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Simona Forti

Vida del espíritu


y tiempo de la polis
Hannah Arendt entre filosofía y política

P ró lo g o d e F in a B ¡rulés

T radu cción d e Irene R om era P intor


y M igu el A n g e l V ega C ernuda

E D IC IO N E S C Á T E D R A
U N IV E R S IT A T D E V A L E N C IA
IN S T IT U T O D E LA M U IE R
C o n sejo asesor:

G iulia C olaizzi: U niversitat de V alencia


M aría T eresa G allego: U niversidad A u tó n o m a de M adrid
Isabel M artínez B enlloeh: U niversitat de V alencia
M ary N ash: U niversidad C entral de B arcelona
V erena S tolcke: U niversidad A utónom a de B arcelo n a
A m elia V alcárcel: U niversidad de O viedo
Instituto de la M ujer

D irección y co ordinación: Isabel M orant D eusa: U niversitat de Valénci

D iseño de cubierta: C arlos P érez-B erm údez

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Im preso en A nzos. S. L.
F uenlabrada (M adrid)
Prólogo

Como ustedes pueden ver soy un


individuo judío fem ini generis, nacida y
educada en Alemania com o tampoco es
difícil de adivinar

H a n n a h A re n d t1

Hannah Arendt ya no es una desconocida en nuestro país.


En los últimos años se han ido traduciendo y reeditando sus
obras más importantes; sin embargo, pocos son los estudios
sobre su pensamiento publicados entre nosotros. Vida del espíritu
y tiempo de la polis —que con estas páginas presentamos— es
una de las monografías más importantes aparecidas en la últi­
ma década. Su autora, la filósofa italiana Simona Forti, viene
ocupándose de la filosofía política del siglo xx, con especial
atención al uso filosófico de la categoría de totalitarismo2,
como un indicador de la topología filosófica contemporánea
desde Cari Schmitt a Foucault, desde los primeros años 30 has­
ta las denominadas teorías de la globalización.

1 Discurso pronunciado en Copenhague en 1975, con motivo de la con­


cesión del premio Sonning. Existe trad. cat.: «El gran joc del m ón» en la
revista S aber, núm. 13, 1987.
2 Simona Forti, II totalitarismo, Roma-Bari, Laterza, 200 L Forti está
preparando también una antología sobre Filosofía e totalitarismo, que apare­
cerá próximamente en Einaudi.
A partir de los interrogantes planteados y de las perplejida­
des expresadas en Los orígenes del totalitarismo (1951), Vida
del espíritu y tiempo de la polis muestra el itinerario de Hannah
Arendt y trata de subrayar la doble fuente de su pensamiento,
los dramas históricos vividos en primera persona, por una par­
te, y la influencia de la filosofía de la existencia, en particular
la de Heidegger, por otra. La interpretación que esta monogra­
fía nos ofrece deriva en buena medida del hecho de haber to­
mado en serio aquella tesis de la propia Arendt, según la cual el
«pensamiento surge de los acontecimientos de la experiencia
vivida y debe mantenerse vinculado a ellos como a los únicos
indicadores para poder orientarse», y asimismo de no haber ob­
viado el carácter poco ortodoxo del pensamiento de esta teóri­
ca de la política. Se diría que Simona Forti se niega a participar
en lo que ella misma ha denominado posteriormente la urbani­
zación de la provincia arendtiana'.. esto es, entiende que no se
trata de interpretar el pensamiento de Arendt a través de nor­
malizarlo, ni de extraer la punta provocativa o indigerible de
una obra que ha sido desconocida durante muchos años por la
cultura filosófica, posiblemente a raíz de la renuncia de su au­
tora a cualquier estrategia sistemática, así como de su decisión
de afrontar situaciones aporéticas dejando casi siempre abiertas
las contradicciones que en ellas emergen. Vida del espíritu y
tiempo de la polis da razón del pensamiento de Arendt aten­
diendo no tanto a la cronología cuanto a la lógica interna de sus
principales problemáticas y, en el mismo gesto, trata de poner
de relieve los motivos que llevaron a la pensadora a hacer coin­
cidir la historia de la filosofía política con un progresivo ocul-
tamiento del significado originario de lo político, y a mostrar
qué dinámicas han reducido la praxis a poiesis y el poder a do­
minio.
* * *

3 «Introduzione. Hannah Arendt: filosofía e política», en Simona Forti


(ed.), Hannah Arendt. Milán, Mondadori, 1999, pág. II.
[...] no quería ser una excepción,
sino un ciudadano, un «miembro de la
comunidad»

H a n n a h A re n d t4

El carácter poco ortodoxo del pensamiento de Arendt la ha


convertido durante años no sólo en una desconocida para la
cultura filosófica, sino también en una extraña al movimiento
feminista. Así, en 1976, y al referirse a una de las obras arend-
tianas más conocida — o por lo menos, más citada— , La con­
dición humana (1958), Adrienne Rich escribía:

Leer este libro, escrito por una mujer de gran espíritu y


gran erudición, llega a ser doloroso, porque encam a la tragedia
de una m ente fem enina im pregnada de ideología m asculina. D e
hecho este fracaso nos afecta a todas, porque el d eseo de Arendt
de capturar profundos aspectos m orales es el tipo de preocupa­
ción que necesitam os para constm ir un m undo com ún que sig ­
nifique algo m ás que un sim ple cam bio de estilo d e v id a \

Hasta bien avanzada la década de los 80, la mirada que las


teóricas feministas6 habían dirigido a la obra de Arendt estuvo
en buena medida en sintonía con las palabras de Rich. Efecti­
vamente, la distinción entre lo público y lo privado, establecida
en el libro de 1958, encajaba mal con el eslogan «lo personal es
político», y al mismo tiempo señalaba que el feminismo no ha­
bía sido una preocupación en el pensamiento de Arendt, y que
ésta no había tomado en consideración la política de las muje­
res como una opción digna de ser tenida en cuenta en su tenta­
tiva de rehabilitar la dignidad de la política.

4 Con estas palabras, Arendt se refería a Kafka en su artículo de 1944


«Franz Kafka, revalorado» (F. Kafka, Obras Completas, Barcelona, Galaxia
Gutenberg/Círculo de Lectores, 1999, pág. 192).
5 Adrienne Rich, Sobre mentiras, secretos y silencios, Barcelona, Ica­
ria, 1983, págs. 250-251.
6 Véase Elisabcth Young-Bruehl, «Hannah Arendt among Feminists»
en L. May y J. Kohn (eds.), Hannah Arendt. Twenty Years Later, Massachu-
setts, The MIT Press, 1996.
A pesar de ello, en su obra y en su vida, constatamos cier­
ta consciencia del «problema» con el que se topa cualquier mu­
jer que no se limite a desempeñar las tareas que tradicional­
mente le han sido atribuidas. Basten como muestra su reseña
de 1933 del libro El problema de la mujer en el mundo con­
temporáneo1, en la que observaba que, si bien desde el punto
de vista legal, las mujeres están en situación de igualdad, toda­
vía se encuentran atrapadas en contradicciones sociales, como
madres o trabajadoras de segunda; o su carta a Jaspers (1 de
noviembre de 1961) en la que comenta amarga e irónicamente
la hostilidad con la que su «amigo» Heidegger había recibido la
publicación de La condición humana, y en la que escribe al res­
pecto: «le parece intolerable que mi nombre aparezca en públi­
co, que yo escriba libros, etc.»8. Pero donde esta consciencia se
percibe quizá con mayor fuerza es en las diversas anécdotas
que dan cuenta de su decidida voluntad de no ser considerada
una «mujer de excepción»; así, cuando en 1959 fue invitada en
Princeton a ser la primera mujer con el rango de catedrática,
contestó del modo siguiente a un entrevistador que la interro­
gaba sobre este «ser la primera mujer que...»: «No me molesta
en absoluto ser una mujer profesor, porque estoy muy acos­
tumbrada a ser una mujer»9.
De hecho, su rechazo a ser tenida por una excepción10 tie­
ne mucho que ver con la compleja y trágica historia de la asi­
milación de los judíos alemanes a la que tantas páginas dedicó.
En su obra merecen notable atención los colectivos o los indi­
viduos a los que ha sido negado el acceso al ámbito político o
que han sido expulsados del mismo, pero Arendt llega a esta te­
mática desde su condición de judía, y no de mujer ni como fe­

7 Reseña, en D ie Gesellsehaft 2, 1933, de Alice Ruhle-Gerstel, Das


Frauenproblem der Gegenwart: Eine Psychologische Bilanz.
8 Hannah Arendt-Karl Jaspers Briejwechsel 1926-1969, Munich. Pi-
per, 1985.
9 Citado en la esquela de Arendt, New York Times. 5 de diciembre
de 1975. Referencia citada por E. Young-Bruehl, llannah Arendt. Valencia,
Alfons El Magnánim, 1993, pág. 351.
10 Aceptar ser una excepción significa al mismo tiempo reconocer la va­
lidez de la regla de la que se es excepción.
minista. Si en sus textos cabe leer reflexiones sobre la diferen­
cia", éstas giran siempre en tomo a la idea contenida tras una
frase que repite desde las duras experiencias que, como judia,
le tocó vivir en los años 30: «Si a una la atacan como judía, tie­
ne que defenderse como judía. No como alemana, ni como ciu­
dadana del mundo, ni como titular de derechos humanos ni
nada por el estilo», refiere en una entrevista de 196412.
De este modo, a pesar de entender que la política tiene que
ver con la acción y no con lo que nos es naturalmente dado, en
sus escritos, ante la acusación — derivada del escándalo que
provocó su libro sobre el proceso de Eichmann de su su­
puesta falta de amor por el pueblo judío, leemos palabras
como: «nunca he pretendido ser nada más ni nada distinto de lo
que soy, y ni siquiera he tenido tentación alguna al respecto.
Para mí habría sido como decir que soy un hombre y no una
mujer, o sea una locura [...]. Existe una cosa tal como la grati­
tud fundamental por todo aquello que es como es, por lo que
nos es dado y no hemos hecho nosotros ni puede ser hecho»13.
Desde mediados de los 80, la teoría feminista14 empezó a
considerar a Hannah Arendt como «una de las nuestras» no
sólo por su apuesta de gratitud hacia lo dado y por su atención
a la «diferencia» judía, sino también, y muy especialmente, a
partir de una relectura de categorías como las de natalidad, plu-

11 «Es indudable que allí donde la vida pública y su ley de igualdad se


imponen por completo, allí donde una civilización logra eliminar o reducir el
oscuro fondo de la diferencia, esa misma vida pública concluirá en una com ­
pleta petrificación.» Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid,
Alianza, 1987, pág. 437.
12 Günter Gaus, «Entrevista con Hannah Arendt», Revista de Occiden­
te, núm. 220, septiembre de 1999, pág. 97.
13 Carta a Gershom Scholem, 20 de julio de 1963, en Raíces. Revista
ju día de cultura, núm. 36, otoño de 1998.
14 Véanse los artículos de Adriana Cavarero y Laura Boella en Metiere
al mondo il mondo. Milán, La Tartaruga, 1990 (hay trad. esp. en Barcelona,
Icaria, 1996); Marisa Forcina, Ironía e sapere femminili, Milán, Franco An­
gelí, 1995; Prangoise Collin, «La acción y lo dado», en Fina Birulés (ed.), Fi­
losofía y género. Identidades femeninas, Pamplona, Pamiela, 1992; Bonnie
Honig (ed.), Feminists Interpretations o f Hannah Arendt, State Park,
Pennsylvania State University Press, 1995.
validad, paria, las cuales, acaso, permiten empezar a satisfacer
la necesidad, expresada por las palabras de Adrienne Rich, de
construir un mundo común que signifique algo más que un
simple cambio de «estilo de vida». Aunque bien conviene re­
cordar, como lo hace Simona Forti en las páginas que siguen a
esta presentación, que Arendt jamás entendió la teoría política
como aquella disciplina que nos dice qué pensar para que sepa­
mos cómo actuar, sino que dedicó buena parte de sus esfuerzos
a evitar los fáciles intentos contemporáneos de reconciliación
entre teoría y praxis, puesto que se sentía radicalmente alejada
de la tentación de pensar con el mínimo de complejidad escé­
nica, característica de la filosofía tradicional. Vida del espíritu
y tiempo de la polis, trata simplemente y no es poco de
iluminar algunos de los caminos a través de los cuales los hilos
de pensamiento arendtiano han seguido influyendo o entrete­
jiéndose, a menudo de forma no armónica y con frecuencia
enojosa, con los debates contemporáneos.

F in a B ir u l é s
En memoria de mi padre Renzo
y en memoria de Reiner Schürmann

Porque olvidar es abandonar


y escribir es un modo de recordar

É. Wiesel, E l olvido
PRIMERA PARTE
La reconstrucción de una difusión

Como si reparase un injustificado desinterés que se ha


mantenido durante varios años, la literatura crítica sobre Han­
nah Arendt ha crecido en el último decenio hasta llegar a ser
casi incontrolable. Me parece útil, por lo tanto, proponer una
reconstrucción sintética de las etapas que han señalado la re­
cepción de su obra. Antes de explicitar desde qué perspectiva
me he acercado a ella, me detendré sobre aquellas hipótesis in­
terpretativas que han contribuido a construir la imagen de Han­
nah Arendt que circula en la «comunidad científica», haciendo
mía la antigua convicción según la cual «la historia de la histo­
riografía ayuda a definir, afrontar y resolver los problemas his­
tóricos»1. Quizás con la secreta esperanza de que las decisiones
que vertebran este trabajo no necesiten justificación ulterior.

1. U n a h is t o r ia d is c u t id a
Y UNA HISTORIA DISCUTIBLE

1. La notoriedad de Hannah Arendt data de la publica­


ción de Los orígenes del totalitarismo2. Durante años la crí-

1 A. Momigliano, Su i fondamenti della storia antica. Turín, Hinaudi,


1984, pág. VIH.
2 Cfr. H. Arendt, The Origins ofTotalitarianism, Nueva York, Harcourt,
tica se interesó casi en exclusiva por esta obra, discutiendo
principalmente si el análisis de los hechos que presentaba
era correcto o parcial. El peculiar modo arendtiano de en­
frentarse a la historia ha provocado no pocas perplejidades,
sobre todo cuando se considera desde los cánones tradicio­
nales del rigor metodológico. De hecho en este libro, así
como en toda la obra de la autora, hay una especie de refle­
xión circular entre la reflexión teórica y el análisis histórico,
circularidad que se m anifiesta en una red de continuos reen­
víos entre la búsqueda del hecho concreto y la respuesta
dada por categorías conceptuales, las cuales, a su vez, se
presentan casi como una especie de comprensión previa de
los acontecimientos.
Ya los escritos sobre la historia, la cultura y la política
hebraicas, publicados en los años 40 la mayoría en revistas he-
breo-americanas, y reunidos en 1978 en un volumen titulado
The .Jew as Pariah: Jewish Identity and Politics in the Modern
Age3, se pueden leer como primera muestra del modo particu­
lar con el que Hannah Arendt construye la relación entre la re-

Brace and Co, 1951; en 1958 se publica una segunda edición ampliada y
en 1966 siguió la tercera edición con nuevos prefacios de la autora a las tres
partes del libro. Hay edición española: Los orígenes del totalitarismo. 3 vols.,
Madrid, Alianza, 1982; por lo que respecta a la edición inglesa, se hará refe­
rencia a la edición Harcourt, Brace, Jovanovich de 1979.
' Véase H. Arendt, The Jew as Pariah: Jewish Identity’ and Politics in
the M odern Age, ed. por R. H. Feldmann, Nueva York, Grove Press, 1978. El
volumen se divide en tres partes. La primera, titulada The Pariah as Rebel,
contiene los artículos: «We Refugees» (1948); «The Jew as Pariah: A Hid-
den Tradition» (1944); «Crcating a Cultural Atmosphere» (1947); «Jewish
History Revised» (1948); «The Moral o f History» (1946); «Portrait o f a Pe-
riod» (1943). La segunda, titulada Zionism and the Jewish State, se com po­
ne de «Herzl and Lazare» (1942); «Zionism Reconsidered» (1945); «The
Jewish State: Fifty Years After» (1946); «To Save the Jewish Homeland»
(1948); «Pcace and Armistice in the Near East?» (1950). Y finalmente la ter­
cera parte, dedicada a The Eichmann Controversy, recoge: «Organized Guilt
and Universal Responsability» (1945); «About “Collaboration”» (1948);
«“Eichmann in Jerusalem”: Exchange o f Letters Between Gershom Scho-
lem and Hannah Arendt» (1964); «Footnotes to the Holocaust» por W. Z.
Laqueur (1965); «The Formidable Dr. Robinson: A Reply» (1966); «A
Reply to Hannah Arendt» por W. Z. Laqueur (1966). M uchos de estos ar-
flexión teórica y los acontecimientos históricos. El análisis
puntual de la situación del pueblo hebreo permite discernir en
estos ensayos un primer apunte de aquella crítica que más tar­
de se dirigirá, claro que de manera más elaborada, a las dinámi­
cas políticas de la modernidad. Aunque no sean el tema de este
trabajo, es oportuno recordar que dichos textos asumen el pro­
blema hebreo como exponente de la alienación generalizada de
la política, que ya entonces se veía como rasgo dominante y
distintivo de toda la época moderna4. La perspectiva de cons­
truir una nueva patria para los hebreos capaz de conservar su
propia identidad salvaguardando la de las minorías se interpre­
ta como el querer recuperar el significado original, que se ha­
bía perdido progresivamente, del término política. Según Han­
nah Arendt, dar vida al nuevo estado de Israel puede significar
constituir un «espacio común» en donde sea posible hacer rea­
lidad la participación vehiculada de las prácticas discursivas5.
Se convierten luego en temas para reflexiones que trascienden

tículos han sido traducidos al italiano en: H. Arendt, Ebraismo e m odem itá,
a cargo de G. Bettini, Milán, Unicopli, 1986. Para la edición alemana de
estos ensayos véase H. Arendt, Nach Auschwitz, Berlín, Tiamat, 1989 y
H. Arendt, D ie K riese des Zionismus, Berlín, Tiamat, 1989; para la francesa
véase H. Arendt, Auschwitz et Jerusalem, París, Tierce, 1991. Sobre la rele­
vancia política y cultural del problema judío en el pensamiento de Hannah
Arendt, véanse los siguientes ensayos: F. G. Friedman, Hannah Arendt. Eine
Jiidin im Zeitalter des Totalitarismus, Múnich-Zúrich, Piper, 1985; S. Dossa,
«Lcthal Fantasy: Hannah Arendt on Political Zionism», Arab Studies Quar-
terly, VIII, núm. 3, 1986, págs. 219-230; D. Barley, «Hannah Arendt: Die Ju-
denfrage (Schriften in der Zeit zwischen 1929-1950)», Zeitschriftfiir Politik,
XX XV , núm. 2, 1988, págs. 113-129: C. S. Kessler, «The Politics o f Jewish
Identity: Arendt and Zionism», en G. T. Kaplan y C. S. Kessler (eds.), Han­
nah Arendt. Thinking. Judging. Freedom. Sydney, Alien & Unwin, 1989,
págs. 91-107; D. Bamouw, Visible Space. Hannah Arendt and the German-
Jewish Experience, Baltimore, The Johns Hopkins U. P., 1990.
4 Cfr. en particular el ensayo de H. Arendt, «To Save the Jewish Home-
land», en id.. The Jew as Pariah. cit., págs. 178-192. A este respecto véase
también G. Bettini, «Introduzione» a H. Arendt, Ebraismo e m odem itá, cit.,
págs. 5-24, en particular págs. 12-13.
5 Cfr. H. Arendt, «The Jewish State: Fifty Years After», en id., The Jew
as Pariah. cit, págs. 164-177.
el momento contingente ya sea para discutir las hipótesis sio­
nistas o para examinar el estado de la cuestión de Oriente Medio.
Afirmar efectivamente, como hacen algunos representantes de
las posiciones extremas del sionismo, la necesidad histórica
de un estado hebreo soberano que excluya lo diferente y recha­
ce una federación «dialogante» árabe-israelí significa para
Hannah Arendt no salir de las degeneraciones de la lógica del
Estado nacional, una lógica que ha demostrado ser fatal en la
historia del antisemitismo. Las consecuencias del fallado
acuerdo árabe-israelí, y la dependencia del Estado de Israel de
las superpotencias y de una inevitable y asimismo desgarrado­
ra guerra entre los dos pueblos, le parecen a la autora fruto de
una mentalidad que interpreta el antisemitismo como fatalidad
y ley histórica que, por lo tanto, permanece tenazmente unida a
la oposición hebreos-no hebreos. Tal mentalidad demuestra así
sustentarse en esa creencia de la necesidad histórica, de la cual
los hebreos también han sido víctimas, que falla a la hora de
comprender lo particular y lo individual6. Se podría seguir se­
ñalando el hilo de las correspondencias entre los problemas in­
dividuales concretos y su correspondiente lugar en el interior
de temáticas teóricas más generales, pero en este estudio se
quiere sencillamente dejar claro que nociones como ciudada­
nía, alienación política, capacidad de actuar en público, sobera­
nía y necesidad histórica, que tanta importancia tendrán en las
obras mayores de Arendt, empiezan a mostrar su perfil en la
particular tensión con la realidad concreta y en el esfuerzo para
comprender The Burden o f Our Time1.

2. Esto, como se ha dicho, vale a fortiori para Los orígenes


del totalitarismo, en donde la autora se enfrenta directamente
con el «mal radical». Es aquí donde su pensamiento adquiere la

6 Véanse los ensayos «Zionism Reconsidered»,«Peace or Armistice in


the Near East?» y «Herzl and Lazare», en H. Arendt, TheJew as Pariah, cit.,
respectivamente en las págs. 131-163, 193-224, 125-130.
7 Éste es el título de la edición inglesa de The Origins o f Totalitaria-
nism, publicada siempre en 1951, en la editorial inglesa Alien and Unwin.
[Trad. esp.: Los orígenes del totalitarismo, op. cit.]
orientación que será casi una constante en todas sus obras suce­
sivas y es aquí donde, mucho más que en sus ensayos sobre el
judaismo, demuestra saber transformar en reflexión los dramas
de su vivencia personal. Arendt individualiza en el fenóme­
no totalitario la concentración de todos los problemas que una
exhausta tradición política e intelectual ni sabe ni puede resolver.
Si por un lado representa la irrupción de lo radicalmente nuevo
y de lo impensable8, el totalitarismo, por otro lado, constituye
el punto culminante de la época moderna, el lugar de la crista­
lización de dinámicas operativas en su interior desde su naci­
miento. Sobre el telón de fondo de la disgregación del Estado
nacional y el asentamiento de la sociedad de masa, reconstruye
así el desarrollo del antisemitismo y del imperialismo. Para
Arendt el imperialismo proporciona a los movimientos totali­
tarios la fe en una expansión ilimitada que se alimenta de pre­
supuestos racistas y reviste la dignidad de una ley natural.
Bajo los golpes de la lógica imperialista — sólo en apariencia
ligada al principio nacionalista— surgen pan-movimientos
que piensan en términos de siglos y de continentes y que con­
tribuyen a la crisis definitiva del Estado. Los sistemas totali­
tarios — nazismo y estalinismo— no representan por lo tanto
la figura definitiva del Estado moderno, sino que constituyen
su completa destrucción. No tienen nada de monolítico e
impulsados por la lógica del continuo cambio, se estructuran
dentro de un complicado juego de oposiciones entre los varios
centros de poder. En el corazón del sistema totalitario, que pue­
de funcionar exclusivamente basado en la ideología y en el te­

8 Sobre la afirmación de la absoluta novedad del fenómeno totalitario y


sobre la imposibilidad de comprenderla a través de las categorías y de las
distinciones políticas tradicionales, véase H. Arendt, «Understanding and
Politics», Partisan Review, X X , núm. 4, 1953, págs. 377-392. En aquellas
páginas se lee: «La originalidad del totalitarismo es aterradora no porque
haya llegado al mundo una idea nueva, sino porque sus actos rompen con to­
das nuestras tradiciones: se trata de actos que han pulverizado literalmente
las categorías de nuestro pensamiento político y de nuestros criterios de jui­
cio moral.»
rror, está el campo de concentración que Arendt interpreta como
el laboratorio en donde se quiere hacer verdad la afirmación se­
gún la cual «todo es posible»9. En particular, el universo del
campo de concentración sirve para demostrar que el ser huma­
no puede ser reducido a un conjunto de reacciones y su volun­
tad, personalidad y libertad quedar completamente anuladas10.
La lógica totalmente antieconómica que gobierna la creación
de los campos de exterminio — que pretende seguir únicamen­
te la ley natural y al mismo tiempo histórica de la raza— ates­
tigua, según Arendt, la insensatez del fenómeno totalitario, así
como testimonia la imposibilidad de entender el totalitarismo a
través de las categorías políticas tradicionales. Esquematizando
drásticamente, éstos son, en sustancia, los elementos principa­
les de la tesis arendtiana. Aquí solamente nos interesa sugerir la
idea de que las más importantes categorías filosófico-políticas
desarrolladas en las obras sucesivas a Los orígenes del totalita­
rismo extraen parte de su significado al configurarse como
conceptos reconocidos y contrarios a aquellas nociones que la
autora considera fundamentales para la comprensión del fenó­
meno totalitario. Frente a la atomización de los individuos de la
sociedad de masa, que en cierto modo preludia el aislamiento
mucho más radical de los campos de concentración, parece
efectivamente oponerse la insistencia sobre la pertenencia a un
espacio político común; sigue oponiendo a un poder espoleado
por la lógica de la exclusión y del dominio total el poder plural
que excluye distinciones verticales; a la férrea lógica de la
ideología que subyuga y anula a los individuos y los aconteci­
mientos concretos, el realce otorgado a la singularidad y a las
diferencias; a la extinción total de la libertad y voluntad hu­
manas, dentro de un comportamiento convertido en serie, la
acción pensada en términos de imprevisibilidad y absoluta
novedad.
Debido a las tupidas injerencias entre análisis histórico y
opciones teóricas la inclusión del pensamiento arendtiano en

9 Cfr. H. Arendt, The Origins o f Totalitarianism, cit., pág. 222. [Trad.


esp.: Los orígenes del totalitarismo, op. cit.]
10 Cfr. ibídem, pág. 438. [Trad. esp.: op. c i t ]
una escuela específica o corriente de pensamiento se ha con­
vertido en algo muy difícil. Su modo de atribuir significado a
los hechos muchas veces resulta irritante para los estudiosos
consagrados a un ámbito disciplinar específico. El estudio del
pensamiento arendtiano se vio pues marcado por un sustancial
malentendido del cual es responsable sobre todo la «camarilla»
de los historiadores. En este sentido ha sido justamente deter­
minante la recepción del libro en 1951.
Después de una primera acogida positiva en el ámbito inte­
lectual americano, que exalta la originalidad de la obra — casi
entusiastas en aquella época fueron los juicios de H. Stuart
Hughes y de Dwight Macdonald11— , el consenso en torno al
trabajo empieza a quebrarse para dejar sitio a posiciones más
acerbamente críticas. Aun sin entrar en los detalles de las dis­
cusiones, es suficiente recordar aquí que los puntos más discu­
tidos fueron las explicaciones, o mejor dicho la falta de expli­
cación, del paso histórico del imperialismo al totalitarismo y
sobre todo la «escandalosa» ecuación entre nazismo y estalinis­
m o12. Pero más que las críticas individuales a los puntos en
cuestión es interesante notar cómo las diversas objeciones pue­
den, en el fondo, ser reconducidas a una única y general acusa­
ción. Arendt, en sustancia, analizaría el totalitarismo como si
fuese un universo abstracto, dotado de una lógica propia, del
que se habrían dado sólo dos manifestaciones concretas. En
contra de los mismos supuestos teóricos de la autora, la histo­
ria reconstruida por ella no dejaría espacio a la relevancia de los
hechos y en lugar de analizar objetivamente los acontecimien­
tos según el orden exacto en que se sucedieron, lo haría por li­
bres asociaciones metafísicas. De este modo, siempre según ta­
les críticas, Arendt llegaría a dar forma a un sistema conceptual

11 Véase H. Stuart Hughes, «Historical Sources o f Totalitarianism», The


Nation, 24 de marzo 1951, págs. 280-281; Dwight Macdonald, «A New
Theory o f Totalitarianism», New Leader, 14 de mayo de 1951, pág. 17.
12 Para un recuento detallado de las reacciones suscitadas por la equiva­
lencia entre el nazismo y el estalinismo, véase el libro de S. J. Whitefield,
Into the Dark. Hannah Arendt and Totalitarianism, Filadelfia, Temple Uni­
versity Press, 1980, en particular págs. 15-26.
que poco se diferenciaría de aquella ideología criticada por ella
de manera tan aguda13.

3. Tendremos que esperar hasta el final de los años 60 para


que el debate crítico se libere de los angostos esquemas que se
basan sobre criterios de la parcialidad o de la imparcialidad, de
la coherencia o de la incoherencia de la «historiadora» Hannah
Arendt. Ni siquiera la publicación en 1958 de La condición
humana, en 1961 de Entre el pasado y el futuro y en 1963 de
Sobre la revolución — más allá de algunas aisladas intervencio­
nes14— logró cambiar de manera decisiva el interés sobre te­
máticas teóricas más complejas que consintieran colocar su pen­
samiento dentro de un contexto filosófico-político. También
porque al estallar, en 1963, la polémica sobre el caso Eich­
mann, monopolizó casi completamente la atención y suscitó
tonos bastante más encendidos y escandalizados con respecto
a la presentación parcial de los «hechos», de los mismos que
marcaron la discusión de Los orígenes del totalitarismo. Hubo

13 Para las criticas de los años 50 valga, para todas, aquella de R. Aron,
«L’essence du totalitarisme», Critique, núm. 80, 1954, págs. 51-70. Como
demuestra el ensayo de N. K. O ’Sullivan, «Politics, Totalitarianism and Free­
dom. The Political Thought o f Hannah Arendt», Political Stuclies, XXI,
núm. 2, 1973, págs. 183-198, las polémicas ni siquiera cesaron con una dife­
rencia de veinte años de la publicación de la obra. Al respecto véase también
el ensayo de B. Crick, «On Rereading the Totalitarianism», Social Research.
X LIV núm . 1, 1977, págs. 106-126."
14 Por ejemplo, los artículos de D. Spitz, «Politics and the Realm o f
Beings», Dissents. VI, núm. 1, 1959, págs. 56-65; K. H. Wolff, «On the Sig-
nificance o f Hannah Arendts Human Condition for Sociology», Inquiry, IV,
núm. 2, 1961, págs. 67-106; A. Diemer, «Der Mensch, sein Tun und die
menschliche Grundsituation. Kritische Betrachtungen zu Hannah Arendt’s
“Vita Activa”», Z eitschrift fü r Philosophische Forschung, XVI, 1962,
págs. 127-140. Vcase también el trabajo de S. E. Edwards, The Political
Thought o f Hannah Arendt: A Study in Thought and Action. tesis, Claremont
Gradúate School, 1964. Se trata de trabajos explorativos que no han tenido
luego un peso real en el seno del debate general. Bastante más interesantes
son las intervenciones de J. N. Shklar, «Between Past and Future. by Hannah
Arendt», H istory and Theory, II, 1963, págs. 286-291 y de J. Habermas,
«Die Geschichte von den zwei Revolutionen», Merkur. XX, núm. 218, 1966,
págs. 479-482.
quien además se tomó la molestia de redactar, en un análisis de
casi quinientas páginas, una refutación minuciosa dirigida a
probar la presencia de unos seiscientos errores en la lectura
arendtiana de los documentos15. Ahora ya no estaba en cues­
tión la falta de una metodología histórica o sociológica, sino la
mala fe de quien quería llenar de fango a las víctimas del na­
zismo, mistificando los problemas fundamentales de la trage­
dia hebrea. Imperdonables eran, sobre todo para los intelectua­
les hebreos, por un lado la aceptación de la «banalidad del
mal» — en las intenciones de Arendt esto significaba simple­
mente el hecho dramático de que las atrocidades más terribles
puedan ser cometidas por personas completamente normales y
dedicadas al deber, pero privadas del todo de capacidad críti­
ca— , por otro la constatación de la increíble docilidad con la
que los hebreos habían consentido su exterminio, a veces inclu­

15 Los artículos que Arendt escribiera sobre el proceso Eichmann fue­


ron primero publicados con el título «A Repórter at Large: Eichmann in Je-
rusalem» en la revista The New Yorker, 16 de febrero, 1963, págs. 40-113; 23
de febrero, págs. 40-111; 2 de marzo, págs. 49-91; 9 de marzo, págs. 48-131;
16 de marzo, págs. 58-134; luego fueron publicados en un volumen en
H. Arendt, Eichmann in Jerusalem: A R eport on the Banality o f Evil, Nueva
York, Viking Press, 1963 [trad. esp.: H. Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un
estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999]. Lo que más am­
pollas levantó fue el presunto cambio de opinión ocurrido respecto al ensayo
sobre el totalitarismo. En este último se mantenía que el genocidio perpetrado
en peijuicio del pueblo hebreo equivalía a la aparición en la historia del «mal ra­
dical». En el libro sobre Eichmann encontramos por el contrario la afirmación,
considerada como infamante y superficial, acerca de la «banalidad del mal».
J. Robinson, And the Crooked Shall Be M ade Straight: The Eichmann Trial,
The Jewish Catastrophe, and Hannah A ren dt’s Narrative, Nueva York, Mac-
Millan, 1965, ha refutado punto por punto las tesis contenidas en el libro sobre
Eichmann, revelando errores en el análisis de los documentos. Véanse además
los artículos de N. Podhoretz, «H. Arendt on Eichmann: a Study on the Perver-
sity o f Brilliance», Commentary, núm. 4, 1963; L. Abel, «Aesthetics ofEvil:
H. Arendt on Eichmann and the Jews», Partisan Review, XXX, núm. 3, 1963,
págs. 211-230, y el intercambio epistolar entre Arendt y Laqueur publicado en
New York Review o f Books, 11 de noviembre 1965,20 de enero de 1966 y 3
de febrero de 1966. Un compendio de las intervenciones más significativas
americanas y alemanas sobre el caso Eichmann ha sido llevado a cabo por
F. A. Krummacher, D ie Kontroverse Hannah Arendt Eichmann und die Juden,
Múnich, Nymphenburger Verlagshandlung, 1964.
so colaborando con las autoridades nazis16. Hannah Arendt
fue acusada de no tener Ahabath Israel (‘amor por el pueblo
hebreo’) ni Herzenstakt ( ‘latidos de corazón’) por parte de
Gershom Scholem, y fue reprendida más discretamente, pero
no menos severamente, por sus propios amigos. Hans Joñas, por
ejemplo, le escribió una larga carta de desacuerdo angustiado,
pero que entonces no fue publicada17.
Pero si, en los años inmediatamente posteriores a su publi­
cación, Los orígenes del totalitarismo y más aún La banalidad
del mal no encontraron el reconocimiento que merecían, hay

16 El pasaje del libro en cuestión es el siguiente: «En todos los sitios


donde estaban los hebreos se habían nombrado jefes en el interior de sus
grupos y estos jefes, casi sin excepción, habían colaborado con los nazis, de
un modo u otro, por una razón o por otra. La verdad era que si el pueblo he­
breo hubiese estado realmente desorganizado y sin jefes, habría habido caos
y dispersión por todas partes, pero las víctimas no habrían sido casi seis mi­
llones.» H. Arendt, Eichmann en Jeruscilén. Un estudio sobre la banalidad
d el mal, op. cit. Por lo que respecta a artículos en defensa de las posiciones
de Arendt, se destacan: B. Bettelheim, «Eichmann, The System, the Vic-
tims», The New Republic, 15 de junio de 1963, págs. 23-33; D. Bell, «The
Alphabet o f Justice», en «Eichmann in Jerusalem», Partisan Review, XXX,
núm. 3, 1963, págs. 417-429; M. McCarthy, «The Hue and Cry», Partisan
Review, XXXI, núm. 1, 1964; R. Errera, «Eichmann: un procés inachevé»,
Critique, XI, núm. 2, 1965, págs. 262-274.
17 V éase la carta de G. Scholem a Hannah Arendt del 23 de junio
de 1963 en H. Arendt, The Jew as Pariah, cit., págs. 241-242: «En la tradi­
ción hebrea hay un concepto difícil de definir y sin embargo bastante concre­
to que conocem os com o Ahabath Israel [...] el amor por el pueblo judío. En
ti querida Hannah [...] no encuentro ni rastro de él.» Y continúa: «El tuyo es
un tono absolutamente inadecuado [...]. En circunstancias com o éstas no ha­
bría sido más oportuno sustituirlo por lo que sólo puedo expresar con la m o­
desta palabra alemana Herzenstakt?», pág. 217. La respuesta de Arendt no
fue menos incisiva: «Tienes perfectamente razón. No estoy animada por nin­
gún “amor” de este tipo, y ello por dos razones: en mi vida nunca he amado
a ningún pueblo o colectividad, ni al pueblo alemán, ni al francés, ni a la cla­
se obrera, ni nada de este tipo. Yo “sólo” amo a mis amigos y la única espe­
cie de amor que conozco y en la que creo es el amor hacia las personas.» Hay
una larga carta de Hans Joñas, sin fecha, no publicada, en donde el autor dis­
cute el intercambio epistolar entre Arendt y Scholem tomando a menudo
postura a favor de este último. Cfr. Library o f Congress, Washington, Ma-
nuscripts División, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 15.
que precisar sin embargo que luego fueron abundantemente
«resarcidos» del daño padecido. La obra del 51 efectivamen­
te ha entrado a formar parte de aquellas que son definidas
como «las interpretaciones clásicas del totalitarismo», del que
ningún historiador, sociólogo, científico político o filósofo de
lá política puede prescindir cuando afronta el tema de los regí­
menes y de las ideologías totalitarias18. En cuanto a La banali­
dad del mal — que en las páginas siguientes tendré en conside­
ración solamente en relación a las reflexiones arendtianas sobre
el juicio— , ha seguido representando una provocación: una
provocación, sin embargo, hacia la cual se ha mirado cada vez
más con una atención liberada de prejuicios. Si por una parte la
obra sobre Eichmann ha alimentado y aún hoy alimenta el re­
planteamiento sobre el significado del holocausto y sobre el
papel que en él han desempeñado los hebreos19, por otra parte,

18 Véanse, a título meramente ilustrativo, las siguientes voces de dicciona­


rios y enciclopedias: H. J. Spiro, «Totalitarianism», en D. Sills (ed.), Interna­
tional Encyclopedia o f Social Sciences, Nueva York, MacMillan, 1968,
vol. XVI, págs. 106-112; K. D. Bracher, «Totalitarianism», en P P. Wiener
(ed.), D ictionaiy o f the History o f Ideas, Nueva York, Scribncr’s Sons, 1973,
vol. IV, págs. 406-411; M. Stoppino, «Totalitarismo», en N. Bobbio, N. Mat-
teucci y G. Pasquino, Dizionario di política, Turín, Utet, 1983, págs. 1191-
1203 [trad. esp.: Diccionario de política, Madrid, Siglo XXI, 1982]; M. Heller,
«Le totalitarisme», en A. Jacob (bajo la dirección de), Encyclopedie philoso-
phique universelle, París, PUF, 1989, vol. I, págs. 1717-1720; D. Fisichella,
«Totalitarismo», en E. Berti y G. Campanini (a cargo de), Dizionario delle idee
politiche, Roma, Editora Ave, 1993, págs. 921-927; E. Kamenka, «Totalitaria­
nism», en R. E. Goodin y P. Pettit (eds.), A Companion to Contemporaiy Poli­
tical Philosophy, Oxford, Blackwell, 1993, págs. 629-637.
19 Véanse por lo menos: los estudios publicados en AA. W , L'Allema-
gne nazie et le génocide juif, París, Seuil, 1985; C. R. Browing, «Germán Me­
mory, Judicial lnterrogation and Historical Reconstruction: Writing Perpetrator
History from Postwar Testimony», en S. Friedlander (ed.), Pmbing the Limits o f
Representation. Nazism and the «Final Solution», Cambridge, Mass., Harvard
U. P, 1992, págs. 22-36; D. Diner, Historical Understanding and Counterratio-
nality: the Judenrat as Epistemological Vantage, en S. Friedlander (ed.),
Probing the Limits o f Representation, cit., págs. 128-142; G. H. Hartman, «The
Book o f Destruction», en S. Friedlander (ed.), Probing the Limits o f Represen­
tation, cit., págs. 318-334; A. Milchman y A. Rosenberg, «Hannah Arendt and
the Etiology o f the Desk Killer: The Holocaust as Portent», History ofEuro-
pean Ideas, XIV núm. 2, 1992, págs. 213-226; H. Kellner, «“Never Again” is
ha contribuido a iniciar uno de los debates filosófico-políticos
más interesantes de los últimos años: el del problema del mal y,
en particular, el del significado político del mal20.

2. ¿ A r is t o t e l is m o o ir r a c io n a l ís im o p o l ít ic o ?

1. Es cierto que Arendt «no llegó al pensamiento político


por el camino de la teoría»21, sino que, como he intentado acla­
rar, lo alcanzó impulsada por requerimientos históricos acucian­
tes y concretos. Sin embargo, aduciendo la imposibilidad de co­
locar su reflexión en un contexto definido de pertenencia, se
ofrecería una visión reducida si no se tomaran en consideración
las perspectivas teóricas que más la han influido. En efecto, una
vez olvidada la polémica sobre el caso Eichmann y agotadas las
discusiones sobre lo tendencioso de su análisis del totalitarismo,
se construyó poco a poco el entramado de un debate crítico que
se ocupaba de la obra arendtiana por su relevancia teórica y que
intentaba encajarla en alguna que otra corriente de pensamien­
to o, con más provecho, estudiar y comprender sus presupues­
tos. Esto ocurrió primero en el ámbito de la cultura americana
y en el contexto de la filosofía política alemana. Tan sólo en un
segundo momento la discusión sobre el pensamiento arendtia­
no se hizo presente en los medios culturales franceses e italia­

Now», History and Theoiy, XXXIII, núm. 2, 1994, págs. 127-144; W. Kanstei-
ner, «From Exception to Exemplum: The New Approach to Nazism and the
“Final Solution”», H istoiy and Theoiy, XXXIII, núm. 2, 1994, págs. 145-171;
R. Braun, «The Holocaust and Problems o f Historical Representation», His­
tory and Theoty, XXX1I1, núm. 2, 1994, págs. 172-197. Véase, por último,
E. Traverso, Gli ebrei e la Germania. Auschwitz e la «sim biosi ebraico-te-
desca» (1992), Bolonia, II Mulino, 1994.
20 La literatura filosófica sobre el problema del mal es ahora ya amplí­
sima; para una discusión de las perspectivas más significativas, véase el ca­
pítulo «Male» de R. Esposito, N ovepensieri sulla política, Bolonia, II Muli­
no, 1993, págs. 183-205.
21 Ésta es la afirmación del ensayo de E. Vollrath, «Hannah Arendt über
Meinung und Urteilskrañ», en A. R eif (ed.), Hannah Arendt. M aterialen zu
ihrem Werk, Viena, Europaverlag, 1979, pág. 85.
nos. Es obvio que, al reconstruir en cada capítulo las perspecti­
vas interpretativas más notables, me veré obligada a obviar o a
citar sólo de pasada un importante número de lecturas que, aun
cuando sean más complejas y articuladas que las que mencio­
naré, resultan sin embargo menos «extremas» y en consecuen­
cia menos paradigmáticas.

2. La primera monografía dedicada a un perfil general de


la teoría política de Hannah Arendt, escrita por Margaret Cano­
van22, puede aparecer hoy superada en muchos aspectos; cuan­
do apareció, por ejemplo, todavía no se había publicado una
obra como La vida del espíritu. Tuvo sin embargo el induda­
ble mérito de poner fin a una discusión orientada exclusiva­
mente a valorar la adecuación o la inadecuación de las catego­
rías arendtianas bajo la óptica del método histórico o sociológi­
co y de romper con los inútiles interrogantes que cuestionaban
si el pensamiento político que se desprendía de Los orígenes
del totalitarismo había que clasificarlo de «derechas» o de «iz­
quierdas». En efecto, Canovan proponía que se interpretara el
pensamiento de Arendt como un capítulo importante, si bien
no sistemático, de la teoría política del siglo xx y como un
ejemplo, de entre los más significativos, de contraposición a la
ciencia política contemporánea de huella neo-positivista. Es,
pues, como pensadora y no como historiadora como Arendt es
considerada; y es como teórica, siempre según Canovan, como
se señalan sus límites. Si, por una parte, el nuevo análisis de la
política realizado por la autora produce un efecto crítico libera­
torio, por otra parte las propuestas que hace permanecen dema­
siado vagas, arriesgándose a perderse en romanticismos abs­
tractos e irrealizables: faltan las indicaciones concretas de
cómo llevarlas a cabo, mostrándose así totalmente inútiles a los
fines de un auténtico proyecto político.
Como anticipación, podemos observar que estas valoracio­
nes permanecerán más o menos constantes en la mayoría de las
interpretaciones sucesivas, interpretaciones que concurrieron a

22 Cfr. M. Canovan, The Political Thought o f Hannah Arendt. Nueva


York, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1974.
difundir la imagen de una pensadora que divagaba en cuanto a
una nueva propuesta de la organización política de la «polis» y
que no conseguía entender del todo las dinámicas de la moder­
nidad. Ya sea por parte de los que han querido descubrir en la
filosofía política de Hannah Arendt una intención de trasfondo
aristocrático-elitista, aunque no inmediatamente perceptible
puesto que está enmascarado por propuestas democráticas23, ya
sea por parte de aquellos que, de manera menos esquemática,
pero no menos reductiva, han individualizado la posición de
la autora como oscilando entre un conservadurismo elabora­
do de estilo burkeiano y tentaciones revolucionarias24, ya sea
también por parte de los que han detectado una fuerte conso­
nancia con las teorías más radicales de la democracia direc-
ta25, siempre se ha señalado como límite constitutivo de su
pensamiento el haber hecho suya la comprensión de la dife­
rencia específica de lo moderno en comparación con lo anti­
guo, con ventaja de este último y, en particular, de la visión
aristotélica.

3. Quien mayormente ha conUibuido a difundir la idea del


neo-aristotelismo arendtiano ha sido sin lugar a dudas Jürgen Ha-
bermas. A pesar de que en algunas obras importantes suyas, el fi­
lósofo alemán se haya referido explícitamente a la distinción tra­
zada en Vita activa [La condición humana] entre póiesis y praxis
y al consiguiente rechazo de rebajar la praxis a la acción instru­

23 Así por ejemplo, M. Canovan, «The Contradictions o f Hannah


Arendts Political Thought», Political Theorv, VI, 1978, núm. 1, págs. 5-26 y
11. H. Kepplinger, Rechte Leute van Links. Gewaltkult undInnerlichkeit, Fri-
burgo, Walter Verlag, 1970, págs. 7-70.
24 Vcase M. Cranston, «Hannah Arendt», en A. Reif, M aterialen zu ih-
rem Werk, cit., págs. 11-18. Véase también S. Whitefield, lnto the Dark.
Hannah Arendt and Totalitarianism, cit., págs. 3-23.
25 Cfr. N. O ’Sullivan, «Hannah Arendt: Hellenic Nostalgia and Indus­
trial Society», en A. De Crespigny y J. Minogue (eds.), Contemporary Poli­
tical Philosophers, Londres, Methuen, 1976, págs. 228-251. Véase también
J. T. Knauer, Hannah Arendt and the Reassertion o f the Political: Towards a
New Democratic Theory, tesis, State University o f New York, 1975.
mental, es justamente en esta oposición categórica como se diri­
ge su crítica. El ensayo dedicado a Arendt26, en donde Haber-
mas en esta ocasión adopta el inacostumbrado papel de realista
político, está destinado otra vez a demostrar la impotencia ex­
plicativa, aunque también aplicativa, del concepto arendtiano
de poder. Efectivamente, tal concepto, queriendo eliminar del
ámbito de lo que es auténticamente político cualquier elemen­
to estratégico e instrumental, y disociando la política de sus im­
plicaciones económico-sociales, se revelaría insuficiente ya en
su análisis hasta el fondo del poder, ya en la presentación de
una alternativa, que lo sea de verdad a ese poder. La teoría
arendtiana se configuraría entonces como un pensamiento rígi­
damente normativo vinculado con demasiada dependencia a
las precisas y no siempre útiles dicotomías aristotélicas. La hi-
postatización de la imagen de la polis, proyectada en la esencia
misma de la política y «la mordedura de una teoría aristotélica
de la acción» hacen pagar a la autora, según Habermas, el precio
de una fallida comprensión del Estado y de la sociedad modernos.
I)el mismo modo, el distanciamiento, siempre de sello aristotéli­
co, entre praxis y teoría —es decir, para el filósofo alemán, al

26 J. Habermas, «Hannah Arendts Begrifl'der Macht», Merkur, núm. 10,


l‘)76, págs. 946-960. Habermas se refiere a Arendt sobre todo en el ensayo
«La doctrina clásica de la política en su relación con la filosofía social», en
Teoría y praxis. Estudios de filosofía social, Madrid, Tecnos, 2000. En particu­
lar explica su propia deuda con relación a la lectura de Vita activa /La
condición humana en la nota 4 de la pág. 50. Pero todavía antes del ahora ya
lamoso ensayo dedicado a la concepción del poder arendtiano, Habermas ha­
bía tratado el neoaristotelismo de la autora en J. Habermas, «Die Geschichte
von den zwei Revolutionen», Merkur, XX, 1966, núm. 218, págs. 479-482.
l’ara considerar la relación Habermas-Arendt véase el inteligente artículo
de J. M. Ferry, «Habermas critique de Hannah Arendt», Esprit, VI, núm. 6,
1980, págs. 109-124, pero también D. Luban, «On Habermas, on Arendt, on
Power», Philosophy and Social Criticism, VI, núm. 1, 1979, págs. 79-95 y
M. Canovan, «A Case o f Distorted Comunication: A Note on Habermas and
Arendt», Political Theory, XI, núm. 1, 1983, págs. 105-116. Para una crítica
a la rígida separación efectuada por Arendt entre poiesis y praxis véase T. Ebert,
«Praxis und Poiesis. Zu einer Handlungstheoretischen Unterscheidung des
Aristóteles», Zeitschrift ftir philosophische Forschung, XXX, núm. 1, 1976,
págs. 12-30.
igual que será para Agnes Heller, una concepción en el fondo aún
metafísica de la teoría27— introduce en el concepto arendtiano
de praxis discursiva fúertes contradicciones. El abismo que se­
para la teoría de la praxis no puede ser superado por Arendt
según la interpretación de Habermas, ni siquiera con la argumen­
tación racional: esto condena el proyecto arendtiano a que siga
siendo una utopía en el sentido negativo del término28.
Pero hay que señalar que a la interpretación habermasiana,
que justamente evidencia la difícil relación entre teoría y
praxis, escapa quizás el elemento estratégico de la crítica
arendtiana a la política, elemento implícito en el total rechazo de
considerar constitutiva del concepto de praxis la relación medios-
fines. En sustancia, Habermas, acusando a la autora de proponer
una mala utopía, parece no captar la radicalidad crítica implíci­
ta en la individualización de las líneas fundamentales del actuar
y la clara distinción entre la praxis de la labor y del trabajo, por
un lado, y la teoría, por otro lado.

Otro autor alemán, D olf Sternberger29, ha demostrado ser


aparentemente más sensible al aspecto provocativo de tal deli-

27 Cfr. A. Heller, «Hannah Arendt on the “vita contemplativa”», en


Philosophy and Social Criticism, XII, 1987, en donde sostiene que la con­
cepción arendtiana de verdad está aún ligada a una concepción metafísica.
Con respecto a la crítica arendtiana al conocim iento, si bien con tonos m e­
nos polém icos, también se muestra perplejo H. Joñas, «Handeln, Erken-
nen, Denken, Zu Hannah Arendts philosophischen Werk», Merkur, X XX,
núm. 10, 1976, págs. 921-935.
28 J. M. Ferry, Habermas critique de Hannah Arendt, cit., pág. 111, pone
en evidencia cómo precisamente la crítica de Habermas asume el aspecto de
una crítica de intenciones. N o se comprende, efectivamente, según Ferry,
basándose en qué presupuestos la ética discursiva de Habermas no se pueda
definir utópica, mientras tal calificación viene reservada para la concepción
arendtiana.
20 D. Sternberger, «D ie Versunkene Stadt. Über Hannah Arendts Idee
der Politik», Merkur, X X X , núm. 10, 1976, págs. 935-945; D. Sternberger,
«Metamorphosen der Burgerschaft», en A. R eif Hannah Arendt. M ateria-
len zu ihrem Werk, cit., págs. 123-135; véase siempre del mismo autor, «Poli-
tie und Leviathan. Eine Streit um den antiken und den modemen Staat», en
H. Maier-Leibnitz,Z eu gen des Wissens, Maguncia, Koeheler Verlag, 1986.
initación conceptual. Al igual que Habermas, él distingue en el
aristotelismo el elemento determinante del pensamiento políti­
co de Hannah Arendt; a su juicio, tal composición teórica no se
traduce en una utopía política en sentido estricto30. Mas es jus­
tamente gracias a la utilización de las categorías aristotélicas
como Arendt ha podido alcanzar la aguda, específica y origi­
naria comprensión de lo político. Pero Sternberger, en un úl­
timo análisis, reprocha a la autora que haya renunciado a en­
trever también en el mundo moderno — en particular en las
oportunidades ofrecidas por el estado constitucional— la po­
sibilidad de una reactualización de la politeia de Aristóteles.
Por lo tanto, aunque no esté viciado por la utopía, el pensa­
miento arendtiano, en tanto que renuncia a una verdadera pro­
yección sobre el presente, no presta la suficiente atención a
las estructuras modernas del Estado. El «anti-modernismo»,
si se puede llamar así, de la autora la lleva a juzgar impolítico
cualquier tipo de organización que se estructura alrededor de
un gobierno.
Las interpretaciones que recurren al pensamiento aristo­
télico para explicar el de Arendt resultan cuando menos par­
ciales, ya sea porque con la definición de filosofía neo-aris-
totélica se quiera resaltar sobre todo su trasnochada utopía
-como en el caso de Habermas— , ya sea porque con tal
definición se tienda por el contrario a destacar el redescu­
brí miento de un sentido político perdido — como en el caso
de Sternberger. ¿Es verdaderamente significativo para com ­
prender la filosofía de Hannah Arendt inscribirla en listas
de los llamados pensadores neo-aristotélicos? ¿Son sufi­
cientes las adhesiones, si bien relevantes, a Aristóteles, a sus
distingos, a su definición de hombre como ser político y ca­
paz de discurso para hacer de Arendt un exponente de pri­

30 Mérito de Arendt, para Sternberger, es el de haber vuelto a llamar la


atención sobre el pensamiento político aristotélico. Está bien recordar que
precisamente esto es el objeto de los estudios de Sternberger, que pone al Es-
lado constitucional moderno — «la vertiente “luminosa” de la moderni­
dad»— en parcial continuidad con la politeia.
mer orden en la rehabilitación de la filosofía práctica aristo­
télica?
Es verdad que la Vita activa [La condición humana] —pu­
blicada por la autora en alemán en 1960, en una edición am­
pliada y modificada— está en el origen del debate ocurrido en
Alemania a principios de los años 60, y que se hizo famoso con
el nombre de Rchabilitierung der praktischen Philosophie. Un
debate caracterizado por el redescubrimiento de la actualidad
del pensamiento ético y político de Aristóteles y de la consi­
guiente aparición de posturas neo-aristotélicas31. Hay, en efecto,
puntos de convergencia entre el pensamiento de Hannah Arendt
y la «rehabilitación de la filosofía práctica»: es común, en primer
lugar, la intención de rescatar la acción del hombre de su cosifi-
cación padecida en la época moderna. En este sentido segura­
mente no es fruto de la casualidad que la obra de Arendt sea leí­
da paralelamente a la de los otros dos pensadores comprometidos
en utilizar las categorías del pensamiento antiguo como alternati­
vas a la ciencia política moderna y considerados, a su vez, como
anticipadores de la Rehabilitierung alemana: Leo Strauss y Eric
Voegelin32. Arendt, Strauss, Voegelin y los autores del sucesivo

31 Para una reconstrucción del complejo debate referido al renacer de la


filosofía práctica alemana y de su rehabilitación del pensamiento de Aristó­
teles véanse, en particular, F. Volpi, «La rinascita della filosofía pratica in
Germania», en C. Pacchiani (a cargo de), Filosofía pratica e scienza po líti­
ca, Abano, Francisci, 1980, págs. 11-97 y F. Volpi, «La riabilitazione della
filosofía pratica e il suo senso nella crisi della modemitá», II Mulino, XXXV,
núm. 6, 1984, págs. 928-949. De entre los libros más significativos de esta
tendencia hay que destacar por lo menos W. Hennis, Politik und Praktische
Philosophie, Neuwied-Berlín, Luchterhand, 1963 y Stuttgart, Klett-Kotta,
1973 (edición ampliada); M. Riedel, Rehabilitierung d er Praktischen Philo­
sophie, Friburgo, Rombach, 1974; R. Bubner, Handlung, Sprache und Ver­
tí unji. Grundbegriffe praktischer Philosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1973;
G. Bien, D ie Grundlegung der Politischen Philosophie bei Aristóteles, Fri­
burgo, Alber, 1973.
32 Véase al menos L. Strauss, Natural Right and History, Chicago, U ni­
versity o f Chicago Press, 1953 [trad. esp.: D erecho natura! e historia,
Barcelona, Círculo de Lectores, 2000]; id., What is Political Philosophy?,
Glencoe, Free Press, 1960; id., The City and the Man, Chicago, Rand
McNally, 1964; id., Studies in Platonic Political Philosophy, Chicago, Univer-
neo-aristotelismo alemán critican la trasposición del modelo
moderno del saber, inspirado esencialmente en el método ló­
gico-matemático, a la comprensión de la acción humana. Es
decir, que se oponen a la reducción de la esfera de los asun­
tos humanos en un posible objeto de una ciencia rigurosa que
se pretenda universal. Por lo tanto, tienen en común el deseo
de devolver su propio estatuto ontológico a aquella praxis
que, con respecto a los objetos de la teoría, goza de una esta-
bilidad infinitamente menor y sujeta por esencia a una falta
de capacidad de previsión. Unida a la liberación de la praxis
ile los criterios de la teoría está la clara separación de la ac­
ción práctica y de la acción técnica. En otros términos, estos
pensadores enfatizan el hecho de que la praxis no produce
ningún objeto, y en consecuencia su éxito no se puede medir
basándose en el resultado de su producto. Criterio, este últi­
mo, que se aplica en cambio sólo a la poiesis. En sustancia,
estos autores insisten en afirm ar la diferencia radical existen­
te entre la acción técnico-productiva y la acción práctico-co-
municativa.
Más allá de las sin embargo notables diferencias internas
dentro del panorama del neo-aristotelismo alemán, se puede re­
conocer que una de las exigencias comunes a los pensadores
que se adhieren a esta línea de pensamiento consiste en la vo­
luntad de recuperar la dimensión normativa tanto en las actua­
ciones políticas como en las actuaciones éticas. Se puede decir,
en fin, que el «programa» subyacente a la rehabilitación de la
filosofía aristotélica retoma la reproposición de motivos tales
como los del «bien común» y la reimplantación de un saber
práctico que guíe a los hombres para conseguirlo. En esta pers­
pectiva, las modalidades del saber práctico, revaluadas por los
neo-aristotélicos, como por ejemplo, la prudencia, el sentido

sity o f Chicago Press, 1984. De Eric Voegelin, cfr. sobre todo, The New
Science o f Politics, Chicago, The University o f Chicago Press, 1952; id.,
O rder an d History, 4 vols., Baton Rouge, Louisiana State University
Press, 1956-1974; id., Wissenschaft. Politik und Gnosis, Múnich, Kosei,
1959; id.. Anamnesis. Zur Theorie und Geschichte d e r Politik, Múnich,
Piper, 1966.
común, el criterio y la opinión, mantienen un carácter instru­
mental con vistas a la realización de un objetivo: la formación
de una «constitución» política en donde sea posible la realiza­
ción del «bien vivir».
Pero el claro rechazo arendtiano de la categoría medios-fi-
nes o, para decirlo de otro modo, la crítica bastante más radical
que la de estos autores, desarrollada por la autora en el estudio
de la relación teoría y praxis, hace difícil y casi imposible en­
contrar un terreno de encuentro sobre esta temática. Y es aquí,
a mi entender, donde las diferencias se hacen insuperables. Las
explicaciones que Arendt ofrece con respecto a un tipo de sa­
ber práctico — referencias al sentido común, a la opinión y
aquellas más numerosas, pero también contradictorias y ambi­
guas, al criterio— tienen sobre todo, como se tendrá ocasión de
observar, el significado de contraposiciones polémicas. Siguen
siendo, intencionalmente, indicaciones demasiado frágiles para
que se puedan considerar como un conjunto de criterios norma­
tivos que apoya y acompaña la acción. Nunca, en Arendt, se
encuentran afirmaciones sobre el contenido de la «vida bue­
na» y sobre la especificación del «bien común» que se debe
perseguir.
Entonces quizá la «impracticabilidad» del pensamiento polí­
tico arendtiano no se debe atribuir a su excesiva fidelidad a
Aristóteles — como Habermas por ejemplo mantiene— sino
más bien a la voluntad de la autora de llevar a cabo una obra de
deconstrucción de aquella tradición de la filosofía política que
impone a la política los criterios de la filosofía y en el interior
de la cual incluye, a pesar de su parcial excentricidad, también
a Aristóteles.
Hannah Arendt no rehabilita la filosofía antigua, ni si­
quiera la aristotélica, para dar una alternativa posible respec­
to a las propuestas de la ciencia política moderna — y es aquí
probablemente en donde se encuentra su diferencia sustancial
con pensadores como Strauss y Voegelin— precisamente por­
que toda la tradición ha sido llamada a rendir cuentas del
ocultamiento del significado originario de aquello que es au­
ténticamente político. El valor que Hannah Arendt asigna a la
filosofía práctica de Aristóteles es pues totalmente distinto
del pretendido por los neo-aristotélicos. Tampoco el pensa­
miento de Aristóteles logra del todo sustraerse a la tendencia
inaugurada por Platón y típica, salvo raras excepciones, de
toda la tradición del pensamiento político, que lleva a privile­
giar la teoría sobre la praxis, a hacer derivar la filosofía prác­
tica de la filosofía primera.

4. Y justamente por la radicalidad del intento con el que la


autora busca alejarse de una tradición filosófica que impone
los propios criterios a la praxis y por la difícil relación que pro­
yecta entre pensamiento y acción, la teoría arendtiana ha sido
lachada de irracionalismo y valga esto como demostración,
aun absurda, de la distancia que separa a Arendt de los neo-
aristotélicos. En efecto, algunos críticos han interpretado mal la
indicación, de la que se ha apropiado la autora, de un replantea­
miento radical de lo político con la necesidad de una novedad
absoluta: la autora, en suma, sería víctima del mito irracionalis-
ta de la superioridad de la política, mito incompatible con la de­
mocracia moderna33.
Pero más interesante y problemática, aunque en algunos as­
pectos no menos paradójica, parece ser la crítica promovida por
Martin Jay34. Al igual que Schmitt, Jünger y Báumler — quie­
nes para Jay han abierto la vía al fascismo— , Arendt formaría
parte del así llamado «existencialismo político». Lo mismo que
estos pensadores, para los cuales la fascinación de la «nada»
heideggeriana se transforma en la concepción de la autonomía
de lo político, también Hannah Arendt se dejaría arrastrar por
una visión de la politique pour la politique. En virtud de esta
peligrosa «estetización de lo político», la autora desvincularía

13 Cfr. N. K. O ’ Sullivan, Hellenic Nostalgia and Industrial Society, cit.,


págs. 228-251; B. Schwartz, «The Religión o f Politics; Reflections on the
Ihought o f Hannah Arendt», Dissent, XVII, núm. 2, 1970, págs. 144-161.
,4 M. Jay, «Hannah Arendt: Opposing Views», Partisan Review, XLY
núm. 3, págs. 348-367, 1978, publicado de nuevo con el título «The Political
P'xistentialism o f Hannah Arendt», en M. Jay, Permanent Exiles: Essays on
the ¡ntellectual Migration from Germany to America, Nueva York, Columbia
ü. P„ 1986, págs. 237-256.
la política de cualquier consideración externa a ella, ya sea so­
cial, económica o incluso sólo normativa y negando, al igual
que Heidegger, la primacía del logos sobre el cual nuestra tra­
dición se fundamenta, se acercaría inconscientemente a las
mismas conclusiones nihilistas de los autores suscitados. El én­
fasis que Arendt pone sobre la importancia del momento que
origina la política la colocaría peligrosamente cerca de la
«exaltación de la violencia destructora y estetización de la vio­
lencia» de Walter Benjamin. Una ulterior confirmación de la
afinidad entre Hannah Arendt y estos autores, quienes para Jay
están comprometidos con la ideología fascista, emergería de la
visión de la propia historia de la autora: una historia que no
puede ser ni proyectada ni construida por el hombre. No sólo,
pues, el pensamiento arendtiano no facilita indicaciones políti­
cas practicables, por estar demasiado desvinculado de unas cir­
cunstancias históricas y sociales concretas, sino que esto mis­
mo resulta también ambiguamente emparentado con las peli­
grosas ideologías políticas de la Alemania de los años 20 y 30
que Arendt misma había criticado.
Pero si ya puede aparecer discutible la unión inmediata que
Jay establece entre el «existencialismo político» en general y el
fascismo, sólo puede sonar estridente y fuera de lugar el para­
lelismo entre la teoría arendtiana y la ideología fascista35.
Si es inaceptable este tipo de acusación dirigida a un pen­
samiento que rechaza considerar la praxis a la luz de la lógica
de los medios-fines justamente porque ésta puede implicar el
uso de la violencia, y si es justamente absurdo acoplar el pen­
samiento arendtiano a la ideología fascista, sin embargo son
legítimos los restantes interrogantes formulados por Jay. La
particularidad del pensamiento de Hannah Arendt reside efec­
tivamente en saber asumir críticamente, dentro de sus pregun­
tas sobre la relación entre filosofía y el mundo de los asuntos
humanos, el significado de la reacción filosófica y cultural

35 El artículo de Jay no ha tardado en suscitar polémicas. Véase para to­


dos la crítica, publicada junto al artículo de Jay, de L. Botstein, «Hannah
Arendt: Opposing Views», Partisan Review, XLY núm. 3, 1978, págs. 368-389.
ocurrida entre finales del xix y primeros del xx, señalada por
la crítica radical de Nietzsche y por la reflexión que esta he­
rencia intelectual desarrolla. Si ahora nos tuviéramos que pre­
guntar, como a menudo se ha hecho, si Arendt está con Aris­
tóteles o con Nietzsche, o bien si su filosofía es portadora de
propuestas normativas y «refundativas» o propuestas críticas y
«deconstructivas», se podría también formular de este modo la
respuesta: Hannah Arendt hace un uso nietzscheano, o mejor
dicho, como veremos, post-nietzscheano, de algunas catego­
rías aristotélicas.

3. A CABALLO ENTRE LA FILOSOFÍA Y LA POLÍTICA

1. No es pues casualidad que en el pensamiento político de


Hannah Arendt se haya podido encarnar uno de los principales
capítulos del renacer de la filosofía práctica aristotélica y, al
mismo tiempo, el último episodio teórico del «irracionalismo
político». Esto sin duda atestigua la actitud de la autora hacia el
Selbstdenken y su consiguiente aversión por constituir un sis­
tema teórico coherente y unívocamente individualizable. Es
conocida, efectivamente, su intención de moverse constante­
mente en el nivel de los sencillos «ejercicios de pensamien­
to»36. Pero, menos genéricamente, la posibilidad de interpre­
taciones radicalmente contrapuestas entre ellas puede signifi­
car la presencia en su obra de vertientes teóricas no fácilmente
conciliables que, lejos de permanecer contradictoriamente yux­
tapuestas, se constituyen en aporías y presentan la fisionomía
específica de su reflexión.

36 El subtítulo del volumen Between Past and Future reza efectivamente


Eight Exercises in Political Thought y, en la premisa de esta colección, la auto­
ra habla del ejercicio del filosofar como de algo que se aparta de una forma de
pensamiento deductivo y añade: «Los ensayos del presente volumen constitu­
yen otros tantos ejercicios en este sentido, con el único fin de adquirir práctica
en “cómo” pensar, sin querer indicar qué es lo que se debe pensar ni qué verda­
des deben ser creídas», pág. 14. [Trad. esp.: Entre pasado y futuro: ocho
ejercicios sobre la reflexión política, Barcelona, Península, 1996.]
Superado el momento inicial del «descubrimiento» del
pensamiento arendtiano en clave de filosofía política, lo que
necesariamente ha conducido, como siempre sucede en los mo­
mentos explorativos, hasta posturas hermenéuticas extremas y
parciales, muchos intérpretes se han aproximado a él con un
acercamiento más calibrado y confrontado con sus distintas
valencias. La publicación de La vida del espíritu37 ha logrado
suscitar un enfoque menos reductivo de su filosofía. Preci­
samente porque en este texto en donde afronta directamente
la llamada tradición metafísica, la autora toma abiertamente
posición sobre los presupuestos filosóficos de su teoría polí­
tica. El análisis de las tres facultades de la mente quiere ser un
momento de recapitulación y al mismo tiempo de distancia-
mentó de toda la tradición filosófica. La comprobación de la
imposibilidad de conjugar los conceptos filosóficos tradicio­
nales con una auténtica comprensión de lo político demues­
tra, una vez por todas, el intento original que mueve la filoso­
fía política de Hannah Arendt: el volver a pensar la política y,
con ello, la libertad, fuera «de la tradición», haciéndose así el
encargo de la herencia filosófica dejada por el pensamiento
nietzscheano.

La ventaja virtual de nuestra situación después del ocaso


de la metafísica y de la filosofía —se lee en la primera parte
de La vida del espíritu— podría ser doble. Nos permitiría
mirar al pasado con ojos nuevos libres de la carga y de la su­
jeción de cualquier tradición, más que disponer con ello de un
patrimonio enorme de experiencias inmediatas, sin estar
vinculados por ninguna prescripción sobre el modo de tratar
semejantes tesoros38.

Su última obra, incompleta, sobre la vida de la mente se si­


túa, en otros términos, como lugar de observación privilegiado
para constatar en qué medida y de qué modo, la filosofía de la

37 Cfr. H. Arendt, The Life o fth e Mind, a cargo de M. McCarthy, Nueva


York, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1978. [Trad. esp.: La vida del espíritu,
Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984.]
38 Ibídem, pág. 12.
crisis — en todas sus diferentes valencias— sigue siendo el hori­
zonte dentro del cual su pensamiento recorre el arco de su ente­
ra producción.

2. Las primeras monografías que dan cuenta hasta el fon­


do de la presencia de esta vertiente filosófica en la reflexión
política arendtiana son las de Bikhu Parekh, de George Kateb y
de André Enegrén39.
Para Parekh, hay que atribuir a Arendt el mérito excepcio­
nal de haber planteado la cuestión de una New Science o f Poli-
lies de un modo que no tiene precedentes en el panorama inte­
lectual contemporáneo y que resta credibilidad a todos los in-
lentos de volver a establecer una reflexión sobre la política a
partir de la asunción acrítica de la Main Tradition del pensa­
miento político. Pero tal intento sería víctima de su propria ra-
dicalidad filosófica. Frente a la estigmatización de toda la tra­
dición, según este autor influida por Heidegger y por su obse­
sión anti-platónica, Arendt se quedaría paralizada frente a la
elección de presupuestos filosóficos alternativos que consien­
tan dar vida a una filosofía política efectivamente «nueva».
Además para Parekh es poco creíble la concepción arendtiana
de acción: una amalgama de aristotelismo y de existencialismo,
que nunca llega a una unidad coherente, no permitiría a la au-
lora alcanzar una visión clara de lo que tiene que ser la política.
I )e ahí que no consiga, en su opinión, resolver la tensión entre
la política que se fundamenta en la participación y la política de
los momentos excepcionales, así como su total descuido res­
pecto al funcionamiento institucional concreto.
También para Kateb40 el énfasis «existencial» puesto en
el concepto de acción —equivale a decir el papel asignado a

,l) B. Parekh, Hannah Arendt an d Ihe S earch for a N ew Political Phi­


losophy, Londres, MacMillan, 1981; G. Kateb, Hannah Arendt: Politics,
( ’o nscience, Evil, Oxford, Martin Robertson, 1983; A. Enegrén, La Pensée
politique de Hannah Arendt, París, PUK, 1984.
4(1 Véanse en particular las observaciones contenidas en el capítulo «The
I heory o f Political Action», en G. Kateb, Hannah Arendt: Politics, Con-
st ience, Evil, cit., págs. 1-51.
la acción para rescatar el hombre de la futilidad de la vida-
lleva a Arendt a fallar muchas de las respuestas a las pregun­
tas que inicialmente el fenómeno totalitario parecía haber su­
gerido a su reflexión. En particular la admisión de la crítica
heideggeriana al principio de la sugestividad, unida a la
aceptación parcial del desprecio nietzscheano por los ideales
democráticos, no permiten a la autora anclar su propia visión
de la política en una teoría de la justicia ni en criterios éticos,
elementos indispensables para una definición concreta de la
acción política. Es interesante señalar al respecto que la crí­
tica de Kateb tiene un precedente ilustre en las atentas lectu­
ras que Sheldon Wolin41 ha hecho de Hannah Arendt. Tam­
bién para Wolin, Nietzsche llevaría a Arendt a sacrificar los
ideales democráticos a favor de una visión «heroica» de la
política.
La importancia de la filosofía de la crisis y de la filosofía
de la existencia en el pensamiento arendtiano es sostenida
también por Enegrén42, que, aún reconociendo los distintos
lazos de la autora con pensadores como Heidegger, Jaspers y
Merleau-Ponty. prefiere no pronunciarse sobre cuáles de es­
tos autores influyen mayormente a Arendt. A diferencia de
casi todas las interpretaciones, el autor, con una convincente
y elaborada argumentación, propone declarar equivocada
toda lectura de la obra arendtiana que tienda a señalar la pro­
puesta de un modelo, por defectuoso o incompleto que sea,
para conseguir la verdadera «ciudad política». A su juicio, la
obra de Arendt se tiene que considerar como punto de refe­
rencia crítica insustituible para valorar lo que es, una incita­
ción y una indicación para ir «más allá de lo que es aqui y
ahora verificable» para aproximarse «a una libertad menos

41 Cfr. S. Wolin, «Hannah Arendt and the Ordinance o f Time», Social


Research, XLIV, núm. 2, 1977, págs. 91-105. Véase del mismo autor tam­
bién la hermosa reseña a The Life o fth e Mind, Nexv York Review o f Books,
XXV, núm. 16, págs. 16-21, en particular pág. 19; así com o el ensayo «Han­
nah Arendt: Democracy and the Political», Salmagundi, núm. 60, 1983,
págs. 3-20, en particular págs. 4-8.
42 Cfr. A. Enegrén, La pen séepolitiqu e de Hannah Arendt, op. cit.
imperfecta». Dentro de tal línea interpretativa pierde obvia­
mente significado la acusación lanzada al pensamiento arend­
tiano de ser esencialmente anti-moderno.

3. Me he detenido sobre estas tres hipótesis interpretativas


porque son ejemplos emblemáticos de una cambiante aproxima­
ción a la obra de Hannah Arendt y porque, en cierto sentido,
marcan las directrices del debate subsiguiente. A partir de los
primeros años 80, efectivamente, se cuestiona siempre menos
sobre la valencia política de las propuestas teóricas de la autora
ya sean de derechas o de izquierdas, utópicas o irracionalis­
tas y se indagan siempre más detalladamente los presupues­
tos y las respuestas filosóficas de su reflexión. Hay que recordar
que la acogida de La vida del espíritu lleva el debate en esta di­
rección, además de haber contribuido a la publicación de las
lectures on K ant’s Political Philosophy43 y de la edición de la
correspondencia entre Hannah Arendt y Karl Jaspers44.

