibidas por criaturas dotadas de
los órganos apropiados del sentido. Nada podría aparecer, la palabra aparien
cia no tendría ningún sentido, si no existiesen seres receptivos, criaturas vi
vientes capaces de conocer, reconocer y reaccionar — con la fuga o el deseo,
la aprobación o la desaprobación, la reprobación o la alabanza a lo que no
es sin más, sino que se les aparece y está destinado a su percepción.» Por es
tas consideraciones relativas a la realidad, que puede considerarse «segura»
cuando no cambia si se observa de muchos puntos de vista, Arendt ha sido
simplemente acusada de «ingenuo realismo filosófico». Véase, por ejemplo,
el artículo de D. R. Villa, «Postmodemism and the Public Sphere», cit.
Esto supone afirmar decididamente que, en contra de una
tradición que, partiendo precisamente de la separación de
I senda y Apariencia, ha traicionado la política'’0, ser y apare
cer coinciden. El espacio público, por consiguiente, no sólo
ofrece una chance existencial, sino que se pone al mismo tiem
po como condición de la realidad misma. Una realidad que, si
no fuese confirmada desde muchos puntos de vista, quizás po
dría confundirse con el contenido de un sueño o de una pesadi
llas solitarios.
En el interior de semejantes coordenadas se sitúa la redefi-
mción de la noción de opinión, cuya originalidad no consiste
única ni. mucho menos, primariamente en rehabilitar una for
ma de saber frenético en oposición al saber técnico o al filosó
fico. Hannah Arendt redefine la opinión apelando al doble sen-
lido del término griego doxa: como cualquier cosa que se con
trapone a episteme y, sobre todo, como lo que, a diferencia de
las ilusiones, remite al aparecer, al salir a la luz51. En La vida
del espíritu. se insiste en este segundo significado a costa del
primero. En esas páginas, Arendt acentúa la estrecha relación
existente entre doxa y apariencia, jugando también sobre el
modo en el que en inglés se dice ‘tener una opinión’, it seems
to me. Y sostiene: «Parecer — el me parece, dokei moi— es el
modo, quizás el único posible, como se reconoce y se percibe
un mundo que aparece»52.
54 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 57. [Trad. esp.: op. cit.]
55 Cfr. H. Arendt, From Machiavelli to Marx, cit., págs. 023453- 023454
y H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?, cit.,
pág. 024420.
Tener una opinión no equivale simplemente a tener una
convicción particular, a la libertad de expresión de todo indivi
duo de afirmar públicamente sus personales puntos de vista.
Es, expresado de manera más radical, la posibilidad de captar
la realidad moviéndose entre las diferentes perspectivas desde
las que la pluralidad de los hombres ve el mundo. Así interpre
tada, la opinión es el calco, articulado en el discurso, de la mul
tiplicidad de los aspectos de ese mundo fenoménico detrás del
cual no se esconde ningún mundo más auténtico. Por lo demás,
a diferencia de la verdad que obliga al asentimiento, semejante
opinión tiene uno de sus rasgos característicos en la salvaguar
dia del descarte entre diversos puntos de vista, permitiendo así
una confrontación de perspectivas diversas.
Que la filosofía arendtiana no es una filosofía política que
proponga una teoría de la democracia directa de tipo rousseau-
niano53 se deduce no sólo de las durísimas críticas que la auto
ra lanza contra Rousseau. Nada puede demostrar mejor la dis
tancia que separa a Hannah Arendt de la apreciación de la vo-
56 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 55. [Trad. esp.: op. cit.]
Aunque la contraposición público-privado esté por lo demás
orientada polémicamente, como se observará mejor dentro de
poco, contra el primado axiológico de lo privado que sostiene la
teoría liberal, la prioridad que Hannah Arendt atribuye a lo «públi
co» no comporta de hecho que ella haga propia una posición orga-
nicista para la que el todo viene antes que las partes. Porque, ya se
ha visto, thepublic realm es exactamente el lugar en el que las di-
lérencias y la singularidad pueden afirmar su dignidad ontológica.
Y el bien público no se configura ya como una cosa que viene an-
tes que los ciudadanos y los supera, sino como aquello que los in
dividuos pueden compartir: el mundo y la libertad de actuar en él.
Un segundo significado de privado se tiene cuando el con
cepto de «privacy» pierde su referencia a la «privación» y se
hace sinónimo de lugar protegido, donde «todo sirve y debe ser
vil' a la seguridad de la supervivencia». El aspecto «no privativo»
ile la noción de privado surge, por consiguiente, cuando se en
deude como «el único refugio seguro del mundo público común,
seguro no sólo de todo lo que sucede en él, sino también de la
propia condición que se detenta en público, del ser vistos y oi-
dos»62. Momentos fundamentales de lo privado, así entendido,
son la propiedad y la labor: Arendt reconoce la importancia de la
propiedad privada y recuerda que en origen tener una propiedad
no «significaba ni más ni menos que tener un lugar propio en una
parte del mundo»63. No tener un puesto propio, como sucedía
con el esclavo, significaba, efectivamente, perder la condición
humana. Por lo que respecta a la labor, es suficiente recordar que
en el léxico arendtiano este término tiene una acepción vastísima
que comprende tanto, en sentido estricto, el proceso orientado al
sostenimiento de la vida, cuanto, formulado de manera más ge
neral, el ámbito de la actividades económicas.
Según Hannah Arendt, a la esfera privada se orienta todo
cuanto concierne a la interioridad del sujeto: tanto la dimensión
afectiva como las normas y los valores de la conciencia indivi
dual. Todo este universo que incluye tanto los sentimientos más
entrar y, sobre todo, en cuanto tiende a hacer converger hacia sí otras dicoto
mías que se convierten en secundarias respecto a ésta.» Cfr. N. Bobbio, Sta-
to, govem o, societá. Per una teoría generóle della política, Turín, Einau-
di, 1978, pág. 3. [Trad. esp.: Estado, gobierno y sociedad, Barcelona, Plaza
& Janés, 1987.] Esta definición se adapta, a mi parecer, a la contraposición
arendtiana de público y privado.
60 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 38. [Trad. esp.: op. cit.J
61 Ibídem, pág. 58.
publico-privado para interpretar lo social — el rasgo distintivo
de la época moderna— como el lugar en el que se consuma la
confusión entre los dos polos de aquella oposición67. La socie
dad se ve como un híbrido en el que lo privado — en sus varias
acepciones, pero, sobre todo, como reproducción material de la
vida y corno actividad económica— asume relevancia pública,
invadiendo así el espacio anteriormente reservado a lo político.