Se publican numerosas monografías que, al reconstruir


todo el recorrido del itinerario intelectual de Hannah Arendt.
examinan su formación filosófica45; se escriben ensayos que
centran el estudio exclusivamente sobre el aspecto filosófico

43 H. Arendt, Lectures on K a n t’s Political Philosophv, ed. R. Beiner,


( hicago, The University o f Chicago Press, 1982.
44 H. Arendt, K.. Jaspers, Briefwechsel 1926-1969, a cargo de L. Kohler
y 11. Saner, Munich, Piper, 1985. Decisiva ha sido también la biografía escri­
ta por E. Young-Bruhel, Hannah Arendt. For Love o f the World, N ew Haven,
Yale U. P„ 1982.
45 Véanse las siguientes monografías: D. May, Hannah Arendt, Nueva
York, Viking Press, 1986; L. Bradshaw, Acting and Thinking. The Political
Thought o f Hannah Arendt, Toronto, University o f Toronto Press, 1989;
M. Reist, D ie Praxis der Freiheit: Hannah A rendts A nthropologie des Po-
litischen, Wurzburgo, Kónigshausen, 1990; S. Wolf, Hannah Arendt:
h.inführungen in Ihrem Werk, Frankfurt, Haag und Herchen, 1991; K.-H.
Breier, Hannah A rendt zu r Einführung, Hamburgo, Junius Verlag, 1992.
Véase últimamente la puntual reconstrucción de la obra de Hannah Arendt
hecha por W. Heuer, Citizen. Persónliche Integritát undpolitisches Handeln.
Fine Rekonstruktion des politischen Humanismus Hannah Arendts, Berlín,
Akademie Verlag, 1992.
de su obra46 y, en algunos casos, se intentan incluso encontrar
las raíces teológicas de sus tesis47. En fin, asistimos a una pro­
liferación de estudios y de investigaciones que modifican sus­
tancialmente su imagen: de figura marginal y excéntrica, se ha
convertido en un auténtico y verdadero «clásico» de la filoso­
fía política del siglo xx. Como para todo clásico, también en el
caso de Hannah Arendt se buscan las «fuentes», se rastrean las
influencias padecidas y ejercitadas y se miden las afinidades y
las diferencias con tal o tal pensador.
En esta perspectiva se leen las diferentes confrontaciones
propuestas entre la filosofía arendtiana y la filosofía de Hei­
degger. Como tendremos ocasión de observar, esta compara­
ción representa efectivamente un paso obligado para acceder a
una correcta comprensión de muchos de los conceptos-clave de
la autora, comprensión para la cual se ha revelado también de­
terminante la publicación de algunas lecciones impartidas por
Heidegger en los años inmediatamente precedentes a la pu­
blicación de El ser y el tiempo. Estas lecciones, efectivamen­
te, aportan la prueba concreta de la deuda que Arendt ha con­
traído con su antiguo maestro48. Otra línea de investigación a me-

4<l Véanse por ejemplo los trabajos de W. F. Alien, «Hannah Arendt:


Existential Phenomenology and Political Freedom», Philosophy and Social
Criticism, IX, núm. 2, 1982, págs. 169-190; R. Schurmann, «Le temps de
l’esprit et l’histoire de la liberté», Les Etudes Phénoménologiques, núm. 3,
1983, págs. 357-362; A. Heller, «Hannah Arendt on the «vita contemplati­
va», en Philosophy and Social Criticism. cit.; F. Fistetti, «M etafísica e poli-
tica in “La vita della mente” di Hannah Arendt», Poleis, I, núm. 1, 1988,
págs. 6-50; L. Boella, «Hannah Arendt “fenomenologa”. Smantellamento
della metafísica e critica dell’ontologia», aut aut, núms. 239-240, págs. 83-110.
Por último, véase W. P. Wanker, N o l i s andLogos: Philosophical Foundations
o f Hannah A ren dt’s Political Theory, Nueva York, Garland, 1991.
47 Cfr. J. W. Bemauer, «The Faith o f Hannah Arendt: Amor Mundi and
its Critique-Assimilation o f Religious Experience», en J. W. Bemauer (ed.).
Am or Mundi. Explorations in the Faith and Thought o f Hannah Arendt. Dor-
drecht, Martinus Nijhof, 1987, págs. 1-28; T. Roach, «Enspirited Word and
Deeds: Christian Metaphors Implicit in Arendt’s Concept o f Personal Ac-
tion», en J. W. Bemauer (ed.), Am or Mundi. cit., págs. 59-80.
48 Sobre la influencia que Heidegger, también a través de las clases de
Marburgo, ha ejercido sobre Hannah Arendt y para una discusión de la li-
mielo convergente con ésta sigue señalando las fuentes filosófi­
cas directas de la obra arendtiana también en el pensamiento de
.nitores tales como San Agustín y Kant, Nietzsche y Jaspers44.
Merecen ser recordadas además las interpretaciones que
proponen una comparación entre la posición filosófica de Han-
nah Arendt y la de otros filósofos contemporáneos: desde Wal-
ter Benjamín a Eric Weil, desde Maurice Merleau-Ponty a Paul
Ricoeur50. También, la literatura crítica sobre la relación teórica

leratura crítica con respecto a la relación entre la filosofía arendtiana y la hei­


deggeriana, véase el segundo capítulo del presente trabajo: «El fin de la me-
tulísica com o origen y horizonte de la reflexión arendtiana.»
4‘’ Véanse, a modo de ejemplo, los ensayos siguientes: J. E Burke,
I hinking” in a World o f Appearances. Hannah Arendt between Karl Jas-
pers and Martin Heidegger», A na led a Husserliana, XXI, 1986, págs. 293-308;
I P llinchmann y S. K. Hinchmann, «Existentialism politicized: Arendt’s
I)cbt to Jaspers», The Review o f Politics, Lili. núm. 3, 1991, págs. 435-468;
I > R. Villa, «Beyond Good and Evil: Arendt, Nietzsche and the Aesthetici-
zation o f Political Action», Political Theory, XX, núm. 2,1992, págs. 274-308;
R. Bodei, «Hannah Arendt interprete di Ágostino», en R. Esposito (a cargo
de), La pluralitá irrappresentabile. II pensiero político di Hannah Arendt,
l Jrbino, Quattro Venti, 1987, págs. 113-121; J. V Scott, «“A Detour Trough
l’ietism”: Hannah Arendt on St. Augustine’s Philosophy o f Freedom», Polity,
XX, núm. 3, 1988, págs. 394-425; J.-C. Eslin, «Le pouvoir de commencer:
I lannah Arendt et Saint Augustin», Esprit, núm. 143, 1988, págs. 146-153.
Sobre la relación filosófica que se cruza entre Hannah Arendt y Maurice
Merleau-Ponty y entre Hannah Arendt y Paul Ricoeur, véanse respectiva­
mente: A. Enegrén, «Hannah Arendt, lectrice de Merleau-Ponty», Esprit,
VI. núm. 6, 1982, págs. 154-155; B. C. Flynn, «The Q uestionofan Ontology
o f the Political: Arendt, Merleau-Ponty, Lefort», International Studies in
Tliilosophy, XVI, núm. 1, 1984, págs. 1-24; B. Stevens, «Action et narrativi-
lé chez Paul Ricoeur et Hannah Arendt», Etudes Phénoménologiques, 1,
núm. 2, 1985, págs. 93-109. En cuanto a la relación Arendt-Kant, véase la
discusión de la literatura critica discutida en el capítulo «Una conciliación
imposible».
50 El ensayo de S. Benhabib, «Hannah Arendt and the Reden ptive
Power o f Narrative», Social Research, LVII, núm. 1, 1990, págs. 167-190, tra­
ta de las afinidades que se encuentran entre Arendt y Benjamín; véase tam­
bién E. Greblo, «II poeta cieco. Hannah Arendt e il giudizio», aut aut, núme­
ros 239-240, 1990, págs. 111-126. Por lo que respecta a un acercamiento del
pensamiento de la autora con el de Eric Weil, cfr. J. Román, «Entre Hannah
Arendt et Eric Weil», Esprit, núms. 7-8, 1988, págs. 38-49.
entre Arendt y Habermas ha actualizado entretanto las propias
posiciones. Ahora ya no se preocupa sólo por acoplar o puntua­
lizar la crítica habermasiana a la noción arendtiana de poder,
sino que se interesa más bien por establecer las conexiones y
las diferencias entre los dos autores y por preguntarse lo que la
teoría de la acción comunicativa debe a las distinciones traza­
das en La condición humana51 o cómo hacer posible armonizar
el universalismo de Habermas con la crítica a la metafísica de
Arendt.
A este respecto, es significativo que la historiografía
más reciente ha reintegrado la filosofía arendtiana en la con­
troversia teórica sobre las razones del universalismo y las del
«post-moderno». No tengo la posibilidad de detenerme aquí
sobre los temas de esta discusión; baste por el momento se­
ñalar que gracias a trabajos como, por ejemplo, los de Rei-
ner Schürmann52 y Bonnie Honig53, en los Estados Unidos,

51 Entre los trabajos más interesantes de los últimos años que abordan el
tema de la relación entre Hannah Arendt y Jurgen Habermas, véase: J. Ro­
mán, «Habermas, lecteur de Arendt: Une confrontation philosophique», Les
Cahiers de Philosophie, núm. 4, 1987, págs. 161-182; S. Benhabib, «Han­
nah Arendt. the Liberal Tradition and Jürgcn Habermas», en C. Calhoun
(ed.), Habermas and the Public Sphere, Cambridge, Mass., MIT Press,
1992, págs. 73-98. Por último se señala el libro de E. Delruelle, Le consen-
sus impossible. Le différend entre éthique et politique chez H. Arendt et
J. Habermas, Bruselas, Ousia, 1993.
52 Cfr. R. Schürmann, Le tem ps de l ’esp rit et l ’histoire d e la liberté.
cit., e id.. «On Judging and Its Issue», en R. Schürmann (ed.), The Public
Realm: essays on D iscu rsive Types in P olitical Philosophy, Albany, N. Y.,
State University o fN e w York Press, 1989, págs. 1-21. Véase id ., H eideg­
g e r on Being and Acting: From Principies to Anarchv, Bloom ington, In­
diana U. P., 1987.
53 Véase B. Honig, «Arendt, Identity and Diñérence», Political Theorv,
XVI, núm. 1, 1988, págs. 77-98; id., «Declaration o f Independence: Arendt
and Derrida on the Problem o f Founding a Republic», American Political
Science Review, LXXXV, núm. 1, 1991, págs. 97-113; id., Political Theorv
and the Displacem ent o f Politics, Ithaca, Comell U. P., 1993. En una pers­
pectiva muy parecida a la de Bonnie Honig se mueve también D. R. Villa,
«Postmodernism and the Public Sphere», American Political Science Review,
LXXXVI, núm. 3, págs. 1992, págs. 712-721.
pero también los de Paul Ricoeur'’4, Jean-Luc Nancy y Phi-
lippe Lacoue-Labarthe55, en Francia y los de Roberto Espo-
sito y Alessandro Dal Lago56, en Italia, se han destacado las
afinidades de muchos aspectos del pensamiento arendtiano
con el llamado horizonte post-moderno para emplear una
etiqueta ya superada. Menos genéricamente, queda cada vez
más claro cómo la radicalidad crítica de la obra de Hannah
Arendt es inconciliable con una perspectiva universalista,
sin por esto tener que ser contada entre aquellas posturas
ant i-modernas que auguran el regreso a un pasado que ya no
es de recibo.
En tal contexto se sitúa la recuperación de algunas nocio­
nes arendtianas de su «pensamiento sobre la diferencia se­
xual». Si bien Arendt había manifestado siempre su indiferen­
cia y hasta su tedio ante las temáticas feministas57, las nuevas
perspectivas abiertas por el movimiento de las mujeres — en
cierto modo ligadas a las «filosofías de la diferencia» de ámbi­
to francés— consideran totalmente legítimo referirse a la auto­
ra; se dirigen a la filósofa de origen hebreo no tanto para tomar
directamente sus proyectos teóricos como para reelaborar, a
partir de sus sugerencias, categorías como las de natalidad, plu­

54 I’. Ricoeur, «Pouvoir et violence», en AA. V V, Ontologie et Politique,


l’arís, Tierce, 1989, págs. 141-159.
’5 Me refiero en particular a aquellas obras en donde ambos autores
franceses toman en consideración la perspectiva filosófica de Hannah
Arendt, relaborando algunos de los temas principales, cfr. Ph. Lacoue-
I abarthe, L afiction du politique, París, Christian Bourgois Editeur, 1987;
Ph. Lacoue-Labarthe y J.-L. Nancy, Le m ythe nazi, París, Editions de
t’Aube, 1991; J.-L. Nancy, La communauté désoeuvrée, París, Christian
Bourgois Editeur, 1990; id., L’expérience de la liberté, París, Galilée, 1988;
id. U nepen séejin ie, París, Galilée, 1990.
5() Véanse sobre lodo los ensayos de R. Esposito, «Irrappresentabile po­
lis», en id., Categorie dell'impolítico, Bolonia, II Mulino, 1988, págs. 72-124
y de A. Dal Lago, «La difficile vittoria sul tempo. Pensiero e azione in
I lannah Arendt», «Introduzione» a H. Arendt, La vita della mente, Bolonia,
II Mulino, 1987, págs. 9-64 (edición italiana de Vida del espíritu).
57 Sobre este tema véase M. Markus, «The “Anti-Feminism” o f Hannah
Arendt», Thesis Eleven, núm. 17, 1987, págs. 76-87.
ralidad y mundo58 y, en general, para lanzar un ataque en con­
tra de esa filosofía que con la afirmación de un sujeto neutro y
universal, en realidad una hipóstasis de la subjetividad mascu­
lina, ha negado la diferencia de género.

4. En los mismos años, y casi en paralelo, la discusión se


produce en una dirección más exquisitamente política. La cri­
sis definitiva del marxismo así como lo que se llamó «fin de las
ideologías» han implicado también al pensamiento de Hannah
Arendt en el debate sobre la «autonomía de lo político». La
condición humana, Sobre la revolución. Sobre la violencia.
Desobediencia civil se han convertido en textos clave a los cuales
liay que ceñirse para volver a plantearse la política de manera
no determinada. Sobre todo en Alemania59 y quizá con más fi­
neza interpretativa en Italia60 se ha pedido a las principales ca­
tegorías políticas arendtianas su contribución a restituir a la polí­

58 Me refiero antes de nada a: A. Cavarero, «Dire la nascita», en AA.


V V , Diolinia. M etiere a l mondo iI mondo, Milán, La Tartaruga, 1990, pági­
nas 93-121 [trad. esp.: Traer el mundo al mundo, Barcelona, Icaria, 1996];
L. Boella, «Pensare liberamente, pensare il mondo», en AA. V V , Diotima,
cit., págs. 173-188; B. Honig, «Towards an Agonistic Feminism: Hannah
Arendt and the Politics o f Identity», en J. Butler, .1. W. Scott (eds.), Feminists
Theorize the Political, Nueva York-Londres, Routledge, 1992, págs. 215-235.
Sobre la noción de natalidad en Hannah Arendt, véase P. Bowen Moore,
llannah A rendts Philosophy ofNatality, Londres, MacMillan, 1989.
59 Véase E. Vollrath, Grundlegung einer philosophischen Theorie des
Politischen, Wurzburgo. Kónigshausen, 1987.
6U El interés de los estudiosos italianos hacia la obra de Hannah
Arendt, con respecto al tema de la autonomía de lo político, em pieza des­
de los primeros años 80. El primer artículo importante es el ele P. P. Portinaro,
«Hannah Arendt e l’utopia della polis», Comunitá, XXXV, núm. 183, 1981,
págs. 26-54; del m ismo autor destaca también «La política com e comincia-
mento e la fine della política», en II Mulino, XXXV, núm. 303, 1986, pági­
nas 53-75. Véanse además los ensayos: T. Seri a, L' autonomía del político.
Introduzione al pensiero di Hannah Arendt. Teramo, Facoltá di Scienze Po-
liliche, 1984; A. Dal Lago, «“Politeia”: cittadinanza ed esilio nell’opera di
1lannah Arendt», II Mulino. XXXIII. núm. 3, 1984, págs. 417-441; C. Galli,
«Hannah Arendt e le categorie politiche della modernitá», en id., M odem i-
tá, Bolonia, II Mulino, 1988, págs. 205-223; R. Esposito, Irrappresentabile
polis, cit.; Ci. Duso (a cargo de), Filosofía Política e Pratica del Pensiero. Eric
Voegelin, Leo Strauss, Hannah Arendt, Milán, Franco Angeli, 1988; P. Flores
tica una dignidad propia y una trascendencia que no deban de
pagar de modo alguno el precio del monismo schmitttiano ni
del elogio de los Strauss y Voegelin. Se pone en fin siempre
más a la vista la idea según la cual la crítica de la autora a la
modernidad y a sus principales categorías no entraña el lamen­
to sobre la unidad y el orden rotos y ni siquiera el llanto por una
comunidad perdida.
Si, y de modo particular en Francia, la filosofía política de
I lannah Arendt sigue alimentando reflexiones sobre la demo­
cracia'’1, en el mundo anglosajón se la cita para apoyar las razo­
nes de este o de aquel partido en la contienda entre liberalismo
y «comunitarismo»62. Si entre los comunitarians hay algunos
que utilizan el pensamiento de la autora, apoyándose en su pre­
sunto aristotelismo que conduce a reafirmar la necesidad de un
cilios compartido, entre los que creen en los ideales universales

I)'Arcáis, «L’esistenzialismo libertario di Hannah Arendt», Ensayo a modo


ile introducción a H. Arendt, Política e menzogna, Milán, SugarCo, 1985,
págs. 7 -8 1. Por último véase P. Flores D'Arcais, Esistenza e liberta. A p a rti­
ré di Hannah Arendt, Génova, Marietti, 1990. [Trad. esp.: Hannah Arendt,
existencia y libertad, Madrid, Tecnos, 1996.]
M I)c entre los intérpretes franceses, Claude Lefort ha sido seguramen­
te el que más ha buscado extrapolar una teoría de la democracia de la iclle-
xión tic la autora. Cfr. C. Lefort, «Une interpretation politique de l’antisémi-
lisme: Hannah Arendt (I). Les juifs dans l'Histoire de la liberté», Commen-
taire, VI, núm. 20, 1983, págs. 654-660; id., «Une interpretation politique de
I antisémitisme: I lannah Arendt (II), Fantisémitisme et les ambiguités de la
démocratie», Commentaire, VI, núm. 21, 1983, págs. 21-28, que aunque tra­
ten el problema específico del antisemitismo contienen también considera­
ciones muy interesantes sobre la filosofía política «dem ocrática» de la
autora. Pero véanse sobre todo C. Lefort, L'invention dém ocratique, Pa-
i is, Fayard. 1981; id., «Hannah Arendt et la question du politique», en id.,
ís s a is sur le politique (XIXe-XXe siecles), París, Senil, 1986, págs. 59-72;
id , Écrire a l ’épreuve du politique. París, Calmann-Lévy, 1992. Señálase
también: J.-M. Ferry, «Les transformations de la publicité politique», Hcr­
ines, núm. 4, 1989.
1 Para una ejemplificación de las posiciones que dan vida a la contro­
versia entre liberalismo y «comunitarismo», véase A. Ferrara (a cargo de),
( 'omunitarismo e liberalismo, Roma, Editori Riuniti, 1992; el volumen con­
tiene ensayos de K. Baynes, R. Dworkin, Ch. Larmore, A. Maelntyre, M. S.
Moore, M. J. Sandel, Ph. Selznick, Ch. Taylor, .1. Waldron, B. Williams.
de la cultura democrático-liberal hay autores que insisten sobre
la imposibilidad de reducir la filosofía política arendtiana a
esas posturas «liberales» que una «devoción» a las comunida­
des particulares conllevaría. Los textos arendtianos de esta ma­
nera han sido utilizados para lograr una nueva definición de la
noción de ciudadanía63.
Uno de los méritos indudables de este debate es el haber
contribuido a poner en primer plano el problema del «republi­
canismo» de Hannah Arendt: entre las diversas etiquetas que se
han querido aplicar a su pensamiento político, es seguramente
la menos inapropiada. En los últimos veinte años, gracias sobre
todo a la obra de John Pocock64, quien ha sabido desarrollar a
tiempo algunas sugestiones contenidas en La condición humana
y Sobre la revolución, se ha hecho la luz sobre un capítulo de la
historia del pensamiento político a menudo olvidado: precisa­
mente el de la tradición republicana. Cada vez más se tiende a
situar la obra de la autora65 dentro de las coordenadas teóricas
de tal tradición. Esta es la hipótesis interpretativa del último li­
bro importante de Margaret Canovan66, una investigación que

63 Véase por ejemplo, M. Passerin d’Entréves, «Agency, Identity and


Culture: Hannah Arendt’s Conception o f Citizenship», Praxis International.
IX, núms. 1-2, 1989, págs. 1-24, vuelto a publicar en id.. The Political Phi­
losophy o f Hannah Arendt, Londres-Nueva York, Routledge, 1994, pági­
nas 139-166. Intenta formular una teoría radical de la democracia, a partir
del pensamiento político de Hannah Arendt, P. Hansen, Hannah Arendt. Po­
litics, H istory an d Citizenship. Cambridge, Polity Press, 1993.
M Cfr. J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine Political
Thought and the Atlantic Republican Tradition. Princeton, Princeton University
Press, 1975.
65 Véanse por ejemplo, P. Springborg, «Hannah Arendt and the Classical
Republican Tradition», en G. T. Kaplan y C. S. Kesslcr (eds.), Hannah Arendt.
Thinking, Judging, Freedom, cit., págs. 9-17; id., «Arendt, Republicanism and
Patriarchalism», H istory o f Political Thought, X, núm. 3, 1989, págs. 499-523.
Por lo que respecta a los intérpretes alemanes, cfr. E. Vollrath, Grundlegungei-
nerphilosophischen Theorie des Politischen, cit., y la monografía de W. Heuer,
Citizen. Persónliche Integritát und politisches Handeln. Eine Rekonstniktion
des politischen Humanismus Hannah Arendts. cit.
66 Cfr. M. Canovan, Hannah Arendl. A Reinterpretation o f H er Political
Thought. Cambridge, Cambridge U. P, 1992.
ha durado casi veinte años y que intenta acabar con algunos de
los lugares comunes sobre el pensamiento arendtiano que aún
recorren el mundo intelectual anglosajón. La conclusión a la
que llega a través de un análisis agudísimo de los textos políti­
cos es la siguiente: el resultado de la reflexión de Hannah
Arendt no desemboca en una idealización anacrónica de la p o ­
lis ni se configura como un «hiperpoliticismo» irracional y am­
biguo. De la confrontación con la experiencia totalitaria, Arendt
saldría sosteniendo una postura «republicana radical». Se trata­
ría, sin embargo, de un republicanismo que, aunque traiga remi­
niscencias de los autores clásicos de esa tradición, está impreg­
nado de un profundo respeto por la pluralidad y la libertad indi­
vidual. Lo que terminaría en un humanismo bastante diferente
del optimista e iluminado; un «humanismo severo», temperado
por el sentido trágico de los límites de la existencia. Justamente
sería esta visión trágica de la condición humana la que impediría
a la autora señalar una «utopía participativa»67.
Si el pensamiento arendtiano es una variante interna de la
tradición republicana; si representa solamente una versión ac­
tualizada del aristotelismo; si se configura como una revisión
del universalismo o si por el contrario se puede equiparar a esas
posturas que ponen radicalmente en cuestión los valores y las
nociones universales; todos estos son los interrogantes puestos
enjuego por la animada discusión filosófico-política ocasiona­
da por la publicación postuma de las Lectures on K a n t’s Politi­
cal Philosophy^. Me refiero al debate sobre el juicio político
que ha implicado y sigue implicando a filósofos y teóricos po­
líticos de las más diversas proveniencias. Examinaré y no pre­
cisamente al azar las distintas perspectivas en cuestión en las
conclusiones del presente trabajo. Estoy efectivamente conven­
cida de que si las reflexiones sobre el juicio no dicen la última
palabra sobre la filosofía política de Arendt, ayudan sin embar­
go a aclarar definitivamente cuáles son los territorios que no se

67 Ibídem, págs. 201-252.


68 Para una discusión de ese debate filosófico-politico, remito al capítu­
lo décimo del presente trabajo: «Un conciliación imposible», en particular la
sección «Contiendas sobre la herencia arendtiana».
pueden anexionar. Anticipo tan sólo, justificando así el acerca­
miento adoptado, que me parece equivocado acercarse a la filo­
sofía política de Arendt con el intento de arrancarle respuestas
precisas sobre cómo conciliar los presupuestos de una «política
auténtica» con un determinado orden político e institucional.
Pues si es posible sacar más de una sugerencia para el presente,
de su obra no surge ningún proyecto articulado.

5. El replanteamiento de la política forma para Hannah


Arendt un todo con la operación de démontage que se viene lle­
vando a cabo con respecto a la historia de la metafísica y de la
filosofía política. Aun las reconstrucciones más fieles muy a
menudo no tienen en debida cuenta la estrechísima conexión
entre estos dos momentos teóricos; los dos aspectos, el filosó­
fico y el político, se indagan así de forma separada, no guar­
dando la mayoría de las veces ninguna relación. Si no se presta
atención a las exigencias crítico-deconstructivas de las que el
pensamiento de Arendt se hace portador, no se comprenden
tampoco las conclusiones a las que llega con respecto a la polí­
tica, ni se comprende por qué es para ella tan necesario cortar
los puentes con casi todos los tratados sobre la política que le
han precedido. Afrontar la filosofía política de Hannah Arendt
partiendo de su crítica a la metafísica y a la filosofía política
significa subrayar con ello, a través de la luz retrospectiva de
La vida del espíritu, que la trama de su reflexión está constitui­
da por un inextricable entrecruzado de filosofía y de política.
El título Vida del espíritu y tiempo de la Polis utiliza pues dos
metonimias para expresar el estrecho vínculo que suelda en un
único discurso la crítica a la tradición metafísica y a la reafir­
mación de la dignidad de lo político.
l 'l fin de la metafísica como origen y horizonte
de la reflexión arendtiana

I f ñ i re A r is t ó t e l e s y H e id e g g e r

A pesar de que esté reconocida casi unánimemente la in-


lluencia que la filosofía de la existencia ejerce sobre el pensa­
miento de Hannah Arendt, la literatura crítica continúa dividién­
dose con respecto a la entidad y a la relevancia de la deuda
intelectual de la autora con respecto a Martin Heidegger. Los
estudios se despliegan sobre una línea de demarcación que si-
j'iie una curiosa lógica de geopolítica cultural1. Al número

1 Descontadas las excepciones obvias, se puede sostener que la literatu-


i.i crítica francesa e italiana es más propensa que la alemana y que la de ám­
bito anglosajón a encontrar en la filosofía de Martin 1leidegger el anteceden­
te teórico más influyente de la reflexión arendtiana. Como ejemplos de estas
interpretaciones opuestas véanse por lo menos, entre los ensayos italianos y
IVnnceses, A. Dal Lago, «Una filosofía della presenza. Hannah Arendt, Hei-
ilcgger e la possibilitá dell’agire», en R. Esposito (a cargo de). La Pluralitá
lrrai>i>resentabile, cit., págs. 93-109; F. Fistetti, «M etafísica e política in “La
vita della mente”», en id.. Idoli del Político, Bari, Edizioni Dédalo, 1990,
págs, 207-279; L. Boella, «Hannah Arendt “fenomenologa”. Smantellamen-
lo della m etafísica e critica dell’ontologia», en aut aut, núms. 239-240,
1990, págs. 8 3 -1 10; J.-F. Mattei, «L’enracinement ontologique de la pensée
siempre en aumento de ensayos y de artículos, que buscan de
manera analítica los puntos de contacto entre dos autores2, se
contrapone «el partido» de aquellos que admiten la presencia
de «algún» eco heideggeriano, pero que afirman resueltamente
su insignificancia con respecto a influencias bastante más im­
portantes: las de Aristóteles precisamente o bien las de Kant3, o
aún las de Kant y de Jaspers juntos. Un Jaspers, se entiende, de­
purado de cualquier contaminación con la filosofía de Heideg­
ger. Como si para algunos de estos estudiosos intérpretes in­
cluir a Hannah Arendt entre los pensadores heideggerianos, o
mejor dicho post-heideggerianos, significase necesariamente
«adjudicar» a la autora un peligroso nihilismo que comprome­
te la imagen humanista que quieren restituirnos.
Un ejemplo emblemático de este acercamiento interpretati­
vo es representado por Emst Vollrath, quien en otros muchos

politique chez Heidegger et Hannah Arendt», A nnales d e la Faculté des


L ettres et Sciences H um aines de Nice, núm. 49, 1985, págs. 119-144;
M. Revault D ’Allones, «Lectures de la Modemité: Heidegger, C. Schmitt,
H. Arendt», Temps M odem es, núm. 523, 1990, págs. 89-108 y, entre los es­
tudios alemanes y anglosajones, los de E. Vollrath, «Hannah Arendt und
Martin Heidegger», en A. Gethmann-Siefert y O. Poggeler (eds.), Heidegger
und diepraktische Philosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1988, págs. 357-372;
W. Heuer, Citizen. Persónliche lntegritát und politisches Handeln. Eine Re-
konstruktion des politischen Humanismus Hannah Arendts, Berlín, Akade-
mie Verlag, 1992, en particular las págs. 203-246; M. Canovan, «Sócrates or
Heidegger? Hannah Arendt’s Reflections on Philosophy and Politics», So­
cial Research, LVII, núm. 1, 1990, págs. 135-165; S. Benhabib, «Hannah
Arendt and the Redemptive Power o f Narrative», Social Research, 1990, cit.,
págs. 167-196.
2 Para un intento de reconstrucción conjunta de los lazos filosóficos en­
tre Martin Heidegger y Hannah Arendt, véase D. R. Villa, Arendt and Hei­
degger - Being and Politics, tesis doctoral, Princcton University, 1987 y tam­
bién L. P. Hinchmann y S. K. Hinchmann, «In Heidegger’s Shadow: Hannah
Arendt’s Phenomenological Humanism», The Review o f Politics, XLVI,
núm. 2, 1984, págs. 183-211.
3 Véase E. Vollrath, Grundelegung einer philosophischen Theorie des
Politischen, Wurzburgo, Kónigshausen-Neumann, 1987; id., «Hannah Arendts
Kritik der politischen Urteilskraft», en P. Kemper (ed.), D ie Zukunft des Po-
liticshen. Ausblicke a u f Hannah Arendt, Frankfurt, Fischer Verlag, 1993,
págs. 34-54; R. Beiner, Political Judgment, Londres, Methuen, 1983.
.ispéelos ha desarrollado un importante papel de clarificación
del pensamiento arendtiano. Su modo de proceder— comparti­
do, como tendremos ocasión de observar, también por otros au­
tores consiste en elaborar rígidas contraposiciones entre los
dos pensadores. Tomando al pie de la letra, quizá de manera
Voluntariamente ingenua, algunas afirmaciones de la autora4 e
interpretando a Heidegger solamente sobre la base de las polé­
micas afirmaciones de su ex alumna aislándolo por lo tanto
de aquellas en las que ella reconoce explícitamente su propia
deuda Vollrath acaba esbozando un perfil de Hannah Arendt
en donde cada trazo se define por contraposición a la figura de
I leidegger. Cuando Arendt presta atención a la pluralidad, a la
i ontingencia y a la fenomenología, Heidegger permanece pri­
sionero de un pensamiento «egocéntrico» y «solipsista». Mien-
tras que Arendt quiere liberar la política de las pesadas hipote­
cas de la metafísica, Heidegger busca garantizar la hegemonía
de la filosofía en los asuntos humanos. En pocas palabras si el
II uto de la filosofía heideggeriana es, en la mejor de las hipóte­
sis, una concepción del sujeto privado de su integridad huma­
na, y cuya «autenticidad» consiste en la solitaria escucha del
Ser, la obra arendtiana, por el contrario, nos devuelve la imagen
del hombre abierto a todo, como un «ser dotado de sentido»,
«un ser agente en grado de comprender y de ser comprendido
por los demás»5.
No pretendo negar que existen diferencias significativas
entre los dos filósofos, ni tampoco que la distancia que los se­
para sea para algunos motivo de discusión en el modo expues­
to aquí rápidamente, pero es probable que la voluntad de un
cambio decisivo en lo relativo a las intricadas interseciones y
profundas convergencias que unen a los dos pensadores lleve a
simplificar excesivamente, no sólo la filosofía de Heidegger,

4 Me refiero a las afirmaciones con las que Hannah Arendt prefería de-
I mirse como una «teórica de la política», o una «especie de fenomenóloga»
más que como una filósofa: cfr. 11. Arendt, «Was bleibt? Es bleibt die Mutters-
prache. Ein Gesprách mit Günther Gaus (1964)», en A. R eif(ed.), Gespráche
mi! Hannah Arendt. Munich, 1976.
' E. Vollrath, Hannah Arendt und Martin Heidegger. cit., pág. 367.
sino también las coordenadas teóricas en donde situar la filoso­
fía política arendtiana. Entre las consecuencias más frecuentes
de esta imposición interpretativa está la de considerar como in­
compatibles y excluyentes el pertenecer al ámbito del pensa­
miento heideggeriano y en general existencialista y el uso ma­
nifiesto que la autora hace de las distinciones y de las nociones
aristotélicas. Como se ve en parte en los capítulos precedentes,
a menudo se ha señalado su intento de combinar aristotelismo
y existencialismo como la fuente de las contradicciones, de las
aporías y de las oscuridades que se pueden encontrar en las obras
arendtianas6.
Estoy convencida, como ya he apuntado, de que más bien
se debe afrontar la cuestión investigando la génesis y el signifi­
cado del uso que Hannah Arendt hace de las categorías aristo­
télicas. Muchos de los neoaristotélicos, que se proclaman a la
vez arendtianos, podrían no apreciar que el hecho mismo de
admitir en el interior de su propia construcción conceptual al­
gunas nociones cambiadas de Aristóteles constituye la primera
de las numerosas deudas teóricas que la autora ha contraído ha­
cia Martin Heidegger.
Recientemente, otra vez gracias a Gadamer, se ha sacado a
la luz la importancia de la Etica a Nicómaco para la elabora­
ción de la «ontología fundamental» de El ser y el tiempo. Ya
en 1922, en unas lecciones sobre Aristóteles y el concepto de
phronesis7, la noción de la prudencia aristotélica asume la im­

6 Éstas son precisamente las tesis, entre otros, de B. Parekh, Hannah


Arendt an d the Search f o r a New Political Philosophy. cit.; G. Kateb, Han­
nah Arendt: Politics, Conscience, Evil, cit.; J.-M. Schwartz, «Arendt’s Poli­
tics: The Elusive Search for Substance», Praxis Internationa!, IX, núms. 1-2,
1989, págs. 25-47; M. Jay, Hannah Arendt: O pposing Views, cit.; S. Wolin,
Hannah Arendt and the Ordinance ofTime, cit.; E. Gellner, «From Kónigs-
berg to Manhattan (or Hannah, Rahel, Martin and Elfridc or the Neighbour’s
Gemeinschaft)», en id , Culture, Identity and Politics, Cambridge, Cambrid­
ge University Press, 1988, págs. 75-110. [Trad. esp.: Cultura, identidad y
política, Barcelona, Gcdisa, 1988.]
La exposición más completa y que resume la actitud de Heidegger con
respecto a Aristóteles, sobre el cual desde el inicio de los años 20 impartió
lecciones y seminarios, está contenida en el así llamado N atoip Bericht, un
ensayo enviado por Heidegger a Natorp en otoño de 1922, en donde presen-
portancia que revestirá en la analítica existencial. Importancia
manifestada ulteriormente en un escrito de reciente publica­
ción8 que contiene la transcripción de algunas lecciones hei-
deggerianas, impartidas en el semestre invernal 1924-25 en
Marburgo — a las que Arendt había asistido— y dedicadas a la
‘ interpretación del Sofista platónico. Por lo que respecta a
nuestro estudio basta señalar que en esas lecciones Heidegger
I i|a el problema de significado asumido por la filosofía gracias
.1 Sócrates, a Platón y a Aristóteles; de cómo la filosofía está
siendo entendida no como sencilla doctrina, sino más bien
como una forma y una modalidad de «existencia». Y es sobre
todo la Ética a Nicómaco el texto que más claramente expone
n la luz cómo la forma más alta «de estar en la verdad» accesi­
ble al hombre consiste en llevar una vida totalmente consagra­
da a la sophia. En su desvelar la «vuelta» que señala el paso de
la filosofía como doctrina a la filosofía como modo de vida, el

la el m ism ísim o programa de búsqueda sobre Aristóteles, con el título In­


terpretaciones fen om en ológicas de A ristóteles. El escrito ha perm aneci­
do por más de setenta años inédito. Gadamer poseia una copia, que prime­
ro se perdió y posteriormente se encontró y publicó en 1989: M. Heideg-
Hcr, «Phanom enologische Interpretationen zu Aristóteles. A nzeige der
liermeneutische Situation», edición de H.-V Lessing, D ilth ey Jahrbuch.
núm. 6, 1989, págs. 237-269 acompañada de una presentación de Gada-
mcr, «Heideggers Theologische Jugendschrift», D ilthey Jahrbuch. cit.,
págs. 228-234. Sobre la importancia de Aristóteles para la elaboración de
l;i «ontología fundamental» véase F. Volpi, H eidegger e A ristotele, Padua,
I )aphne, 1984, y F. Volpi, «L’esistenza com e “praxis” . Le radici aristoteli-
i lie della terminología di “Essere e Tempo”», en G. Vattimo (a cargo de),
tilo so /ia ‘91, Roma-Bari, Laterza, 1992, págs. 215-251, que reconstruye
i on extremo rigor los lugares en los que Heidegger antes de E l se r y el
tiempo se confronta con Aristóteles al igual que informa sobre las vicisi-
indes editoriales de las distintas lecciones y seminarios heideggerianos
sobre Aristóteles.
K M. Heidegger, «Platón: Sophistes, Marburger Vorlesung Winterse-
mester 1924/25», en M. Heidegger, Gesamtausgabe. II. Abteilung: Vorlesun-
gen ¡919-1944, Band 19, Frankfurt, Klostermann, 1992 (editado por
I Schussler). De ahora en adelante citado MHGA, XIX. Véase también las
i lases impartidas en el semestre invernal 1929-30, M. Heidegger, «Die
<¡rundbegriffe der Metaphysik. Welt -Endlichkeit- Einsamkeit», en MHGA,
Band 29/30, Frankfurt, Klostermann, 1983.
futuro autor de El ser y el tiempo considera la Ética a Nicóma­
co como una especie de anticipación de la «ontología del Da-
sein», cuyo estudio explica retrospectivamente la «conquista
platónica» de la «existencia filosófica»9.
En esta perspectiva hermenéutica desempeña un papel cru­
cial justamente esa enfatización de la distinción entre praxis
y poiesis que se convertirá en el eje en torno al cual girará la
estructura completa de la Vita Activa [La condición humana]
y que permanecerá, aunque desarrollado a su vez de otros mo­
dos, entre las oposiciones conceptuales de mayor importancia
de sus obras sucesivas a La condición humana.
Heidegger, efectivamente, subraya cómo en la poiesis — a
lo que corresponde la techne, el ‘saber hacer’— el arché, el
‘principio’ del ente que será producido, se sitúa en el agente
productor: corresponde al eidos, el modelo o tipo que persiste
en la mente del artesano. Subraya sin embargo el hecho de que
el telos, es decir, la obra en donde la actividad productora al­
canza su propia plenitud, no reside en el sujeto artífice, justa­
mente porque se convierte en independiente de él. Además,
dicho ergon, resultado de un saber instrumental, se convierte a
su vez en instrumento para otros objetivos, cayendo así en un
círculo ininterrumpido de medios y de fines. Destaca, además,
cómo este hecho compromete para Aristóteles la «dignidad on­
tológica» de la pareja techne-poiesis. La actividad operaría
adolece de una deficiencia sustancial en cuanto el agente de la
obra, dando vida a un producto que se vuelve autónomo para
convertirse a su vez en instrumento de alguna que otra activi­
dad no puede llegar a ser reconocido «por su propio ser»10.
En la consideración aristotélica de las diversas actividades
humanas, la parejapraxis-phronesis se coloca sin embargo a un
nivel más elevado: no adolece de la deficiencia ontológica pro­
pia de la techne. La praxis no produce ningún ergon que derive
en autónomo: el resultado de tal acción es más bien el propio
ser del que actúa. Y la praxis — no se cansa de repetir Hei-

9 MHGA, XIX, en particular la primera parte, 1-26.


10 MHGA, XIX, 7-8.
degger, lo mismo que insistirá Arendt para la phronesis es
arché y al mismo tiempo telos. De cualquier forma la posibili­
dad suprema de existencia es la sophia.
I le aquí entonces que, antes de ser el criterio propuesto por
/ a condición humana para distinguir entre la acción política
líuténtica y el simple dominio, Heidegger hace interactuar la
pareja conceptual praxis-phronesis con la noción de sophia
para poder llegar a configurar una especie de «ontología aristo­
télica del Dasein», de la cual extraerá el diseño de su propia
«ontología fundamental». Dicho en otros términos, Heidegger
continúa atribuyendo a la sophia del bios theoretikos el carác­
ter de posibilidad suprema del Existir, del Dasein, pero en la
«ontología fundamental» ésta sufre una metamorfosis con res­
pecto a su especificación aristotélica: se despoja de los caracte­
res propios de la theoria para asumir las connotaciones de la
praxis. Lo hace porque el theorein, tal como lo entiende Aristó­
teles y también Platón, desvelaría más de un compromiso con
la techne. Efectivamente, la sophia aristotélica que implica la
contemplación del Ser se refiere a un concepto del Ser pensa­
do sobre el modelo de la permanencia y de la simple presencia
del ente —interpretada como Vorhandenheit. Esa misma per­
manencia y presencia de la sustancia que se presupone al «sa­
ber hacer» de la techne, en cuanto la póiesis necesita apoyarse
sobre la estable persistencia de la physis. Aristóteles, en fin,
pensaría el Ser de modo impropio, confundiéndolo con el modo
de ser de las cosas que se ofrecen a las diversas modalidades
cotidianas del uso, de la fabricación y de la producción1

11 A este respecto se señala la importancia de otro texto inédito de Hei­


degger, «GrundbegrifTc der Antiken Philosophie», cuya publicación está
prevista en MHGA, XXII. F. Volpi da un resumen de estas clases estivales
de I()26, en donde Heidegger pasa revista a toda la filosofía griega desde Ta­
los a Aristóteles: «Heidegger e la storia del pensiero greco: figure e proble-
mi del corso del semestre estivo 1926 sui “Concetti fondamentali della filo-
sofia antica”», Itinerari, XXV, núms. 1-2, 1986, págs. 227-268. Siempre con
respecto a la importancia del estagirila en la «analítica existencial», véase
M Ileidegger, Iproblem i fondam entali della fenomenología, Génova, II Me-
hingolo, 1988.
Una vez desmantelada la noción de ousia y la concepción
conexa que interpreta al tiempo como una constante permanen­
cia del presente — como tiempo sustraído al movimiento del
nacer y del morir— , la sophia, en las manos de Heidegger, se
transforma en phronesis, en la única modalidad de reflexión
adecuada a la praxis: la única respuesta que puede correspon­
der al tiempo terminado de la Existencia.
Me parece superfluo remarcar en qué medida y con qué
persistencia las líneas esenciales de la lectura heideggeriana
de la Etica aristotélica se seguirán y retomarán en la filosofía
política de Hannah Arendt, imprimiéndole uno de sus rasgos
fundamentales12. La centralidad y la importancia para el pen­
samiento arendtiano de esta interpretación heideggeriana de
Aristóteles, que gira en torno a la distinción entre poiesis y
praxis, constituye el núcleo de un reciente e importante libro
de Jacques Taminiaux13. Un libro muy esperado por los estu­
diosos arendtianos que quiere en primer lugar ser un reconoci­
miento de los «lugares filosóficos» donde se origina la deuda
intelectual de la autora contraída con el maestro de los años de
Marburgo. Aunque pueda dar rendida cuenta de los distintos
recorridos interpretativos del autor francés, vale la pena de
todas formas resaltar los puntos fundamentales de este ensa­
yo, que se propone esclarecer, precisamente a través de la re­
construcción de la relación intelectual entrecruzada entre los
dos pensadores, algunos puntos cruciales de la filosofía del
siglo x x 14.

12 El «estilo» de lectura, así com o las distinciones aristotélicas sobre las


cuales Heidegger insiste, no indican solamente la estructura de Vita activa
[La condición humana], mas com o se verá mejor en los capítulos sucesivos,
son fundamentales en todo el recorrido de la obra arendtiana.
13 J. Taminiaux, La f ilie de Thrace et le penseur professionnel. Arendt et
Heidegger, París, Editions Payot, 1992.
14 El trabajo de Taminiaux tiene, entre otros, el gran mérito de hacemos
tocar con la mano y de esclarecer totalmente la deuda que la Rehabilitierung
der praktischen Philosophie alemana, al menos en su acto de nacimiento,
contrae con Martin Heidegger y con su modo de «actualizar» a Aristóteles
(sobre esto véase por ejemplo también M. Riedel, «Heidegger und der her-
meneutische Weg zur praktischen Philosophie», en id., Fur eine zw eite Phi-
Taminiaux sitúa en la apropiación heideggeriana de la Ética a
Nicómaco el punto de partida de la reflexión filosófica de Han­
nah Arendt. Sin embargo, «la alumna» se diferencia de las solu­
ciones propuestas por Heidegger y emprende un camino total­
mente opuesto al del trillado por su maestro. Si es cierto, argu­
menta, que la ontología fundamental se define gracias a las
distinciones aristotélicas, presentar la sophia como praxis conlle­
va sin embargo una puesta entre paréntesis de esos rasgos que
Aristóteles concibe como propios de la acción política en sentido
estricto: la publicidad la multiplicidad y la interacción comunica­
tiva. Todos esos rasgos, en suma, cuya importancia subrayan las
obras de Hannah Arendt. Cierto, prosigue, tanto para Heidegger,
como para Aristóteles, al igual que lo será para Arendt, la praxis
pone de manifiesto la «individualidad propia de cada uno», las
modalidades de la excelencia y de la distinción, pero el filósofo
alemán canaliza las fórmulas aristotélicas de la praxis dentro del
esquema del bios theoretikos, «dirigiéndole hacia un solipsismo
extraño al tratado ético-político del estagirita»15.
Se trata en fin de una reapropiación «especulativa» de
Aristóteles, a la cual La condición humana opone una «reapro-
priación praxeológica». Con esta premisa el autor desarrolla
una sabia reconstrucción de la relación Heidegger-Arendt que
entrecruza aspectos biográficos y reflexiones filosóficas en
una trama apretada y coherente que, sin embargo, hace resaltar

tosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1988, págs. 171-198). Además el autor fran­


cés se enfrenta con otro punto crucial de la filosofía de la segunda parte del
siglo xx: el alineamiento de la filosofía heideggeriana con el nacionalsocia­
lismo. Se pronuncia a favor de la tesis de que el «Discurso de Rectorado» no
es un episodio suelto buscando una continuidad entre las palabras pronun­
ciadas en el 33 y en algunos escritos del 34 y en ciertos aspectos que carac-
lerizan el proyecto de la ontología fundamental. En sustancia, sostiene que es
posible volver a encontrar en E l se r y el tiempo y en sus restantes obras que
guardan relación con ésta, por lo nienos las condiciones de una fuerte caren-
i ia en materia de criterio político: la oposición público-privado hace coinci­
dir con la oposición inauténtico-auténtico la aplicación de las características
del Dasein al concepto de Volk. Cfr. Al menos J. Taminiaux, La filie de Thra-
ce et lepertseur professionnel, cit., págs. 200 y ss.
15 J. Taminiaux, La filie de Thrace et le penseur professionnel, cit., pág. 30.
sobre todo las reservas y los recelos de la autora con respecto a
que otro fuera su maestro16. Hannah Arendt pasaría de la fasci­
nación inicial de sus años juveniles — cuando a los dieciocho
años asistía a las clases de Marburgo17— al rencor de los pri-
merísimos años de la postguerra, motivado por el compromiso
político de Heidegger con el nazismo. A continuación, alcanza­
ría finalmente una postura equilibrada, en donde el reconoci­
miento de la grandeza del filósofo se acompaña por una crítica
que no se priva del placer de la ironía. En resumen, las luces se
alternan con las sombras, aunque en cierto modo, viva en
Arendt la influencia del daimon heideggeriano y de su capaci­
dad de enganchar y de seducir18.
Este es el telón de fondo emotivo, por llamarlo de alguna
manera, dibujado con gran eficacia por Taminiaux, sobre el
cual hace resaltar unilateralmente las tomas de posición filo­
sóficas de Arendt. Hannah Arendt construiría su reflexión a
partir de la intención de recuperar el carácter auténticamente
político de la praxis aristotélica, para constrastar así la utili­
zación «especulativa» hecha por Heidegger. Una reflexión
la arendtiana— que se articula en nociones que, aun resin­
tiéndose de la influencia heideggeriana, se definen precisa­
mente en contraposición a algunos conceptos clave del pen­
sador alemán. Para Taminiaux el énfasis sobre la «natalidad»
se opone a la propuesta del «ser para la muerte»; la acción
discursiva y plural, primero, y la «mentalidad alargada», «el
sentido común» después son las propuestas teóricas a aque-

16 Hay que notar, sin embargo, que las posturas de Taminiaux son
más difuminadas y elaboradas que las expresadas en J. Taminiaux,
«Arendt, disciple de H eidegger?», É tudes Phénom énologiques, I, núm e­
ro 2, págs. 111-136, en donde afirmaba sin posibilidad de dudas que
Hannah Arendt no podia efectivam ente ser considerada una «alumna» de
Heidegger.
17 Por lo que respecta a las relaciones personales entre Hannah Arendt y
Martin Heidegger véase la exhaustiva relación contenida en la blogra 11a de
E. Young-Bruehl, Hannah Arendt: For Love o f the World, New Haven-Lon-
dres, Yale University Press, 1982.
18 J. Taminiaux, La filie de Thrace et le penseur professionnel, cit., pági­
nas 77 y ss.
lia actividad solitaria, únicamente concedida al «filósofo de
profesión», que consiste en escuchar la llamada del Gewis-
scn, en El ser y el tiempo, y la llamada del Ser, después de la
Kehre.
Pero al insistir sobre el hecho de que casi toda propuesta teó­
rica de Arendt es, si se mira bien, la contrapropuesta polémica de
respuesta a Heidegger, Taminiaux acaba por aproximarse a un
resultado exactamente contrario al que se había propuesto. En lu­
gar de salvarguardar la originalidad de La condición humana o
de La vida del espíritu y su autonomía hacia El ser y el tiempo
y la Seinsgeschichte, se tiene la impresión de que el libro, al fi­
nal, compone un cuadro en donde las dos figuras se desta­
can, según un diseño que las quiere, a toda costa, especulares
y contrarias. Así termina por simplificar, como en el caso de
Vollrath, en una especie de tabula de divergencias, la especifici­
dad de ambos filósofos. En particular, la obra de Hannah Arendt
parece ser interpretada como si estuviese dominada por un úni­
co imperativo: contrastar los riesgos que derivan de la impronta
filosófica de Heidegger. Entre todos los puntos en los que la au-
lora se enfrenta con la especulación heideggeriana desde un
ensayo crítico en 1946 hasta su última obra sobre la vida de la
mente19— privilegia, dándoles un mayor espacio, a aquellos en
donde las distancias tomadas por Arendt se hacen más explíci­
tas. En esta línea, cede a menudo a la tentación de enfatizar ex­
cesivamente el alcance de las críticas puntuales de la ex alumna
Ilacia su ex maestro, arriesgándose a conseguir con esta con­
frontación una reconstrucción demasiado selectiva.
Dicho esto, creo que hay que compartir la convicción de
Taminiaux según la cual la autora clarifica y especifica los pre­
supuestos filosóficos de su pensamiento en los mismos puntos
de controversia con el autor de El ser y el tiempo. Es cierto que,
efectivamente, en los ensayos en donde «dialoga» con las cues-
liones heideggerianas es como si se sintiese obligada a descu­
brir sus cartas, a declarar abiertamente y no solamente a dejar

19 H. Arendt, «What is Existenz Philosophy?», Partisan Review. XIII,


núm. 1, 1946, págs. 34-56.
entrever en el fondo, como ocurre en otros escritos suyos, sus
propias afirmaciones teóricas. Estas últimas, sin embargo, no
se configuran como simples alternativas a la «ontología funda­
mental» o al pensamiento de la «diferencia ontológica».
Queda un hecho, de todas formas, la ambivalencia y la am­
bigüedad de los tonos de Hannah Arendt con respecto a Martin
Heidegger. Una ambivalencia y una ambigüedad sin embargo
que no están dictadas exclusivamente por las vicisitudes perso­
nales de los dos pensadores como tampoco están sencillamen­
te «provocadas» por las tendencias «contemplativas» de la filo­
sofía heideggeriana. La alternancia de los juicios de la autora se
impone más bien como suma de la «complicada» posición que
ostenta en el interior de la filosofía de la existencia en general
y de la heideggeriana en particular.
Con este objetivo, para intentar descifrar las contradictorias
valoraciones arendtianas dentro de un contexto más amplio e
intentar aclarar de qué contexto se trata, me parece oportuno,
antes de cualquier otra consideración, recorrer rápidamente los
puntos en los cuales se mide con la obra del filósofo alemán y
al mismo tiempo intenta reconstruir la confrontación con algu­
nos de los autores que más importancia han tenido en su forma­
ción. intentaré, en fin, iluminar las partes más significativas de
algunos ensayos arendtianos sobre los temas filosóficos que,
tácitamente o abiertamente, se apropia. Estas mismas partes, a
las que muchos de entre los intérpretes arendtianos, deseosos
de «salvar» a la autora de la «acusación» de «heideggerismo»,
hacen referencia de manera quizá un poco demasiado rápida.

2. C o t e jo con H e id e g g e r

1. Desde tal perspectiva el ensayo de 1946 «What is Exis-


tenz Philosophy?»20 adquiere una relevancia central; con él

20 H. Arendt, «What is Existenz Philosophy?», cit. Este artículo ha sido


traducido al francés, en la revista dirigida por Jean Wahl, el año siguiente al de
su primera publicación: H. Arendt, «La philosophie de l’existence», Deuca-
Arendt parece ponernos ya frente a las que serán, y en lo fun­
damental seguirán siendo, las coordenadas esenciales de su lu­
gar en el panorama de la filosofía del siglo xx.
Para dar un avance, se puede decir que en este escrito se da
a conocer por primera vez la voluntad de cuestionar la identi­
dad de Ser y de Pensamiento que para ella constituye la premi­
sa ontológica sobre la que se basa la homologación de la acción
con el pensamiento, premisa que legitima el enlazar las expe­
riencias políticas a las categorías filosóficas. Es ésta una críti­
ca que, en obras sucesivas, más estrictamente filosófico-políti-
cas, se traducirá en el rechazo de la la superioridad de la theo-
ria sobre la praxis.
La filosofía de la existencia, y en particular la alemana, re­
presenta ante sus ojos el punto de ruptura real, y no solamente
supuesto, de la filosofía occidental: de aquella tradición filosó­
fica que desde Parménides hasta Hegel «no se ha atrevido a du­
dar: to gar auto esti noein te kai einai, que ser y pensamiento
son idénticos»21. La Existenz Philosophie es, por lo tanto, en
primer lugar, una rebelión contra la tranquilizadora, y al mismo
tiempo arrogante, ecuación entre lo real y lo racional, ecuación
cabalmente formulada en la época moderna, que reduce la rea­
lidad a ser la creación del sujeto pensante. A pesar de las dife­
rencias aparentes que han distinguido un sistema filosófico de
otro, la tendencia a encadenar lo imprevisible y la coyuntura
de lo real en las mallas del pensamiento persiste invariable has-
la 1legel, con quien alcanza su máxima expresión. Unicamente
la filosofía kantiana consigue oponerse a tal tendencia — cuya
grandeza ya a partir de este ensayo, está ligada a ser «excéntrica»
respecto a la dinámica hegemónica de la tradición metafísica22.
( 'orno si ñiese el iniciador secreto del existencialismo, el pensa­
miento kantiano se analiza dentro de su obra de destrucción de

lion. Cahiers de Philosophie, núm. 2, 1947, págs. 215-245 y traducido al ale­


mán en H. Arendt, Sechs Essays, Heidelberg, 1948. Las citas que siguen son
lodas extraídas de la versión americana.
21 H. Arendt, «What is Existenz Philosophy?», cit., pág. 34.
22 Ibídem, pág. 38, en donde Arendt escribe: «La unidad de Ser y de
pensamiento presuponía la coincidencia preestablecida de esencia y de exis­
la seguridad, según la cual cualquier cosa pensable también
existe y que cualquier cosa existente, puesto que es inteligible,
también es racional.
La filosofía de la existencia, sugiere Hannah Arendt, tie­
ne el valor de hacer suya la herencia kantiana, dejando atrás a
Hegel; gracias a ésta se propone afrontar el problema de la
irreductibilidad de lo real a lo racional. Pero si uno de los ob­
jetivos de la revolución de Kant había sido el de consolidar la
libertad y la dignidad humanas como principios del actuar en
el mundo, a partir de Kierkegaard la filosofía se refugia, para
escapar del hegelismo, en un retiro «melancólico», en la sub­
jetividad23. De este modo se arriesga a ajustar de nuevo el ac­
tuar al pensar, a encarnar una vez más en el pensamiento, la
única modalidad de acción auténtica: una acción que equiva­
le a concienciarse por parte del individuo de su propia para­
doja con respecto a la insensatez del todo. En el filósofo da­
nés, «el pensamiento de la muerte se convierte en acción; en
ese pensamiento, el hombre se convierte él mismo en sujeto,
se retira del mundo y de la vida cotidiana de los otros hom­
bres»24. En síntesis, si las nociones kierkegaardianas de muer­
te, casualidad y culpa son los nuevos contenidos que inaugu­
ran el discurrir de la filosofía de la existencia, a su «solipsis-
mo en potencia» sólo logra escapar, según Arendt, la filosofía
de Karl Jaspers.
A grandes rasgos, es éste el contexto en el cual Arendt se
pronuncia por primera vez25 sobre su maestro Martin Heideg-

tencia. Esta unidad es destruida por Kant, el verdadero fundador, aunque


clandestino, de la nueva filosofía: aquel que ha seguido siendo hasta hoy su
rey secreto. La demostración kantiana de la estructura antinómica de la Ra­
zón, y su análisis de las proposiciones sintéticas a priori, que demuestran
cóm o en cada proposición en donde se afirma algo acerca de la realidad, no­
sotros vamos más allá del concepto (la esencia) de la cosa dada, había ya pri­
vado al hombre de su antigua seguridad en el Ser.»
23 Ibídem, págs. 42-45.
24 Ibídem, pág. 44.
25 A partir de la publicación de «What is Existenz Philosophy?», la fi­
gura de Heidegger se sitúa en el centro de la cuestión y de los intercambios
epistolares entre Hannah Arendt y Karl Jaspers. En una nota de este ensayo
ger, cuyo pensamiento culpa no sólo de pertenecer a la versión
«melancólica y narcisista» del existencialismo, sino también de
hacer revivir, camuflada, la vieja filosofía sistemática, en com­
pleta sintonía con la tradición metafísica.
Con un tono lleno de resentimiento que a menudo compro­
mete una correcta comprensión de El ser y el tiempo, el párra-

Arcndt había escrito: «Entró en el partido nazi en el 33: un hecho que le hizo
■.el visto [...] por otros colegas suyos del m ismo calibre. Además, com o rec­
tor de la Universidad de Friburgo prohibió a su maestro y amigo Husserl, de
qmcn había heredado la cátedra, ir a la Universidad puesto que era judío.»
I Vspués de haber comentado irónicamente el cambio de chaqueta efectuado
por I leidegger al ponerse a disposición de las fuerzas de ocupación france-
i . una vez terminada la guerra, Arendt comparaba la irresponsabilidad de
I leidegger con la de algunos autores del romanticismo alemán. «Por otra
parle continúa— hay algo extremamente parecido en este comportamien-
to con el del romanticismo alemán, hasta el punto de hacer pensar que tal
comportamiento no sea accidental, ffeidegger es efectivamente el último ro-
mántico (esperemos). Un Friedrich Schlegel o un Adam Müller extrema­
mente dotado, cuya total irresponsabilidad fue en parte debida al error del
nenio y en parte a la desesperación» (pág. 46). En una carta del 9 de junio
1 1‘ I<>46, Jaspers, después de haber alabado el ensayo sobre la filosofía de la

i ustcncia, hace notar a Arendt que no es exacto lo que había dicho con res­
pecto a la prohibición hecha a Husserl de pisar la Universidad, puesto que
m)Io se trataba de la aplicación rutinaria de una medida adoptada por todos
los rectores de las universidades alemanas (cfr. H. Arendt, K. Jaspers, Briefs-
wvcliset 1926-1969, Munich, Piper, 1985, pág. 79; cfr. además, K. Jaspers,
Vi»u. cn zu Martin Heidegger, a cargo de H. Saner, Múnich, Piper, 1978
|trad. esp.: Notas sobre Martin Heidegger, Barcelona, Mondadori, 1990]).
I ti la carta del 9 de julio de ese mismo año, Arendt responde a la objeción
de laspers juzgando todavía más severamente el comportamiento del enton-
■es l ector de la Universidad de Friburgo quien, en su juicio, debía de haber­
le abstenido sencillamente de estampar su propia firma en ese escrito. Arendt
I iimlmcnte concluye: «Y puesto que sé que aquella carta y aquella firma le
Imn |a I lusserl] poco m enos que matado, me permito considerar a Heidegger
poco menos que com o a un asesino en potencia», y añade «en esta sucesión
de cosas [nazismo y sucesiva desnazificación] no importa tanto el hecho de
que los profesores no se hayan transformado en héroes, sino más bien su fal-
la dr sentido del humor, su dócil diligencia, su temor de perder contactos úti­
les» (cfr. 11. Arendt, K. Jaspers, Briefswechsel 1926-1969, op. cit.). A partir
de estas cartas empieza un constante intercambio de puntos de vista sobre
I leidegger y su filosofía que se mantendrá a lo largo de todos los años que
ilma la correspondencia y en el cual vemos a Arendt y a Jaspers ya acusar,
s u defender a aquel que había sido el maestro y el amigo de antaño.
fo «The Self as All and Nothing: Heidegger» se juzga con el in­
tento del filósofo alemán de volver a fundar la ontología26. Aun­
que la terminología que adopta haga aparecer su obra radical­
mente revolucionaria — «más revolucionaria que Jaspers»27— ,
la ontología fundamental de Heidegger no representa más que
la continuidad de la destrucción iniciada con Kant del antiguo
concepto de Ser. Sin embargo, aunque los resultados no se re­
velarían efectivamente a la altura de lo que Heidegger había
prometido, «no se puede evitar — escribe Arendt el tomar en
serio esta filosofía, aunque se tuviese que llegar a la conclusión
de que sobre la base de su contenido, que deriva de la rebelión de
la filosofía en contra de la filosofía, no se puede restablecer
ninguna ontología»28.
La filosofía heideggeriana cumple, a los ojos de la autora,
un doble y ambiguo objetivo: el de liberar la filosofía de la tra­
dición metafísica, para en realidad retomarla poco después. Por
un lado desprende la noción del Ser de las hipotecas de la on­
tología clásica, haciéndola coincidir con la temporalidad. Por
otro, puesto que al final el resultado es la ecuación del Ser
que implica también el ser del hombre— y de la Nada, ter­
mina por describir el Dasein en los términos del summum ens
de la metafísica. «Pensar el Ser como la Nada conlleva afir­
ma la autora inmensas ventajas. El hombre puede imagi­
narse ni más ni menos como el creador antes de la creación
del mundo que, como se sabe, ha sido creado de la nada»29.
Y puesto que esta Nada, la muerte, es lo que determina la existen­
cia y al mismo tiempo la esencia del Dasein, Heidegger, sin ser
plenamente consciente, regresa a la fórmula con la que la me­
tafísica clásica definía a Dios. Si el Dasein es el ser de quien la
esencia es la existencia (Existenz), el Ser entonces no se distin­
gue de ese ente supremo en donde esencia y existencia coinci­
den. De aquí la omnipotencia y al mismo tiempo la impotencia

26 H. Arendt, «What is Existenz Philosophy?», cit., págs. 46 y ss.


27 Ibídem, pág. 47.
28 Ibídem.
20 Ibídem.
del Selbst, del Dasein, que le provienen de haberse convertido fi­
nalmente en «Señor del Ser», de un Ser sin embargo que es Nada.
La arrogancia del Si-mismo heideggeriano que consiste en
la posibilidad de acoger en el «ser-para-la-muerte» lo «propio»,
lo «auténtico» de su ser y del Ser en general, se acompaña de
úna extremada restricción de la libertad. Todo lo que le queda
al hombre para actuar auténticamente «es coger lo “propio” de
la propia existencia», equivale a decir reconocer su propia falta
de fundamento.
Este carácter auto-reflexivo de la existencia humana coin­
cide con el hecho mismo del filosofar. «La filosofía es la supre­
ma posibilidad existencial de la realidad humana; pero ésta, al
fin de cuentas, no es más que una reformulación del bios theo-
retikos de Aristóteles, de la vida contemplativa como la posibi­
lidad suprema para el hombre»30. También el Selbst, del mismo
modo que el bios theoretikos, se realiza a sí mismo solamente
aislándose de los demás. Aunque no permanezca ya más en el
Kterno, encuentra la confirmación de sí mismo solamente en
aquel «ser-para-la-muerte» que lo arrastra lejos del mundo.
La característica más esencial de este Sí-mismo está en
su absoluto egoísmo, en su radical separación de los demás.
La anticipación de la muerte como posibilidad existencial
ha sido introducida para alcanzar esto; porque solamente en
la muerte el hombre alcanza el absoluto principium indivi-
duationis. Sólo la muerte lo separa del conjunto de sus se­
mejantes, de ese conjunto en el que él asume un papel públi­
co, perdiendo de vista el objetivo de convertirse en un Sí-
mismo auténtico [...]. Gracias a la experiencia de la muerte
como la Nada tiene la posibilidad de dedicarse exclusiva­
mente a ser un Ser y a liberarse de una vez por todas del
mundo circunstante31.
Aunque no lo exprese claramente Arendt identifica final­
mente en la operación iniciada por El ser y el tiempo un doble
fracaso. En primer lugar, si en el marco de esta filosofía, el

30 Ibídem, pág. 48.


31 Ibídem, pág. 49.
«Yo» puede escapar a su «carácter de desecho» solamente a tra­
vés del «proyecto» que anticipa la muerte como su última posi­
bilidad significa entonces que el hombre permanece esencial­
mente determinado por lo que no es: la Nada. En otras palabras,
esto significa que también en el interior de esta perspectiva, el
«Yo» está imposibilitado, por su propia constitución, a pesar de
su «decisión» de alcanzar el «Yo» auténtico. Pero la obra hei­
deggeriana falla principalmente porque, lejos de volver a fun­
dar una nueva ontología y llegando a lo sumo a ofrecernos
«confusiones mitologizantes» y «supersticiones naturalistas»
que hipostasían el pueblo o la tierra como fundamentos para los
«Yo» aislados32, Heidegger vuelve a caer en la trampa de la que
quería escapar. Efectivamente, a pesar del intento de pensar ra­
dicalmente en aquella plenitud que la metafísica había negado
siempre, el Selbst y el Dasein permanecen estructural mente
idénticos a la figura y a la función del filósofo tradicional: el
único en posición de permanecer en lo eterno, el único que, de­
jando atrás todo lo que es accidental, puede comprender el ver­
dadero sentido del Ser.
De esta manera, el resultado dé lo que ha demostrado ser
una revolución filosófica sólo en apariencia reconduce al au­
tor de El ser y el tiempo a las mismas posiciones de Platón y
de Hegel, quienes para Arendt, como además para el propio
Heidegger, son los mayores responsables de la negación de la
realidad en la teoría. Esta es, por el momento, la conclusión
sobre la filosofía heideggeriana; una postura que a continua­
ción será parcialmente refrenada y luego afirmada nueva­
mente y de nuevo cuestionada. Como si Arendt no lograse
aclararse hasta el fondo sobre el valor, el alcance y las conse­
cuencias del horizonte abierto tras las reflexiones de El ser y
el tiempo.
En el ensayo del 46, la autora alaba la filosofía de Karl Jas­
pers. Si, con un ademán que se repetirá más de una vez a lo lar­
go de las obras sucesivas, el filósofo de Friburgo se equipara a
Platón y a Hegel, Arendt toma la defensa entusiasta de Jaspers,

32 Ibídem.
cuyo pensamiento no ha traicionado la originalidad y la nove­
dad del criticismo kantiano. Todo lo atenta que había estado
para no dejar escapar ninguna de las contradicciones escondi­
das en El ser y el tiempo, se muestra dispuesta ahora a tomar al
pie de la letra las declaraciones de intención y de propósitos de
‘Jaspers33. También la reflexión jaspersiana se inscribe en aque­
lla rebelión de los filósofos con respecto a la filosofía que, en
general, caracteriza al existencialismo. En este caso, sin embar­
go, desde la Psychologie34 y luego todavía más en los trabajos
posteriores, la obra de desmantelamiento de la ontología tradi­
cional no sufre más reveses35.

A través de una «metafísica alegre», que «diluye» la fi­


losofía en movimientos del pensamiento, sin jam ás cristali­
zarse en sentimientos definitivos, Jaspers concluye con la
única certeza ontológica que es posible obtener. Es decir, lle­
ga a la convicción de que cualquier pensamiento que quiera
definir el Ser sólo aísla y convierte en absoluta una de sus
muchas categorías, perdiendo así definitivamente su signifi­
cado. A diferencia del Dasein, el hombre de Jaspers es libre
tan sólo si abandona la ilusión de poder conocer el Ser, sólo
si reconoce la irreductibilidad de la realidad en el pensa­
miento. Es cierto que con el pensamiento se puede llegar al
límite de lo pensable, un aventurarse en la especulación on-
lológica e intentar «transcender» la propia condición finita36,
pero ineludiblemente experimenta la imposibilidad de tal
empresa. En la experiencia de tal «equivocación», en la con­
vicción de que «no puede crear ni conocer el Ser»37, llega
al límite constitutivo de la propia «situación» humana. A la

33 El capítulo sobre Jaspers lleva el siguiente título: «Indications o f Hu­


man Existenz: Jaspers», cfr. ibidem, págs. 51 y ss.
34 Cfr. K.. Jaspers, Psychologie der Weltanschauungen, Heidelberg-Ber-
lín, Springer Verlag, 1919.
55 Sobre este tema, cfr. también L. Boella, Hannah Arendt «fenomeno-
loga», cit.
36 H. Arendt, «What is Existenz Philosophy», cit., págs. 53-54.
37 Ibídem, pág. 54.
Nada de la ontología fundamental le sucede una noción del
Ser que, en vez de señalarlo como sustancia y como objeto
de pensamiento, se refiere a él como a «una cosa» que «nos
rodea»; un «no sé qué» que advertimos de manera indefi­
nida. Es una especie de «fluido recinto»38, dentro del cual el
hombre puede elegirse con total libertad a sí mismo y ha­
ciéndolo de esta manera, pasar del «ser-como-resultado» a la
«Existencia». Una existencia, imaginada por Jaspers, que
nunca está aislada pero que existe tan sólo en la comunica­
ción y en el reconocimiento de la relación con el otro. «La
existencia — escribe Arendt, llevando al extremo el contraste
con Heidegger— puede realizarse solamente en el estar con­
junto de los hombres en un mundo común que les es dado a
todos. En el concepto de comunicación se encuentra radica­
do, aunque no completamente desarrollado, un nuevo con­
cepto de humanidad como condición de la existencia del
hombre»39. Esa condición que la filosofía de Heidegger, cen­
trada sobre el «ser-para-la muerte» del «solipsista» Selbst,
había hecho imposible reconocer.
El ensayo se cierra con la convicción de que únicamente
Jaspers y la imagen, propuesta por él, del filósofo que final­
mente ha cortado los puentes con el bios theoretikos, han dicho
realmente la última palabra sobre la metafísica, dándole defini­
tivamente la espalda. Sólo la filosofía jasperiana, que hace re­
vivir, gracias a su concepto de comunicación, la mayéutica de
Sócrates «de manera no pedagógica»40, se pone en la justa
perspectiva para desmantelar la identidad metafísica del Ser y
del Pensamiento: la perspectiva de lo finito, de la contingencia
y de la pluralidad.
En consecuencia, puesto que desde los años inmediata­
mente sucesivos a Los orígenes del totalitarismo, Arendt iba
explícitamente a la búsqueda de un pensamiento, por decirlo
de alguna manera, post-metafísico hasta el punto de plantear

38 Ibídem, pág. 55.


39 Ibídem, págs. 55-56.
40 Ibídem, pág. 52.
una nueva concepción de la política41, era de esperar que vol­
viese su mirada a la filosofía de Jaspers para conseguir este
objetivo y hacer derivar de esa filosofía los presupuestos que
permitiesen liberar la praxis de su sujeción a la categoría de la
theoria.
Pero en un ensayo de 1954, dejado inédito por la autora42
en el que se encuentra quizá la demostración más valiosa de
la dirección que la reflexión arendtiana estaba tomando, la
perspectiva aparece notablemente cambiada. En aquellas pá­
ginas, en donde Hannah Arendt analiza los «presupuestos
para una nueva filosofía política»43, se destaca la reflexión
heideggeriana por su capacidad de hacer frente a las defi­
ciencias expuestas por el pensamiento de Jaspers. Este pen­
samiento ahora pasa a ser considerado como una forma de
filosofía que, en muchos sentidos, no ha conseguido liberar­
se de algunos de los principales vicios de fondo de la m eta­
física.

2. Sin embargo, antes de presentar directamente la com­


paración que Arendt plantea, casi dándole la vuelta ocho años
después de su primer estudio entre Heidegger y Jaspers, vale
la pena detenerse sobre otros pasajes significativos de Con­
cern with Politics in Recent European Philosophical Thought,
en donde la posición teórica de la autora con respecto a la fi­

41 De hecho, es prueba directa el breve ensayo, nunca publicado por


Arendt, que se estudiará en breve. Se trata de Concern with Politics in Recent
European Philosophical Thought, Library o f Congress, Washington, Ma-
nuscripts División, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 56, págs. 023248-
023261.
42 H. Arendt, Concern with Politics, cit.
43 H. Arendt escribe en la página final del ensayo: «Ya existen muchos
de los pre-requisitos para una nueva filosofía política (que, con toda proba­
bilidad, consistirá en la reformulación de la actitud de los filósofos hacia la
esfera política, de la relación entre el hombre com o se r filosófico y el hom­
bre como se r político, y no sólo de la relación entre pensamiento y acción),
aunque puedan aparecer a primera vista com o un mero levantamiento de los
obstáculos tradicionales más que como edificación de nuevos fundamen­
tos», ibídem, pág. 023261.
losofía de la existencia se precisa más claramente que en su es­
crito del 46.
En la presentación del panorama de estas filosofías del si­
glo x x que mayoritariamente ofrecen puntos de arranque para
una reinterpretación original de los «asuntos humanos», se
puede claramente leer entre líneas el mapa de las propuestas to­
madas en consideración que constituirán el horizonte filosófi­
co arendtiano. Prácticamente constantes serán las argumenta­
ciones polémicas y las razones de las críticas, a lo largo de los
años, con respecto a tal o tal autor. En la sustancia, no cambia­
rá la trama, entrelazada con los hilos cambiados por las diferen­
tes propuestas filosóficas, trama que constituirá el fondo sobre
el cual destacarán los principales conceptos arendtianos.
Antes de nada nótese que Arendt valora la relevancia de las
escuelas de pensamiento basándose en el criterio de su capaci­
dad de reconocer — y de transformar en patrimonio concep­
tual— lo «absolutamente nuevo», frente al cual el último siglo
se ha situado. Ya sea cuando esta «inaudita novedad» se presen­
ta bajo forma de fenómeno estrictamente político — el totalita­
rismo— , ya sea cuando, más en general, se manifiesta en la re­
solución de toda una tradición cultural44. En otras palabras, las
diferentes direcciones filosóficas que Arendt reseña son inter­
rogadas y juzgadas sobre el modo con el que afrontan, secun­
dándola o contrastándola, la tendencia dominante de nuestro
tiempo: es decir, que son valorados según cómo se sitúen teóri­
camente con respecto al nihilismo.
La postura de los pensadores católicos como Vógelin, Gil-
son, Maritain, Guardini, Pieper, es un rechazo absoluto y ciego.
Todos estos autores — en cada uno Arendt destaca trazos distin­
tivos muy específicos— vinculan «el desorden del presente»
(en palabras de Gilson: «el peor desorden filosófico al cual el
mundo haya asistido jamás») a la ruptura moderna con la tradi­
ción, con la «recta vía» señalada por la ética antigua y cristia­
na45. Como si las dificultades del mundo moderno tuviesen sen­

44 Cfr. ibídem, págs. 023249-023250.


45 Cfr. ibídem, pág. 02 3 2 5 1. Arendt cita de E. Gilson, Les metamorpho-
ses de la cité de Dieu, Lovaina, 1952, pág. 151.
cillamente su origen en el «pernicioso proceso de seculariza­
ción». Estableciendo una sencilla ecuación entre secularización,
relativismo y crisis, estos filósofos minimizan, según Arendt,
esas mismas experiencias que habían solicitado su interés por la
política: efectivamente están de acuerdo en interpretar el poder
totalitario en términos exclusivamente ideológicos y en ver en
las ideologías totalitarias ni más ni menos que «religiones secu­
lares», derivadas de la «inmanentización» de la trascendencia46.
El fastidio hacia tal actitud intelectual, de la que, a los ojos de
la autora, es culpable sobre todo Voegelin, es bastante más que un
sencillo desacuerdo interpretativo. La polémica arendtiana con
respecto al modo de interpretar la historia según el «teorema» de
la secularización es, sobre todo, la expresión de una intolerancia
con respecto a aquella falta de radicalídad y de esfuerzos teóricos
que, reconduciendo lo «inédito» a lo ya conocido, interrumpen
la comprensión efectiva de la peculiaridad del presente, ya sea
bajo el perfil filosófico ya sea bajo el perfil político. En conse­
cuencia, también las «soluciones» teóricas que estos autores ex­
ponen sólo son, a su parecer, inútiles intentos de regresar a una
tradición cuya fuerza está ahora ya agotada: insensatas repropo­
siciones de un mundo definitivamente desaparecido.

Las respuestas concretas que ofrecen —sintetiza la au­


tora— difícilmente pueden contener algo que no sea la rea­
firmación de «viejas verdades» y éstas, es decir el lado po­
sitivo de su trabajo, parecen singularmente inadecuadas y,
en un cierto sentido incluso supuestas. De hecho, esta obra
de redefinición de las viejas verdades se hace necesaria
frente a problemas cuya verdadera dificultad es la de no ha­
ber sido previstos por la tradición47.

La invocación de «una ciencia del orden» que opere a tra­


vés de la reafirmación de la primacía de la esfera espiritual

46 Ibídem, cit., pág. 023252. De Vógelin Arendt cita «el nuevo libro»
The N ew Science o f Politics, Chicago, University o f Chicago Press, 1952,
«que desea una “restauración” de la ciencia política dentro de un espíritu
platónico», pág. 023250.
47 Ibídem, pág. 023253.
— entendido ya sea como predominio de la Iglesia católica o de
la fe cristiana, ya sea como una especie de «platonismo renova­
do» a lo Vógelin— no es otra cosa que la reedición de la actitud
arrogante de la metafísica que supedita el ámbito de los asuntos
humanos a criterios cambiados por una esfera que los trasciende.
«La tendencia aquí dominante es la de poner orden en las cosas
de un mundo que no puede ser concebido y juzgado sin subordi­
narlo al poder normativo de un principio trascendente»48.
En fin, y es importante recordarlo en este contexto, Arendt
se opone tenazmente a los «desesperados» intentos de resucitar
el pasado y de «rehabilitar» la antigua filosofía o la espirituali­
dad cristiana, como si fuesen remedios a la crisis filosófica y
política del presente. Si este ensayo, en cierto sentido, testifica
la presencia en el pensamiento arendtiano de algunas instancias
inspiradas por la filosofía católica — sobre las que más de un
investigador ha insistido49— , en otro, nos muestra de manera
muy clara cómo Arendt se distancia de las nostálgicas búsque­
das del «orden perdido» y lo insostenible que es interpretarla
dispuesta a reactualizar valores antiguos como «correctivos» a
las degeneraciones nihilistas y relativistas de lo moderno.
Arendt admite abiertamente su propia deuda con respecto a los
que llama, sin distinguirlos demasiado los unos de los otros,
pensadores neo-tomistas. Efectivamente esta «escuela» no sólo
ha tenido el mérito de hacer revivir la antigua pregunta «¿Qué
es al fin y al cabo la política?», sino que ofreciendo «las viejas
respuestas en la nueva confusión» ha obligado a la búsqueda y
a la interrogación filosófica a sugerir nuevas y significativas
vías50. Queda sin embargo el hecho de que sus respuestas se de­

48 Ibídem, pág. 023252.


49 Véanse al m enos los trabajos de W. P. Wanker, Nous and Logos. P hi­
losophical Foundations o f Hannah A rendts Political Theoiy, Nueva York-
Londres, Gurland Publishing, 1991; M. Cangiotti, L ’ethos della política. Stu-
dio su Hannah Arendt, Urbino, Quattro Venti, 1990, y J. Bemauer, «The
Faith o f Flannah Arendt: Amor Mundi and its Critique - Assimilation o f Re-
ligions Experience», en id. (ed.), Am or Mundi, Explorations in the Faith and
Thought o f Hannah Arendt, Dordsrecht, Martinus NijhofT, 1987.
50 H. Arendt, Concern with Politics, cit., p¿g. 023255.
muestran del todo inadecuadas a las dificultades que esa confu­
sión ha producido51.
Dicho en otros términos, si la operación «rehabilitativa»
que propugnan tales autores puede ser tomada en consideración
justamente porque su anacronismo constituye un desafío para el
pensamiento, no es de ninguna manera reavivando la metafísica
a la que en última instancia apelan— como se puede esperar
una auténtica renovación de la filosofía política. Más bien es a
partir de la reflexión que reconoce el fin de la filosofía tradicio­
nal de donde puede emerger un nuevo modo de pensar la políti­
ca: un modo que se sitúe a la altura de las provocaciones plantea­
das desde el siglo xx. A tal altura parecen colocarse, al menos en
las primeras presentaciones hechas por Arendt, el existencialis-
mo francés, cuyo eco filosófico -y en particular el de Ca-
mus52— resonará en los textos arendtianos mucho más fuerte­
mente que el de los pensadores católicos. El rechazo con respec­
to a cada filosofía del pasado lleva efectivamente a Sartre,
Camus, Malraux y a Merleau-Ponty no tanto a ofrecer respues­
tas filosóficas ante las dificultades políticas, como a implantar
directamente la política en el centro de sus intereses. «Es como
si esta generación intentase huir de la filosofía en la política»53:
una huida de la metafísica que los arroja en medio de la acción
política y los empuja a convertirse en revolucionarios.

51 Ibídem, pág. 023254.


52 También de una carta a Jaspers con fecha de 11 de noviembre de 1946
se percibe la gran estima, intelectual y humana, que Arendt profesaba a Ca­
mus: «Pero más siento todavía que usted no haya podido conocer aún a
( 'amus. Pertenece a esos jóvenes de la Resistencia, de la cual usted escribe. Es
absolutamente honesto y posee una gran sabiduría política. Está surgiendo de
repente en todos los países europeos un nuevo tipo de hombre que más allá de
cualquier “nacionalismo europeo” es sencillamente europeo [...]. A esta espe­
cie pertenece también Camus [...]. Sartre, por el contrario, es aún demasiado
francés, demasiado literario, en cierto sentido demasiado dotado, demasia­
do ambicioso.» H. Arendt y K. Jaspers, Briefswechsel, 1926-1929, cit.,
pág. 73. Sobre la relación teórica Camus-Arendt véase J. C. Isaac, «Arendt,
( amus and Postmodem Politics», Praxis International, IX, núms. 1-2, 1989,
págs. 48-71, e id., Arendt, Camus and M odern Rebellion, N ew Haven-Lon-
dres, Yale University Press, 1992.
53 H. Arendt, Concern with Politics, cit., pág. 023254.
A pesar de las diferencias que dividen a Sartre y a Merleau-
Ponty, «sobrepasadas» por la influencia de la dialéctica hegeliano-
marxista, en la que ven una especie de logique revolucionaria
— desde Malraux y Camus, que enfatizan el significado ortológi­
co de la rebelión, prescindiendo del hecho de que tenga lugar en un
momento histórico determinado— , existe un potente núcleo teó­
rico que los une. Consiste, según la autora, en la convicción de
que la crisis política y nihilista no es más que descubrir finalmen­
te lo absurdo de la existencia humana y la imposibilidad de resol­
ver las aporías en términos racionales. Un absurdo que es supera­
do, a su juicio, sólo cuando el hombre toma conciencia de su pro­
pio potencial transformativo con respecto a la realidad en la que
se encuentra; sólo cuando comprende que puede convertirse «en
cualquier cosa que elija ser», proyectándose y vinculándose en la
acción política, sobre todo en la acción revolucionaria54.
Pero ni siquiera en este intento de llamar toda atención so­
bre la prioridad del momento político, si bien se mira, Arendt
puede entrever la posibilidad de fundar una filosofía política
verdaderamente «nueva». Si la insistencia sobre la acción, en
particular la revolucionaria, es señal de su ruptura con la prima­
cía metafísica de la contemplación, esta acción es sin embargo
aún hoy interpretada por la autora como el producto de una
subjetividad todavía comprometida con la metafísica y resulta­
do de una concepción de la acción empapada de elementos es-
catológicos y utópicos. No solamente porque según lo que
dice Malraux— «la revolución cumple el papel que antaño era
privilegio de la vida eterna [...] salva a aquellos que la hacen»55,

54 Los textos existencialistas franceses tomados en consideración en


este ensayo son los siguientes: de J.-P. Sartre, La Nausee, 1938 [trad. esp.: La
náusea, Madrid, Alianza, 1994]; L'étre et le néant, 1943 [trad. esp.: El se r y
la nada, Madrid, Alianza, 1989]; L'Existentialisme est un humanisme, 1946
[trad. esp.: El exist mcialismo es un humanismo, Barcelona, Edhasa, 1992];
de A. Malraux, La Condition Humaine, 1933 [trad. esp.: La condición
humana, Barcelona, Edhasa, 1992]; de Camus, Le M ythe de Sisyphe. Essai
sur l ’A bsurde, 1942 [trad. esp.: El mito de Slsifo, Madrid, Alianza, 1988];
L ’H om m eR éw lté, 1951 [trad. esp.: El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1986];
de Merleau-Ponty, Humanisme et Terreur, 1947.
55 H. Arendt, Concern with Politics, cit., pág. 023254.
sino sobre todo porque la práctica revolucionaria tiene como
objetivo transformar la misma condición humana. Si entonces
la finalidad de la acción política es la inversión intencional de
las «absurdas» relaciones entre hombre y mundo, de tal modo
que el ser humano ya no tenga que padecer el acondiciona-
‘miento de una realidad externa a él, entonces el existencialismo
se sitúa para la autora al mismo nivel que aquella hybris huma­
nística, característica de la filosofía moderna, por la cual la
consciencia pretende dominar la realidad reconduciéndola a
la identidad con el «Yo». Quiere esto decir que el existencialis-
mo francés y el primero de todos, Sartre, se rebela en última
instancia contra una concepción del Ser como «dato», en nom­
bre de una ontología aún prisionera de la prepotente ilusión de
que el Ser no es más que un conjunto de res manipulables. La
concepción del hombre como artífice de sí mismo, que desafía
y modifica, según las palabras de Sartre, la condición del «ser
lanzados al mundo», no se aleja de la vieja y metafísica estruc­
tura lógica del summum ens5b.
En fin, las criticas que en el ensayo «Was ist Existenz
Philosophie?» habían sido planteadas al Selhst heideggeriano,
vienen ahora dirigidas contra lo que Arendt define como «un
tipo de humanismo radical y activo que no menoscaba el vie­
jo asunto según el cual el hombre es para el hombre el ser su­
premo, Dios mismo»57.
Si en el existencialismo francés «la política aparece como
la esfera en donde [...] se puede construir un mundo que desa­
lia constantemente a la condición humana»58, la búsqueda de
una nueva filosofía de la política tendrá entonces que dirigirse
hacia aquellos análisis de la Existenz Philosophie que se avie­
nen, aceptándolos con las contradicciones, las paradojas y los
límites inmodificables de la condición humana. Es decir, hacia
aquella filosofía que ha dejado atrás la primera y fundamental
entre las «apariencias engañosas metafísicas» — para usar la

56 Es indudable la influencia, sobre esta opinión, de la polém ica de Hei­


degger con Sartre en la Carta sobre el humanismo. Madrid, Alianza, 2000.
H. Arendt, Concern with Politics, cit., pág. 023256.
58 Ibídem.
terminología que será particularmente grata a la «última»
Arendt que los filósofos franceses llaman vida bajo aparien­
cias aparentemente cambiadas. Una filosofía que, si bien bas­
tante menos interesada en compararse directamente con la po­
lítica, ha disuelto sin embargo, casi por completo, sus lazos de
unión con la tradición metafísica.
Es sólo para Arendt, ya desde el inicio de su recorrido inte­
lectual, la condición de una posible reinterpretación radical de
lo político. Aunque posteriormente las afinará y elaborará cons­
tantemente, estas afirmaciones siguen siendo los presupuestos
que acompañan tanto la búsqueda de la Vita activa como el
análisis de la vida de la mente.
Arendt, pues, se dirige nuevamente al pensamiento de Jaspers
y de Heidegger; en dicho pensamiento ve una posible vía de sali­
da de las posiciones todavía contradictorias del existencialismo
francés. Desde tal perspectiva, es de decisiva importancia la idea
jaspersiana de verdad comunicativa: es decir, que el pensamiento,
si quiere llegar a la verdad tiene que abrirse a la interacción con
los otros y a la escucha de los otros. La persecución de lo «verda­
dero» implica, efectivamente, que la filosofía y el filósofo aban­
donen su milenario desprecio con respecto al mundo común59.
Pero hasta que la noción de razón formada por la concep­
ción de la verdad comunicativa no se ponga abstractamente por
encima de lo «concreto individual», ésta queda todavía sujeta a
la relación personal e «intimista» de Ich und Du. Por lo tanto
Jaspers, en su filosofía del diálogo, sigue subestimando la con­
dición constituyente de la política: la pluralidad. «Los límites
de la filosofía de Jaspers en términos políticos — escribe— son
los límites de toda la filosofía en su historia: considerar al hom­
bre en singular ahí donde la política no se podría ni siquiera
concebir, si los hombres no existieran en plural»60. Es inútil su­
brayar que los tonos arendtianos son bastante distintos de aque-

59 Ibídem. págs. 023256-023257. Arendt toma en consideración: K. Jas-


pers, D ie Geistige Situation der Zeil, 1931; id., Vom Ursprung w u l Sinn der
Geschichte, 1948 [trad. esp.: Origen y meta de la historia, Madrid, Alianza,
1985]; id., Ü ber Meine Philosophie, 1951.
60 Ibídem, pág. 023258.
líos que, no muchos años antes, habían expresado su incondi­
cional adhesión a la «auténtica revolución del pensamiento»,
realizada por Jaspers, cuya filosofía es ahora denunciada por
sus «recaídas» en la metafísica.
A la novedad de los conceptos heideggerianos corresponde
pues la tarea de superar no sólo el «cartesianismo disfrazado» de
Sartre y de Merleau-Ponty, sino también el carácter todavía «es­
piritual» del diálogo jaspersiano. Si bien con muchas cautelas,
Arendt presenta la hipótesis de que una nueva filosofía política
no pueda sino apropiarse, como mínimo, como punto de partida,
de la noción de «mundo» elaborada en El ser y el tiempo. La no­
ción heideggeriana de Welt indica un coexistir, en la recíproca
delimitación, de las relaciones humanas y objetuales. Al definir
la existencia humana como un «Estar-en-el-mundo» — argu­
menta— Heidegger «atribuye una relevancia filosófica a aque­
llas estructuras de la vida cotidiana que son completamente in­
comprensibles, si el hombre no está comprendido como-un-ser-
con-los-demás»61. En estas páginas reconoce a Heidegger una
posición particular, justamente por el hecho de haber reconocido
finalmente que la filosofía tradicional ha descuidado siempre y
desconocido el aspecto «mundano» y plural de la existencia.
A tal conocimiento hace remontar el uso del término «mortales»
en sustitución de la palabra «hombre»; lo que cuenta, en este caso,
no es tanto la referencia a la muerte, cuanto el uso del plural.
Aunque el ensayo se cierra tributando a cada pensador y a
cada una de las «escuelas de pensamiento» examinadas, el méri­
to de haber suministrado al menos algunos de los «pre-requisitos
necesarios» para la reconstitución de la filosofía política, es indu­
dable que, para Arendt, la reflexión heideggeriana representa la
adquisición teórica de la cual no se puede prescindir. Desde lue­
go, desempeñan un papel fundamental, como ya se ha visto, ya
sea la reformulación jaspersiana de la verdad ya sea la insistencia
de los existencialismos sobre la primacía de la acción. Pero la rup­

61 Ibídem; de Heidegger, cita las siguientes obras: Sein und Zeit, 1927
[trad. esp.: El ser y el tiempo. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2000]; Die
Zeit des Weltbild, 1950; Das Dinge. 1951; Die Frage nach der Technik, 1954.
tura con la metafísica que el pensamiento heideggeriano consume
parece preceder imperiosamente a las contribuciones de Jaspers o
de Camus, de Malraux o de Merleau-Ponty, de Gilson o de Guar-
dini. Como si sólo en el interior del horizonte abierto por Heideg­
ger estos apuntes filosóficos pudiesen convertirse en operativos y
adquirir relevancia. En los pasajes introductorios del ensayo — en
donde se detiene sobre el trauma padecido por la filosofía a raíz
de los acontecimientos de la primera mitad del siglo x x es re­
conocida efectivamente la potencialidad innovadora de la Zeit-
lichkeit heideggeriana. Se puede afirmar, sintetizando drástica­
mente que para Arendt las nociones de historicidad y de tempo­
ralidad elaboradas por el autor de El ser y el tiempo, a pesar de
algunas ambigüedades, logran que la historia ya no se considere
como el lugar elegido para la epifanía del Espíritu, de lo Absolu­
to o de la Razón. De este modo, además de constituir el nuevo
contexto conceptual dentro del cual se puede reinterpretar desde
sus inicios la ontología y la historia de la filosofía, estas nociones
abren la perspectiva necesaria para una investigación inédita de la
esfera de los asuntos humanos62.