Si la sociedad es el lugar del trabajo y del consumo, la activi
dad política se convierte exclusivamente en la modalidad con
la que administrar y gestionar los problemas derivados de
ellos. Lo público es ahora una función de lo privado y lo pri
vado se ha convertido en el único interés común que queda68.
I .a publicación de lo privado y la privatización de lo publicó
han operado una especie de inversión topológica que ha hecho
de la esfera privada el lugar en el cual puede todavía habitar la
libertad y de la pública el lugar de la necesidad: el lugar de un
mal inevitable. Y efectivamente así es, ya que Arendt defien
de que el ámbito social es aquella modalidad de convivencia
colectiva, si todavía se puede llamar así, «en la que el solo he
cho de la mutua dependencia en nombre de la vida y de nada
más asume un significado público en el que se consiente que
aparezcan en público las actividades conectadas con la mera
supervivencia»69.
7,1 Cfr. ibídem, págs. 44-45. Sobre estos problemas véanse sobre todo los
artículos de R. J. Bemstein, «Rethinking the Social and the Political», en el
mismo, Philosophieal Profiles: Essays in a Pragm atic Mode, Philadelphia
University Press, 1986, págs. 238-259 y págs. 299-302; y R. S. Beiner,
«Hannah Arendt on Capitalism and Socialism», Government and ü pposi-
tion, XXV, núm. 3, 1990, págs. 359-370.
democracia, sino que es una burocracia que se hace cargo de la
conducción del oikos sobre la escala nacional. «Lo que noso-
ims tradicionalmente llamamos Estado o gobierno deja el pues
to a la pura administración y a aquel estado de cosas que Marx
justamente predecía como la extinción del Estado, si bien se
confundiría al creer que sólo una revolución podría causarla»78.
Semejante forma de administración burocrática, que para
Arendt es «la última forma de gobierno en la historia del Esta
do nacional, así como el dominio de un hombre solo [...] había
sido la primera»79, se define eficazmente con la expresión de
the rule o f nobody. Este gobierno de nadie, en todo caso, no
deja de ser una forma de dominio por el hecho de haber perdi
do la referencia a una personalidad específica. En definitiva, si
bien la esfera social ha ahogado la política, ocupado el espacio
publico y transformado los actores en consumadores, no ha lo
grado, sin embargo, poner fin al dominio. «El gobierno de na
die no es necesariamente un no-gobierno: es más, este puede en
determinadas circunstancias producirse en manifestaciones to
davía más crueles y tiránicas que las acostumbradas»80.
4 . ¿ F in d e l a p o l ít ic a ?
78 II. Arendt, The Human Conclition, cit., pág. 45. [Trad. esp.: op. cit.]
79 Ibídem, pág. 40.
80 Ibídem.
nado a la autora desde Los orígenes del totalitarismo: la reduc
ción de los seres humanos a ejemplares seriales de una «especie
animal», la subsunción de la pluralidad bajo una humanidad en
sí misma idéntica. Dicho de otra manera, en la sociedad de ma
sas, y no sólo en el totalitarismo, ha resultado verdadera aquella
abstracción filosófica de hombre universal que en Marx había
encontrado su completo y definitivo esbozo. El carácter invasivo
de semejante sociedad, que continuamente se anexionó nuevos
ámbitos que en el pasado habían sido espacios públicos o priva
dos deriva del hecho de que es el proceso mismo de la vida, con
su inexorable necesidad, el que debe estar encauzado, en una for
ma u otra, en el dominio público74. Ésta es la razón profunda que
hace de la uniformidad la esencia de la esfera social, tal y como
está concebida en Vita activa [La condición humana], «El carác
ter monolítico de todo tipo de sociedad su conformismo, que per
mite un único interés y una sola opinión, está, en último análisis,
radicado en el ser-uno del género humano»75. La sociedad es con
formista, uniforme y homogénea porque en el fondo las necesida
des materiales son iguales en todos los individuos, ya que todo ser
humano tiene en común con todos los otros la misma urgencia de
proveer a las necesidades de la vida. El deseo de distinción, que
había sido uno de los motores más eficaces de la acción política,
se satisface ahora recurriendo a la moda, a actitudes extravagan
tes o, como se diría hoy, apelando a la cultura de lo efímero76.
Esta sociedad que, como en la imagen tocquevilleana, está
retratada en su combinación de egocentrismo, conformismo y
nivelación77 tiene su propia forma de gobierno. Ésta no es la
Las páginas que siguen tienen com o punto de referencia y com o tér
mino de confrontación el ensayo de P. P. Portinaro, «Antipolítica o fine della
política? Considerazioni sul presente disorientamento teorico». Teoría poli-
lica. IV. 1988, 1, págs. 121-137; véase también ícl., «Un breviario di políti
ca», en V Vaiarelli, E. Guarnieri y P. P. Portinaro, II potere in discussione. Li-
neamenti di filosofía della política, Palermo, Edizioni Augustinus, 1992,
págs. 157-222. Interesantes consideraciones acerca de la relación Arendt-
Schmitt en R. Esposito, «Irrappresentabile polis», en id., Categorie d e ll’im-
politico, Bolonia, II Mulino, 1988, págs. 73-124, y en C. Galli, «Hannah
Arendt e le categorie politiche della modernitá», en Moclernitá. Categorie e
¡trofili critici, cit., págs. 205-224.
ciones, se puede, sin embargo, advertir que todas están bajo el
común denominador de un mismo diagnóstico de fondo: el del
carácter invasivo de la técnica, en la acepción más vasta del tér
mino, combinada con la desintegración producida por la multi
plicación de los intereses particulares que ha llevado al eclipse
de la política81.
Ahora bien, no es mi intención seguir los diversos vericue
tos que las diferentes posiciones teóricas han recorrido para en
contrarse finalmente de acuerdo en extender el certificado de
defunción de la política. Mucho menos pretendo detenerme a
observar la interesante y no casual contigüidad, lógica y gené
tica, entre los asertos sobre el fin de la política y aquellos otros
sobre los diversos «tiñes» que tiene la escena del panorama
cultural en el último tramo del siglo: fin de las ideologías, fin
de la historia, íin del sujeto, fin del sentido. Todas, en definiti
va, orientadas a señalar la fragmentación de aquellas coordena
das fundamentales entre las que se movió, cuando todavía no
estaba desorientado, el hombre occidental82. Pero, como con
clusión de cuanto se ha dicho, me urge hacer notar que la mul
tiplicidad de las posiciones desde las que se observa y se de
nuncia el ocaso de la política implica la asunción de un presu
puesto de fondo. Que la política, o mejor dicho, lo político,
tiene una auténtica autonomía y que solo en virtud de esta au
tonomía es posible diagnosticar su desaparición. Si no dispu
siese de un criterio propio que, desde otras esferas, regiones o
mundos vitales lo distinguiese, no tendría en efecto sentido la
mentarse de la anexión a otros dominios.