62 H. Arendt, Concern with Politics, cit., pág. 023250, en donde se puede


leer: «El verdadero representante de esta tendencia filosófica — es decir, la fi­
losofía sucesiva a la Primera Guerra Mundial en donde el término Geschicht-
lichkeit desempeña un papel fundamental— sigue siendo Heidegger, que ya en
Sein und Zeit ha definido la historicidad en términos ontológicos y no antropo­
lógicos, y más recientemente ha llegado a una concepción según la cual, “his­
toricidad” significa ser “enviados sobre el proprio camino” (Geschichlichkeit
y Geschick-lichkeit son dos términos correlativos que significan ya sea ‘ser en­
viados’ ya sea 'querer asumir’ sobre sí mismo, esta tarea), de tal forma que
para Heidegger la historia humana coincide con la historia que se revela en esta
historia del Ser (Seinsgeschichte); como dice el propio Heidegger: “Nos hemos
dejado atrás la arrogancia de todo lo absoluto” (M r haben die Anmassung alies
Unbedingten hinter uns gelassen). En nuestro contexto significa que el filóso­
fo ha dejado atrás la exigencia de ser ‘sabio’ y de poder disponer de criterios
eternos para juzgar los asuntos de la ciudad; efectivamente tal requerimiento a
la sabiduría podría estar justificado solamente por una posición externa a la es­
fera de los asuntos humanos y podría ser legitimada, solamente, por la proxi­
midad de los filósofos al Absoluto. En el marco de la crisis espiritual y políti­
ca de nuestra época, significa que el filósofo, después de haber perdido, junto
a cualquier otro, el esquema tradicional de los llamados ‘valores’, no quiere ya
restablecer los viejos ni buscar otros nuevos.»
Aunque pronunciada en un estilo muy diferente, nos en­
contramos frente a aquella misma celebración que la filosofía
heideggeriana recibirá en un ensayo, posterior en varios años,
escrito con ocasión del ochenta cumpleaños del maestro de
Marburgo.

3. En «Heidegger ist achtzig Jahre Alt», Arendt rinde ho­


menaje al pensador «que ha contribuido de forma tan decisiva
en formar la fisionomía espiritual de nuestro siglo»63, al pen­
sador cuya filosofía «rebelde» según las «maneras académi­
cas» ha conseguido distinguir por primera vez «entre un obje­
to de erudición y la cosa del pensamiento»64. Evoca luego,
como enorme mérito del autor, el haber logrado transformar la
filosofía en una actividad que no se cristaliza en doctrinas y no
se impone objetivos para lograr. El pensamiento filosófico de
I leidegger ha querido conseguir — y lo ha logrado— un único
decisivo resultado concreto: un resultado que ha sentado cáte­
dra. Entre los daños producidos a partir del reconocimiento
del fin irrevocable de la tradición, este pensamiento ha hecho
i|iie se hunda toda la metafísica. «Y por lo que respecta a la
parte que le toca a Heidegger, le debemos a él y solamente a él

63 H. Arendt, «Martin Heidegger ist achtzig Jahre Alt», Merkur,


XXIII, núm. 10, 1969, págs. 893-902; hay versión americana ampliada,
«Martin Heidegger at Eighty», N ew York R eview o f Books, XX I, 1971,
págs. 50-54.
04 H. Arendt, «Martin Heidegger», cit., pág. 170; Arendt cita aquí a
M. Heidegger, Zur Sache des Denkens, Tubinga, Niemeyer, 1969 [trad.
esp.: Tiempo y ser, Madrid, Tecnos, 2000]. También en un ensayo de 1968,
dedicado a Walter Benjamin, la autora habla de Heidegger como de aquel
que en la capacidad de volver a escuchar la tradición, en el conocimiento
ile su irreversible final, ha transmitido la extraordinaria fuerza al pensa-
niiento del presente. También este ensayo sobre Benjamin puede ser leído
como una auto-interpretación de la autora, sobre todo cuando habla del
modo con el que Benjamin se enfrenta al problema de lo «fenom énico»,
como aquello que precede toda teorización. Cfr. H. Arendt, «Walter Ben-
|umin», en id., Men in D ark Times, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovano-
vicli, 1968, págs. 153-206, págs. 193 y ss. [trad. esp.: Hombres en tiempos
ilc oscuridad, Barcelona, Gedisa, 1989.]
el hecho de que este hundimiento haya ocurrido de manera
digna de lo que le había precedido; también le debemos que la
metafísica haya sido pensada hasta el final y no sencillamente
aventajada por lo que lo ha sucedido»65. Éste, al fin y al cabo,
nos ha hecho palpar que aunque cierta modalidad filosófica
haya llegado al final, no se puede decir lo mismo con respecto
al pensamiento. Gracias a escritos tales como Aus der Erfah-
rung des Denkens, Gelassenheit o Zur Sache des Denkensbb, la
filosofía heideggeriana se convierte para Arendt en el auténti­
co testimonio de en lo que, auténticamente, consiste la activi­
dad del pensar: una hazaña sin fin que, como la tela de Pené-
lope, destruye continuamente lo que produce, una obra que ne­
cesita problematizar incesantemente las adquisiciones a las
que ha llegado67.

65 H. Arendt, «Martin Heidegger», cit., pág. 172.


66 M. Heidegger, Aus der Erfahnm g des Denkens, Pfullingen, Neske,
1954; id., Gelassenheit, Pfullingen, Neske, 1959 [trad. esp.: Serenidad,
Barcelona, Ediciones del Serbal, 1989]; id.. Zur Sache des Denkens [trad.
esp.: Tiempo y ser, cit.]
67 Hannah Arendt vuelve aquí al «error» de Heidegger. La «breve infa­
tuación por el nazismo» es ahora reconducida a una «deformación profesio­
nal» comparable a la tentación de Platón hacia la tiranía. De ello se deduce
una consecuencia por el hecho de que «el yo que piensa» permanece en un
espacio que no está en el mundo de las apariencias y de los hombres. En
otras palabras la implicación política heideggeriana es reconducible a una
inexperiencia del filósofo con respecto a las cosas del mundo y a la preten­
sión, siempre típica de la filosofía, de que los asuntos humanos sigan las re­
glas del pensamiento filosófico. En este sentido, pone por ejemplo la inge­
nuidad de Heidegger cuando, en la Introducción a la Metafísica (M. Heideg­
ger, Einfíihrung in die Metaphysik. Tubinga, Niemeyer, 1953; trad. esp.:
Introducción a la metafísica, Barcelona, Gedisa, 1992), afirma «que la ver­
dad interior de este movimiento [...] consiste en el encuentro entre la tecno­
logía planetaria y el hombre moderno». Después escribe: «El punto en cues­
tión es que Heidegger, com o muchos otros intelectuales alemanes de su ge­
neración, nazis y no nazis, nunca habían leído Mein Kampf. El error de
Heidegger es irrelevante si se compara con los errores más decisivos que
consistían en ignorar no sólo la literatura mucho más significativa de aque­
lla época, sino en huir de la realidad de las prisiones de la Gestapo y de las
salas de tortura de los primeros campos de concentración [...]. El mismo
Heidegger ha corregido su “error” más rápidamente y más radicalmente que
muchos otros que más tarde quisieron juzgarlo. Éste asumió riesgos notable-
Todos estos temas se retoman, reelaborados, en la última
obra arendtiana, en donde prácticamente cada página lleva la
marca de la presencia de la reflexión heideggeriana: desde de­
clararse dividida «entre aquellos que desde hace un tiempo a
esta parte han intentado desmantelar la metafísica»68, al reco­
nocerse sustancialmente en la idea del pensar como An-den-
ken; desde la admisión de que, aunque habiendo llegado a su
conclusión, la metafísica custodia, a pesar de todo, siempre los
«secretos» del «yo que piensa», hasta el aceptar la característi­
ca «destructiva» y meramente neutra de la actividad del pensa­
miento; desde constatar que pensar está «füera del orden»69,
hasta la deconstrucción de los conceptos unidos a la noción de
voluntad y al reconocimiento del compromiso de esta facultad
con la potencia y la violencia.
No quiero adentrarme ahora en el análisis de este gran retra­
to de la vida del «espíritu» con el cual Hannah Arendt llega al
término de su propio itinerario intelectual. En este contexto, bas­
te llamar la atención sobre el hecho de que en la última confronta­
ción con Heidegger, la autora recompone las que habían sido sus
valoraciones ambivalentes en el interior de un complejo y medi­
tado juicio, bastante ajenos, sin embargo, del ser unívoco.
Si, por una parte, hace evidente su enorme deuda y la deu­
da de gran parte de la filosofía del siglo xx, con respecto a Hei­
degger, por otra no puede negar su insatisfacción por un pensa­
miento — el heideggeriano— que corre el riesgo de retroceder

mente mayores de lo habitual en la vida universitaria y literaria de aquel


tiempo. Seguimos todavía rodeados de intelectuales y de supuestos estudio­
sos, 1 1 0 sólo en Alemania, que en vez de hablar de I litler, Auschwitz, geno-
ad ío y exterminio com o estrategia de despoblamiento permanente, les gus­
ta hacer referencia, según su propio gusto e inspiración, a Platón, Lutero, He-
Hcl, Nietzsche, Heidegger o Ernst Jünger, con el objetivo de limpiar de
nuevo del fango el horrible fenómeno nazi con el lenguaje de las ciencias hu­
manas y de la historia de las ideas» (ibídem, págs. 177-178). Véase la «Pre-
senlazione» a este ensayo hecha por A. Dal Lago, en H. Arendt, II Futuro
alie spalle, Bolonia, II Mulino, 1981, págs. 165-168.
(,lt H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 212. [Trad. esp.: La vida del
espíritu, cit.]
h<) Ibídem, pág. 78. La cita está tomada de Einführung in die Metaphy-
\ik |trad. esp.: Introducción a la metafisica, cit.].
debido a sus propias conquistas. En sustancia, Arendt hace ex­
plícita de forma clara y de una vez por todas la intención de
proceder junto a Heidegger para ir más allá de Heidegger; un
acercamiento en muchos aspectos análogo a gran parte de la re­
flexión filosófica «continental» de esta segunda mitad del si­
glo: desde Gadamer a Ricoeur, desde Levinas a Derrida, desde
Foucault a Lyotard.
Pero antes de ir directos a las conclusiones vale la pena se­
guir una vez más los pasos de las argumentaciones de Arendt,
en donde encuentra una nueva confirmación, si todavía fuese
necesario, el hecho de que su posición teórica asuma hasta el
fondo los problemas abiertos por el reconocimiento del fin de
la metafísica.
El contexto donde se desarrolla el último acto del apre­
miante diálogo con Heidegger es, como se ha aludido, el de
cuestionar la tradición metafísica. Una discusión que en
Arendt toma la forma de una «destructuración» de las princi­
pales «falacias metafísicas», conseguida gracias a una especie
de «antropología filosófica», deudora en muchos aspectos del
último Merleau-Ponty70. La operación consiste, efectivamente,
en desenmascarar en su fenomenicidad y «fisicidad» las expe­
riencias concretas que están detrás de los eternos y etéreos
conceptos filosóficos; verificar el modo con el cual tales expe­
riencias han sido hipostasiadas para ser transformadas en esa
«ciencia terrible» llamada metafísica. El aislamiento, la sole­
dad el fastidio para todo aquello que se transforma alrededor
— de las que deriva la sensación de permanecer en un eterno
presente, fuera del espacio y del tiempo— son reconocidos
como condiciones constitutivas de la experiencia del pensar.
Sin embargo, éstas conllevan al mismo tiempo la responsabili­

70 Son muchas las analogías que se pueden destacar entre esta «antropo­
logía filosófica arendtiana» y la «filosofía de la carne» del último Merleau-
Ponty (Arendt cita sobre todo a M. Merleau-Ponty, L e visible et l 'invisible, y
Signes). En todo caso, al afirmar con resolución la distancia entre pensar
y actuar, Hannah Arendt se aleja de manera significativa. Sobre esto, véan­
se las observaciones de L. Boella, Hannah Arendt, «fenomenologa», cit.,
págs. 94-95.
dad de haber traducido y mistificado el contexto del origen del
«yo que piensa» en la «engañosa hipóstasis» de la res cogi-
tans. Además también le son imputables las fundamentales e
ilusorias falacias metafísicas que de ella derivan: del dualismo
cuerpo y mente, a la distinción entre mundo sensible y mundo
inteligible, de la contraposición del Ser y del parecer a la peli­
grosa ecuación que de ahí deriva, del pensamiento y de la rea­
lidad.
Desde la perspectiva de una afianzada denuncia de la
identidad de pensamiento y S er— a lo que corresponde la afir­
mación, en torno a la que gira toda la obra, según la cual «en
este mundo, en el que venimos apareciendo desde ningún lu­
gar y del cual desaparecemos hacia ningún lugar, Ser y pare­
cer coinciden»71— , las reflexiones del segundo Heidegger so­
bre el pensamiento y sobre la voluntad asumen un significado
paradigmático. Es sobre todo la filosofía posterior a la Kehre
la que se toma ahora en consideración y que se investiga según
criterios que no se conforman con las autointerpretaciones
proporcionadas por el filósofo. Como ya había aludido en
«Heidegger ist Achtzig Jahre Alt», el «cambio de dirección»
lia coincidido con un acontecimiento autobiográfico — el sen­
tido de culpa por su breve pasado nazi— y ha sido determina­
do entre su primer y su segundo volumen sobre Nietzsche72.
I ii síntesis, la Kehre para la autora se configura con el recha­
zo de la voluntad de potencia, entendida por Heidegger a di­
ferencia de Nietzsche, para quien es expresión de un instinto
vital como voluntad de hegemonía y de dominio: la comple­
ta manifestación de la metafísica de la subjetividad73. Lo que
caracteriza la voluntad es la distributividad, un deseo de ani­
quilamiento que se releva en la obsesión del hombre de con­
trolar el futuro y que se traduce en la determinación de la
técnica para someter todo el planeta a su dominio. A esta
voluntad de potencia, el filósofo responde con la noción de

71 H. Arendl, The Life of'the Mind, cit., pág. 19. [Trad. esp.: La vida del
espíritu, cit ]
72 Cfr. M. Heidegger, Nietzsche, 2 vols., Pfullingen, Neske, 1961.
73 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit.,págs. 172-194. [Trad. esp.: op. cit.]
Gelassenheit, un «dejar ser» que «nos prepara» para un «pen­
sar que no es un querer»74.

Este pensamiento —escribe Arendt retomando los pasajes


del texto de Heidegger— está «más allá de las distinción entre
actividad y pasividad» puesto que está más allá del «dominio
de la voluntad», es decir, más allá de la categoría de causalidad
que, de acuerdo con Nietzsche, Heidegger hace bajar de la ex­
periencia del producir efectos propios del yo que quiere, y en
consecuencia de una ilusión producida por la conciencia75.

Este pensar consiste en prestar atención a la llamada del Ser.


La mente humana que responde a la petición de captar el Ereig-
nis, está sujeta a la Seinsgeschichte, que determina si los hombres
responden al acontecimiento en términos de pensamiento o de
voluntad: «La Historia del Ser, con la obra de los actores huma­
nos es lo que determina, al igual que el espíritu del mundo de He­
gel determina, los destinos de los hombres y se desvela al yo que
piensa, si éste sabe traspasar el querer y actuar el “dejar-ser”»76.
La Seinsgeschichte heideggeriana parece pues para la auto­
ra no ser sino una nueva propuesta de la Weltgeschichte hege­
liana, además de una continuación, sólo un poco más sofistica­
da, de la identidad de Ser y de pensamiento inaugurada por Pla­
tón. En su última obra, Arendt —volviendo a tomar, en ciertos
aspectos, las mismas posturas del 46— une de nuevo a Heideg­
ger, a Platón y a Hegel, considerados también aquí como los
más despiadados adversarios del mundo de las apariencias. Di­
cho de otra manera, rechaza la interpretación que Heidegger da
del propio sentimiento posterior al cambio. La especulación so­
bre el sentido del Ser y sobre la Seinsgeschichte no equivalen,
como quisiera la explicación contenida en la Carta sobre el
humanismo a una desobjetivación y «demetafisización» de las
posturas unidas a la analítica del Dasein11. Por el contrario el

74 Ibídem. pág. 78. Arendt cita de M. Heidegger, Serenidad, cit.


1> Ibídem.
76 Ibídem. pág. 79.
11 En la Carta sobre el humanismo, cit., Heidegger insiste efectivamente en
que El ser y el tiempo continúa el pensamiento posterior. La obra del 27 repre-
¡ch denke de la tradición metafísica recobra en los escritos del
filósofo alemán una inesperada, aunque contradictoria, fortu­
na. Desde ciertos puntos de vista, el Denken que sobresale en
los trabajos posteriores al cambio de dirección es casi más me-
lafísicamente comprometido y abstractamente mistificante que
el Espíritu hegeliano. Porque si Hegel mantiene el conocimien­
to de la diferencia —a superar, claro está entre la esfera de la
contingencia (las acciones de los hombres concretos que, aun
colaborando con el Espíritu Absoluto, están sin embargo movi­
dos por las pasiones e impulsos totalmente humanos y empíri­
cos) y la esfera del Geist (que se mueve entre los bastidores del
teatro del mundo) en cambio Heidegger — parece concluir la
autora une, sin posibilidad de descartarlo, al Ser y a la histo­
ria de sus cambios, con el Pensamiento. Se trata — escribe—

de una verdadera y propia fusión de los cambios de la «His­


toria del Ser» con la actividad del pensamiento de los pensa­
dores [...]. El concepto personificado, cuya aparición espec­
tral produjo el último gran renacer de la filosofía con el
idealismo alemán, se ha encamado ahora plenamente; hay
«alguien» que expresa el significado escondido del Ser y
aporta al curso catastrófico de los acontecimientos una con­
tra corriente saludable. Ese alguien, el pensador que se ha de­
sacostumbrado a querer para «dejar-ser», es, en realidad, el
«Yo auténtico» de El ser y el tiempo que ahora escucha la lla­
mada del Ser en lugar de la llamada de la Conciencia78.

Al referirse al pensamiento que responde a la llamada del


Ser como a la única acción relevante en la historia, Heidegger
adivina la distancia entre actuar y pensar, reduciendo completa­
mente lo primero a lo segundo. Es esta total identificación de la
acción con el pensamiento lo que compromete poderosamente,

sonta la fase preparatoria para la reflexión sobre el Ser, así como esta última
tiene el significado de una obra de «desobjetivación» y de «demetafisiza-
ción» del Dasein. Por su parte Arendt, en realidad, no refuta tanto la tesis de
la continuidad interna al pensamiento heideggeriano com o más bien que se
coloque en los términos que Heidegger quiere.
7X H. Arendt, The Life o fth e Mind, cit., pág. 187. [Trad. esp.: op. cit.]
según Arendt, la radiealidad de la obra heideggeriana, recondu-
ciéndola dentro de aquella filosofía de la identidad — de la cual
Hegel es el máximo exponente79— que había querido abandonar.
Parecería pues que en su última obra y en su último cara a
cara con el pensador que «ha diseñado la fisionomía intelectual
de este siglo», la autora retomase las posturas de las que partía.
Por cuanto pueda sugerir estímulos para reconsiderar la refle­
xión filosófica distanciándola de la metafísica, el Denken de
Heidegger demuestra más de una afinidad con el Geist hegelia-
no; es decir, que representa una «recaída» en aquella ciencia de
la identidad del sujeto y objeto que lleva a identificar la única
praxis auténtica con la actividad especulativa de los filósofos.
Heidegger, al fin de cuentas, no lleva a su realización, el pro­
yecto que había motivado su investigación: romper con Platón,
con Hegel y con su «ciencia terrible».

4. Pero no es ésta la última palabra de la autora. Entre


las líneas de lo que, a primera vista, parece un sencillo ejer­
cicio hermenéutico, Arendt esconde su peculiar manera de
apropiarse de la herencia heideggeriana. En la interpretación de
«Der Spruch des Anaximander»80, efectivamente, hecha en el
capítulo mismo «La voluntad de no voluntad de Heidegger»,
proyecta, reasumiéndola en sus líneas esenciales, su propia
postura filosófica.
En la lectura «heraclitea» que Heidegger ofrece del frag­
mento de Anaximandro81 — «la sentencia más antigua del pensa­

79 Véase por ejemplo el escrito de M. Heidegger, Identitat undDifferenz,


Pfullingen, Neske, 1957, pág. 37, cuando justamente contraponiéndose a He­
gel mantiene que para él se trata de salvaguardar la diferencia en cuanto dife­
rencia [trad. esp.: Identidad y diferencia, Barcelona, Anthropos, 1988].
80 M. Heidegger, «Der Spruch des Anaximander» escrito en 1946 y reco­
gido en id., Holzwege, Frankfurt, Klostermann, 1950 [trad. esp.: «La sentencia
de Anaximandro», en Caminos del bosque, Madrid, Alianza, 1998],
81 Como es sabido el fragmento, en la traducción de Diels, dice: «A par­
tir de donde las cosas tienen el origen, hacia allí se encamina también su
perecer, según la necesidad; pues se pagan unas a otras condena y expiación
por su iniquidad según el tiempo fijado» A éste Heidegger opone, com o
«traducción más literal de lo dicho» la siguiente: «Pero a partir de donde
miento occidental»82— entrevé una versión alternativa de la «di­
ferencia ontológica»: una versión «estrechamente fenomenolo­
g ía » que alude insistentemente a otra posibilidad de especula­
ción ontológica83. En el modo heideggeriano de afrontar el tema
del surgir y del perecer de todas las cosas, están encerrados, para
ella, un nuevo significado del Ser y un realce diferente dado a los
quehaceres humanos. Afirmando que todo lo que podemos co­
nocer es un «movimiento por el cual todo surgir procede del ser
escondido y se adelanta al no ser escondido», que permanece ahí
por un poco de tiempo y luego «nuevamente viene fuera del no
ser escondido», Heidegger invierte la relación Ser-ente. Es decir,
que ya no recurriría a un Ser cuya ocultación y descubrimiento
constituye el acontecimiento originario; ese «Acontecimiento»
(|ue determina tanto la historia como Seinsvergessenheit como la
disposición de la mente del filósofo para acoger la verdad del
Ser. Es fundamental para Arendt que Heidegger haya dejado de
lado el problema de la «primacía originaria» del Ser para desta­
car el «devenir» de los seres. Ésta es la clave interpretativa con la
cual se prepara para descifrar las palabras, contenidas en «La
sentencia de Anaximandro». «Lo ente mismo no se introduce en
esa luz del Ser. El desocultamiento de lo ente, la claridad que le
ha sido concedida, oscurece la luz del Ser», efectivamente «el
Ser se sustrae en la medida en que se desencubre en lo ente»84.
Sin traer a colación paso a paso la reconstrucción arendtia­
na del texto heideggeriano que juega con el parentesco lin-
l’iiistico de verbergen (‘esconder’), bergen (‘custodiar’) y ent-

ii surgir es para las cosas, también surge hacia allí el sustraerse, según la
necesidad; pues se dan justicia y expiación unas a otras por su injusticia según
■I orden del tiempo» (M. Heidegger, Cam inos del bosque, Madrid, Alian-
• i , l 998, págs. 240 y 245). Según Arendt, que justamente ve en este escrito otra
p iusa interna en el pensamiento de Heidegger, «La sentencia de Anaximandro»
donde, si bien no se cita nunca a Hcráclito, Heidegger interpreta el fragmen­
to ile Anaximandro como si hubiese sido inspirado por Hcráclito— correspon­
de a un estado anímico nuevo del filósofo alemán que vislumbra, para una Ale­
mania derrotada por la guerra, la posibilidad de un nuevo comienzo.
M. Heidegger, Caminos del bosque, cit., pág. 239.
H. Arendt, The Life o f the Mind, cit.,págs. 188-189. [Trad. esp.: op. cit.]
M M. Heidegger, Caminos del bosque, cit., pág. 250.
tjlic un nuevo orden sustituye al anterior. Es únicamente en es-
las rupturas «epocales» donde la autenticidad — no ya la «ver­
dad» de la política se hace manifiesta.
Arendt puntualiza además que si en el comentario de la
(Sentencia de Anaximandro» Heidegger habla todavía de un
'pensamiento que, en la suspensión de la linealidad del tiempo,
u-sponde a la llamada del Ser, no se trata ya sin embargo de un
pensamiento monopolizado exclusivamente por el filósofo,
t un el fin de poner en el lenguaje la verdad del Ser. Se trata de
lili Ser que se ha hecho en parte y del que nada se puede afir-
Puesto que ahora, todo lo que el pensamiento puede hacer
i i i . i i .

es «hablar poéticamente desde el enigma del Ser»87. El carácter


enigmático de la Verdad de un Ser que se mantiene en sí mis­
mo, junto al énfasis opuesto por el fin de las existencias huma­
nas, vuelve a unir a Heidegger con la tragedia característica «de
la experiencia griega a su nivel más profundo»88.
Por encima de cualquier otra implicación deducible del en­
sayo sobre Anaximandro, para Arendt, adquiere una nueva re­
levancia la conclusión que se extrae de las consideraciones
sobre el actuar humano como un «errar». Que el «error» sea
el indicio de toda historia humana y que en este errar el Ser no
Icnga ninguna implicación es la condición que abre al pensa­
miento, también «no profesional», la posibilidad de reflexio-
ii.ii sobre el significado «en sí» de cualquier suceso en parti­
cular. Pero todavía más radical es su adhesión a la condena
pronunciada por Heidegger con respecto al «vehemente de­
seo de perseverar». Del consentimiento sin reservas acordado
.1 las palabras con las que Heidegger se pronuncia sobre aquel
..vía vía que mora» y que «insiste en su ser presente» y que
«demás se apropia de «la pretensión de sustraerse a la transi-
loriedad de su estancia», fijándose «en la obstinación de la

1,7 M. Heidegger, Caminos del bosque, cit., pág. 277, donde escribe:
, ,(.)ué ocurre si la esencia del hombre reside en pensar la verdad del Ser?
»lintonces, el pensar tendrá que hablar poéticamente desde el enigma
di'l Ser. El pensar trae la aurora de lo pensado a la proximidad de lo que
i|iicda por pensar.»
KK II. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 192. [Trad. esp.: op. cit.]
bergen ( ‘desvelar’)— , es significativo que para ella abra la
perspectiva de una liberación de los asuntos humanos. Es de­
cir, que los redime de aquella inautenticidad que en otro lu­
gar, en el mismo Heidegger, es el rasgo característico de aquel
«intervalo entre dos ausencias» en que consiste el mundo de
los hombres: esa «morada transitoria» que empieza con la
pérdida del refugio originario acordado por el Ser y termina
con su regreso a éste.
Ahora, gracias al hecho de retirar el Ser de la esfera del
ente, los entes han sido «desviados en el errar» y «este errar
constituye el reino del error [...] el espacio en el que se desplie­
ga la historia»: «Sin el errar no existiría ninguna relación de
destino a destino, no habría historia»85. En este reino del error
que justamente coincide con el reino de la historia, de lo acaba­
do, de la temporalidad — al que los hombres son lanzados—
«no hay sitio para una “Historia del Ser’’ (Seinsgeschichte) acti­
va a espaldas de los hombres agentes. El Ser, en el refugio de su
escondite, no tiene historia y “cada época de la historia del
mundo es una época de errar”»86. En el esquema heideggeria-
no — en realidad en el arendtiano proyectado en la exégesis de
la «Sentencia de Anaximandro»— hay pues, para la autora,
únicamente «errar», hay únicamente historia humana que, una
vez liberada de la pesada presencia de la Seinsgeschichte, no
tiene ya necesidad de encontrar su propio sentido y su propio
fin en otro lugar que la trascienda. Observa, además, cómo en
el continuum de tal acaecer Heidegger parece privilegiar aque­
llos momentos de transición de una época a otra, en donde
irrumpe la verdad del Ser. Si bien Arendt no hablará nunca de
una irrupción de la Verdad del Ser en la continuidad histórica el
esquema interpretativo con respecto a la historia elaborado por
la autora sigue siendo, en su estructura, análogo al heideggeria-
no. También, para ella, la linealidad temporal de los aconteci­
mientos es suspendida en esos momentos de desconcierto, en

H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 191 [trad. esp.: op. cit.],
Arendt cita de M. Heidegger, Caminos del bosque, cit., pág. 250.
86 Ibídem, pág. 192.
persistencia»89, de ese consentimiento, decíamos, emerge lo
que es más característico del pensamiento arendtiano. Quiero
decir, la denuncia del intento de huir de la temporalidad en un
pensamiento ilusorio de la permanencia (puesto en acto por
un ser cuya finitud es intranscendente).
En esta fuga consiste el auténtico acto de nacimiento de la
metafísica, bajo cuyo signo han tenido lugar las devastadoras
recaídas de la filosofía sobre la praxis humana.

3. U n a p o l ít ic a po st- h k id e g g e r ia n a

1. Antes de concluir y de afianzar la importancia que el


«descubrimiento» heideggeriano de la temporalidad reviste
para el pensamiento arendtiano, quisiera subrayar una vez más
cómo esta última confrontación de Hannah Arendt con Martin
Heidegger no nos coloca ante una propuesta interpretativa, sino
más bien ante el particular modo con el que la autora elabora la
herencia heideggeriana. Si el criterio para descifrar estas pági­
nas fuese el de la corrección hermenéutica, habría que resaltar
la arbitrariedad y la desenvoltura con las cuales se aventura en
la exégesis de los textos del filósofo alemán. No sólo nunca
aclara hasta el fondo qué significado atribuye al pensamiento
del Ser en la filosofía de El ser y el tiempo y en la posterior a
la Kehre, sino que nos deja solamente intuir que se refiere a la
Seinsgeschichte y a la historia de la Seinsvergessenheit como si
para Heidegger equivaliesen a una nostalgia para un darse del
Ser en su pleniUid. Pero sobre todo no se entiende, por mucho

89 M. I leidegger, Caminos del bosque, op. cit., pág. 264, en donde el pasa­
je dice: «Lo que mora un tiempo en cada caso se presenta como morador en el
ajuste que ajusta la presencia en la doble ausencia. Pero, como tal presente, lo
que mora un tiempo en cada caso puede precisamente, y sólo él. demorarse al
mismo tiempo en su morada. Lo que ha llegado puede incluso persistir en su
morada, únicamente para seguir siendo de ese modo más presente en el sentido
de lo permanente. Lo que mora un tiempo en cada caso se empeña en su
presencia. Por eso, se marcha fuera de su morada transitoria. Se derrama en la
obstinación de la insistencia. Ya no se vuelve hacia lo otro presente. Se ancla,
como si en eso consistiera la demora, en la permanencia del seguir existiendo.»
que se lea atentamente «La sentencia de Anaximandro» por qué
y cómo precisamente este ensayo puede representar una con­
cepción ontológica diferente y alternativa. O mejor y quizá más
correctamente, no se ve por qué motivo, lo que Arendt argu­
menta con respecto a este escrito, no pueda extenderse a mu­
chas otros momentos de la reflexión heideggeriana90.
En fin, todo esto para decir que la diferencia que Arendt des­
laca entre un Heidegger que al pensar el Ereignis todavía sigue li­
gado a aquella metafísica que quería acusar y un 1leidegger final­
mente liberado del espectro del Geist hegeliano, hay que verla
más bien como indicación de su específica situación filosófica:
colocarse junto a Heidegger, pero para intentar ir «más allá» de
I leidegger. hacer propias las grandes adquisiciones heideggeria-
i«as pero señalar al mismo tiempo la ambigüedad y las insidias
leórieas; y no lo último, utilizar los instrumentos ofrecidos por
I leidegger para deconstruir el propio pensamiento heideggeriano.
Pero a pesar de los distanciamientos manifestados hacia as­
pectos no marginales de la obra del filósofo alemán, resulta
ev idente que la autora sigue el recorrido trazado por El ser y el
tiempo. Son muchísimas las analogías que ya, en una primera
i omparación, saltan a la vista entre los dos pensadores. Antes
ile nada, y en general, les une el constatar el fin de la tradición
metafísica y la consiguiente necesidad de mirar al pasado, ya
•ea éste estrictamente filosófico o filosófico-político, con ojos
nuevos, y someterlo a las preguntas que planteen los conceptos
y las respuestas transmitidas. De la misma manera que Heideg-
jier, 1lannah Arendt también lleva una obra de deconstrucción

1,1 Una contraprueba del «arbitrio» interpretativo de Arendt se puede tener


• iiil hecho de que, por ejemplo, Derrida,en la famosa conferencia de 1968, «La
ililli-rence», lee en esas mismas páginas de «La sentencia de Anaximandro» uno
■ I.' los testimonios más aplastantes de la persistencia de Heidegger — de su no-
i ton de «diferencia ontológica»— en el interior del pensamiento meta tísico. Cfr.
i IVn ida, «La différence», en id., Marges de la philosophie, París, Minuit, 1972,
|M|". 7-30, en particular las págs. 27-29 [trad. esp.: Márgenes de la filosofía,
l.idrid. Cátedra, 1998, págs. 37-62]. Para una comparación entre Heidegger y
I »i n nía sobre la noción de la diferencia ontológica sigue siendo siempre escla-
n i i'dor el libro de G. Vattimo, Le avventure della differenza, Milán, Garzan-
ii 1980. [Trad. esp.: Las aventuras de la diferencia, Barcelona, Ed. 62, 1990.]
de la tradición filosófica: una obra de démontage que, como se
podrá observar en los capítulos sucesivos, recorre las etapas de
ese discurso filosófico hegemónico que desde Platón en ade­
lante ha olvidado progresivamente y negado lo «originario». Si
todavía para Heidegger, el pensamiento metafísico equivale a la
historia del olvido del Ser, para Arendt la filosofía política de
la Main Tradition es sustancialmente reconducible al intento
sistemático de liberarse del auténtico significado del actuar po­
lítico. Análogamente a cuanto ocurre con la Seinsgeschichte,
también en la reconstrucción arendtiana se trata de hacer resal­
tar, bajo la perspectiva de una persistente y profunda continui­
dad los momentos de las discontinuidades de época. Los reco­
dos a través de los cuales se afirma la primacía de la theoria, y
con ésta un modo de pensar el Ser sobre el modelo de la simple
presencia, corresponden en última instancia a las varias etapas
que en las obras arendtianas destacan el progresivo malentendi­
do y ocultamiento del verdadero significado de la praxis. Por
ejemplo, incluso para la autora el cogito cartesiano representa
un cambio «decisivo» en la concepción de la verdad: con ello
la verdad se ha convertido en certeza, la certeza que el sujeto
pensante intenta producir ya sea de sí mismo ya del objeto.
Además parece hacer suya la tesis heideggeriana por la cual tal
concepción de la verdad representa un cambio radical con res­
pecto a la aletheia de los griegos. Igualmente concuerda con el
hecho de que esa concepción está anticipada en la doctrina pla­
tónica, según la cual la verdad consiste en algo que el hombre no
ha determinado por sí mismo — como ocurre, de hecho, a partir
de Descartes -, pero el descubrimiento de la idea comporta ya,
sin embargo, la correcta adecuación del nous que se traducirá
posteriormente en la identidad de la verdad y la certeza.
Aunque no siempre de manera explícita91, Arendt no deja­
rá de hacer derivar de los cambios en el modo de pensar la ver­

91 El lugar donde se hace explícito este «préstamo» heideggeriano es


una conferencia inédita: H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Politi­
cal Philosophy?, Lecture, N ew School for Social Research, 1969, Library o f
Congress, Washington, Manuscripts División, «The Papers o f Hannah
Arendt», Box 40.
dad, los correspondientes cambios en el ámbito de la reflexión
sobre la política.
En fin, si para Heidegger la verdad, a partir de Platón, se
transforma de juego no distributivo de encubrimiento y de des­
cubrimiento del Ser con conocimiento seguro del ente, en nece­
saria adecuación del intelecto y de la cosa, es justamente esta
misma noción de verdad, como certeza y correspondencia, la que
impone para Arendt los propios criterios constrictivos a la praxis.
La adecuación de cosa y representación, sobre la cual la theoria
se constituye, transfiere a la praxis la propia modalidad de fun­
cionamiento, que se basa sobre el modelo de la coherencia y
sobre el principio de no contradicción; de este modo captura
y elimina los caracteres de incertidumbre y de inestabilidad
que le son característicos.
Dicho en otros términos, no se puede por menos que hacer
notar cómo el cuestionar conceptos políticos, por ejemplo, do­
minio, Estado, soberanía y representación, tenga como punto
de partida el hecho de que estos últimos profundicen sus raíces
más resistentes en el corazón mismo de la metafísica, es decir,
en aquellas categorías que fijan y ponen orden en las experien-
i ias elementales de la Lebenswelt. En esos mismos conceptos
i uestionados por la deconstrucción heideggeriana.
Para lograr cada uno sus propios objetivos, la reconstruc­
ción y la consiguiente destrucción de las nociones traídas están
ambas conducidas a fijarse en la reflexión pre-platónica, en
aquella Friihe griega, como diría Heidegger, que atestigua un
pensamiento que todavía no se ha endurecido en las formas
metafísicas tradicionales. Homero, Heródoto y Tucídides son,
para Arendt, ejemplos significativos de la valoración griega de
l.i vida activa, antes de que se estableciese la primacía de la
vida contemplativa.
Pero las analogías y los puntos de contacto no acaban en
una afinidad de carácter general. Si se quisiese seguir la vía de
uiia comparación puntual y analítica entre los contenidos de las
obras principales de Hannah Arendt y algunas temáticas elabo-
iadas por el filósofo alemán, no bastarían, en verdad estos bre-
\ ia p u n te s. En sus numerosos trabajos la autora se ha apropia­
do silenciosamente de muchas de las intuiciones heideggerianas
más relevantes: del análisis del Mitsein, contenido en El ser y el
tiempo a la necesidad de preguntarse sobre quién es el «ser»
más que preguntarse qué es lo que es; del cuestionar la época
moderna, partiendo de la crítica a la razón calculadora, a los
análisis sobre la inautenticidad de la esfera del «Yo»92.
Aunque aquí no sea posible enumerar de forma extensa las
diferentes deudas que la autora ha contraído con respecto al au­
tor de El ser y el tiempo, sin embargo uno no puede callar los
numerosos ecos que las nociones heideggerianas de mundo y
de los mortales encuentran en el interior de la obra arendtiana.
No por casualidad es éste uno de los puntos sobre el que más a
menudo la literatura crítica ha insistido, aunque quizá haya de­
jado en un segundo plano la aportación del segundo Heidegger,
para concentrarse sobre todo sobre la relevancia de la obra
maestra del 27 y de los escritos inmediatamente posteriores.
Mientras que probablemente algunas de las reflexiones conte­
nidas en La condición humana y en La vida del espíritu en­
cuentran una mayor consonancia con aquellas obras en donde
Heidegger afronta el tema de Geviert'r\
La imagen del «cuadrado» sugiere efectivamente la senci­
llez del darse del ser de las cosas, el lugar de su permanencia,
el cual no viene representado, al menos según las intenciones
de Heidegger, a través de la lógica del concepto. El mero ocu­
rrir, en el marco de los cuatro elementos — tierra y cielo, divinos
y mortales— significa antes de nada una forma de vivir el mun­
do por parte de los «mortales»: prestando atención, no transfor­
mándolo exclusivamente en un conjunto de instrumentos de los

92 En H. Arendt, La condición humana, cit., la crítica al acontecimiento


de lo «social» que ha oscurecido el verdadero significado de lo público, de­
muestra muchísimas afinidades con las críticas heideggerianas a la esfera del
«Si». La misma Arendt, en el ensayo de 1954, Concern with Politics, cit., ha­
bía escrito, a propósito de los análisis de Heidegger sobre la autenticidad del
Man: «estas descripciones fenomenológicas ofrecen todavía algunas de las
conjeturas más penetrantes de uno de los aspectos fundamentales de la so­
ciedad», pág. 023251.
93 Este argumento es tomado en consideración por J.-F. Mattei, L ’enra-
cinement ontologique, cit.
i|iie el sujeto puede disponer. En último análisis, remite a una
conducta «medida», que dé el sentido justo de ese límite que
la condición humana, en cuanto ligada a la tierra y a los otros
hombres, nos pone delante. Las palabras pronunciadas en
( ’onstruir. Habitar y Pensar («El rasgo fundamental del vivir
es este preocuparse [schonen]. Es lo que penetra en el vi­
vir en cada uno de sus aspectos. El vivir nos aparece en toda
su amplitud cuando pensamos que en el vivir reside el ser
del hombre, entendido como la permanencia de los mortales
sobre la tierra»)94 revocan con fuerza todos aquellos pasajes
en donde Arendt insiste sobre el hecho de que la condición
humana está desde siempre ligada a la tierra, o en donde la­
menta la fuga del mundo hacia el «yo», o incluso en donde
denuncia la ausencia de límite y de medida que ha llevado a
una inútil pero peligrosa revolución contra el hecho del
«dato».
Claro que para cada una de estas «correspondencias» se
podrían encontrar, como ha hecho Taminiaux, contra-argumen-
los que demuestran cuánto y en qué modo Arendt se separa de
los conceptos heideggerianos. Pero con llamar la atención, tam­
bién a través de estos pocos ejemplos, sobre algunos puntos de
contacto entre los dos autores no se quería disminuir en nada la
originalidad del pensamiento arendtiano, para situarlo en una
condición de epigonalidad subalterna con respecto al pensa­
miento de Heidegger, y aún menos se deseaba hacerlo aparecer
como una especie de «heideggerismo cotidiano». Por lo demás,
no se desconoce la grandeza y la relevancia de pensadores tales
como, por ejemplo, Gadamer o Derrida cuando se individuali­
za la condición de posibilidad de su filosofía en el horizonte
teórico abierto por Heidegger. Es más, soy de la opinión de que
paradójicamente uno se arriesga a llegar al resultado no de-
Heado de trazar un perfil no autónomo de Arendt precisamen­
te si se empeña en buscar la génesis de todos sus principales
conceptos únicamente en la voluntad de la autora de distanciar­
se y de oponerse al maestro: en fin, como si Heidegger restase

"4 M. Heidegger, Vortrage und Aufsatze, Pfullingen, Neske, 1954.


la autoridad secreta que sigue determinando, aunque sea por
oposición, toda su singular reflexión.
Lo que me urgía destacar era más bien la relevancia de un
«diálogo», de una continuidad, y no de una sencilla contraposi­
ción, entre el legado de la filosofía heideggeriana y un acerca­
miento que, como el arendtiano, a la vez que el de otros auto­
res de la segunda mitad del siglo xx, intenta dejar atrás las am­
bigüedades y las zonas de sombra de esa misma filosofía,
desplazándose, por lo menos en una declaración de intencio­
nes, a un terreno de reflexión diferente.
En el intento de desatarse de esos lazos que por el contra­
rio habían retenido a Heidegger en el interior del cuadro cate-
gorial que quería desmenuzar, Arendt se encuentra en una si­
tuación, en algunos aspectos, similar a la situación de Derri­
da95. Conscientes ambos de lo ilusorio de poder cancelar con
un único gesto esa «ciencia terrible» que es la tradición metafí­
sica, no dejan de destacar la actitud todavía «teorizante» y
«contemplativa» de Heidegger. Se puede decir que también
para Arendt, como dan fe las páginas de La vida del espíritu,
la temática de la «diferencia ontológica» entre Ser y entes siga
apareciendo prisionera, como mínimo, de una nostalgia metafí­
sica. Como si Heidegger, para decirlo junto con Derrida, inten­
tase aún responder al problema del origen recurriendo a una
«palabra única», íntegra, anterior a los sucesivos «errores» y a
las sucesivas diferenciaciones.
Como para el filósofo francés no existe y nunca ha existido
esta palabra originaria y unívoca, porque es la diferencia la que es
originaria, de igual forma, tampoco para Arendt existe un único
acontecimiento originario, no se da ningún arché, porque es la
pluralidad la que es originaria. Lo que Arendt logra pensar se con­
figura, en última instancia, como una especie de inicio anárquico,
que hace superflua cualquier tipo de pregunta sobre la verdad y
sobre el sentido del Ser: el Ser sencillamente se da y se da según
una modalidad inextricablemente ligada al ser plural. Análoga­

95 Toma en consideración la analogía entre la posición de Hannah


Arendt y la de J. Derrida también F. Fistetti, M etafísica epolítica, cit.
mente a Derrida, aunque a través de un recorrido diferente,
Arendt no se coloca, como quisiera Taminiaux y aún más Voll­
rath, en una posición simétricamente contraria a la filosofía de
Heidegger. Más bien, en continuidad con ésta, o mejor desde la
perspectiva abierta por ésta, Arendt parece querer actuar con un
«paso hacia adelante» con respecto al recorrido heideggeriano.
Pero ir más allá de Heidegger, como tendría que estar im­
plícito, significa en primer lugar señalar que el límite de la de-
construccción activado por el autor de El ser y el tiempo con­
siste en haberse detenido en el umbral de su misma filosofía.
Afectivamente, a pesar de la Kehre y del continuo rediscutir y
regresar sobre sus mismas posiciones, éste no ha conseguido
demoler hasta el fondo la noción en torno a la cual gira toda la
filosofía moderna. La dura crítica planteada a la «metafísica de
la subjetividad» se ha revelado insuficiente en llevar a su fin la
deposición de la centralidad de esa res cogitans que, poniéndo­
se como fondamentum inconcussum de todo lo real, había aca­
bado por reducir el mundo a un producto y una imagen de su
propia consciencia. En términos arendtianos, la operación de
demolición heideggeriana permanece incompleta en tanto en
cuanto ésta se niega a admitir, como constitutivo también del
propio filosofar, el límite que el mundo de las apariencias opo­
ne al pensamiento:

Puesto que no coincide con el yo real —escribe—, el yo


que piensa no tiene noción de sustraerse al mundo común de
las apariencias; desde su ángulo visual todas las cosas ocu­
rren como si lo invisible hubiese sido lo que se adelantaba,
como si las innumerables entidades que constituyen el mun­
do de las apariencias, que con su misma presencia desvían la
mente e impiden su actividad, hubiesen intencionalmente
escondido un Ser eternamente invisible que se revela a sí
mismo solamente a la mente. En otros términos, lo que para
el sentido común es un sustraerse evidente de la mente del
mundo aparece desde el punto de vista de la propia mente
como un «sustraerse del Ser» o un «olvido del Ser», el Sein-
sentzug y la Seinsvergessenheit de Heidegger96.

% H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 86. [Trad. esp.: op. cit.]
Ya preguntándose sobre la naturaleza del pensamiento, ya
distinguiendo entre «pensamiento reflexivo» y «pensamiento
que recuerda» — entre búsqueda del conocimiento seguro y bús­
queda del significado— Heidegger sin embargo no ha cuestiona­
do la propia experiencia del pensamiento. Si, por el contrario, así
lo hubiese hecho, si hubiese desmontado desde su propia raíz, en
sus elementos fenoménicos «cotidianos», la hipóstasis del Ich
Denke, se habría dado cuenta de que lo originario no es el escon­
derse o el revelarse de la Verdad del Ser, que sólo la mente del fi­
lósofo puede captar, sino que lo originario es la existencia del
mundo y de los seres que viven en ese mundo.
Salir de la metafísica, o mejor dicho, reconocer el agota­
miento de la fuerza de sus categorías y de sus distinciones, sig­
nifica también para Arendt volver a pensar en ese originario
que la «filosofía profesional» ha olvidado; significa pues refle­
xionar, sin el amparo de la theoria, rompiendo con cualquier
actitud contemplativa, sobre esa esfera de los asuntos humanos,
cuya contingencia y «fragilidad» constitutivas son la condición
de su misma libertad97. Es éste el modo arendtiano de romper
con la metafísica; es éste el modo a través del cual Arendt in­
tenta ir más allá de Heidegger.

2. Se podría pues argumentar que el intento de volver a de­


finir la política, haciéndola girar en torno a las nociones de li­
bertad, pluralidad, participación, en una palabra haciéndola
coincidir con la ausencia de dominio, entendido en el sentido
más profundo de ausencia de arché, está motivado en última
instancia por lo que podríamos llamar una preocupación «onto-
lógica»: equivale a decir de la voluntad de destituir la primacía
del Ser metafísico -que lleva a colocar lo particular bajo lo
universal, que induce a ver «lo que es» como una copia degra­

97 La referencia es al bellísimo libro de M. Nussbaum, The Fragility o f


Goodness: Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, Cambridge,
Cambridge University Press, 1986, que, en sus análisis de la tragedia griega,
concuerda, en más de un aspecto, con muchas de las tesis arendtianas. [ I rad.
esp.: La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y en la filosofía
griega, Madrid, Visor, 1995.]
dada de una «realidad verdadera» que no aparece a favor de
la primacía del significado en sí mismo de lo individual, de la
contingencia y del hecho del «dato».
Pero entonces las contradicciones que algunos intérpretes
han querido encontrar a toda costa en el pensamiento de la auto­
ra Se podrían en todo caso verificar y colocar en este nivel. Es lo
mismo que decir: a diferencia del hecho de que Hannah Arendt
repita, en varias ocasiones, que no quiere ser incluida entre los
filósofos sino más bien entre los teóricos políticos, su intento de
conceder, también por motivos ontológicos, dignidad y autono­
mía a la política queda adscrito a un gesto filosófico. Si la acu­
sación tuviese que ser formulada en estos términos, sería la mis­
ma Arendt la que nos ofrecería los argumentos para criticarla.
Me refiero al ensayo Concern with Politics y al breve escrito «On
French Existentialism»98, en los cuales, como se ha visto, admi­
tía que el existencialismo francés — de diferentes modos según
los diferentes autores— ponia, sí, finalmente la política en el
centro de la propia atención, pero no porque estuviese realmente
interesado en su efectivo funcionamiento. Los autores franceses
se habrían dirigido al ámbito de la praxis con el fin de resolver
problemas filosóficos que no habrían podido confrontar adecua­
damente en términos sencillos de filosofía. En pocas palabras, la
filosofía del existencialismo habría sido demasiado política para
ser eficaz a nivel teórico y su política habría sido demasiado fi­
losófica para lograr constituirse en nueva ciencia política.
Tendríamos materia suficiente para estar tentados de dirigir
a la propia Arendt la crítica suscitada por ella a los filósofos pa­
risinos. No obstante, antes de pronunciar este veredicto, es ne­
cesario quizá precisar que las valoraciones del existencialismo
francés están argumentadas precisamente a partir de ese signi­
ficado dado a dos términos, filosofía y política, que Arendt
quería subvertir. A pesar de sus intenciones «revolucionarias»
tanto en política como en filosofía, los pensadores franceses
permanecen contradictoriamente prisioneros del contenido tra­

98 H. Arendt, «On French Existentialism», The N ation, 2 de lebrero


de 1945, págs. 226-228.
dicional ya sea de la noción de política ya sea de la de filoso­
fía. Mientras en la intención de Arendt las dos palabras, en un
juego de clarificación y de deconstrucción recíproco, tenderían
a recubrir contenidos semánticos diferentes de los vehiculados
por la tradición, de aquellos, al fin de cuentas, todavía adscribi-
bles al pensamiento de Sartre, de Malraux, de Merleau-Ponty y
también de Camus. Como se intentará demostrar, en Arendt, la
pesquisa filosófica, y sería mejor decir la «actividad del pensa­
miento», ya no quiere coincidir con la actitud contemplativa
de aquello que «es desde siempre y por siempre». La filosofía
— si todavía queremos utilizar este término— simboliza más
bien esa particular actitud que reconoce el consumirse de la
metafísica y desea dejar atrás las pesadas hipotecas de sus cate­
gorías. Que lo logre o no no es en estos momentos relevante.
Sin embargo, es importante observar que, actuando de esta ma­
nera, la filosofía se convierte en el punto de perspectiva exter­
no al discurso político tradicional, la perspectiva con la que
«desmontar» tal discurso, desenmascarando las dinámicas a
través de las cuales se ha constituido y se ha convertido en do­
minante en nuestra tradición de pensamiento. Pero lo político
a su vez— , gracias al inédito significado que le es conferido,
gracias, es decir, a su irreductibilidad a los conceptos políticos
transmitidos, es considerado como instrumento para poner ra­
dicalmente bajo acusación la historia misma de la metafísica.
En fin, lo político así entendido — en su fenomenicidad plura­
lidad y contingencia— es lo que viene antes de las «jerarquiza-
ciones» metafísicas, lo que cualquier traducción, realizada por
los instrumentos conceptuales de estas últimas, desvela.
Éste es el pensamiento de lo originario que, sin dudarlo, la
autora inscribe en la perspectiva abierta por Heidegger. Efecti­
vamente, pensar en la política — en esta política como en lo
originario significa abrirla a una comprensión que no aleja,
como lo han hecho sin embargo la metafísica y la política me­
tafísica, la relación constitutiva de la realidad con la temporali­
dad; quiere hacer suyo, como adquisición imprescindible, el
«descubrimiento» de que — para decirlo en términos de Hei­
degger el ser no puede ya ser pensado «en el tiempo» y «en
oposición al tiempo», sino «como tiempo». Solamente que, para
Arendt, Heidegger permanece sujeto a su misma intuición: en
el requerimiento de acoger y de secundar el Ereignis, el De li­
ben se entrega, resignado, a la necesidad devoradora de la Zeit-
lichkeit. La acción y el juicio arendtianos, aun en la conciencia
melancólica de saber la imposibilidad de contrastar duradera-
ilíente la temporalidad, intentan combatirla, al menos por un
instante: un instante suficiente para no entregarse totalmente
desarmados a la corriente temporal, que lo arrastra todo. Ese
instante suficiente para instaurar o para captar un significado.
SEGUNDA PARTE
La «culpa» de la tradición filosófico-política

1. Si Hannah Arendt ha declarado que se situaba abierta­


mente, como reconoce en La vida del espíritu, «entre aquellos
c|ue desde algún tiempo a esta parte han intentado demoler la
metafísica (con la filosofía y todas sus categorías)», tal obra de
deconstrucción es para ella únicamente factible «si actúa afir­
mando que el hilo de la tradición se ha quebrado y no se podrá
ya reanudar»1. En otros términos, si su postura filosófica es
;idscribible al horizonte abierto por la perspectiva heideggeria-
na, hay que recordar lo que ha sido una experiencia decisiva
para orientar su reflexión: la experiencia del totalitarismo.
Reconocer el fin de la tradición (una admisión que justa­
mente vincula a Hannah Arendt al número de los pensadores
que retoman la herencia heideggeriana) sólo representa efectiva­
mente para ella únicamente el asumir un punto de vista teórico,
una salida que deba descifrarse en los mensajes que transmiten
la filosofía y la historia de las ideas. La pérdida de una conti­
nuidad con respecto al pasado es en primer lugar «un dato de

1 H. Arendt, The Life ofthe Mind, cit., pág. 212. [Trad. esp.: op. cit.] La au-
lora retoma aquí una tesis ya desarrollada en muchos de los escritos preceden-
Ics; en particular en la premisa a Between Past and Future, cit., págs. 3-15 [trad.
esp.: Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996].
hecho» que pertenece «a nuestra historia política, a la historia
de nuestro mundo»2. Si representa una ocasión única que se
ofrece al pensamiento — la de «mirar al pasado con ojos nue­
vos, libres de la carga y de la constricción de cualquier tradi­
ción y disponer así de un enorme patrimonio de experiencias
inmediatas, sin estar vinculados con ninguna prescripción so­
bre cómo tratar semejantes tesoros»3— , tal apertura de posibi­
lidad no coincide únicamente con el certificado de muerte que
la filosofía extiende sobre sí misma. Porque «mirar al pasado
con una mirada que ninguna tradición puede desviar»4 no es
más que la otra cara de ese acontecimiento traumático y de su
época «que ha transgredido la continuidad de la historia de Oc­
cidente»5. Antes que cualquier adhesión filosófica a tal o tal
corriente es pues el hecho concreto del totalitarismo, «cuyos
actos han pulverizado literalmente las categorías de nuestro
pensamiento político y nuestros criterios de juicio moral»6, lo
que induce a Hannah Arendt a poner en duda el legado de la
tradición filosófica y política.
El colapso de todo un patrimonio conceptual ofrece pues el
«beneficio secundario» de una libertad, de una «ausencia de pres­
cripción» que logra recuperar, arrancando de su contexto, algu­
nos «tesoros» que la tradición ha tenido escondidos entre las lí­
neas del propio discurso hegemónico. Son aquellos fragmentos
que, una vez descontextualizados, parecen indicar otras posibili­
dades con respecto a las que se han convertido, en cambio, en ac­
tuales en la cultura occidental. Es éste el caso, por ejemplo, de la
famosa afirmación del De civitate Dei, «Initium ut esset, creatus
est homo», utilizada por Arendt para expresar el potencial inno-
vativo que toda acción humana lleva consigo; del «Dos-en-Uno»
socrático-platónico — el diálogo de uno mismo consigo mis­

2 Ibídem. [Trac , esp.: op. cit.]


3 Ibídem, pág. 12. [Trad. esp.: op. c i t]
4 H. Arendt, «Tradition and the Modem A ge», en id., Between Past and
Future, cit., pág. 28. [Trad. esp.: Entre el pasado y el futuro, op. cit.]
5 Ibídem, pág. 26. [Trad. esp.: op. cit.]
6 H. Arendt, «Understanding and Politics», Partisan Review, X X , núme­
ro 4, 1953, págs. 377-392.
mo— sobre el que se construye la hipótesis de un pensamien­
to no solipsista; de algunas indicaciones preciosas de la Ter­
cera Crítica kantiana, que permiten al juicio echar anclas en
el «sentido común» y en la «mentalidad amplia». Tal libertad
le permitió además «redescubrir» el alcance anti-filosófico
de «escritores políticos» tales como Maquiavelo, Montes­
quieu y Tocqueville que se han fijado en la praxis sin intentar
«extraer» las leyes del ámbito metafísico. También le con­
siente sacar a la luz desde una historia política recorrida por
la presencia de un dominio siempre más compacto y pe­
netrante, esos momentos corales de ruptura del orden vigente,
esas revueltas «anárquicas», como son las revoluciones o los
movimientos conciliares.
Pero el silencio que acompaña el hundimiento de la tradición
genera en la autora una actitud teórica que está lejos de conten­
tarse con los paseos del fláneur benjaminiano entre los escom­
bros de la historia. Dicho de otra manera, el totalitarismo obliga
a una modalidad de comparación con el pasado mucho más sis­
temática y bastante menos «casual» de cuanto la autora lo admi­
ta. El pasado está incesantemente interpelado desde Los orígenes
del totalitarismo a La vida del espíritu, e interrogado de mane­
ra casi obsesiva sobre sus posibles indicaciones en el ámbito to­
talitario. Arendt no solamente indaga el pasado político, como
cuando en Los orígenes del totalitarismo intenta localizar aque­
llos elementos que por lo menos a partir del siglo xrx, recorren
la historia europea hasta «cristalizarse» en el nazismo y en el
estalinismo, o como cuando en Sobre la revolución cita ajuicio a
la Revolución Francesa y a sus dinámicas, que ya vaticinan las
del siglo xx. Pero interroga también y quizás sobre todo el pasa­
do filosófico y más en particular el pasado de la filosofía política.
En primer lugar todo esto es cuestionado en la medida en que
sus categorías no están en situación de responder de la «aterrado­
ra originalidad» del fenómeno totalitario. Este último, efectiva­
mente, ha hecho explotar los presupuestos sobre los cuales se
basaban las tradicionales distinciones entre las formas de go­
bierno «rectas» y las formas de gobierno «degeneradas»: «Ha
demolido la alternativa sobre la que se han basado todas las de­
finiciones de la esencia de los gobiernos en la filosofía políti­
ca, la alternativa entre el gobierno legal y gobierno ilegal, entre
poder arbitrario y poder legitimo»7. El totalitarismo no puede
explicarse, según Arendt, ni como simple dictadura ni como
despotismo. Pero más que denunciar este fallo explicativo, es
decir, el hecho de que la filosofía y el pensamiento político se
han demostrado y se demuestran incapaces de hacer frente teó­
ricamente al fenómeno totalitario, Arendt está interesada en in­
terrogar la filosofía política — desde Platón hasta Marx para
que cumpla sus responsabilidades con respecto al totalitarismo.
Estoy convencida de que, aunque rara vez declarado abierta­
mente, el objetivo que da unidad a gran parte de la obra arend­
tiana es el de responder radicalmente a interrogantes como los
siguientes: ¿qué tipo de relación entre teoría y praxis penetra en
las dinámicas totalitarias? ¿Qué persistencias de la tradición fi-
losófico-política terminan por encontrar una paradójica inclu­
sión en el universo totalitario?
Solamente se puede adelantar que, según Arendt, la rela­
ción entre filosofía y política va más allá de un límite decisivo
con el nazismo y el estalinismo: ese límite, más allá del cual la
filosofía política se había mantenido hasta aquel momento,
más allá del cual algunas de las categorías filosóficas más ha­
bituales pierden su carácter de puras abstracciones para conver­
tirse en realidad. Como si el totalitarismo fuese, entre otras co­
sas, el punto de conversión en donde por vías de una variabili­
dad enloquecida, la bimilenaria relación teoría-praxis se invierte
y pasa un umbral nunca cruzado antes de aquel momento. Es­
toy convencida de que es justamente a partir de esta convicción
cuando Arendt, gracias a adquisiciones propias del patrimonio
filosófico heideggeriano, es empujada a desenredar la larga ex­
periencia de las problemáticas relaciones entre metafísica y po­
lítica.
Esto no quiere decir que Arendt, en contra de la letra de sus
propias afirmaciones, establezca un nexo casual directo entre
filosofía y totalitarismo, ni que desmienta abiertamente el re­

7 H. Arendt, The Origins o f Totalitarianism, cit., pág. 461. [Trad. esp.:


Los orígenes del totalitarismo, 3 vols., Madrid, Alianza, 1982.]
querimiento afirmado por ella varias veces de querer proceder
al análisis del fenómeno totalitario partiendo «de hechos y de
acontecimientos concretos, en vez de afinidades e influencias
espirituales»8. Sería un error creer que en última instancia la
autora termine cediendo a un determinismo que individualiza
en el nazismo y en el estalinismo el resultado final de un único
recorrido, la traducción lineal en realidad de algunas abstrac­
ciones y de algunos conceptos filosóficos. En fin, para Arendt
el fenómeno totalitario no es la salida necesaria de una «dialéc­
tica del iluminismo», el simple darse a conocer de lo que ya es­
taba implícito desde la Odisea en la racionalidad instrumental
ile nuestra cultura occidental. No se trata efectivamente de una
demonización tout court de la razón calculadora, cuyas tenden­
cias al final se invierten con el regreso del mito y de la magia.
Ni siquiera Arendt localiza junto con Popper aquella vía que
desde Platón a través de Hegel y Marx lleva a la ruptura total de
la sociedad. Además rechaza firmemente aquellas interpreta­
ciones — y sin embargo sus reflexiones se aproximan más de
una vez a ellas que vislumbran en el totalitarismo la meta fi­
nal de un proceso de progresiva «inmanentización». Me refie­
ro sobre todo a las tesis de Eric Voegelin, que comparte con los
pensadores de la escuela de Frankfurt y con Leo Strauss la con­
vicción según la cual los campos de exterminio son el inevita­
ble epílogo de las dinámicas de la ratio instrumental moderna
pero que, a diferencia de Horkheimer y Adorno, explica el na­
zismo y el estalinismo como un progresivo venir a menos de la
transcendencia9. Para Voegelin, en particular, el totalitarismo

8 En respuesta a la reseña hecha por E. Voegelin al libro The Origins o f


Totalitarianism (The Review o f Politics, XV, núm. 1, 1953, págs. 68-75)
11. Arendt publica «A Reply», siempre en The Re\’iew o f Politics, XV núm. 1,
1953, págs. 76-84, pág. 80.
9 Véanse en particular las obras de E. Voegelin, The New Science o f Poli­
tics. An Introduction, Chicago, The University Chicago Press, 1952; id.,
Anamnesis. Zur Theorie der Geschichte und Politik. Munich, Pieper, 1966.
I Ina interpretación que muestra muchos puntos de convergencia con la de
Voegelin es la lectura del totalitarismo dada por A. del Noce, 11 problema
dell'ateismo, Bolonia, 11 Mulino, 1964.
del siglo x x y las ideologías que lo sustancian representan la
cumbre del «sectarismo inmanentista» del alto medioevo10.
Comunismo y nazismo no serían pues más que formas de «he­
rejías seculares», sustitutos perversos de la verdadera religión,
pruebas indirectas, por otra parte, de la perenne necesidad hu­
mana de religiosidad.
Es justamente en la polémica con Eric Voegelin, ocurrida
en 1953 y plasmada en las páginas de la Review o f Politics,
donde Arendt aclara cómo a su entender todos los acercamien­
tos «esencialistas», a punto de descubrir presuntas «esencias
atemporales» que se revelarían en la historia, se desvían y obs­
truyen en la real comprensión de lo específico de los aconteci­
mientos. Por su parte afirma no haber buscado «una revelaciórii
gradual de la esencia del totalitarismo» pues a su entender
«esta esencia (...) no existe antes de haber sido conocida»11.

10 E. Voegelin, The New Science o f Politics. An Introduction, op. cit.


11 H. Arendt, «A Reply», cit., pág. 80. La autora observa: «Lo que no
tiene precedentes en el totalitarismo no es principalmente su contenido
ideológico, sino el acontecim iento mismo del poder totalitario. Esto se pue­
de entender claramente si admitimos que las consecuencias de sus políticas
han hecho explotar las categorías tradicionales del pensamiento político (el
poder totalitario es diferente de todas las formas de tiranía y de despotismo
que conocem os), y los criterios del juicio moral (los crímenes totalitarios
están descritos de modo bastante inadecuado com o “asesinos” y los crimi­
nales totalitarios pueden ser difícilmente castigados com o “asesinos”). El
señor Voegelin parece pensar que el totalitarismo es solamente la otra cara
del liberalismo, del positivismo y del pragmatismo. Pero concuerde o no
con el liberalismo (y yo puedo decir aquí con casi absoluta certeza que no
soy ni una liberal ni una positivista ni una pragmatista), el caso es que los
liberales no son claramente totalitarios. Esto, naturalmente, no excluye el
hecho de que hay también elem entos liberales o positivistas que se ofrecen
al pensamiento totalitario, pero tales afinidades significarían solamente
que se deben trazar distinciones aún más claras, a causa del hecho de que
los liberales no son totalitarios. Espero no insistir indebidamente sobre
este punto. Para mí es importante porque creo que lo que distingue mi
planteamiento del que sostiene el profesor Voegelin es que yo procedo de
hechos y de acontecimientos en lugar de afinidades y de influencias espi­
rituales. Esto es quizás un poco difícil de atisbar porque estoy naturalmen­
te muy interesada en las im plicaciones y los cambios filosóficos de la auto-
interpretación espiritual. Pero esto, claro, no significa que yo haya des-
Sin embargo, no podemos dejar de constatar como mínimo
cómo la propia Arendt, aunque a un nivel más profundo y con
un procedimiento menos lineal, va a la búsqueda de algunas
constantes filosófico-políticas que, si bien por motivos contin­
gentes y no por un imperativo histórico o por un destino, aban­
donan su inocuo papel de abstracciones conceptuales para ser
realizadas «mortíferamente» en la praxis totalitaria. Aunque el
totalitarismo no esté inscrito en el código genético de la filoso-
lia occidental y no represente el destino al que la ratio inevita­
blemente lleva, es sin embargo cierto que no está explicado por
la autora sólo a través del análisis de sus componentes históri­
cos y sociales.
El fenómeno totalitario es más bien afrontado por Arendt
también filosóficamente y, a su vez, este tipo de interpretación
filosófica del nazismo y del estalinismo retroactúa sobre el
modo en el que viene reconstruida y deconstruida toda la expe­
riencia de la historia de la metafísica y de la «metafísica políti­
ca». En Los orígenes del totalitarismo es efectivamente posible
extirpar lo que podremos definir como la «metapolítica» del to­
talitarismo: el conjunto de todos los elementos lato sensu ideo­
lógicos, no sólo aquellos abiertamente expresados por la propa­
ganda que dan forma a la así llamada «mentalidad totalitaria».
I .ntre estos aspectos metapolíticos del acontecimiento en una
época concreta del siglo x x y de algunos asuntos de fondo de
la filosofía, se individualiza aquella circularidad en virtud de la
cual la «mentalidad totalitaria», si no resulta ser el producto de
la filosofía, aparece sin embargo como una posibilidad que la
metafísica ofrece. En definitiva el análisis de los rasgos distin­
tivos de la «metapolítica» del totalitarismo un análisis desde

crito “una revelación gradual de la esencia del totalitarismo, de sus formas


incipientes en el siglo xvm y de aquellas plenamente desarrolladas”, por­
que esta esencia no existe antes de ser conocida. Por ello hablo de “ele­
mentos” que al final se cristalizan en el totalitarismo, algunos de los cua­
les se pueden hallar en el siglo xvm , otros incluso quizá más atrás (aunque
yo dudaría de la teoría personal de Voegelin, según la cual la “subida del
sectarismo immanentista” del m edioevo tardío habría concluido finalmen­
te en el totalitarismo).»
muchos puntos de vista ya señalado por la enseñanza heidegge-
riana— retroactúa sobre la actitud hermenéutica arendtiana y la
predispone de esta manera a buscar en la Great Tradition aque­
llas dinámicas que potencialmente, y no necesariamente, son
totalitarias12.

2. No es pues una casualidad y ni siquiera algo excesiva­


mente forzado que Arendt retome aquellas recientes interpreta­
ciones filosóficas del totalitarismo por las cuales éste — y de
modo particular el nacional-socialismo— representa algo ab­
solutamente «nuevo» pero al mismo tiempo es la conclusión de
algunas de las dinámicas de fondo de la filosofía occidental.
Me refiero a las tesis de autores como Jean-Luc Nancy, Philip-
pe Lacoue-Labarthe y desde ciertos puntos de vista las de Jean-
Francois Lyotard13. En cierto sentido, éstos extraen las conse­
cuencias extremas del discurso arendtiano, haciéndolo quizá
también hablar ahí donde ocultaba entre líneas sus propias con­
clusiones más radicales. Por este motivo es probablemente útil,
con objeto de esclarecer la postura de Hannah Arendt con res­
pecto a la relación entre totalitarismo y filosofía, extendernos
un poco sobre el modo en que estos autores franceses leen el na­
zismo14. Lacoue-Labarthe y Nancy individualizan en los campos

12 Véase en particular H. Arendt, «Understanding and Politics», cit.,


pág. 379, en donde se lee: «Dado que los movimientos totalitarios han apa­
recido en un mundo no totalitario (cristalizando elementos presentes en él
porque los gobiernos totalitarios no han caído del cielo), el proceso de la
comprensión es claramente, y quizás sustancialmente, un proceso de auto-
comprensión. »
13 Los escritos de estos autores a los que hago referencia son sobre todo:
P. Lacoue-Labarthe, La fiction du politique, París, Christian Bourgois Editeur,
1987; J.-L. Nancy, La communauté désoeuvrée, París, Christian Bourgois
Editeur, 1990; J.-L. Nancy y P. Lacoue-Labarthe, Le m ythe nazi, París,
Editions de l’Aube, 1991; J.-F. Lyotard, H eidegger et les «juifs», París, Ga-
lilée, 1988.
14 Para Nancy y Lacoue-Labarthe no se pueden poner al mismo nivel,
sin hacer distinciones significativas, el nazismo y el estalinismo. El estalinis­
mo, para estos autores, no presupone necesariamente la eliminación siste­
mática, sobre una base racial, y al mismo tiempo altamente simbólica, de los
«hebreos».
de exterminio y más exactamente en la práctica del aniqui­
lamiento sistemático de los «judíos» («judíos» son, como tam­
bién para Lyotard todos los que se salen de los parámetros ra­
cistas o clasistas establecidos por la humanidad) el quid que
hace irreductible el totalitarismo a cualquier fenómeno político
del pasado. Esta «absoluta novedad» no es sin embargo única­
mente la manifestación de una extraña «patología», sino el
«desvelamiento» de aquella verdad que la política y la filosofía,
ile nuestra tradición habían custodiado. Sí, porque «el extermi­
nio es para Occidente la terrible revelación de su esencia»15: los
lager son el lugar en donde se realiza el «nihilismo realizado». Si
I )ios y con Él los criterios y las leyes a las cuales la humanidad
se ha atenido durante dos mil años han muerto en Auschwitz,
es entonces del todo consecuente que el nazismo esté conside­
rado como el acontecimiento que señala la verdadera y propia
ruptura histórica que debemos confrontar. El totalitarismo en­
tonces asume el significado de «discontinuidad dentro de un
momento dado». Es éste el lugar en donde el tiempo se detiene
puesto que ahí permanece la propia continuidad de nuestra tra­
dición, bruscamente interrumpida por la paradójica irrupción
de sus propias dinámicas16. El nazismo equivale a lo que los
griegos llamaban un pecado de hybris: se hace portador de la,
«desmesura».
¿Pero cuál es la «medida» sobrepasada por el nazismo?
() mejor dicho: ¿cuánta voluntad de hybris nuestra tradición ha
custodiado durante siglos en su mismo interior para consumir­
la y hacerla explícita solamente en el Tercer Reich? Para estos
autores la respuesta reside en la nihilista obstinación por sobre­

15 P. Lacoue-Labarthe, La fiction du politique, cit.


16 Para consentir en las razones, en términos filosóficos, del nacional-
socialismo estos autores recurren también a categorías estéticas. Por ejem­
plo, la noción de «ruptura» utilizada por Hólderlin: esa «interrupción con-
Irnrritmica» de la andadura de la tragedia, ese momento que vuelve al
equilibrio, una vez que el conflicto trágico ha alcanzado su propio clímax.
I as afinidades con la interpretación del totalitarismo arendtiano se hacen
evidentísimas sobre todo en P. Lacoue-Labarthe y J.-L. Nancy, Le mythe
nazi. cit.
pasar y negar la ley de lo finito y con ésta el mundo, entendido
como una red de relaciones recíprocamente limítrofes en don­
de estamos insertados, y no como un conjunto de entes mani­
p u la re s por la voluntad humana. En el nacionalsocialismo se
ha intentado pues por primera vez traducir en acto lo que hasta
entonces había quedado como un «sueño», precisamente el
sueño de la tradición metafísica: la exigencia del sujeto de eri­
girse como último fundamento, señor único de toda la realidad.
Tal exigencia que conlleva consigo mismo la negación de la
pluralidad, de la diferencia y de la contingencia, manifiesta toda
su potencialidad verdaderamente nihilista solamente en los
campos de exterminio. Como escribe Lacoue-Labarthe, la «des­
mesura» y la «ruptura histórica» destacadas por el nazismo resi­
den en el hecho de que en él «encuentran su salida propiamente
operativa» la infinitización y la absolutización del sujeto que
están en la base de la metafísica17. Indisociable de esta subjeti­
vidad metafísica, su correspondiente político es la voluntad de
realizar, basándose en la «idea», una comunidad considerada
como producto de la obra constructiva de los hombres. El tema
de la ciudad y posteriormente del Estado como obra de arte,
como producto del artificio humano, es pues el motivo que a
partir de Platón se constituye como discurso dominante de la fi­
losofía política occidental. Es decisivo el hecho de que en la
Edad Moderna éste se conjugue perfectamente, casi como si
fuese su desenlace natural, con la «filosofía de la historia» de la
tradición alemana. En la perspectiva teleológica del desarrollo
histórico, «poner en marcha», construir, la comunidad política
asume el significado de abrirse a la necesidad de realizar lo que
el proceso histórico llevaba in nuce dentro de sí mismo.