88 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 199. [Trad. esp.: op. cit.]
89 Ibídem, pág. 200.
1. Nada mejor que la noción de poder expresa el carácter de
potencialidad del espacio público. En La condición humana se
lee: «El poder es aquello que mantiene viva la esfera pública, el
espacio potencial del aparecer entre hombres que actúan y hablan.
I .a misma palabra “poder” como su equivalente griego dynamis,
o la potentia latina con sus derivados modernos, o el alemán
Machí (que deriva de mógen y móglich, no de machen) indican su
carácter potencial»90. Es partiendo de esta acepción del término
power como Arendt procede a desmontar las diversas estratifica
ciones de sentido de los conceptos políticos tradicionales, todos
más o menos comprometidos con aquel que desde Platón en ade
lante se ha convertido en un verdadero y auténtico lugar común:
la convicción según la cual allí donde hay política allí está vigen
te una relación asimétrica entre el que manda y el que obedece.
Este intento de crítica radical en los análisis de la tradición
que I lannah Arendt persigue hace efectivamente que no se deban
buscar en su obra las distinciones que caracterizan muchos de los
tratamientos canónicos del concepto de poder, elaborados tanto
por la filosofía política como por las más recientes sociologías
del poder. No se encuentran, por tanto, algunos topo i de la teoría
política antigua y moderna: en primer lugar, la división tripartita
clásica de las formas de poder. Arendt no distingue el poder po
lítico del poder paterno o del poder despótico, ni al seguir a Aris-
tóteles y referirse al criterio del diferente sujeto que se aprove
cha del ejercicio del poder, ni al mencionar a Locke y someter
.1 examen el diverso fundamento o principio de legitimidad de
los tres poderes. Y, al revés de lo que hacen muchos científicos
liel siglo xx, no se preocupa ni siquiera de distinguir el poder po-
lítico del económico y del ideológico, basándose en el diferente
medio con el que estos poderes son ejercidos91.
págs. 633-676, sobre todo las págs. 669-671. Para una tratamiento reciente y
sintético del concepto de poder que tenga en cuenta las elaboraciones arend-
Iianas y discuta críticamente las clasificaciones propuestas de Lukes, cfr.
I. Ball, «Power», en R. E. Goodin, P. Pettít (eds.), A Companion to Contem-
porary Political Philosophy, Oxford, Blackwell, 1993, págs. 548-557.
93 Estas consideraciones sobre la ley y el poder se encuentran en
II. Arendt, Karl Marx and the Tradition o f Western Political Tought, long
draft, 1953, Washington, Library o f Congress, Manuscripts División, «The
papers o f Hannah Arendt», box 64, págs. 41-60.
c)4 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 41.
Cuando Arendt habla de power sin ulterior precisión, se refie
re siempre al poder político, al igual que, cuando utiliza el térmi
no rule, remite, sin diferencias substanciales, tanto a dominio
cuanto a gobierno. Es, en efecto, su convencimiento de que la no
ción de gobierno presupone, en la casi totalidad de los casos, la
idea de dominio, la idea de una fractura que separa radicalmente
a quien detenta el monopolio de la orden de aquel que tiene que
seguirla. Por consiguiente, no se debe a una confusión léxica ni,
por así decir, a una escasa habilidad taxonómica el que en las
obras arendtianas falten estas tradicionales distinciones. Esto es
más bien achacable al hecho de que según Arendt, en casi todos
los modos, antiguos, modernos y contemporáneos, de trazar los
confines entre un tipo de poder y otro está implícito el supuesto
de que, por doquier y de cualquier manera como se ejercite el po
der, su acción se traduce en el plegarse a la voluntad de otros.
Quizás sólo se pueda destacar una analogía formal con algu
nas articulaciones claves de la sociología del poder weberiana.
También Hannah Arendt, a su modo, distingue entre Macht, Ge-
walt y Herrschaft, cuando hace destacar las diferencias entre
strength, violence y power. Además, el contenido del power
arendtiano, como veremos, se califica precisamente en la distin
ción y oposición a la Herrschaft weberiana. Y se puede señalar,
finalmente, como apostilla a estas consideraciones que la noción
arendtiana de poder, en cuanto extraña a las teorizaciones tradi
cionales, ha asumido su papel en los criterios taxonómicos ela
borados recientemente para dar cuenta de las diversas interpreta
ciones del fenómeno. Cada vez que se intenta distinguir las di
versas concepciones del poder dentro de dos macro-categorías,
la noción arendtiana de power está llamada a ejemplificar las po
siciones teóricas que miran al poder político como a un fenóme
no relacional y comunicativo, a las que se oponen aquellas persr
pectivas que insisten sobre el momento del conflicto y, por con
siguiente, de la orden y de la obediencia92.
Y mientras
112 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 38. [Trad. esp.: op. cit.] Véase también
el ensayo de H. Arendt, What is Freedom, cit., págs. 164-165. Acerca de la crí
tica arendtiana de la noción de soberanía, véanse las páginas de este libro dedi
cadas a la interpretación de Hobbes y de Rousseau suministrada por la autora.
113 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 39. [Trad. esp.: op. cit.] En su opinión,
también los griegos, no menos que los romanos y los cristianos, han considera
do las formas de gobierno como variantes internas de un sistema de dominio
114 Cfr. ibídem.
la relación comando-obediencia y que no identificaba el
poder con el dominio ni la ley con el comando. Ha sido a es
tos ejemplos a los que los hombres de las revoluciones del
siglo xvni han apelado cuando han dado fondo a los archi
vos de la antigüedad y han constituido una forma de gobier
no, la República, en la que el dominio de la ley, basada so
bre el poder del pueblo, habría puesto fin al dominio del
hombre sobre el hombre, que ellos consideraban «un go
bierno adecuado para los esclavos»117.
120 Ibídem.
121 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 46.