17 P. Lacoue-Labarthe, La fictio n du politique, cit.: «La infinitización


y la absolutización del individuo que está en el origen de la m etafísica de
los m odernos encuentra aquí su salida propiamente operativa: la com uni­
dad en la obra y en el trabajo [...] se obra, si se puede decir así, y se traba­
ja ella misma, cum pliendo de tal m odo el proceso subjetivo por excelen­
cia, es decir el proceso de auto-formación y de auto-producción.» Bastan­
te parecida es la posición de J.-F. Lyotard, H eidegger et les «juifs», París,
Galilée, 1988.
Absolutización del individuo; «proyectualidad» y «artifi-
cialidad» que vuelven a establecer «la unión» de los hombres;
abolición de la pluralidad y de la diferencia constitutivas del
mundo; perspectiva procesual característica de las filosofías de
la historia. Se puede decir que son éstos los elementos que ta­
les interpretaciones identifican como los rasgos constitutivos
de la metafísica que abandonan su status de puras abstraccio­
nes de pensamiento para convertirse, «monstruosamente»
concretos, en el nacionalsocialismo. Dejadas aparte algunas
consideraciones que se aprovechan de categorías estéticas — la
política totalitaria como ficción o como ontotipología18— me
parece que los argumentos utilizados por Lacoue-Labarthe y
por Nancy, dando cuenta del nazismo en términos de «nihilis­
mo realizado», resumen de manera verdaderamente eficaz tal
amalgama de ideas, nunca ordenadamente expuestas, que rela­
cionan, en la reflexión arendtiana, el totalitarismo con la meta-
lisica y con la historia de la filosofía política. Una conexión
(|iie afirma que también para Arendt una de las más significa-
livas claves de lectura del totalitarismo es la que recoge la espe­
cificidad de la paradójica reunión, dentro de sus dinámicas, de
idea y realidad.
Ya en las páginas finales de la primera edición de Los orí­
genes del totalitarismo, pero sobre todo en «Ideology and
Terror: A Novel Form o f Government» de 1953,y, es fácil dis­
tinguir los elementos que configuran la constelación «metapo-
lilica» del totalitarismo. Sus raíces tienen ahora que anclarse en
una capa mucho más profunda que ésa en la que se situaban, en
cambio, los acontecimientos históricos que habían sido identi-
I icados, en las primeras partes de la edición de 1951, como los
responsables indirectos del nazismo y del estalinismo. Más que

IK Lacoue-Labarthe y Nancy hablan de la política totalitaria com o fic -


i ion y com o ontotipología: ese referirse a un modelo, el modelo por ejemplo
ofrecido por la Grecia clásica, animados por la voluntad no de dar vida a una
sencilla transcripción sino de realizarlo en su versión más auténtica.
1,1 El ensayo apareció por primera vez en Review o f Politics, XV, núm. 3,
I '>53, págs. 303-327, y ha sido incluido com o conclusión de la nueva edición
de 1958 de The Origins o f Totalitañanism, cit., págs. 460-479. [Trad. esp.:
I os orígenes del totalitarismo, op. cit.]
recapitular el papel desempeñado por el antisemitismo, desde
el hundimiento del estado nacional, del racismo, de la expan­
sión imperialista, Arendt parece aquí interesada en captar algo
que no duda en definir como la «verdadera naturaleza» del tota­
litarismo, «verdadera naturaleza» que no es identificable ha­
ciendo solamente referencia a la interacción de esos fenómenos
y de tales acontecimientos20. Esquematizando, ésta aparece como
una nefasta combinación de determinismo y de hybris, una ab-
solutización nihilista del homo faber que arrastra hacia la total
desvalorización del mundo y de la naturaleza, hacia el desprecio
radical con respecto a los límites que la realidad impone.
En el poder totalitario se encuentran — potenciándose recí­
procamente— el delirio subjetivista de la metafísica moderna,
según el cual «todo es posible», y la mentalidad evolucionista-
procesualista de la modernidad tardía, que rechaza considerar y
aceptar «cualquier cosa así como es» para interpretar «todo
como simple estado de un ulterior desarrollo». En los regíme­
nes totalitarios cualquier cosa es posible, también el transfor­
mar la naturaleza del hombre: basta ponerse de acuerdo con
«aquellas irresistibles leyes del movimiento» — la Naturaleza y
la Historia que determinan la vida de los individuos particu­
lares.
Entonces en el totalitarismo «no está en juego el sufrimien­
to, del que ha habido siempre demasiado en la tierra, ni el nú­
mero de las víctimas, está en juego la naturaleza humana en
cuanto tal»21. La «metapolítica totalitaria», haciéndose fuerte
por la llamada al poder de las leyes de la Naturaleza y de la His­
toria, se dirige a transformar la naturaleza humana que, en sus
datos, se opone al proceso totalitario. Se trata, efectivamente,
de construir una nueva naturaleza del hombre de la que se ex-

20 Arendt había afrontado ampliamente el problema de la «naturaleza»


del totalitarismo, desde un punto de vista teórico y no histórico, en un escrito
inédito cuyo título es On the Nature o f Totalitarianism: Essay in Understand-
ing, 1952-1953, Library o f Congress, Washington, Manuscripts División,
«The Papers o f Hannah Arendt», box 69, de donde se extrajo luego el ensa­
yo sobre «Ideology and Terror», y el artículo «Understanding and Politics».
21 H. Arendt, The Origins o f Totalitarianism, cit., pág. 459. [Trad. esp.:
op. cit.]
tirpe cada rasgo que no se someta a una ley universal/Gracias
sobre todo a los campos de concentración — verdaderos «labo­
ratorios en donde se intenta poner en práctica la creencia fun­
damental según la cual todo es posible»22— se realiza final­
mente el proyecto de una única Humanidad indistinguible en
‘sus múltiples miembros. Lo que era una pura abstracción del
pensamiento, una hipóstasis que desempeñaba el papel de suje­
to colectivo en las filosofías de la historia de los siglos xvm
y xix, en Auschwitz deja de ser una ficción. En los campos de
exterminio, los seres humanos se han convertido verdadera-.
mente en meros ejemplares intercambiables de la especie. Re­
ducidos a un haz de necesidades biológicas, pierden la impre-
visibilidad y la diferencia que son la consecuencia de la liber­
tad y del hecho de que «no el Hombre, sino los hombres viven
en la tierra».
Todo esto se obtiene gracias al terror, «la esencia del po­
der totalitario»23, que «agolpando a los hombres unos contra
otros [...] destruye el espacio entre ellos» y precisamente «sus­
tituye a los límites y a los canales de comunicación entre los
individuos, un vínculo de hierro, que los tiene así estrecha­
mente unidos hasta hacer desaparecer su pluralidad en un úni­
co Hombre de gigantescas dimensiones»24. Con este instru­
mento el totalitarismo logra enteramente su propósito: «Elimi­
nar los individuos por la especie, sacrificar las partes por el
todo.» Porque si «el régimen totalitario pretende llevar a efec­
to la ley de la Historia y de la Naturaleza»25 su proceso no pue­
de ser entorpecido por la libertad y por la contingencia que
toda acción, todo nuevo inicio, lleva consigo. «La fúerza so­
brehumana de la Naturaleza o de la Historia tiene un propio
inicio y un propio fin y puede por ello encontrarse obstaculizada
únicamente por el nuevo inicio y por el fin individual que se
origina por la vida de cada ser humano»26.

22 Ibídem, pág. 414.


23 Ibídem, pág. 465.
24 Ibídem, pág. 465.
25 Ibídem, págs. 461-462.
26 Ibídem, pág. 465.
Para que todos tomen parte en este delirio colectivo, se
hace necesaria la elaboración de un «supersentido ideológico».
Si el análisis del terror como dispositivo dirigido a acelerar el
proceso de la Naturaleza y de la Historia tiene como referente
filosófico polémico las filosofías dialécticas de la historia, so­
breentendiendo el análisis de la ideología y de la mentalidad to­
talitaria, se está en condiciones favorables de vislumbrar un
ataque más general al funcionamiento total de la metafísica.
En el totalitarismo pues no están implícitas solamente las filo­
sofías dialécticas, sino la misma construcción lógica del con­
cepto por el cual se rige la metafísica. Efectivamente, para
Arendt la ideología totalitaria ñinciona exclusivamente basán­
dose en la coherencia lógica. El imperativo que la domina es el
de hacer entrar dentro de los rígidos eslabones del concepto
toda la realidad: no solamente el presente con sus infinitas con­
tradicciones sino también el pasado, incluso a costa de volver­
lo a escribir, y el futuro, con el fin de cancelar su imprevisibili-
dad. Es decir, que a través de la ideología se intenta que el
sistema se vuelva totalmente impermeable frente a la refuta­
ción de lo real; y si lo que ocurre, ha ocurrido o lo que ocurri­
rá contradice el presupuesto ideológico, son los hechos, y no tal
presupuesto, los que hay que cambiar.
Vale la pena dejar hablar al texto arendtiano en algunos de
sus pasajes cruciales: «Una ideología es literalmente lo que su
nombre indica: es la lógica de una idea [...]. La ideología trata
el transcurso de los acontecimientos como si siguiese la misma
“ley” de la exposición lógica de su “idea”. Esta pretende cono­
cer los misterios de todo el proceso histórico los secretos del
pasado, los enredos del presente, las inseguridades del futuro—
en virtud de la lógica inherente a su “idea”»27. Y también: «Se
supone que el movimiento de la historia y el proceso lógico del
concepto corresponden el uno al otro, de modo que todo cuanto
ocurre, ocurre según la lógica de la “idea”. En todo caso el úni­
co movimiento posible en el reino de la lógica es el proceso de

27 Ibídem, pág. 469.

122
deducción de una suposición»28. Emancipado ahora ya por la
experiencia y siendo independiente de los posibles cambios
provocados por hechos reales, «el pensamiento ideológico [...]
insiste sobre una realidad “más verdadera” que está escondida
detrás de las cosas perceptibles dominándolas todas y que se
ndvierte solamente cuando se dispone de un sexto sentido»29.
«La camisa de fuerza de la lógica», «su coacción puramen­
te negativa»30 — que en el ámbito filosófico tiene un equivalen­
te en el principio de identidad que aleja las contradicciones
se demuestra de esta manera altamente productiva en construir
un sistema imaginario, «más verdadero», en donde la realidad,
homologada sin residuos a la ideologia, está completamente
despotenciada en sus aspectos «perturbadores». Para conjurar
el peligro de la irrupción de lo real, las ideologías «ordenan los
hechos en un mecanismo absolutamente lógico que parte de
tina suposición aceptada de manera axiomática, deduciendo
otra cosa completamente diferente; procediendo de esta mane­
ra con una coherencia que no existe en absoluto en el reino de
la realidad»31.
Si se pudiese con una sola frase resumir en qué consiste, en
última instancia, el funcionamiento totalitario, se podría decir
que éste manipula los datos ya sea de manera ideal (la pro­
paganda) ya sea eficazmente (los campos de concentración y el
terror) hasta el punto de hacerlos desaparecer bajo la idea
que funciona de la única suposición indiscutible de la ideolo­
gía. Ya sea ésta la idea de la sociedad sin clases, ya sea la idea
de la raza superior que tiene que dominar la tierra, su dinámica
consiste en aniquilar lo que podría contradecir el presupuesto
de partida.
Y por estos motivos, paradójicamente, en el infierno de
Auschwitz se hace trágicamente verdad la identidad de Idea
y Realidad, de Ser y de Pensamiento, sobre la cual la metafí­

28 Ibídem, pág. 469.


29 Ibídem, pág. 470.
30 Ibídem, págs. 469-470.
31 Ibídem, pág. 470.
sica, desde Platón a Heidegger, no ha dejado nunca de in­
sistir.
En la descripción del funcionamiento ideológico totalita­
rio, Arendt hace pues, al mismo tiempo, una crítica al principio
de la omoiosis, al principio de la homologación de idea y de
realidad que con su dinámica excluyente es, a su juicio, el fun­
damento sobre el cual la metafísica se ha constituido desde
siempre como discurso hegemónico. Esto se manifiesta con
claridad cuando se revisan las tesis de Los orígenes del totalita­
rismo a la luz de algunas consideraciones contenidas en La
vida del espíritu. En particular, de aquellas reflexiones sobre el
poder coactivo de la verdad, cuando la propia verdad está pen­
sada en forma de orthotes, de la corrección y de la adecuación
entre cosa y representación. O bien de esas páginas de La vida
del espíritu, en donde examinando las principales «falacias
metafísicas», se señala con el dedo la peligrosa autonomía del
razonamiento lógico. Construyendo éste una cadena deductiva
desde una premisa dada, «ha cortado de manera definitiva todo
nexo de unión con la experiencia viva; y esto ocurre únicamen­
te porque la suposición, un hecho o una hipótesis, se supone
autoevidente y por lo tanto no sujeta a desaliento por parte del
pensamiento»32. Otro elemento de la continuidad, que se recoge
desde la primera hasta la última obra de Hannah Arendt, se
puede encontrar en aquellos pasajes de Thinking en donde
se habla, como constituyente de la metafísica, de la experiencia
de la soledad del pensamiento; una soledad de la que la mente
se resarce con creer «poder poner entre paréntesis la realidad,
desembarazándose de ella, tratándola como si sólo fuese una
simple impresión». «Todo sistema filosófico — efectivamen­
te— se preocupa por ofrecer a la inquietud de la mente una es­
pecie de habitat espiritual, una morada segura»33. Es suficiente

32 H. Arendt, The Life ofthe Mind, cit., pág. 87. [Trad. esp.: op. cit./ Sobre
el poder coactivo de la verdad entendida como orthotes y en general sobre el
poder coactivo de la lógica y de su principio de no contradicción también insis­
te H. Arendt, «Truth and Politics», en id.. Between Past andFuture. Eight Exer-
cises. cit., págs. 227-264 [trad. esp.: Entre el pasado y el Jutum. Barcelona,
Península, 1996]; véase también el inédito On the Nature o f Totalitarianism, cit.
33 H. Arendt, The Life o fth e Mind. cit., pág. 115. [Trad. esp.: op. cit.]
recordar que ya en «Ideology and Terror» se atribuía el «éxito»
de las ideologías totalitarias al hecho de que éstas ofrecían la
promesa de infalibilidad a una mente humana que, ahora ya de­
sarraigada y aislada de un mundo y de un sentido común, esta­
ba únicamente ávida de coherencia; a una mente humana que,
de todas formas, también en situaciones menos extremas, está
obsesionada por el temor de perderse en las contradicciones de
las que la realidad está sembrada34.

3. Hannah Arendt nunca ha puesto directamente ante la


mirada de sus lectores estas intrincadas direcciones de su pen­
samiento que. por una parte, la llevan a interpretar el totalitaris­
mo de manera por decirlo así filosófica y, por otra, a hacer derivar
del replanteamiento sobre la «catástrofe política del siglo xx» una
interrogación sobre los posibles elementos totalitarios conteni­
dos en la tradición filosófica.
Tan sólo en pocas cartas privadas y en algunos escritos
inéditos Arendt hace explícita esta conexión. Ya en 195135,
escribiendo a Karl Jaspers con respecto al «mal radical»,
después de haber aclarado cómo éste no tenía nada en común
con motivos tales como el interés y el egoísmo «aún conce­
bibles según una medida humana», observaba:
Ignoro qué es verdaderamente el mal radical hoy, pero
me parece que en cierto modo tiene relación con los si­
guientes fenómenos: la reducción de los hombres en cuan­
to hombres a ser absolutamente superíluos, que significa
no ya afirmar su superficialidad al considerarlos medios
para utilizar, lo que dejaría intacta su naturaleza humana y
ofendería solamente su destino de hombres, sino además
hacer superflua su calidad misma de hombres. Esto ocurre
cuando se elimina cualquier impredictahility, esa imprevi-
sibilidad que está en el destino y que corresponde en los
hombres a la espontaneidad. Todo ello, a su vez, deriva, o
mejor dicho, está en estrecha conexión con la loca ilusión

’4 Cfr. H. Arendt, The Origins o f Totalitarianism, cit., págs. 475-477.


| liad, esp.: op. cit.]

’5 Véase la carta de Arendt dirigida a Jaspers con fecha del 4 de marzo
de 1951, en H. Arendt, K. Jaspers, Briefswechsel, cit., págs. 202-203.
de una omnipotencia (no sencillamente con una voluntad
de potencia) d e l hombre. Si el hombre en cuanto hombre
fuese omnipotente, entonces no sería necesario preguntar­
se por qué tienen que existir lo s hombres, exactamente
como en el monoteísmo; solamente la omnipotencia de
Dios es el carácter que hace que Dios sea UNO. En este
sentido la omnipotencia d e l hombre hace superfluos a los
hombres. [...] Y ten g o la so s p e c h a d e q u e en to d o e s te en ­
re d o la f ilo s o f ía n o e s in o c e n te y lib r e d e to d a m a n ch a .
Naturalmente no en el sentido de que Hitler tenga algo que
ver con Platón [...]. D iría , m á s b ien , en e l s e n tid o d e q u e
e s ta f ilo s o fía o c c id e n ta l n u n ca ha te n id o un c o n c e p to p u ro
d e lo p o lític o y no podía tenerlo, porque ésta ha hablado
necesariamente d e l hombre y ha tratado del dato del hecho
de la pluralidad sólo incidentalmente. Pero todo esto no
tenía que haberlo escrito, se trata de ideas aún no madura­
das. Perdóneme36.

Pero con poco más de un mes de distancia Arendt afirma­


ba las mismas ideas, quizá con menor perplejidad, en una car­
ta a Eric Voegelin, todavía inédita, en donde se preguntaba
precisamente, con respecto al totalitarismo, «qué es lo que no
funcionaba en nuestra tradición», presentando una respuesta
según la cual «este algo» tenía algo que ver con «el aleja­
miento por parte de la filosofía, desde sus inicios, de la plu ­
ralidad de los hombres y de su obstinación sobre la abstrac­
ción del Hombre». Retomaba luego la hipótesis de que si ha­
bía que hablar de una esencia del totalitarismo, entonces
quizá ésta podía ser resumida «en la omnipotencia del Hom­
bre que hace superfluos a los hombres de la misma manera
que la omnipotencia de Dios tiene por consecuencia necesa­
ria el monoteísmo». La fuerza destructiva que se realiza con­
cretamente tan sólo en el totalitarismo no está contestada sim­
plemente en el delirio que hace que todo sea posible, sino en
la presuposición de tal afirmación, es decir, «que exista algo,
como el hombre al singular colectivo que asuma en sí mis-

36 Ibídem. pág. 202.

126
mo un poder que no conoce límites», mientras se trata por el
contrario de reconocer que «el poder de los hombres viene li­
mitado por la naturaleza, por la pluralidad y por la existencia
ile hecho de sus propios semejantes»37.
Es inútil llamar una vez más la atención sobre cómo estos
úiismos temas están todavía en el centro de la última obra
arendtiana, en donde se formaliza un verdadero y auténtico
proceso con respecto a toda la historia de la metafísica. Si se
quisiese, sin embargo, imaginar un orden genético en el interior
del itinerario de la autora, sería evidente que estas «ideas toda­
vía no maduradas», que había comunicado a Jaspers y a Voege-
lin, adquieren una fisionomía siempre más precisa a medida
que Arendt destruye el papel desempeñado por la filosofía de
Marx al hacer de trámite entre la tradición filosófica y el tota­
litarismo, en este caso el estalinismo.
Si se examinan esos escritos inéditos, no demasiado poste -
i iores a Los orígenes del totalitarismo, que tendrían que con-
lluir en un libro sobre Totalitarian Elements in Marxism38, sur­

Esta carta se incluye en el interior del intercambio de opiniones ocu-


11 ido entre Arendt y Voegelin a propósito del totalitarismo, que inicia mucho
miles de la publicación en la Review o f Politics, en 1953, de la recensión de
Voegelin y de la contestación de Arendt. Voegelin envía una carta a Arendt
el 16 de marzo de 1951, abarcando los temas de los orígenes de las ideolo-
j,>i.is totalitarias, a la que siguen dos misivas de Arendt, con fechas respecti­
vamente de 8 de abril y de 22 de abril de 1951. Las cartas quedaron inéditas
y se encuentran en la Library o f Congress, Washington, Manuscripts Divi-
Mon, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 15, págs. 010388-010404. las ci­
tas en el texto se encuentran en las págs. 010389-010390.
,x Después de la publicación de Los orígenes del totalitarismo, Arendt
habría tenido que continuar la búsqueda ahí iniciada indagando más a fondo
el fenómeno del estalinismo. La obra de 1951 se había limitado a afirmar,
más que a explicar, una analogía entre estalinismo y nazismo. Faltaba, sobre
lodo, casi completamente una encuesta sobre las raíces de la ideología estali-
msla y sobre la conexión de ésta con el pensamiento marxista. A diferencia
ilcl antisemitismo que había servido de amalgama para dar cuerpo a la masa
di- los secuaces del nazismo, el estalinismo era más destacadamente, identifi-
■ ilile como un producto del «pensamiento» occidental. Pero nunca se escribió
«ste segundo libro. En su lugar nos quedan varios manuscritos que testifican
de qué modo Marx representa la unión que une la diagnosis arendtiana de la
«luí ni nación totalitaria y del planteamiento de su filosofía y de la filosofía po-
ge con evidencia que el nexo que une el volver a pensar de ma­
nera crítico-deconstructiva la filosofía occidental y la indaga­
ción sobre el totalitarismo no es solamente una conjetura del
intérprete39.

lílica occidentales. Son fundamentales en esta perspectiva las conferencias


pronunciadas en Princeton en 1953: Karl Marx ancl The Tradition o f Western
Political Thought, two versions, short and long drafts, Library o f Congress,
Washington, Manuscripts División, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 64,
y además el proyecto de investigación presentado en la fundación Guggen-
heim: Project: Totalitarian Elements in Marxism (1951-1952), Library o f
Congress, «The Papers o f Hannah Arendt», cit., Box 17 (que recoge toda la
correspondencia con la Fundación Guggenheim. Correspondence with the
Guggenheim Memorial Foundation, «The Papers o f Hannah Arendt», cit.). En
este proyecto declara querer ir a la búsqueda del «vínculo que falta entre nues­
tra situación presente, sin precedentes, y algunas categorías tradicionales co­
múnmente aceptadas por el pensamiento político», Project, cit., pág. 012649.
39 La hipótesis interpretativa del último libro importante de M. Canovan
está construida enteramente alrededor de la relevancia de tales escritos iné­
ditos. Es absolutamente cierto que leyendo tales escritos la importancia de
Marx, para la reflexión arendtiana, se manifiesta bajo una luz nueva que,
quizá, las obras publicadas no logran hacemos percibir hasta el fondo. Creo
que, en cierto sentido, es excesivo hacer girar toda la reflexión arendtiana al­
rededor del problema Marx. O mejor dicho, no estoy de acuerdo con el modo
en que Canovan justifica el recorrido intelectual de Hannah Arendt, com o si
se desarrollase linealmente según las siguientes fases: 1. el problema históri­
co planteado por el régimen totalitario; 2. com o continuación y también
com o respuesta a las críticas que la acusan de no haber profundizado en la
investigación sobre el régimen de Stalin, la búsqueda de las raíces ideológi­
cas del estabilismo, 3. de ahí, el «descubrimiento» de lo crucial del pensa­
miento de Marx, que la lleva a interrogarse en una doble dirección: por una par­
te, sobre la responsabilidad de Marx con respecto de la sociedad de masa en ge­
neral y del totalitarismo en particular; por otra, sobre la medida en la que Marx
es todavía prisionero de las categorías de la tradición filosófico-política occi­
dental (de estas dos direcciones Canovan sigue con mayor rigor la primera).
Esto, en su opinión, sería el orden secuencial que los textos manuscritos hacen
evidente. Sin embargo, considero que la secuencia de los pensamientos arend-
tianos se ha desentrañado de manera bastante menos lineal y ordenada. Como
evidencian las cartas a Jaspers y a Voegelin, Arendt se dispone a analizar el to­
talitarismo, movida por preguntas filosóficas, por llamarlas de algún modo
— y ya heideggerianamente planteadas— , para buscar las posibles conexiones
entre fenómeno totalitario y tradición filosófica. Las investigaciones sobre
Marx, entonces, más que ser el punto de partida de toda la reflexión arendtia-
Las argumentaciones sobre el vínculo que Marx represen-
laría entre metafísica, filosofía política y fenómeno totalitario
se pueden sintetizar brevemente de la siguiente manera. Si con
Karl Marx «por primera vez un pensador se ha convertido en
el inspirador directo de la actividad política de un gran país»40,
en el caso en cuestión de una política totalitaria, hay que bus­
car los posibles elementos totalitarios presentes en tal pensa­
miento. Si algunos rasgos del marxismo son «fatales» en ma­
nos de Stalin41, la acusación de totalitarismo tiene que ir diri­
gida en realidad a toda la filosofía política que ha precedido a
la marxista. Efectivamente, según Arendt, «acusar a Marx de
lotalitarismo equivale a acusar a la mismísima tradición occi­
dental de desembocar [...] en la monstruosidad de esta nueva
forma de gobierno»42. Justamente porque, a pesar de rebelarse
en contra de la filosofía, el filósofo de Tréveris está condicio­
nado por el orden categorial de aquella tradición que quería
subvertir43. Si entonces «a Marx no se le puede tratar de mane-
la adecuada sin tener en cuenta la gran tradición del pensa­
miento filosófico y político en el interior del cual se sitúa»44,
uno de los objetivos de Arendt será en consecuencia el de evi­
denciar cuáles, de entre las ideas de la tradición, se «precipi­
tan» en el patrimonio filosófico de Marx, y a través de él, aun-

liii, son quizás más bien la ocasión para encontrar una sistematización, una
• onexión ordenada, de una enredada maraña de ideas preexistentes. Véase
M ( '¡inovan, Hannah Arendt. A Reinterpretation o f her Political Thought,
t íunbridge, Cambridge University Press, 1992.
H. Arendt, Karl M arx and The Tradition, cit., short draft, pág. 1.
11 Ibídem, pág. 3.
42 Ibídem.
1' A pesar de su voluntad de rebelión, la filosofía marxista no logra sa­
ín de ese modo de pensar en términos de oposición, lo que es el rasgo distin­
tivo tic la metafísica a partir de Platón. Se queda de esta manera en el inte-
uiii del discurso metafísico aun cuando, kierkegaardianamente y nietzschea-
n.iinente, se opone la fe al intelecto, o se rehabilita la vida perecedera y
«iisiblc frente a la verdad inmutable, o bien aún cuando con Marx se enfati-
i In praxis en perjuicio de la teoría: sobre esto, véanse sobre todo las pági-
n.i. de Tradition and the M odem Age, cit., págs. 25-29.
44 H. Arendt, Guggenheim Correspondence, cit., 1953, pág. 012641.
que no por su directa responsabilidad se «producen» en el to­
talitarismo.
Tendremos ocasión de concretar más adelante qué cate­
gorías de la filosofía política Marx hereda de la tradición, de
forma más o menos conscientemente, y reformula en su sis­
tema conceptual. Por ahora es suficiente decir que Arendt
entrevé, en la perspectiva marxista de un tiempo y de un lu­
gar liberados de la opresión, la proyección del ideal clásico y
en particular aristotélico de la isonomía (igualdad entre las
leyes). La «ciudad futura» tendría que ser efectivamente ha­
bitada por «iguales», libres de toda clase de dominio. En la
concepción de la historia como construcción de la voluntad y
de la acción del hombre, para Arendt, reside esa misma te­
leología poiética que induce a Platón a concebir la polis
como producto del arte filosófico y lleva a Hobbes a consi­
derar al Leviatán como una construcción de la razón. El su­
jeto de la revolución, además, se configura como una entidad
colectiva y universal que, al igual que la voluntad general
rousseauniana que vuelve a unir en un solo cuerpo las volun­
tades individuales, afronta el futuro férreamente unido, como
si fuese un único individuo gigantesco. Un futuro hacia el
que se procede secundando y acelerando al mismo tiempo
las leyes del proceso histórico «descubiertas» por la dialécti­
ca hegeliana4'.
No ha sido pues Marx el primero en interpretar la acción en
términos de póiesis. Platón y Hobbes, con mucho, le han pre­
cedido. Tampoco es únicamente suya la idea de un sujeto co­
lectivo dentro del cual desaparecen los individuos y en donde la
particularidad del presente viene sacrificada con vista a una
meta futura. La Voluntad general de Rousseau, pero sobre todo
el Espíritu Absoluto de Hegel son, de hecho, sus ilustres prede­
cesores. Ni siquiera es originariamente marxista la concepción
de un proceso histórico que, aunque construido por el hombre,
responde a la llamada del «necesario» movimiento dialéctico.
La verdadera «novedad», totalitaria en potencia así por lo

45 H. Arendt, K arl Marx and The Tradition. long drañ, cit., págs. 16-25,
pero también H. Arendt, «Tradition and the M odem Age», cit., págs. 18-21
menos se evidencia de las consideraciones arendtianas— , está
más bien en haber insertado estos mismos elementos en el in-
terior de una relación teoría-praxis' invertida con respecto a la
tradicional. La prioridad marxista de la praxis entrega, por de­
cirlo de alguna manera, a la traducción en acto, a la realización
concreta, las dinámicas totalizadoras de aquellas construccio­
nes filosóficas que anteriormente no habían abandonado nunca
el reino de la pura teoría. Como si Marx, queriendo que la filo­
sofía fuese inmediatamente práctica, hubiese ofrecido, a la so­
ciedad de masa de la modernidad tardía, la más fácil y dramá-
lica chance de proceder a la eliminación de lo que para la filo­
sofía occidental había constituido solamente la materia de una
sencilla «separación» teórica. Involuntariamente Marx habría
hecho posible el paso de una negación puramente filosófica a
tina verdadera y auténtica eliminación práctica. En otros térmi­
nos, si la filosofía y, a la par, la filosofía política se construyen
sobre la exclusión de la contingencia, de la finitud y de la plu­
ralidad -que, sin embargo, logran (dando aquí y allí alguna
i|iie otra molestia) irrumpir en la compacta trama del tejido fi­
losófico— los campos de exterminio proceden a desembara­
zarse de hecho de aquellos aspectos de la realidad que no pue­
den ser reducidos a la total uniformidad a la identidad sin eli­
minación: esa uniformidad e identidad que pueden realizarse
cabalmente tan sólo en la muerte. Solamente lo que está muer­
to es efectiva y permanentemente igual a sí mismo.
Marx, como por lo demás los otros clásicos, está sin lugar
,i dudas traicionado por esta interpretación intencionalmente
reduetiva y selectiva. Además, si poner en causa, a través de la
Iilosofía marxista, toda la tradición filosófica puede tener una
i oherencia argumentativa con respecto al estalinismo, tal cohe­
rencia es menor cuando se procede a analizar el nazismo: ese
u ontecimiento que, antes que cualquier otro, ha sido el punto
de partida de la reflexión arendtiana, moviéndola a anular el pa-
n i k I o filosófico.

Pero ahora no me interesa evidenciar las inconsistencias in-


1*1 pretativas de la lectura de Marx y de su vínculo con el tota-
lilarismo. Me importa más bien subrayar que el modo con el
i|iie I lannah Arendt lee el pensamiento del filósofo de Tréveris
le consiente plantear ese volver a pensar crítico-destructivo
que, después de haber atravesado transversalmente toda su
obra, desembocará en el discurso reprobatorio final en contni
de la metafísica planteado en La vida del espíritu. Se trata, en
fin, de rebatir que la intersección entre estos vectores del pen
samiento Marx, que ofrece argumentos para una lectura filo­
sófica del totalitarismo, lectura que a su vez empuja a buscar
las potencialidades totalitarias de la filosofía— constituye la
materia con la que Hannah Arendt da forma a lo que puede ser
llamada la Grundfrage de su reflexión. Esta consiste en volver
a plantear, desde sus orígenes, la relación entre theoria y pro
xis, entre metafísica y política: esa relación cuyos dos términos
divergen en Platón, vuelven a convergir en Hegel y todavía más
en Marx, para convertirse en mortíferamente idénticos en el do­
minio totalitario.

4. Aunque no afrontada siempre directamente — muchas


veces está escondida entre las líneas de los ensayos que tratan
aparentemente otros argumentos— la cuestión de fondo del
pensamiento arendtiano se identifica con un replanteamiento
radical de esta relación, en las formas que asume a lo largo de
la historia de la filosofía política. Como ya se ha dicho más de
una vez, la reflexión de la autora consiste en una continua inte­
rrogación, llevada a la manera de Heidegger, sobre las modali­
dades a través de las cuales las adquisiciones de la «filosofía
primera» repercuten sobre la comprensión de la esfera práctica.
Se configura como una investigación sobre las razones profun­
das que han llevado a la metafísica a comprometer una auténti­
ca consideración de los «asuntos humanos».
De entre las páginas más sugestivas de las obras arendtia-
nas hay que destacar las que están dirigidas a indicar los modos
en los que ha pesado sobre la política el prejuicio de la filoso­
fía, prejuicio que se origina en el rechazo de la segunda para
aceptar la inestabilidad constitutiva de la primera. Pero Arendt
no denuncia solamente esa actitud que a partir de Platón, o me­
jor dicho de Parménides, ha llevado a los «hombres de pensa­
miento» a dar la espalda a lo imprevisible e irreversible del
mundo de la acción, para refugiarse en las imperturbables quie-
•tules de la «vida contemplativa». Lo que la autora quiere su-
I¡rayar todavía más es que esta fiiga de la fragilidad de las cosas
humanas ha producido una verdadera y característica paradoja
k'órica. Porque los filósofos, cuando han prestado su atención
.1 la praxis, no han intentado comprenderla iuxta propria prin-
i Ipia, sino que se han encargado de poner orden, reduciéndola
Mistancialmente a póiesis. Al intentar dar estabilidad a lo muta-
lile y estructuralmente caótico, reino de los acontecimientos
humanos, imponiéndoles criterios y fines movidos por la razón
filosófica, han dado vida a una disciplina — la «filosofía polí-
lica»— la cual en vez de coger lo «propio» de la política lo ha
ocultado mucho más y desconocido sus particularidades.
Cualquier reconstrucción del pensamiento político de Han-
uah Arendt tiene que tener en cuenta con su obra de démonta-
i;<* de las principales categorías filosófico-políticas. Una obra
t|lie persigue, retomando constantemente en diferentes ocasio­
nes y con diversas modalidades a los «clásicos» — Platón y
Aristóteles, Hobbes y Rousseau, Hegel y Marx— , cuyas obras
han sido el origen del orden categorial de la tradición y de los
conceptos políticos que han llegado hasta nosotros. Antes de
discutir lapars construens de la reflexión arendtiana, admitien­
do que sea legítimo hablar de una pars construens, me parece
oportuno seguir un poco de cerca la trama que compone su
jmrs destruens.
Tengo intención de recorrer los pasajes relevantes de su in-
lei pretación crítica de la historia de la filosofía política, las eta­
pas de ese recorrido que son en primer lugar un recorrido me-
i.ilisico y que en su opinión han llevado a una progresiva ocul-
liición y degeneración del significado originario de lo político.
Con este objetivo no examinaré sólo esas páginas de La
condición humana y de Entre el pasado y el futuro particular­
mente dedicadas a resaltar el cambio ocurrido con Platón, que
.ubordina la acción a la contemplación, o dirigidas a identifi-
i ,11, con el fin de la rehabilitación de la praxis, el vuelco jerár­
quico ocurrido en la Edad Moderna que ha llevado a una nue-
\ a forma de supremacía de la vida activa sobre la vida contem­
plativa, al predominio del homo faber sobre el bios theoretikos
y cómo se ha demostrado irrealizable el intento dialéctico de
poner en el centro de la consideración filosófica el interés por
la historia. Por el contrario, intentaré conectar entre ellos sus di­
ferentes escritos, editados e inéditos, de manera que puedan de­
volvemos perfiles de algunos clásicos de la filosofía menos
fragmentados de lo que Arendt parece ofrecernos al principio.
Es efectivamente a través del examen crítico de estos autores
como la autora alcanza a precisar los contornos de su propia
posición teórica que, por lo menos en las intenciones, quisiera
desprenderse de la relación entre teoría y praxis, filosofía y polí­
tica, así como lo ha concebido la tradición, y dar voz a una «con­
tra-filosofía política» y a una «contra-filosofía de la historia».
Con esta intención no seguiré un riguroso criterio cronoló­
gico, puesto que soy de la opinión de que no existen cambios
sustanciales en el interior del recorrido de Arendt, al menos por
lo que respecta a los juicios formulados sobre episodios rele­
vantes de la historia de la filosofía política. Creo que también
la última obra de la autora, La vida del espíritu, tiene que ser con­
siderada del todo coherente con la Grundfrage arendtiana, consi­
derada sin embargo por muchos como un retorno a las regio­
nes solitarias de la filosofía. La vida del espíritu está vista más
bien como el procedimiento final que recapitula, y retrospecti­
vamente aclara, el itinerario intelectual de Hannah Arendt. Del
texto inédito de la conferencia Philosophy and Politics. What is
Political Philosophy?46, impartida en la New School for Social
Research en 1969, es decir, en el período de la elaboración do
Thinking, se puede efectivamente extraer una verdadera y pro­
pia declaración de intentos con respecto a uno de los objetivos
que La vida del espíritu habría tenido que perseguir: el de
aclarar una vez más y definitivamente el nexo entre metafísica
y política. En ese texto Arendt — con un acercamiento decidi­
damente heideggeriano— procede a ilustrar, más articulada­
mente que en otro lugar, las correspondencias que existen entre
los cambios ocurridos en el ámbito de la theoria y aquellos que
dan vida a las diferentes concepciones de la praxis que han te­

46 Cfr. H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philo­


sophy?, cit., págs. 024417-024427.
nido lugar en la historia. Es, pues, teniendo a la vista tal objeti­
vo como Arendt se dispone a indagar la vida de la mente, ins­
truyendo un verdadero y preciso proceso a la tradición filosófi­
ca. Se trata efectivamente de reconstruir la dinámica hegemó-
nica de la continuidad que recorre la historia de la metafísica
occidental, para luego deconstruirla desde el interior y desci­
frar desde la raíz sus potenciales repercusiones sobre la refle­
xión en torno a los «asuntos humanos».
A la luz retrospectiva de la última obra de la autora y de sus
escritos contemporáneos, intentaré, donde sea posible, reanu­
dar los hilos de las dispersas interpretaciones de aquellos auto­
res de la filosofía política sobre la que Arendt no se cansa de
volver y de la confrontación y encuentro con los que elabora las
categorías más originales de su propia reflexión.
La verdad y la sabiduría ante la política

I Platón

1. «La manera de interpretar a Platón de cada uno es, al


mismo tiempo, el criterio de su propio filosofar.» Esto escribía
Karl Jaspers a Hannah Arendt en una carta en abril de 1956,
después de haber comentado, con muy poca indulgencia, la ex-
eesiva cercanía de su alumna-amiga a la interpretación heideg-
geriana de Platón1. Efectivamente es cierto que en Arendt,
como en Heidegger, la interpretación de la filosofía platónica
1*1il raña mucho más que un simple juicio sobre el filósofo grie-
l'o. Predetermina la actitud teórica con respecto a toda una tra-

1 Véase la carta de Karl Jaspers a Hannah Arendt de 12 de abril de 1956


ni donde, después de haber expresado un juicio positivo en general sobre el en-
ivo arendtiano «Was ist Autoritat?», aparecido en D er Monat, VIH, núm. 89,
li brero de 1956, págs. 29-44, critica los pasajes en donde la autora hace suya
In interpretación heideggeriana de Platón. A este respecto Jaspers afirma:
i l modo con el que se pone en relación con Heidegger me parece sintomá­
tico de algo presente en este modo de pensar que me es extraño [...]. Todo
ello (la clave de lectura ofrecida por «La dottrina platónica della veritá», en
M I leidegger, Segnavia, cit.) a usted le parece grandioso. En mi ejemplar
ild ensayo de Heidegger editado en 1942 he escrito al final a pie de página:
un poco ridículo”», en H. Arendt, K. Jaspers, Briefswechsel, cit., págs. 321-322.
dición del pensamiento. Para ambos, se podría decir, la filoso­
fía occidental sólo es una larga serie de apuntes a la de Platón.
No solamente porque desde el momento en el que surge, el
pensamiento filosófico regularmente plantea interrogaciones
parecidas por su estructura a las ya suscitadas por Platón.
Sino, más radicalmente, porque ambos extraen de los princi­
pales diálogos platónicos el «arquetexto» de la filosofía: ese
principio que como un «acuerdo fundamental», «con infinitas
modulaciones resuena en toda la historia del pensamiento oc­
cidental»2.
Significativamente, para Hannah Arendt, la filosofía polí­
tica nace de los textos del pensador griego: una «disciplina»
que en lugar de ennoblecer la política más bien «la degrada». Si
en el Gorgias por «primera vez el discurso filosófico y el dis­
curso político se separan»3, ocurre por subordinar el segundo al
primero y por asimilar la praxis a la póiesis, imponiéndole los
criterios de la theoria.
La interpretación de este acontecimiento sigue en la autora
un doble recorrido. Por una parte Arendt ofrece una explica­
ción histórica del planteamiento platónico: al separar al «filó­
sofo» del «ciudadano» originó la condena a muerte de Sócra­
tes, un acontecimiento que provocó un profundo escepticismo
con respecto de la vida política de la ciudad. Pero como la pro­
pia Arendt admite4, las razones histórico-contextuales se sobre­
ponen a motivos bastante más profundos, a cuestiones que tie-

2 H. Arendt, «Tradition and the Modem A ge», cit., pág. 18.


3 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 26, núm. 9 [trad. esp.: La
condición humana, op. cit.]; la referencia es a Platón, Gorgias, 448a-449e.
4 Arendt curiosamente en los ensayos editados — con una argumenta­
ción en verdad un poco ingenua, que casi siempre se desmiente, en sustan­
cia, por las consideraciones que siguen a su afirmación— hace remontar al
proceso y a la muerte de Sócrates la guerra entre filosofía y política. En el
inédito Philosophy and Politics. The Problem o f Action after the French Re­
volution (1954), Box 69, Library o f Congress, «The Papers o f Hannah
Arendt», cit., pág. 45, afirma que lo que hizo separar la filosofía de la polí­
tica no fue en realidad el episodio de la condena a muerte de Sócrates, poi­
que aquel acontecimiento no hizo más que evidenciar la contradicción es­
tructural y profunda, inserta en las relaciones entre filosofía y política.
non relación con el hecho mismo del pensamiento en filosofía.
( 'on Platón llegaría a su plenitud la disgregación de esa con­
cepción unitaria del logos, por la cual no era todavía posible
distinguir en el hombre el «animal racional» y el «animal polí-
1ico». Justamente es en esta última perspectiva de investiga­
ción, más ontológica que histórica, donde se coloca lo que ha
sido definido como la «obsesión de Hannah Arendt» con res­
pecto al pensamiento platónico5.
Si, como la autora está convencida, la obra de Platón ci­
menta la fundación de la filosofía y de la filosofía política, en­
tonces una obra de deconstrucción, como es la propia obra
arendtiana, no puede por menos que centrarse en el lugar don­
de el sistema metafíisico del mundo ha tenido su origen. Tam­
bién porque, entre las líneas del discurso inaugural de la tradi­
ción filosófica es aún posible entrever, con suficiente claridad,
lo que ésta ha tenido que negar para poder edificarse. En Pla­
tón, en fin, la metafísica deja todavía intuir cuales son los pasos
de su hacerse. Es más fácil extraer lo que queda constitutiva­
mente conectado con la política.

2. La convicción según la cual para comprender la disiden-


eia entre filosofía y política no basta con indicar solamente el
contexto histórico en el que la contraposición entre vida activa
y vida contemplativa ha tenido origen se hace más clara en las
ultimas obras de la autora. En La vida del espíritu y todavía
más en el paper de 1969 Philosophy and Politics. What is Poli-
lical Philosophy? Se refleja como ahora ve muy claramente
que no se puede limitar a describir y a denunciar esa contrapo­
sición. Tan sólo deconstruyendo desde el interior las dinámicas
*onstitutivas de la filosofía, viene a decir, solamente comparán­
dose con la metafísica en su mismo terreno, es posible señalar
las recaídas en torno a la comprensión de un ámbito completo
de la vida: el de los «asuntos humanos». No es entonces una ca­

5 Ésta es una tesis compartida por G. Kateb, Hannah Arendt: Politics,


( onscience, Evil, Oxford, Martin Robertson, 1983, y por B. Parekh, Hannah
Irendt and the Search f o r a N ew Political Philosophy, Londres, MacMillan,
1981.
sualidad que tan sólo en estos escritos se desarrollen amplia­
mente consideraciones sobre la filosofía parmenidea, a veces
para .poner en primer plano una estrechísima continuidad entre
Parménides y Platón.
Como Arendt parece indicar, la vuelta del pensamiento
antiguo hacia la filosofía se lleva a cabo en las palabras del
Proemio parmenideo: «El Ser es y no puede no ser, mientras el
no ser no es y es necesario que no sea»6. Y esto sanciona el in­
greso prepotente, en la especulación griega, de la temática del
Ser. Con Parménides se inaugura pues un recorrido que con­
vertirá la identidad del Ser, Pensamiento y Verdad, en el instru­
mento de una progresiva «de-realización» de la Lebenswelt,
vaciando de sentido todo lo que queda excluido de esta identi­
dad. Arendt no critica tanto la tematización de la verdad como
relevación del Ser, como el hecho de que este Ser, invisible y
omniprevalecedor al mismo tiempo, «puede revelarse sola­
mente a un órgano capaz de captar lo invisible: el ojo de la
mente que hace presente lo que está ausente»7. El hombre, para
ser fiel al ojo de la mente, al nous. tiene que abandonar su fe
en los sentidos y, sobre todo, alejarse de otros hombres. La au­
tora reformula el imperativo de Parménides con estas pala­
bras: «Tienes que darle la espalda al mundo de los sentidos y
de las apariencias para ser consciente de aquella ausencia que
sólo la mente puede percibir. Porque si permaneces unido al
mundo de los sentidos y de los hombres puedes ver hombres y
hechos justos pero no la justicia, hombres felices, pero no la
felicidad»8.
Es al reanudar el vínculo con el mundo, para captar la ver­
dad de la idea — «la medida de todas las medidas, y lo univer­
sal más universal de todos los universales»9— , cuando el pen­
samiento ya no puede ser un todo con el lenguaje. El nous frac­

6 Parménides, DK, B 2 3-5.


7 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is P olitical Philosophy?, cit.,
pág. 024427.
8 Ibídem.
9 Ibídem.
ciona esa unidad del logos10 que, antes del nacimiento de la fi­
losofía, reconocía como característico del hombre no una ratio
abstracta y unlversalizante, sino más bien un pensamiento que
formaba un todo con la palabra: una palabra que era política
por definición, en cuanto constitutivamente dirigida a los otros.
Con la metafísica en fin, no se separan solamente pensamiento
y acción sino que el carácter distintivo del pensamiento se con­
vierte en «la mera recepción inmóvil a través de los ojos de la
mente, a través del nous, de una visión de otra forma inmó­
vil»11, que sustrae al mundo de las apariencias sus verdades
particulares y a los hombres diferentes, sus logoi individuales.
Parménides, que encamina primero la filosofía hacia una
verdad que contempla el Ser — «la palabra más vacía y genéri­
ca, la más pobre de significado de nuestro vocabulario»12— ,
podría contradecir la importancia que Platón tributa al «estu­
por» como el principio del filosofar13. Afirmar que la filosofía
liene su origen en la capacidad de admiramos de lo que nos ro­
dea parecería equipararla a una celebración del «milagro» del
mundo, en donde cada hombre, y por lo tanto, también el filó­
sofo, se encuentra rodeado de una pluralidad de hombres y de
entes. Pero el estupor platónico no se sorprende para nada de la
singularidad de cada individuo ni de la peculiaridad de cada
cosa particular. Sin desviarse de la ruta establecida por Parmé-

10 Sobre la importancia fundamental que, en la obra de Hannah Arendt,


reviste la distinción filosófica entre nous y logos se centra el libro de W. P.
Wanker, Philosophical Foundations o f Hannah A ren dt’s Political Theory,
Nueva York-Londres, Garland Publishing, 1991.
11 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
i il., pág. 024428, pero véase también H. Arendt, The Life o f the Mind, cit.,
págs. 131-136. [Trad. esp.: op. cit.]
12 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 144. [Trad. esp.: op. c i t ]
1! H. Arendt, The Life o fth e Mind, cit., en particular el capítulo «Plato’s
Answer and its Echoes», págs. 141 y ss. [trad. esp.: op. cit.]; en donde se
muiliza la noción platónica de «estupor», expuesta en el Teeteto. El mismo
nrgumento se utiliza en Philosophy and Politics. What is Political P hilo­
sophy?, cit., pág. 024425. Este argumento ya se había razonado, del mismo
modo en el que viene estudiado en la última obra de la autora, en Philosophy
nuil Politics. The Problem ofAction, cit., pág. 50.
nides, el thaumazein de Platón es admiración muda para una
armonía que transciende los diferentes sonidos y para una tota­
lidad que va más allá de las particularidades. «El estupor en el
que cae el filósofo — se lee en La vida del espíritu— no pue­
de nunca concernir algo de particular, pero está siempre susci­
tado por una totalidad que a diferencia de la suma de los entes
no se manifiesta nunca»14. Que este estupor «no pueda ser tra­
ducido en palabras porque es demasiado general para las pala­
bras»15 es pues tan sólo un hecho posterior que empuja a inter­
pretar a Platón como heredero de Parménides, por lo tanto, de
aquel pensamiento que se convierte en metafísica precisamen­
te al vaciar de significado lo singular, postulando la identidad
de Ser y de Pensamiento.
Es verdad, admite Arendt, que en el Parménides, Platón re­
viste el problema de la existencia con aquellas realidades parti­
culares que no pueden tener un fundamento en las ideas: esas
cosas «viles y despreciables», como «los cabellos, el fango y la
porquería», a las cuales alude Parménides en el diálogo16. Efec­
tivamente, en esas páginas, Platón no pone en boca de Sócrates
la consabida justificación del mal y de la fealdad como partes
del todo, como cosas que parecen feas y malvadas sólo en la
perspectiva limitada de los hombres. Sócrates se limita a res­
ponder a la objeción planteada por Parménides afirmando: «Se
trata de cosas que, tal como nosotros las vemos, así existen en
la realidad.» Sin embargo afirma al final que sería mejor inte­
rrumpir la búsqueda sobre estas realidades particulares a las
que no corresponde una idea «por temor a perderse cayendo en
un abismo sin fondo de estulticia»17. Platón deja de esta mane­
ra el problema sin resolver y — hace notar Arendt— jamás lo
resolverá.
Sin preguntarse sobre problemas hermenéuticos que la
afirmación del vínculo estrechísimo entre Parménides y Platón

14 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 144. [Trad. esp.: op. cit.]
15 H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem o f Action, cit., pág. 50.
16 Véase H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 150. [Trad. esp.: op.
cit.] La referencia es a Platón, Parménides, 130 c.
17 [Matón, Parménides, 130 d.
podría conllevar18, Arendt da por descontado que esa doctrina,
que ha relegado en el no-ser y en el no-verdadero todo lo que
excede al pensamiento, esté recogida sin reservas en todos los
grandes diálogos platónicos. Parece por lo tanto concluir que si
también la filosofía de Platón reintroduce el No Ser en la cate­
goría de lo «diferente», como uno de los grandes géneros del
pensamiento, si esto hace pensable la multiplicidad, tal rehabi­
litación se muestra sin embargo ilusoria, en cuanto permanece
interna en esa estructura dicotómica introducida por Parméni-
des19. Así, con Platón, el pensamiento se convierte en sistema
metafísico del mundo sólo con dar fundado cumplimiento a
aquella afirmación dual. No es muy distinto para Arendt que
Platón, en vez de atenerse sólidamente a la estaticidad del Uno
de Parménides, se interrogue sobre la multiplicidad y sobre el
cambio. Multiplicidad y cambio son tomados en consideración
solamente una vez que se reconoce que su fundamento y su
verdad están en otra parte: en la unidad y en la eternidad de la
Idea, bajo la cual vienen justamente recogidas pluralidad, tran-
sitoriedad y fenomenicidad.
Con una operación hermenéutica análoga, la autora resta
poder a la noción platónica de dialéctica. Son los aspectos «co­
municativos» los que esta vez se redimensionan. Como Sócra­
tes la entendía, la dialéctica no separaba aún la verdad del mun­
do de la vida ni al filósofo de los otros hombres. Efectivamen­
te Sócrates «ñie el más grande entre todos los sofistas porque
sabía que hay, o que debería haber, tantos diferentes logoi como
cuantos hombres hay, y que todos estos logoi de forma conjun-

ls La complicada relación entre Parménides y Platón viene reconstrui­


da, siguiendo los puntos esenciales del análisis arendtiano, por A. Cavare-
ro, Nonostante Platone. Figure fem m inili nella filo so fía antica, Roma,
I diíori Riuniti, 1990, sobre todo en las páginas 37 y ss. Cfr. además
i d , «Platone e Hegel interpreti di Parmenide», La Parola d el Passato,
mim. 43, 1988, págs. 81-99.
w Sobre la elaboración de este aspecto de la interpretación arendtiana
de Platón, relacionada con las afirmaciones de fondo del «pensamiento de la
diferencia sexual», se inscribe la original perspectiva de Adriana Cavarero,
Nonostante Platone, cit.
ta forman el mundo humano, en cuanto el hombre es el ser que
vive según la modalidad del lenguaje»20. El análisis arendtiano
del dialegesthai platónico — realizado sobre el texto de la sép­
tima carta— señala en el concepto de dialéctica propuesto por
Platón una traición del «diálogo» socrático. No sólo para Pla­
tón el método dialéctico no se dirige a los muchos, sino que
contrasta con el hecho de que la verdad es una «más allá de las
palabras» y obliga al asentimiento21.

3. Hannah Arendt no parece en absoluto interesada en


hacer justicia a las diferentes, y también contradictorias, lí­
neas de investigación a las que aluden los textos de Platón, ni
a distinguir las diferentes fases de su pensamiento. Sacrifica
deliberadamente a la polémica vis y al pathos de la argumen­
tación la problemática que toda lectura platónica presenta y,
quizás sin advertirlo, se acerca paradójicamente a una pers­
pectiva interpretativa neokantiana. Insiste unilateralmente so­
bre Platón a propósito de la Ideenlehre22: una enfatización,
ésta, funcional para resaltar el «hiato» entre la idea y la reali­
dad, y la prioridad de la idea sobre la realidad. Con un Platón
así esquematizado, algo momificado en los manuales en su
contraposición entre verdadero ser y simple apariencia, lo tie­
ne fácil para hacer derivar de él todas las demás dicotomías.
Desde la separación jerárquica entre lo universal y lo particu­
lar, a la oposición entre lo eterno y el transitorio, desde la con­
traposición de episteme y doxa, a la de mente y de cuerpo.
Y, obviamente, la desavenencia entre discurso filosófico y
discurso político.

20 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 31; una
opinión diferente sobre Sócrates está contenida en Philosophy and Politics.
The Prohlem o f Action, cit., pág. 44, donde se afirma que en realidad es Só­
crates el que quiere imponer la prioridad de la sabiduría sobre los asuntos de
la ciudad.
21 H. Arendt, The U fe o f the Mind, cit.,págs. 120-122. [Trad. esp.: op. c it]
22 Sobre esa interpretación platónica que, com o es sabido, remonta al
neokantismo de Marburgo y, en particular, a la obra de P. Natorp, Platos
Ideenlehre, Leipzig, Meiner, 1903, 1921.
Pero cuanto más Arendt deja caer la pretensión de ceñirse
a los textos para sus propias tesis, tanto más su argumentación
se hace densa e interesante, dejando entrever que la superficia­
lidad del análisis de los pasajes platónicos sólo es el precio que
hay que pagar para una original y profunda lectura del naci­
miento de la filosofía, en sus implicaciones existenciales y po­
líticas. Una lectura que, como ya se ha afirmado precedente­
mente, intenta captar desde la raíz ese constituirse del pensa­
miento en sistema filosófico que tanto ha comprometido la
consideración de la política.
El primer paso de esta obra de deconstrucción está en el des-
ligitimar la prioridad del Ser sobre la apariencia y en sostener
que la dicotomía filosófica que esa prioridad presupone no lo­
gra sin embargo ocultar completamente la irreductible superio­
ridad de la apariencia sobre cualquier otra experiencia. Ni la
descripción de la «vía divina» de Parménides, situada «fuera
del camino recorrido por los hombres»23, ni la despedida plató­
nica del mundo de los sentidos y de los hombres logran borrar
el hecho de que «el mundo de las apariencias precede de cual­
quier región que el filósofo pueda elegir como verdadera y pro­
pia morada, morada en la que sin embargo no ha nacido»24. Esa
verdad que se revela al filósofo una vez realizada la periagogé
110 puede ser concebida más que como otra apariencia, otro fe­
nómeno, originariamente escondido, «al que le viene asignado
un grado de realidad más elevado del que se le atribuye con res­
pecto a lo que se encuentra meramente ante nuestros ojos»25. El
autoengaño filosófico por el que se considera poder transcen­
der lo que aparece y lograr acceder a una verdad superior equi­
vale para Arendt a lo escondido, al fenómeno, a la incapacidad
del pensamiento de corresponder, de detenerse. La interroga­
ción sobre el origen y el fundamento es en realidad solamente
la búsqueda de una causa que motive el producirse de las cosas.
Y el embaucador léxico de la metafísica reproduce, a lo largo

Parménides, DK B 1.
24 H. Arendt, The Life o fth e Mind. cit., pág. 23. [Trad. esp.: op. cit.]
25 Ibídem, y más en general las págs. 23-28.
del completo arco de la tradición, «la creencia [...] que una cau­
sa tenga que ser de rango superior al efecto»26.
¿Cómo no oír, en estas palabras, el eco de la gran lección
de Heidegger, según el cual la metafísica ha ideado al ser sobre
el modelo del ente? Y, en particular, el eco de esa interpretación
que otorga a la filosofía griega y, sobre todo a Aristóteles, la
responsabilidad de comprender el ser como el ser-producto, lo
que conseguiría el olvido de la diferencia ontológica27. Es toda­
vía más evidente la sintonía con la reflexión heideggeriana en
aquellas páginas en donde Arendt afronta lo que, a mi parecer,
es el corazón teórico de toda su obra filosófico-política: la re­
lación entre pensamiento y muerte, entre filosofía y temporali­
dad. Al indagar sobre estas conexiones, la autora demuestra ha­
ber sabido extraer de la problematización de la relación entre
.Se/'/? y Zeit una lección muy distinta que el ser su epígono. Esa
que la induce a volver a plantear, de forma extraordinariamen­
te innovadora, la relación entre theoria y praxis, entre filosofía
y política.
En Platón es todavía visible la articulación interna del nexo
que une pensamiento, muerte y tiempo. A este nivel se identi­
fica el profundo significado del cambio de dirección platónico
que se reduciría a explicar en términos sencillos el paso de una
doctrina filosófica a otra, o contextualizarlo dentro de una va­
riada situación histórica. Porque el modo de pensar, así como el
«sistema de las oposiciones», que se inaugura con Platón y que
marcará el destino de la filosofía occidental no es para Hannah
Arendt un sencillo vuelco, sino el más completo desorden de
una mentalidad, el quebrantamiento de un orden del mundo:
ese mundo que es definido por ella como «pre-filosófico». En
La vida del espíritu, y de forma más sugestiva en el citado ar­
tículo de 1969, Arendt presenta el nacimiento de la filosofía
como la conclusión de un trabajoso y grandioso conflicto: «el

26 Ibídem, pág. 24.


27 Véase, en particular, M. Heidegger, « S u ll’essenza e sul concetto
della physis. Aristotele, Fisica, B, 1» (1958), en id., Segnavia, Milán, Adel-
phi, 1987, págs. 193-255.
conflicto originario entre filosofía y política aproximada­
mente la mejor manera de inmortalizarse»28. Inmortalizarse
para una vida humana quiere decir conseguir un significado
que la distinga y la rescate de la naturaleza, de aquella vida que
el hombre comparte con los animales. No dejarse sencillamen­
te vivir — no precipitarse a nivel de la vida animal— es el ob­
jetivo que une la historiografía, la poesía, la política y también
la filosofía griega. «La persecución de la inmortalidad está
pues en la raíz tanto de la filosofía como de la política»29. Pero
antes de que surgiera la filosofía y con ésta la filosofía política
participar de la inmortalidad, por parte de los «mortales», sig­
nificaba conseguir la fama. Kleos es entonces lo que en el
inundo pre-filosófico se disputan (a pesar de saberse en cierto
modo interdependientes) historiógrafos y poetas, por una parte,
y actores políticos por otra30. En la «edad heroica representa­
da por los poetas e historiadores», alcanzar la fama y «hacerse
parecidos a los dioses» se le concede únicamente a quien es
capaz de hacer sobrevivir en el recuerdo las grandes gestas,
por medio del canto poético de la narración histórica31. Histo-
rein, recuerda Arendt, es para Heródoto la actividad de quien
«asiste y reflexiona, decide pues qué es lo que considera dig­
no de ser recordado y estructura estos recuerdos bajo forma de
historias»32.
Si «lo que aparece y, a lo largo del tiempo, desaparece ha­
bía llamado la atención de los poetas y de los historiadores»,
los «acontecimientos cambiantes del mundo» permanecen
también en el centro de la atención de los «políticos». Para quien

28 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,


cit., pág. 024437.
2y Ibídem, pág. 024439.
30 Ibídem, pág. 024433.
31 Ibídem, pero véanse también los pasajes de The Life o fth e Mind, cit.,
pág. 129 y ss. [trad. esp.: op. cit.]. Estos temas ya habían encontrado una am­
plía discusión en The Human Condition, cit., y en «The Concept o f History»,
en tletween Past and Future, cit. [trad. esp.: La condición humana y Entre el
pasado y el futuro, cits.].
12 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024434.
tiene que edificar y mantener en vida a la polis, son decisivas
esas grandes obras que dan origen (archein) a lo nuevo. Se tra­
ta de «inicios» corales en donde la pasión para sobresalir y dis­
tinguirse no tiene nada que ver con el dominio sobre los demás
porque sólo compitiendo «entre iguales» puede surgir la vir­
tud y con ésta esa fama que conlleva la inmortalidad33. El
punto más alto de ese conocimiento está contenido, según la
autora, en las frases de Pericles: «En ningún otro lugar, y nun­
ca más, encontraremos tan alto concepto de lo que es la polí­
tica [...]. En ningún otro lugar tan elevada noción del po­
der»34. Así pues, en el período de máximo esplendor de la p o ­
lis, la inmortalidad podía ser alcanzada sin la mediación de la
poesía y de la historia: «Vivir y actuar conjuntamente, actuar
y hablar, no necesitan materializarse en instituciones pero
pueden sobrevivir por sí mismos sin recurrir a la obra de poe­
tas e historiadores»35. Porque, si para Pericles el poder es
dynamis, hecho imposible por las personas que actúan y ha­
blan conjuntamente en un espacio público, la inmortalidad de
cada uno depende solamente del inmediato reconocimiento
por parte de los otros.
No es importante remitirnos ahora al modo con el que
Arendt se pronuncia sobre la discusión entre espectador (poeta
e historiador) y actor (que realiza grandes gestas y edifica la
ciudad), sino recordar que en su opinión, las respectivas vías
hacia la inmortalidad presuponen la misma aceptación de la
temporalidad y de la finitud. Para Homero, Heródoto y Tucídi-
des inmortalizarse no quiere decir negar el devenir y la muerte,
sublimarlos en una eternidad de la que estaban privados hasta

33 Ibídem, págs. 024432-024434; pero véase también H. Arendt, The


Life o f the Mind, cit., en particular las págs. 132-141. [Trad. esp.: op. cit.] So­
bre el diferente modo con el que el pensamiento «pre-filosófico» y el pensa­
miento filosófico persiguen la inmortalidad ya se había pronunciado en The
Human Condition, cit., sobre todo en las páginas 17-21 [trad. esp.: op. cit.],
y aún más eficazmente en Karl Marx and The Tradition, long draft, cit., pág. 5.
34 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024436.
35 Ibídem.
los mismísimos dioses homéricos36. Tan sólo con los filósofos
«el tiempo se convierte en un problema»37. Está efectivamente
claro que con Platón la metafísica se construye justamente so­
bre la destitución de la temporalidad: el pensamiento rehúye un
mundo habitado por entes que llevan consigo mismo la nada
hacia la cual están destinados, para refugiarse en la contempla­
ción de aquellas cosas que «son desde siempre y por siempre»,
aquellas cosas, como dirá Aristóteles, que «no pueden ser de
otra manera de como son». Si «la filosofía no revoluciona el
objetivo griego del convertirse en inmortal», la vía para alcan­
zarlo trastorna sin embargo la relación hombre-tiempo y, en
consecuencia, toda una completa concepción del mundo38. El
filósofo consigue ahora justamente el propio athanatizen, la
propia inmortalidad, contemplando la verdad de las ideas in­
mutables; éste se detiene cerca de un Ser que no conoce ni na­
cimiento ni muerte.
Hannah Arendt parece pues decirnos que el acta de naci­
miento de la filosofía está inscrita en la imposibilidad, para el
pensamiento, de soportar la maldición de lo finito, en su inca­
pacidad de aceptar el mundo marcado por el luto de la contin­
gencia. De-realización del mundo en el pensamiento, rechazo
de lo múltiple a favor del Uno, negación de lo singular en lo
universal: los fundamentos de la metafísica— introducidos por
Parménides y entregados cabalmente a la tradición desde Pla­
tón— no son más que la manifestación de un deseo obsesivo de
durar, que aleja a la muerte y al tiempo. Una potente obsesión
hasta el punto de inducir al filósofo a anticipar en la imagina­
ción la muerte para ilusionarse el poder huir de ella en la reali­
dad. Esto es lo que parece atestiguar a la autora el Fedón39: el

36 Los dioses hom éricos, si no morían, por lo m enos nacían. V éase


11 Arendt, The Life o f the Mind. cit., págs.133-138. [Trad. esp.: op. cit.] Esta te­
mática es utilizada por A. Cavarero, Nonostante Platone, cit., para mantener que
el cambio de dirección metafísico, con su gesto de fuga en un ser eterno que no
conoce ni principio ni fin, en realidad deriva de la negación del «nacimiento».
17 Ibídem. vol. II, pág. 17.
38 Cfr. ibídem. vol. II, págs. 15-18.
’9 Ibídem, págs. 83-84; la referencia es a Platón, Fedón, 64a-68b.
filósofo, si quiere llegar a ser inmortal y permanecer pues en
el reino del pensamiento puro, tiene que «prepararse a morir»
y anticipar simbólicamente tal momento separándose del
mundo de las apariencias, del propio cuerpo y de la compañía
de los demás.
Pero por muy cerca que estas consideraciones sobre el
nacimiento de la filosofía (que he extrapolado de las tesis
arendtianas) estén de las intuiciones de El ser y el tiempo, es­
tas consideraciones, repito, están muy lejos de argumentar
este acontecimiento en la perspectiva de la Seinsgeschichte.
La distancia que separa Arendt de Heidegger se aclara en el
momento en el que la autora explica la negación de la tempo­
ralidad, por parte del pensamiento del Ser, remitiéndose a la
experiencia concreta del «yo que piensa». Ocurre siempre,
afirma, que cuando un hombre «se abandona al pensamiento
puro, sea cual sea el objetivo, viva completamente al singu­
lar, es decir en la más completa soledad»40. El hecho mismo
de pensar transporta a un espacio sin tiempo, donde los otros
y el cuerpo están suspensos. De la hipostasización de lo
que es una sencilla y ordinaria experiencia — el pensar—
nace el sueño de la metafísica de una región atemporal41. Un

40 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,


cit., pág. 024445.
41 Véase H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 207 [trad. esp.: op.
cit.]: «Lo que el “yo que piensa” considera como “su” doble adversario es el
mismo tiempo, con el cambio ininterrumpido que esto implica, el movimien­
to sin descanso que transforma a cada Ser en Devenir en vez de dejarlo sen y,
de este modo, destruye incesantemente la presencia de su presente. Este últi­
mo significado de la parábola (Arendt apenas había terminado de analizar el
aforismo kafkiano Er, el individuo situado entre dos vectores opuestos tempo­
rales, contenido en F. Kafka, Diarios, 1911-1923, Barcelona, Lumen, 1991)
viene a la luz con la frase conclusiva, mientras que «éste», situado en la lagu­
na temporal de un presente sin cambio, un nunc stans, sueña con el momento
inadvertido en donde el tiempo habrá agotado sus fuerzas; entonces la tranqui­
lidad caerá lentamente sobre el mundo [...]. ¿Qué es lo que es este sueño y esta
región si no el antiguo sueño de la metafísica occidental desde Parménides a
Hegel, el sueño de una región sin tiempo, de una eterna presencia en perfecta
tranquilidad que no sabe nada de relojes ni de calendarios humanos, la región
justamente del pensamiento?»
sueño filosófico, como se ha visto, precursor de engañosas
ilusiones. La primera de todas: la que de la experiencia del
«yo que piensa» deriva la hipóstasis de «algo como el hom­
bre universal». «El filósofo, en su ansia de inmortalidad,
existe en singular; en la medida en que se ocupa del hombre,
se ocupa del Hombre en singular, mientras que el hombre po­
lítico se ocupa de los hombres en plural»42. Con una perfecta
coherencia, Arendt traduce la distinción entre filosofía y po­
lítica a la oposición entre muerte y soledad por una parte y
nacimiento y «vivir-con» por otra43. El nacimiento de la me-
tafísica con Platón, aún siendo un acontecimiento en un mo­
mento dado, no es pues una etapa de la «Historia del Ser».
Coincide más bien con la voluntad de prolongar hasta el in­
finito lo que es una experiencia común de la vida de la men­
te: el pensamiento. Dicho de otra manera, la metafísica se
obstina en una «denegación» que pretende protegerse de
todo contacto con el lugar de la temporalidad, fúnebre prea-
nuncio de muerte. He aquí el porqué de la fuga de la política,
entendida en un sentido bastante general, como el reino de
aquellas cosas humanas «que pueden ser diferentes de como
son», de las cosas que empiezan, cambian y terminan. He
aquí explicada la prioridad de la contemplación del Verdade­
ro Ser eterno — que a su vez tendría que convertir en eter­
nos— sobre el frágil y voluble mundo de la acción, de la plu­
ralidad y de la opinión, donde dominan lo imprevisible y la
casualidad. He aquí el motivo por el cual Platón intenta cap­
tar los elementos de inestabilidad inherentes a la praxis, ins­

42 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,


cit., pág. 024439.
43 Ibídem, pág. 024446: «Hablando en términos de modalidades exis-
(enciales, la diferencia entre o la oposición de Política y Filosofía equivale a
la diferencia entre o la oposición de Nacimiento o Muerte o, en términos
conceptuales, a la oposición de Natalidad y Mortalidad. La Natalidad es la
condición fundamental de todo vivir conjuntamente y por tanto de toda po­
lítica; la Mortalidad es la condición fundamental del pensamiento, en la m e­
dida en que el pensamiento se refiere a algo que no tiene relación, a algo que
es com o es y que es por sí mismo.»
taurar sobre esta última «la tiranía de la razón, o mejor dicho
la tiranía de la verdad»44.

4. Arendt habla en varias ocasiones de «utopía platóni­


ca»45. Sin embargo no hace un análisis circunstancial de los di­
seños políticos de Platón que se especifican en La República,
en La Política y en Las Leyes. Lo que mayormente le importa
es reconstruir los pasos de la «degradación de un espacio com­
pleto de la vida» por obra de la razón filosófica. No denuncia,
como Popper, los lugares en donde el pensamiento político pla­
tónico se constituye como la primera filosofía enemiga de toda
«sociedad abierta»46. Platón no anuncia el totalitarismo con sus

44 H. Arendt, Karl Marx antl The Tradition, long draft, cit., pág. 34a, es
también sobre este aspecto de la interpretación arendtiana sobre el que Karl
Jaspers, quizá en parte entendiéndola al revés, se muestra en desacuerdo. En
la carta del 12 de abril de 1956, ya citada, Jaspers escribe: «Este error [es de­
cir, interpretar la doctrina de la verdad platónica bajo la guía de Heidegger y
entender la verdad com o algo que “tiránicamente” exige correspondencia]
que usted comete en su interpretación de la filosofía platónica lo considero
análogo al error en el que usted cae cuando considera las páginas de Platón
sobre el estado y sobre las leyes com o si aquello fuese un programa que se
tiene que realizar y no un doble que reproduce el modelo en una constitución
estatal todavía idealizada y no entumecida en una realidad material», en
H. Arendt, K. Jaspers, Briefswechsel, cit., pág. 321. En una dirección similar,
aunque no igual, una critica implícita a la interpretación arendtiana, aun par­
tiendo de presupuestos heideggerianos, está contenida en H. Gadamer, «L’idea
del bene tra Platone ed Aristotele», en id., Studiplatonici, Casale Monferrato,
Marietti, 1984, vol. II, págs. 191-216. Y, recientemente, aunque muy distante
de las posturas jasperianas y en parte de las gadamerianas, véase la crítica rea­
lizada por M. Cacciari, Geo-filosofia d e ll’Europa, Milán, Adelphi, 1994,
págs. 29-42, en las hermosas páginas dedicadas a «Platón realista».
45 Por ejemplo en Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024438, escribe: «Es contra lo imprevisible y lo casual contra lo que
Platón expuso con detalle sus varias propuestas de un óptimo y utópico Estado.»
46 Véase K. Popper, The Open Society and Its Enemies, vol. I, The Age
o f Plato, Chicago, Chicago University Press, 1945, 1957 [trad. esp.: La
sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, Paidós, 1992], según el cual, el
Estado platónico, teniendo «su interés» una «higiene política» fundada sobre
«una teoría colectivista tribal, totalitaria de la moralidad», obliga a la socie­
dad a ser una sociedad cerrada. Se conoce de sobra la controversia de Arendt
sobre Platón fascista y antidemocrático que se inicia en Alemania en 1933
teorizaciones políticas explícitas. Ni siquiera es responsable de
ese desconocimiento de lo político en donde el dominio totali­
tario echa parte de sus propias raíces.
La tradición de la filosofía política se inaugura con el do­
ble gesto de Platón: en un primer momento, el filósofo huye de
Ib «propio» de la política para refugiarse en la contemplación
de la idea, pero en un segundo momento, regresa al mundo de
la polis para imponerle los standard fijados por la razón filosó­
fica. Nuestra tradición de pensamiento político empieza con el
mito de la caverna, en donde el mundo de los asuntos humanos
viene descrito como «un mundo de tinieblas, confusión y de­
sengaño»47. Si se quiere captar la verdad hace falta despedirse
de ese mundo; pero cualquiera que quiera retornar, tendrá que
doblegarse a esa verdad.
En esta perspectiva, de la prioridad de la idea y de la ver­
dad sobre la praxis, Arendt interpreta la sustitución, en la Repú­
blica de la idea de lo Bello con la idea de lo Bueno. Si en El
Simposio, en el Fedro e incluso en los primeros libros de la La
República, campeaba todavía la idea de lo Bello, en el libro VI
de este último diálogo es la idea de lo Bueno la que asume el
papel de la Idea suprema, en la cual las otras ideas tienen que
participar. Platón habría sacrificado pues la idea sumamente
contemplativa de lo Bello a la idea de Agathon, que no tiene
que ser entendido con una declinación moral suya, sino con el
significado literal que los Griegos le atribuían. Agathon signi­

con el libro de K. Hildebrandt, Platón. D er K am pfdes Geistes um dieM acht,


Berlín, Bondi, 1933, que ve en Platón al filósofo que asigna una «fundación
espiritual» al Estado y para lograr este objetivo se sirve de la «unidad de san­
gre» que une al pueblo y a la nobleza. A ésta y a otras deformaciones histó-
rico-filosóficas y filológicas estaba encaminada a responder la compilación
de Platón contenida en E. Cassirer, The Myth o f the State. New Haven-Lon-
dres. Yale University Press, 1946. Sobre esta controversia y en general sobre
las interpretaciones del siglo x x de Platón, véase A. Zadro, Platone nel No­
vecento, Roma-Bari, Laterza, 1987, en particular las págs. 131-147, y
G. Cambiano, II ritorno degli antichi, Roma-Bari, Laterza, 1988, en particu­
lar las páginas 3-72. También son importantes en la interpretación de Arendt
las obras sobre Platón de W. Jáger y de F. M. Comford.
47 H. Arendt, «Tradition and the Modem Age», cit., pág. 17.
ficaba entonces, precisa Arendt, ‘bueno para’, ‘idóneo’, ‘ade­
cuado’. La idea de lo Bueno, la idea suprema, llevaría así el
principio mismo de la conmensurabilidad. Y por tanto las ideas
se transformarían de «lo que más reluce», de derivaciones de la
Belleza, en criterios, en «unidad de medida», aplicables por de­
finición48.
Es evidente que Arendt ha hecho suya la lectura heidegge­
riana de Platón llevada a cabo en la Platons Lehre von der Wah-
reit: el texto en el cual Heidegger define justamente como
equívocas todas aquellas traducciones que quisieran hacer
coincidir ton Agathon Idea con Bien moral, mientras el signifi­
cado correcto sería ‘conforme a ’, ‘apto para algo’49. Recuérdese
sólo de pasada que la interpretación heideggeriana indica en
esta sustitución de la idea de lo Bello con la idea de lo Bueno
el inicio de la concepción metafísica de la verdad, sustitución
a lo que sigue también un cambio semántico: de la verdad
como a-letheia, ‘desvelamiento del ser’, a la verdad como
idea, como conocimiento seguro del ente en cuanto es visible
al intelecto. En tal concepción es entonces relevante el ver
justo (la orthotes) y el reflexionarlo adecuadamente en la pro­
posición. En fin, comenzando por Platón lo verdadero se con­
vierte en correspondencia de intelecto y cosa, exacta confor­
midad entre los dos.
Arendt se da prisa sin embargo en imprimir al «descubri­
miento» heideggeriano una vertiente política: no casualmente
la sustitución del Bien por lo Bello se hace necesaria solamen­
te cuando el filósofo decide su retorno del cielo de las ideas a
la caverna de los hombres, cuando emprende la «segunda nave­
gación». La «contemplación muda de lo eterno» se interrumpe,
pero el filósofo intenta instaurar el «régimen de la idea» en el
tenebroso y caótico mundo de los hombres y a tal fin ya no es
necesaria la belleza. «En la medida en la que el filósofo es so­

48 Véase sobre todo H. Arendt, «What is Authority?», cit., págs. 110-114.


49 M. Heidegger, «La dottrina platónica della veritá», en id., Segnavia, cit.,
págs. 159-192. Arendt se remite explícitamente a esta interpretación de Hei­
degger en el ensayo «What is Authority» y, concretamente, en la nota núm. 16.
lamente un filósofo, su búsqueda termina con la contemplación
de la verdad suprema, la cual, iluminando todo el resto, es tam­
bién la suprema belleza; pero en la medida en la que el filóso­
fo es un hombre entre los hombres, un mortal entre los morta­
les y un ciudadano entre los ciudadanos, tendrá que transfor­
mar su verdad en un complejo de reglas y de leyes»50. Esta
transformación solamente lo legítima para convertirse en un
gobernante del Estado, un «filósofo rey». Más en general, la
sustitución de lo Bello con lo Bueno inaugura la filosofía polí­
tica: aquella disciplina que de ahora en adelante será enviada
para resolver el problema del orden, a garantizar que la praxis
se modele, para ordenarse bien, con criterios que le son trans­
cendentes y puestos a punto en un ámbito que le es externo51.
Pero no es tan perniciosa para la praxis su aparición separada
de la theoria la separación de la vida de la mente del tiempo
y de la vida de la polis— como su rígida subordinación a los
dictámenes de esta última, a la que en un segundo momento
queda sujeta. Para los asuntos humanos se demuestra fatal la
voluntad del filósofo para aplicar a la multiplicidad y al «tiem­
po finito» de los hombres lo que ha experimentado en la abso­
luta quietud y soledad del reino del pensamiento, cerca de las
ideas eternas.
El filósofo considera, por tanto, poder dominar a los demás
como lo ha logrado hacer consigo mismo, consiguiendo que el
alma venciese al cuerpo y a las pasiones. «El dominio platóni­
co de las ideas, ya estén éstas encarnadas en la persona del “fi­

50 H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 114.


51 Sobre la fuga platónica de la acción en el concepto de gobierno y de
orden, véase sobre todo H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 222
|trad. esp.: La condición humana, op. cit.], donde se lee: «I a fuga de la futi­
lidad de las cosas humanas hacia la estabilidad de la quietud y del orden tiene
lautos motivos prácticos para recomendarse que, gran parte de la filosofía
política, de Platón en adelante, podría fácilmente ser interpretada com o una
serie de intentos para encontrar fundamentos teóricos y modos prácticos
para una huida total de la política. El trato distintivo de todas estas fugas es
el concepto de gobierno (rule), la noción de que los hombres pueden legal y
políticamente vivir juntos sólo cuando alguno tiene el derecho de mandar
y los otros están obligados a obedecer.»
lósofo rey”, como en La República, o ejercitadas por un legisla­
dor ausente, a través de las leyes, como en Nomoi, está en últi­
ma instancia inspirado en la elevación del hombre, en su singu­
laridad al dominio absoluto»52. Si en la soledad de la filosofía y
en la ilusoria sensación de omnipotencia que de ella deriva, se
encarna la voluntad de dominio del hombre sobre sí mismo, so­
bre sus propias contradicciones y diferencias, el «filósofo rey»
será el que tenderá a hacer lo mismo con respecto de la ciudad:
mandar a muchos que viven en la polis, como si esos tantos
fuesen uno solo. Un único y gigantesco cuerpo político, en el
que se difumarían las diversas singularidades y que actúe como
si fuese «un cuerpo en sentido literal, un organismo viviente»53.
He aquí el significado último de la afirmación platónica: «El
Estado es el hombre escrito con letras mayúsculas.»
El proyecto político que designa el vivir conjuntamente de
los muchos sobre el modelo del Uno recorrerá como una cons­
tante la historia completa de la filosofía política. A pesar de los
cambios epistémicos, se volverá a encontrar tanto en Hobbes
como en Rousseau; estará presente en Hegel no menos que en
Marx. Su origen reside en la «utopía platónica del ensayo», se­
gún la cual uno solo tendría que decidir, gobernar y mandar (el
Archon), y todos los demás, por el contrario, tendrían que limi­
tarse a obedecer.
La formulación más eficaz de la política como esfera de la
contraposición entre dominados y dominantes, según la autora,
se encuentra expuesta en La Política. En este diálogo la polise­
mia originaria, «pre-filosófica», del verbo archein — en la tra­
dición épica designa ‘iniciar, principiar, originar’54— viene re­
ducida al único significado de ‘mandar’. A su vez, el término
prattein ‘exigir, llevar a término’ y similares— , inextricable­
mente conectado con archein, llega casi a significar el cumpli­

52 H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem o f Action, cit., pág. 53.
53 Ibídem.
54 En el ensayo de M. Heidegger, «Sull'essenza e sul concetto della
physis. Aristotele, Fisica, B, 1», cit., se han desarrollado consideraciones so­
bre transformación del verbo archein muy parecidas a las arendtianas en La
condición humana, cit.
miento, queda sólo para recubrir el área semántica del verbo
«actuar». Para Arendt estos desplazamientos no son casuales:
la identificación del verbo archein con mandar, gobernar y do­
minar hace solamente más explícita la intención platónica de
establecer las condiciones para que el iniciador sea el dueño ex­
clusivo de lo que ha iniciado. Significa que éste sustrae a todos
los demás la posibilidad de intervenir, de participar, a lo que ha
sido puesto en acto. Aquellos que en un tiempo eran actores
políticos están obligados ahora a limitarse a la mera ejecución
de órdenes55. Si en el pasado «pre-filosófico» la acción políti­
ca era el resultado de un archein y de un prattein, en los que to­
dos tomaban parte, el monopolio del archein reside ahora en el
Archon en su significado originario de dar vida a lo nuevo. Pero
puesto que éste permanece sólo en tal actividad, ésta se vacía de
su auténtico contenido: el de ser una acción entendida como
prattein: ésta se convierte en el medio para un fin que se origi­
na en otro lugar, impuesto por otros. Y, en tal caso, no se pier­
de tanto el elemento de la pluralidad como el de la coinciden­
cia de arché y telos que era la esencia misma del actuar, en
cuanto es diferente del producir56.
Proyectando sobre los diálogos platónicos la claridad expli­
cativa de distinciones que pertenecen propiamente a Aristóte­
les, Arendt llega así a acusar a Platón de haber reducido la pra­
xis a póiesis: una transformación que va a la par con la reduc­
ción de la política al poder. La separación entre quién sabe y
quién hace, la distinción entre idear y ejecutar es efectivamen­
te característica de la fabricación: «En la fabricación el pensar
y el hacer están separados hasta tal punto que son ejecutados
por personas diferentes. Si se transfieren estas categorías en el

Véase de modo particular, H. Arendt, The Human Condition, cit.,


pág. 189 [trad. esp.: op. cit.]
5,1 «El telos que Platón superpone a la acción no pertenece a la esfera de
In acción misma. Para los griegos [...] el fin de la acción era o bien su moti­
vación o bien su desarrollo. Era una actividad que tenía el propio fin en sí,
en donde medios y fines no estaban separados entre ellos y en donde la pro­
pia actividad ya im plicaba aquello para lo que había sido emprendida»,
11 Arendt, Philosophy and Politics. The Problem ofAction. cit., pág. 12.
ámbito del actuar, se empezará por dividir las personas que ac­
túan en dos: por una parte aquellos que saben qué hacer y cómo
tendría que estar hecho y, por otra, los que ejecutan solamen­
te»^7. En La República, comenta Arendt, el «filósofo rey» apli­
ca las ideas a la ciudad del mismo modo con el que el artesano
aplica las unidades de medida del modelo al material que debe
plasmar58. La Politeia platónica es entonces la construcción del
espacio público según el modelo producido por la idea. «El “fi­
lósofo rey” hace su ciudad del mismo modo que el escultor
hace su estatua»59. La reducción de la política a póiesis y a
techne se convierte todavía en más problemática si se conside­
ra — recuerda la autora— que en todo proceso fabril está implí­
cito un elemento de violencia. La lógica de la fabricación im­
plica, casi necesariamente, la violencia hecha a la naturaleza
para arrancarle la materia con la que realizar el objeto. Aunque
Platón excluya la violencia de la relación política, en la reduc­
ción de la praxis a la póiesis está implícita, según Arendt, una
concepción de la comunidad que cosifica la pluralidad agente
y que no tardará a considerar a los hombres como material para
manipular y plasmar basándose en el modelo de quien manda.
Aunque nunca expresado con apertis verbis, éste es el ele­
mento potencialmente totalitario que Platón inserta en la tradi­
ción filosófico-política. Un elemento que después de él será un

57 Ibídem, pág. 13.


58 Confirmando la familiaridad entre la lectura heideggeriana del naci­
miento de la metafísica que propone una concepción del ser basada sobre el
modelo del ser-producto y la valoración arendtiana de la filosofía platónica,
señalamos que Arendt subraya cóm o esta experiencia de la fabricación ha te­
nido influencia sobre la misma doctrina platónica de las ideas. Efectivamen­
te escribe: «Esta calidad de la permanencia del modelo o imagen, el hecho
de estar ya antes que inicie la fabricación y de permanecer después de haber
sido acabada, sobreviviendo a todos los posibles objetos de uso de los que si­
gue permitiendo la existencia, tuyo una gran influencia sobre la doctrina pla­
tónica de las ideas eternas [...] Este usó la palabra eidos ( ‘configuración o
forma’) por primera vez en un contexto filosófico, ésta se basó sobre la ex­
periencia de la póiesis o fabricación», The Human Condition, cit., pág. 142
[trad. esp.: op. cit.].
59 La referencia es a Platón, República, 420 d; véase H. Arendt, The Hu­
man Condition, cit., pág. 227 y en general las págs. 136-149.
verdadero y auténtico lugar común, sobre el que no valdrá ni si­
quiera la pena de reflexionar: que en política hay quien manda
y quien obedece, porque hay quien conoce el bien y el fin de la
comunidad y quien no es experto, y privado de conocimiento,
no se sabe qué bien tiene que prestarse a realizar.
Para hacer todavía más plausible la «revolucionaria» conver­
sión de la praxis en poder, Platón se ha servido, y también en esto
lia sido el primero, de analogías y metáforas extraídas de am­
bientes de la vida que, en la concepción «griega» del mundo, no
tenían nada que ver con la política y que preveían relaciones asi­
métricas. En La República, en La Política y en Las Leyes la rela-
ción política está ilustrada numerosas veces recurriendo al ejem­
plo de la relación existente entre el medico y el paciente, entre el
pastor y la grey, entre el capitán de un barco y sus pasajeros o
también entre el amo y los esclavos. En estas relaciones, o bien
es el conocimiento el que exige necesariamente la obediencia, o
bien el dominante y el dominado pertenecen a dos categorías de
tal forma distantes que por definición una está sujeta a la otra. Lo
que Platón iba buscando eran relaciones en donde el elemento
constrictivo estuviese implícito en la misma relación60. La lógica
de estas metáforas se demuestra tan irreductible que induce a
Platón incluso a preferir, en algunos casos, el gobierno tiránico.
Porque si la comunidad la república, tiene que estar hecha y con­
ducida por el experto, siguiendo la techne específica de uno o de
otro arte particular, entonces el tirano se encuentra en la mejor
posición para hacerlo: él puede actuar imperturbable, en cuanto
(|ue ninguna ley y ningún individuo interferirá, o pondrá en duda,
el ejercicio de su competencia61.
Es justamente esa escasa consideración tributada a los
asuntos humanos lo que ha llevado a considerar la filosofía po­
lítica como la «hijastra» de la filosofía62, tachando a Platón de

1,0 Cfr. H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 109.