122 Ibídem. Sobre esta distinción, véase también H. Arendt, The Human
< ’o ndition, cit., pág. 201 [trad. esp.: op. cit.]: «Si el poder fuese más que esta
potencialidad implícita en el estar juntos y si pudiese ser poseído com o la
potencia e implicado como la fuerza, en vez de ser subordinado al acuerdo
incierto y sólo temporal de muchas voluntades e intenciones, la omnipoten
cia sería una concreta posibilidad humana. Efectivamente, el poder, com o la
acción, no está sujeto a límites; no encuentra ninguna limitación física en
la naturaleza humana, en la existencia de otras personas, pero este límite no
es accidental, porque el poder humano corresponde, en primer lugar, a la
condición de la pluralidad. Por la misma razón, el poder puede ser dividido
sin que disminuya [...]. La potencia, por el contrario, es indivisible.»
123 H. Arendt, On Violence, cit., pag. 52. [Trad. esp.: op. cit.]
crítica de aquellas explicaciones de la legitimidad que apelan a
«entes» o «razones» transcendentes.
El poder no sólo no equivale a la violencia ni se funda en
ésta, sino que poder y violencia se excluyen recíprocamente.
Donde está presente el poder, allí seguramente no aparece la
violencia y viceversa. Y si en la realidad no sucede casi nunca
que éstos se den del todo separadamente, es, sin embargo, ver
dadero que cuanto más difusa es la violencia, tanto más sofoca
do está el poder: «El dominio por medio de la violencia pura
entra enjuego cuando se está perdiendo el poder»124. «Por lo
demás, la violencia siempre puede destruir el poder; del cañón
del fusil nace el orden más eficaz que tiene como resultado la
obediencia más inmediata y perfecta. Lo que no puede jamás
salir del cañón de un fusil es el poder»125.
126 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 237. [Trad. esp.: op. cit.] Para
una reconstrucción de la noción de representación que discuta también las
posiciones de Hannah Arendt, véase H. F. Pitkin, The Concept ofRepresen-
tution, Berkeley, University o f California Press, 1967; H. F. Pitkin, «Repre-
sentation», en T. Ball, J. Farr y R. L. Flanson (eds.), Political Innovation and
( onceptual Change, Cambridge U. P., 1989, págs. 132-154.
127 Cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 237.
prestar obediencia al soberano— y su «versión horizontal»
—una especie de alianza en la que los individuos se vinculan
recíprocamente con mutuas promesas128— , Arendt sigue ajena
a la tradición contractualista. La idea arendtiana de power im
plica la noción de consenso sólo cuando esta última no coinci
da con la unanimidad, a saber, cuando el consenso se piense,
con Lyotard, en conexión con la «disidencia»; siempre que sig
nifique consentir sobre el hecho de que se disiente y se puede
continuar disintiendo129.
6. L a a u t o r id a d
130 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 45. [Trad. esp.: op. cit.]
131 H. Arendt, «What is Authority?», en Between Past and Future, cit.,
pág. 106. [Trad. esp.: op. cit.]
132 H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 120.
133 H. Arendt, «What is Authority?», cit., págs. 121-122.
134 Ibídem, pág. 121. Leen el tratamiento arendtiano de la autoridad
en clave puramente nostálgica y anti-modema R. B. Friedman, «On the
Concept o f Authority in Political Philosophy», en R. E. Flathman (ed.), Con-
cepts in Social and Political Philosophy, Nueva York, MacMillan, 1973;
R. E. Flathman, Authority and the Authoritative: The Practice o f Political
Authority, Chicago, Chicago University Press, 1978. Para tales autores, Arendt
argumentaría simplemente que en la Edad Moderna la autoridad ha ido co
rrompiéndose hasta desaparecer. Para una consideración interesante de los di
versos aspectos del tratamiento arendtiano del problema de la autoridad, cfr.
tico occidental ha comportado notables transformaciones de su
contenido semántico. Transformaciones que han tenido inicio
cuando los romanos, movidos por la misma veneración hacia
los predecesores, adoptaron como autoridad espiritual la heren
cia de la filosofía griega. De este modo, la «ideocracia» plató
nica, con todo lo que ella comporta, introdujo modificaciones
significativas en la noción romana de autoridad137. Pero por en
cima de esto, debe considerarse el hecho de que la herencia po
lítica y espiritual de Roma, que resiste victoriosamente una
prueba decisiva cual fue la caída del Imperio Romano, pasó a
la Iglesia cristiana. Y si bien la Iglesia se adaptó completamen
te a la mentalidad romana, tanto como para interpretar la muerte
y la resurrección de Cristo como la fundación de una nueva ins
titución, ella siempre ñie una anómala comunidad humana, do
minada por una profunda aversión por la política y por el mun
do: rasgo que la cristiandad había heredado de los filósofos
griegos138. Así, si, de un lado, la filosofía y el cristianismo con
tribuyeron a articular conceptualmente y a transmitir a lo largo
de los siglos la experiencia romana de la auctoritas, de otro, en
viaron por las vías de la tradición una noción de autoridad que
paulatinamente fue perdiendo la propia ligazón con la origina
ria experiencia política de la que había surgido. La autoridad se
convierte de esta manera en sinónimo de fuente legitimante,
externa y trascendente, de la vida de la ciudad y de su leyes. Ni
los griegos de la polis ni los romanos de la urbs habían adver
tido jamás la perentoriedad de semejante fuente externa y tras
cendente para justificar sus leyes.
También por lo que se refiere a la noción de ley, Arendt
apresta la acostumbrada estrategia consistente en reencontrar
en el pasado que ha precedido o que ha ignorado la «tiranía de
la filosofía» las huellas de un modo de pensar la política extra
ño al universo conceptual del dominio. A pesar de que los grie
gos y romanos conciban de manera diferente la ley, para am
bos, en todo caso, ésta tiene que ver con «relaciones entre» los
139 Cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 186 [trad. esp.: op. cit];
Véase sobre todo H. Arendt, Kart Marx and the Tradition, long dral't, cit.,
págs. 26 y ss.
140 Cfr. H. Arendt. Karl Marx and the Tradition. long draft, cit., págs. 54
y ss.; H. Arendt, Was ist Politik? Fragmente aus dem Nachlass (1957), ed. de
U. Ludz, Munich. Piper, 1993, págs. 127 y ss.; H. Arendt, On Revolution,
cit., pág. 188.
traicionarlo, que por sí sola podía perpetuarlo sin traducirlo en
violencia. La única experiencia política que había introducido
en nuestra historia la palabra, el concepto y la realidad de la au
toridad — la experiencia romana de la fundación— parece ha
berse perdido y olvidado completamente»141. Esta afirmación,
en todo caso, no representa la última palabra de la autora sobre
este asunto, ya que Arendt reconoce que en la historia de las
ideas y en la historia política, hay al menos dos experiencias en
las que la noción de autoridad y aquella otra conectada a la de
fundación desempeñan un papel decisivo. Se trata respectiva
mente de la experiencia de Maquiavelo y de la experiencia po
lítica de las revoluciones modernas.