Ibídem, págs. 111-112. La referencia es a Platón, Las Leyes, 709 d-711 e.
1,2 A menudo Arendt para ilustrar críticamente la relación de «parentes­
co» teorizada por la tradición entre la filosofía primera y la filosofía política
designa a esta última con el término de stepehild, hijastra.
tomar demasiado en serio sus propias ideas, y de querer reali­
zarlas en la ciudad. Éste estableció sin embargo aquel orden
conceptual que ha predeterminado toda subsiguiente reflexión
sobre la praxis: desde la de Aristóteles que incluso se opone en
parte al platonismo, a la de Hobbes que considera que la cien­
cia política nace sólo con él; de aquella Weltgeschichtlich de
Hegel a la «filosofía de la praxis» marxista que, a pesar de su
rechazo de cualquier forma de idealismo, para Arendt es una
especie de platonismo al revés.

2. A r is t ó t e l e s

1. Hannah Arendt, a menudo considerada entre los pione­


ros de la recuperación de la filosofía práctica aristotélica, dedi­
ca en realidad mucho más espacio a la confrontación con Pla­
tón que a la discusión de la filosofía del Estagirita. El motivo
podría residir sencillamente en el hecho de que la relación de la
autora con Aristóteles es una relación menos contrastada que
la que emprende con la teoría platónica. En tal caso, más que de
una discusión crítica, se trataría de una apropiación de las prin­
cipales categorías contenidas en la Ética a Nicómaco o en La
Política. Como ya se ha tenido ocasión de subrayar, esto es en
parte cierto. Hannah Arendt, sobre todo en sus primeras obras,
utiliza, ya sea expresamente ya sea tácitamente, muchas distin­
ciones aristotélicas, evidenciando así aquella voluntad de recu­
peración de un pensamiento de la praxis que le ha valido la de­
finición de pensadora neo-aristotélica. Sin embargo, por cuan­
to las referencias son bastante poco sistemáticas, es posible
recabar de los textos arendtianos una interpretación relativa­
mente coherente de Aristóteles, en absoluto apologética y para
nada absolutamente «rehabilitativa». Lejos de atenerse al fácil y
manido esquema de la contraposición Platón-Aristóteles, en
donde el segundo revestiría el papel de aquel que lleva a la con
cretización las ideas platónicas, la valoración de Hannah Arendl
conscientemente oscila entre dos juicios contrapuestos.
Por un lado, el Estagirita representa también para ella,
como ya lo ñie para Heidegger, «una especie de vuelta atrás lia
cia los principios del pensamiento griego»63. Aristóteles — en
suma— «piensa de manera más griega que Platón», retornando
en algún aspecto al momento que precede a la metafísica. Por
otra parte sin embargo, el pensamiento aristotélico está consi-

63 Para Heidegger, «Aristóteles intenta una vez más, ya sea atravesando


la metafísica platónica, pensar el ser en el modo originariamente griego y
volver atrás, por decirlo de cierta manera, sobre el paso realizado por Platón
con la idea de tou agathon [...]. Aristóteles — si así se puede decir— piensa
el ser de un modo más griego que Platón, es decir, com o entelecheia [...]. La
metafísica de Aristóteles, a pesar de su distancia con los principios de la
filosofía griega, es en aspectos esenciales de nuevo una especie de salto
nlrás hacia los principios del pensamiento griego» (M. Heidegger, «Der euro-
piiische Nihilism us, 1948», en M. Heidegger, Nietzsche, Pfullingen, N es-
ke, 1961, vol. II, pág. 228). Y todavía: «Platón no puede nunca admitir que
el ente individual sea ente en sentido propio, mientras Aristóteles incluye al
individuo en su realización. Aristóteles piensa de modo más griego que Platón,
es decir, de modo más conforme a la existencia del ser inicialmente decidida»
(ibídem, vol. II, pág. 409). Y en Ueberwindung der Metaphysik [Introducción
a lo metafísica] reasume su ambivalente valoración de la metafísica aristoté­
lica ile la siguiente manera: «Es característico de la metafísica el hecho de que
. ■i ésta, en general, no se habla de hecho de la existencia o, si se habla de ella,
nc la trata sólo brevemente, com o algo obvio [...]. La única excepción está
constituida por Aristóteles, que piensa a fondo la energeia, sin que nunca sin
■mbargo este pensamiento haya logrado adquirir un peso esencial en su ori-
HÍnalidad. La transformación de la energeia en actualitas y realidad ha he-
i lio perder todo lo que había salido a la luz en la energeia». En otras pala-
liias, 1leidegger considera que en la filosofía aristotélica están presentes in-
liliciones y formulaciones ontológicas que llegan a algo diferente, quiere
■In ir, son precedente, a la metafísica. A pesar de ello, Aristóteles no logra,
in embargo, abrirse un camino suficientemente amplio que destierre la
tendencia hegemónica de la historia de la metafísica misma. Y termina así,
niiiadójicamcnte, por consignar a la tradición conceptos que, aún más que
In platónicos, se prestan a ser traducidos en una concepción del ser enva-
t.nía sobre el modelo del ente. Es sabido que Heidegger no ha dejado nun-
i ii de reflexionar sobre Aristóteles. Como se desprende de la discusión so-
liir presupuestos filosóficos de Arendt aquí reseñada, Heidegger ha sido
iH'ompañado en la elaboración de la propia filosofía por un constante re-
|ilnnlcamiento de las categorías aristotélicas. Y com o sale cada vez más a la
In . gracias también a la publicación de las clases sobre filosofía aristoté-
I" i precedentes a la publicación de El ser y el tiempo, Heidegger retoma
liu c .antemente sobre el problema del ser en Aristóteles, sometiendo suce-
ii miente a prueba cada uno de los significados de ser indicados por el
derado, en última instancia, prisionero en las rígidas mallas de
la «ciencia terrible»: no logra desvincularse de la metafísica,
como el mismo Heidegger en otros momentos había aclarado.
Aunque de pasada, sólo afrontó el problema del ser en
Aristóteles y midiéndolo sobre un terreno específicamente po­
lítico, Arendt llega pues a conclusiones análogas, por lo menos
en la estructura, a las que había llegado su antiguo maestro. Por
una parte, Aristóteles se afianza nuevamente en la concepción
«pre-filosófica» con la que la filosofía platónica se había pues­
to en radical ruptura; por otra, sin embargo, esto no le basta
para abandonar la visión metafísica del mundo inaugurada por
Platón. La herencia aristotélica es traducible, por lo tanto, pero
no únicamente, en una concepción del hombre, del tiempo y de
la política todavía metafísicamente envarada por el legado pla­
tónico.

2. Quisiera primero analizar las razones que inducen a


Hannah Arendt a considerar a Aristóteles como un pensador
«más griego» que Platón. El filósofo de Estagira, antes de
nada, rechazaría algunos resultados de la platónica «tiranía
de la razón y de la verdad». Con respecto a la tematización de
una «verdad muda» que «obliga» a «la aceptación» y que so­
lamente es perceptible por el filósofo en la soledad de la con­
templación, éste, en algunos lugares de sus obras, daría un
paso atrás: hacia esa concepción unitaria del logos que no co­
nocía separación entre el pensamiento y el discurso. A ésta
devolvería su referencia política originaria, reconociendo
como constitutivo del «logos» su comportamiento a través de
la comunicación.

Estagirita: el ser com o ousia; el ser como aletheia; el ser com o physis; el ser
com o dynamis y energeia. Para las referencias precisas a las distintas clases,
publicadas y todavía sin publicar, en donde Heidegger trata de Aristóteles,
véanse los documentados y puntuales artículos de F. Volpi, L’esistenza come
«praxis». Le radici aristoteliche della terminología di «Essere e tempo», cit.;
y F. Volpi, «La “riabilitazione” della “dynamis” e dell’ “energeia”», en Hei­
degger, Aquinas, núm. 33, 1990, págs. 3-28. Todavía es útil el trabajo más
complejo de F. Volpi, H eidegger e Aristotele, Padua, Daphne, 1984.
No es entonces una casualidad que «el más sobrio de los
grandes pensadores»64 en el De interpretatione afirme que lo
que es esencial en el discurso no es la verdad o la falsedad, sino
el significado: el logos, en cualquier casophone semantike, no
necesariamente es también apophantikos, un enunciado o una
proposición en donde estén en juego aletheuein y pseudes-
thaib5. «Implícita en el impulso de hablar, no es pues necesaria­
mente la búsqueda de la verdad, sino la búsqueda de significa­
do»66. Es importante para Arendt que Aristóteles, en el ámbito
de esta discusión, deje voluntariamente sin resolver el proble­
ma de la prioridad del pensamiento sobre el lenguaje o del len­
guaje sobre el pensamiento, reconociendo más bien su impres­
cindible complementariedad. Para el Aristóteles del De inter­
pretatione «a los seres que piensan les es propio el impulso
para hablar, a los seres que hablan les es propio el impulso para
pensar»67.
La distancia de la concepción ontológica y a un tiempo
gnoseológica de Platón se verifica también a propósito de la di­
ferente interpretación de la conexión entre filosofía y estupor.
Si en las páginas del Teeteto la maravilla frente a la grandiosi­
dad del todo se propone como el verdadero y proprio arche del
filosofar, Hannah Arendt pone de relievo que en los párrafos de
apertura de la Metafísica, este mismo estupor asume los tonos
bastante más sobrios de una simple sorpresa resentida frente a
cosas individuales, esas cosas que están «a mano»68. Esta sor­
presa, o perplejidad (aporein) se coloca sencillamente al inicio
de un proceso cognoscitivo que los hombres emprenden cons­
cientes de su ignorancia con respecto a las cosas que les ro-

64 Así define Arendt a Aristóteles en The Life o f the Mind, cit., vol. II,
pág. 12. [Trad. esp.: op. cit.]
65 Ibídem, pág. 98. Arendt se refiere a Aristóteles, De interpretatione,
I6a4-17a9.
66 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 99. [Trad. esp.: op. cit.]
67 Ibídem, la referencia a Aristóteles es siempre a D e interpretatione,
I6a4-I7a9.
Í)S Hannah Arendt cita de Aristóteles, Metafísica, 982 b 11-16. Véase
11. Arendt, The Life o f the Mind, cit., págs. 114-115. [Trad. esp.: op. cit.]
deán, proceso que les lleva poco a poco hacia el conocimiento
de cosas más generales. Conque, prosigue Arendt, desde Aris­
tóteles «el estupor platónico no se interpreta ya como principio
(principie) pero como puro y sencillo comienzo». Efectiva­
mente, para Aristóteles «todos los hombres empiezan con ma­
ravillarse de que las cosas son como son», pero en un segundo
momento «es necesario llegar al contrario de la maravilla ini­
cial y, como dice el proverbio, a lo que es mejor»69, es decir, la
sabiduría. También para el Estagirita, por tanto, a la filosofía se
llega partiendo del estupor. Pero si para Platón la capacidad de
sorprenderse pertenece solamente al filósofo, para el cual, en
su soledad es imposible «traducir en palabras» el thaumazein
originario, para Aristóteles esta «maravilla» inicial es una ex­
periencia compartida por muchos que, una vez articulada en el
lenguaje, puede llevar a los hombres, y no exclusivamente al
sabio, al conocimiento70.
El modo de pensar el logos y el de delinear la relación en­
tre estupor y filosofía son, para Arendt, dos pruebas, entre las
posibles, de la voluntad aristotélica de salir del itinerario meta-
físico trazado por Platón, de aquel itinerario constelado por la
serie de ecuaciones que hacen coincidir Verdad y Pensamiento,
Pensamiento y Ser, Ser y Unidad Unidad y Eternidad. En una
palabra, Aristóteles volvería a abrirse a una «ontología plural»
que rehabilitaría de igual forma la contingencia y el devenir, al
igual que la singularidad y la diferencia.
Para Arendt es una prueba ulterior el hecho, para ella in­
contestable, de que Aristóteles acoge, en su lenguaje filosófico,
algunas palabras clave de la Antígona y de otras tragedias de
Sófocles. De cuyo léxico derivarían términos como eudaimo-
nia («el conocimiento de tener una buena vida») y phronein
(«la comprensión de la vida buena»), que en el Estagirita man­
tendría precisamente inalterado su significado específico y la

1,11 Aristóteles, Metafísica, 983a 14-20. Arendt se refiere en este pasaje a


The Life o f the Mind, cit., pág. 114. [Trad. esp.: op. cit.]
70 Sobre el estupor aristotélico en su diferencia con el platónico véase
también H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
Lecture, 1969, cit., pág. 024425.
concepción «trágica» del mundo que esto presuponía71. Tam­
bién gracias a Sófocles, en Aristóteles, lograría hacer de nuevo
brecha la consideración «pre-filosófica» de los asuntos huma­
nos que, no negando su frágil constitución, asigna solamente a
la palabra la encomienda «de salvar del olvido la acción y el
pensamiento, lo perecedero de los acontecimientos y el discur­
rir de las ideas, y de conservarlas para la inmortalidad terre­
na»72. Lo que Arendt parece subrayar es que no se representa
en él aquella sistemática fuga de lo negativo sobre la que la nie­
la física se ha edificado: Aristóteles no «niega la negación» en
una supuesta eternidad del ser, más bien está inclinado a acep­
tar el trágico conocimiento de la «temporalidad griega», el frá­
gil tiempo de los «mortales».
En la discontinua argumentación arendtiana, emerge con
suficiente claridad cómo ha conectado el «paso atrás» hacia el
modo de ser «auténticamente griego» el hecho de que Aristóte­
les no tenga todavía «una definición universal de hombre»73, en
t uyo interior «fagocitar» las diferentes singularidades. Si para
Platón el ser humano es en su esencia un animal racional que se
distingue gracias al nous, con el que logra percibir la verdad en
la muda contemplación, para Aristóteles su específica humani­
dad reside, en primer lugar, en ser un zoon politikon logon
echón, por lo tanto «en su capacidad de vivir en el modo del
lenguaje»74. Esta es la convicción que hace decir a la autora que
«en Aristóteles se oyen más nítidos los ecos de la opinión gene­
ral griega con respecto a la polis»15. Con esa definición no se
repropondría que el lugar común difundido en la ciudad-esta­
do, según el cual, todo el que se encontraba fuera de la polis
ya fuera esclavo o bárbaro no llevaba un modo de vida que
pudiese ser considerado como específicamente humano. Por­
tille si por una parte para Aristóteles, la facultad de la palabra

1 Cfr. H. Arendt, Philosophy an d Politics. The Problem ofA ction, cit.,


págs 8-9.
Ibídem, pág. 10.
n H. Arendt, K arl M arx and the Tradition, long draft, cit., pág. 16.
74 H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem ofAction, cit., pág. 8.
' Ibídem, pág. 7.
es algo que pertenece a todos los hombres, en cuanto son dife­
rentes de los animales, por otra parte ésta pertenece exclusiva­
mente a los griegos de la polis, «puesto que sólo ellos habían
logrado superar la animalidad». «Ser un zoon politikon logon
echón significaba llevar una auténtica vida humana en la polis,
el modo de vida más elevado posible»76. Quien no era ciudada­
no estaba por eso mismo aneu logou: privado no tanto de la fa­
cultad de formular palabras, «sino de un modo de vida en el
cual solamente el discurso tenía sentido y en el que la actividad
fundamental de todos los ciudadanos era la de hablar entre
ellos»77.
Y, sobre estos presupuestos, justamente se basaba aquella
identidad de política y de libertad por la que «ser libres y ser
miembros de la polis era todo uno»78, el ciudadano es libre en
un doble sentido: en sentido negativo, en el no estar sujeto a la
necesidad de la naturaleza y del trabajo. Aquella conducta en
la política es una «vida buena» justamente en tanto en cuanto
está liberada de la necesidad de los cuidados materiales, relega­
dos por Aristóteles al ámbito privado, pre-político, del oikos: la
asociación natural compuesta por miembros de la familia y de
los esclavos, cuyo único fin es el mero sobrevivir. El aspecto
positivo de ser libres se evidencia por el contrario en la acción
pública junto con otros: toda acción tiene que ser coral y por lo
tanto «tiene que empezar, estar acompañada y terminar con el
lenguaje»79. En Aristóteles pues, todavía están vivas «todas
aquellas intuiciones sobre la recíproca implicación de política y

76 Ibídem, pág. 10.


77 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 27 [trad. esp.: op. cit.].
78 H. Arendt, K arl Marx an d the Tradition, long draft, cit., pág. 3.
79 Ibídem. Pero alrededor de la distinción público-privado greco-aristo­
télica actúa de bisagra la entera estructura argumentativa de The Human
Condition, en particular las páginas 22-78 [trad. esp.: op. cit.]. Y sobre esta
interpretación, considerada «irónica» y «clasicista» por muchos estudiosos,
que ve en la Atenas de Pericles y en el pensamiento aristotélico una identi­
dad de libertad y política dentro de los muros de la p olis, se basan, en algu­
nos aspectos, las obras de G. Bien, La filosofía política di Aristotele, Bo­
lonia, II Mulino, 1985; y de C. Maier, La nascita della categoría di político
in Grecia, Bolonia, II Mulino, 1990.
de libertad en las que Platón había intencionalmente dejado de
pensar»80, quitándolas casi definitivamente del cuadro concep­
tual de nuestra tradición.
En el intentar restituir una dignidad ontológica a la praxis,
el Estagirita se pone por tanto en conflicto con el pensamiento
platónico. Un antagonismo que alcanza su acmé en los lugares
en donde Aristóteles se empeña en impedir que la acción ven­
ga comprendida basándose en los criterios de la póiesis y de la
technezi. Si libre, según todo el pensamiento griego, es sola­
mente «lo que es para sí y no para otro», y si tienen mayor no­
bleza las actividades que no recurren a la lógica medios-fines,
entonces, hace observar la autora, la acción aristotélica partici­
pa de ambos atributos. Efectivamente la praxis aristotélica, de
hecho, no contempla ninguna realización concreta y es pura
manifestación de libertad. Refiriéndose al significado aristoté­
lico de energeia, Arendt evidencia cómo en las formas de «ser-
en-acto» propias de la acción y del discurso, la finalidad no es
externa pero se encuentra en la misma actividad82. A diferencia
de la póiesis, en donde a través del sabio uso de instrumentos,
se llega a producir un determinado objeto, la acción plural y
discursiva no implica nada más que el estar juntos en la públi­
ca arena.
Es en retomar esta distinción, que separa claramente la pra­
xis de la póiesis, en lo que consiste la verdadera deuda de Arendt
con respecto a Aristóteles: ésta constituye la única rehabilitación
en sentido propio de la que se pueda hablar. La oposición catego-
rial aristotélica está efectivamente envuelta en un concepto de
lo político que, con la pretensión de reconciliarse con el propio
significado «originario», se convierte en el instrumento crítico
con el que fraccionar las estratificaciones de sentido deposita­
das por la metafísica sobre la política, bajo las que la acción ha
perdido su autonomía y difuminado sus límites. Aristóteles, o

80 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 12.
81 Arendt se refiere sobre todo a varios lugares del libro 1 y del VI de la
¡ '.tica a Nicómaco.
82 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 206 [trad. esp.: op. cit.].
mejor dicho, el Aristóteles «griego» contrapuesto al Aristóteles
platónico, es para Arendt el que testimonia e indica direcciones
que divergen del trayecto metafísico. Representa la excepcio-
nalidad de una reflexión, metafísica, cierto, pero por la cual
desbaratar temporalidad y contingencia no es el único y ni si­
quiera el primer objetivo83.
Una ulterior confirmación de la «excentricidad» de la pos­
tura filosófica del Estagirita le viene dada a Arendt por el trato
aristotélico de la proairesis. Un neologismo con el cual éste pa­
rece anticipar lo que será, a partir del cristianismo, la facultad
considerada por excelencia el órgano de la libertad: es decir, la
voluntad. «Ningún otro filósofo llega de forma tan cercana a
reconocer en la lengua y en el pensamiento griegos la extraña
laguna» de la voluntad84, se lee en La vida del espíritu. La ac­
ción, por cuanto no está dirigida a dejar detrás de sí ningún er-
gon, tendría necesidad, sin embargo, de «un deliberado proyec­
tar» que Aristóteles llama justamente proairesis: la elección,
entendida en el sentido de preferencia entre alternativas85. La
proairesis se configura como una facultad intermedia entre lo-
gos y deseo, entre razón y pasiones. Su función consiste en el
mediar la una con las otras. Esta parece de esta manera abrir un
espacio, aunque exiguo, sin el cual la mente estaría sometida a
dos ñierzas opuestas, pero igualmente coercitivas: la fuerza de
la verdad autoevidente que nos deja libres de asentir o disentir
y la fuerza de las pasiones que nos trastornan86. Aunque, conti­
núa Hannah Arendt, «el espacio dejado a la libertad es bastan­
te reducido. Sólo deliberamos sobre los medios para un fin des­
contado ya, que no podemos elegir»87.

83 Arendt escribe: «Aristóteles es el último para el cual la libertad — que


forma un uno con la contingencia— no es todavía un problema.» H. Arendl,
Karl M arx and the Tradition. long draft, cit., pág. 14.
84 Véase H. Arendt, The Life o f the Mind. vol. II, cit., pág. 57. Para l;i
noción de proairesis véanse especialmente págs. 55-63. [Trad. esp.: op. cit /
85 Ibídem, vol. II, pág. 60. Para este tratamiento de la proairesis Arendl
se refiere a Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1139a 31-33, 1 139b 4-5.
86 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, pág. 62. [Trad. esp.: op. cit /
87 Ibídem.
Por tanto, la conclusión a la que llega en estas páginas de
La vida del espíritu es que laproairesis aristotélica, aunque in­
troduzca un elemento de indeterminación en el «determinis-
1110» de las fuerzas que guían el actuar humano, no es un fun­
damento lo bastante sólido sobre el que edificar una teoría de la
‘acción y de la libertad. Nótese de paso que las consideraciones
sobre la insuficiencia, a los fines de una política «auténtica», de
las nociones aristotélicas de proairesis y de otras conectadas con
ellas evidencian la distancia de la autora ante los proyectos «re-
liabilitativos» y «propositivos» que sitúan en el corazón del tra­
tamiento aristotélico de la phronesis y de la proairesis: la pro­
pia forma de una racionalidad práctica, alternativa tanto para la
racionalidad teórica de los antiguos como para la racionalidad
instrumental de los modernos88.

3. Más que para resaltar las diferencias con una corriente


del debate filosófico-político contemporáneo, el comentario a
estos pasos aristotélicos nos sirve ahora para introducir la otra
cara de la lectura arendtiana de Aristóteles. Según la autora es
i-l mismo Aristóteles el que tiene dos caras: una justamente di­
rigida a los «principios griegos», prefilosóficos; la otra que
mira en la dirección abierta por Platón.
Las distinciones entre póiesis y praxis, entre sophia y phro­
nesis, entre nous praktikos y nous theoretikos*9, entre verdad y

88 Me refiero, aun con las debidas diferencias, a las propuestas teóricas


de varios autores, viejos y nuevos, de la Rehabilitierung, ya sea alemanes ya
sea anglosajones. Más que a Gadamer, que aun persiguiendo el intento de
extraer de la phronesis aristotélica una racionalidad alternativa, llega sin em ­
bargo a conclusiones en algunos aspectos parecidas a las arendtianas, pien-
so, por ejemplo, en su alumno R. Bubner,Azione, Linguaggio, Ragione, B o­
lonia, II Mulino, 1985. Para una reciente y documentada reconstrucción del
debate del siglo x x sobre Aristóteles, véase E. Berti, Aristotele nel Novecen-
lo. Roma-Bari, Laterza, 1992. A pesar de que se haya escrito muchísimo en
estos últimos años sobre la phronesis, de entre los mejores trabajos que exis­
ten sobre tal argumento, se mantiene siempre el de P. Aubenque, La Pruden­
te chez Aristote, París, 1963.
s'' Sobre la diferencia entre el nous praktikos y nous theoretikos véase
11 Arendt, The Life o fth e Mind, cit., vol. II, pág. 58. [Trad. esp.: op. cit.]
significado, son en cierta manera «excepcionales» y sin conse­
cuencias de largo período. No solamente porque serán arrolla­
das por una tradición que da la espalda a las intuiciones aristo­
télicas sino también y sobre todo porque vienen acompañadas,
en el interior de esa misma filosofía que las custodia, por unas
mayores «concesiones» a la «ciencia terrible».
Aristóteles, éste es el veredicto arendtiano, falla en su in­
tento de contrastar la filosofía platónica: éste, aún rechazando
la doctrina de las ideas, sigue a Platón no tanto y no únicamen­
te en el distinguir como él, entre un modo de vida teorético y un
modo de vida dirigido a los asuntos humanos, sino en cuanto a
aceptar el orden jerárquico constituido entre los modos de
vida90. Las premisas que legitiman la prioridad de la teoría so­
bre la praxis, de la filosofía «primera», justamente, sobre la que
reflexiona sobre las cosas del hombre, son quizás más apre­
miantes y sistemáticas que las elaboradas por Platón. También
el Estagirita «pensaba por su parte que era absurdo considerar
a la filosofía política como una de las actividades supremas»,
porque «las cosas del hombre no eran verdaderamente lo mejor
que existía en el universo»91. Casi otorgando una sistematiza­
ción teórica al fundamental presupuesto de la doctrina de las
ideas, divide la realidad «entre las cosas que no pueden ser de
manera diferente de como son y que son para siempre» y «las
cosas que pueden ser de otra manera». Tan sólo con respecto a
las primeras se puede hablar de verdad una verdad filosófica
que «obliga a los hombres con la fuerza de la necesidad», a la
manera de la aletheia platónica92. Si la filosofía es la ciencia de
los inicios y de los principios, de las archai — el tema dominan­
te de la metafísica aristotélica— que se presentan a la mente en
una intuición autoevidente, sigue siendo también para Aristóte­
les fundamental la misma concepción de la verdad que la de
Platón: la verdad pensada en términos visuales, es decir, funda­

1,0 Véase H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, cit., págs. 15 y ss.
1)1 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024420.
1,2 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., págs. 120-121. [Trad. esp.: o¡>.
cit.J Arendt se refiere a Aristóteles, Metafísica, 984b 10.
da «sobre esa misma autoevideneia poderosa que nos obliga a
admitir la identidad de un objeto cuando se le tiene delante de
los ojos»93. La filosofía primera se ocupa pues exclusivamente
ile estos principios universales y eternos, cuya verdad se desve­
la solamente a la vista del bios theoretikos, en la soledad de la
contemplación.
Arendt hace notar cómo ya en el Protreptikos Aristóteles
anotase entre las ventajas de la «vida filosófica» su condición
de absoluta independencia: la vida que teoriza, efectivamente,
no se ocupa solamente de universales que, para empezar, exis­
ten en un «no lugar», transcendiendo toda determinación sensi­
ble y concreta94. Continúa luego subrayando que también para
el Estagirita la actividad del pensamiento consiente en suspen­
der la temporalidad en un «presente que dura». No es una ca­
sualidad que hable de esto precisamente en el décimo libro de
la Ética a Nicómaco, dedicado como se sabe al placer, en don­
de se recuerda que: «Es posible experimentar placer en ausen­
cia de tiempo: el acto del placer efectivamente es algo que está
del todo en el instante presente»95. La actividad que verdadera­
mente puede llevar al placer y a una «vida feliz» es pues la con­
templación: el único modo de vivir realmente libre porque es el
único modo de vivir absolutamente independiente, lo que cons­
tituye un fin en sí: independiente incluso del tiempo.

93 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., págs. 119-120. [Trad. esp.: op. cit.]
1)4 Cfr. ibídem, pág. 200. La autora observa: «Aquí — en el Protrepti­
kos el bios theoretikos es celebrado porque no necesita por su práctica ni
de instrumentos ni de lugares especiales; en cualquier lugar de la tierra en
donde uno se dedique a pensar, en dondequiera que se encuentre estará
en contacto con la verdad com o si ésta estuviese presente [...]. La causa de
esta gozosa independencia consiste en el hecho de que la filosofía (el cono­
cer Kata logou) no se ocupa de particulares, de cosas dadas a los sentidos,
sino de universales (Kath’halou), de cosas que no pueden ser localizadas.»
95 Aristóteles, Etica a Nicómaco, 117a, 13-30, en donde se lee: «Noso-
Iros pensamos que el placer está estrechamente unido a la felicidad, pero la
más placentera de las actividades conforme a la virtud es, estamos todos de
acuerdo, aquella conforme a la sabiduría; en cualquier caso se admite que la
I ilosofía tiene en sí misma placeres maravillosos por su pureza y estabilidad
y es natural que la vida de los que se dedican a ella transcurra de modo más
placentero que la vida de los que no la buscan.»
En fin, cuanto más segura tenga Aristóteles la dignidad
ontológica de las cosas «que pueden ser de manera diferente
de cómo son», con el reconocimiento que de tal dignidad con­
vive, más articula y sistematiza el orden dicotómico inaugu­
rado por Platón: por una parte, realidades universales y eter­
nas, por las que solamente es posible hablar de verdad por
otra, realidades singulares y transitorias, por las cuales no se
puede ir más allá de lo «verosímil». Y si bien Aristóteles re­
chaza la traducción lineal del orden de la theoria en el reino
de las acciones humanas, dejando a estas últimas un espacio
autónomo de realidad y de pensabilidad, es cierto que la supe­
rioridad de la contemplación sobre la acción, de la filosofía
sobre la política, que en última instancia está sancionada tam­
bién por la reflexión aristotélica, no puede quedar sin conse­
cuencias sobre la misma concepción del político. He aquí el
motivo, parece sugerir Hannah Arendt, de las ambigüedades
y de las contradicciones que se encuentran en el interior de la
filosofía práctica aristotélica.
Entre las primeras, el hecho de que Aristóteles deje más de
una vez escapar que la «condición de las cuestiones públicas y
el gobierno de los cuerpos políticos deban desarrollarse según
la modalidad de la fabricación»96. Hay pasajes de la Ética a
Nicómaco en donde al poner ejemplos que quieren ser de ac­
ción, Aristóteles se refiere en realidad a actividades de carác­
ter poiético y técnico y a actividades en las que el fin no está
implícito en su propio desarrollo, pero se materializa en un

96 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 230 [trad. esp.: op. cit.]:
«Ocurre de hecho que Platón y, en menor grado, Aristóteles, que no consi­
deraban a los artesanos ni siquiera merecedores de la plena ciudadanía, fue­
ron los primeros en proponer que el manejo de las cuestiones públicas y el
gobierno de los cuerpos políticos tuviesen que desarrollarse según la moda­
lidad de la fabricación. La contradicción evidente en estas concepciones in­
dica claramente la profundidad de las auténticas dificultades inherentes a la
facultad humana de actuar, y la fuerza de la tentación de eliminar los riesgos
y los peligros que ésta conlleva, introduciendo en el tejido de las relaciones
humanas categorías mucho más fiables y sólidas que se refieren a las activi­
dades con las que afrontamos la naturaleza y construimos el mundo del arti­
ficio humano.»
ergon91. Además, como ya había hecho Platón, recurre a ana­
logías entre la política y el arte médico u otras actividades
para las cuales se requieren competencias específicas que in­
troducen una simetría y una disparidad en el interior de la re­
lación.
En cierto sentido, Aristóteles no condena de manera sufi­
cientemente radical el espíritu utilitario, «para los griegos, una
especie de filisteísmo que induce a pensar todas las cosas en
términos de fines y de medios»98, para otro, extiende el despre­
cio filosófico en su estudio de la póiesis y a la techne y también
a la praxis.
Pero más que la destrucción de la frontera entre acción y
fabricación, en Aristóteles empieza a hacerse significativa la

97 Sobre este punto son extremamente incisivas las páginas del ensayo
inédito Philosophy an d Politics. The Problem ofAction, cit., págs. 13-15, en
donde refiriéndose claramente a la Etica a Nicómaco, 1168a 13, la autora
pone en duda que puedan tener relevancia com o modelos de auténtica acción
los ejemplos aducidos por Aristóteles, com o los del benefactor. Es interesan-
Ic reproducir lo que Arendt escribe en la página 13: «Se podría decir que
toda la filosofía política de Aristóteles gire alrededor del problema de la p ra ­
xis, de la acción, y que tenga com o principal preocupación la de evitar una
interpretación de la acción a la luz de la fabricación. En contra de Platón,
éste ha intentado re-establecer la dignidad del biospolitikos y la grandeza del
hombre político. Pero que Aristóteles haya fallado en este empeño aparece
de modo claro en la Etica a Nicómaco, en donde discute dos ejemplos im­
portantes de hombres de acción, [...] el benefactor y el legislador. En el pri­
mer caso, plantea la cuestión del por qué el benefactor ama a aquellos que ha
;iyudado más de lo que éstos le amen a él. Responde afirmando que el bene­
factor ha cumplido una obra, un ergon [...]. Aristóteles concluye que es mu-
i lio mejor hacer algo que disfrutar de algo y que cada uno ama su propia
obra (his own work), que con sus mismas manos ha hecho existir. Recuerda
;i sus lectores que esto es todavía más cierto para los poetas que aman sus
propios poemas al menos tanto com o una madre ama a sus propios hijos. De
este modo demuestra, por encima de cualquier duda, en qué mecida la
“obra” de la acción es considerada de manera parecida a la “obra” de arte,
lechne o a la fabricación, póiesis. Sin embargo es bastante fácil reconocer
| | que la acción puede configurarse com o producto, com o ergon, sólo a
condición de que su auténtico significado, es decir, su intangibilidad y su ab­
soluta fragilidad, se destruyan.»
98 Ibídem, pág. 15.
desaparición de la distinción entre oikos y polis. Son bastante
frecuentes, afirma la autora, las referencias al carácter de «ne­
cesidad» inherente a la vida pública. En sustancia, sobre los
asuntos humanos y sobre su libertad de constitución pesaría la
sombra de las necesidades materiales que obligan a los hom­
bres a vivir juntos". Enfatizando tal aspecto, Arendt llega a for­
mular un juicio sorprendente, por el que la teoría política de
Aristóteles puede ser definida como «la primera teoría sistemá­
tica de los intereses materiales que dominan el ambiente políti­
co». En fin, en la filosofía aristotélica albergaría también una
«aceptación resignada del hecho que la política es necesaria
para la vida, como lo sería la concesión de las necesidades para
el cuerpo». Aristóteles introduciría así numerosos aspectos de
aquella concepción materialista «por la que toda acción está en
el fondo motivada por necesidades materiales», que «ha sido
una constante de nuestro pensamiento político», y que «ha en­
contrado en Marx uno de sus más eminentes exponentes»100.
Una vez que los elementos de la experiencia «pre-políti-
ca», la experiencia vivida por ejemplo en la relación entre el
amo y los esclavos, se introducen en la esfera política, el pro­
blema político se traduce inmediatamente, como ya en Platón,
en el problema de dominio de algunos sobre otros101. En el pen­
samiento aristotélico, la afirmación según la cual «toda comu­
nidad política está compuesta por aquellos que gobiernan y por

99 Véase sobre todo H. Arendt, K arl M arx and the Tradition, long draíl,
cit., págs. 34 y ss. \
100 Todas las citas están tomadas de ibídem, págs. 34-35. Si bien con tonos
más difusos, Arendt afronta el problema del «materialismo aristotélico» tam­
bién en The Human Condition, cit., pág. 183, núm. 8 [trad. esp.: op. cit.], don­
de escribe: «El materialismo en la teoría política es tan viejo como la afirma­
ción platónica/aristotélica de que las comunidades políticas (poleis) y no sola­
mente la vida familiar o la coexistencia de muchas familias (oikai) deben su
existencia a la necesidad material.» Y sigue argumentando que «el concepto
aristotélico de Sympheron, que encontramos más tarde en la utilitas de Cicerón,
tiene que ser entendido en este contexto. Ambos se adelantan a la que será la
teoría del interés desarrollada por primera vez por Bodin (como los reyes go­
biernan a los pueblos, de la misma manera los intereses gobiernan a los reyes)».
101 H. Arendt, K arl M arx and the Tradition, long draft, cit., pág. 19.
aquellos que son gobernados»102 no deriva sin embargo ni en
legitimar propiamente una razón tiránica y dictatorial, ni en la
presunta competencia de un «filósofo rey» que exige para sí
mismo el control de los quehaceres humanos. No se justifica,
pues, argumentando una supuesta superioridad del experto so­
bre el profano. Aristóteles ha sido más bien «el primero en re­
ferirse a la naturaleza [...] que establece la diferencia entre el
más joven y el más anciano, destinando al uno a ser goberna­
do, al otro a gobernar»103. Como si Aristóteles hubiese olvida­
do la propia definición de polis: «La polis es una comunidad
tic iguales con el fin de llevar una vida que es potencialmente
la mejor»104, y con ésta la diferencia radical, afirmada por él,
entre pluralidad, lenguaje y libertad por una parte y dominio y
necesidad por otra. Pero también como si Arendt, interprete de
la afirmación aristotélica («la polis nace por amor de la vida,
pero permanece en existencia por amor del vivir bien»), diese
un exclusivo realce a la primera proposición, olvidando la se­
gunda.
Pero entonces se podría argumentar que la cuestión funda­
mental de la reflexión política arendtiana ya está toda aquí: en-
tre Aristóteles y el propio Aristóteles. En la contraposición
entre una modalidad de concebir la praxis que la cosifica ha­
ciéndola o «necesaria» o jerárquicamente «bien ordenada»—
y una modalidad que la comprende iuxta propia principia:
«dejando ser», en el compartir, la contingencia y la pluralidad
propias del tiempo finito de los habitantes de la polis. Antes de
seguir una vía que bifurcándose llega hasta nosotros, los dos
«paradigmas» de lo político, si así se pueden llamar, están am­
bos presentes en Aristóteles, el uno cerca del otro. Arendt en
un artículo inédito ha escrito: «Poco después de Aristóteles el
problema del poder, entendido como dominación, se convierte
en el problema político por excelencia [...]. Entonces no hay
nada más en juego excepto quién domina a quién y cuántos

102 H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 116.


103 Ibídem, la referencia es a Aristóteles, Política. 1332 b 12 y 1332 b 36.
104 Aristóteles, Política, 1328 b 35.
dominan a cuántos»105. Pero en verdad, atendiendo a sus refle­
xiones, esto ya ocurrió con el mismo Aristóteles: sus definicio­
nes de los tipos de gobierno están, por ejemplo, en chirriante
contraste con su misma concepción del ciudadano106.
Esto ocurre, en el fondo, porque las intuiciones sobre la au­
tonomía y la dignidad de la praxis no logran labrarse un espa­
cio suficiente en una concepción que quiere la política sujeta a
una doble autoridad. «La política aristotélica deriva en un doble
sentido: tiene su origen en el dato del hecho pre-político de la
vida biológica y su fin en la suprema posibilidad, para el hom­
bre, la posibilidad post-política»107. En un extremo, la necesi­
dad de unirse, dictada por las necesidades; por el otro, la scho-
1e. El modo de vida supremo dedicado a la filosofía, a la con­
templación de las eternas verdades.
Después de Aristóteles, con el estoicismo y el cristianismo,
esta doble subordinación se convierte tanto más en indisoluble
cuanto que es obvia. La traducción de zoon politikon por ani­
mal social, una sociabilidad necesaria que obliga del mismo
modo a hombres y a animales, y de zoon logon echón por ani­
mal racional108 sanciona la desaparición definitiva, dentro de

105 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 19.
106 Ibídem.
107 Ibídem, pág. 29.
108 Ibídem, págs. 11-12: «Después de Aristóteles tomó forma una tradi­
ción que tradujo hombre político com o hombre social y hombre capaz de
discurso com o animal racional: un animal que razona. En ambos casos la in­
tuición aristotélica y su correlato concepto de libertad, que corresponden a la\
experiencia del po lites griego, se perdió. La palabrapolitikos ya no signifi-l
caba un singular y eminente modo de vida, un modo de ser-con, en donde la
auténtica especificidad humana, en cuanto diferente de las características co­
munes también a los animales, podía probarse a sí misma. Pero significaba
una capacidad onnicomprensiva que los hombres compartían con las espe­
cies animales y que finalmente fue óptimamente expresada en el concepto
estoico de humanidad: un rebaño gigantesco bajo un único gran pastor hu­
mano. La propia palabra logos, que en el uso griego clásico significaba ya
sea palabra ya sea pensamiento [...] se transformó en ratio, cuya característi­
ca, a diferencia de un logos que mantiene todavía una referencia política, está
en el hecho de que reside y se refiere primariamente a un individuo que ra­
zona en su singularidad —que no utiliza palabras para expresar sus pensa-
los dos universales, del recuerdo de una experiencia en donde
el actuar con los otros individualizándose singularmente y el
intentar sobrevivir en la memoria sin refugiarse en lo eterno
formaban un todo con el ser-hombre.

mientos a los demás.» Y en la pág. 26 se lee: «Esta fundamental desvalori-


/ación de un completo ámbito de vida que Aristóteles aceptó de Platón y que
ha seguido siendo dominante a lo largo de nuestra tradición de pensamiento
político rechazó victoriosamente el fuerte ataque que recibió de la filosofía
romana. La Cristiandad, en efecto, interpretó su particular rechazo de la po-
lilica en términos de platonismo y pudo asimilarse muy fácilmente al pensa­
miento griego, pero no al romano, porque el Cristianismo era igual de anti­
político que la filosofía griega. Desde entonces la separación de pensamien­
to y acción [...] no fue puesta nunca más en duda así como tampoco se vio
amenazada la prioridad del pensamiento sobre la acción, del percibir la
Única Verdad sobre tener múltiples opiniones. Todo esto nunca más se cues-
lionó y pasó por así decirlo linealmente en el patrimonio cristiano. El cristia­
nismo, además, da un paso hacia delante en la desvalorización de la acción:
no solamente la confundió con la fabricación sino que la identificó también
con el trabajo. Desde el punto de vista de la vida contemplativa, trabajo, obra
y acción tienden a ser unificados.»
La soberanía y la voluntad ante la política

1. H o b b e s

1. En la reconstrucción arendtiana de las relaciones entre


metafísica y política, Hobbes, «el más grande filósofo político
tle la primera modernidad», señala una etapa crucial. La inter­
pretación de Hannah Arendt pone un especial cuidado, en pri­
mer lugar, en relevar los elementos de fuerte discontinuidad in­
troducidos por el filósofo en la historia de la Main Tradition.
Sin embargo esa lectura no se inscribe en la dirección de Hob-
bes-Forschung que, empezando por Tónnies, sitúa en el pensa­
miento hobbesiano la «revolución copernicana» del ámbito del
pensamiento político1: en el De Cive y en el Leviatán se disol-

1 Entre las más «clásicas» lecturas hobbesianas que señalan en el filósofo


inglés un principio de giro fundamental de la tradición política y la disolución
de las categorías aristotélicas, véanse al menos: E Tónnies, Hobbes. Leben und
Lehre, Stuttgart, 1896 [trad. esp.: Thomas Hobbes. Vida y doctrina. Madrid,
Alianza, 1988] y además, id., «Hobbes und das Zoon Politikon», Zeitschrift
fur Volkerrecht, XII, 1923, págs. 471-488; Th. A. Spragens, The Politics qfM o-
tion. The World o f Thomas Hobbes, Lexington, Kentucky, 1973; los ensayos
ile Schmitt, recogidos en C. Schmitt, Scritti su Thomas Hobbes, a cargo de
C. Gallí, Milán, Giufirc, 1986. Más ambigua es la posición de L. Strauss, «La
filosofía política di Hobbes», en id., Che eos ’é la filosofía política?, Urbino,
Argalia, 1972, págs. 117-350. En muchos aspectos son, sin embargo, conti-
nuistas las tesis, igualmente «clásicas», de M. Oakeshott y de J. W. N. Watkins.
vería el axioma del zoon politikon aristotélico que había cons­
tituido el eje de una tradición mantenida viva, aun diferencián­
dose en su propio interior, hasta Althusius. En otras palabras,
Arendt no puede subscribir la propuesta hermenéutica que ve
en la filosofía política de Hobbes un «cambio de paradigma»2.
Porque si en el análisis de la política del Leviatán la autora no
se cansa de enfatizar el gran alcance innovador de las concep-
tualizaciones hobbesianas, sin embargo, no puede otorgarles el
papel de una «revolución paradigmática». A su juicio, «the
great tradition o f political philosophy and political thought» no
coincide para nada con el aristotelismo, pero vuelve, como se
ha visto, a Platón. Si, en este sentido, se tuviese que hablar de
paradigma, éste se identificaría con la reducción de la praxis a
la póiesis, que encuentra su origen teórico en los diálogos pla­
tónicos, propuesta de nuevo en muchos aspectos por Aristóte­
les y luego totalmente tematizada por el mismo Hobbes. No es
que Arendt subestime el alcance de las revueltas producidas
por la filosofía política moderna, pero en su opinión éstas han
ocurrido en el interior de las directrices trazadas, por así decir­
lo, por el «paradigma originario»: una manera de pensar la pra­
xis que produce un desconocimiento, siempre más radical, de lo
político. Con tal persistencia paradigmática como fondo, Hobbes
es de cualquier forma un pensador crucial que, en un cierto
sentido, hace de bisagra entre Platón y Marx. Con Hobbes, y
menos emblemáticamente también con Spinoza y Locke, se
asiste finalmente a una reafirmación de la dignidad de la vita
activa con respecto a la vita contemplativa. Un giro total que
«prepara» la completa y peligrosa celebración de la praxis que
culminará sólo con Marx.

2. Análogamente a los filósofos originarios de Frankfurt,


que atribuían al «hosco escritor de la burguesía» el gran mérito

2 Recurriendo a una noción propuesta por Manfred Riedel, se podría


quizá mantener que Arendt ve en la filosofía política hobbesiana una «evo­
lución de paradigma». Cfr. id.. «Cambiamento di paradigma nella filosofía
política?, Hobbes e Aristotele», en M. Riedel, M etafísica e M etapolitica
(1975), Bolonia, II Mulino, 1990, págs. 203-221.
de haber descubierto los fracasos del iluminismo burgués3,
Arendt confiere un gran significado a la irreverencia teórica
del filósofo inglés. No sólo aprecia su lucidez en poner al des­
cubierto los «fundamentos de la política de la nueva clase as­
cendente», sino en general, elogia más la claridad con la que
hace evidentes los diseños del «proyecto filosófico-político»
de la modernidad: la coincidencia del Estado y política, la anu­
lación de la pluralidad en el orden del Uno, la suspensión de la
temporalidad en instituciones que se pretenden eternas.
El interés por Hobbes se remonta a los tiempos de Los orí­
genes del totalitarismo, en cuyas páginas el autor del Leviatán
está definido como «el único gran filósofo al cual la burguesía
pueda apelar con pleno derecho, aun si durante mucho tiempo no
ha reconocido sus principios». Su concepción adquisitiva del in­
dividuo es presentada como «un retrato casi completo, no del
hombre, en cuanto tal, sino del hombre burgués, un análisis que
en trescientos años no ha perdido actualidad, ni ha sido supera­
do». Su teorización de «una acumulación sin fin de poder» por
parte del Estado está puesta en relación con la acumulación in­
cesante de propiedad por parte de los individuos privados4.
Arendt continuará haciendo referencia al filósofo inglés
como al «teórico de la sociedad burguesa», pero a este elemen­
to interpretativo se añadirán otros, menos atentos a la contex-
lualidad histórica y más interesados en captar la peculiaridad
del pensamiento hobbesiano desde el punto de vista de la histo-

’ Cfr. M. Horkheimer y T. W. Adorno, La dialéctica de la Ilustración


( ll>47), Madrid, Trotta, 1994; la analogía está también señalada por C. Galli,
• Strauss, Voegelin, Arendt lettori di Thomas Hobbes», en C. Galli, Moderni-
l('i. Categorie e profili critici, cit., págs. 225-252.
4 Cfr. H. Arendt, The Origins ofTotalitarianism, cit., pág. 141 [trad. esp.:
Los orígenes del totalitarismo, op. cit.]. Poco antes Arendt había afirmado:
lobbes es en verdad el único gran filósofo a quien la burguesía pueda ape­
lar con pleno derecho, aunque durante mucho tiempo no haya reconocido sus
principios», pág. 139. Hemos notado que, en estas páginas, Arendt nos pro­
pone una interpretación bastante parecida a la que años después será elabo-
lada por MacPherson y que retrata a Hobbes como el arquetipo del individua­
lismo posesivo. Cfr. C. B. Macpherson, The Political Theorv ofPossessive In-
tlividualism, Oxford, Clarendon Press, 1962.
ría de la filosofía política. En efecto, el tema central de los es­
tudios posteriores a su libro sobre el totalitarismo será el relie­
ve dado al enraizar el De Cive y el Leviatán en la filosofía an­
terior a Descartes. Sobre la concepción filosófico-política de
Hobbes repercutirían las consecuencias de la revuelta episte­
mológica y teórica marcada por el descubrimiento del cogito.
Dándole un tratamiento típicamente heideggeriano, Arendt
destaca en el Discurso del método el desplazamiento definiti­
vo a partir de una concepción de la verdad como manifestación
de un orden objetivo, que se desvela a la mente del hombre,
hacia una concepción de la verdad como certeza del ente perci­
bido, una certeza propia del sujeto y subjetivamente fundada5.
Pero también en este caso, Arendt recurre a explicaciones que
no se pueden reducir a las que apelan a una presunta «epocali-
dad del Ser». Explica el «paso de la ontología a la gnoseología»
que Descartes decreta recurriendo a una constelación de he­
chos concretos y contingentes. La vuelta al subjetivismo que
inaugura la modernidad está contextualizada en las páginas de
La condición humana, dentro de un cuadro de acontecimientos
concretos, tales como la Reforma protestante, el nacimiento del
capitalismo y la invención del telescopio. Sin detenernos ahora
sobre la narración arendtiana del nacimiento de lo moderno
—cómo se sitúa con respecto al pasado y cuáles son los esce­
narios que preanuncia para el futuro— baste decir que, en un
primer nivel del análisis, estos acontecimientos concretos se
consideran en cuanto su acción ha provocado un profundo ba­
che entre el individuo y el mundo. En cuanto a la filosofía, el
nacimiento de la ciencia experimental ha sido decisivo para la
progresiva «alienación del mundo». En ese nuevo concepto de
verdad tendenciosamente «autorreferencial» y autofundado,
según el cual lo «verdadero» es algo que «tiene que ser arran­

5 Véase H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 257 y ss. [trad. esp.:
op. cit.] y también en The Life o f the Mind, cit., págs. 53 y ss. [Trad. esp.: op.
cit.] Por lo que respecta a Heidegger ya se ha precisado en la parte precedente
de este trabajo que el ensayo decisivo a este respecto es M. Heidegger, Holz-
wege, cit. [trad. esp.: Caminos del bosque, Madrid, Alianza, 1998], En esta lec­
tura de Descartes son también significativas las sugestiones provenientes de
K. Jaspers, Descartes und die Philosophie, Berlín, De Gruyter, 2.a ed., 1948.
cado a las apariencias», con el fin de confirmar las hipótesis
avanzadas por el sujeto, se reflejaría el shock provocado por el
descubrimiento de la esfericidad de la tierra. Los sentidos,
efectivamente, habían percibido exactamente lo contrario has­
ta aquel momento0. La convicción de una fisura entre la «au­
téntica realidad» y las «meras apariencias», un tiempo confina­
da en la filosofía pura, irrumpió así en las ciencias, generando
problemas de imposible resolución que recayeron en el campo
de la propia filosofía. La ciencia, después de Galileo, se mostró
profundamente recelosa con respecto a los sentidos, un escep­
ticismo que imprimió a la filosofía una dirección «solipsítica».
Con Descartes, el solipsismo, «la falacia más tenaz y quizá más
perniciosa de la filosofía», alcanzó «el rango más elevado de la
coherencia teórica y existencial»7. El filósofo, obsesionado por
la duda hacia la realidad dada, «se refugió en esa misma sole­
dad del pensamiento en donde ya Platón y Parménides se ha­
bían retirado»8. En Descartes se hace imperiosa la exigencia de
encontrar algo cuya realidad esté más allá de cualquier duda
posible, más allá de las ilusiones de la percepción sensorial y
más allá de los hipotéticos engaños de un Dieu trompeur9. La
solución está clara: las dudas sobre la realidad del mundo exter­
no, de Dios y del yo, son superadas supeditando a los análisis
radicales el mismo proceso dubitativo: deduciendo del proceso

6 H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 273-289 [trad. esp.: op.
cit.]. En esta reconstrucción de las vicisitudes de la ciencia y de la filosofía mo­
dernas se notan, a menudo, ecos de las interpretaciones dadas por A. Koyré, D el
mundo cerrado al universo infinito (1957), Madrid, Siglo XXI, 1989.
H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., pág. 46. [Trad. esp.: op. cit.] So­
bre la repercusión de la nueva ciencia sobre la filosofía véase también The
Human Condition, cit., págs. 252 y ss. [trad. esp.: op. cit.]
8 H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., pág. 47 [trad. esp.: op. c i t ] e id.,
Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?, cit., pág. 024417.
9 Arendt demuestra más de una afinidad con la lectura de Descartes
ofrecida por M. Merleau-Ponty en Le visible et l ’invisible, cit., donde se lee:
*<keducir la percepción al pensamiento de percibir [...] equivale a un seguro
contra la duda, cuyos premios son más onerosos que la pérdida con la que
habría que indemnizarnos: significa dirigirse hacia un tipo de certeza que no
nos devolverá nunca “el hay” del mundo.»
de pensamiento la realidad del yo. Lo que queda como única
verdad es pues la evidencia y la certeza de que, mientras pen­
samos, nos percibimos a nosotros mismos10.
Este acercamiento filosófico para la autora sanciona el defi­
nitivo adiós de la filosofía del mundo y la renuncia de la razón a
cualquier modalidad de füncionamento dialogado. Descartes re­
duciría la ratio a mero razonamiento, transformándola en la habi­
lidad de sacar conclusiones coherentes a partir de premisas dadas,
a la cual casi todos los ensayos filosóficos de la primera moderni­
dad hacen referencia. El filósofo, en fin, traumatizado por la revo­
lución copernicana, ya no se retrae, como Platón, del mundo de
las engañosas caducidades, para adentrarse en ese otro mundo en
donde la verdad se manifiesta. Ahora huye de ambos y se retira
en sí mismo. Como consecuencia, la razón le aparece adecuada
sólo si se pone frente a procesos que se desarrollan dentro del
hombre o a objetos hechos por el hombre mismo.
No me interesa ahora valorar la correcta lectura de la filoso­
fía cartesiana que reduce, un poco esquemáticamente, el cogito
hacia una consecuencia extrema de la revolución científica. Lo
que ahora importa es destacar que para Arendt las nuevas filo­
sofías políticas del siglo xvn, y sobre todo la de Hobbes, están
determinadas por las elecciones teóricas y por las razones de

10 Véase sobre todo H. Arendt, The Human Condition. cit., págs. 273
y ss. [trad. esp.: op. cit.] y también H. Arendt, Philosophy and Politics. The
Prohlem o f Action, cit., pág. 19, en donde se afronta el problema desde el án­
gulo visual del desplazamiento del objeto al sujeto. En la pág. 20, se lee: «La
verdad consiste sólo en lo que siento o he hecho. Ya no existe la verdad como
la tradición la ha entendido siempre: la duda universal se fundamenta sobre
la convicción de que la verdad no está ya dada al hombre; que la verdad no
revela ya el orden de un mundo objetivo. La verdad no consiste ya ni en la
revelación ni en la adequatio reí et intellectus, puesto que la mente y los sen­
tidos ya no podrán captarla. Que la verdad fuese revelación es el funda­
mento que la ciencia y la filosofía antiguas tienen en común con la religión
occidental revelada. [...] La versión filosófica griega mantiene que la verdad
puede ser recibida en puridad solamente por un theorein que conlleve un ver
sin hacer nada. Mientras que el conocimiento moderno lleva implícito un ha­
cer [...]. Pero la racionalidad de la filosofía cartesiana no debe confundimos
sobre el hecho de que ésta ha nacido de una fe total en la razón y que la ra­
cionalidad moderna, no m enos que la irracionalidad, se basa sobre tal fe.»
fondo que estructuran el proyecto de Descartes. En Hobbes,
pero también en Spinoza, en Locke al igual que en Hume, la
teoría dejaría caer la pretensión de comprender el mundo para
dirigirse exclusivamente a las cosas que deben su existencia a
la actividad del propio sujeto: por ejemplo, la construcción de
aquel hombre artificial llamado Estado". La originalidad de la
lectura arendtiana de Hobbes no reside tanto en el establecer
una conexión, por lo demás señalada por varios intérpretes12,
entre la nueva ciencia experimental, la filosofía cartesiana y la
construcción política del Leviatán, como en las conclusiones a
las que llega, partiendo de esta premisa.
El modo en el que Hobbes traduce en términos políticos la
nueva visión filosófico-científica del mundo rompe con algu­
nos elementos de la tradición pero, al mismo tiempo, reafirma
y radicaliza otros. Hobbes depone el bios theoretikos de su po­
sición de acceso privilegiado a la verdad, revolucionando el ori­
gen jerárquico entre vita activa y vita contemplativa. Parecería

11 Cfr. H. Arendt, The Concept o f History, cit., pág. 76.


12 Entre las interpretaciones destaco solamente J. N. Watkins, H o b b e s’
Svstem o f Ideas, Londres, Hutcheson, 1965; M. Oakeshott, Hobbes on Civil
Associations, Oxford, Blackwell, 1975; M. M. Goldsmith, H o b b es’ Science
o f Politics, Nueva York, Columbia University Press, 1966. Recientemente ha
salido un libro importantísimo que plantea de forma innovadora la relación
de Hobbes y la ciencia. Se trata de S. Shapin y S. Shaffer, Leviathan and The
Air-Pump, Princcton, Princeton University Press, 1985; véase el importante
trabajo de Y. C. Zarka y J. Bemhardt (a cargo de), Thomas Hobbes. Philo­
sophie prem iére théorie de la Science et politique, París, PUF, 1990. Para una
sistemática y general reconstrucción de lodo el conjunto del pensamiento
liobbesiano, desde la ciencia hasta sus consideraciones sobre el lenguaje,
desde la antropología a la política, y de las relaciones que se cruzan entre estos
diferentes aspectos del sistema hobbesiano, es importantísimo el libro de
( Zarka, La decisión métaphysique de Hobbes - Conditions de la politique, Pa­
rís, Vrin, 1987. Para una reseña de los estudios hobbesianos cfr. F. Viola, «Hob-
hes tra moderno e post-moderno. C'inquant’anni di studi hobbesiani», en A. Na-
poii (a cargo de), Hobbes oggi, Milán, Franco Angeli, 1990, págs. 39-100 y
H. Willms, «II leviatano e i tuffatori di Délo. Gli sviluppi della ricerca su
Hobbes dal 1979», ibídem, págs. 17-38. En el manuscrito de las Lectures
efectuadas en 1965 From M achiavelli to M arx se reconoce claramente la in­
fluencia de la interpretación que Cari Schmitt da de la relación Hobbes-Des-
cartes. Cfr. C. Schmitt, Saggi su Thomas Hobbes, cit.
así haber trasladado la atención sobre ese ámbito de vida desa­
creditado tanto en la antigüedad como en el cristianismo. Pero el
mirar el vuelco ocurrido con la modernidad y que en Hobbes
asume un significado emblemático refuerza más que atenúa el
entendimiento interno de lo político. Con esto, eleva a paradigma
universal, ya sea del pensamiento, ya sea de la acción, el modelo
constitutivo de la actividad poiética. En la experiencia solitaria,
ilusoriamente omnipotente, de la fabricación — sobre sus presu­
puestos, sus lógicas, sus tiempos— se basan tanto la «filosofía
de la mente» como la «filosofía de la polis» hobbesianas.
Ahora, la voluntad de verdad-certeza de Descartes se tra­
duce en el autor del Leviatán en el proyecto de fundar la políti­
ca como una ciencia rigurosa, demostrable a priori, more geo­
métricol3. Cuando Hobbes afirma en la Epístola dedicatoria del
De Corpore: «La física es, pues, una novedad. Pero la filosofía
civil lo es todavía más, no siendo más antigua que el libro es­
crito por mí mismo, El ciudadano» 14, testimonia su conoci­
miento de la ruptura radical con la tradición y su firme convic­
ción de que también en la ética y en la política se pueda perse­
guir el mismo rigor característico de la geometría. Se puede
conseguir lo que, contrariamente a una tradición que se remon­
ta a Aristóteles, ha pensado siempre, un conocimiento seguro y
no sólo verosímil o probable. En fin, con Hobbes, los asuntos
humanos salen del rango de las «cosas que pueden ser siempre
distintas de lo que son» para adquirir la misma dignidad ontoló­
gica de «aquellas cosas que no pueden ser de otra manera». Pero
los criterios para comprender «las cosas del hombre» y estable­
cer su orden necesario no residen ya, como en Platón, en las
ideas trascendentes. Se encuentran en la interioridad del hombre
mismo. «Es decisivo en su filosofía política que el hombre y la
naturaleza del hombre están en el centro de todas las considera­
ciones: pero el hombre es como él mismo se analiza»15.

13 Véase H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem o f Action,


cit., pág. 20.
14 Th. Hobbes, Tratado sobre el cuerpo. Madrid, Trotta, 2000.
15 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023460; véase tam­
bién id., Karl M arx and the Tradition, long draft, cit., pág. 17.
Lo mismo que Descartes, también el autor del Leviatán se sir­
ve de la introspección para buscar la verdad-certeza que valga
también después para los otros hombres. A este propósito, Arendt
insiste sobre la importancia de la biografía hobbesiana. No es una
casualidad que éste no haya tenido nunca una posición pública,
t|ue se haya mantenido a la sombra como tutor en familias priva-
cías, y que se haya decidido a publicar, ya entrado en años, sólo
después de haber tomado contacto con una filosofía, como la de
(¡alileo y Mersenne, que atribuía la máxima importancia al modo
de proceder lógico-matemático, para la cual la verdad o la false­
dad no dependen directamente del mundo externo. En fin, para
Arendt es como si Hobbes hubiese pasado toda su vida defen­
diéndose de la realidad devorado por un miedo existencial pro­
fundo16, miedo que se agravó todavía más frente al espectáculo de
las guerras civiles, la experiencia histórica decisiva en la elabora­
ción de su pensamiento17. He aquí otro filósofo que no consigue
soportar la idea de la muerte. La huida de lo negativo y de la tem­
poralidad pone una vez más en escena una gran filosofía que, al
repetir el antiguo gesto platónico, creyó poderse defender de la
realidad traduciendo el propio orden conceptual en la praxis. So­
lamente que, en el caso de Hobbes, esta especie de «denegación
neurótica» está desnudada y descompuesta en sus dinámicas por
el mismo filósofo. Grandeza, pues, de Hobbes, que embargado
por la inseguridad y por el miedo tiene sin embargo el valor de
confesar que su filosofía se basa sobre ellos. Tiene, además, la
fuerza de no utilizar los trucos dialécticos que convierten lo nega­
tivo en positivo y que transforman el mal en bien.

16 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023460. Sobre la re­


levancia de motivos «biográfico-existenciales» en la elaboración del pensa­
miento político de Hobbes, véase entre otros, el ensayo de A. Biral, «Hob­
bes: la societá senza governo», en G. Duso (a cargo de), II contralto sociale
iiclla filosofía política moderna, Bolonia, II Mulino, 1987.
17 «Ya sea Hobbes ya Spinoza — escribe Arendt —, están empujados ha­
cia la política y a concebir una nueva filosofía política de las guerras civiles
tlel siglo xvii. Lo que les molestó profundamente, en cuanto filósofos, fue
que la propia multitud apareció en escena, durante estas guerras civiles, vol­
viendo insegura la posición del filosofo.» H. Arendt, Philosophy and Poli-
lies. The Problem o f Action, cit., pág. 20.
A pesar de ello, las consecuencias de su acercamiento a la
comprensión de los asuntos humanos no se revelan menos funes­
tas. Al hacer de la más privada de las pasiones, el miedo de la
muerte, el fundamento de la vida pública, al derivar del análisis
de sí mismo la conclusión de que todos los hombres tienden a la
autoconservación, Hobbes ha extraído definitivamente de la tra­
dición la consideración de aquellos elementos que para Arendt
forman un todo con lo político. Porque en cuanto aparece el
«Hombre Universal», el típico «hombre en singular» de la filo­
sofía, el auténtico significado de la praxis, está traicionado. Para
Hobbes, tan sólo asumiendo que exista una naturaleza humana
universal se pueden establecer criterios de comportamiento que
tengan la misma certeza y previsibilidad que las leyes matemáti­
cas. Tan sólo gracias a una seguridad de tal género, Hobbes y el
hombre hobbesiano pueden sentirse protegidos de la realidad18.
Totalmente coherentes con aquella «inquietud existencial»
que para Arendt es la raíz más profunda del pensamiento del filo­
sofo inglés son las consideraciones de Hobbes sobre la voluntad:
la negación del liberwn arbitrium, la libertad de querer, la reduc­
ción de la libertad de actuar hasta su ausencia «de los impedimen­
tos externos del movimiento»19. En La vida del espíritu la autora
resalta un célebre pasaje del Leviatán en donde se argumenta que
«libertad y necesidad coexisten»: las acciones de los hombres
—escribe Hobbes— «como proceden de su voluntad proceden de
la libertad; pero como todo acto de la voluntad de un hombre, y
todo deseo e inclinación proceden de alguna causa, y ésta de otra
causa, en una continua cadena cuyo primer eslabón está en las ma­
nos de Dios, el cual es la primera de todas las causas, proceden en
definitiva de la necesidad. De modo que, a quien sea capaz de ver
la conexión entre esas causas, la necesidad de todas las acciones
voluntarias de los hombres se le mostrará como algo evidente»20.

18 Para todo cuanto se ha dicho, véase H. Arendt, From Machiavelli lo


Marx, cit., pág. 023464-023465.
19 Th. Hobbes, Leviatán. cap. XXI, Madrid, Alianza, 1989, pág. 173.
Por lo que respecta al estudio de la voluntad en Hobbes y Spinoza, véase
H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., vol. II, pág. 23. [Trad. esp.: op. cit.J
20 Th. Hobbes, Leviatán. cit., cap. XXI, pág. 174.
lüi estas palabras, Arendt encuentra expresado, en una de sus
fórmulas más claras, el típico expediente del filósofo que, para
preservar imperturbable la propia tranquillitas animi, desactiva
el potencial de inquietud implícito en cada nuevo inicio, invo­
cando la identidad sustancial de necesidad y libertad. «Pensar
por causas», en una cadena que retrocede al infinito, significa
electivamente para Arendt huir ante la incertidumbre que el fu­
turo fatalmente lleva consigo21.

3. Ilusoriedad del libre arbitrio, reducción de la razón a


cálculo lógico, identidad de los seres humanos en sus pasiones:
éstos son algunos de los temas de fondo de la antropología hob-
liesiana, delineada en la descripción del estado de la naturaleza.
Señalo solamente que en el recurrir a una situación originaría
pre-política, Arendt destaca una de las más grandes novedades
introducidas por las filosofías políticas de la primera Edad Mo­
derna. A su juicio, sin embargo, la hipótesis de una igualdad
natural de todos los individuos no tiene nada que hacer con la
igualdad indispensable a la «verdadera» acción política: una
igualdad que es garantía de oportunidad idéntica para cada
uno, para la participación política y que por lo tanto, se realiza
Histamente en el momento en el que cada uno ha dejado a las
espaldas las exigencias de la naturaleza humana22.
Tendremos ocasión de volver sobre el argumento; por ahora
me interesa solamente hacer notar que, también en este aspecto,
I lannah Arendt atribuye a Thomas Hobbes «el mérito» de haber
indicado y abierto nuevas vías. «Antes de Marx — escribe— so­
lamente Hobbes sintió la necesidad de encontrar una definición
del hombre refiriéndose a la aceptación de la igualdad universal
| | El ha definido este común denominador como la igual habili­
dad para matar»23. La posibilidad de matar, se lee en el Le\ñatán,
es para todos la misma, en cuanto el «más débil tiene fuerza sufi­
ciente para matar al más fuerte, ya mediante maquinaciones secre-

'' Cfr. H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, págs. 23-26. [Trad.
i'sp.: op. cit.]
H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023465.
Ibídem, pág. 023464; H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long
dnill, cit., pág. 17.
tas, o agrupado con otros que se ven en el mismo peligro que
él»24. Pero, además de esta capacidad, los hombres en estado de
naturaleza comparten algunas pasiones fundamentales y un fun­
cionamiento idéntico de sus mentes. Hobbes considera que tales
hombres, preparados a dañarse mutuamente y capaces de matar­
se, pueden sin embargo resolver el problema de su seguridad, bus­
cando la paz y dando vida al Estado. Estos seres humanos pues,
por una parte, viven como mónadas, en un aislamiento perfecto,
que les da la ilusión de omnipotencia: son envidiosos, ávidos de
poder, adquisitivos, sin ninguna simpatía recíproca, prevaricado­
res. Por otra parte, son al mismo tiempo frágiles, dispuestos a la
sumisión, obsesionados por el miedo de la muerte, capaces de vi­
vir sólo en las autoilusiones o en las ilusiones de los demás25.
Omitiendo, quizá voluntariamente, algún pasaje lógico del discur­
so hobbesiano, Arendt indica en esta doble connotación del indi­
viduo una de las grandes contradicciones del sistema de Hobbes,
por lo demás, inigualable por su solidez y coherencia. Una contra­
dicción, sin embargo, que desvela el secreto de este sistema, en su
momento contemporáneo. Porque tal contraste entre un «individuo
posesivo», sediento de poder, arrogante y vanidoso, y un individuo
inseguro, temeroso y necesitado de protección indica que, lejos de
ser una visión «realista» y objetiva, como Hobbes y, con él, tantos
otros «políticos realistas» quisieran, la antropología del autor del
Leviatán está más bien concebida ad hoc para poder hacer de­
rivar — con la coherencia propia de un teorema matemático— ja
fundación del Estado y la institución de la obligación política26. Es,

24 Th. Hobbes, Leviatán, cit., cap. XIII, pág. 105.


25 Cfr. H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023460.
26 Ibídem, pág. 023462. Ya en The Oiigins ofTotalitarianism, cit., pág. 140
[trad. esp.: op. cit.], Arendt había escrito: «Se perjudicaría gravemente a
Hobbes y a su dignidad de filósofo, si se considerase tal imagen del hombre
com o un intento de realismo psicológico o de verdad filosófica. El hecho es
que no está interesado ni en una ni en otra, se preocupa exclusivamente de la
estructura política y describe las características humanas en conformidad
con las necesidades del Leviatán. Por amor del razonamiento y de la convic­
ción, presenta su esbozo com o si partiese de una visión realista del hombre,
un ser nunca saciado de poder, y com o si de tal visión recabase el plano de
un cuerpo político más adaptado a semejante criatura.»
en sustancia, un artificio para justificar, con rigor deductivo, la
larga secuela de las paradojas hobbesianas: la sumisión espon-
lánea, la libre cesión de la propia libertad la pérdida de todo
poder a favor de un poder soberano.
El Estado «instituido por los hombres para evitar la muer­
te*» se convierte en el «Dios de este mundo», una potencia que
no tiene igual en la tierra. Efectivamente Hobbes transfiere al
l istado los atributos propios de la omnipotencia divina. De he­
cho, el Estado crea el orden del conflicto originario, así como
I )ios crea el mundo de la nada; el Estado establece lo que es
Inslo e injusto, lo que está bien y lo que está mal, es el único
que ostenta un poder absoluto e indivisible27. Al mismo tiempo,
el listado es un producto de la razón del hombre, «hecho ser por
pactos y contratos»28. Esto, que a primera vista podría parecer
otra incongruencia — un Estado que tiene al mismo tiempo los
atributos de Dios y es el producto del hombre— , se aclara, para
l.i autora, en cuanto se tengan en mente las características del
hombre hobbesiano. Un individuo que, cerrado y defendido
por su propia irrelevancia, no retiene nada de real si no lo que
él mismo ha creado. Ahora, Arendt está convencida de que Hob­
bes delinea semejante imagen del hombre — sustancialmente la
representación del homo faber por parecida analogía con la
imagen divina de las religiones monoteístas, donde Dios es úni-
eo creador y señor del mundo29. Justamente es la idea de tal
hombre, hecho a imagen y semejanza del Dios creador, la que

Estas argumentaciones se deducen de H. Arendt, From M achiavelli to


Marx, cit., pág. 023463-023465. Como justamente C. Galli hace notar, tam­
bién en la interpretación arendtiana están presentes muchos aspectos de una
lectura «teológico-política» de Hobbes, en sentido schmittiano. Cfr. C. Ga-
lli, Strauss, Voegelin, Arendt, interpreti di Hobbes, cit., págs. 251-252.
’x H. Arendt, From Machiavelli to Marx, cit., pág. 023465. Nótese que
Arendt no se preocupa mínimamente en distinguir las nociones de pacto de la
ile contrato y usa intercambiadamente ambas. Además, a su parecer el contra-
lo originario «no es un acontecimiento histórico y no es ni siquiera una hipó-
lesis, sino algo deducido, com o se deduce una causa de un efecto», ibídem.
Sobre la analogía entre el homo fa b er y el summum ens de la metafí-
.ii a véase sobre todo H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 139 [trad.
esp.: op. cit.].
se proyecta, agigantada, en la descripción de la soberanía esta­
tal. También para el Leviatán, pues, puede valer la afirmación
platónica según la cual el Estado «es el hombre escrito con le­
tras mayúsculas»30.
Analizando la relación analógica entre individuo y Estado,
la autora sugiere un nexo interpretativo, tan sólo recientemente
reseñado por la historiografía filosófico-política. Discute, pues,
el problema de la continuidad entre la teoría de la Razón de Es­
tado y la filosofía política hobbesiana31. En las Lectures del 1965,
From Machiavelli to Marx — el texto más rico para reconstruir
la lectura arendtiana de Hobbes— asegura que en la concep­
ción del Leviatán confluyen algunas intuiciones fundamentales
de pensadores de la ratio status. La primera de todas, la idea se­
gún la cual «el Estado es análogo a un organismo vivo que,
como todos los otros organismos vivos, tiene sus propias leyes
de autoconservación y de crecimiento»32. Esto implica que
todo Estado, por su naturaleza íntima, se desarrolla, se extien­
de y se refuerza33. La tarea del hombre político consiste, por
tanto, en cuidar de la salud del Estado: su preocupación no son

30 Cfr. H. Arendt, K arl M arx and the Tradition, long drañ, cit., pág. 17.
Arendt precisa que si, para Platón, el orden del alma debía, de todas formas,
encontrar una correspondencia en un orden objetivo preexistente, del cos­
m os y también de la polis, en Hobbes es el orden de la p o lis al estar construi­
do sobre el orden del hombre; la referencia está en Platón, República, libro
X, 348, 588.
11 Véase por lo menos el reciente trabajo de G. Borrelli, Ragion di Sta­
la e Leviatano. Conservazione e scam bio alie origini della modernitá políti­
ca, Bolonia, II Mulino, 1992. Véase también M. Viroli, From Politics to Reh-
son o f State, Cambridge, Cambridge University Press, 1992; tr. it., Roma,
Donzelli, 1994.
32 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023460. Es necesario
precisar que la fuente principal de las consideraciones arendtianas sobre la
Razón de Estado es la obra de F. Meinecke, D ie Idee der Staatsráson in der
moderne Geschichte, Múnich-Berlín, Oldenbourg, 1924.
33 Arendt insiste en el hecho de que la utilización de la metáfora orgáni­
ca, de la que muchos autores de la ratio status se sirven, está completamen­
te ausente en Maquiavelo, para el cual el Estado no se encuentra, efectiva­
mente, en un proceso de continuo crecimiento.
los ciudadanos individuales sino el crecimiento de la potencia
ilc esta entidad pensada como un ser vivo, o más exactamente
como un cuerpo humano34.
Ahora bien, esta idea del Estado como organismo que para
mantenerse en vida necesita siempre un poder mayor transita­
ría a su juicio por el patrimonio teórico hobbesiano. En él en­
tonces se encontrarían, la una al lado de la otra, dos metáforas
políticas, consideradas por lo general mutuamente excluyentes:
tina metáfora de tipo biológico y otra de tipo artificial. Por una
parte, el Estado como organismo, cuya vida es parecida a la del
cuerpo humano; por otra, el estado como mecanismo, un artifi­
cio ideado y construido del mismo modo que un objeto artesa­
nal. Pero del texto arendtiano se evidencia que, también en este
caso, la contradicción es, sobre todo, aparente, porque en Hob­
bes no existiría un conflicto entre las dos metáforas. El Levia-
h'iii es ya un cuerpo humano gigante, ya un mecanismo. Puesto
que el hombre y su cuerpo son para Hobbes igual de artificia­
les que lo es ese producto del arte humano llamado Estado. La
aitificialidad del filósofo inglés se expresa definitivamente
«uando Hobbes afirma que el «arte de Dios es la naturaleza y
el arte del hombre es la imitación de la naturaleza»35. Desde el
punto de vista de Dios, el hombre y su cuerpo son tan artificia­
les como lo es el Leviatán desde el punto de vista del hombre.
Iisla tesis refuerza a Arendt en su convicción de que la imagen del
hombre esté pensada por Hobbes en analogía con la imagen
divina. Tanto que induce a concluir que, para Arendt, la «teolo­

’4 Ibídem. En tal contexto, Arendt afirma que la dicotomía schmittiana


amigo/enemigo es también deudora de esta concepción del Estado com o or­
ganismo: el Estado creciendo y convirtiéndose en potente (una nación) no
puede por menos que entablar relaciones de enemistad con otros «organis­
mos vivos».
15 Véase ibídem, pág. 023465. Pero también H. Arendt, The Human
( ondition, cit., pág. 299 [trad. esp.: op. cit.]. Arendt insiste, com o prueba de
la progresiva disolución del nexo que une el hombre al mundo, entendido
fsle último com o algo que rodea y al mismo tiempo trasciende la vida de los
mortales, en el hecho de que, en Hobbes, naturaleza y mundo ya no estén en
conexión entre ellos. La naturaleza se convierte en el arte de hacer y de go­
bernar, es decir, en el arte de crear y de mantener en vida.
gía política» en sentido schmittiano — según la cual los princi
pales conceptos de la doctrina moderna del Estado son conccp
tos teológicos secularizados— sí sea una hipótesis hermenélili
ca adecuada para la comprensión de Hobbes, sobre todo, por
que el individuo, en analogía con el cual el Estado es pensado,
es una versión «secularizada» de Dios.
Como en toda lectura hobbesiana que se respete, no podi;i
faltar, a lo largo del 1965, un análisis atento del frontispicio del
Leviatán: un análisis de cómo el cuerpo de este «superhombre»
está compuesto por «múltiples enanos»36, y gracias a ellos se
mantiene con vida. En la historia de la filosofía política no hay
imagen que, como ésta, haga tocar con la mano cómo cada ve/
que se piensa lo político como orden y la política como domi­
nio se asiste a la desaparición de Muchos en el Uno: un cuerpo
gigante que «ha engullido a los individuos en su propio vien
tre», haciéndoles así incapaces de actuar conjuntamente. Estos
Muchos, efectivamente, al reducirse en el Uno, o mejor, entre
gándose al Uno, se han privado de su propio poder «con el fin
de hacer de aquel Uno un monstruo de fuerza»37.
Que. sin embargo, a diferencia del resto del cuerpo, los bra­
zos sean exclusivamente del soberano indica para Arendt que en
Hobbes está todavía presente la diferencia que hay entre el «po­
der de los Muchos» y «la violencia del Uno»: «La imagen del
Leviatán revela las dos nociones diferentes y opuestas del po­
der: el poder de los muchos y la violencia del uno»38. Antes que
la ecuación de la política y dominio se convierta en el indisculi
do lugar común que llega hasta Weber y Schmitt, el conoci
miento de un poder que por esencia pertenece a la pluralidad
logra todavía hacer brecha en el pensamiento de aquel que ha lo­
grado esa identificación. Es preciso que «the power of the
many» — experimentado por Hobbes en su versión extrema y ya
desnaturalizada durante las guerras civiles— deba ser neutrali­
zado por la unidad del poder soberano. El poder plural está blo­

36 Ibídem, pág. 023464.


37 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023464.
38 Ibídem, pág. 023463, pero véase también H. Arendt, K arl Marx and
the Tradition, long draft, cit., pág. 17.
queado, en virtud de una dialéctica de obediencia y protección
t|ue, si bien argumentada ex parte populi, resulta lo bastante ve-
i-(«símilmente querida ex parte philosophi: en virtud de una su­
misión que también ahora sirviese para impedir la muerte, este
poder plural restituiría de todas formas una vida demediada.
•De esta manera, la inversión de la relación entre vita activa
Vvita contemplativa no sólo es ineficaz para rehabilitar la praxis,
sino que aleja definitivamente la tradición del recuerdo de la
esencia plural y temporal de los asuntos humanos. No es una
i asualidad que Hobbes no hable ya siquiera, como entonces
ocurría entre los teóricos de la ratio status, del hombre de Esta­
llo, sino que discurra solamente sobre la sede abstracta de la so­
beranía. En la soberanía hobbesiana, en donde los hombres sa­
nados de su potencia no la comparten, se pierde también la úl-
lima referencia al hecho concreto existencial y «mundano» de
la política. El Estado es una máquina que funciona solamente
expropiando a los individuos de su particular capacidad de ac­
ción’9; la soberanía es un artificio apto a entrometer sistemáti­
camente la incertidumbre de la contingencia y en la presunta
«perennidad y unidad» se quisiera suspender el tiempo. En esa
«artificial eternity o f lite», en la que consiste el Leviatán, se
«construye» el vivir-juntamente en la imagen inmóvil del obje­
to fabricado. Y, a cambio de esta temporalidad congelada, de
esa ilusoria seguridad de la vida, el súbdito debería renunciar a
la propia dimensión pública y plural, estar dispuesto a admitir
i|ue todo deseo de fama y de aparición en la escena del mundo
no es más que vanagloria, a reconocer que entre tirano y sobe-
uno 110 hay en el fondo ninguna diferencia40. En fin, del «vivir

w Estas consideraciones se han desarrollado en el m odo más claro en


11 Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023464-023466.
40 Ya en The Origins o f Totalitarianism, H. Arendt observaba: «La pro­
funda desconfianza de Hobbes con respecto a todo el pensamiento político
occidental no debe sorprendemos: quiere sencillamente justificar la tiranía
i|iie, aun habiendo imperado muchas veces en la historia de Occidente, no ha
sido nunca honrada con una doctrina filosófica. Hobbes está orgulloso de
ndinitir que el Leviatán equivale en efecto a un perpetuo gobierno tiránico»,
n i., pág. 145 [trad. esp.: op. cit.].
bien» aristotélico, como fin de la comunidad política, se llega­
ría al envilecedor «sobrevivir» o, en el mejor de los casos, ¡il
«vivir en el bienestar».
De hecho, Hobbes no es un precursor del totalitarismo. Su Le-
viatán no es un monstruo omnívoro: se nutre así del poder de los
individuos, reduciendo su capacidad política a un puro «instinlo
de defensa»41, pero los hombrecillos en el vientre del soberano
pueden todavía distinguirse el uno al otro. La alienación del mun­
do y de la política es efectivamente el precio que todo ciudadano
paga por tener a cambio no solamente la seguridad de la vida,
sino también la salvaguardia de lo «privado»: en primer lugar, «la
libertad de vender y de comprar». Tanto es así que con Hobbes,
«la vida pública asume el engañoso aspecto de un conjunto de in
tereses privados, como si estos intereses pudiesen producir una
nueva realidad cualitativa a través de una sencilla suma»42. La co­
munión de los intereses privados, esa synoikia que para Platón y
Aristóteles se contraponía a la polis, se constituye aquí, en el «pn
mer pensador del liberalismo», como fundamento de la polis mis
ma. Hobbes imprime pues otra gran modificación a la Main Tro
dition: el giro de la jerarquía de idion y koinon, en el sentido
de que lo privado se convierte en fundamento y fin de lo público.
Y con la devaluación de la rigurosa delimitación aristotélica entre
oikos y polis, desaparece también el presupuesto de la diferencia
específica entre una vida transcurrida en la necesidad de los cui
dados materiales y una vida transcurrida en la libertad pública.
Hay aquí, para Arendt, que argumenta en sintonía con Schmill
y Koselleck43, la primera ingenuidad de Hobbes: no haber sabi
do prever que consentir a lo privado, salir a la luz de la publici
dad hacerle superar el umbral del oikos, habría minado la uni
dad del Estado. Pero más profunda y radical es la ingenuidad que

41 Véase H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem o f Action,


cit., pág. 29.
42 H. Arendt, The Origins o f Totalitarianism, cit., pág. 145. Es ésta unn
postura interpretativa que Arendt no ha abandonado jamás.
43 Me refiero a C. Schmitt, «II Leviatano nella dottrina dello stato di
Tilomas Hobbes», en id., Scrittisu Thomas Hobbes. cit., y R. Koselleck, ( ’n
tica illuministica e crisi della societá borghese. Bolonia, II Mulino, 1972.
reside en el corazón del mismo proyecto teórico del Leviatán: la
presunción filosófica de conferir a la política esa certeza, estabi­
lidad y permanencia que no se pueden ciertamente adecuar a los
mudables acontecimientos humanos. Si «el intento de Hobbes de
introducir los nuevos conceptos del hacer y del calcular en filo-
solía política [...] tuvo una enorme importancia», Arendt, en las
páginas de La condición humana ya recordaba que fue
justam ente en la esfera de los asuntos h um anos donde la n ue­
va filo s o f ía m o stró su lado fla c o p orq ue, p or su naturaleza,
no p odía com p rend er la realidad o ni siquiera creer en ella.
La idea de que solam en te lo que estoy h aciend o es real — per­
fectam ente cierta y legítim a en la esfera de la fabricación—
está definitivam ente desm entida por el curso efectiv o de los
acontecim ientos, donde nada ocurre m ás a m enudo que lo ab­
solutam ente inesperado. Actuar en la form a del hacer, razonar
en la form a del «calcular las con secu en cias», sig n ifica elim i­
nar lo inesperado, el acon tecim ien to m ism o.

I le aquí por qué «la filosofía política de la Edad Moderna,


• uyo mayor representante sigue siendo todavía Hobbes, se es-
Irella en el escollo de un racionalismo moderno que es irreal y
lie im realismo moderno que es irracional»44.

Ro u sse a u

I. A la verticalidad de la relación política hobbesiana, en


donde el soberano representa la totalidad de los súbditos expro­
piólos de su capacidad de actuar pluralmente, parecería opo­
nerse la teoría rousseauniana de la voluntad general. La tesis se­
gún la cual un pueblo que es representado no es libre porque
■la voluntad no puede ser representada»45 parecería arruinar la

11 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 300. [Trad. esp.: La


. ondición humana, op. cit.].
h J.-J. Rousseau, D el contrato social, III, XV, Madrid, Alianza, 1998,
1 'iiH. 120. Sobre este aspecto de la interpretación arendtiana de Rousseau,

' • iso M. Canovan, «Arendt, Rousseau and Human Plurality in Politics»,


huinial o f Politics, XLV, 1983, págs. 286-302.
perspectiva de la «despolitización» del Leviatán y restituir a los
actores el monopolio de la participación política. Pero Hannah
Arendt, desmintiendo a algunos de sus intérpretes que la qui­
sieran cercana a posiciones rousseaunianas, no se limita a mar­
car una profunda continuidad entre la soberanía de Hobbes y la
voluntad general de Rousseau. En la «democracia plebiscitaria
y nacionalista» del filósofo de Ginebra descubre un «hiperpo-
liticismo» que en realidad desvela, mucho más que la obedien­
cia y el pacto hobbesianos, lo «propio» de lo político. FJ despre­
cio con respecto al «fanático ginebrino», que desdeña la multi­
plicidad y derriba las diferencias mucho más que Hobbes, no
logra estar controlado con el resultado de que muy a menudo
tenemos la impresión de que se ha superpuesto a una correcta
actitud hermenéutica y se transforma en un auténtico y verda­
dero proceso sumario de teorizaciones rousseaunianas.
Si, en fin, Hobbes dejaba subsistir, por lo menos en lo priva­
do, una libertad de carácter negativo y si en su llamamiento al
consenso originario quedaba la huella de una pluralidad residual,
con Rousseau el monismo político se haría total. Este entablaría
una batalla mortal contra todo lo que no se deja reducir al Uno.
Aún cuando nunca se ha declarado apertis verbis, la admi­
sión generalizada de esta interpretación concuerda en algunos
aspectos con todas las lecturas que, desde Talmon en adelante,
ven en la democracia rousseauniana los gérmenes de una con­
cepción totalitaria46. Sin embargo los razonamientos con los
que Arendt llega a enunciar esta tesis proceden de una vía dife­
rente, bastante más en consonancia con aquella dirección her­
menéutica que, desde Cassirer a Starobinski, insiste sobre laá
raíces existenciales y «morales» de la política de Rousseau47/

46 Sobre las interpretaciones del siglo x x de Rousseau com o pensador


totalitario, en una dirección que al menos en algunos puntos converge con la
de Hannah Arendt, véanse sobre todo J.-L. Talmon, Le origini della demo-
crazia totalitaria (1952), Bolonia, II Mulino, 1973; L. G. Crocker, II contrat-
to sociale di Rousseau (1968), Turín, SEI, 1971.
47 Sobre la importancia que los elementos «existenciales», en sentido
amplio, tienen en la filosofía rousseauniana, además de E. Cassirer, II proble­
ma Jean-Jacques Rousseau (1932), Florencia, La Nuova Italia, 1938, véanse
Sólo que estas exigencias de moralidad y de transparencia que
marcarían toda la filosofía del ginebrino en la interpretación
arendtiana parecen más bien expresar las turbaciones «de un
alma enferma», que obsesivamente huye del mundo y de la rea­
lidad48. En Rousseau hay algo más con respecto a la «deforma­
ción profesional» de los filósofos que lleva a rechazar lo finito
y lo dado; parece que en él actúe una excedencia afectiva que
110 se contenta con la tranquilinas animi ofrecida a la «vida
de la mente», con la calma y con la inmovilidad del pensamien­
to. En la reconstrucción arendtiana aparece, unidísima, la cone­
xión entre este «estado de ánimo» del filósofo de Ginebra su
Stimmung existencial- y su filosofía política.

2. No es en efecto una casualidad que se recuerde a Rous­


seau, antes de nada, como aquel que «descubre la intimidad»:
«Una dimensión que desde entonces en adelante comenzó a
ejercer un papel dominante en la sensibilidad moderna»49. La
evasión del mundo externo y el consiguiente refugio en la inte­
rioridad50 — el doble movimiento que según la autora marca el
nacimiento del sujeto moderno— se transforma con él en una
verdadera y propia apología de la soledad; en una complacen­

también J. Starobinski, Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el


obstáculo (1957), Madrid, Taurus, 1983; P. Burgelin, La Philosophie de l ’exis-
tencedeJ.-J. Rousseau, París, Vrin, 1952; R. Polin, La politique d e la solitude,
Essai sur J.-J. Rousseau, París, Sirey, 1971; B. Baczko, Rousseau. Solitude et
communauté, París-La Haya, Mouton, 1974. Aunque llegan a valoraciones di­
ferentes y complejas e incluso opuestas a las arendtianas, estas interpretacio­
nes muestran en sus propuestas más de una analogía, por lo que respecta a sus
puntos de partida, con las argumentaciones de la autora. Para una acertada re­
construcción de la filosofía política de Rousseau, bajo un perfil más analítico-
político que filosófico, no podemos evitar hacer referencia a R. Derathé, Jean-
Jacques Rousseau et la Science politique de son temps, París, Vrin, 1970.
48 H. Arendt, From Machiavelli to Marx, cit., pág. 023488, cita a este
respecto una afirmación de Diderot sobre Rousseau que sería: «Él [Rous­
seau] me hacía sentir incómodo, era com o si un alma condenada estuviese a
mis espaldas.»
49 Cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 88. [Trad. esp.: Sobre la
revolución, Madrid, Alianza, 1988.]
50 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 69. [Trad. esp.: La condi­
ción humana, op. cit.]
cia casi sensual por la imposibilidad de comunicar con los de­
más. «Como si la realidad existiese solamente en lo profundo
del "yo”, dónde estoy solo conmigo mismo», y donde tengo
que hacerme siempre más transparente a mí mismo51. De ahí
nace el aguijón por esta autenticidad que lleva a considerar casi
todo lo que toca al mundo exterior y a la sociedad como un
obstáculo; de ahí el origen de esa incesante búsqueda de un Yo
integro, propia de un individuo siempre amenazado por contra­
dicciones. Todo esto explicaría la «atmósfera general que re­
corre todo el pensamiento de Rousseau: su esencia es el déchi-
rement, el ser lacerado, el ser dividido entre dos cosas a las que
se pertenece»52.
Tal conflicto original, según Arendt, traspasaría las innu­
merables contraposiciones que recorren toda la obra rousseaunia-
na: la primera de todas, la oposición entre naturaleza y socie­
dad donde la naturaleza se configura como la dimensión del
verdadero Ser y la sociedad como el ámbito de la engañosa
apariencia. O más aún, en la contraposición entre amour de soi
y amour propre, entre un tipo de sufrida compasión hacia si
mismo que lleva a sufrir con los otros y un tipo de indiferente
egoísmo que induce a sentir placer oprimiendo a los demás. En
fin, desde cualquier perspectiva que se mire, el pensamiento
rousseauniano remite irremediablemente a aquel conflicto ori­
ginal y al apremiante imperativo de eliminarlo53.
Al igual que Hobbes, Rousseau es pues un «filósofo de la
subjetividad», de aquella subjetividad que se expresa y tradu­
ce en términos políticos. Si Hobbes ha construido el Leviatán
sobre el sentimiento «más privado que exista», el sentimien­
to del miedo, y por encima del de una razón entendida como
cálculo de las consecuencias, encauzando en primer lugar aquel
miedo, Rousseau ha traducido en la teoría política los conflic­
tos experimentados en su misma alma que para Arendt no son
más que «los conflictos de la voluntad». Rousseau -y ésta es

51 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023488.


52 Ibídem.
51 Ibídem.
la tesis central es efectivamente el filósofo de la voluntad
general y de la soberanía popular, porque es en primer lugar
«el filósofo de la voluntad tout court»: sobre esta experiencia
del «yo que quiere», «descubierta» por el cristianismo e iden­
tificada con la misma subjetividad, éste ha erigido su filosofía
política54.
No es éste el lugar para reconstruir la genealogía filosófi­
ca que Arendt traza de la facultad de la voluntad. Baste decir
i|iie tal facultad es lo que estructura la persona en cuanto per­
sona: es la fuente misma de la identidad específica del «yo».
I s la capacidad interior gracias a la cual los hombres deciden
«quiénes son». Pero la voluntad hereda por su constitución el
conflicto: no es posible querer si no es en contraste con un no-
i|iierer. Como ya había comprendido Agustín, el vola me velle
presenta una insoluble contradicción: ¿si se tuviese unívoca­
mente y necesariamente que querer, por qué hablar entonces de
voluntad?55. Tal conflicto, por tanto, paraliza la acción y la deci­
sión, justamente porque bloquea la unidad del Ser. Para actuar y
decidir, es pues necesario que una parte venza la otra. La subje­
tividad va reunificada a través del dominio del querer sobre el
no-querer56. Se tendrá ocasión de observar más de cerca cómo
es éste el imperativo que domina el pensamiento de Rousseau,
ya sea por lo que respecta al sujeto individual ya sea por lo que
atañe a aquel sujeto colectivo que es la comunidad política.
Y las dos cosas, como se verá, están estrechamente entrelazadas.

54 Véase H. Arendt, «What is Freedom?», en Between Past and Future.


líight Exercises, cit. pág. 163 [trad. esp.: Entre el pasado y elfuturo, op. cit.]:
«Jean-Jacques Rousseau ha quedado, de todas formas, com o el exponente
más coherente de la teoría de la soberanía que hacía derivar directamente de
la facultad de querer, hasta visualizar el poder político en la rígida imagen
de la fuerza de voluntad individual.» Sobre la facultad de querer que, como
descubrimiento de la subjetividad, tiene sus propios orígenes en San Pablo y
San Agustín, véase 11. Arendt, The Life o f the Mind. la sección dedicada a
«Willing», cit., sobre todo vol. II, págs. 55-112. [Trad. esp.: op. cit ]
" Sobre la interpretación arendtiana de Rousseau como filósofo de la vo­
luntad véase también R. Esposito, Irrappresentabilepolis, cit., págs. 103 y ss.
56 Sobre esto véase H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., vol. II, pági­
nas 87-89. [Trad. esp.: op. c i t ]
Por el momento es suficiente señalar cómo el dispositivo
que pone en movimiento la reflexión política de Rousseau está
encamado, según la autora, en una palabra-clave: la de aliena­
ción, otro término para expresar la experiencia del déchire-
ment51. Objetivo del pensamiento rousseauniano es individuali­
zar las condiciones gracias a las cuales el individuo cesa de es­
tar alienado, dividido. En el ginebrino, precisa Arendt, esto
ocurre cuando el ser humano ya no está obligado a vivir una
vida inauténtica, conducida por los «cotilleos» y las opiniones
de los demás: una vida, en sustancia, lejos de sí mismo. Ahora,
se vuelve a recuperar la autenticidad y la unidad consigo mis­
mo, solamente de dos modos: o «viviendo como si se estuvie­
se solo en tierra» — y ésta, en opinión de la autora, sería la vía
emprendida por el Rousseau «literato»— o entregándose ente­
ramente a la comunidad a una comunidad que si quiere poner
remedio a la alienación, tiene sin embargo que transformarse
radicalmente ella misma. Es esta última solución la que tiene
relevancia política.
Con Rousseau, aclara la autora, la política asume una
centralidad absolutamente excepcional en la historia de la fi­
losofía política, en cuanto tiene asignada nada menos que la
encomienda de «salvar» al individuo de la perdición. «Que
esta política pueda ser la salvación del hombre, de su déchire-
ment, es completamente nuevo». A pesar de ello, en Rous­
seau permanecen muchas contradicciones e indecisiones
acerca de la fuente de la alienación y de la corrupción58, si se
atiene al Contrato social parece que no hay ninguna duda so­
bre el hecho que el individuo «retoma posesión de sí mismo»
solamente dándose enteramente a una dimensión colectiva.
Porque solamente en la pertenencia a un cuerpo político
«sano», éste consigue superar, en nombre del interés general,

57 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023488.


58 «Hay flagrantes contradicciones en Rousseau — escribe Hannah
Arendt— , com o si nunca se hubiese decidido si es el hombre el que nace co­
rrupto, com o en ciertos pasajes parece admitir, o si por el contrario es sola­
mente la sociedad la que lo hace ser tal», ibídem.
los egoísmos particulares: el amor propio, la parte peor de sí
mismo. El «truco», gracias al cual el hombre rousseauniano
encontraría el acuerdo consigo mismo, en el momento preci­
so en el que «se aliena totalmente» en la comunidad, está des­
velado por la formula: «dándose cada cual a todos no se da a
nadie»59.
El contrato social por tanto, antes de cualquier otra cosa, es
un contrato entre el individuo y uno mismo: entre el individuo
como ser particular y el individuo como ser universal. «Es un
contrato entre yo, como ser particular, con intereses particula­
res y una voluntad particular, y yo mismo, como ser general
que piensa en el interés común, motivado por la voluntad gene­
ral»60. Todo individuo estipula un contrato consigo mismo que
lo constituye al mismo tiempo como miembro de la voluntad
general.
De cualquier forma que se entienda el acto que da origen
a la comunidad queda el hecho de que Rousseau celebra la po­
lítica como la dimensión capaz de salvar de la inautenticidad y
de la particularidad. De buenas a primeras, podría parecer un
regreso a la concepción griega por la que una vida transcurri­
da lejos de la pública del político no es digna de ser vivida.
Pero, según Arendt, en el «más romántico de los iluministas»,
no hay ninguna recuperación de la dignidad conferida a las
grandes gestas y a las grandes palabras, capaces de hacer in­
mortal el recuerdo. No hay ni siquiera, mirándolo bien, la rea­
firmación de la virtud cívica de los romanos, renacida con el
humanismo civil, que todavía llevaba Maquiavelo a admitir
el amar «mucho más a su patria que a su alma». Por más que
apele a los ideales de la Grecia antigua y de la Roma republi­
cana, a Rousseau no le interesa, en absoluto, la rehabilitación
del mundo común, de aquel espacio compartido, sobre cuya
escena se podían individualizar, entregándolas a la memoria,
gestas ejemplares.

59 J.-J. Rousseau, D el contrato social, I, VI, Madrid, Alianza, 1998,


pág. 39.
60 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023488.
3. Liquidando, quizá demasiado rápidamente, toda posible
lectura «republicana» del pensamiento de Rousseau61, Arendt
ve expresado en El contrato social un «hiperpoliticismo» que
no tiene nada que ver con una comprensión y una recuperación
auténticas de lo político. Porque si en la concepción griega, la
política significaba salvar de lo particular, en el recuerdo o en
el reconocimiento recíproco, en la teoría rousseauniana la di­
mensión colectiva redime de lo particular y de la individualiza­
ción. Según el Rousseau de Arendt, la política, efectivamente,
elimina la alienación del individuo porque le obliga a una iden­
tificación total con un cuerpo político, en el cual se anulan di­
ferencias y distinciones. La política regresa, así, a configurarse
como una dimensión colectiva. Su sujeto, sin embargo, es una
voluntad general que en realidad «se comporta como el más so­
litario de los hombres»62.
Rousseau no derriba, pues, la teoría hobbesiana: la volun­
tad general no restituye a los súbditos, arrancándolo al sobera­
no, el monopolio de la libertad de actuar. La identidad entre la
voluntad general y la soberanía popular no es más que la drás­
tica radicalización de la reducción de la pluralidad a la unidad,
efectuada por Hobbes63. La soberanía de Rousseau mata tam­
bién aquel espacio de la privacidad que el Leviatán dejaba en
vida. Esta soberanía «cimienta» los muchos dentro de uno, de
tal modo que ninguno se pueda distinguir de los demás: la cali­
dad de esta voluntad es una unanimidad que acaba con cual­
quier minoría y hace callar cualquier disentimiento.
Pero esta unidad — precisa Hannah Arendt —«no tiene que
ser erróneamente entendida como estabilidad. Rousseau toma-

61 Entre las principales interpretaciones que ven en Rousseau un pen­


sador ligado a los ideales de la tradición republicana véase sobre todo,
J. Shklar, Man and Citizen. A Study o f Rousseau s Social Theory, Cambridge,
Cambridge University Press, 1969. Shklar, aún en desacuerdo sobre las con­
clusiones, demuestra hacer suyos algunos presupuestos del acercamiento de
Arendt. Véase también M. Viroli, La théorie de la société bien ordonnée
chez J.-J. Rousseau. Berlín, Nueva York. De Gruyter, 1988.
62 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023487.
63 Véase, H. Arendt, «What is Freedom?», cit., pág. 163.
ha esta metáfora suya de una voluntad general bastante en serio
y bastante al pie de la letra, para concebir la nación como un
cuerpo regido por una sola voluntad como un individuo, que
puede también cambiar de dirección en cualquier momento sin
perder su propia identidad»64. La reconciliación de las diferen­
cias no se justifica basándose en la dialéctica hobbesiana de
obediencia-protección. No hay, en Rousseau, la necesidad
de seguridad que hace huir la inestabilidad del futuro en la perma­
nencia del orden representado por el soberano. Hay, por el con­
trario, la necesidad de conseguir una unanimidad tan compac­
ta, tan privada de intersticios, que la voluntad general puede ac­
tuar, sin vínculos ni trabas, imperturbable en el tiempo. La
volonté genérale si, por una parte, se encarna en la ley, por otra,
mantiene un arbitrio absoluto con respecto a la misma ley: en
todo momento puede revocarla o cambiarla.
Al considerar los atributos de la soberanía popular, que en
su opinión hacen de ella una fuerza omnipotente y «mística»,
Arendt involucra, una vez más, la teología política schmittiana:
«La voluntad general de Rousseau es todavía esta voluntad di­
vina a quien basta querer para producir una ley»65. Sin embar­
go queda dicho, como en el caso de Hobbes, también por lo que
respecta a Rousseau, que la analogía entre los conceptos teoló­
gicos tiene su raíz en una analogía que la precede: quiere decir,
la construcción de la imagen moderna del hombre sobre el mo­
delo de la imagen divina. Se ha visto efectivamente cómo para
la autora la volonté générale rousseauniana no es más que la
proyección en grande de la idea de un hombre que, como si
fuese el único e indiscutido señor de todas las cosas, libre de
vínculos y de responsabilidad se comporta siguiendo exclusi­
vamente su propia voluntad.
Pero entonces, si «en el corazón de la teoría de Rousseau
está el hecho de que es absurdo para la voluntad el vincularse
para el futuro»66, El contrato social contiene una contradi xión

64 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 76. [Trad. esp.: Sobre la revolución,


Madrid, Alianza, 1988.]
65 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 182. [Trad. esp.: op. cit.]
l'6 H. Arendt, «What is Freedom?», cit., pág. 164.
que no puede ser resuelta. Reside en la incompatibilidad con­
ceptual entre contrato y omnipotencia de la voluntad. En pri­
mer lugar, y a un nivel más general, porque un contrato es, por
definición, un conjunto de vínculos con respecto a la voluntad:
las obligaciones contractuales se basan sobre el intento de pre­
venir los cambios arbitrarios y de poner remedio a la posibili­
dad de que se pueda mañana no querer más de lo que se quiere
hoy. La incongruencia se explica sencillamente con el hecho de
que él «asume la noción de contrato, y con ésta la de derechos,
de autores precedentes, sin ni siquiera pensar hasta el fondo en
las implicaciones de estas ideas»67.
En segundo lugar, porque toda teoría contractual estriba so­
bre la idea de consenso, que para Rousseau es reducible a la no­
ción de «voluntad de todos»: la suma numérica de las voluntades
particulares que permanecen yuxtapuestas, sin fundirse en una
única y superior voluntad68. No es efectivamente una casualidad

que la palabra «con senso», con sus sign ificad os im plícitos de


elección deliberada y m editada opinión, haya sido sustituida
por la palabra «voluntad», que substancialm ente exclu ye todo
proceso de intercambio de opinión y todo eventual intento de
conciliar diversas opiniones [...]. Una voluntad dividida seria
inconcebible: no hay m ediación posible entre diversas volunta
des com o, por el contrario, existe entre diversas opiniones6''.

La voluntad general demuestra pues ser, antes de nada, una


voluntad de unidad: lucha obstinada contra la pluralidad, cuya
presencia era aún residual en la noción de consenso de las teo­
rías contractuales. Es un verdadero «absurdo teórico», afirma
Arendt, buscar fundar el espacio público sobre tales presupues­
tos. Lo mismo de incongruente, en el plano lógico, demuestra
ser la conexión entre la libertad del ciudadano y la soberanía,
una afirmación contradictoria, en la cual la coherencia deducti­
va de Hobbes había evitado insistir.

67 H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023487.


68 Cfr. ibídem, pág. 023488 y On Revolution, cit., pág. 74. [Trad. esp.:
op. cit.]
69 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 77. [Trad. esp.: op. cit.]
P olíticam ente, la id en tifica ció n de libertad y soberanía
e s q uizá la m ás p ern iciosa y p eligrosa co n se cu en cia de la
ecu ación filo s ó fic a de la libertad y libre voluntad. Porque o
lleva a la n egación de la libertad hum ana — lo s hom bres,
sean lo que sean, nunca son sob eranos— o bien a la idea de
que la libertad de un so lo hom bre, de un grupo, o d e un
cu erpo p o lítico se pueda adquirir ú n icam en te al p recio de la
libertad y de la soberanía de tod os lo s d em á s70,

observa Arendt en «What is Freedom?» Y prosigue: «La famosa


soberanía del cueipo político — teorizada ampliamente por el
pensamiento rousseauniano— ha sido siempre una ilusión que,
además, sólo se puede mantener con la violencia», porque «don­
de los hombres desean ser soberanos, como individuos o como
grupos organizados, deben someterse a la opresión de la volun­
tad ya sea ésta la voluntad individual con la que me obligan a mí
mismo o la voluntad general de un grupo organizado»71.
Que la voluntad general del cuerpo soberano excluya, por
su constitución, la libertad política, entendida como coexisten­
cia no «sintetizable» de las diferencias, emerge todavía más
por la manera con la que Rousseau está obligado, por la lógi­
ca de sus propias afirmaciones, de describir la formación de
esta unidad política. No es cierto que por el acuerdo entre las
diferentes partes se produzca la voluntad unitaria, sino que se
produce en virtud de una contraposición del tipo amigo/enemi­
go, sugiere Arendt en las páginas de Sobre la revolución12.

Para esta con stru cción su ya de una unidad de m ile s de


cab ezas, R ou sseau utilizaba un ejem p lo en gañ osam en te
se n c illo y plausible. S e inspiraba en la exp eriencia com ú n de
que d o s in tereses en co n flicto se alian in m ediatam en te cu an ­
do se encuentran frente a un en em ig o com ú n. D e sd e el pun­

70 H. Arendt, «What is Freedom?», cit., pág. 164.


n Ibídem. Véase también The Human Condition. cit., pág. 235, donde
Arendt habla de las catastróficas consecuencias derivadas de la identidad de
libertad y soberanía, siempre dada por descontada en el pensamiento filosó-
Iico y político. [Trad. esp.: op. cit.]
Véase sobre esto también R. Esposito, Invppresentabile polis, cit.,
págs. 105-113.
to de vista p o lítico , presuponía su ex isten cia , con tand o con
el p oder u n ifica d o r del en em ig o co m ú n n acional. S ó lo en
p resen cia d el en em ig o se p uede realizar una co sa c o m o la
n ation u ne e t in d iv isib le 17'.

La voluntad del cuerpo político produce pues la propia uni­


ficación gracias a aquel principio de identidad que niega y ex­
cluye las contradicciones internas. Sobre la negación y la exclu­
sión del no idéntico se basa efectivamente la unidad de la vo­
luntad general que, «deificada», está elevada por Rousseau a la
categoría de Absoluto.
Pero una vez alcanzada ¿cómo es posible mantener inalte­
rada, en el tiempo, la homogeneidad compacta de la volonté gé-
nérale? Es en la búsqueda de dar una solución a tal petición
como, parece concluir Arendt, Rousseau nos muestra el aspecto
«más totalitario» de su pensamiento. El tiene que encontrar una
modalidad gracias a la cual pueda traducir en práctica cotidiana el
principio mismo unificador que ha dado origen al cueipo políti­
co: la antítesis amigo/enemigo. «Se proponía descubrir, en el in­
terior de la nación misma, un principio unificador válido también
para la política interna. Así el problema era cómo descubrir un
enemigo común, fuera del ámbito de la política exterior. La solu­
ción fue que tal enemigo común existía en el pecho mismo de
todo ciudadano, es decir en su voluntad propia y en sus intereses
particulares»74. Este enemigo común es entonces el conjunto de
todos los intereses particulares, puesto que el acuerdo de todos los
intereses se forma en oposición a los de cada uno. La unidad está
por tanto garantizada en la medida en que, y hasta que, cada uno
interioriza ya sea el enemigo común «interno» ya sea el interés
general que tal enemigo común ha producido. «Sólo si cada hom­
bre individual se insurge contra sí mismo dentro de su particulari­
dad estará en estado de suscitar dentro de sí el propio antagonista,
la voluntad general, convirtiéndose así en un verdadero ciudada­
no del Estado nacional», se lee aún en Sobre ¡a revolución15.

73 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 78. [Trad. esp.: Sobre la revolución,


op. cit.]
74 Ibídem, págs. 78-79. [Trad. esp.: op. cit.]
75 Ibídem, pág. 79. [Trad. esp.: op. cit.]
Para convertirse en la dócil parte de un todo, el individuo debe
pues entablar una constante rebelión contra sí mismo.
Henos aquí de nuevo ante los conflictos del «yo-que-quie-
re». La escena política rousseauniana está ocupada en reprodu­
cir, multiplicada por el número de ciudadanos, la conflictiva di-
•námica excluyente de la voluntad. Es ésta la verdadera natura­
leza entre aquel «contrato entre el yo y uno mismo», sobre el
que Rousseau implanta su Contrato social: no es un acuerdo,
una recomposición entre dos diversos aspectos del yo. Es más
bien una relación de enemistad que presupone la victoria del
uno y la derrota del otro. Porque «la voluntad queda indetermi­
nada, abierta a las contradicciones y por lo tanto lacerada, sola­
mente hasta que su única actividad consista en formar volicio­
nes; en cuanto cese de querer y comience a actuar, realizando
una de sus proposiciones, pierde su libertad»76. Si efectivamen­
te la voluntad quiere transformarse en el órgano del futuro, es
decir, si quiere convertirse en acción y no seguir produciendo
abstractas voliciones, «una parte tiene que dominar a la otra».
Sólo con la anulación del «diálogo del yo consigo mismo», es
decir, sólo con el dominio de un «yo» sobre el otro, el déchire-
ment puede ser acallado. Y sólo manteniendo vigilante y cons­
tante la voluntad de dominio y de exclusión con respecto de la
suma de muchos «yoes discordantes», se puede esperar preve­
nir los desgarros internos que siempre amenazan la unidad de
ese yo colectivo que es el cuerpo político.
Con Rousseau, mucho más que con Hobbes, quedaría ple­
namente al descubierto la peligrosidad del proyecto político
moderno: fundar la política sobre la facultad del querer, o bien,
en otros términos, identificar el poder con la soberanía. No so­
lamente la «identidad» rousseauniana demuestra ser, bastante
más que la «disparidad» de Hobbes, un inaudito ataque a la
dignidad ontológica del individuo, a favor de la absolutización
del Uno. Sino que la modalidad a través de la cual toma cuerpo
inaugura la incesante búsqueda de un enemigo que hay que
abatir, y de un obstáculo que hay que superar, que veremos en

76 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, pág. 141. [Trad. esp.: op. cit.]
la obra de casi todos los procesos revolucionarios modernos.
Sólo puede desembocar en el Terror, el cual no por casualidad
irrumpe en la escena política con la Revolución Francesa. Para
Arendt, efectivamente, Robespierre ostenta en realidad la he­
rencia rousseauniana.
Se viola de esta manera, por primera vez, la «prohibición»
de llegar a ser de «este mundo» que la filosofía se había auto-
impuesto. Es pues gracias a Rousseau y a sus ideas sobre la his­
toria por lo que Hegel podrá hablar de una reconciliación entre
filosofía y mundo.
La historia y la necesidad ante la política

1. H egel

1. Hegel ha sido el que ha reconducido a la historia todo el


ámbito de la filosofía y, en particular, ha reducido la política a
historia. En torno a esta tesis giran todos los argumentos de la
interpretación de Hannah Arendt. El primero de todos, el impu­
tarle la culpa de haber hecho capitular el pensamiento, desar­
mado e impotente, a los pies de la Weltgeschichte (aún recono­
ciendo a la filosofía hegeliana el mérito «revolucionario» de
haber vuelto a abrir la filosofía al mundo). En las páginas que
le son dedicadas, Hegel pierde así numerosos rasgos de su
identidad para erigirse a menudo como emblema de aquella re­
cobrada conciliación entre theoria y praxis que termina por
contundir, todavía más que la «separación» platónica, el signi­
ficado tanto del pensamiento como de la acción.
Antes de nada, señalaremos que la autora, a diferencia de
lo que nos habríamos podido esperar, no dedica prácticamente
ninguna atención a los escritos hegelianos de carácter político,
ni siquiera a los Principios de filosofía del derecho. No se para
a analizar ni a criticar la articulación del «Espíritu Objetivo».
Evita incluso pronunciar lo que habría sonado como una su­
puesta condena con respecto a un Estado metafísicamente fún-
dado. En fin, ninguna ironía sobre el Estado como «la realidad
de la Idea ética», como «lo racional en sí y para sí», como «la
potencia de la Razón que se realiza en la Historia». Se niega
pues a seguir las normas de aquellas interpretaciones, que no
habían envejecido del todo en los años en los que Arendt em­
pieza a escribir, que acusan a Hegel de «estadólatra», o de ser
«el dictador filosófico de Alemania»1.
Más que tachar al gran filósofo alemán de «absolutización
reaccionaria de la potencia del Estado», Arendt está interesada
en señalar los motivos que llevan a Hegel a su grandioso descu­
brimiento teórico: el descubrimiento de una filosofía de la his­
toria.
En este recorrido Arendt se encuentra más de una vez con la
gran lectura hegeliana ofrecida por Joachim Ritter2, quien perci­
be en la filosofía de Hegel una verdadera y propia «hermenéuti­
ca de la Revolución Francesa». Efectivamente, también para
Hannah Arendt «no existe ninguna otra filosofía que como la de
Hegel sea tanto y hasta en sus impulsos íntimos, la filosofía de la
Revolución»3. El intento de comprender filosóficamente el al­
cance real, en su momento, del acontecimiento revolucionario
sería pues el móvil del giro radical dado por el pensamiento filo­
sófico alemán. La Revolución, por lo tanto, diseña la fisionomía,
ya sea del aspecto más destacadamente político de la filosofía de
Hegel, ya sea de su perfil más exquisitamente teórico. Como se
tendrá ocasión de recalcar, según la autora, la identidad de lo ra­
cional y lo real — centro de toda la reflexión hegeliana— no está

1 Interpretaciones que, com o es sabido, tienen su lamoso antecedente


arquetipo en R. Haym, H egel und seine Zeit, Berlín, R. Gaertner, 1857.
2 J. Ritter, H egel und die franzósische Revolution, Frankfurt, Suhrkamp,
1957. La interpretación arendtiana demuestra asonancias también con otras
lecturas que han contribuido a desmontar el lugar común de un Hegel «esta­
dólatra», com o por ejemplo el ahora ya clásico F. Rosenzweig, Hegel und
der Staat, Munich, Oldenbourg, 1920. Pero también con E. Weil, Hegel et
l'État, París, Vrin, 1950; M. Riedel, Theorie und Praxis in Denken Hegels,
Stuttgart, 1965; Id., Studien zu Hegels Rechtsphilosophie, Frankfurt, Suhr­
kamp, 1969; J. Ritter, M etaphysik und Politik. Studien zu Aristóteles und H e­
gel, Frankfurt, Suhrkamp. 1969.
3 J. Ritter, H egel und die franzósische Revolution, cit., pág. 26.
principalmente dirigida a justificar la realidad efectiva de la Pru-
sia de 1821, ni tampoco se configura como simple afirmación de
un principio lógico. Es más bien la respuesta a un enorme desa­
fío, que Hegel recoge e interpreta como «el» desafío del tiempo
propio: entender la Revolución en el pensamiento.
Por este motivo, a pesar de las numerosas críticas de las
que el filósofo alemán será objeto, Arendt no puede por menos
que reconocerle, como su mérito mayor, el de haber dado vida
a una filosofía bastante poco «académica» y en absoluto inte­
resada en glosar las respuestas de sus predecesores a las mile­
narias preguntas de la metafísica. «En cualquier caso — escri­
be— se encuentran en Hegel numerosos trazos que indican
cómo su filosofía [...] es, en una palabra, menos libresca que
los sistemas de casi todos los filósofos que se han sucedido des­
de la antigüedad no sólo de aquellos que le han precedido sino
también de aquellos que le han seguido»4.

2.

N un ca, d esd e que el so l brilla en el firm am en to y los


planetas giran alrededor de él, se había llegado a vislum brar
q ue la ex isten cia del hom bre se fundam enta en su cab eza, es
decir, en su p en sam ien to [...]. Fue p ues una esplénd id a auro­
ra [...]. U n en tu siasm o del espíritu recorrió c o m o un estre­
m ecim ien to el m un do entero, c o m o si en to n ces se h ub iese
realizado por prim era v e z la verdadera co n cilia ció n de lo
D ivin o con lo secu lar»5.

Este «significado histórico universal» atribuido por el filó­


sofo a la Revolución Francesa, a la «espléndida aurora» de su
juventud — el hecho, efectivamente, de que por primera vez el
hombre «osara regirse por la cabeza y por el pensamiento y

4 H. Arendt, The Life ofthe Mind, cit., vol. II, pág. 45. [Trad. esp.: op. cit.]
5 G. W. F. Hegel, Lecciones de filosofía de la historia, Barcelona, PPU,
1989. Sobre Hegel intérprete de la revolución francesa, lo último de R. Bo-
dei, «Le dissonanze del mondo. Rivoluzione tráncese e filosofía tedesca tra
Kant e Hegel», en F. Furet, L'ereditá della rivoluzione francese, Roma-Bari,
Laterza, 1989, págs. 103-132.
construir la realidad conforme a ellos»— , puede rastrearse, se­
gún Arendt, en todos los escritos de Hegel, desde los juveniles
hasta los de sus últimos años. A ello se debe el giro radical que
se registra con la filosofía hegeliana: la historia se convierte en
el objeto principal del pensamiento filosófico, la esfera de los
asuntos humanos surge en el centro de la consideración de la «fi­
losofía primera». Con Hegel, el ámbito de las «cosas del hom­
bre», sobre el que desde Platón había caído el desprecio de la
metafísica, obtiene la misma dignidad ontológica que, durante
milenios, los «filósofos de profesión» habían atribuido única­
mente al Ser transcendente, universal y eterno6.
Efectivamente, la Revolución había demostrado «a los ob­
servadores más reflexivos» de la generación del idealismo que
puros objetos de pensamiento, tal y como las ideas de libertad
igualdad y fraternidad podían abandonar el etéreo empíreo de
las abstracciones para hacerse realidad y actuar en la historia.
Para Hegel, argumenta la autora, ésta es la objeción más convin­
cente para oponerse a la milenaria convicción según la cual las
vicisitudes de la historia y de la política no son dignas de ningu­
na consideración. Lo mismo que para Kant, también para Hegel
la Revolución Francesa es el primer acontecimiento que ostenta
un sentido propio en cuanto acontecimiento. La Revolución
Francesa, en muchos aspectos, es el punto culminante de la épo­
ca moderna, cambió «el pálido aspecto del pensamiento» duran­
te casi un siglo. «Los filósofos, un tipo humano notoriamente
melancólico, se convirtieron en alegres y optimistas: ahora ya
creían en el íuturo y podían dejar a los historiadores las sempi­
ternas lamentaciones sobre el curso del mundo»7.]
Hegel podía convencerse, de esta manera, del poder «reve­
lador» de la historia: lejos de darle la espalda, como había hecho

6 Véase de modo particular H. Arendt, Philosophy and Politics. What is


Political Philosophy?, cit., pág. 024458, pero también H. Arendt, «The Con­
cept o f History», cit., pág. 68. La importancia de la revolución ya sea para la
filosofía de Hegel com o para la de Marx está enfatizada en el ensayo On R e­
volution, cit., del que hablaré más adelante.
H. Arendt, The Life o fth e Mind, cit., vol. II, pág. 154. [Trad. esp.:
op. cit.] Véase también Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024458.
Platón, nos podíamos dirigir a ella para captar la verdad. Hegel
no se limitaba a constatar, con ello, que gracias a la Revolución
la historia sacaba al hombre de su condición de menor de edad
y lo colocaba al fin en posición de darse leyes a sí mismo. «Que­
ría decir mucho más»: que toda la historia del mundo es la pro­
gresiva realización de la idea, de ese principio universal que tie­
ne unidas a la Humanidad y a la Libertad8. Es éste el centro de
la «filosofía de la historia hegeliana»: para Hannah Arendt, la
aportación más original de todo el idealismo.
Gracias a 1789, el filósofo alemán pudo contar el largo via­
je del Espíritu en el mundo: su punto de partida en Asia «don­
de uno solo es libre»— , la crucial «estancia» en la Grecia clá­
sica — «donde sólo unos pocos son libres»— , el cambio de su
ruta impuesto por el cristianismo — para el cual todos son li­
bres «pero solamente en el pensamiento»— y la meta final, al­
canzada justamente gracias a la Revolución Francesa, donde
las ideas de libertad y de igualdad se traducen en la realidad en
donde todos son libres9.
No importa que el ardor revolucionario del período de Tu-
binga se apague para dejar sitio a una dura crítica de la Re­
volución. No es esencial que en la Fenomenología del espíritu,
la Revolución sea presentada como «la furia de disgregan) a la
que pertenece «la muerte más anodina», «la propia efectividad
que se destruye a sí misma», el «puro terror de lo negativo».
Esta no es la cuestión. Para Arendt es relevante que del hacer­
se realidad la «Idea» en la Revolución, Hegel infiera que la
Historia contiene en sí misma la Idea. Y es a esta altura donde
se consuma la ruptura con respecto a la tradición. Porque si la
filosofía se realiza en los acontecimientos políticos, si se intro­
ducen en la filosofía como «generadores de verdad», entonces
cae definitivamente ese «régimen de separación jerárquica»
entre theoria y praxis que había sido erigido por Platón10. La fi­

8 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?, cit.,


pág. 024458.
9 Ibídem. Las citas están cogidas de G. W. F. Hegel, Lecciones de
filosofía de la historia. Barcelona, PPU, 1989.
10 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, pág. 45. [Trad. esp.: op. cit.]
losofía, entendida en sentido tradicional, se destruye a sí misma
al hacer saltar la oposición entre «cosas que son para siempre»
y cosas que se convierten en el tiempo, entre el reino de las
Ideas y el mundo de las acciones y de la historia. «Puesto que
en la Revolución Francesa principios e ideas han sido realiza­
dos, se ha verificado una conciliación entre lo “Divino”, que
acompaña al hombre en el acto de pensar, y lo “secular”, los
asuntos de los hombres»1
Hay efectivamente un término que, mejor que cualquier
otro, se presta a representar la suma de la novedad hegeliana:
el de conciliación o de reconciliación. En sus clasificaciones
de sentidos, constata la autora, se encuentra la noción de en­
carnación, la idea de que el Logos se ha hecho carne en el
mundo «de los individuos históricos». Sin los hombres, el Es­
píritu y el mismo Dios permanecerían abstractos, sin ninguna
realidad: serían una mera idea. Arendt precisa pues que tal
afirmación no presupone que Dios sea «antropomórfico»
sino más bien que el hombre sea «teomórfico»: llevando en sí
mismo lo Divino, el hombre tiene el deber de realizarlo12.
Pero lo que verdaderamente interesa a Arendt son las conse­
cuencias de esta reunión entre Idea y realidad ya sea la Idea
entendida como lo absoluto de la religión o como el Espíritu
Universal. Detrás de esa llamada a lo Absoluto que, como
dice Hegel, «quiere estar con nosotros», la autora descubre,
sobre todo, la voluntad del filósofo de comprender «el pre­
sente y la efectividad», la voluntad de hacer posible que el
pensamiento se apropie de «lo que es otra cosa que sí mis­

11 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?.


cit., pág. 024459. En Philosophy and Politics. The Problem o f Action, cit.,
pág. 23, había escrito: «El concepto hegeliano que subvierte la jerarquía tra­
dicional del pensamiento y de la acción no es el de la dialéctica sino el con­
cepto de historia, en el cual los dos términos están supuestamente destinados
a encontrarse y a reconciliarse. La historia con Hegel, siempre condenada
por los filósofos, adquiere una suprema dignidad porque revela la verdad ab­
soluta.»
i: H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024461.
mo», para derrotar aquellas filosofías que pregonan «un más
allá, que se supone que existe, pero sólo Dios sabe dónde»13.

3. ¿Cuáles son, entonces, las consecuencias de la Versóh-


nung entre lo Absoluto y la Historia sobre la concepción del
Ser, de la Verdad y del Tiempo? La importancia atribuida a la
historia lleva en primer lugar a Hegel a considerar que el error
fundamental de toda la filosofía pasada ha sido el de pensar la
verdad como algo estático y eterno, «más allá» del mundo y, a
un tiempo, de la mente14. El principio de no contradicción de la
lógica tradicional — que está en la base de la concepción meta­
física de la verdad— sigue siendo cierto, únicamente hasta que
se asume que el Ser sea algo que trasciende el mundo real, en
donde todo cambia constantemente. Si, por el contrario, es este
mundo real el que se toma en consideración, como único mun­
do efectivo, la verdad entonces se transforma en aquella «ver­
dad de hecho», «donde A se convierte en no A», y en donde
todo momento niega el momento precedente. A este respecto
Arendt sólo puede compartir la opinión de Merleau-Ponty, por
la que Hegel «está en el origen de todo lo que se ha hecho de
grande en filosofía desde hace un siglo a esta parte»1-.
Siguiendo muchas de las interpretaciones «existencialis-
tas» de Hegel, inauguradas en el famoso párrafo 82 de El ser y

13 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,


cit., pág. 024459. Aproximadamente con las mismas palabras se expresa en
From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023497.
14 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024459, en dónde también se lee: «Aquello que para Hegel es erró­
neo en las filosofías que lo preceden es su concebir la verdad como algo que
está “más allá” de los asuntos humanos. Este más allá puede ser Dios, la na­
turaleza, el mundo de las ideas. Pero, en todos estos ejemplos, la verdad re­
side fuera de lo que Hegel llama “D ie sittliche Welt”, las palabras usadas por
él para “asuntos humanos”. Este acercamiento le ha producido una doble
alienación: la verdad se coloca en un ámbito transcendente y el mundo pre­
sente en donde los hombres viven en realidad está privado del verdadero sig­
nificado.»
15 M. Merleau-Ponty, «L'Existentialisme chez Hegel», en id., Sens et
non sens, 1948. [Trad. esp.: Sentido y sinsentido, Barcelona, Ed. 62, 1977.]
el tiempo, Arendt singulariza en primer lugar la grandeza del
filósofo alemán en la discusión y en la crítica que plantea, de la
concepción del Ser como eterna presencia. Hegel, «por prime­
ra vez», denuncia lo absurdo de «otro lugar» en donde todas las
cosas serían perennes e inmutables y asigna, por el contrario, ;i
la filosofía la tarea más difícil de detenerse en la contradicción,
indicando a la razón el deber de sobrepasar ese intelecto que ve,
en el Ser y en la Nada, los opuestos de una antítesis radical16.
También para Hannah Arendt, parecería que la dialéctica
desembocaría, pues, en aquella sabiduría trágica que sabe qui­
la única permanencia del Ser es su Devenir, su continuo con­
vertirse en otra cosa que en sí mismo. «La grandeza del siste­
ma hegeliano reside en el hecho de que ha incorporado en un
todo en movimiento los dos mundos platónicos, de tal modo
que la tradicional trayectoria del mundo de las apariencias al
de las ideas y viceversa ocurre ahora en el interior del propio
movimiento histórico, asumiendo la forma del movimiento
dialéctico»17. Pensar dialécticamente, reconoce, es en cierto
sentido un intento de adherirse a la realidad y de seguir su
cambio fáctico. En fin, Arendt no esconde su enorme admira­
ción hacia el filósofo, quien, como diría Heidegger, ha sabido
pensar históricamente el Ser; aunque llegue luego a la conclu­
sión, siempre en sintonía sustancial con la lectura heideggeria
na, de que la filosofía de la historia hegeliana revela ser, en
realidad, un definitivo adiós al tiempo. Una despedida, sin em­
bargo, que emprende un recorrido bastante diferente del tradi­
cional18.

16 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy.'.


cit., pág. 024459.
17 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition. long draft, cit., pág. 25.
18 Sobre Heidegger com o intérprete de Hegel, además del párrafo 8J
de El se r y el tiempo, véase también el seminario realizado entre 1942-1943
con el título «El concepto de experiencia de Hegel», en Caminos del bos
que. Madrid, Alianza, 1998, y «D ie onto-theo-logische Verfassung der Me
taphysik», en id., Identitát und Differenz ftrad. esp.: Identidad y diferencia.
Barcelona, Anthropos, 1988], y las clases semestrales del invierno 1930-1931
Hegels Phanomenologie des Geistes, Frankfurt, Klostermann, 1980 [trad.
esp.: La fenom enología del espíritu de Hegel, Madrid, Alianza, 1995],
Por ahora baste decir que, al celebrar el «redescubrímiento»
hegeliano del devenir, la autora hace suyas muchas de las suges­
tiones interpretativas provenientes de aquella marea de estudios
franceses que leen al filósofo de Stuttgart y, en particular, al He-
gel de los escritos juveniles y el de la Fenomenología, a través de
kierkegaard Jaspers y sobre todo Heidegger19. Sin duda, tam­
bién la interpretación arendtiana privilegia, de algún modo, al
I legel «anti-sistemático», destacando aquellos «elementos origi­
narios del sistema que no se dejan acallar con un resultado tran­
quilizador»20. Insiste, efectivamente, en el alcance teórico de la
inclusión del tiempo y de lo «negativo» en la filosofía. Lo que
convertiría al filósofo alemán en el arquetipo de todos aquellos
que cuestionan la remoción filosófica de lo finito y de lo tempo­
ral. Salvo que, como se hace explícito en La vida del espíritu,
para Hannah Arendt estos «elementos originarios» terminan
siendo ahogados dentro de la «cuadratura» de un sistema que
liestierra las contradicciones con un encarnecimiento todavía
mayor que el de las filosofías precedentes.

4. En las páginas de Willing, Arendt se enfrenta, cuerpo


a cuerpo, con los principales textos hegelianos dedicados al

1,1 Me refiero sobre todo'a J. Wahl, Le malheur de la conscience dans la


philosophie de Hegel, París, Alean, 1929; id., «Hegel et Kierkegaard», Revue
1‘hilosophique de la Frunce el de VÉtrunger, núms. 11-12, 1931; J. Hyppolite,
( ienése et structure de la Phénoménologie de l ’Esprit de Hegel, París, Aubier,
I ‘>46 [trad. esp.: Génesis y estructura de la fenomenología del espíritu de
Hegel, Barcelona, Ed. 62, 19 9 1 ¡. Pero en la interpretación de Arendt está sobre
lodo presente el eco de las clases mantenidas en París, entre 1933 y 1939, por
A Kojéve, en las que la autora participó, junto con muchos pensadores que
lian contribuido a diseñar la fisonomía filosófica de una época: Sartre, Mer-
Icau-Ponty, Hyppolite, Queneau, E. Weil, Aron, Bataille, Klossowski, Lacan y
Bretón. Véase A. Kojéve, Introduction á la lecture de Hegel. Legons sur la
l'hénoménologie de l ’Esprit, París, Gallimard, 1947. Para un balance exhaus­
tivo del «renacimiento hegeliano» en la Francia del siglo x x, véase: R. Salva-
ilori, Ilegel in Francia. Filosofía e política nella cultura del Novecento, Bari.
I aterza, 1974; A. Negri, Hegel nel Novecento, Roma-Bari, Laterza, 1987, sobre
lodo las págs. 4 2 -5 1; M . Roth, Knowing and History. The Resurgence oJ French
Ilegelianism from 1930 thmugh the Postwar Period, Nueva York, 1988.
" J. Wahl. Le malheur de la conscience dans la philosophie de Hegel,
cit., págs. I y 249.
tiempo, el problema crucial con el que la filosofía de Hegel
inevitablemente se enfrenta cuando empieza a confrontarse con
la dimensión de la temporalidad: el problema del futuro. Plan­
teado como indagación sobre las relaciones entre el «yo que
piensa» y el «yo que quiere», el verdadero objetivo de estas pá­
ginas es el de verificar si el filósofo alemán logra o falla el des-
mantelamiento de la concepción metafísica tradicional del
tiempo. En esa perspectiva, la autora se avala, como punto de
partida, de la argumentación de Alexander Koyré, según el cual
la mayor originalidad de Hegel reside en su insistencia sobre el
futuro, en la primacía asignada al futuro sobre el pasado y so­
bre el presente21. «Afirmación sorprendente», en su opinión,
puesto que se refiere al filósofo que concibe la filosofía de la
historia esencialmente como reflexión sobre el pasado22.
En efecto, admite Hannah Arendt, la supremacía del pasado
parece diluirse en cuanto Hegel se pone a discutir del «tiempo
humano». Se descubre, de este modo, que la mente está dirigida
en primer lugar hacia el füturo, hacia aquel tiempo que está vi­
niendo hacia nosotros. La tensión con respecto de lo que está por
venir niega el presente de la mente y lo transforma en un «no
ya anticipado». Para la autora, es evidente que el presente de la
mente es negado por la facultad del querer. Es solamente gra­
cias a la voluntad como la mente produce el tiempo, o mejor di­
cho, como el hombre se produce como «autoconstitución del
tiempo». Tan sólo a través de la experiencia del «yo que quie­
re», el sujeto puede darse perfectamente cuenta de su propia
existencia temporal. Porque si la mente estuviese exclusiva­
mente equipada para pensar, viviría en un presente perpetuo,

21 La autora se vale de la interpretación de A. Koyré, «Hegel á Jena»


(ahora en Etudes d ’histoire de lapenséephilosophique, París, 1961) que ins­
piró también las clases de Kojéve, dedicadas a los textos cruciales de Hegel
sobre el tiempo: desde la juvenil Jenenser Logik y Jenenser Realphilosophie
hasta la Fenomenología; de algunos pasajes de la Enciclopedia hasta los di­
versos escritos que se encaminan a la Filosofía de la historia. Estos textos
son examinados por Arendt en el capítulo cuyo título es «H egel’s Solution:
the Philosophy o f History», en The Life o f the Mind, cit., vol. II, págs. 3 9 -5 1.
22 H. Arendt, The Life ofthe Mind, cit., vol. II, pág. 40. [Trad. esp.: op. cit.]
inconsciente del hecho de que una vez no era y un día ya no
será23. Tiene razón entonces Koyré: si el tiempo está producido
por la voluntad y la condición temporal de la voluntad es el fu­
turo, este último está en el origen también del pasado. En el
sentido de que el pasado se genera por anticipación, por parte
de la mente, de un futuro anterior: el «yo-seré» se convierte en
un «yo habré sido». «En este esquema — escribe Arendt— el
pasado es producido por el futuro y el pensamiento que con­
templa el pasado es el producto de la voluntad»24.
Mas el poder anticipador de la voluntad prefigura, en última
instancia, la muerte. De esta manera hace «relativos» y «supera­
bles» los proyectos mismos de la voluntad: también ellos un día
habrán sido: justamente como en El ser y el tiempo, en donde el
pasado, el «haber-sido», tiene para algunos su origen en el futuro.
También en Hegel, la anticipación de la muerte es el «proyecto
extremo» del «yo que quiere», hacer aparecer el futuro y, con éste,
los proyectos de la voluntad, como un pasado anticipado, que de
esta manera puede convertirse en objeto de la reflexión. El íüturo,
como pasado anticipado, se impone al pensamiento, atenuando,
de esta manera, la inquietud del alma, a su vez reducida a antici­
par recuerdos. Si bien es el «yo que quiere» el que constituye el
«yo que piensa», en el momento en que la mente se sitúa en la
perspectiva del cumplimiento del tiempo, ocurre de nuevo el paso
de la voluntad al pensamiento, del futuro al pasado25.
Hegel introduce pues la temporalidad en la filosofía y con
ella la inevitable incertidumbre del futuro que solivianta la paz
del filósofo. Sin embargo, esta inquietud está inmediatamente
eliminada con transformar el futuro, y lo inesperado que conlle­
va, en el objeto de un pensamiento que se sitúa en la perspecti­
va del fin extremo, en la visualización de la ausencia total de

23 Ibídem, vot. II, pág. 42.


24 Ibídem.
25 Ibídem. pág. 44, vol. II. Se lee: «Simplificando hasta el exceso, que
exista algo como una vida de la mente se debe a su disposición al futuro y a
su consiguiente “intranquilidad”; que exista algo com o una vida de la mente
se debe a la Muerte que, prevista com o fin absoluto, detiene la voluntad y
transforma el futuro en un pasado anticipado, los proyectos de la voluntad en
objetos del pensamiento.»
cambio. Por este método, que en realidad encierra una auténtica
reflexión sobre la contingencia y sobre la temporalidad reno
vándolas gracias al pensamiento de la muerte, Hegel puede vol­
ver a asignar al «yo-que-piensa» el papel hegemónico que la fi­
losofía le ha dado siempre. Ocurre, en sustancia, algo muy pare­
cido a lo que ocurría con Platón, para quien la filosofía «asume
el color de los muertos» casi como una defensa de la negación de­
esa realidad que conlleva inscrito el cambio y la muerte.

5. También, en el caso de Hegel, las dinámicas que tienen


lugar en la «vida del espíritu» se traducen en la «vida de la po­
lis». Se asiste, una vez más, a la reacción típica de los «filósofos
profesionales»: aplicar al mundo plural de los asuntos humanos
lo que se ha experimentado en la soledad del pensamiento.
Efectivamente ¿sobre qué presupuestos se rige la Welt
geschichte? Esta conlleva la suspensión del movimiento incesan­
te de la dialéctica temporal, el «tiempo cumplido». Aquí Arendt
reelabora originalmente la reflexión kojeviana sobre el «fin de
la historia»26. Desde el horizonte del fin de la historia, en donde
se considera que el fin de la historia ha llegado a su realiza­
ción, todo lo que ha sido asume el aspecto de que tenía que ser
así y no de otra manera. Porque si se elimina la incertidumbre
del cambio que el futuro podría conllevar, se logra mirar a la his­
toria como a un Todo y se la puede concebir como Historia Uni­
versal. Entonces aparecerá no ya como una sucesión de épocas
y de naciones particulares, sino como una concatenación de
acontecimientos, cuyo resultado final coincide con «el reino»
en donde «el Espíritu (...) se manifiesta a sí mismo»27. Y el es­

26 Véase A. Kojéve, La clialettica e I'idea della morte in Hegel, cit., y


las iluminadas consideraciones contenidas en el ensayo introductivo al volu­
men de R. Bodei, II desiderio e la lotta, págs. VII-XX1X; por lo que respec­
ta el debate derivado de las clases kojevianas, véase el volumen editado por
M. Ciampa y F. Di Stefano, Sulla fine della storia, Nápoles, Liguori, 1985,
que recoge ensayos de Bataillc, Kojéve, Wahl, E. Weil y Queneau.
27 G. W. F. Hegel, Lecciones de filo so fía d e la historia, Barcelona,
PPU, 1989, pasajes citados en The Life o fth e Mind, cit., vol. II, pág. 45.
[Trad. esp.: op. cit.j
cenario donde se escenifican los acontecimientos humanos no
parecerá ya dominado por el azar y privado de sentido. Ponién­
dose al final del tiempo, se hace posible «asignar a la filosofía
la tarea de comprender el plano de la secuencia histórica uni­
versal, desde sus inicios hasta su existencia presente, fenomé­
nica»28.
Claro que el sucederse de los acontecimientos está puesto
en movimiento por las acciones y voluntades particulares, pero
no es suficiente para producir un sentido el limitarse a registrar
el advenimiento de las res gestae. El filósofo tiene que saber
leer un significado general más allá de las apariencias, más allá
de las acciones individuales de los hombres individuales. Esto
puede ser «descubierto» exclusivamente por la «sabiduría re­
trospectiva»: cuando no se actúa, cuando se está convencido de
que ninguna novedad intervendrá para cambiar el diseño que
ha tomado forma ante los ojos del sabio. Solamente entonces,
el filósofo puede contar la historia de lo que ha ocurrido como
si los hombres que persiguen sus objetivos contradictorios y
vanos estuviesen guiados «por el hilo conductor de la razón»29.
Para que el proceso histórico pueda desvelar plenamente el
sentido, la mente del filósofo tiene pues que reconocer en la His-
loria su propia historia. El Espíritu Absoluto, que es únicamente
el otro nombre que toma la filosofía en Hegel, tiene que encon­
trarse a sí mismo en las varias etapas que han señalado el desa­
rrollo del Todo. «La Filosofía en Hegel — escribe Arendt es el
proceso de apropiación, el momento en el que lo que parecía
externo, extraño, objetivo, se convierte en propiedad del Yo»30.
En este sentido la autora puede decir que Hegel ha transporta­
do todo el mundo a la conciencia y lo ha tratado como si sólo
fuese un fenómeno de la mente.
He aquí lo que se esconde detrás de la «reconciliación» he­
geliana de theoria y praxis: una unificación del pensamiento

28 G. W. F. Hegel, Lecciones de filosofía de la historia, op. cit.


29 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, pág. 154 [trad. esp.: op.
cit.]; véase también H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political
Philosophy?, cit., pág. 024460.
30 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, pág. 157. [Trad. esp.: op. cit.]
con la acción que se realiza a expensas de la autonomía de am­
bas. Dicho de otra manera, Hegel termina por reforzar, con
nuevos argumentos, la tradicional ecuación filosófica del Ser y
del Pensamiento. Justamente porque el pensamiento — el Filó­
sofo, la Razón, el Espíritu— ha homologado para sí mismo la
entera realidad del proceso histórico. Si lo real es lo racional,
todo aquello que la mente no ha reconocido como propio es,
por eso mismo, irreal. Los acontecimientos que, según el filó­
sofo, no han concurrido a lo Universal, a la realización de la
Idea, quedan como meras e insignificantes apariencias. Es por
ello por lo que Arendt mantiene que el pasado con Hegel pier­
de dignidad. Porque sólo lo que coincide con el espíritu del fi­
lósofo es digno de ser recordado. Sólo le corresponde a la Ra­
zón filosófica el reconocer la necesidad del proceso histórico y
de decidir qué es lo que ha concurrido al camino de la Idea31.
Por lo tanto, el imparable proceso del Espíritu en la historia
arrolla y absorbe a todo actor individual, a toda acción indivi­
dual: sencillos medios para producir el Universal. Porque sin el
Espíritu, que utiliza las singularidades, el ámbito de las cosas
del hombre sería «aquel vacío atormentado por la insensatez», del
que cada acción, tomada en sí misma, llevaría la señal32.
Entonces Hegel — ésta es la conclusión a la que llega Han­
nah Arendt no ha invertido de ninguna manera la rueda pla­
tónica. Sí ha mantenido, en el centro de la consideración filo­
sófica, la esfera de los asuntos humanos, pero para negar toda­
vía más encarnecidamente lo «propio» de la praxis. En vez de
restituir la dignidad ontológica en singular, la filosofía de la
historia hegeliana pone en escena universales incorpóreos, ar­
mados contra el dato de lo real. Espíritu, Absoluto, Razón v Su­

31 Cfr. H. Arendt, From M achiavelli to Marx, cit., pág. 023497. En el


contexto de las numerosas identidades hegelianas, la identidad de Espíritu y
de Historia, de Realidad y de Razón, de Pensamiento y de Ser, la verdad se
traduce en la ecuación de Necesidad y Libertad: «La Historia del Mundo
— escribe— es el progreso en la conciencia de la Libertad, un proceso que el
filósofo tiene que captar en su necesidad inherente.»
32 Cfr. H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem o f Action, cit.,
pág. 26.
jeto, no de manera distinta de las ideas platónicas, sacrifican la
multiplicidad al Uno, así como subliman el tiempo finito de
la polis en el Tiempo del movimiento dialéctico, en donde, tras
el aparente devenir, la eternidad propia de ese Ser metafísico, al
t|iie Hegel quería renunciar, se vuelve a recuperar en el nivel de
lo que permanece constantemente en el proceso del Aufhebung*3.
Así, si bien Hegel había introducido la temporalidad y el cam­
bio en el interior de la filosofía, la Historia y el Espíritu exhiben
sistemáticamente esos caracteres de contingencia, diferencia y
pluralidad de los que ninguna auténtica comprensión de las «cosas
del hombre» puede prescindir. Nadie más que él, escribe Arendt,

ha co m b a tid o n un ca co n m ayor d eterm in a ció n lo particu­


lar, el etern o e s c o llo del p en sa m ien to , el in co n testa b le s im ­
p le ser de lo s o b jetos q ue n in gú n p en sa m ien to p u ed e a l­
can zar o explicar. A lo s o jo s de H e g el, la f ilo s o fía c o n s is ­
te en la e lim in a c ió n d e lo c o n tin g e n te [...]. Integrando todo
particular en un p en sa m ien to o m n ic o m p re n siv o , co n v ierte
a to d o s en en tes d e p en sa m ien to y su p rim e d e esta m anera
su p ropiedad m ás esca n d a lo sa , su ser reales, ju n to co n su
c o n tin g e n c ia » 34.

Pero por mucho que equivalga a una «huida del tiempo»


como afirma Heidegger , por cuanto remueva lo imprevisi­
ble y la singularidad, la filosofía hegeliana no proyecta la concre­
ta eliminación del contingente. Aun proponiéndose elevar la fi­
losofía a ciencia, el sistema de Hegel no abandona el reino de la
pura especulación. La Philosophie der Geschichte sigue siendo,
en última instancia, una hermenéutica histórica, ligada a la mira­
da retrospectiva del filósofo. En otras palabras, las leyes necesa­
rias del proceso dialéctico no están teológicamente orientadas: la
hipótesis del «fin de la historia» cierra la aplicabilidad al futuro,
f lectivamente, para Hegel, la verdad no sirve para guiar la ac­
ción, pero es el resultado en el que se sosiega el devenir.

” H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,


di., pág. 024458-024461.
,4 H. Arendt, The Life ofthe Mind, cit., vol. II, pág. 91. [Trad. esp.: op. cit.j
Será Marx el que combine la noción de historia como pro­
ceso con sus leyes dialécticas y necesarias, y las asunciones de
las «filosofías políticas teológicas de la primera modernidad»;
así, en la teoría marxista, esos «últimos fines» que tan sólo el
filósofo puede percibir retrospectivamente se transforman en
principios-guía para la acción futura. Si con Hegel pensamien­
to y acción, theoria y praxis, se reconcilian en el pasado y en el
presente, con Marx, la acción se convierte en ejecución de una
teoría que presume el haber comprendido la realidad en su glo-
balidad y de esta manera poder acelerar la manifestación de la
verdad que encierra.

2. M arx

1. Por consiguiente, con Marx, la filosofía de la historia


se transforma en una «ciencia de la historia»; en un proyecto
teórico en el que, junto al proyecto hegeliano, encuentran aco­
modo los diversos legados de la filosofía política tradicional.
Antes de volver a los motivos por los que, en opinión de la au­
tora, la herencia de la tradición acaba por «cristalizar» en el
pensamiento marxista quisiera seguir un poco más de cerca los
pasajes a través de los cuales se articula la interpretación
arendtiana.
Se ha dicho en el capítulo de entrada que el marxismo es a
su juicio el más plausible testimonio del «lazo que une el totali­
tarismo directamente a la tradición»35. En la imagen que Arendt
quiere suministrarnos, Karl Marx presenta dos caras: la una
vuelta hacia la «inaudita» novedad del dominio totalitario, la
otra mirando hacia atrás, en dirección al orden categorial de
la Main Tradition. En todo caso, decir que Marx permite aclarar
qué rasgos de la tradición filosófica manifiestan un aire de fa­
milia con el totalitarismo no significa en absoluto acusarlo de
haber provocado el estalinismo. Arendt efectivamente se distan­
cia de las tesis de la filiación directa de Stalin con relación a

35 H. Arendt, Karl M arx and the Tradition, short draft, op. cit., pág. 3.

226
Marx y que más o menos explícitamente acusan a este último de
ser el socavador y el pervertidor de los grandes valores del pen­
samiento occidental36. Acusaciones estas que, a su parecer, son
tan superficiales como inconscientes: «Inconscientes del hecho
de que acusar a Marx de totalitarismo equivale a acusar a la mis­
ma tradición occidental de terminar necesariamente en el totali­
tarismo»37. Porque — y ésta es la tesis central— cualquiera que
ataca a Marx ataca la tradición del pensamiento occidental»38.
Arendt disiente igualmente «de aquellos pocos críticos del
marxismo que son conscientes de la radicación [en la tradición]
del pensamiento de Marx»39 pero que, para exculpar a la filo­
sofía política clásica y el cristianismo de toda posible implica­
ción totalitaria, se inventan la hipótesis de «una especial corrien­
te inmanentista» que atravesaría subterráneamente la tradición:
la herejía surgida en el seno del catolicismo que hoy llamamos
gnosticismo»40. Esta tendría como resultados inevitables tanto
la filosofía de Marx como el totalitarismo. Para Hannah Arendt
es absurdo reducir el pensamiento marxista a una forma de in-
manentismo, de tal manera que, para identificarlo, fuese sufi­
ciente hablar de una «religión secular» orientada a realizar el
paraíso en la tierra41.
Por consiguiente, la interpretación de la autora se propone
una doble tarea. En primer lugar, dejar bien clara la diferencia
entre Marx y los diversos regímenes y movimientos políticos
que se apoyan en él. Arendt afirma, por ejemplo, que «tanto
Marx como Lenin han sido transformados de manera decisiva
por Stalin» y, lo que es aún más significativo, que «la línea que
va desde Aristóteles a Marx registra fracturas bastante menos
decisivas de las que, por el contrario, existen en la línea que une
a Marx con Stalin»42. A pesar de esto queda un problema que

36 Ibídem, págs. 3-5.


37 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, short draft, op. cit., pág. 3.
38 Ibídem.
39 Ibídem.
40 Ibídem (se refiere a E. Voegelin, The New Science o f Politics, op. cit.).
41 Ibídem.
42 Ibídem.
no puede infravalorarse: el hecho de que una determinada for­
ma de totalitarismo apela directamente a Marx. Consigue, en
segundo lugar, que para identificar «qué es lo que no va en
nuestra tradición filosófico-política», es bastante más plausible
indagar el nexo existente entre la filosofía marxista y la «men­
talidad totalitaria» que interrogarse «sobre aquello que liga el
nazismo a sus presuntos y así denominados predecesores»,
como podrían ser Hegel o Nietzsche43.
Es obvio que el esfuerzo de Arendt se concentre en poner a
prueba la ambivalencia de la posición de Marx en su confron­
tación con la tradición filosófico-política. De hecho marca el
fin de ésta, pero no porque de manera consciente e intenciona­
da le ponga término44: más bien, al rebelarse contra ella, él si­
gue estando en todo caso en poder de su fuerza arrebatadora.
Por consiguiente, la autora intenta dar cuenta tanto de la rom­
pedora novedad de algunos motivos marxistas, como del in­
consciente lazo que les mantiene unidos a la tradición de la fi­
losofía política occidental.
Como sucede en los casos de Kierkegaard y de Nietzsche,
también los hitos del pensamiento de Marx adquieren fuerza y
relevancia si se les comprende a partir de su voluntad de opo­
nerse a las milenarias abstracciones de la metafísica. La opera­
ción teórica marxista sigue siendo, a pesar de ello, una empre­
sa eminentemente filosófica: es un desafío a la filosofía en la
confrontación con la filosofía misma. Y Marx, nos da a enten­
der Hannah Arendt, sigue siendo «filósofo» del principio al
fin. Por tanto, ella no acepta las sugerencias de las interpreta­

43 Ibídem.
44 En el ensayo «Tradition and the Modem Age», cit., pág. 17, se lee:
«Nuestro pensamiento político tradicional ha tenido un nacimiento bien de­
finido con Platón y Aristóteles; y, en mi opinión, una muerte igualmente
bien definida con Karl Marx. El principio está en la República de Platón, en
la que el filósofo, con la imagen de la caverna, define la esfera de los cuida­
dos humanos [...] com o un mundo de tinieblas, confusiones y desengaños
del que hay que huir [...]. El fin está en la afirmación de Marx según la cual
la filosofía y la verdad filosófica no se encuentran fuera de las preocupacio­
nes y del mundo común de los hombres, sino precisamente en medio de és­
tos, y pueden ser realizadas sólo en el ámbito de la convivencia.»
ciones que distinguen en el pensamiento marxista una primera
lase, todavía «idealista» y filosófica, de una fase madura deno­
minada «científica»45.
Sin hacer excesivos homenajes a las referencias textuales,
Arendt asegura que la originalidad de Marx no reside ni en el
aspecto económico de su obra ni en el presunto descubrimien­
to de la lucha de clases y mucho menos en la prefiguración de
la sociedad sin clases46. La auténtica novedad de Marx debe
buscarse más bien en las tres afirmaciones que, ajuicio de la
autora, equivalen a tres auténticos desafíos lanzados contra al­
gunos dogmas de la filosofía política occidental; tres afirma­
ciones que constituyen los ejes portadores de su pensamiento:
«el trabajo es el creador del hombre»; «la violencia es la coma­
drona de la historia»; «los filósofos se han limitado a interpre­
tar diversamente el mundo; hora es ya de cambiarlo»47. Una
aseveración esta última que sólo es una variante de aquella otra
localizable en algunos manuscritos juveniles— según la cual
«no se puede aufheben la filosofía sin realizarla». La misma
convicción expresa más tarde en la idea de la clase trabajadora
como única heredera legítima de la filosofía clásica.
Como se decía, cada una de estas afirmaciones estaría
orientada a demoler algunos presupuestos fundamentales de la
tradición metafísica. Sostener que es el trabajo lo que crea al
hombre y determinar su esencia un convencimiento que, se­
gún Arendt, no abandona nunca Marx— significa desafiar in­
tencionadamente tanto la definición filosófica del hombre
como animal rationale cuanto el dogma cristiano del Dios
creador del hombre. Y sería un desafío no sólo porque Marx

45 Véase al respecto, ibídem, págs. 24-25. Arendt rechaza explícitamen­


te la tesis de la «vulgarización» de Marx por obra de Engels. Importantes
para la interpretación arendtiana de Marx son los trabajos de S. Hook, From
Hegel to Marx, Ann Arbor, 1936; A. Kojéve, «Hegel, Marx et le Christianis-
me», Critiques, núms. 3-4, 1946, y J. Hyppolite, «Marxisme et Philosophie»
( Ic>47), actualmente en J. Hyppolite, Etudes sur Marx et Hegel, París, Rivié-
re, 1965.
46 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, short draft, cit., pág. 3.
47 Véanse H. Arendt, «Tradition and the Modern A ge», cit., pag. 22;
11 Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 6.
pondría en discusión la autoridad de la ratio y de Dios al con­
ferir al hombre su propia «humanidad», sino porque atribuiría
tal calificación al trabajo, tradicionalmente la más despreciada
de las actividades humanas48.
Igualmente «heterodoxa» suena la aseveración según la
cual la violencia es la comadrona de la historia. Presupone en
efecto que el sentido de la historia no se desvela en las cons­
trucciones de los filósofos y de los historiadores, nebulosas e
hipócritas proclamaciones ideológicas, sino más bien en las
guerras y en las revoluciones. Y si el pensamiento político ha
considerado siempre el recurso a la violencia como una ultima
ratio o como un tratamiento distintivo de la tiranía, para Marx,
este recurso constituye la esencia de la política, la verdad de
los acontecimientos históricos49. En el sistema marxista, preci­
sa Hannah Arendt, la política es sinónimo de un actuar que o
bien prepara a la violencia futura o bien justifica una violen­
cia pasada o bien es una violencia tout court. «La glorifica­
ción de la violencia hecha por Marx, por tanto, contiene la
más específica negación del logos, de la palabra, de la forma
de relación en el más neto contraste con la violencia»50. De
revolucionario en semejante asunto no hay sólo la idea de que
es la praxis, la historia, la que guarda y revela la verdad. Ya la

48 En una nota de The Human Condition, cit., pág. 86 [trad. esp.: I.n
condición humana, op. cit.], Arendt afirma: «La idea de que el hombre se crea
a sí mismo a través del propio trabajo se encuentra en los escritos juveniles lie
Marx y en el resto de su obra. Se puede encontrar en formas diversas en los ,hi
gendschrifien, así como en la Crítica de la filosofía hegeliana de! derecho pii
blico [...]. Por el contexto resulta evidente que Marx intentaba sustituir la del i
nición tradicional del hombre como animal rationale por la de animal labomns
Esta teoría se ve subrayada en una frase de la Ideología alemana, sucesivamen
te borrada: “El primer acto histórico por el que estos individuos se distinguen do
los animales no es el hecho de que piensen, sino el hecho de que comiencen n
producir los propios medios de subsistencia [...].” Análogas formulaciones se
vuelven a encontrar también en los Manuscritos económico-filosóficos y en la
Sagrada Familia [...] y en Engels, por ejemplo, en la premisa al Origen de la fu
milia, de 1884, o en un artículo de 1876, aparecido veinte años más tarde en In
Nene Zeit: “Sobre la importancia del trabajo en el paso del mono al hombre.”»
49 Véase H. Arendt, «Tradition and the M odem A ge», cit., pág. 22.
50 Ibídem.
Philosophie der Geschichte hegeliana había operado en seme­
jante dirección. «Subversiva» es, sobre todo, la referencia a la
acción violenta que, por ejemplo, para los griegos precisamen­
te porque era muda, privada de logas, carecía absolutamente
de significado51.
La voluntad de subvertir el orden jerárquico de la metafísi­
ca, es decir, de llevar a un primer plano el aspecto «bajo» y ma­
terial de la existencia y de reducir a mentira, a «falsa concien­
cia» el aspecto «alto» y espiritual, daría voz programática al úl­
timo y, como se verá, crucial hito marxista: la famosa última
tesis sobre Feuerbach, según la cual la filosofía, de actividad
puramente contemplativa, debe pasar a ser una acción produc­
tora de cambio. Ésta, «una de las muchas conclusiones posibles
ofrecidas por el sistema hegeliano»52, representa algo inaudito
frente a la tradición. Si la filosofía «no ha sido nunca de este
mundo» y ha llegado como máximo a prescribir reglas a los su­
cesos humanos, no podrá por menos de sonar extraordinaria la
apelación marxista a que la filosofía se realice en la realidad.
I )esde este punto de vista, la reflexión filosófica sólo tendrá un
sentido si llega a ser una misma cosa con la praxis.
Esta v ez el desafio a la tradición (no sobrentendido com o
en H egel, sino claro y explícito en e! postulado de M arx) co n ­
siste en prever que el m undo de las tareas hum anas, en el que
n os orientam os y pensam os con el sentido com ún, un día se
volverá idéntico al m undo de las ideas en las que se m ueve el
filósofo; o que la filosofía, de siem pre un patrimonio de p ocos,
un día volverá a ser la realidad del sentido com ún de tod os53.