En «What is Authority?», en Sobre la revolución y en el
inédito From Machiavelli to Marx, el escritor florentino no es
leído ni como el astuto teorizador de una «doctrina demoníaca
del poder» que se burla de cualquier criterio moral, ni como el
genial inventor de la «ciencia política moderna». Maquiavelo,
por el contrario, es alabado, como ya se ha visto, por su «amor
al mundo», a la «grandeza» y al «valor»: es decir, por aquellos
valores que llaman la atención sobre una noción política y «ci
vil» de virtud142. Pero sobre todo, y esto es lo que en este con
texto interesa, Maquiavelo es interpretado como «el padre de
las revoluciones modernas»143. Él, efectivamente, fijaba «en la
fundación el acto político central, la empresa grande y única
que constituía el espacio público político y hacía posible la po
lítica»144. Efectivamente, él se vio impulsado por esta convic
ción a investigar el núcleo de la experiencia política de los ro
manos que descansaba sobre el carácter central de la fundación
y de la autoridad y a creer «en la posibilidad de repetir la expe-
150 H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 139. Para una crítica de
la metáfora de que no se puede hacer una tortilla sin romper el huevo, véase
H. Arendt, The Eggs Speak Up (1950). Washington, Library o f Congress,
«The Papers o f Hannah Arendt», box 57.
151 Cfr. H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 140, y las últimas pági
nas de «Willing», en H. Arendt, The Life o f the Mirid. cit., vol. 11, págs. 195-217.
152 II. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 140.
la violencia, sino sirviéndose de una constitución, también lo es
que no han sido capaces de comunicar y transmitir la experien
cia de la que Maquiavelo decía no ser «cosa más difícil de tra
tar, ni más dudosa de lograr»: «dar vida a un nuevo orden de
cosas»153. Ellos pensaron su empresa no como una innova
ción, sino como una repetición, la repetición de la fundación
de Roma. Y cuando miraron en los archivos romanos para sa
car ejemplos, descubrieron que el mismo inicio de Roma era
vivido como una reedición del comienzo de Troya. Y quién
sabe cuántas otras fundaciones, nos parece decir Hannah
Arendt en las páginas de La vida del espíritu, en las que retor
na por última vez sobre el argumento, se podrían encontrar
detrás de la de Troya. De ahí, lo enigmático de una autoridad
que emerge del recuerdo de aquel coral gesto inicial, de una
autoridad siempre presunta, pero quizás imposible de encon
trar y seguramente nunca nombrable hasta el fondo154. Que
156 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, págs. 216-217. [Trad.
esp.: op. cit.]
Arendt los lugares de encuentro en los que el pensamiento y la
acción han encontrado el modo de reconciliarse.
Las páginas siguientes se proponen analizar si es verdad
que, como muchos intérpretes sostienen, esta fractura entre
pensamiento y acción, reconocida y paradójicamente aceptada
por la autora, se recompone en la facultad del juicio.
CUARTA PARTE
Una conciliación imposible
I. L a p e r s p e c t iv a a b ie r t a d e K a n t
1 Arendt, The Life o f the Mind, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich,
I ‘>78. [Trad. esp.: La vida del espíritu, Madrid, Centro de Estudios Constitucio
nales, 1984.] En el proyecto de la autora, la obra debía estar dividida en tres
partes: «Thinking», «Willing» y «Judging».
2. ¿Qué papel desempeña Kant en esta requisitoria contra la
tradición metafísica que cada vez ocupa más espacio en los últi
mos escritos arendtianos? ¿Qué tipo de torsión interpretativa
debe sufrir la filosofía kantiana para convertirse junto con el
pensamiento de Heidegger— en la aliada que Arendt privilegia
al unirse a aquellos que emprenden la obra de desmantelamien-
to de la filosofía occidental?
Hay que advertir que las referencias a Kant están tam
bién constantemente presentes en las obras anteriores a La
vida del espíritu. Pero si se exceptúan algunos pasajes2, la fi
losofía kantiana, en los pocos lugares en los que se conside
ra de manera analítica, es por lo demás interpretada de mane
ra por así decirlo canónica. En el seminario de 1965 titulado
From Machiavelli to Marx3, la autora dedica una sección en
tera al filósofo de Kónigsberg. Allí analiza la relación con
Rousseau y por lo tanto procede a exponer el objetivo de su
filosofía política: establecer la dignidad del hombre, digni
dad que reside en la capacidad del individuo de darse leyes
universales a sí mismo. El corazón de la concepción política
kantiana está fijado esencialmente en el imperativo categóri
co: «Sólo si sigue el imperativo categórico, el hombre se
transforma en un ciudadano responsable del cuerpo político
y del bien común»4.
5 The Life o f the Mincl, cit., págs. 13-16. [Trad. esp.: op. cit.]
6 Ibídem, pág. 96.
3. Tales consecuencias son puestas en evidencia en las Lecto
res on K ant’s Political Philosophy’1, en las que la autora se mani
fiesta habilísima para extrapolar de las varias obras kantianas los
pasajes que parecen anticipar y confirmar la que a su parecer es la
verdadera filosofía política kantiana, escondida entre las líneas de
la Crítica del juicio. Citando de obras monumentales como
Crítica de la razón pura, pero con la misma desenvoltura de escri
tos como, por ejemplo, Das Ende aller Dinge8, Arendt parece ape
lar a todos aquellos pasajes que testimonian la excentricidad de
Kant respecto a la tradición filosófica: desde aquellos en los que
manifiesta su desprecio por los que denigran el «mundo de las
apariencias» a aquellos en los que recuerda que no sólo en el filó
sofo, sino también en todos los hombres está puesta la necesidad
de pensar; desde la afirmada necesidad de establecer que «la ver
dadera facultad de pensar depende de su uso público» a la consta
tación de que, sin semejante comunicación pública, «esta facultad
que se considera haber hallado en soledad acabará por desapare
cer»9. Y los más significativos de todos son los pasajes, sacados de
Zum Ewigen Frieden [La paz perpetua] y, sobre todo, de Der
Streit der Facultáten [Contienda entre las Facultades], gracias a
los cuales la autora logra en algún modo obviar los obstáculos que
la Crítica a la razón práctica antepone a su interpretación.