Según Hannah Arendt, estas tres afirmaciones son efecti­


vamente paradójicas provocaciones, orientadas a utilizar con-
ivptos tradicionales sólo para hacerlos explotar. En todo caso
,n liculan en el pensamiento acontecimientos concretos que ver-

s| Estas mismas consideraciones encuentran un amplio tratamiento en


11 Arendt, K arl Marx and the Tradition, long drañ, cit., págs. 8-10, en la que
l.i autora añade: «La violencia es para Marx revelación, en contra de la tra-
ilición que nos dice que sólo la palabra de Dios es revelación.»
H. Arendt, K arl M arx and the Tradition, short drañ, cit., pág. 7.
' Véase H. Arendt, «Tradition and the Modera A ge», cit., págs. 23-24.
«.laderamente han revolucionado el mundo. En los grandes
acontecimientos que preanuncian el siglo xix las revolucio­
nes industriales y políticas— , la violencia realmente se había
convertido en la comadrona de la historia, tal y como la Revo­
lución Francesa había testimoniado, y el trabajo se había eleva­
do de hecho a la categoría más alta de las actividades humanas.
Hasta el extremo de que, a través de la exigencia de que la
igualdad política se extendiese a la clase trabajadora, había
ocupado de manera avasalladora la escena pública54.
Consiguientemente, la grandeza de Marx consistiría sobre
todo en la lucidez con la que él ha intuido la dirección hacia la
que se dirigía el cambio del mundo y en la conciencia de que,
para articular en el pensamiento semejante intuición, ya no re­
sultaban utilizables las categorías del pasado. Sobre cualquier
otra cosa, la «genialidad de Marx» — lo que al mismo tiempo
le distingue de los denominados socialistas utópicos— residiría
no sólo en haber captado que el trabajo está en el origen de toda
riqueza y de todos los nuevos valores sociales, sino en haber
comprendido que todos los hombres, prescindiendo de la pro­
veniencia de clase, antes o después se habrían hecho trabajado­
res. No tanto porque cualquier otro tipo de actividades habría
desaparecido cuanto antes, sino porque éstas habrían sido rein
terpretadas como actividad laboral55.

3. Pero si Arendt no pierde ocasión para elogiar la enorme


agudeza con la que Marx percibe tanto las rompedoras nove
dades de lo moderno como la imposibilidad de expresarlo a
través de cuadro conceptual tradicional, tan enérgicamente in
siste sobre el fallo del pensamiento marxista, respecto a su vo
luntad de subvertir la tradición. Él no lograría oponer resisten­
cia al poder coercitivo de las categorías heredadas de la filoso­
fía política.
Es en la ambivalencia de esta su posición, de la que Marx
no se daría cuenta, donde radican, en opinión de la autora, las

54 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft. cit., pág. 11.
H. Arendt, Karl M arx and the Tradition. short draft, cit., pág. 6.
numerosas contradicciones de su pensamiento. Contradiccio­
nes que, como se ha dicho, ella no puede atribuir a una supues­
ta discrepancia entre el Marx humanista y esencialista, de una
parte, y el Marx «anti-humanista» y «científico», por otra56.
Porque las tres afirmaciones que guardan el secreto de la refle­
xión marxista, la acompañan a lo largo de todo el arco de su de­
sarrollo. Y si dan lugar a apodas, contradicciones y paradojas,
la razón estriba, precisamente, en la misma posición contradic­
toria de Marx: intentar dar voz a lo nuevo, pero no poderlo ha­
cer si no es con instrumentos conceptuales viejos.
Para Arendt, por ejemplo, es paradójico y contradictorio
que Marx sostenga el «poder revelador» de la violencia la
i|iiintaesencia de la actividad humana y al mismo tiempo
prefigure la desaparición de la «sociedad futura», en la que la
lucha de clases, el Estado y la política se extinguen y con ellos
toda acción violenta''7. Ella identifica otra incongruencia en su
modo de pensar la historia: fundamento indiscutido de la filo­
sofía marxista, lugar en el que la verdad se hace, la historia tie­
ne como objetivo su venir a menos, la desaparición del mismo
movimiento histórico. Así pues, estas «auto-contradicciones
fundamentales en las que se ven cogidas todas las obras de
Marx» pueden expresarse, en opinión de la autora, de la mane­
ta siguiente: «El consideró necesaria la violencia para abolir la
violencia y el fin de la historia es el fin de la historia»58.
Pero la contradicción más importante hace referencia a la
que para Arendt es la característica más propia y original del
pensamiento marxista, el aspecto que verdaderamente lo sitúa

56 Se refiere a la interpretación de Althusser, Pour Marx, París, 1965


litad, esp.: La revolución teórica de Marx, Madrid, Siglo XXI, 1967], que si
l>ien parece ir en dirección exactamente opuesta a la de Hannah Arendt, bien
mirada presenta muchos puntos de contacto con esta aproximación de la au­
tora a Marx, en particular respecto a las regiones teóricas que motivarían la
filosofía de éste. La diferencia es que para Althusser, Marx tiene éxito en
In revolución filosófica que pretendía realizar: fundar una teoría de la histo-
na y de la política sobre conceptos radicalmente nuevos, gracias a los cuales
pueda entroncar con todo humanismo filosófico.
H. Arendt, «Tradition and the Modem A ge», cit., pags. 23-24.
Sí< H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 8.
en contradicción con la tradición: la glorificación del trabajo.
Ahora bien, esta actividad que para Marx denota al hombre en
cuanto hombre parece quedar abolida en el «reino de la liber­
tad»59. Sin abandonar la idea de que el hombre se crea a sí mis­
mo gracias al trabajo, de manera inconsciente la hace coexistí i
con la esperanza de la liberación del trabajo60.
Para Arendt esto significa que, al lado de la provocación que
representa la glorificación de la actividad trabajadora, en él sigue
vivo aquel prejuicio profundamente radicado en la filosofía que
ve en el trabajo un peso o una maldición de la que hay que libe­
rarse. Y en línea con el pensamiento filosófico y en particular
con el pensamiento griego está efectivamente la misma concep­
ción marxista del trabajo61. Cuando Marx define este último
como «el metabolismo del hombre con la naturaleza», cuando
«particularmente durante su juventud» subraya que su función
principal es la «producción de la vida», se detiene en las mismas
características que habían motivado el bajo rango que le había
asignado la tradición. La labor, observa Arendt, ha sido siempre
considerada como el más bajo de los modos de vida, ya que se ve
completamente privada de la autonomía necesaria para calificar
al hombre en cuanto tal. El imperativo de satisfacer las necesida­
des del cuerpo se impone efectivamente en la misma medida a

59 H. Arendt, «Tradition and the Modern A ge», cit., pags. 23-24. Tam­
bién en H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 8.
60 Las poquísimas menciones de las que Arendt se sirve para apoyar su
tesis se encuentran en The Human Condition, cit., pág. 87 [trad. esp.: op. cit./
y están sacadas de la Ideología Alemana («No se trata de eliminar el trabajo,
sino de suprimirlo superándolo») y del volumen III de El Capital («El reino
de la libertad comienza allí donde cesa el trabajo»).
61 Véase sobre todo The Human Condition, cit., págs. 9 6 -1 18 [trad. esp.:
op. cit.]. En la parte de la obra titulada «Labour» — una discusión directa e
indirecta de la obra de Marx— Arendt reconstruye la ascensión del trabajo
al rango de una actividad suprema. Señala a Locke com o el punto de partida
de esta gloriosa ascensión y más exactamente en el hecho de que elVilósofo
inglés descubra en el trabajo la fuente de toda apropiación individual, fun­
dando así la propiedad privada sobre la posesión más privada que existe: «I a
propiedad (que el hombre tiene) de la propia persona, a saber, del propio
cuerpo.» Reconoce después un papel importante a Adam Smith, que hizo
del trabajo la fuente de toda riqueza.
hombres y animales. La incesante repetitividad con la que debe
garantizarse la vida biológica, el metabolismo del hombre con la
naturaleza, somete al ser humano a una necesidad y a un deter-
minismo que no dejan ningún espacio a la individualidad y a la
libertad. Cogidos en el ciclo infinito de las actividades necesarias
a la supervivencia, los hombres quedan reducidos a miembros
intercambiables y seriales de una nueva especie animal, la del
animal laborans. Y Marx oscilaría continuamente entre la glori­
ficación de un trabajo así entendido y de la clase trabajadora en
cuanto Sujeto Universal y la promesa de una libertad que precisa­
mente se rige por la liberación del trabajo.
Que la idea de libertad marxista es deudora de la filosofía
griega se colige todavía más de los pocos pasajes en los que Marx
esboza la sociedad futura. Para Arendt el modelo al cual apelan es
preciso y concreto: «Atenas y la historia del siglo v a. C.» En el
futuro previsto por Marx, el Estado ha desaparecido, arrastrando
consigo la distinción entre quien domina y quien es dominado. La
extinción del dominio no es, por tanto, la clave del aspecto utópi­
co de un pensamiento que ha cortado todo lazo con la tradición
pasada. Es más bien el síntoma de la recuperación más o menos
explícita de aquella definición del hombre libre dada por Heródo­
to y acogida por Aristóteles como aquel «que no quiere ni domi­
nar ni ser dominado»62. En Marx, por tanto, volvería a florecer el
ideal de la polis: se recuperaría la idea de una comunidad de seres
libres e iguales que se contrapone de manera polémica a la con­
cepción vertical y representativa del Estado moderno.
Pero ya que, a pesar de las oscilaciones mencionadas, la so­
ciedad futura sigue por lo demás pensándose como una socie­
dad en la que todos siguen siendo iguales en y gracias al traba­
jo, traducido «en el cuadro conceptual de la tradición [...], esto
sólo podía significar que nadie podía ser libre»63. Si bien Marx
se vio arrastrado por la esperanza o, mejor, por la ilusión de
que, gracias a una productividad enormemente aumentada por
la fuerza del trabajo, la libertad de la Atenas de Pericles pudie­

62 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 10.
63 Ibídem, pág. 18.
se llegar a ser una realidad para todos, la humanidad socializa­
da de que habla se configura más bien como una sociedad de
esclavos, en la que «el tiempo libre del animal laborans no se
gasta nunca sino en el consumo y cuanto más tiempo le queda
más rapaces e insaciables se hacen sus apetitos»64.

4. Es claro que la confrontación analítica con algunos aspec­


tos del pensamiento de Marx se desenvuelve de manera tenden­
ciosa y capciosa. El intento polémico es sobre todo el de destacar
el hecho de que el filósofo alemán ha fundado cumplidamente y
legitimado de manera teórica el ascenso de la categoría trabajo a
fenómeno central de la esfera pública, su paso de la invisibilidad
del oikos a la visibilidad. Ella considera importante subrayar que
con Marx la esfera política en la que los hombres deberían actuar
para distinguirse los unos de los otros, una vez liberados de la car­
ga de las necesidades naturales, se transforma en una esfera habi­
tada únicamente por trabajadores: en una sociedad de esclavos,
como diría Aristóteles, donde el dominio absoluto lo detenta
aquella «fuerza natural» a la que todos indistintamente están so­
metidos. En este contexto, la igualdad universal ya no es sólo una
idea abstracta. Porque, si los criterios que caracterizan al ser hu­
mano son en primer lugar los criterios del animal laborans, enton­
ces Marx ha logrado un concepto de hombre cuya universalidad
supera con mucho la suministrada por la definición de animal ra-
tionaleb5. Gracias a la labor, en última instancia reducible el mero
«estar vivos», a la vida biológica misma, todo hombre es real­
mente idéntico a cualquier otro y sustituible por cualquier otro66.

64 The Human Condition, cit., pág. 133 [trad. esp.: op. cit.]
65 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 18: «La
definición del hombre com o animal racional, que en Aristóteles era zoon po-
litikon logon echón, no era todavía universal com o la de animal laborans.»
66 Véase también H. Arendt, The Human Condition, cit., p á g .J J j [trad.
esp.: op. cit.]: «La sola actividad que corresponde estrechamente a la extrañe-
za del mundo o, mejor, a la pérdida del mundo que tiene lugar en el dolor, es el
trabajo, en el que el cuerpo humano, a pesar de su actividad, está completa­
mente replegado sobre sí mismo, no se concentra sobre ninguna otra cosa más
que sobre su ser vivo, permaneciendo prisionero de su metabolismo con la na­
turaleza sin trascender nunca el ciclo recurrente del propio funcionamiento.»
Fin definitiva, parece decirnos Arendt, con Marx el universalis­
mo llega a sus extremas consecuencias, llevado por la lógica de
los principios de identidad y de no contradicción que lo sostie­
ne. La vida, en el mero sentido de zoe, se ha constituido en el
valor supremo que es común a todos, sin distinción y respecto
al cual cualquier otra diferencia específica es significativa.
Pero las «culpas» de Marx no paran ahí. Él también es res­
ponsable de una confusión conceptual cuyos resultados no son
menos arriesgados. En su noción de trabajo, él no distinguiría
entre proceso laboral y fabricación. Más allá del significado de
«metabolismo del hombre con la naturaleza», el concepto mar­
xista de trabajo incluiría el significado de producción del mun­
do humano: las dos actividades que en La condición humana
Arendt caracteriza como labour y work. «Cuando Marx insiste
sobre el hecho de que el proceso laboral acaba en el producto,
olvida su misma definición de este proceso como “metabolis­
mo entre el hombre y la naturaleza” en el que el producto es in­
mediatamente “incorporado”, consumido y anulado por el pro­
ceso vital del cuerpo»67. En el desafío a la tradición al exaltar el
aspecto material de la vida, él no se da cuenta de que en su con­
cepto de trabajo están implicadas dos actividades humanas dis­
tintas68.
Esta confusión se hace todavía más evidente cuando, repi­
tiendo aquel gesto que según Arendt es el rasgo que tienen en
común los más importantes filósofos políticos, Marx proyecta
su idea de Hombre en singular a los hombres en plural; cuan­
do transfiere su concepción de ser humano en la que homo fa -
ber y animal laborans se sobreponen a la idea de historia. La
historia se concibe efectivamente bien como proceso necesario

67 Ibídem. pág. 103.


68 Marx no ha distinguido entre labor y trabajo, com o no lo han hecho
ni Locke ni Smith. Ha puesto efectivamente el acento sobre la productividad
de la actividad material del hombre, en la construcción de los objetos y de su
mundo. En todo caso, según Hannah Arendt, el interés principal de Marx si­
gue siendo el mero trabajo de subsistencia a despecho de «la equívoca inter­
pretación de la labor, una actividad no productiva, en términos de trabajo y
de fabricación». H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 85-88, 101-102
|trad. esp.: op. cit.].
bien como fabricación, como construcción de un Sujeto colec­
tivo que terminará en un producto, en un ergon: la sociedad sin
clases.
Y henos aquí de nuevo en el punto del cual hemos partido:
la praxis comprendida en términos de póiesis. Marx no es cier­
tamente el primero en seguir esta dirección. Se vio arrastrado,
una vez más, por la fuerza arrebatadora de la tradición que he­
redó. Pensar en la política o, mejor, en la historia, como en un
inmanente proceso de fabricación es lo que le liga sólidamente
a Platón y a Hobbes, quienes, anexionando el actuar político a
la racionalidad teleológica de la techne, potencialmente habían
introducido el elemento de la violencia en los asuntos huma­
nos. Efectivamente, éste va implícito en la relación medio-fin
que caracteriza la fabricación, el uso violento y «manipulador»
del material del que debe tomar forma el objeto fabricado.
Tampoco se debe únicamente a Marx la consideración de
la historia como proceso: ésta es efectivamente la enorme deu­
da que él contrae con Hegel. A partir del sistema hegeliano,
elabora por consiguiente una concepción histórica que preten­
de ser una «nueva ciencia de la historia». Si la Weltgeschichtc
había enseñado que la Verdad se revela en los acontecimientos
históricos, se podía deducir que la necesidad dialéctica no era
solo retrospectivamente «reconocible». Más bien se debía pre­
ver como se prevén las leyes físico-naturales, orientada hacia el
futuro. Sería, por consiguiente, necesaria una conciencia «cien­
tíficamente guiada» para hacer la historia o, lo que en Marx
significa una misma cosa, para verificar la verdad filosófica'1''.
Dicho de otra manera, Marx sustituye la mirada contemplativa
hegeliana, vuelta al pasado, por una aproximación teórica que
permite prever y «construir» «el futuro que está en marcha».
Actuando de esta manera, concluye Hannah Arendt, no hizo
más que fundar, en una única concepción histórica, la idea ele
la Geschichte hegeliana y «la filosofía política teleológica de la

69 El lugar en el que estas argumentaciones son expuestas de la m ana a


más sugestiva y convincente se encuentra en H. Arendt, Philosophy and l'o
litics. The Problems ofAction, cit., págs. 84-85.
primera modernidad», de modo que ahora «los fines superio­
res» que se revelaban sólo a la mente del filósofo podían ser
transformados en los fines al alcance del Sujeto histórico que
se hacía consciente de Sí mismo70. A éste finalmente le bastó
eliminar la palabra Espíritu y remplazaría por el término Hu­
manidad o Clase. En todo caso, por un Sujeto colectivo que, al
igual de la voluntad general de Rousseau, se recompacta como
un solo hombre frente al enemigo y en el que los individuos, di­
versos y plurales, son engullidos y anulados, no de manera
diversa a como sucede en el Geist hegeliano. Gracias a este suje­
to, las fuerzas necesarias de la historia se aceleran hacia un fu­
turo que hay que construir, pero cuyo diseño está en todo caso
predeterminado. En semejante proyecto, la violencia, en cuanto
rasgo imprescindible de la acción revolucionaria, es para Han­
nah Arendt sólo la inevitable consecuencia, que gracias a Marx
sale a plena luz, del mirar a la acción desde el punto de vista de
la fabricación.

5. Para recapitular y para retomar el hilo del discurso ini­


ciado a propósito de «La culpa de la tradición», se debe recor­
dar que la interpretación arendtiana de Marx esta orientada en
primer lugar a mostrar cómo en el patrimonio del pensamiento
marxista precipitaron y encontraron acomodo las dinámicas
de la tradición filosófica que se hacen «responsables» del en­
tendimiento mutuo de la política; dinámicas que, en el fondo,
responden a una estrategia de «esquivamiento» y ocultamiento
de todos aquellos elementos «perturbadores» que con la políti­
ca, en la dimensión ontológica en que la piensa Arendt, son una
y la misma cosa: temporalidad, finitud, contingencia, plurali­
dad y diferencia.
Con su animal laborans, no está de más repetirlo, Marx
proporciona una idea de hombre universal hasta el punto de
cancelar de manera definitiva las diferencias que distinguen
una identidad de la otra. Porque en aquel in-comune que es la
vida, en el sentido del mero vivir biológico, cada uno es idénti-

711 Véase H. Arendt, «The Concept o f History», cit., págs. 84-85. [Trad.
esp. en Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996.]
co al otro y por el otro sustituible. En el Hombre Universal del
«animal que labora» — éste es el punto crucial de la polémica
de Hannah Arendt con la filosofía marxista— , la pluralidad se
convierte en la grotesca repetición serial de un mismo ejemplar
de la especie humana. Además, por más que él se rebele contra
la tradición filosófica e implícitamente contra la idea de sujeto
que ella vehicula, en su imagen de una humanidad que constru­
ye la historia se esconde la misma hybris hiperhumanística de
la subjetividad metafísica. Siguiendo la lógica de la póiesis, se­
mejante sujeto no reconoce límites a la omnipotente voluntad
de servirse de cualquier medio útil para la realización del fin.
La universalidad que sofoca la singularidad y la ilimitada
voluntad de manipulación del Sujeto sobre el objeto se conju­
gan con una visión determinista y necesaria de la historia, por
la cual todo lo que no se pliegue a sus leyes debe tratarse como
piedra de escándalo en el camino que lleva al Sentido y al Fin.
Estos elementos no solo se ensamblan coherentemente en
la filosofía marxista: también se hacen potencialmente «explo­
sivos» en sentido totalitario. Insertados en aquella relación de
teoría y praxis, trastocada con relación al orden tradicional,
ellos vuelven a ser virtualmente actualizables en la realidad.
Efectivamente, para la umwalzende Praxis de Marx, la acción
es pensamiento y el pensamiento es acción.
Son estos, sobre todo, los motivos que hacen del pensa­
miento de Karl Marx la ocasión teórica para retornar sobre toda
la historia de la filosofía política occidental: para encontrarnos
aquellos rasgos que, ciertamente, no han producido el totalita­
rismo, pero que, en todo caso, no lo habrían ni siquiera hecho
concebible si el pensamiento no hubiese embocado la carretera
de la metafísica, si la «ciencia terrible» no hubiese seguido
aquel recorrido de progresiva universalización, que comporta
determinismo e hybris. De ahí, la prenda puesta en juego por la
radicalidad de la reflexión de Hannah Arendt: sondear la posi­
bilidad de una nueva conexión entre pensamiento y acción que
evite tanto la jerarquización prescriptiva de Platón cuanto la re­
conciliación hegel iano-marxista que quita autonomía tanto al
actuar como al pensar.
TERCERA PARTE
Volver a pensar la historia

1. L a c r ít ic a d e la s c o n c e p c io n e s c o n t in u is t a s

En el cuadro que reinterpreta la relación entre teoría y pra­


xis que nos ha transmitido la tradición asume un papel central
el análisis crítico de las «filosofías de la historia» que han ca­
racterizado la cultura europea a partir de finales del siglo x v i i i .
Semejante examen se desarrolla en dos diferentes planos teóri­
cos: desde un punto de vista diacrónico, Arendt busca indivi­
duar las transformaciones histórico-epocales que han conduci­
do al mundo moderno y han formado aquella mentalidad que
enerva y sostiene semejantes filosofías; desde un punto sincró­
nico, somete a examen la categoría de «proceso» en tomo a la
cual se estructura, a su parecer, la explicación de los sucesos
humanos que estas filosofías pretenden dar. Esta crítica de la
noción de proceso histórico surge particularmente del análisis
de la filosofía de la historia de Kant y, sobre todo, de Hegel y
ile Marx, a su juicio las más significativas reacciones teóricas a
la Revolución Francesa.
Antes de volver a fijar la atención sobre el contenido espe­
cífico de la crítica que Arendt hace a las «grandes narraciones»
filosóficas, conviene que nos detengamos brevemente en las
distinciones conceptuales trazadas en Vita activa [La condición
humana], distinciones que pueden también interpretarse como
los instrumentos de los que Hannah Arendt se sirve para desmon­
tar la moderna conciencia histórica. En las páginas de La
condición humana se propone un articulado aparato de categorías
que se utiliza de modo diacrónico con el objeto de reconstruir la
génesis del mundo moderno. En este contexto, sólo se podrán so­
meter a examen semejantes categorías dejando aparte muchas de
sus implicaciones y será obligado exponer de modo sintético la
reconstrucción histórico-tipológica propuesta por la autora1.
En esta obra, en la que se propone encontrar el significado
originario de las articulaciones de la vida activa antes de su su­
bordinación a la vida contemplativa, Arendt, valiéndose en par­
te de las diferenciaciones aristotélicas, distingue tres tipos de
actividad humana: la labor, el trabajo y la acción. Con semejan­
tes nociones, la autora pretende, en primer lugar, diseñar los
rasgos de fondo de una fenomenología existencial que dé cuen­
ta de los diferentes tipos de relación que el individuo mantiene,
respectivamente, con la naturaleza, con los objetos mundanos y
con los otros individuos. Cada una de estas actividades corres­
ponde a una situación humana concreta. Y la ejemplaridad del
mundo griego parece consistir no sólo en el orden jerárquico en
el que semejantes actividades se consideran, orden que privile­
gia la acción política entre los ciudadanos libre e iguales, sino
también en la neta separación de las lógicas que ellas implican.
La acción (action) porta los caracteres de la libertad, ya que
no está determinada por ninguna otra cosa distinta a sí misma
ni se acaba en sí2. De hecho, ella depende exclusivamente de su
capacidad de ponerse en acto y tiene como resultado, no la rea­
lización de objetos concretos, sino la apertura de nuevas confi­
guraciones en el interior de una trama de relaciones humanas
previamente dadas, configuraciones cuyos resultados no se
pueden determinar ni prever.

1 Véase H. Arendt, The Human Condition, Chicago, The University of


Chicago Press, 1958 [trad. esp.: La condición humana, op. cit.].
2 Acerca de la «acción», véase sobre todo The Human Condition, pági­
nas 175-247 [trad. esp.: op. cit.].
El trabajo o fabricación (work)\ por el contrario, tiene una
finalidad concreta que debe realizar: dar vida a objetos dura­
bles con los que contribuir a la estabilidad del mundo4. Está
sostenida por la lógica teleológica y procede, por tanto, basán­
dose en la racionalidad medio-fin.
Finalmente, la labor (labour)5, considerada por los griegos
en el último puesto de la jerarquía, representa el intercambio
del hombre con la naturaleza. En esta acepción particular, la ac­
tividad laboral es la que provee a la satisfacción de las necesi­
dades vitales. Su característica es la de no dejar ningún produc­
to tras de sí: todo esfuerzo que se cumple mediante la labor se
disuelve en la procesualidad de la mera consumición. No es,
por consiguiente, casualidad que el tipo de hombre que Arendt
hace corresponder con esta actividad se defina como animal
laborans.
La libertad, la proyectualidad y la procesualidad — caracte­
rísticas respectivas de la acción, el trabajo y la labor - valen en
general, más allá de su referencia típico-ideal a la polis griega,
como descripción de un modo de ser del hombre en el mundo
y por tanto, como sugiere Paul Ricoeur, pueden ser interpreta­
das también como modos del tiempo humano6. La acción remi­
te a la «fugacidad» y a la «fragilidad», el trabajo representa la
duración y el carácter temporal de la labor tiene su origen en la
naturaleza funcional y transitoria de las cosas que produce en
orden a la subsistencia. La procesualidad, es decir, la ausencia
de duración y de estabilidad, distingue por tanto la situación del
animal laborans.
Como se ha dicho, la operación realizada in La condición
humana consiste en utilizar las categorías que designan las
diversas actividades humanas para reconstruir los deslizamien­
tos que advienen de una lógica a la otra, en el paso del mundo

1 Acerca de la «obra», ibídem, págs. 136-174.


4 Véase en particular el apartado «The Durability o f the World», ibídem,
págs. 136-139.
5 Acerca de la «labor», véase ibídem, págs. 79-167.
6 Véase el ensayo de Paul Ricoeur, «Action, Story and History: On Re-
reading The Human Condition», en Salmagundi, núm. 60, 1983, págs. 61-72.
clásico al mundo moderno. El primado de la vita contemplati­
va sobre la vita activa1, que se afirma primeramente con el na­
cimiento de la filosofía y después de manera completa, con el
cristianismo, conduce a la desaparición de las diferencias entre
las modalidades en las que se articulaba la vida activa. Consi­
derada desde el punto de vista de la contemplación, la acción
política se ve privada de su carácter de libertad y reducida al ni­
vel de las actividades que se consideran carga inevitable del
hombre en un mundo destinado a perecer. El sucesivo giro que
tiene lugar con el advenimiento de la época moderna lleva de
nuevo a la supremacía de la vita activa sobre la contemplativa,
pero en un orden jerárquico profundamente perturbado con re­
lación al del contexto en el que estas distinciones habían adqui­
rido significado. Con la modernidad, prevalecen las modalida­
des de la fabricación y de la labor8; es decir, la lógica de la ra­
cionalidad teleológica que prevé la elaboración artificial del
objeto fundándose en un modelo, y la lógica procesual del in­
terminable intercambio hombre-naturaleza. Expresado en otros
términos, esto significa que lo que no se descubre, sino progre­
sivamente se oculta, es el significado de la auténtica acción po­
lítica; significado que se desvirtúa en la identificación de la ac­
ción con la fabricación y la labor. Desde el punto de vista de la
actuación política, la modificación moderna es, por consi­
guiente, sólo aparente, en la medida en la que semejante actuar
desaparece en el interior de una relación teoría -praxis que lo re­
duce a las modalidades del proyecto y del proceso.
La lógica teleológica y la procesual llegan de esta manera a
dominar la mentalidad moderna en todas sus manifestaciones.
Y las «filosofías de la historia» son para Arendt una de las ex­
presiones más características de semejante mentalidad: no es
una casualidad que todas estas filosofías, si bien diferentes en­
tre sí por aspectos no secundarios, se estructuren en torno a las
nociones de fin y de proceso.

7 Véase H. Arendt, The Human Condition, cit., sobre todo las págs. 7-21
[trad. esp.: op. cit.].
8 Ibídem, págs. 148 y ss.
2. Además, debe precisarse que el análisis del mundo mo­
derno desarrollado en La condición humana, así como en The
Concept o f History, no se limita al registro de la primacía de se­
mejantes lógicas; los cambios entre la vita contemplativa y la
vita activa y los deslizamientos internos a esta última se inves­
tigan desde más puntos de vista. Por lo que concierne al presen­
te contexto es importante recordar cómo la afirmación del
homo faber en la modernidad no significa para la autora reto­
mar la interpretación, de origen ilustrado, que celebra en seme­
jante figura los fastos de una razón esclarecida y liberada del
yugo de las verdades pasivamente asumidas. Por el contrario,
como hemos podido observar en las páginas dedicadas a la lec­
tura arendtiana de Hobbes, el giro moderno marca a sus ojos un
duro golpe para el mismísimo poder de la razón. Para la auto­
ra, los diversos acontecimiento que abren la época moderna
—en particular la invención del telescopio9 son en parte res­
ponsables de la pérdida de confianza en los sentidos y en su ca­
pacidad de percibir el mundo tal y como se presenta. Por con­
siguiente, para ella, la filosofía cartesiana no representa el aser­
to indiscutido de la autonomía del pensamiento del sujeto, sino
que hay que entenderla como teorización emblemática de aque­
lla situación en la que el individuo ha cortado sus lazos con el
mundo real y se reñigia en el aislamiento de la interioridad10.
Como consecuencia de semejante giro filosófico, la razón pue­
de reponer su confianza sólo en lo que ella ha fundado subjeti­
vamente. En el cuadro de esta «moderna desorientación» y del
consiguiente intento de recuperar la certeza y la estabilidad
prescindiendo de la fenomenicidad del mundo, se explica, para
la autora, el progresivo desplazamiento de la atención desde el
objeto fabricado al procedimiento con el que se construye: del
«qué» al «cómo». Si, de hecho, no se puede estar seguro de la
existencia de una realidad externa al sujeto, es posible al menos
no dudar del proceso productivo con el que el objeto viene
construido por el sujeto.

9 Ibídem.
10 Vcase sobre todo el apartado «The Rise o f the Cartesian Doubt», ibí­
dem. págs. 273-280.
A la luz de esta valoración del «giro epistemológico» mo­
derno es como Arendt interpreta el renovado interés por la his­
toria y el consiguiente nacimiento de una «conciencia históri­
ca». La historia vuelve a ocupar una posición de primer plano,
incluso si no se piensa más que como memoria colectiva a tra­
vés de la cual remite a la grandeza de las gestas y de los acto­
res, como ocurría en el mundo clásico y, más en general, en la
visión premoderna. El nuevo interés por el acontecer histórico
radica precisamente en la moderna sospecha hacia lo dado. «El
concepto de historia — podemos leer en «The Concept o f His-
tory»— recibió un fuerte impulso de la duda sobre la existen­
cia real del mundo [...]. Semejante concepto ha nacido en los
mismos siglos que preparan el gigantesco desarrollo de las
ciencias naturales. Elemento típico de esa época [...] es la alie­
nación del mundo»1 Para Arendt, en definitiva, el origen de la
nueva noción de historia se debe al convencimiento moderno
de que, si bien el hombre no es capaz de conocer plenamente el
mundo natural en el cual está inmerso, es totalmente capaz de
reconocer aquello que él mismo ha hecho. En esta óptica, la
historia se considera como la más cierta de las obras del hom­
bre. A través de una interpretación quizás discutible, Arendt
encarna en Vico el primer ejemplo paradigmático del nuevo
modo de pensar la historia sobre el modelo de la fabricación.
«Vico — observa— se orientó a la esfera histórica sólo porque
todavía consideraba imposible hacer la naturaleza. Su abandono
de la naturaleza no era debido a consideraciones de tipo huma­
nístico, sino sólo a su convencimiento de que la historia está he­
cha por los hombres como la naturaleza está hecha por Dios»12.
Pero la historia, añade, no puede considerarse obra del
hombre; ella representa más bien el espacio de los aconteci­
mientos relativamente inconexos entre sí, a cuya realización
concurren las acciones de los hombres. El carácter paradójico

11 H. Arendt, «The Concept o f History», en H. Arendt, Beh\een Past


and Future. Eight Exercises in Political Thought, Hannondsworth, Penguin
Books, 1968, págs. 41-90. [Trad. esp. en Entre el pasado y el futuro, Barcelona,
Península, 1996.]
12 Ibídem, págs. 57-58 [trad. esp.: op. cit.].
del pensar la historia en términos de fabricación y de aplicar,
por tanto, la lógica teleológica medio/fin, se manifiesta, a su
juicio, en la imposibilidad de individuar en el interior del tras­
curso histórico un autor real y un resultado definitivo concre­
to13. Imposibilidad a la que, en todo caso, no se resignan los fau­
tores de la filosofía de la historia. De esta manera, en el obstina­
do intento de salir de este impasse, Arendt hace consistir uno de
los rasgos característicos de las modernas filosofías de la histo­
ria. Todas, cada una de un modo diferente, pretenden identificar
al autor de la experiencia histórica con el género humano en su
conjunto y su producto con el proceso histórico en su totalidad.

3. Por consiguiente, el análisis de la lógica teleológica y de


la categoría de proceso, por una parte, y la reconstrucción histó-
rico-tipológica de la afirmación de la modernidad, por la otra,
son los asuntos que componen el esquema teórico con el que
Arendt analiza críticamente la filosofía de la historia, tal y como
ésta se configura en las reflexiones de Kant, de Hegel y de Marx.
También la concepción histórica kantiana asume la forma
de una filosofía de la historia centrada sobre la noción del pro­
ceso14. Sólo si se considera la historia como un único proceso
se puede afirmar, según el Kant que lee Arendt, que ésta tiene
un autor y un sujeto. Sólo en esta perspectiva universal, puede
decirse que semejante sujeto — o lo que es lo mismo, todo el
género humano— avanza hacia lo infinito. De los escritos kan­
tianos sobre la historia, en definitiva, se deduciría que la trama
del tejido histórico no está compuesta por hombres singulares y
hechos individuales. Más bien se entrelaza gracias a la secreta
astucia de la naturaleza, que impele a avanzar a la especie y a
desarrollar toda su potencialidad en la sucesión de las genera­
ciones15. La filosofía kantiana sería, por tanto, uno de los pri­

13 V éase H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 185 [trad. esp.:
op. cit.].
14 Véase sobre todo H. Arendt, Lectures on K a n f s Political Philo­
sophy, a cargo de R. Beiner, Chicago, The University o f Chicago Press, 1982,
págs. 46 y ss.
15 Ibídem, págs. 8 y 9.
meros testimonios coherentes del hecho de que considerar la
historia como un proceso implica la introducción de la necesi­
dad en el ámbito de los asuntos humanos. Hannah Arendt ob­
serva que en Kant se encuentra ya la idea de la «necesidad de
la guerra, de las catástrofes y, en general, del mal y del sufri­
miento por la producción de la cultura»; recuerda que para él,
«sin todo esto, los hombres regresarían al estado bruto de la
mera satisfacción animal»16.
Pero para Kant la perspectiva universalista desde la que ob­
serva la historia es sólo uno de los puntos de vista desde los que
se pueden observar los asuntos humanos. En la filosofía kantia­
na existen otras modalidades de aproximación a las cosas del
hombre que no implican en absoluto la reducción de lo singu­
lar a lo universal ni la eliminación de lo contingente a favor de
lo necesario. Por ejemplo, precisa la autora, si bien la «razón
práctica» gira sobre la universalidad del imperativo categórico,
ella considera, sin embargo, al hombre en su singularidad un
fin en sí mismo. Una singularidad que es todavía más salva­
guardada en la tercera crítica, en la que Kant, precisamente con
tal fin, contrapone al juicio determinante el juicio reflexivo. Por
el momento baste decir que la conciencia de la contradictoria y
problemática relación entre universal y particular llevaría a
Kant a darse cuenta de las paradojas que contraponen y distin­
guen las ideas de progreso y de proceso. No es de hecho una
casualidad que una de las citas preferidas de Arendt esté saca­
da del ensayo Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbür-
gerlicher Absicht: «Dejará siempre perplejo [...] que todas las
generaciones parezcan llevar adelante sus gravosas ocupacio­
nes en interés de la posteridad y que sólo la última de las gene­
raciones pueda establecerse en el edificio ultimado»17. Forzan­
do seguramente la letra de algunas páginas kantianas, Arendt
llega por tanto a la conclusión de que para el filósofo alemán el
progreso, si de una parte constituye una especie de necesidad

16 Ibídem, pág. 26. Véase también Arendt, «The Concept o f History»,


cit., págs. 80 y ss.
17 H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 83.
natural de la que debemos, aunque con desgana, tomar nota, de
la otra no manifiesta ningún diseño racional que sea inmediata­
mente perceptible.
Bien lejana de la «melancólica constatación» de Kant se
sitúa la exultación con la que Hegel mira los acontecimientos
históricos. Se ha destacado en lo que precede cómo para Han­
nah Arendt la consideración hegeliana de la historia represen­
ta el más total desprecio de la contingencia. Toda la filosofía
de Hegel es una metafísica de la historia y, si en un primer
momento el supuesto según el cual la «verdad» se da en el de­
sarrollo histórico parece aportar nueva dignidad a la esfera de
los asuntos humanos, en realidad los acontecimientos humanos
se reducen a simples medios ordenados a la realización de un
sentido que los trasciende. En la Philosophie der Geschichte,
el «significado no se repone ni en el individuo ni en las accio­
nes y mucho menos en el pensamiento, sino en el desarrollo
histórico en cuanto tal que todo lo inunda»18. Poco le interesa
a la autora establecer si la concepción de Hegel consiste en
una disolución de lo finito o en una reducción de lo infinito a
la historia. Lo que para ella sigue siendo fundamental es que
en la «metafísica histórica» hegeliana se destaca de modo cla­
rísimo que «lo concreto se ha desprendido de lo general, la
cosa y el suceso singular se han separado del significado uni­
versal»19, con el resultado de que es el proceso el que adquie­
re de esta manera el monopolio de la universalidad y de la
«significación».
Sin volver a la crítica lanzada al pensamiento marxista, es
importante ahora considerar el hecho de que para Arendt sólo
Marx, al contrario de Kant y de Hegel, piensa coherentemente
la historia bajo el modelo de \a fabricación. De hecho, él intu­
ye que si «el hombre hace historia, debe forzosamente existir

ls H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem o f Action after the


French Revolution, Library ofCongress, Washington, Manuscripts División,
I'he Papers o f Hannah Arendt, Box 69, pág. 26; véase también «The Con-
eept o f History», cit., pág. 83 y ss.
19 Véase H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 64.
una meta concreta que ponga fin a este proceso de construc­
ción». Pero que, en la perspectiva de la construcción de la so­
ciedad sin clases, Marx pretendiese dar la vuelta a la relación
teoría/ praxis hegeliana y desembarazarse del espíritu absoluto
no significa para la autora que la teoría de la historia marxista
consista en una reafirmación de la fenomenicidad. Al contra­
rio, su aceptación de la dialéctica exclusivamente corno méto­
do de explicación, como estructura en la cual hace entrar de
nuevo a los hechos, testimonia la completa disolución de la his­
toria y la autonomía que obtiene el proceso con relación a cual­
quier contenido y a cualquier significado.

Marx no ha sido sino el primero (y en todo caso el mayor


entre todos los historiadores) en cambiar el modelo de estruc­
tura por el significado. Difícilmente habría podido darse cuen­
ta de que quizás cualquier otro módulo estructural era capaz
de encuadrar los eventos pasados en modo tan preciso como
racional. Su modo se fundaba al menos sobre una importantí­
sima intuición histórica; a continuación se ha visto a los histo­
riadores adaptar con desenvoltura al laberinto de los hechos
pasados prácticamente cualquier módulo que quisieran20.

Añádase que para la autora también el historicismo alemán


recae por muchos puntos de vista, si bien moviéndose en direc­
ción a una liberación de la metafísica hegeliana, en una concep­
ción que acaba por automatizar y, por consiguiente, volver abs­
tracto el proceso histórico en cuanto tal. Y debe recordarse, sobre
todo, que Arendt critica a Dilthey y su teorización del proceso de
auto-objetivación de la conciencia que se trasciende sin fin21.
En definitiva, para Arendt, lo que une filosofías de la his­
toria tan diversas entre sí es una verdadera y auténtica parado­
ja. En el momento en el que éstas se orientan a la historia en su

20 H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 81.


21 Arendt habla en estos términos del pensamiento de Weber y de
Troelsch en Von Hegel zu Marx, Library o f Congress, Washington, Manus-
cripts División, «The Papers o f Hannah Arendt», sin datación. Box 69. So­
bre Dilthey véase también H. Arendt, «Dilthey as Philosopher and Histo­
rian», en Partisan Review, XII, núm. 3, 1945, págs. 404-406.
totalidad, con el fin de justificar la aparente insensatez de los
acontecimientos y de las acciones individuales, éstas acaban
por anular en el proceso cualquier particularidad e individuali­
dad. Y en su continuo remitir el significado de cualquier acon­
tecimiento a un fin último o a un sentido universal acaban por
vaciar la historia de todo contenido concreto, llegando así a la
absurda sacralización del mero acaecer. Lo que Hannah Arendt
destaca como característica del trabajo -la procesualidad, en
cuyo interior cualquier cosa se disuelve en la consumición, es
decir, en la falta de significado— se hace valer también para
estas filosofías. Es cierto que en el interior de tales coordena­
das, la estabilidad del mundo, la autonomía de la acción y la
dignidad del acto se ven inevitablemente comprometidas.

4. La crítica en los análisis del esfuerzo realizado por el


pensamiento moderno para aproximarse a una interpretación
de la historia sobre la base de un sentido unitario, así como la
conciencia de que el fallo de este proyecto es inherente a la idea
misma de procesualidad, aproximan a Hannah Arendt al pensa­
dor Karl Lówith. No en vano también él es discípulo de Hei­
degger y también sospechoso de una nueva reflexión radical de
toda la tradición filosófica hacia la recuperación paradigmática
de la antigüedad22.
Es bastante probable que sea precisamente en el análisis de
las tesis de Lówith — especialmente las contenidas en el ensa­
yo Meaning in History’ de 194923- donde Arendt logra poner
a punto las propias posiciones acerca de la moderna concep­
ción de la historia. Los lugares de encuentro de los dos auto­
res son numerosos. También Lówith denuncia de manera radi­

22 Recientemente se ha realizado una edición integral de las obras de


Karl Lówith en nueve volúmenes: K. Lówith, Samtliche Schriften, Stuttgart,
J. B. Metzlersche Verlagsbuchhandlung, 1981-1988.
23 Esta obra apareció primeramente en edición americana con el título
de Meaning in History. The Theological Implications o f the Philosophy o f
History, Chicago, The Universily o f Chicago Press, 1949, y más tarde en
edición alemana con el título que el autor prefería al inglés, Weltgeschichte
und Heilsgeschehen. Die Theologischen Voraussetzungen der Geschichts
philosophie, Stuttgart, Kohlhammer, 1953.
cal la absolutización y sacralización del acontecer histórico ac­
tivadas por las filosofías de la historia. Y, como Hannah Arendt,
tampoco él se limita a criticar la fe en el progreso en cuanto
ilusión ideológica. El pretende remontarse a ios orígenes de
semejante mentalidad volviendo a recorrer el itinerario de la
cultura occidental. En la base de la idea de la historia como
proceso está, a su juicio, una precisa «experiencia del tiem­
po». Una Zeitauffassung orientada al futuro que manifiesta
un giro drástico respecto a la concepción del tiempo propia
del mundo griego y romano. La antigüedad, efectivamente,
está ligada a la reversibilidad del tiempo histórico y al curso
cíclico de los sucesos. Si el mundo antiguo, gracias también a
esta experiencia del tiempo, permanece constitutivamente an­
clado en la idea de límite, en la idea de un kosmos delimitado
de manera naturalista como horizonte insuperable de los
pragmata de los mortales, la visión moderna de la historia se
caracteriza por aquel proceso de universalización que impide
cualquier distinción y cualquier sentido de lo finito. En defini­
tiva, inherente al concepto clásico de historein es una concep­
ción según la cual todo suceso en sí mismo posee un significa­
do propio; la «revolución histórica», futuro-céntrica, prevé que
los sucesos tienen un sentido sólo si remiten a una finalidad
temporalmente diferida. Uno de los asuntos centrales del ensa­
yo de Lówith consiste de hecho en la afirmación de que en el
interior de la moderna filosofía de la historia se ha asistido al
cambio de contenido semántico entre los términos «significa­
do» y «fin», para el cual sólo el fin general puede determinar la
primacía del significado particular. En consecuencia, todo su­
ceso posee una justificación propia sólo si remite a un fin que
lo transciende y que se identifica en una meta futura24.
A pesar de los muchos puntos en común entre las dos inter­
pretaciones, Arendt se niega, sin embargo, a aceptar exactamen­
te el asunto central de la tesis lowithiana. Para el filósofo alemán,
«la filosofía de la historia y su investigación de un sentido últi­
mo proceden de la fe escatológica en un fin último de la histo­

24 Véase K. Lówith, Significato e fin e della storia, cit., pág. 28.


ria de la salvación»25. Para Lówith, efectivamente, la moderna
Geschichtsphilosophie, centrada sobre la noción universalista
de progreso — en la que él también incluye al historicismo ale­
mán— sería el resultado de una secularización de la teología
de la historia de impronta cristiana. La filosofía de la historia,
por consiguiente, descendería directamente de los presupuestos
operantes en la concepción judeo-cristiana. que considera el de­
venir humano en la perspectiva de la espera y de la redención.
Las grandes síntesis modernas del curso histórico universal sus­
tituirían la «Providencia» por el «Progreso» y a Dios por el
Hombre en cuanto sujeto absoluto de la historia. Si las catego­
rías portadoras del moderno pensamiento histórico-filosófico,
que giran en torno a la noción de progreso, se caracterizan por
consiguiente por ser una versión secularizada de los conceptos
propios de la visión escatológica judeo-cristiana, esta última
muestra ahora el auténtico punto exacto de inflexión hacia el in­
terior de la cultura occidental, cuyas consecuencias continúan
estando operantes hasta la crisis filosófica del siglo xx.
En muchos pasajes de su obra26, Hannah Arendt ha discu­
tido la validez de este uso específico de la noción de seculari­
zación27. Si la representación moderna de los sucesos en un
continuum indefinido repite, según Lówith, el esquema tempo­
ral implícito en una concepción escatológica, para Arendt, por

25 Ibídem.
26 Véanse especialmente H. Arendt, The Human Condition, págs. 248-257
[trad. esp.: La condición humana, op. cit.]; On the Revolution, págs. 26-28
[trad. esp.: Sobre la revolución, op. cit.]; «Religión and Politics», Confluen-
ce, II, núm. 3, 1953, págs. 105-126; pero, sobre todo, el ensayo «The Con­
cept o f History», cit., págs. 63-73 y el paper inédito Philosophy and Politics.
The Problem s o f Action after the French Revolution, cit., págs. 16-19, en el
que de manera explícita hace mención de Lówith.
27 Arendt critica sobre todo el uso que esta teoría de la secularización
hace de la filosofía de San Agustín. Según Lówith, en el D e Civitate D ei es­
taría ya contenida la estructura lógica que habría sostenido las filosofías mo­
dernas de la historia. En Agustín existiría una concepción lineal del tiempo
histórico, en cuanto que el orden cronológico de los sucesos individuales re­
cibirían un significado sólo si se reconecta con la historia de la salvación.
Sólo la referencia a un principio, que coincide con la venida de Cristo, y a una
finalidad, identificada con el advenimiento del Reino de Dios, atribuye a la
el contrario, las dos nociones de historia no son en ningún modo
continuación una de otra. Para la concepción que se fúnda sobre
el Antiguo y el Nuevo Testamento, la humanidad tiene un prin
cipio y un fin bien definidos: el mundo ha sido creado en el
tiempo y está obligado a perecer. La peculiaridad de la noción
moderna reside, por el contrario, en la atribución a la historia de
un pasado y un futuro infinitos28. La nueva idea de la historia
demuestra ser irreductiblemente moderna, sobre todo porque
pone en el candelero una noción de inmortalidad diferente tanto
de la antigua como de la cristiana. Si los antiguos pensaban en
la inmortalidad de las grandes gestas individuales y si los cris­
tianos creían en la eternidad del alma de cada uno, los modernos
piensan más bien en la inmortalidad de la humanidad como un
conjunto, en su proceso evolutivo. Ahora bien, es importante re­
cordar que para Arendt la noción de inmortalidad terrena descu­
bierta por la moderna Geschichtsphilosophie, si bien en un sig­
nificado completamente diverso del antiguo, se había perdido
del todo con la afirmación de la fe cristiana en la trascendencia.
En definitiva, la autora pretende que sólo el «uso históri­
co», no el filosófico, del término «secularización» posee rele­
vancia explicativa. En sustancia, sólo si por secularización se
entiende el ascenso de lo «secular» de manera simultánea al
eclipse de lo trascendente, es innegable — y ésta es su argu­
mentación— que la moderna conciencia histórica está íntima­
mente conexa.

historia un sentido. De este modo, «el operar divino en la historia transciende


nuestros designios [...] y la providencia divina prevé y sobrepasa las intencio­
nes de los hombres». Véase Lówith, Significato e fin e della storía, cit., pági­
nas 215-231. Para Arendt, por el contrario, «frente a la historia secular, San
Agustín tiene una posición en el fondo equivalente a la de los romanos, si bien
con una inversión del énfasis: la historia seguiría siendo un depósito de ejem­
plos [...] La historia secular se repite; el único período histórico en el cual tu­
vieron lugar eventos únicos e irrepetibles va de Adán al nacimiento y muerte
de Cristo. Desde ese momento en adelante las potencias de este mundo surgen
y perecen como en pasado y continuarán surgiendo y pereciendo hasta el fin
del mundo, sin que estos eventos mundanos puedan nunca más revelar alguna
verdad substancialmente nueva». «The Concept o f History», cit., pág. 66.
28 Ibídem, pág. 101. Aquí Arendt retoma de nuevo explícitamente la
obra de Oscar Cullmann, Cristus und die Zeit, Zúrich, EVZ Verlag, 1946.
Esto, en todo caso, no im plica en absoluto la improbable
transfonnación de categorías transcendentes y religiosas en
fin es terrenales y criterios inm anentes, sobre la que reciente­
m ente han insistido algunos estu diosos de la historia de las
ideas. Secularización sig n ifica sobre todo separación de la re­
ligión respecto de la política; un fen óm en o cuya repercusión
sobre am bas es tan fundam ental que hace cualquier otra ex p li­
cación m ás creíble que la gradual transfonnación de las cate­
gorías religiosas en con cep tos seculares, sostenida por los d e ­
fen so res de la co n tin u id a d in in terru m pida2g.

En esta acepción, por tanto, el término secularización de­


nota una discontinuidad histórica, y no una continuidad con­
ceptual entre épocas diversas.

5. Con estas argumentaciones, Arendt se sitúa en el inte­


rior de aquel amplio debate, propio sobre todo de la cultura ale­
mana, que, salido de las tesis de Max Weber sobre el proceso
de racionalización30, continúa a través de las teorías de la secu­

: H. Arendt, «The Concept ofllisto ry » , cit., págs. 69-70.


30 La teoría weberiana representa el gran antecedente teórico del debate
sobre la secularización en el siglo x x . Max Weber presenta por primera
vez el transcurso de la civilización occidental, además de com o un proceso
ile progresiva racionalización, com o un proceso de secularización. La secu­
larización, en Weber, no es ni condenada ni celebrada, sino más bien asumi­
da com o ineluctable destino de Occidente. Como es sabido, las reflexiones
sobre secularización han vuelto a encontrar una respuesta a la cuestión fun­
damental del pensamiento weberiano: cóm o y por qué motivos precisamente
en Occidente y sólo en Occidente se han verificado aquellas circunstancias
que han dado vida a los fenómenos característicos del racionalismo: desde el
capitalismo a las ciencias exactas. Weber ve el proceso de secularización en
estrecha conexión con la afirmación de un actuar «racional respeto a la fina­
lidad» que ha encontrado una de sus más completas manifestaciones en el
ascetismo intramundano que es el rasgo característico del calvinismo y del
puritanismo. Pero el proceso de secularización hunde sus raíces en el más
general y antiguo proceso histérico-religioso del desencanto del mundo que,
viniendo desde el profetismo judio y el pensamiento científico griego (en su
origen, los dos factores constitutivos del racionalismo occidental), se tradu­
ce en el rechazo de todos los medios mágico-sacros de búsqueda de la salva­
ción. Véase sobre todo, M. Weber, La ética protestante y el espíritu del ca­
pitalismo (1904-1905) y Economía y. sociedad (1922).
larización de Lówith y de Schmitt31, hasta desembocar, abor­
dando problemas de gran alcance, en la que podríamos llamar
una verdadera y auténtica «controversia filosófica» acerca de
la legitimidad de la época moderna32.
En este título de la obra de Blumenberg se puede percibir ya
su intento polémico en los enfrentamientos con las llamadas teo­
rías de la secularización33. Éstas, al sostener el origen religioso de

31 Una etapa fundamental del debate sobre la secularización viene mar­


cada por el pensamiento de Cari Schmitt y por su Teología política. En el en­
sayo de 1992, Teología política. Quattro capitoli sulla dottrina della sovra-
nitá, leemos: «Todos los conceptos más cargados de significación de la doc­
trina moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados. No sólo
desde el punto de vista de su desarrollo histórico, ya que han pasado a la doc­
trina del Estado desde la teología, [...] sino también desde el punto de vista de
su estructura sistemática.» Es este sistema de analogías entre conceptos teoló­
gicos y conceptos políticos secularizados el que Schmitt define com o «teo­
logía política». Central para la temática de la secularización es también la confe­
rencia de 1929, «L’época delle neutralizzazioni e delle spoliticizzazioni», en
id.. Le categotie del político, cit.; en ella se ve cóm o el proceso de seculariza­
ción progresa de época en época paralelamente a las dinámicas neutralizantes
de lo político. Para Schmitt, a diferencia de Weber, la secularización no es ne­
cesaria ni automática. Ésta tiene lugar políticamente con el paso del monopo­
lio político de la Iglesia al Estado. Para una exhaustiva reconstrucción de la
historia de la noción de secularización y del debate desencadenado en tomo a
semejantes nociones, véase G. Marramao, Cielo e tetra. Genealogía della se-
colarizzazione, Roma-Bari, Laterza, 1994 [trad. esp.: Poder y secularización,
Barcelona, Ed. 62,1989]. El ensayo retoma, ampliándola, la entrada Sákulari-
sierung que Marramao ha escrito para el Historisches Wórterbuch der Philo­
sophie, ed. de J. Ritter, K. Gründer, vol. VIII, Basilea, 1993.
32 H. Blumenberg, D ie Legitimitat der Neuzeit, Frankfurt, Suhrkamp,
1966, 1974.
33 Blumenberg inserta en la segunda edición de su libro el capítulo «Sii-
kularisierung und Selbstbehauptung», para responder a las críticas que le ha­
bían venido de varias partes y, en particular, de K. Lówith y de K. Schmidl.
Lówith, en un artículo de 1968, «Besprechung des Buch “D ie Legitimitiil
der Neuzeit”», Philosophische Rundschau, XV, 1968, había reaccionado
efectivamente a la primera edición del libro de Blumenberg precisando nci
haber concebido nunca la categoría de progreso en los simples términos de
una transformación de nociones teológicas. Blumenberg no atenúa la polé­
mica y en la edición del 74 afirma que el Sákularisierungstheorem es un
caso particular de substancialismo histórico, en la medida en la que hace de­
pender el éxito de sus hipótesis de la demostración de constantes en la his-
importantes conceptos modernos, retrotraen de hecho el inicio de
la época moderna, pero, sobre todo, privan de legitimidad su pre­
tensión de ponerse como novedad absoluta: no es posible aden­
trarse aquí en los términos particulares de esta polémica: baste se­
ñalar que Blumenberg apunta, más allá de las tesis de Weber, so­
bre todo a las de Lówith y las de Schmitt. Uno de los principales
objetivos de Die Legitimitat der Neuzeit es afirmar, contra las teo­
rías de la secularización, el carácter no derivado y autónomo de la
modernidad y de sus principales categorías. Aseverar que la idea
de progreso y, junto a ésa, otras nociones-claves del pensamiento
moderno son el resultado de un proceso de secularización del me-
sianismo judeo-cristiano significa para Blumenberg, no sólo acu­
sar a la Neuzeit de haber cometido una especie de hurto cultural,
sino también expropiarla de cualquier cosa que le pertenezca: es
decir, arrebatarle el título de la propia legitimidad. Implícito en la
teoría de la secularización está, a su juicio, un esencialismo que le
impide darse cuenta de las diferencias entre «viejo» y «nuevo».
Su obstinación en aferrarse a una sustancia que en el curso histó­
rico se mantiene inalterada la vuelve ciega en la confrontación de
la discontinuidad de la época, que introduce en el mundo moder­
no la idea de la autoafirmación humana, la idea que encuentra la
propia «metáfora absoluta» en el giro copernicano.
Es importante recordar al menos una de las consecuencias
del debate: la rígida distinción entre aquellos que aseguran, del
modo más diverso, la continuidad entre «viejo» y «nuevo» y
aquellos que, por el contrario, revindican que el valor de sus­
tancial novedad de la Edad Moderna genera la discutible iden­
tificación de los primeros con los negadores del valor intrínseco
de la modernidad y de los segundos con los defensores a ultran­

loria. Insistir sobre el poder innovador de la «autodecisión individual» signi­


fica para Blumenberg oponerse a los teóricos de la secularización que, a su
parecer, verían en el principio de la subjetividad moderna, y en el del progre­
so, nada más que el residuo de una sustancia teológica. Para Blumenberg,
por el contrario, la constelación conceptual que gira en tomo a la noción de
Sclbsbehauptung, de la cual forma parte, legítimamente, la idea de progreso,
no es en absoluto el resultado de una transformación de representación ori­
ginariamente teológica. Ella radica más bien en el cambio provocado por la
nueva ciencia.
za de los principios que inauguran lo moderno. En realidad,
como, mejor que nadie, demuestra Weber, sostener la tesis de la
secularización no siempre ni de manera automática significa
abrazar una actitud teórica antimodema. La peculiaridad de esta
tesis tampoco consiste simplemente en desconocer las profundas
diferencias que median entre la visión cristiana y la concepción
moderna. En sus versiones más articuladas, ésta ha vuelto a seña­
lar el hecho de que el judaismo y, sobre todo, el cristianismo ela­
boran una mentalidad y un comportamiento hacia la historia que
no se encuentran ni en el pensamiento antiguo ni en otras cultu­
ras. Una mentalidad y una actitud que, si bien a través de modifi­
caciones, recorren los conceptos claves de la época moderna.
Aunque, si bien no intencionadamente ni de manera direc­
ta, la posición de Hannah Arendt, tan poco identificable con la
una o la otra de las posturas, proyecta luz sobre la artificiosidad
de la contraposición. En un primer momento parece moverse
en una dirección afín a la de Blumenberg: en este sentido, al
menos, se orientan sus afirmaciones explícitas. De hecho, la
autora considera el advenimiento de la Edad Moderna como
una cesura decisiva de la historia, que ha sido provocada, no
por transformaciones conceptuales o cambios en el ámbito del
pensamiento, sino por «grandes acontecimientos concretos»: el
descubrimiento de América, la Reforma protestante y el naci­
miento de la nueva ciencia34. Y por lo que respecta después al

34 «Tres grandes eventos se sitúan a la entrada de la edad moderna que


determinan el carácter de la misma: el descubrimiento y la sucesiva explora­
ción de toda la tierra; la Refonna protestante que al expropiar las posesiones
de la Iglesia y monásticas, inició el doble proceso de expropiación individual
y de la acumulación de riqueza social; la invención del telescopio y el desa­
rrollo de una nueva ciencia que considera la naturaleza de la tierra desde el
punto de vista del universo», H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 248
[trad. esp.: La condición humana, op. cit.]; véanse también A.-M. Roviello,
Sens commun et m odem ité chez Hannah Arendt, Bruselas, Ousia, 1987; J.-ML
Chaumont, Autour d'Auschwitz: de la critique de la m odem ité á Vassomp-
tion de la responsabilité historique; une lecture de Hannah Arendt, Bruselas,
Palais des Lettres, Académie Royale de Belgique, 1991; por lo que respecta
a la bibliografía italiana, C. Galli, «Hannah Arendt e le categorie politiche
della modemitá», en Modernitá. Categorie ep ro fili critici, Bolonia, II Muli-
no, 1988, págs. 205-224.
perfil estrictamente político, se limita a registrar que tal época
se inaugura con la separación de la Iglesia y el Estado, la sepa­
ración de la esfera temporal y de la esfera espiritual35. En de­
finitiva, aparentemente, la autora no concede ningún crédito
teórico a las diversas versiones de la historia de la seculariza­
ción; no se cansa de repetir que la época moderna se abre ex­
clusivamente gracias a la irrupción de una nueva constelación
de sucesos y que «ninguno de semejantes eventos presenta el
carácter de una explosión de corrientes subterráneas que, des­
pués de haber confluido en la oscuridad, irrumpieran de im­
proviso»36. La polémica con aquellos que ella denomina los
sostenedores de la continuidad ininterrumpida no es, por con­
siguiente, al menos en sus intenciones, menos dura que la de
Blumenberg.

6. Más crítica que en la confrontación con las hipótesis


de Lówith, parece Arendt respecto a otra versión, todavía
más radical, de la teoría de la secularización: la hipótesis
continuista de Eric Voegelin. Para este pensador es posible
individuar un único itinerario teórico que parte del inmanen-
tismo gnóstico del tardomedievo, pasa a través de la filosofía
de la historia y del progreso de los siglos xvm y xix y de­
semboca finalmente de manera natural en el totalitarismo.
Para Voegelin, la época moderna, que culmina en el fenóme­
no totalitario, está señalada por una progresiva pérdida de la
trascendencia y por el correspondiente surgir de una perver­
sa maldad gnóstica, fundada sobre la confianza inmanentista
en poder cambiar la naturaleza humana. El gnosticismo, en­
tendido en la peculiar acepción voegeliniana, lleva a las ideo­
logías modernas y a los movimientos totalitarios que son su

35 Véase H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 251 [trad. esp.:
op. c it] , donde se lee: «Aunque admitamos que la edad moderna comenzó
con un imprevisto e inexplicable eclipse de la trascendencia y de la fe en el más
allá, de esto no se sigue de hecho que esta pérdida haya devuelto los hombres
del mundo. Al contrario, la evidencia histórica demuestra que los hombres m o­
dernos no fueron proyectados hacia el mundo, sino en sí mismos.»
36 Ibídem, pág. 248.
encarnación a la esperanza de construir en la historia el mile­
nio escatológico37.
Así formulada, tal teoría no puede por menos de resultar
inaceptable para Arendt. En su interior se pierde de hecho toda
diferenciación histórica y teórica. Y del enfrentamiento que tu­
vieron38 con ocasión de la publicación de Los orígenes del to­
talitarismo, surgen posiciones irreconciliables que van más allá
del debate específico del que nacieron. Contra la explicación del
advenimiento de la ideología moderna y del totalitarismo en
términos de inmanentización progresiva del eschaton cristiano,
Arendt quiere hacer valer una investigación realizada sobre he­
chos políticos e institucionales concretos39; a la diagnosis de la
putrefacción de la civilización occidental — por usar la expre­
sión de Voegelin— en los términos de un completo despliegue
de una esencia que, encubierta, recorrería toda nuestra tradi­
ción y que se expresaría en la voluntad de cambiar la naturale­
za humana, Arendt opone resueltamente la afirmación de que
«semejante esencia no existe antes de salir a la luz»40. Y ade­
más en las cartas no publicadas, insiste en que el método voe-
geliniano no hace más que suministrar antepasados ilustres al
suceso totalitario, por sí mismo no explicable a través de una
deducción causal de aquel género. Arendt en sustancia se opo­
ne, juzgándolo insensato, al lamento acerca de la progresiva
pérdida de la trascendencia y del fracaso de la civilización cris­
tiana. Apelar a los valores cristianos no es sólo totalmente inú­
til a la hora de frenar el proceso de decadencia — éste, de he­

37 Véase E. Voegelin, The New Science o f Politics, Chicago, The Uni-


versity o f Chicago Press, 1952. El mismo, Wissenschaft, Politik uncí Gnosis,
Munich, Kósel, 1959.
38 Véase la recensión de E. Voegelin a The Origins o f Totalitarianism,
en The Review o f Politics, XV, 6, 1953, págs. 68-76 y 84-85; y H. Arendt,
«Rejoinder to Eric Voegelin’s Review o f The Origins o f Totalitarianism», en
The Review o f Politics, X V 6, 1953, págs. 76-84.
39 «Lo que separa mi interpretación de la del Sr. Voegelin es que yo par­
to de hechos y acontecimientos en vez de afinidades e influencias espiritua­
les»; en H. Arendt, «Rejoinder to Eric Voegelin’s Review o f The Origins o f
Totalitarianism», en The Review o f Politics, XV, 6, 1953, pág. 80.
40 Ibídem.
cho, es provocado por acontecimientos irreversibles— , sino
que tal apelación nos desvía directamente de una real compren­
sión del mundo moderno41.
La polémica contra el llamado «teorema de la seculariza­
ción» no perdona ni siquiera a autores como Karl Mannheim
y Waldemar Gurian: también éstos, a su modo, utilizarían ta­
les teoremas al reducir el significado de los movimientos polí­
ticos o de las ideologías modernas a un sucedáneo de la reli­
gión. Para Arendt, estas tesis se aproximan mucho a las propues­
tas por Voegelin, que se ha acostumbrado a utilizar la expresión
«religiones políticas» para referirse a semejantes movimientos
ideológicos42. Se puede concluir por tanto que, para la autora,
las teorías de la secularización que, partiendo de puntos de vis­
ta diferentes, lanzan todas una cerrada crítica a la moderna fi­
losofía de la historia, siguen estando en muchos aspectos en el
interior de los esquemas conceptuales que quieren atacar. Teo­
rías como la elaborada por Voegelin y por Lówith, aun asu­
miendo presupuestos diversos, establecen continuidades «idea­
les» que tienen la ventaja sobre los hechos concretos: no lo­
gran, por esto, salir de la relación tradicional entre teoría y
praxis y continúan negando a esta última su propia autonomía.

7. Es ciertamente correcto marcar la diferencia que media


entre Arendt y estos pensadores y, por consiguiente, acceder, al
menos en parte, a la auto-interpretación de la autora, que afir­
ma basarse sobre la convicción de que «no son las ideas, sino

41 H. Arendt, carta inédita a Voegelin, fechada el 22 de abril de 1951,


The Library o f Congress, The Manuscripts División, «The Papers o f Hannah
Arendt», Box 15.
42 Véase H. Arendt, «Religión and Politics», págs. 120-121. Las obras
en cuestión son K. Mannheim, Ideologie und Utopie, Bonn, 1929; W. Gu­
rian, Bolchevism, Notre Dame, 1952 y, obviamente, E. Voegelin, D ie p o li­
tischen Religionen, Viena, 1938. H. Arendt se ha ocupado en ocasiones de
Gurian y de Mannheim; véase H. Arendt, «Waldemar Gurian 1903-1954»,
en Men in Dark Times, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1968, págs. 251-263 [trad.
esp. en Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona, Gedisa, 1989]; y
H. Arendt, «Philosophie und Soziologie, Anlásslich Karl Mannheim “Ideo-
logie und Utopie”», en D ie Gesellschaft, VII, 1930, págs. 163-176.
los hechos los que cambian la historia»43. Pero es en todo caso
legítimo destacar que su modo de indagar las dinámicas del
mundo moderno no se limita de hecho a registrar los monu­
mentos históricos que han señalado la fractura entre el cristia­
nismo y la modernidad y entre esta última y el advenimiento
del totalitarismo.
La cuestión que surge inmediatamente, si no nos quedamos
en el nivel de las declaraciones de intención, es si de veras
Arendt logra distanciarse completamente del uso de la noción
de secularización que tan duramente critica o si, por el contra­
rio, permanece ligada a ella más de cuanto explícitamente ad­
mite. Cierto es que en sus obras no cede jamás a ingenuos y es­
quemáticos teoremas ni acerca de la identidad funcional de lo
que es religioso y de lo que es político ni acerca de la directa
derivación conceptual de lo «nuevo» de lo «viejo». En todo caso
es justo destacar que también el pensamiento arendtiano puede
ser considerado, desde ciertos puntos de vista, dentro de las
«teorías de la secularización». Para la autora, efectivamente, la
época moderna y los principios sobre los cuales se estructura
no operan en dirección de un vuelco completo del tema central
de la concepción cristiana: la desvaloración del mundo. Más
aún. a pesar de derivar menos de presupuestos trascendentes, la
mentalidad moderna procede, como está visto, hacia una alie­
nación cada vez mayor del mundo y de lo fenoménico. Estos
son los motivos que hacen, por ejemplo, decir a Blumenberg
que la teoría arendtiana valora la modernidad «como una con­
tinuación del cristianismo con otros medios»44, a la par de las
restantes conceptualizaciones de la secularización.
Hay además otro motivo en la obra arendtiana que pone en
una estrecha relación de continuidad el cristianismo y la mo-

43 Véase, por ejemplo, H. Arendt, The Human Condiíion, cit., págs. 256
y 258 [trad. esp.: op. c it.]. Esta afirmación es recurrente casi por doquier en
los textos de la autora.
44 Véase H. Blumenberg, D ie Legitimitát der Neuzeit, cit., pág. 9. Blu­
menberg, sin entrar en el mérito del pensamiento arendtiano, considera im­
plícitamente a la autora com o una teórica de la secularización: para el autor
alemán, por consiguiente, es una pensadora que pone en duda la legitimidad
y la autonomía del mundo moderno.
demidad. En el interior de un universo como el moderno, que
no podía esperar ni en la permanencia de un mundo común,
transmitido de generación en generación a través del recuerdo
de grandes acciones y grandes discursos, como había sucedido
desde la antigüedad, ni en la inmortalidad individual garantiza-
*da por la eternidad y trascendencia de Dios, como había sucedido
en el cristianismo, se creyó encontrar un elemento de inmorta­
lidad y de permanencia en la vida humana en cuanto tal, y en
su capacidad de perpetuarse en el género humano. Lo que, por
consiguiente, se absolutizó fue el principio de la vida misma45.
Esto pudo suceder, si seguimos coherentemente el discurso
arendtiano, sólo gracias a que el cristianismo, al revolucionar
la concepción clásica que veía en la vida biológica el rasgo co­
mún entre el hombre y los animales, puso en el centro de cual­
quier consideración la sacralidad de la vida misma, asumida
como portadora del principio divino. Por consiguiente es la secu­
larización del principio cristiano de la sacralidad de la vida la que
diseña la fisonomía de la época moderna, así como su noción de
la historia que celebra la inmortalidad del género humano46. To­
das las teorías políticas modernas están marcadas por la referen­
cia al valor absoluto repuesto en el principio de la vida misma:
del absolutismo al liberalismo, del utilitarismo al socialismo. La
época moderna, por consiguiente, demostraría no saber liberarse
de la necesidad de permanencia, de seguridad, en una palabra, de
la necesidad de lo absoluto. Incluso a costa de identificar este ab­
soluto con el mero perpetuarse de la vida en la especie.

45 Véase la última parte de The Human Condition. titulada «The Vita


Activa and the M odem A ge», cit., págs. 248-326 [trad. esp.: op. cit.]. En uno
de los pasajes más relevantes la autora afirma: «La vida es siempre el punto
de referencia de todo y los intereses tanto del individuo com o del género hu­
mano se han identificado siempre con la vida individual o con la de la espe­
cie, com o si se diese por descontado que la vida es el bien más alto.» Véase
también H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 75. Una exposición
particularmente eficaz de la contraposición entre la concepción clásica de la
inmortalidad y la moderna está contenida en Philosophy and Politics. The
Problem o f Action after the French Revolution, 1954, cit., págs. 34-35.
46 Véase Arendt, The Human Condition, cit., págs. 313-320 [trad. esp.:
op. cit.].
Y en el intento mismo de captar las razones por las que
nuestra tradición filosófica y política no ha logrado hacer
frente al totalitarismo, Hannah Arendt llega a establecer un
tren teórico que, si bien no se propone individuar la «sustancia
teológica» que informaría los conceptos modernos seculariza­
dos, demuestra en todo caso ser un criterio interpretativo fuer­
temente «continuista». Resulta claro, por consiguiente, que si
Arendt no puede aceptar el teorema de la secularización — en­
tre otras razones porque a su parecer la modernidad, lejos de
consistir en una reductio ad seculum, se caracteriza más bien
por una progresiva fuga del mundo— , no logra desembarazar­
se, sin embargo, fácilmente de los asuntos «continuistas» que
éste presupone. En su lectura de la historia de la metafísica y
del pensamiento político no es difícil percibir más de una afi­
nidad con las tesis de Lówith. Si bien retrotraída, también para
Arendt existe una cesura fundamental que orienta el «destino»
de nuestra tradición. Como ya hemos intentado demostrar, se
trata de aquel giro marcado por la filosofía de Platón y prepa­
rado por el pensamiento de Parménides que trastorna comple­
tamente la mentalidad del mundo clásico, su concepción del
tiempo, su aceptación del devenir y de la contingencia, en una
palabra, su reconocimiento de los límites insuperables que la
realidad pone al hombre. A partir de aquella revolución teóri­
ca, toda la tradición filosófica y política ha estado atravesada
por una única preocupación que se ha declinado de muchos
modos: la preocupación de «negar la negación», de remover el
tiempo y de rechazar el simple hecho de que «el poder de los
hombres esté limitado por la naturaleza, por la pluralidad y de
la existencia factual de sus propios semejantes»47. Se trata, por
consiguiente, de una voluntad ciega de durar que lleva a seres
por naturaleza mortales a creer que pueden combatir la contin­
gencia y a intentar reducir lo múltiple a lo Uno. Éste es el
acuerdo de fondo que, para Hannah Arendt, resuena en toda
nuestra tradición: desde la contemplación de las ideas inmuta­

47 Véase la carta inédita de Arendt a Voegelin, del 8 de abril de 1951, ci­


tada anteriormente.
bles de Platón o la vida eterna más allá de este mundo del cris­
tianismo, hasta la inmortalidad que nos es concedida a través
de la perpetuación de la especie.

2. L a h is t o r ia c o m o n a r r a c ió n

A pesar de que la autora caiga de nuevo involuntariamente


dentro de aquellos esquemas interpretativos que se propone
cuestionar, el intento de Hannah Arendt es el de superar una
concepción de la historia que se estructura sobre la noción de
proceso y sobre supuestos fuertemente continuistas, tal y como
la crítica de Hegel y de los fautores del «teorema de la secula­
rización» pone a la luz. Igualmente distante pretende estar de
los planteamientos, en cierto sentido conectados a los anterio­
res, que enfatizan la posición poiética del sujeto, ya singular ya
colectivo, en los análisis del curso histórico, tal y como pone en
evidencia la crítica a Vico y a Marx.
La autora concibe la historia más bien como la escena de los
acontecimientos a cuya realización concurren, aunque sin que
posean un poder determinante, las acciones de los hombres. Se­
mejantes acciones, precisamente porque irrumpen en el fluir del
devenir histórico, pueden considerarse portadoras de lo nuevo y
pueden conferir a los acontecimientos un significado que trans­
ciende la mera secuencia temporal. Dicho de otra manera, los su­
cesos y las gestas de las que «son capaces los mortales» y que se
constituyen en materia de relato histórico no deben entenderse ni
como partes de un todo que los supera ni como simples eslabo­
nes de una larga cadena. Al contrario, debe hacerse hincapié en
los episodios singulares, en los hechos y circunstancias particu­
lares que interrumpen el movimiento circular y repetitivo de la
vida cotidiana, en el mismo sentido en el que el bios rectilíneo de
cada cual «rompe el movimiento circular y repetitivo de la vida
biológica. La materia de la historia reside en estas interrupcio­
nes, en estas fracturas; en lo extraordinario»48. Si la historia es

48 H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 43.


un espacio interrumpido por la discontinuidad y por la apertu­
ra a lo nuevo; si la historia, en una palabra, es el campo de lo
posible, es obvio que no es conceptualizable por parte de una
teoría que haga uso de las nociones de causa y de fin. «La his­
toria es una experiencia (story) de eventos y no de fuerzas o
ideas de curso previsible»49. Y si los actores ponen en escena
aquellos «nudos de relaciones» que constituyen la trama histó­
rica, no resulta, sin embargo, verosímil considerarles verdade­
ros y auténticos autores que llevan a su realización la obra que
han iniciado. «En otras palabras, las historias, los resultados de
la acción y del discurso revelan un agente que, sin embargo, no
es su autor ni los ha producido»50. Sobre estas consideraciones
se entiende la definición arendtiana según la cual «la historia
(History) es una historia (story) que tiene muchos comienzos,
pero ningún fin»51.
A partir de estas consideraciones, la reflexión arendtiana so­
bre la historia ha sido interpretada como una concepción de las
épocas históricas en muchos sentidos análoga a la concepción
de época heideggeriana52. En semejante dirección se hacen valer
como cesuras que dividen una época de otra no sólo los cambios
de un período a otro — por ejemplo, el paso de la polis griega a
la civitas romana y de ésta a la cornmunitas medieval o el paso
del estado-nación al totalitarismo y, finalmente, la crisis de la re­
pública americana— , sino que también las distintas modalida­
des en las que se articula la actividad humana, fijadas en Vita
activa/La condición humana, son consideradas principios de
época en torno a los cuales se estructura cada período.

49 The Human Condition, cit., pág. 252 [trad. esp.: op. cit.]. Es éste un
convencimiento en el que se insiste en muchos pasajes de la obra arendtiana.
50 Ibídem, pág. 184.
51 H. Arendt, «Understanding and Politics», Partisan Review, XX, núm. 4,
1953, págs. 377-392 y 580-583.
52 Se trata de la hipótesis interpretativa avanzada por Reiner Schürmann
en la obra H eidegger on Being and Acting: From Principies to Anarchy,
Bloomington, Indiana University Press, 1987; en este libro, dedicado al pen­
samiento de Heidegger, el autor tiene como fondo la obra de Hannah Arendt,
interpretándola en estrecha conexión con algunos elementos de la filosofía
heideggeriana. Véanse sobre todo las págs. 247 y ss.
Esta interpretación parece encontrar una posible confirma­
ción en un breve artículo escrito por Arendt en 1975. En efec­
to, allí podemos leer:

en realidad podríamos encontramos en uno de esos decisi­


vos puntos de inflexión de la historia que separan una época
de otra. Para nosotros, contemporáneos cogidos en las ine­
xorables exigencias de la vida cotidiana, los confines que di­
viden las épocas difícilmente pueden ser visibles en el mo­
mento en que se atraviesan. Sólo después de que uno se su­
merge en ellos, se convierten en verdaderos y auténticos
muros que nos separan irremediablemente del pasado53.

Pero, si bien es cierto que también para Arendt lo que hace


concebible la historia son sus revoluciones, sus crisis y, en defini­
tiva, la suspensión de la continuidad temporal y si, como las pala­
bras aquí citadas confirman una vez más, es verdad que todo
«nuevo comienzo» marca irrevocablemente una fractura respecto
al pasado, es, sin embargo, difícil sostener que exista en el interior
de sus consideraciones una teorización consciente y completa en
tomo a la producción de períodos históricos homogéneamente or­
ganizados alrededor de un principio dominante. Si bien esta pro­
puesta interpretativa abre perspectivas interesantes de análisis,
siempre en la dirección de una reconstrucción de los lazos decisi­
vos entre pensamiento arendtiano y filosofía heideggeriana, resul­
ta quizás menos forzado ver en la reflexión de la autora simple­
mente el interés por una historia hecha de momentos singulares
relevantes que en el instante de su acaecer interrumpen y suspen­
den el inexorable avanzar del tiempo. Ejemplos de semejantes
momentos históricos significativos son las revoluciones america­
na y francesa, la Comuna de 1871, los soviets de 1917,1a repúbli­
ca alemana de consejos de 191854, así como la revolución húnga­
ra y la desobediencia civil americana de los años 60.