11 H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., pág. 156. [Trad. esp.: op. cit.]
12 Acerca de la relación Kant-Hegel véase sobre todo las págs. 56-58 de
las Lectures.
nunca un espíritu absoluto que se manifieste en el curso histó-
nco; la historia entendida a la manera kantiana no realiza de
numera concreta el propio te los: las ideas de libertad y de paz
mire los estados no se insertan en la historia como el Geist hege-
liano, sino que son simplemente «hilos conductores» que permi-
t«."ii ordenar el caos de los sucesos en una trama narrativa13.
I lay que señalar que no se trata de un simple ejercicio in-
terpretativo que se reduce a indicar las diferencias que median
entre dos filosofía diversas. Para la economía de la interpreta
ción arendtiana es esencial destacar al máximo la distancia que
separa a Hegel de Kant: semejante línea de separación parece
efectivamente tener el objetivo de distinguir entre dos verda
deros y auténticos paradigmas alternativos y excluyentes, a los
cuales reconducen eventualmente también otros pensadores
históricamente distantes de éstos14. En definitiva, parece con
cluir I íannah Arendt, o se está con Kant y, como se verá mejor
enseguida, «se salva» el significado y la autonomía de aquello
que aparece, o se está con Hegel y entonces todo es reabsorbi
do en la lógica monista de la Idea y de la necesidad histórica a
la cual se pide — según la consabida actitud metafísica— el
significado de toda singularidad. Y esta diferenciación se afir
ma así repetidamente hasta el extremo de inducir a defender
que, movida por aquel pathos antihegeliano que ha marcado
tanta filosofía novecentesca, la preocupación fundamental de la
autora no se orienta tanto a una reconstrucción original del pen
samiento kantiano, sino a diseñar un perfil de Kant que en todos
sus rasgos particulares pueda contraponerse a Hegel. Decisi
vas, desde esta perspectiva, resultan de nuevo para Arendt las
páginas de La contienda entre las Facultades que le habían re
velado la distinción kantiana entre política y moral.
33 Así, por ejemplo, P. Riley, «Hannah Arendt on Kant, Truth and Poli-
tics», Political Studies, XXXV, 1987, págs. 379-392; y también B. Lynn,
«Arendt’s Appropriation o f Kant’s Theory o f .ludgment», Journal o f the Bri-
tish Society f o r Phenomenology, XIX, núm. 2, 1988, págs. 128-140. Si bien
sobre otros presupuestos, también Lyotard acaba por lanzar el mismo repro
che a Hannah Arendt: véase J.-F. Lyotard, «Sensus com m unis», C ahier
du C ol te ge intem ational de Philosophie, núm. 3, 1987; J.-F. Lyotard, «Sur-
vivant», en Lectures d ’enfartce, París, Éditions Galilée, 1991, págs. 59-87.
R. Schürmann, también llegando a las mismas conclusiones en cuanto a
corrección interpretativa de Hannah Arendt, le reconoce el mérito de haber
intentado desnuclear una teoría de los juicios no cognitivos en Kant; sostie
ne en todo caso que ella ha llevado este intento por vías equivocadas. Cfr.
R. Schürmann, «On Judging and Its Issue», en R. Schürmann (cd.), The Pu
blic Realm. E ssay on D iscursive Types in Political Philosophy, Albany, Sta
te University o f N ew York Press, 1989, págs. 1-21. Véanse también E. Ta
sín, «Sens commun et communauté: la lecture arendtienne de Kant», Ca-
hiers de Philosophie, núm. 4, 1987, págs. 81-1 13; D. Lories, «Nous avons
l’art pour vivre. Hannah Arendt, lectrice de Kant: indications pour une mé-
ditation de l’art», Man and World, XXII, núm. 1, 1989, págs. 113-132;
C. Buci-Glücksmann, «La troisiéme critique d’Arendt», en AA. V V , Onto-
logie etpolitique, París, Éditions Tierce, 1989, págs. 187-200, y T. Bartolo-
mei Vasconcelos, «Spetlatori alia ribalta della storia. II ruolo della Critica
del giudizio nel pensiero di Hannah Arendt», Prospettive Settanta, núm. 4,
1991, págs. 653-669; V. Gerhardt, «Vernunft und Urteilskraft. Politische
Philosophie und Anthropologie im A nschluss an Immanuel Kant», en
M. P. Thompson (cd.), John Loche und/and Immanuel Kant. Berlín, Duncker
und Humbolt, 1991, págs. 316-333.
res por la estética kantiana34 y como preciosa indicación para
entender el significado de conjunto de la reflexión de Han-
nah Arendt.
2. C o n t i e n d a s s o b r e l a h e r e n c ia a r e n d t ia n a
62 Ibídem.
63 Según Lyotard, en Sensus Communis, cit., y en Survivant, cit., Han
nah Arendt permanecería todavía demasiado ligada a esta esperanza de «in
tegración armónica»; a su parecer, en efecto, la autora leería las nociones de
sensus communis fuera de la correcta curvatura trascendental y les impon
dría una indebida interpretación en sentido realista y «social».
que se preserve la pluralidad de las voces y no se recompongan
en el interior de un discurso unitario y hegemónico.
También en este caso se puede decir que a Kant — a la Crí
tica del juicio y sobre todo al tratamiento de lo sublime— se le
.isigna la tarea de oponerse a Hegel: con las Lectures arendtia-
nas, también los escritos del autor francés nos restituyen una
imagen «post-hegeliana» del filósofo de Kónigsberg, orientada
a desquiciar el sistema dialéctico en todas las variantes más o
menos mistificadoras. Y bastante más marcadamente que en
Arendt, aquí el acento está puesto, de manera casi exasperante,
sobre la imposibilidad de la síntesis aquietante, sobre la impo
sibilidad de la recomposición de las contradicciones. Insistir
sobre lo sublime, sin embargo, no sólo significa hacer preva
lecer sobre la alianza y sobre el acuerdo el momento de la
«disidencia», sino también poner al descubierto la incapacidad
del espíritu para producir formas capaces de «hacer presente»
lo absoluto. Por consiguiente, es contra la Weltgeschichte y el
(leist hegelianos contra lo que se vuelve la lectura de la segun
da parte de La contienda entre las Facultades64 que hace el au-
tor en L ’enthousiasme. «Si el genero humano está en constante
progreso hacia lo mejor» una vez más se escoge como lugar
privilegiado para «absolver» las concepción de la historia kan
tiana de toda responsabilidad en los análisis del hegelianismo.
Si, en Kant, la percepción de las ideas de la razón es la que de
sencadena el entusiasmo frente a los sucesos revolucionarios,
éstas — argumenta Lyotard— sólo se presentan de manera ne
gativa en el sentimiento de lo sublime, en su inadecuación res
pecto a cualquier representación. Lejos de coincidir con la his
toria, las ideas de la razón tienen por una parte el más sumiso
papel de hilos conductores de una narración, pero de otra, la ta
rea de transmitir al lector la fuerza para resistir a la «perversa
fascinación» del «todo es igual»65.
Desgraciadamente no queda espacio para mencionar todos
los pasajes y la implicaciones filosóficas de la «apropiación»
3. E l ju ic io y la « a c t iv id a d d el p e n s a m ie n t o »
66 Ibídem.
67 Véase respectivamente E. Vollrath, D ie Gnmdlegitng, cit., págs. 176-
180; R. Beiner, Political Judgment, cit., págs. 25-30; S. Benhabib, Autonomy,
M odem ity and Community, cit., págs. 383-389 y J.-E Lyotard, Peregrinations.
Law, Form, Event, Nueva York, Columbia University Press, 1988. [Trad. esp.:
Peregrinaciones. Lev, forma, acontecimiento, Madrid, Cátedra, 1992.]
parten — directa o indirectamente— la apelación al «Judging»
nrcndtiano, se deberá admitir que la filosofía política de Han-
nah Arendt, en general, así como sus reflexiones sobre el jui
cio, en particular, están recorridas por diversos vectores no fá
cilmente conciliables en el interior de un tranquilizador cuadro
leórico. Quizás también por esto, los intérpretes han concedido
mucho espacio al opus postumum de la autora: como si en éste
se guardara el secreto de sus últimas palabras que, una vez des-
ri Iradas, consentirían echar luz sobre el significado de la obra
entera.
Los estudiosos han emitido veredictos contradictorios: hay
i|iiien considera las Lectures una especie de final sorpresivo
que echa por tierra y traiciona la originaria intención de la au
tora, en la medida en que llevaría a aquel primado de la vita
contemplativa sobre la vita activa, de cuyo cuestionamiento
había nacido su reflexión. Por el contrario, hay quien piensa
que la consideración sobre la facultad de enjuiciar es del todo
coherente con la revalorización arendtiana de los asuntos hu
manos; es más, sería el justo complemento teórico de ésta. En
consecuencia ha sido valorado de manera diferente el conteni
do específico que semejantes juicios vehicularían: de manera
exclusivamente política, ligada a la conciencia moral, o bien
identificable con el solo juicio de lo histórico que intenta cap-
lar de manera retrospectiva el significado de los acontecimien
to pasados. Se ha preguntado, además, si en ello no aparecen,
al lado de las nociones kantianas, también puntos de partida
que derivan de la doctrina aristotélica de la phronesis. Se podría
quizás observar, en definitiva, que no se trata sino de valoracio
nes diferentes sobre la capacidad que el juicio arendtiano posee
de colmar la diversidad entre teoría y praxis o, más correcta
mente, entre pensamiento y acción.
(>9 Casi todos los intérpretes arendtianos que han afrontado el tema del
juicio han destacado la diferente consideración que tiene en la primera y en
la segunda fase de la obra de la autora. Véase al menos M. A. Denneny, «The
Privilege o f Ourselves: Hannah Arendt on Judging», en M. A. Hiíl (ed.),
Hannah Arendt: the Recovery o fth e Public World, Nueva York, St. Martin’s
Press, 1979; D. Lories, «Sentir en commun et juger par soi-m ém e», Études
Phénoménologiques, I, núm. 2, 1985; R. Bernstein, «Judging - the Actor
and the Spectator», en Philosophical Profiles, Cambridge, Polity Press,
1986, págs. 221-237; F. Focher, «Sul giudizio político», 11 Político, Ll, 1986,
págs. 43-61; además del volumen ya citado, véase B. Henry, «II giudizio
político. Aspetti kantiani del carteggio Arendt-Jaspers», II Pensiero Políti
co, XX, 1987, págs. 361-375; A. M. Roviello, Sens Commun et M oderni-
té, Bruselas, Ousia, 1987; E. Young-Bruchl, «Reading Hannah Arendt’s
Life o f the Mind», en M ind and the Body Politic, Nueva York-Londres,
Routledge, 1988, págs. 24-47; P. Fuss, «The Two-in-One: Self-Identity in
Thought, Conscience and Judgment», Idealistic Studies, núm. 3, 1988,
págs. 195-206; R. Esposito, «Irrappresentabile polis», en id.. Le categorie
dell'impolítico, Bolonia, 11 Mulino, 1988, págs. 73-124; G. Rametta, Commu-
nicazione, giudizio ed esperienza del pensiero, Milán, Franco Angeli, 1988,
págs. 235-287; P. P Portinaro, «L’azione, lo spettatore e il giudizio. Una lettu-
ra dell’opus postumum di Hannah Arendt», Teoría política, V, núm. 1, 1989,
págs. 135-159; M. Reist, D ie Praxis der Freiheit. Hannah Arendts Anthropo-
logie des Politischen, Wurzburgo, Konigshausen und Neumann, 1990, el capí
tulo «Politik, Moral und Aesthetik Urteilskraft ais Politisches Denken»,
págs. 281-304. En II giudizio in Hannah Arendt, ya mencionado, R. Beiner
reconstruye enteramente la temática del juicio arendtiano siguiéndola en lo
dos los escritos de la autora.
11 H. Arendt, «Understanding and Politics», Partisan Re\’iew, XX, núme
ro 4, 1953, págs. 377-392.
través de la facultad de juzgar hasta un grupo de ensayos de
los años 60, el juicio se configuraría como categoría práctica
cuya función principal consiste en suministrar criterios orienta-
tivos para la acción política71. En efecto, la referencia a la im
portancia del enfrentamiento entre opiniones, pero sobre todo
las apelaciones a la phronesis aristotélica y las afirmaciones se
gún las cuales la acción se articularía en la relación entre volun
tad juicio e intelecto72, hacen legítimo pensar en una forma de ac
tuar discursiva y deliberativa, entendida como necesaria pre
misa para alcanzar un consenso colectivo. Estas reflexiones
cambiarían de signo con el caso Eichmann: en los escritos pos
teriores a La banalidad del mal o, mejor, posteriores a la contro
versia desencadenada por la publicación del libro73 — se argu
menta— , Arendt se aproximaría cada vez más a una concepción
de la facultad de juzgar como categoría moral. Uno de los prin
cipales problemas planteados, por ejemplo, en «Thinking and
Moral Considerations»74 es de hecho el de hallar vías de salida
al decaer de una moral objetiva y universal. Ya que si es la falta
de pensamiento crítico, «la resistencia a juzgar en términos de
71 Los escritos a los que se refiere son, sobre todo, «Freedom and Poli-
tics», cit.; «The crisis in Culture», cit.; «What is Freedom?», en Between Past
and Future, cit., págs. 143-172, y «Truth and Politics», en Between Past and
Future, cit., págs. 227:264. [Trad. esp.: Entre el pasado y el futuro, op. cit.]
72 «What is Freedom?», cit., págs. 152-153.
73 La referencia se orienta sobre todo al ensayo «Thinking and Moral
Considerations», Social Research, XXXVIII, núm. 3, 1971, págs. 417-446,
con el que Arendt pretendía haber resuelto los problemas teóricos abiertos
por la violenta controversia sobre el caso Eichmann. Cfr. Hannah Arendt,
Eichmann in Jerusalem : A R eport on the Banality o f Evil, Nueva York, The
Viking Press, 1963, pero véase también la versión ampliada de 1965.
[Trad. esp.: Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad d el mal,
Barcelona, Lumen, 1999.] Siempre en conexión con el juicio contra Eich
mann son interesantes las observaciones contenidas en H. Arendt, «Per
sonal Responsability under Dictatorship», The Listener, 6 de agosto de 1964,
págs. 185-187 y pág. 205. Por lo que respecta al caso Eichmann se remite
a E. Young-Bruehl, Hannah Arendt: For Love o f the World, Nueva York-
Londres, Yale University Press, 1982, y a la literatura crítica discutida en
el primer capítulo del presente trabajo.
74 Cfr. «Thinking and Moral Considerations», cit.
responsabilidad personal»75 lo que provoca el comportamiento
de personajes como Eichmann, no será ciertamente a través de
un restablecimiento de los valores morales universales como se
obviará la atrofia de la capacidad de discriminar entre lo que es
justo y lo que es errado76. Se deberá, por el contrario, apelar a
una modalidad de discernimiento individual, capaz de funcionar
también en los momentos en los que saltan los códigos éticos77.
Y precisamente posiciones discordantes se adoptan en tor
no a las consideraciones sobre la facultad de juzgar comprendi
das en «Thinking and Moral Considerations», en «Thinking» y en
las Lectures, obras en las que —siempre según los defensores
de un «giro» interior en el pensamiento arendtiano— el acento
se desplazaría visiblemente de un saber práctico que sirve de
guía a la actuación plural, a una facultad reflexiva y autónoma
del sujeto singular.
Ronald Beiner, por ejemplo, critica decididamente seme
jante cambio de perspectiva, que, a su parecer, corresponde al
paso de un punto de vista aristotélico a uno kantiano. Tal paso,
a su vez, desviaría el pensamiento de Hannah Arendt de un ge
nuino aprecio de la esfera política y de su contexto concreto ha
cia una especie de política estetizante y abstracta que culmina
ría en una posición meramente contemplativa71,1.
Otros intérpretes mantienen por el contrario que la pers
pectiva kantiana — no opuesta, sino armonizable con la aris
totélica representa la reconciliación entre el punto de vista
del espectador y el punto de vista del autor, entre el que pien
sa y el que actúa79. No sólo porque el actor no puede pasar
83 Véase, por ejemplo, I\ . Arendt The Life ofthe Mind, cit., págs. 213-216.
[Trad. esp.: op. cit.]
da al futuro. No me parece que se pueda dudar, por consiguien
te, tic que el «destino final» de la facultad del juzgar venga a
coincidir con la mirada retrospectiva de lo histórico o, más en
general, encuentre expresión en la metáfora del poeta ciego84.
I .1 última palabra de Hannah Arendt vuelve al concepto de his
toria85 y por tanto representa «un progresivo desplazamiento a
los confines externos de lo político»86. Pero no en el sentido de
quien lee «Judging» como el resultado de un pensamiento que, a
través de etapas bien distintas, vuelve al lugar del cual había
querido distanciarse. Como si le hubiera dado jaque mate la
misma fuga del mundo de los negocios humanos, cuyo cuestio-
namiento había sido su origen. Como si en definitiva su impul
se) final fuese una recaída, inconsciente, en la metafísica, a tra
vés de un juicio que, por lo demás, pertenece «a la comunión
de la mente consigo misma en reflexión solitaria»87. A seme-
jante argumento, efectivamente, se puede poner una objeción.
La obra de Arendt parte en efecto de la crítica de la separa
ción entre pensamiento y acción que desde Platón lleva a su
bordinar la segunda a la primera y busca constantemente des
quiciar el orden jerárquico en el que teoría y praxis se presen
tan en el interior de la filosofía política tradicional; y termina,
es verdad, sin sugerir una respuesta sobre cómo pueden conec
tarse los dos términos. Es decir, no nos proporciona una «nue
va ciencia política» que ayude a hacer proyectos y a «poner or
den» en el mundo de los asuntos humanos de manera distinta a
90 Cfr. H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 216. [Trad. esp.: op. cit.]
Sobre este tema se encuentran consideraciones en H. Arendt, Philosophy and
Politics: What is Political Philosophy?, Conferencia, N ew School fór Social
Research, 1969, Washington, The Library o f Congress, Manuscripts Divi
sión, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 40. Sobre estos temas, véase
A. Dal Lago, «La difficile vittoria sul tempo. Pensiero e azione in Hannah
Arendt», Prefacio a La vita della mente, Bolonia, II Mulino, 1986 [ed. italiana
de La vida del espíritu].
Pero obrando así, arrancando el veredicto final «a aquella seu-
do-divinidad de la época moderna llamada historia»91, el juicio,
que en este modo da expresión al pensamiento, se trasforma en
un lugar de resistencia en los análisis de lo existente. Un juicio
que «en tiempos de emergencia política» inmediatamente pue
de convertirse en acción. Hacia el final de «Thinking» Arendt
escribía:
91 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 216. [Trad. esp.: op. cit.]
92 H. Arendt, The Life ofthe Mind. cit., págs. 192-193. [Trad. esp.: op. cit.]
93 J.-F. Lyotard, Survivant, cit., pág. 74.
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