53 H. Arendt, «Home to Roost: A Bicentennial Adress», en The N ew York


Review ofBooks, 26 de junio, 1975, págs. 4-6. En este ensayo, la autora exami­
na la crisis institucional y cultural de los Estados Unidos durante los años 70.
54 La autora se refiere a la Ráterepublik proclamada ese año en Baviera.
(N. del T.)
En el contexto de esta aproximación a la historia se inscri­
be el interés que Hannah Arendt muestra por las biografías de
algunas personalidades «excepcionales». No sólo la obra sobre
Rahel Varnhagen55, sino también las diversas semblanzas traza­
das en Hombres en tiempos de oscuridad56 testimonian su acti­
tud anti-teorética frente a la historia y su asunción de esta últi­
ma como espacio para la singularidad. Toda existencia singular
puede revelarse como una fuente de luz que aclara, aunque sólo
por un momento, la oscuridad de aquellos períodos que pare­
cen marcados por una crisis sin salida. En el prefacio a la colec­
ción de estos ensayos, Arendt observa «que, aunque en los
tiempos más oscuros tenemos el derecho de esperar alguna ilu­
minación, tal iluminación puede llegarnos menos de teorías y
conceptos que de la incierta, trémula y, a menudo, débil luz que
algunos hombres y algunas mujeres, con sus vidas y sus obras,
logran encender en las circunstancias más diversas y difundir
durante el tiempo que se les concede en la tierra»57.
Sobre el pensamiento de Hannah Arendt han tenido una par­
ticular influencia las perspectivas de radical reinterpretación de
la temporalidad propuestas por algunas filosofías del Novecien­
tos a las que les une el ataque dirigido contra la imagen unilineal
del tiempo. Pienso, a este propósito, no solo en la noción de «his­
toricidad» de Heidegger, sino también en la configuración que la
idea del Jetzt-Zeit asume en el interior de las Tesis de filosofía de

55 Véase H. Arendt, Rahel Varnhagen. Lebensgeschichte einer deul-


schen Jiidin aus der Romantik, Munich, Piper, 1959. [Trad. esp.: Rahel
Varnhagen: vida de una mujer ju d ía , Barcelona, Lumen, 2000.]
56 H. Arendt, Men in Dark Times [Hombres en tiempos de oscuridad!.
que recoge breves ensayos biográficos dedicados a personajes que a su pare­
cer son ejemplos de momentos históricos especiales. Hay artículos dedica­
dos a Lessing, a Rosa Luxemburgo, Angelo Giuseppe Roncalli, Karl Jas­
pers, Isak Dinesen, Hermann Broch, Walter Benjamín, Bertolt Brecht, Wal-
demar Gurian y Randall Jarrell.
57 Ibídem, pág. IX. Sobre el poder «iluminante» de las «biografías», véa
se también H. Arendt, «The Concept o f History», págs. 42-43. A este propó
sito véanse también los ensayos de J. Taminiaux, «La vie de quelqu’un», Le:
Cahiers du Grif, núm. 33,1986, págs. 29-36 y de E. Young Bruehl, «Les His
tories de Hannah Arendt», Les Cahiers du Grif, núm. 33, 1986, págs. 37-42
la historia de Walter Benjamín58. Y antes aún, en la importancia
de las reflexiones nietzscheanas contenidas en la segunda Un-
zeitgemessene59, reflexiones que constituyen el repertorio de
argumentos que sacan todos aquellos filósofos del siglo xx,
empeñados en criticar la concepción lineal del tiempo histórico:
desde Heidegger a Lówith, desde Benjamín a Bloch, desde Fou-
cault a Derrida. La reinterpretación de la noción de historia que
ha llevado a cabo Nietzsche representa en efecto el paso obliga­
do para poder replantear la conexión entre evento y sentido y
para reelaborar una nueva imagen del pasado.
En su reflexionar sobre la historia, Hannah Arendt procede
a afrontar problemas como los siguientes: ¿cómo interrogarse
sobre el sentido de los sucesos, una vez venida a menos y des­
truida la fe filosófica en aquel fúturo necesario que se constituía
en garante de la racionalidad de todas las etapas que lo habían
precedido o preparado? ¿Cómo volverse al pasado, salvando y
redimiendo el significado de sus momentos particulares, es de­
cir, sin aquella actitud objetivadora que concebía los sucesos de
la historia como entes dotados de una causa y de un fin determi­
nados? En el planteamiento arendtiano, por consiguiente, con-
lluye de manera manifiesta la problemática ontológica de la
«historicidad» desarrollada en El ser y el tiempo. En esta obra,
en efecto, el tema del pasado se afronta desde el punto de vista
del ser que asume conscientemente la finitud de la propia exis­
tencia. Y el pasado ya no se configura como el puro y simple
«real de antes» que se ha desvanecido desde el instante sucesi­
vo, sino que más bien recupera su estatuto de posibilidad. Si,
como afirma Heidegger, el pasado «accede al ser como posibi­
lidad», la historia, ahora, no podrá representarse más como un

5íi Véase W. Benjamin, Schriften, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1955.


59 Véase F. Nietzsche, Vom Nutzen und Nachteil der Historie fiir das Leben,
IS74. Por lo que respecta a la influencia de este libro en Heidegger basta pensar
en el § 76 de El ser y el tiempo (1927). En Benjamin, la segunda Unzeitgemes-
sene se cita explícitamente al principio en el interior de la tesis de filosofía de la
historia. Sobre la importancia del texto nietzscheano en el pensamiento de
Arendt, véanse los artículos de J. N. Shklar, «Rcthinking the Past», Social Re­
search. XVIV, núm. I, 1977, págs. 80-90; S. Wolin, «Stopping toThink», New
York Review ofBooks, XXV núm. 16, 1978, págs. 16-21, sobre todo la pág. 18.
único hilo conductor que comprende los eventos como segmen­
tos de una única recta.
No es ciertamente mi intención detenerme en un tema tan
problemático como la Geschichtlichkeit heideggeriana: sirvan
estas breves referencias sólo para indicar el contexto del que
provienen las reflexiones de Hannah Arendt sobre la historia.
Un contexto en el que se sitúa también otro gran intento de arre­
batar la comprensión del pasado a la concepción rectilínea y se­
riada del tiempo. Me refiero a la filosofía de Walter Benjamín y
a su polémica en los enfrentamientos con aquel concepto de
progreso basado, a su parecer, sobre la idea de temporalidad ho­
mogénea y vacía. Las Tesis de filosofía de la historia han tenido
en efecto una significativa influencia sobre Arendt, en particu­
lar, la crítica que en éstas se lanza contra la concepción conti-
nuista de la historia que remueve y suprime el significado de la
Vergangenheit. En la autora se encuentran los mismos tonos po­
lémicos que Benjamín dirige contra aquella mentalidad histori-
cista que, dentro de una presunta objetividad historiográfica, es­
conde la asunción del punto de vista de los vencedores y la
aceptación del hecho concluso; contra aquella mentalidad que
en la pretensión de conocer el pasado «tal y como verdadera­
mente ha sido» pone al desnudo la propia carencia de memoria
y el propio desprecio del mismo. Es conocido que para el filó­
sofo judío existe un modo de «recuperar» el pasado excluido de
la historia, una estrategia para sustraerlo a la momificación del
recuerdo. La Jetzt-Zeit, el ‘tiempo-ahora’, es precisamente el
instante que hace explotar la continuidad del proceso histórico,
reasumiendo en sí mismo la plenitud del tiempo. Ejemplos de
ello son aquellos momentos que reinstauran, aunque sólo por un
instante, un orden alternativo que suspende el continuo avanzar
del tiempo; como cuando, durante la revolución de Julio, en mu­
chos lugares de París, «autónomamente y al mismo tiempo, se
disparó contra los relojes de los campanarios»60.

60 W. Benjamin, Tesis de filosofía de la historia, tesis 15: «El día en que


comienza un calendario hace de acelerador histórico [...]. Los calendarios no
miden el tiempo com o los relojes. Éstos son monumentos de una conciencia
histórica de la que en Europa, de cien años a esta parte, parece haberse per-
Quede claro que ni el modo heideggeriano ni el benjaminia-
no de restituimos el pasado como «posibilidad» son asumidos sin
reservas por Arendt. Se ha dejado ya claro cómo la autora, si de
una parte se adhiere a la reinterpretación de la temporalidad acti­
vada por Heidegger, por otra, no duda en ver, en particular en la
Seinsgeschichte, el peligro de un retorno a la historia hegeliano
que idolatra los hechos y resta importancia a la procesualidad61.
Y si precisamente en virtud de estas críticas resultase más
ajustada la afinidad de la autora con Benjamin —piénsese en el
Benjamín descrito por Arendt como obsesionado por la idea
del majestuoso progresar de la ruina de los tiempos y de la ne­
cesidad de salvar, si bien descontextualizados, los fragmentos

dido los rastros. Todavía en la revolución de Julio ha tenido lugar un episo­


dio en el cual queda expresada esa conciencia. Cuando cae la tarde del pri­
mer día de la batalla, en muchos lugares de París, de manera autónoma y si­
multánea, se disparó contra los relojes de los campanarios». Véanse tam­
bién, en referencia a Arendt y a su modo de pensar el pasado, las siguientes
tesis: la 5, en la cual se lee: «La verdadera imagen del pasado pasa de co­
rrida. El pasado sólo se deja fijar en la imagen que fulgura de una vez por to­
das en el momento de su cognoscibilidad»; la tesis 6: «Articular histórica­
mente el pasado no significa conocer cóm o ha sido exactamente. Significa
adueñarse de un recuerdo tal y com o brilla en un momento de peligro»; so­
bre todo la tesis 14: «La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no
es el tiempo homogéneo y vacío, sino aquél lleno de actualidad (Jeztzeit).
Así, para Robespierre, la Roma antigua era un pasado cargado de actuali­
dad, que él hacía bosquejar de la continuidad de la historia.» Véanse tam­
bién los aforismos contenidos en las páginas del Passagen-Werk, titulados
«Teoría del conocimiento y del progreso»: W. Benjamin, Das Passagen-Werk,
I rankfurt. Suhrkamp, 1982 [trad. esp.: D iscursos interrumpidos, vol. I,
Madrid, Taurus, 1992]. Para una sintética pero exhaustiva exposición del
pensamiento de Benjamin, véase N. Bolz, W. Van Reijen, Walter Benjamin.
Frankfurt, Campus Verlag, 1991. Para una reconstrucción del pensamiento
de Benjamin en una perspectiva que permite un cotejo con las posiciones de
Hannah Arendt, véase E. Greblo, La tradizione del futuro, Nápoles, Liguo-
ri, 1989. Acerca de la crítica benjaminiana del tiempo histórico resulta siem ­
pre iluminador el ensayo de R. Bodei, «La malattia della tradizione. Dimen-
sioni e paradossi del tempo in Walter Benjamin», en VV A A., Walter Benja­
mín. Tempo storia linguaggio, Roma, Editori Riuniti, 1983.
61 Sobre esto se remite a la primera parte de este trabajo, al capítulo «líl
fin de la metafísica com o origen y horizonte de la reflexión arendtiana» y en
particular al párrafo «Cotejo con Heidegger».
del pasado62— , la total carencia en su reflexión de cualquier re­
ferencia a la tradición mesiánica y, todavía más, a la del mate­
rialismo histórico marcaría entre los dos pensadores una dife­
rencia insuperable.
La concepción de Hannah Arendt, profundamente deudora
de estas redefiniciones del tiempo histórico, parece por consi­
guiente moverse hacia resultados originales. Éstos adquieren re­
lieve bien sea para un ámbito de investigación más estrictamente
historiográfico, bien sea para una esfera de significado que po­
dremos definir como «ontológico». Separar los dos niveles es
solamente una operación heurística, en cuanto éstos se presen­
tan tenazmente interconectados, y exactamente en este estrecho
lazo reside la peculiaridad de la posición arendtiana, que rehúsa
por definición cualquier teorización rigurosa sobre el método.

3. Después de todo cuanto se ha dicho, no puede sorprender


que Hannah Arendt en el ensayo «Truth and Politics»63, de 1967,
retome, explicitándola completamente, la distinción, que en sí
misma no resultaba nueva, entre verdad de razón y verdad de he­
cho, afirmando la coercitiva axiomaticidad de la primera y la fácil
vulnerabilidad de la segunda64. Y es partiendo de estos presupues­
tos como Arendt, apelando a una no menos conocida dicotomía,
considera legítimo afrontar la materia histórica exclusivamente a
través de la modalidad de la «comprensión» y no con los instru­
mentos de la «explicación causal», propios de las verdades que
pretenden caracterizar las ciencias exactas. Con palabras que tes­
timonian la vecindad existente entre sus reflexiones y las posicio­
nes más canónicas de la hermenéutica en sentido estricto, afirma:

62 Véase H. Arendt, «Walter Benjamín», en H. Arendt, Men in Dark Ti­


mes, Harcourt, Brace, 1968, págs. 153-206, sobre todo, pág. 193. [Trad. esp.:
Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona, Gedisa, 1989.]
63 H. Arendt, «Truth and Politics», publicado por primera vez en The
New Yorker, 25 de febrero 1967 y reimpreso en 1968 en H. Arendt, Between
Past and Future, págs. 227-264 [trad. esp.: Entre el pasado y el futuro,
Barcelona, Península, 1996], Este ensayo se tiene en cuenta sólo en la medi­
da en que se refiere al discurso sobre la historia, si bien contiene también nu­
merosas e interesantes observaciones sobre la relación verdad-opinión-juicio.
M Ibídem, pág. 250.
«La comprensión, en cuanto distinta del conocimiento y de la in­
formación exacta, es un proceso complejo que no da nunca resul­
tados inequívocos; es una actividad sin fin, siempre diversa y mu­
dable, gracias a la cual aceptamos la realidad y nos reconciliamos
con ella, nos esforzamos en estar en armonía con el mundo»65. La
realidad histórica se ve falseada efectivamente si se le aplica la ca­
tegoría de causa y si se pretende explicar los sucesos reordenándo-
los mediante un concatenación que quiera remontarse al factor úl­
timo que los ha provocado. Para Arendt, el fracaso de las aproxi­
maciones nomológicas a la historia no se ha debido simplemente
a una imposibilidad constitucional del conocimiento humano de
llegar a identificar la totalidad de las conexiones causales: la mo­
tivación reside en la especificidad del hecho histórico que supera
siempre el contexto de las relaciones causales en el que se preten­
de que halle una colocación. Si bien llega a admitir la existencia de
una correlación de «causas débiles» a través de las cuales se pue­
de dar razón del cómo un suceso se ha realizado, pero no del
porqué, hay que precisar que semejante red de rebotes y correla­
ciones no puede en todo caso reconstruir- exactamente una secuen­
cia histórica. Dado que sólo se da la historia gracias al poder inno­
vador de la acción de los hombres y dado que tal acción, intervi­
niendo en un contexto de relaciones ya dadas66, no consigue casi
nunca el fin perseguido por la intencionalidad del obrar, carecen
de todo valor aquellas ciencias históricas que se basan en el carác­
ter previsible y la regularidad de los resultados de la acción.
L a causalidad — leemos en «Understanding and
Politics»— es una categoría extraña que puede inducir a
error a las ciencias históricas. No sólo el significado autén­
tico de todo suceso transciende siempre cualquier número
de causas pasadas que se le pueden asignar, sino que el m is­
mo pasado viene a existir sólo junto al suceso. Sólo cuando
ha acontecido cualquier cosa de manera irrevocable pode­
mos intentar trazar su historia, pues el suceso ilumina su pa­
sado y no puede ser deducido del mismo67.

65 H. Arendt, «Understanding and Politics», cit., pág. 377.


66 Véase H. Arendt, The Human Condition, págs. 181-188 [trad. esp.:
La condición humana, Barcelona, Paidós, 1988.]
Por consiguiente, una vez afirmada la dimensión contin­
gente del acaecer histórico, el problema que se le plantea a la
autora es el de la modalidad en la que expresar el significado
de los hechos singulares, sin ceder a una interpretación de los
mismos en clave filosófica que se proponga «considerar lo
que es esencial en la historia dejando aparte aquello que no
lo es»68. Si, por una parte, Arendt acepta hasta el fondo los
presupuestos de la critica a la teleología histórica que tantos
pensadores del siglo x x elaboran sacando argumentos de la
segunda Unzeitgemessene, por otra, sin embargo, intenta evi­
tar los resultados más extremos de tales críticas buscando fi­
jar de nuevo un encuentro diferente entre pensamiento y su­
ceso.
Este intento implica la noción de «narración», que en­
cuentra una primera formulación en La condición humana69.
La historia, ya de por sí recorrida por sucesos sin relacionar y
por una proftinda discontinuidad, abre en todo caso a la mira­
da retrospectiva del historiador un sentido que se apresta a te­
jer la trama de un relato70. Es importante subrayar cómo para
la autora la narración no es ni la mera crónica de los hechos
ni, obviamente, la explicación ex post de la manifestación de
la racionalidad implícita en el proceso histórico a la que solo
el filósofo tendría acceso. La narración es en sustancia un ar­
tificio lingüístico que reconstruye aquello que ha sucedido en
la historia a través de una trama que privilegia los agentes hu­
manos más que los procesos impersonales y que ya no hace

67 H. Arendt, «Understanding and Politics», cit., pág. 388.


68 G. W. F. Flegel, Lecciones de filosofía de la historia, Barcelona, PPU,
1989.
69 Véase H. Arendt, The Human Condition, págs. 181-198 ftrad. esp.
op. cit.].
70 En una entrevista reproducida en The N ew York Review o f Books,
XXV, núm. 16, 1978, pág. 18, la autora advierte: «Nadie puede conocer lo
que acaecerá mañana, porque muchas cosas dependen de un número enorme
de variables, de la simple casualidad. De otra parte, si se mira a la historia re­
trospectivamente, entonces, si bien cuanto ha acaecido ha acaecido contin­
gentemente, se puede contar una historia que tenga un sentido.»
derivar el significado de lo particular de lo general71. Ella per­
mite, por una parte, comprender los eventos a través de una
ilustración de su singularidad y, por otra, rendir cuenta de su
«entramado» privado de conexiones necesarias. De este modo
los fenómenos individuales son vistos en su unicidad y al mis­
mo tiempo insertados, por aquel que construye el relato, en un
contexto de sentido más amplio. Ciertamente, la realidad exce­
de siempre la totalidad de los hechos y sucesos narrados:
«Quien habla de lo que ha sido cuenta siempre una historia
(stoiy)» y sólo en el interior del artificio narrativo los sucesos
particulares pierden el aspecto de sucesos contingentes para
asumir, al menos parcialmente, un significado comprensible72.
La narración histórica, por tanto, si de una parte responde a
la necesidad humana de entender y de conferir un sentido a la
realidad, de otra, asume conscientemente la falta de adecuación
existente entre relato y objetividad. Quien narra no puede pres­
cindir de su historicidad, aunque esto no signifique que pueda
seleccionar los hechos arbitrariamente. El equilibrio buscado
entre la subjetividad del historiador y la salvaguardia en la na­
rración de la verdad de hecho lleva a la autora a recuperar la no­
ción de imparcialidad. Y, más en concreto, la fuerza a que reha­
bilite aquella particular noción de imparcialidad presente en la
poesía y en la historiografía antiguas: de ella son ejemplos tan­
to Homero como Heródoto, quienes no sólo se despojaban del
interés de parte, sino que también refutaban en sus relatos «la
alternativa entre victoria y derrota». Que en una batalla hubie­
se finalmente vencedores y vencidos no debía interferir con lo
que consideraban digno de inmortalizar en el recuerdo. Home­
ro decide en efecto cantar la gesta de los troyanos no menos
que la de Aquiles. Y Heródoto no puede por menos de rendir
«el debido tributo de gloria» a las «admirables acciones» tanto
de los griegos como de los bárbaros. Y aún más importante
para el concepto de imparcialidad, resulta la referencia a Tucí-
dides y al elemento introducido por él en la historiografía grie­

71 Véase H. Arendt, The Human Condition, págs. 186-187 [trad. esp.


op. cit.].
72 Véase H. Arendt, «Truth and Politics», págs. 261-262.
ga: el criterio del incesante diálogo entre ciudadanos en el que
se podía expresar la pluralidad de posiciones desde la que obser­
var el mundo común73. Tal enfrentamiento en realidad ya había
sido experimentado durante largo tiempo en la polis:

A través de una incansable confrontación verbal [...], el


griego aprendía a cambiar el propio punto de vista, la propia
«opinión» — o sea, el modo como el mundo se le abría—
con la de sus conciudadanos. Lo s griegos aprendían a enten­
der: no a entenderse recíprocamente, en cuanto individuos,
sino a m irar una misma cosa bajo aspectos muy diversos y a
menudo contradictorios. Lo s discursos en los que Tucídides
presenta los puntos de vista y los intereses de las partes be­
ligerantes constituyen el testimonio viviente de esta excep­
cional imparcialidad»74.

Es quizás el momento de anticipar brevemente que, basándo­


se en algunos de estos presupuestos, Arendt va a plantear el trata­
miento del juicio en su última obra. La vida del espíritu. Añáda­
se que, si precisamente la parte dedicada a la facultad de juzgar ha
quedado incompleta, en las Lectures on K ant’s Political Philo­
sophy — que, reelaboradas, habrían debido constituir la materia
de la parte dedicada al juicio— se encuentran ulteriormente de­
sarrollados los problemas implicados en las temáticas acerca de la
historia aquí presentadas. Y en el tratamiento de la cuestión de
la imparcialidad fijada hasta ahora en referencia a la historiografía
antigua, converge la reflexión, madurada en el curso de los años,
sobre la Tercera crítica kantiana y sobre el papel desempeñado
por la imaginación. Pero la perspectiva en la que se colocan las
Lectures ya no es exclusivamente la de la clarificación del deber
del historiador o del filósofo que se acerca a la comprensión de la
historia. En aquellas páginas, la autora se pregunta sobre la posi­
bilidad que todo individuo tiene de ejercitar críticamente la propia
facultad de pensar y de juzgar, ganándose así, por tanto, la capa­
cidad de mirar de manera libre aquellos acontecimientos que en

73 Véase sobre todo H. Arendt, «The Concept o f History», págs. 51-52.


74 Ibídem.
un primer momento parecerían seguirse el uno del otro gracias a
una consecuencialidad necesaria75.
4. Antes de concluir, puede resultar interesante recordar
que, a pocos años de distancia de la publicación de La
condición humana, empezaba a producirse entre algunos fi­
lósofos analíticos anglo-americanos un fuerte cambio de
opiniones sobre algunas de las nociones que precisamente
la autora sacaba a colación76. También para autores como
William B. Gallie, Arthur Danto, al igual que, algunos años
más tarde, para Louis O. Mink y, sobre todo, para Hayden

75 Véase H. Arendt, Lectures on Kant's Political Philosophy, sobre todo


la parte dedicada a la imaginación, págs. 79-85.
76 El debate sobre la narración que han mantenido los filósofos analíticos
fue iniciado en 1952 por Patrick Gardiner que, en su The Nature o f Historical
Explanation, toma posición contra las tesis, hasta aquel momento casi indiscuti­
bles, de Cari G. Hempel y expuestas en The Function o f General Laws in His­
tory, de 1942. Hempel indicaba en el método hipotético-deductivo la correcta
aproximación a la investigación histórica, homologando así la explicación histó­
rica a la científica. Contra esta «tesis de carácter reduccionista», todavía más ra­
dical que el ataque de Gardiner, va dirigida la crítica de William H Dray, Laws
and Explanations in History, 1957. Como justamente hace notar Pietro Rossi en
su «Introducción» a P. Rossi, La teoría della storiografia oggi, Milán, II Saggia-
tore, 1983. tanto Gardiner como Dray, si bien salvando las distancias, se movían
todavía sobre el terreno del planteamiento de Hempel, a saber, sobre el de una
historiografía convencida de que su primera tarea era la de la «explicación».
77 El verdadero y auténtico desafío a una concepción de la investigación
histórica com o investigación científica se expone en las obras de W. B.
Gallie, Philosophy and Histoiy, Cambridge, 1965; L. O. Mink, «Narrative
Form as a Cognitive Instrument». en W AA., The Writing o f History: Literary
Form and Historical Understanding, Madison, Wisc., 1978, págs. 143-144.
Según estos autores, la historiografía es substancialmente una narración y no
una explicación fundada sobre el recurso a leyes generales. A propósito de la
discusión historiográfica sobre la historia com o narración, véase, además
P. Rossi (ed.), La teoría della storiografia oggi (que comprende ensayos de
A. Danto, H. White, W. J. Mommsen, F. Furet, R. Koselleck, J. Topolski,
W. Dray, J. Riisen, W. Küttler. K.-G. Faber, C’h. Meier. A. .1. Gurevic, M. L.
Salvadori, O. Winch; el artículo de H. White, «La questione della narrazio-
ne nella teoria contemporánea della storiografia», págs. 33-78, es una exce­
lente presentación del debate contemporáneo); J. Kocka. Th. Nipperdey (eds.),
Theorie und Erzáhlung in der Geschichte, Munich, 1979; D. Carr. W. Dray.
T. F. Geraets, F. Quellet, H. Watelet (eds.), La philosophie de l ’histoire
W hite78, la propuesta de una teoría de la narración apuntaba,
en primer lugar, a contrastar la reducción de la historia a cien­
cia exacta y la consiguiente aplicación al saber histórico de pro­
cedimientos deductivos y causales propios del saber nomológi-
co. Exigencias semejantes se han dejado sentir también en el
interior del gremio de los «historiadores profesionales». Paul
Veyne, por ejemplo, al equiparar la historia a una «novela ver­
dadera» e insistir en la importancia de la trama y definir los su­
cesos no como seres sino como cruces de itinerarios posibles79,
ha reabierto en Francia la polémica sobre la historia como cien­
cia o como narración. Y algunos años después, Lawrence Sto-
ne se situó en una posición análoga en el interior de la cultura
anglosajona, polemizando contra las diversas versiones de his­
toria científica y auspiciando también un retorno a la narra­
ción80. Si bien representan puntos de vista radicalmente distan­

et la pratique historienne d ’aujourd’hui. Philosophy o f History and Contem-


porary Historiography, Ottawa, The University o f Ottawa Press, 1982, obra en
la que destaca la contribución de W. H. Dray, Narration, Reduction and the
Use o f History, págs. 197-214; M. Salvatti (ed.), Scienza, narrazione e tem­
po, Milán, Franco Angeli, 1985. Finalmente véase el libro de II Carr, Time,
Narrative and History, Bloomington, Indiana University Press, 1986, que cons­
tituye una reflexión sobre el problema que tiene en cuenta tanto la perspectiva
de la filosofía analítica com o la perspectiva de la filosofía «continental».
7X Cfr. 11. White, Metahistory. H istórical Imagination in Nineteenth
Century Europe, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1973, y
H. White, Topics o f Discourse. Essays in Cultural Criticism, Baltimore, The
Johns Hopkins University Press, 1978. Acerca de la reciente discusión sobre
la concepción de la historia y de la historiografía de Hayden White, véase el
número monográfico de la revista Storia della Storiografia, núm. 24, 1993,
con el título Hayden White s M etahistory Twenty Years After; en la que está
publicada un interesante entrevista al autor: E. Domanska, «An Interview
with Hayden White», págs. 5-22.
79 Véase P. Veyne, Comment on écrit l ’histoire. Essai d ’épistémologie,
París, 1971. [Trad. esp.: Cómo se escribe la historia, Madrid, Alianza, 1994.]
Para una comparación entre P Veyne y otras perspectivas historiográficas
que se plantean el problema de una redefinición del tiempo histórico en la
narración de los acontecimientos, véase el ensayo de R. Bodei, «Riflessioni
sul tempo c gli intrecci temporali nella narrazione slorica», en M. Salvatti
(ed.), Scienza, narrazione e tempo, págs. 340-355.
80 Cfr. L. Stone, «The Reviva! o f Narrative: Refíections on a New Oíd
History», Past and Present, LXXXV, 1979, págs. 3-24.
tes, todos estos autores concuerdan entre sí y con Arendt en el
hecho de que la aproximación narrativa es la única capaz de ga­
rantizar la especificidad de los actores y de los eventos históri­
cos. Los actores y los sucesos pueden ser comprendidos en su
singularidad sin recurrir a construcciones teóricas que postulen
leyes científicas o sujetos super-individuales.
Pero más que en establecer el estatuto científico de las
narración y de la narratividad en una confrontación con otras
tesis historiográficas — objetivo al que en sustancia se han
orientado las reflexiones de estos autores— , Arendt está inte­
resada en el nivel, por así decirlo, «ontológico» implícito en
estas temáticas. Por este motivo su pensamiento encuentra
mayor consonancia con algunos aspectos de la filosofía de
Paul Ricoeur*1. Para ambos, efectivamente, el tema de la narra­
tividad se combina con el problema más radical de la tem ­
poralidad. Generalizando, se puede decir que es crucial para
ambos asignar al relato la tarea de salvar la acción de la fuga­
cidad y del olvido, en una palabra, del poder disolvente del
tiempo. Pero Arendt, a diferencia del filósofo francés, no pre­
tende con la narración histórica la solución de los conflictos
entre los diversos niveles de la temporalidad; es decir, no pide
del tiempo narrativo que dé cuenta completa del tiempo vivi­
do ni que atenúe el hiato entre presente y futuro. Al story-
telling sólo le pide que conserve la memoria de aquello que
ha acaecido, porque ninguna cosa es más frágil que la acción

81 Véase, sobre todo, P. Ricoeur, Temps et récit, París, Seuil, 1984-1985


[trad. esp.: Tiempo y ¡miración. Madrid, Cristiandad, 1987], sobre todo el
tercer volumen, en el que el autor apela al significado que la «narración»
asume en Hannah Arendt. Sobre el tema de la narración tal y com o es tra­
tado por Ricoeur, en una perspectiva que resulta interesante para establecer
una comparación con las posiciones arendtianas, véanse D. Wood (ed.), On
Paul Ricoeur. N arrative an d Interpretation. Londres, Nueva York, Rout-
ledge, 1991, y, sobre todo, el ensayo de H. White, The Metaphysics ofN arra-
tivity: Time an d Sym bol in R icoeu r’s Philosophy o f History, págs. 140-159;
véase también el número dedicado a Ricoeur de la revista Iride. núm. 9,
1992, en particular el breve artículo de S. Moravia, «11 soggetto com e iden-
titá e l'identitá del soggetto», págs. 78-83. Para un cotejo entre Arendt y Ri­
coeur, véase B. Stevens, «Action et narrativité chez Paul Ricoeur et Hannah
Arendt», Études Phénoménologiques, I, núm. 2, 1985, págs. 93-109.
acabada y las palabras pronunciadas. Corresponde, pues, a la
memoria y, por consiguiente, al relato de la historia conservar
y transmitir el significado de los sucesos. Y como la obra ga­
rantiza la permanencia del mundo, la historia es un particular
tipo de artificio que, testimoniando la existencia de un pasa­
do, se convierte en condición de la permanencia de un mundo
común.
Volver a pensar la revolución

1. E n t r e h is t o r ia y t e o r ía p o l ít ic a

Por más que A. Arendt escriba acerca de la historia


—acerca de las revoluciones, del modo en el que pueden ob­
servarlas los contemporáneos, a saber, indagadas de manera
retrospectiva o valoradás por sus efectos futuros—, su rela­
ción con la metodología histórica es poco menos que acci­
dental, como accidental era el lazo que en el medievo unía a
teólogos y astrónomos. Ambos hablaban de planetas y am­
bos se referían, al menos en parte, a los mismos cuerpos ce­
lestes; pero en sus puntos de contacto no iban mucho más
allá. El historiador o el sociólogo, por ejemplo, se irritará,
cosa que la autora no hace, por una cierta ausencia de inte­
rés por los meros hechos. Esto no es ciertamente atribuible a
negligencia o ignorancia, porque A. Arendt es culta y lo su­
ficientemente preparada para darse cuenta, si quiere, de ta­
les deficiencias, sino más bien a su opción de preferir a la
realidad una construcción metafísica o un sentido poético1.

1 Véase E. J. Hobsbawm, recensión de Hannah Arendt, «On Revolu­


tion», History’ and Theory, IV, núm. 2, 1965, págs. 252-258, vuelta a publicar
con el título «Hannah Arendt on Revolution», en E. J. Hobsbawm, Revolu-
tionaries, Londres, Weidenfeld and Nicholson, 1972, págs. 201-209. [Trad.
esp.: Revolucionarios, Barcelona, Ariel, 1979.] Hobsbawm observaba: «La
El juicio, aquí recogido, de Eric J. Hobsbawm resume el
punto de vista que ha unido a la mayor parte de los historiadores
y sociólogos marxistas respecto a Sobre la revolución, la obra de
Hannah Arendt publicada por primera vez en 1963 y de la que
apareció en el año 1965 una segunda edición con «pequeñas pero
importantes modificaciones y añadidos»2.
Escribir un libro sobre las revoluciones — sobre todo acer­
ca de la revolución americana y la francesa— y sostener que
éstas nunca tuvieron que ver con la cuestión social y su solu­
ción, añadiendo además que, precisamente allí donde y cuando
la cuestión social entra en escena, allí se asiste a la degenera­
ción y a la contaminación de la pureza de la empresa revolucio­
naria no podía sino sonar como una provocación inaceptable.
Pero el reproche de desinterés por los «meros hechos» no le
vino sólo por parte marxista. Robert Nisbet, por ejemplo, con to­
nos mucho más amables y de sustancial asentimiento en su en­
frentamiento con la obra, hace notar cómo el estudio de Arendt y,
en particular, el juicio allí contenido sobre la revolución america­
na en el sentido de que ésta habría sido una revolución exclusiva­
mente política se permite negar o, más simplemente, despreciar
decenas de hipótesis historiográficas que habían asumido como
punto de partida indiscutido la presencia y la incidencia sobre la
revolución de una compleja conflictividad social3.

primera dificultad encontrada por el historiador y por el sociólogo que estudia


las revoluciones en la obra de A. Arendt es una cierta cualidad metafísica y
normativa de su pensamiento que se acompaña con un idealismo filosófico de
viejo cuño, a veces muy explícito.» También George Lichtheim tuvo que ob­
servar al mismo respecto que Arendt era «to put it midly, no historian». Cfr.
G. Lichtheim, «Two Revolutions», en The Concept ofldeology and Other Es-
says, Nueva York, Random House, 1967, págs. 115-122.
2 Así se lee en la nota editorial a la segunda edición de On Revolution,
Nueva York, The Viking Press, 1965. [Trad. esp.: Sobre la revolución, Madrid,
Alianza, 1988], Las modificaciones y los añadidos se referían mayormente a
la documentación y al tratamiento sobre la revolución americana.
3 R. Nisbet, «Hannah Arendt and the American Revolution», en Social
Research, XLIY 1, 1977, págs. 63-79. El otro gran punto de desacuerdo de
Nisbet respecto a Sobre la revolución está en la afirmación arendtiana según la
cual la revolución americana no habría tenido más que una importancia local.
No es mi intención someter a examen detallado todas los
«fallos» del ensayo arendtiano desde el punto de vista del aná­
lisis histórico y sociológico. Baste observar y admitir que la
obstinada y no casual negativa a reconocer la influencia de las
sectas religiosas sobre el espíritu revolucionario americano, así
como la repetida afirmación de que la revolución americana
fue un «suceso que tuvo una importancia poco más que local»
son al menos hipótesis atrevidas. Lo que irritó mayormente a
los historiadores, tanto de la revolución americana, como de la
francesa, fue quizás la ostentosa desenvoltura metodológica de
la autora: su tratamiento, en efecto, parece hacer auténticas y
verdaderas incursiones en diferentes campos disciplinares,
como si lo que le interesase fuera captar puntos de partida para
un análisis que después abandona, una vez utilizados como
base para una trama teórica tan compleja como negligente con
los detalles históricos
No es menos cierto que la obra arendtiana, si se examina ex­
clusivamente desde el punto de vista del análisis histórico y so­
ciológico, puede ser criticada por su parcialidad. Por consi­
guiente, en algunos aspectos tienen razón los estudiosos que,
como André Enegrén4, por ejemplo, sostienen que Arendt quie­
re presentar una imagen de América excesivamente íntegra y,
sobre todo, liberada de aquellos gérmenes de deficiencias que, a
su parecer, conlleva, por el contrario, la Revolución Francesa
desde el comienzo. Por consiguiente, Arendt correría abierta­
mente el riesgo de contradecir algunos de los presupuestos teó­
ricos de su misma concepción de la historia, tales como la dig­
nidad de lo particular y la salvaguardia de la verdad de hecho.

4 A. Enegrén, La pen séepolitiqu e de Hannah Arendt, París, PUE 1984.


Véase también J. A. Honeywell, «Revolution: its Potentialilies and its Degra-
dations», Ethics, LXXX, 1970, págs. 251-265; E. Hermassi, «Towards a
Comparative Study o f Revolution», Comparative Studies in Societv and His-
toiy, XVIII, 1976, págs. 211-235; R. Nisbet, «Hannah Arendt and the A m e­
rican Revolution», Social Research, ya citado, págs. 63-79; M. Kohn de Be-
ker, «El concepto de revolución en Hannah Arendt», Episteme, XII, núms. 1-3,
1982, págs. 243-261; D. Bamouw, «Speech Regained. Hannah Arendt and
the American Revolution», Clio, XV, núm. 2, 1986, págs. 137-152.
Se podría también argumentar que las tesis de Sobre la
revolución son un ejemplo concreto de aplicación del «méto­
do» narrativo y de su potencial crítico respecto a una explica­
ción histórica que se vea avalada por la «secuencialidad cau­
sal»5. En este caso, por consiguiente, no se trataría tanto de se­
ñalar la contradicción existente entre la parcialidad de la lectura
que la autora hace de las revoluciones modernas y sus supues­
tos teóricos, cuanto de destacar su dificultad a la hora de fijar
verdaderamente la relación entre teoría y praxis, de tal manera
que se salve la autonomía de esta última, y de constatar la de­
bilidad teórica y operativa de la noción de story-telling.

2. Una obra como Sobre la revolución, al igual que Los


orígenes del totalitarismo, permite seguramente varios niveles
de lectura, de los cuales el histórico no es más que uno entre
muchos y quizás el menos idóneo para evidenciar la compleji­
dad de las hipótesis en ella contenidas. Y si bien todas las posi­
ciones arendtianas no carecen de sólidos puntos de referencia
historiográficos6, el significado de este ensayo no deriva del
hecho de que se contextualice en un debate que tenga como in­
terlocutores a historiadores y sociólogos de profesión. Es decir,
se quiere sugerir que On Revolution se debe leer, sobre todo,
como un texto de teoría política. Representa uno de los mo-

5 Acerca del m odo en que se narran los episodios de la revolución en el


libro de Arendt, véase el ensayo de J. N. Shklar, Rethinking the Past, sobre
todo las págs. 86-88, y el de E. Vollrath, «Hannah Arendt and the Method
o f Political Thinking», Social Research, XLIV, núm. 1, 1977, págs. 160-182,
en el que el autor defiende a toda costa la explicación de los hechos revolu­
cionarios ofrecida por Arendt.
6 Una referencia historiográfica importante, por ejemplo, es la obra de
C. H. M cllwain, Constitutionalism Ancient an d M odern, Ithaca, Cornell
U. P., 1940. Acerca de la relación entre las interpretaciones de Arendt y la
obra de Mcllwain véase N. Matteucci, La Rivoluzione americana: una rivo-
luzione constituzionale, Bolonia, II Mulino, 1987, págs., 8-9, para quien
Arendt haría propia la tesis principal de Mcllwain según la cual la revolución
americana es una revolución constitucional y, por consiguiente, orientada a
negar el concepto de soberanía. La otra obra histórica que Arendt tiene cons­
tantemente presente es la de R. F. Palmer, The A ge o f the Democratic Revo­
lution, Princeton, 1959.
mentas más significativos de la producción arendtiana precisa­
mente porque en esa obra se ponen literalmente a prueba aquellas
distinciones y aquellas categorías elaboradas a partir de los años
inmediatamente posteriores a Los orígenes del totalitarismo y
más tarde sistematizados en Vita activa/La condición humana
y en algunos ensayos integrados en Entre el pasado y elfuturo. Des­
de esta perspectiva, el relato sobre el destino de las revoluciones
modernas se manifiesta como un privilegiado punto de observa­
ción para verificar la influencia sobre la realidad de los conceptos
arendtianos, su alcance crítico, si bien no su carácter aporético.

2. R e d e f in ic ió n d e l c o n c e p t o d e r e v o l u c ió n

1. En las intenciones de Arendt, Sobre la revolución quie­


re ser un reconocimiento acerca de las posibilidades que le quedan
a una política auténtica de afirmarse en la Edad Moderna. Y esto
en aquel período de tiempo que parece ser, en un principio, el
escenario del progresivo sofocamiento de la acción política y,
después, con el advenimiento del totalitarismo, de su comple­
ta extinción. No fue casual, por consiguiente, que ya en la
«Premisa» a Entre el pasado y el futuro Arendt hubiera pues­
to en el centro de la atención el fenómeno de las revoluciones,
subrayando que para descifrar la historia más recóndita de la
época moderna» se debía prestar atención a la historia de las
revoluciones «desde el verano del año 1776 en Filadelfia y el
verano del 1789 en París, hasta el otoño del año 1956 en Bu­
dapest»7.
La primera tarea que compete a la autora es la de concen­
trarse sobre la noción de revolución. Se trata de recuperar el
correcto significado, ya hacía tiempo oculto por esquemas de­
terministas y por teorías «subjetivistas», poniendo semejante
noción en relación con los conceptos de libertad y de poder, a
su vez ahora ya cristalizada en categorías recíprocamente ex-
cluyentes. Sólo en el caso en el que la historia sea reconocida

7 H. Arendt, Between Past and Futnre, cit., pág. 5. [Trad. esp.: Entre el
pasado y el futuro. Barcelona, Península, 1996]
como el campo de lo posible y de lo contingente, las iniciativas
concertadas de los actores que concurren al cumplimiento del
fenómeno revolucionario puede llamarse libres. Y sólo cuando
a la acción política se le reconoce la capacidad de dar vida a un
espacio para el ejercicio del poder, la revolución adquiere la
precisa y justa consistencia que la diferencia tanto de una sim­
ple rebelión como de una guerra civil.
Pero para poner en relación las categorías de revolución,
de poder y de libertad y para hacer que cada una de estas re­
cupere la propia identidad específica, Arendt debe moverse
tanto sobre el plano de la redefinición conceptual como so­
bre el de la crítica a otras concepciones del cambio histórico
y de la revolución. Su aproximación debe romper tanto con
el paradigma continuista, en sus múltiples versiones, como
con el mito de la violencia revolucionaria creadora. El carác­
ter distintivo de la revolución no es la violencia, al igual que
el suceso revolucionario no es una «figura» del progresivo
avanzar del espíritu absoluto ni la desembocadura obligada
de las contradicciones económico-sociales que mueven la
historia.

2. En primer lugar, en la interpretación arendtiana, los fe­


nómenos revolucionarios no son ni el instrumento ni las eta­
pas necesarias para llegar a la libertad, si ésta se piensa desde
la perspectiva hegeliana de la autorrealización del espíritu o
en la marxista de la superación de las contradicciones latentes
en las relaciones económicas. El modo peculiar que tiene la
autora de oponerse a las teorías continuistas de la revolución,
sobre todo a las de derivación marxista, consiste en establecer
una distinción conceptual entre libertad y liberación y en de­
clarar marginal el papel revolucionario de esta última. En las
primeras páginas de Sobre la Revolución, casi como expl¡ci­
tación de una precisa selección teórica, precisa: «Liberación y
libertad no son la misma cosa; [...] la liberación puede ser una
condición de la libertad, pero es absolutamente impensable
excluir que se produzca de manera automática [...]. El con­
cepto de libertad implícito en la liberación puede ser sólo ne­
gativo y por consiguiente la intención de liberar no es idénti­
ca al deseo de libertad»8. Semejante distinción permite evitar
tanto el mecanismo de un acercamiento historiográfico para el
que, puestas las causas — en el caso concreto, las contradiccio­
nes históricas provocadas por las necesidades sociales— , se de­
ducen necesariamente los efectos — en este caso concreto, las
revoluciones— como una comprensión de la libertad en térmi­
nos puramente negativos y, para Arendt, privativos.
La libertad, por consiguiente, remite a la revolución por
una doble motivo: en primer lugar porque el suceso revolucio­
nario no está necesitado ni determinado de manera fatalista por
fuerzas históricas; en segundo, porque éste se sustancia de la li­
bertad, si bien no entendida como liberación de la necesidad,
sino como capacidad coral de dar vida y de participar en un
nuevo orden político9.

8 H. Arendt, On Revolution, Harmondsworth, Penguin Books, 1977,


pág. 29. [Trad. esp.: Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 1988.] Véase
también «What is Freedom?», en Between Past andFuture, pág. 148. [Trad.
esp.: Entre el pasado y el Jüturo, Barcelona, Península, 1996.]
9 La distinción arendtiana entre liberación y libertad, entre liberation y
freedom, elaborada sobre todo en el ensayo What is Freedom y con particular
eficacia en Sobre la revolución a primera vista sólo podría parecer otra ver­
sión de la clásica contraposición entre libertad negativa y libertad positiva.
Pero, bien mirado, las dos dicotomías, la clásica y la arendtiana, no coinci­
den. En la autora, a diferencia de las diversas teorías liberales, no se encuentra
ningún primado axiológico de la libertad negativa. El corpus de derechos y de
libertades que por costumbre son subsumidos bajo esta categoría son a su jui­
cio sólo condiciones previas, por supuesto importantes e inviolables, de la
«verdadera» libertad, que, sin embargo, a su vez, no coincide en Arendt con
el significado que se acostumbra a dar a la noción de libertad positiva, enten­
diéndola, por los demás, a la manera de Rousseau, com o autodeterminación
colectiva. La libertad, para la autora, no es ni puede ser identificada con un
acto de la voluntad; no es por tanto un acto de autodeterminación. Por lo de­
más, no pertenece ni a un sujeto singular ni a un sujeto colectivo, sino que
más bien es lo que aparece en la relación plural entre los hombres cuando
juntos participan en la vida pública. Como justamente advierte M. Canovan,
Hannah Arendt. A Reinterpretation, Cambridge, Cambridge U. P., 1992,
págs. 211-216, la idea arendtiana de libertad coincide, en parte, con el con­
cepto de libertad de la tradición republicana, para el cual la libertad es cual­
quier cosa pública que los ciudadanos manifiestan al tomarse a pecho los
ciestinos de la res publica. Pero com o quedará más claro en las páginas que
Pero no sólo la revolución no es una fase necesaria en el ca­
mino hacia la libertad; también la identificación de libertad y
necesidad, establecida por las filosofías de la historia de Hegel
y de Marx, tiene un origen totalmente fáctico y concreto en los
eventos revolucionarios mismos:

La imagen que está actuando tras la fe de Hegel y de Marx


en el carácter perentorio de la necesidad —se lee en Sobre la
revolución— es la visión de los pobres que irrumpían como un
torrente en las calles de París [...]. Las masas de miserables, la
inmensa mayoría de las personas, portaban consigo la necesi­
dad a la que habían estado sujetos desde tiempos inmemoria­
les, junto con la violencia que siempre había sido empleada
para superar la necesidad. Ambas, necesidad y violencia, les
hicieron aparecer irresistibles, la puissance de la ierre10.

dedicaremos al concepto de acción, estos elementos republicanos se insertan


tanto en una preocupación típicamente existencialista y más aún kantiana por la
espontaneidad absoluta, como en la asunción fundamental de la existencia de la
pluralidad. Por lo que respecta a la distinción entre libertad volitiva y libertad
negativa, es obligado remitir a I. Berlin, Four Essays on Liberty, Oxford, Oxford
University Press, 1969, sobre todo págs. 118-172. [Trad. esp.: Cuatro ensayos
sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1993.] Para una crítica a estos planteamien­
tos que parecen retomar algunas sugerencias de Hannah Arendt, véase Q. Skin-
ner, «The Idea o f Negative Liberty: Philosophical and Historical Perspectives»,
en R. Rorty, J. B. Schneewind, Q. Skinner (eds.), Philosophy and History. Es­
says on the Historiography o f Philosophy, Cambridge, Cambridge University
Press, 1986, págs. 193-221 [trad. esp.: F ilosofa en la historia, Barcelona,
Paidós, 1990]; Q. Skinner, «The Paradoxes o f Political Liberty», en The Tanner
Lectures on Human Valúes, Cambridge, Cambridge University Press, 1986,
págs. 225-250; Q. Skinner, «II concetto inglese di liberta», Filosofa políti­
ca, III, 1989, págs. 77-102. Para una panorámica sobre las más importan­
tes concepciones de la libertad en la filosofía y el pensamiento político del
siglo x x , entre las cuales está comprendida también la arendtiana, véase D. Mi-
11er (ed.), Liberty’, Oxford, Oxford University Press, 1991.
10 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 114. [Trad. esp.: Sobre la
revolución, op. cit.] Con referencia a la polémica de los enfrentamientos de
la ideología revolucionaria del siglo x ix véanse también H. Arendt, «The
Coid War and the West», Partisan Review, XXIX, 1,1962, págs. 10-20; pero,
sobre todo, el paper Philosophy and Politics. The Problem ofAction after the
French Revolution, cit., págs. 22 y ss.
En el marco de esta redefinición del concepto de revolución,
Arendt se ve obligada a retomar la polémica en los análisis de las
teorías que se apoyan en la noción de «secularización». Especial
objeto de su crítica es la tesis que hace derivar el espíritu de las
revoluciones modernas de los motivos que inspiran las primeras
sectas cristianas: en concreto, de su reivindicación de la radical
igualdad de las almas ante Dios y de su negativa, más tarde reco­
gida por la Reforma, a reconocer el poder terrenal de la Iglesia.
Para Arendt es inaceptable la hipótesis, tanto de Eric Voegelin
como de Norman Cohn, de una continuidad entre las expectati­
vas y la especulación escatológicas del medioevo tardío y las
ideologías modernas, sobre todo las revolucionarias11.
Pero si es claro el rechazo en el análisis de la hipótesis voe-
geliniana que hace derivar automáticamente las revoluciones
modernas del espíritu gnóstico-inmanentista, no menos decidi­
do es su distanciamiento de la reducción del fenómeno revolu­
cionario al proyecto de un sujeto que cambia y crea el curso de
los acontecimientos basándose en un acto voluntario de autoa-
firmación. Estas últimas argumentaciones constituyen, en sus­
tancia, la crítica que la autora lanza a Sartre y a algunos otros
existencialistas franceses. Es importante especificar que el re­
chazo del credo sartriano, de cuño soreliano, según el cual «la
insuprimible violencia [...] es el hombre que se crea a sí mis­
mo»12 es sólo uno de los tantos modos que Arendt tiene para

11 Arendt polemiza con las tesis de Voegelin expuestas en New Science


o f Politics, cit.; la otra interpretación contestada es la de N. Cohn, The Pur-
suit o f Millennium, Londres, Secker and Warburg, 1957. [Trad. esp.: En p o s
del milenio, Madrid, Alianza, 1993.]
12 H. Arendt, On Violence, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich,
1969, pág. 12. [Trad. esp.: op. cit.] Pero la crítica a las tesis de Sartre estaba
ya contenida en H. Arendt, «French Existencialism», en The Nation, 2 de fe­
brero, 1946, págs. 226-228, en la que, com o ya se ha comentado, la figura
intelectual de Camus se contrapone a la de Sartre. En el pensamiento de Ca-
mus no se albergaría aquella hybris en los enfrentamientos con la condición
humana que, por el contrario, impregna la filosofía de Sartre. Acerca de la
relación entre Arendt y Camus, también en relación con la idea de revolu­
ción, véase, J. C. Isaac, «Arendt, Camus and Postmodern Politics», Praxis
International, IX, núms. 1-2. 1989, págs. 48-71, y J. C. Isaac, Arendt, Ca-
mus. and M odern Rebellion, N ew Flaven, Yale U. P., 1992.
oponerse a una concepción que pone la capacidad de autodeter­
minación del sujeto en una posición de absoluto control sobre
los acontecimientos: con otras palabras, si nos atenemos a las
distinciones de Vita activa [La condición humana], esta pers­
pectiva piensa la acción en términos de fabricación.
En coherencia con los supuestos de la propia concepción
histórica, Arendt sostiene, en definitiva, que no se puede deci­
dir la revolución: ella se decide sola sobre hechos y aconteci­
mientos específicos que tienen a los hombres como actores,
pero no como autores. También a Arendt se le puede atribuir
aquella convicción que ella misma ha considerado como uno
de los rasgos más interesantes del pensamiento de Rosa Lu-
xemburgo7?a saber, la de que «una buena organización de la ac­
ción revolucionaria debe aprenderse en el curso mismo de la re­
volución, al igual que sólo se aprende a nadar en el agua [...].
La revolución no la hace nadie, sino que irrumpe espontánea­
mente»13. Las revoluciones son por eso los «acontecimientos
por excelencia», acontecimientos que inesperadamente cambian
la faz de la historia haciéndola entrar en una nueva época. «Son
aquellas cosas que llegan de improviso — se lee en Sobre la
violencia— e interrumpen los procesos y los procedimientos de
rutina»14. Y si, por una parte, representan los verdaderos y autén­
ticos actos inaugurales que suspenden la cadena causal de los
eventos, por otra, Arendt subraya cómo el pathos de la absoluta
novedad, presente en los protagonistas de todas las revoluciones,
emergió sólo «después que éstos hubieran llegado, en gran parte
contra su voluntad, a un punto del que no podían volver atrás»15.
El supuesto de fondo de la «primacía del acontecimiento»
—es decir, la convicción de que el acaecer histórico sucede

13 H. Arendt, «Rosa Luxemburg: 1871-1919», en Men in Dark Times, cit.,


págs. 35-56. [Trad. esp.: Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona,
Gedisa, 1989.] La imagen que estas páginas ofrecen de Rosa Luxemburgo es
la de una pensadora y una mujer de acción que difícilmente podía llamarse
marxista. De ella Arendt — como si de una especie de auto-interpretación se
tratara— destaca sobre todo el que «nunca ha marchado alineada».
14 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 7. [Trad. esp.: Sobre la violencia, en
Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.]
15 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 42. [Trad. esp.: op. c i t]
más allá de los proyectos y de las intenciones de los actores—
lleva a Arendt a insistir sobre el hecho de que el «nuevo sig­
nificado de revolución, significado que nosotros, los moder­
nos, damos por descontado, sólo se confiere al término una vez
que la revolución ha tenido lugar. La autora se apoya en las te­
sis de Karl Griewank, expuestas en Der Neuzeitliche Revolu-
tionsbegriffl6, y subraya cómo el término tendría todavía un
significado astronómico — la rotación, la revolutio de los as­
tros— cuando por primera vez, en el siglo xvn, fue usado para
designar un cambio político: a saber, en 1660 en Inglaterra, con
ocasión de la restauración de la monarquía. Los hombres de las
revoluciones que abren la época moderna, argumenta más en
general Arendt, estaban convencidos de que su tarea era la de
restaurar un orden de cosas del pasado, un orden trastornado
por la arbitrariedad del gobierno colonial y por el despotismo
de la monarquía absoluta. Sólo en el curso revolucionario mis­
mo, los protagonistas se dieron cuenta de la imposibilidad de la
restauración y de la novedad absoluta de su empresa. «Lo que
ellos habían concebido como una restauración, una recupera­
ción de su antigua libertad se convirtió por el contrario en una
revolución»17. No fue la conciencia de lo absolutamente nuevo

16 Véase K.. Griewank, D er Neuzeitliche Revolutionbegriffi Entstehung


und Entwicklung, Weimar, Hermann Bólilaus Nachfolger, 1955. La autora
cita de Griewank, además de la obra mencionada, el artículo «Staatsumwál-
/ung und Revolution in der Auffassung der Renaissance und Barockzeit», en
Wissenschaftliche Zeitschrift der Friedrich-Schiller-Universitát, núm. 1, 1952-
1953. Se refiere de manera expresa, a la obra de Arendt, R. Koselleck, «Criteri
storici del moderno concetto di rivoluzione», en Futuro Passato. Per una se­
mántica dei tempi storici (1979), Génova, Marietti, 1986, págs. 55-72 [trad.
esp.: Futuro pasado: para una semántica de los tiempos históricos, Barcelo­
na, Paidós, 1993], pero todavía más afín a la perspectiva arendtiana es R. Ko­
selleck, «Time and Revolutionary Language», en Gradúate Faculty Philosophy
Journal, IX, núm. 2, 1983, págs. 117-127, o en R. Schürmann (ed.), The Public
Realm: Essays on Discursive Types in Political Philosophy, Albany, State Uni­
versity o f N ew York Press, 1989, págs. 297-306.
17 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 45. [Trad. esp.: op. cit.] En la
misma página se lee: «No es posible decidir si estos hombres fueron “con­
servadores” o “revolucionarios” si usamos estos términos más allá de su
contexto histórico.»
La experiencia de los padres fundadores, tal y como está des­
crita en Sobre la revolución, parece, efectivamente, cumplir los re­
quisitos que satisfacen las exigencias arendtianas de una actuación
política auténtica: en el «nuevo mundo», el acto de la fundación lo­
graría, efectivamente, conjugar poder político y libertad, felicidad
y vida publica, innovación y radicación. U n acontecimiento, el
americano, que parece así desafiar el orden teórico de la Main Tra­
dition. Ésta había predicado casi siempre la incompatibilidad entre
los términos que Hannah Arendt quería conectar de nuevo. Había
pensado mayormente el poder político como dom inio y, en conse­
cuencia, había considerado que aquel sólo existía en relación in­
versamente proporcional a la libertad. Una libertad que, salvo ra­
ras excepciones, ha estado identificada con la ausencia de constric­
ciones y casi nunca ha estado asociada a la felicidad de la
participación plural en la vida pública. También porque la felicidad
ha sido considerada, sobre todo en la modernidad, como un requi­
sito exclusivo de la esfera privada. La historia del pensamiento po­
lítico occidental, además, no ha logrado casi nunca teorizar la in­
novación sin, al mismo tiempo, considerar necesario el desarraigo.
El curso de la Revolución Francesa, p o r el contrario, tras el
momento inaugural en el que se afirman instancias semejantes
a las americanas, ha avanzado progresivam ente en la dirección
de un «cierre del espacio público». La irru p ció n en la escena de
la «cuestión social» ha desnaturalizado la em presa revolucio­
naria: ha impedido que un nuevo modo de p e n sa r y practicar la
política se afirmase y ha permitido que la corriente de la tradi­
ción tomase la delantera.

2. Tanto para los americanos como para los franceses, la re­


volución debía establecer la nueva libertad política. Debía llevar a
la fundación de la res publica: a crear un espacio en el cual, veni­
da a menos la tradicional distinción gobernados-gobernantes, to­
dos los ciudadanos habrían tenido acceso libre a la participación
política. Tanto los americanos como los franceses, efectivamente,

usaron el término libertad con un acento nuevo, y casi sin


precedente, sobre la libertad pública, haciéndonos captar
que por libertad entendían alguna cosa bastante distinta de
que dominaba en todos los campos del saber y que representó
la autoconciencia del siglo x v i i lo que dio la señal de partida a
un nuevo curso de los acontecimientos humanos, sino más bien
el abrirse de la historia al alcance de las acciones de los hom­
bres: sus protagonistas se percataron ahora de que era imposible
reanudar el hilo de una tradición que buscaba restaurar y se en­
contraron entre las manos, sin esperársela, la posibilidad de
constituir una república y con ella un noviis ordo saeculorum.
La noción de revolución adquirió ahora su contenido, totalmen­
te moderno, de instauración de un nuevo orden político. Y será
precisamente esa conciencia de poder dar vida a un nuevo orden
político, contenida en el nuevo significado de revolución, la que
se volverá a encontrar en la raíz de la moderna concepción lineal
del tiempo histórico. Sólo después de estas precisiones se puede
proceder a esclarecer mejor el sentido de la afirmación arendtia­
na según la cual «la idea central de revolución es la instauración
de la libertad, o sea la fundación de un estado que garantice el,
espacio en el que la libertad pueda manifestarse»18.

3. L a REVOLUCIÓN AMERICANA

1. En la perspectiva arendtiana, analizar y confrontar las


dos experiencias revolucionarias, la americana y la francesa,
significa remontarse directamente a la experiencia de la consti­
tución del orden político moderno. Arendt sigue, por consi­
guiente, el desarrollo de los diferentes acontecimientos ameri­
canos y franceses a partir de la común experiencia del hundi­
miento de la autoridad tradicional19, de tal modo que su cotejo
restituya dos imágenes, por así decirlo, ideales y típicas.

18 Ibídem, pág. 125.


19 Ibídem, págs. 115-122. Allí se lee: «En términos generales podemos
decir que ninguna revolución es posible allí donde la autoridad del Estado
está verdaderamente intacta [...]. Las revoluciones parecen siempre tener un
éxito extraordinario y fácil en sus fases iniciales. Y la razón es que en sus co­
m ienzos sus artífices no hacen sino arrebatar el poder a un régimen en ple­
na disolución. Son, en definitiva, la consecuencia, no la causa de la quiebra
de la autoridad política.»
la voluntad libre y del pensamiento libre que los filó so fo s
habían conocido y discutido desde San Agustín. Su libertad
pública no coincidía con la esfera interior a la que se puede
h u ir cuando se quieren evitar las presiones del mundo exter­
no, ni tampoco era el liberum arbitrium que nos hace esco­
ger entre dos alternativas. La libertad para ellos sólo podía
e xistir en el campo político: era una realidad tangible y mun­
dana, una cosa creada por los hombres y para ser gozada
sólo por los hombres, más que un don o una capacidad; era
el espacio público realizado por los hombres, el ágora que la
antigüedad había conocido como el lugar en el que la liber­
tad se manifiesta y se hace visible a todos20.

Pero Arendt, en realidad, destaca cómo desde el comienzo


hubo una fundamental discrepancia entre los intentos de las dos
revoluciones. En el ensayo «Action and the Pursuit o f Happi-
ness»21, publicado el año precedente a Sobre la revolución, se
detiene, más de cuanto lo hace en esta última obra, sobre la di­
ferencia entre los hommes de lettres franceses, dedicados a ela­
borar conceptos y en constante polémica en su confrontación
con la «sociedad corrupta», y los colonos americanos, total­
mente inmersos en la praxis política. En sustancia, lo que «en
Francia era una pasión teórica y un “gusto”, era en América
una experiencia»22. Los hombres de la Revolución Francesa es­
tuvieron por consiguiente guiados sólo por ideas generales y
por principio abstractos, todos ellos concebidos, formulados
y discutidos antes de la revolución.
Inútil subrayar cómo en esta distinción, por lo demás fun­
damental, resuenan ecos de Reflections de Burke y de su polé­
mica en los enfrentamientos con el abstraccionismo de los prin­
cipios franceses. A pesar de ello no es ciertamente pertinente
presentar el ensayo sobre la revolución como poco más que un

20 Ibídem, pág. 124.


21 H. Arendt, «A ction and the Pursuit o Happiness», en A. Dempf,
H. Arendt, F. Engel-Janosi (eds.), Politische Ordnung undM enschliche Exis-
tenz, Munich, Beck, 1962, págs. 1-7, en particular págs. 9-11. Véase también
On Revolution, cit., págs. 115 y ss. [Trad. esp.: op. cit.]
22 Ibídem, pág. 117.
intento de dar nueva voz a un conservadurismo de cuño burkea-
no23. Bastante más importante es la influencia de Tocqueville,
que se hace sentir no sólo en el momento de la confrontación
clel abstraccionismo francés y la concreción americana, sino,
más en general, a través de la nunca adormecida tensión dialéc-
lica con la que el autor francés lee los dos fenómenos revolu­
cionarios. Y si del análisis tocquevilliano Arendt no puede
aceptar que el proceso de democratización sea visto en térmi­
nos de destino, quizás se deba también a los criterios elabora­
dos en las páginas de La democracia en América la manera
como lee la diversa evolución de las repúblicas fundadas en las
dos orillas del Atlántico.
3. Sólo los revolucionarios americanos, en guerra con In­
glaterra, parecen actuar como si hieran conscientes del profun­
do significado de la afirmación contenida en las páginas del
Antiguo régimen y ¡a revolución: «Quien en la libertad busca
otra cosa füera de ella está hecho para servir»24. Arendt, en un
progreso tocquevilliano, se detiene sobre las condiciones pre­
vias de la revolución americana: a saber, una relativa igualdad
de condiciones y la substancial ausencia de una abrumadora
cuestión social. La libertad experimentada por los colonos, por
consiguiente, no tiene que ver con la liberación de las necesida­
des: ella es más bien la fuente y la experiencia de una exultan­
te felicidad pública.
Parte de la originalidad de la lectura arendtiana estriba pre­
cisamente en la interpretación de la referencia «a la felicidad»
contenida en la declaración de independencia americana en tér­
minos de felicidad pública. A través de una especie de «herme­
néutica de lo no dicho», la autora rastrea en los escritos de Jef-

23 Véase, por ejemplo, el artículo de D. Losurdo, «Hannah Arendt e


l’analisi delle revoluzioni», en R. Esposito (a cargo de). Lapluralitá irrappre-
sentabite, Urbino, Quattro Venti, 1987, págs. 138-153.
24 Véase A. De Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución, 2 vols.,
Madrid, Alianza, 1982. Para una interpretación de Tocqueville que tenga en
cuenta la perspectiva arendtiana, véase E De Sanctis, Tempo di democrazia,
Ñapóles, Esi, 1986 y N. Matteucci, A. D e Tocqueville. Tre esercizi di lettura,
Bolonia, 11 Mulino, 1990.
ferson y de Adams lo que a estos mismos autores se les había
escapado como explícita elaboración conceptual. La exultante
sensación de libertad y de felicidad que derivaba de la partici­
pación política se haría sentir, bajo la superficie de los lugares
comunes, en el peso y el aburrimiento de los asuntos públicos
y en la felicidad proveniente de la vida privada. En suma, a pe­
sar de que en los escritos de los padres fundadores hay frecuen­
tísimas afirmaciones que vuelven a proponer una considera­
ción de la política a menudo vehiculada por la tradición, Arendt
nos quiere convencer de que el entusiasmo de su experiencia se
manifestaba apenas acababan de hablar en términos generales:
«Existen al menos algunos casos —afirma la autora, aducien­
do como ejemplo cartas privadas— en los que su acción y su
pensamiento profundamente revolucionario lograban romper la
cáscara de una herencia que había degenerado en banales luga­
res comunes y sus palabras permanecían a la altura de la gran­
deza y de la novedad de sus acciones»25. Según la argumenta­
ción de Arendt, por consiguiente, los hechos irrumpirían en los
escritos teóricamente ambiguos de los padres fundadores, in­
cluida, como se verá, la declaración de independencia, testimo­
niando una felicidad que era fruto de un actuar fin en sí mismo.
Desde el punto de vista del análisis teórico del ensayo, resul­
ta tan importante el énfasis con el que la autora insiste sobre la
presencia, en el pensamiento revolucionario americano, de una
nueva concepción del poder político. La idea clave, en torno a la

25 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 129. [Trad. esp.: op. cit.]. Véase
también H. Arendt, «Action and the Pursuit ofH appiness», cit., págs. 5 y ss.
En ambos textos Arendt pone com o ejemplo la correspondencia que mantie­
nen Jefferson y Adams. La carta de Jefferson a Adams de abril de 1823 es
para Arendt especialmente significativa: «Cuál era para Jefferson la verda­
dera noción de felicidad destaca cuando, abandonándose a una alegre y so­
berana ironía, concluye así una de sus cartas a Adams: “plazca al cielo que
nos encontremos de nuevo en el Congreso, con nuestros antiguos colegas y
recibamos con ellos el sello de la aprobación: bien hecho, buenos y leales
servidores”. Aquí, bajo la ironía — añade Arendt encontramos la cándida
admisión de que la vida en el Congreso, el regocijo de los discursos, de la le­
gislación, del tratar los asuntos, de persuadir y de ser persuadidos eran para
Jefferson una prefiguración de la bienaventuranza eterna.» On Revolution,
pág. 133. [Trad. esp.: op. c i t]
cual gira todo el significado del evento revolucionario de ultra­
mar, está implícita precisamente en la noción de un political
power que se constituye exclusivamente a partir de una «práctica
de libertad», la práctica iniciada con el Mayflower Compact y
nunca interrumpida por los colonos. En tal experiencia, Arendt,
en sintonía una vez más con Tocqueville, lee las premisas para la
plena realización de una política participativa y plural.
Lo que en realidad hizo la revolución americana — afirma
en Sobre la revolución— fiie llevar al escenario la nueva expe­
riencia y el nuevo concepto de poder americano. Como la pros­
peridad y la igualdad de condiciones, este nuevo poder era más
antiguo que la revolución, pero [...] no habría sobrevivido sin la
fundación de un organismo político, destinado explícitamente a
defenderlo y a conservarlo. Con otras palabras: sin revolucio­
nes, el nuevo principio del poder habría quedado oculto»26.

Si por poder político se entiende el que se origina y toma


cuerpo toda vez que los hombres se encuentran y se vinculan los
unos a los otros con promesas recíprocas, es del todo consecuen­
te que en el repertorio de la teoría política de la revolución ameri­
cana faltase la referencia a los tradicionales expedientes concep­
tuales gracias a los cuales se solía justificar, en el Viejo Continen­
te, la instauración del orden político.
Lejos de fundar el novus ordo sobre premisas acerca de la
naturaleza humana, para después derivar la fictio de un estado
de naturaleza en el cual todos están en guerra potencial o real
con todos, la justificación de la obediencia en la confrontación
con el gobierno, los padres fundadores parecían creer que la ca­
pacidad humana de «constituir un mundo» por sí sola habría
salvado a los hombres de las trampas de las pulsiones naturales.
No hay pues ninguna hipóstasis sobre una naturaleza del hom­
bre que necesite como remedio el dominio; en su lugar, parece
decirnos Hannah Arendt, estaba si acaso la confianza en poder
frenar las particulares inclinaciones que la naturaleza ha distri­
buido de manera diversa a cada uno gracias a lazos políticos
«horizontales». Se comprende ya por estas pocas alusiones que

26 Ibídem, págs. 166-167.


Arendt está contestando la relevancia teórica y la eficacia prác­
tica de la doctrina del contrato social, que considera en realidad
como un artificio para privar a los individuos de la «alegría de la
acción». La autora no procede a distinguir varias familias de teo­
rías contractualistas; no se detiene, por ejemplo, sobre la diferen­
cia que existe entre las teorías que tematizan una simple delega­
ción de los derechos y las que prevén su cesión definitiva27. En
su condena incluye tanto el contractualismo de inspiración hob-
besiana, como el de cuño lockiano o, en fin, el contractualismo
que funda sus raíces en la tradición hebrea del pacto entre Dios y
su pueblo. Arendt insiste, en particular, sobre el hecho de que las
doctrinas contractualistas no tuvieron ninguna influencia sobre
los padres de la revolución americana. Ellos no tenían necesidad,
efectivamente, de recurrir a tales teorías abstractas. La realidad
cotidiana en la que se encontraban inmersos estaba entretejida de
relaciones políticas horizontales y de promesas recíprocas; de
ellas se substanciaba «el nuevo principio de poder».
Y en la medida en que este poder político se vivió como la
potencialidad humana que en nada difiere de la libertad, la no­
ción de contrato social no solo no encontró espacio en el voca­
bulario americano, sino que en él se redefinieron también tér­
minos como el de constiUición, consenso y, sobre todo, pueblo.
El concepto americano de pueblo no se transformó nunca en
una abstracción, en un singular colectivo, en el universal políti­
co dentro del cual se pierde toda articulación concreta de la
pluralidad. Gracias a esta experiencia del poder «la palabra
people conservó para ellos el significado de multiplicidad
(manyness), de la infinita variedad de una multitud (multitude)
de personas cuya majestad estaba en la misma pluralidad»28.

’7 Arendt cambia de opinión sobre el significado de algunas «familias» de


teorías contractualísticas en Civil Disobedience; id., Clises o/Republic, Nueva
York, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1972, págs. 51 -102. [Trad. esp.: en Crisis de
la república, Madrid, Taurus, 1973.] Admite que sobre el espíritu revolucionario
de los padres fundadores tuvo influencia la «versión horizontal» de la versión
contractualística: «La república americana se funda [...] sobre el poder del pue­
blo la antigua potestas in populo romana - y el poder concedido a los gober­
nantes es un poder de delegación que puede ser revocado» (pág. 87).
28 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 93. [Trad. esp.: op. cit.]
Los hombres de la revolución, pues, estaban de acuerdo en
oponerse a un significado de opinión pública que implicase
cualquier forma de consenso unánime: «Ellos sabían que la
vida pública, en una república, estaba constituida por un cam­
bio de opiniones entre iguales y que esta vida pública habría de­
saparecido simplemente en el momento en el que el cambio en­
tre opiniones diversas resultara superfluo, en el supuesto caso de
que todos hubiesen tenido la misma opinión»29. Y si tambiénlós
americanos eran convencidos afirmadores de la potestas in po­
pulo, en sus manos, semejante principio no se convirtió nunca
en aquella concepción absoluta de la soberanía popular que do­
minó, por el contrario, la escena revolucionaria francesa.
Además, la constitución federal, al menos durante el perío­
do revolucionario, siguió siendo el calco del mismo poder plu­
ral que intentaba organizarse para seguir vivo. Ella, en conse­
cuencia, no se configuró nunca como la encarnación de las li­
bertades civiles. Para tutelar las «libertades privadas» —llega a
concluir Arendt— habría sido suficiente cualquier reforma y
110 habría ocurrido una revolución que rediseñase ex novo la
constitución del cuerpo político: en su opinión, cualquier for­
ma de gobierno, excepto la tiranía y el totalitarismo, es capaz
de garantizar un Bill ofRights30. Por lo tanto, la grandeza de la
constitutio libertatis americana no solo consistió en la reafir­
mación de la inviolabilidad de la libertad esencialmente priva­

29 Ibíclem.
30 No se puede compartir, por consiguiente, la hipótesis de P. Flores
I) ’Arcáis, según la cual la idea arendtiana de revolución sería afín a la de re­
forma institucional. Arendt, en efecto, considera com o radicalmente dife­
rentes los dos tipos de fenómenos. V éase el ensayo de P. Flores D ’Arcais
«L’esistenzialism o libertario di Hannah Arendt», ensayo introductorio a
11. Arendt, Política e Menzogna. cit., págs. 7-81, sobre todo págs. 50-51.
Sobre el m ism o problema, véanse: W. L. Adamson, «Beyond R efonn and
Revolution: N otes on Political Education in Gramsci, Habermas and
Arendt», Theory and Society, VI, núm. 3, 1978, págs. 429-460; M. Fiora-
vanti, «Rivoluzione e costituzione: a proposito di un volume di Hannah
Arendt», en H. Mohnhaupt (ed.), Revolution, Reform, Restauration. For­
men der Veranderung von Recht und Gesellschaft, Frankfurt, Kloster-
mann, 1988, págs. 251-261.
da, reafirmación del habeas corpus en la libertad religiosa y de
pensamiento: su radical novedad fue la de responder a la prepo­
tente petición de participación reconociendo los derechos pú­
blicos, los derechos de la ciudadanía31.
No es fácil pasar por alto las dificultades que provoca la
afirmación por parte de Arendt de la primacía del derecho de
ciudadanía sobre todos los demás derechos en la experiencia
política americana, sobre todo si consideramos que exacta­
mente el mismo John Adams afirmaba que la declaración no
contenía nada que no se encontrase ya en la obras políticas de
Locke y si se tiene en cuenta que los dos tratados sobre el go­
bierno civil no pueden ser leídos ciertamente como una de­
fensa de la participación política directa. Como bien es sabi­
do, Locke ve en la acción del gobierno, en primer lugar, una
garantía para la plena fruición del conjunto de los derechos
que el individuo lleva consigo mismo desde el nacimiento; y
es sabido que durante muchos años la constitución america­
na32 se interpretó desde esta perspectiva liberal. Pero Hannah
Arendt nunca tuvo empacho en someter a discusión las inter-

31 Cfr. H. Arendt, «The Rights o f Man: What are They?», Modern Re-
view, III, núm. 1, 1949, págs. 24-37, en el que la autora sostiene que sólo
existe un único y auténtico derecho del hombre: el de pertenecer a una co­
munidad política; la versión alemana del ensayo lleva acertadamente el títu­
lo «Es gibt nur ein einziges Menschenrecht», en G. Hóffe, G. Kadelbach,
G. Plumbe (ed.), Praktische Philosophie-Ethik, Frankfúrt, Fischer Verlag,
1981, vol. II, págs. 152-167. Sobre los derechos naturales en relación con el
derecho de ciudadanía, véase J. Esslin, «Une loi que vaille pour l’humanité»,
Esprit, IV, núm. 6, 1980, págs. 41-45; R. Legros, «Hannah Arendt: une com-
préhension phénoménologique des droits de 1’homme», Études Phénoméno-
logiques, I, núm. 2, 1985, págs. 27-53.
32 Sólo en los últimos treinta años se ha afirmado una interpretación his-
toriográfica que redimensiona el papel de Locke y afirma, por el contrario,
la importancia de la influencia de la tradición republicana en el pensamiento
de los revolucionarios americanos; sobre este filón historiográfico, véanse
los estudios mencionados de R. E. Shallope, «Toward a Republican Synthe-
sis: the Emergence o f an Understanding o f Republicanism in American His-
toriography», en William and M ary Quarterly, XXIX, 1972, págs. 49-80;
R. E. Shallope, «Republicanism and Early American Historiography», en
William an d M ary Quarterly, XXXIX, 1982, págs. 334-356.
prefaciones dominantes y, al menos en Sobre la revolución,
excluye que las teorías contractual istas, incluida la de Locke,
hayan tenido un cierta influencia sobre el espíritu revolucio­
nario americano33.
Frente a la obstinada y, en ciertos casos, embarazosa nega­
tiva a reconocer una fuente teórica y práctica de los padres fun­
dadores en el pensamiento de Locke está la interpretación que
hace de Montesquieu el verdadero inspirador de la constitutio
libertatis. A la separación de poderes, teorizada por el pensador
francés, Arendt atribuye mucho más que el simple mérito de
haber suministrado a un sistema de protección de los ciudada­
nos del abuso del poder estatal. El descubrimiento del autor del
Esprit des Lois, contenido en la tesis según la cual «sólo el po­
der detiene al poder», se lo habrían apropiado los revoluciona­
rios americanos en una perspectiva particular: a saber, ellos no
habrían estado movidos por la tradicional sospecha y por la des­
confianza en los enfrentamientos de los excesos del poder políti­
co sino por la preocupación por su «despotenciamiento», atemo­
rizados por la hipótesis de Montesquieu según la cual el gobier­
no republicano solo podía asentarse en territorios relativamente
pequeños.

E l verdadero objetivo de la constitución americana


— leemos— evidentemente no era el de lim itar el poder, sino
el de crear más poder y, en la práctica, instaurar y constituir en
las debidas formas un centro de propagación del poder ente­
ramente nuevo [...]. Este complicado y delicado sistema, de­
liberadamente pensado para mantener inalterado el poten­
cial de poder republicano y para actuar de tal manera que

33 En el ensayo Civil Disobeclience, cit., Hannah Arendt demuestra ha­


ber cambiado de parecer acerca de la influencia de Locke sobre la Constitu­
ción americana. Véanse las págs. 87 y ss. En estas páginas, al pasar revista a
los elementos teóricos que tuvieron importancia en la revolución americana,
se detiene a hablar de Locke y al respecto afirma: «Estaba en tercer lugar el
contrato social originario de Locke, que había producido no un gobierno,
sino una sociedad, entendiendo la palabra en el sentido latino societas, una
alianza entre todos los individuos que estipulan un contrato para su gobierno
después de haberse comprometido recíprocamente los unos hacia los otros»,
pág. 87. [Trad. esp. en Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.]
ninguna de las m ú ltip les fuentes de p oder arideciera en la
eventualidad d e que la república se extendiera y acrecentara
por la ad ición de n u evos m iem bros, fue, en todo su c o m p le ­
jo , h ijo de la revolu ción 34.

Todo esto para Arendt testimonia el hecho de que la


constitución federal, que asociaba, equilibraba y separaba los
varios cuerpos en los que el poder se presentaba, 110 había
sido pensada como un producto de ingeniería constitucional,
fijado en sus mecanismos de una vez para siempre. Ella era
más bien la traducción institucional de la voluntad de mante­
ner vivo en el tiempo el mismo poder del que era concreción,
disponiéndose por tanto a acoger a posibles participaciones
futuras.
Pero más que adentrarse en un análisis de los mecanismos
institucionales que hacían del pueblo americano una comuni­
dad política en cuyo interior poder, participación y libertad se
implicaban recíprocamente, a Hannah Arendt le interesa sobre
todo insistir en el hecho de que la constitución federal, al me­
nos en su origen, no era otra cosa que la prolongación del acto
mismo de la fundación. Una fundación no se cansa de repe­
tirlo— que no era, como, por el contrario, sería después la fran­
cesa, la ejecución de una teoría previamente elaborada. Porque
los americanos dieron vida a la república concentrándose casi
exclusivamente sobre la experiencia de lo que estaban hacien­
do y, sobre todo, sin tomar prestados elementos conceptuales
de la tradición filosófico-política. Y si buscaron sugerencias
teóricas, se refirieron al pensamiento de Montesquieu. un pensa­
miento, por muchos motivos, excéntrico a la Main Tradition, y
cuando buscaron ejemplos concretos, miraron directamente al pa­
sado: a la experiencia romana de la autoridad que, precisamente
por integrarse más tarde en el núcleo de la teoría política tradi­
cional, pagó el precio de su alteración.
También los padres fundadores del nuevo mundo sabían
que, para mantener vivo aquello a lo que habían dado inicio, no

34 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 154. [Trad. esp.: op. cit.]


habría bastado el mero principio de la potestas in populo, que
estaba en cierto modo «estabilizada». En todo caso, no busca­
ron el elemento de cohesión necesario para la duración del
cuerpo político en las modalidades canónicas de legitimación.
Del principio romano de la auctoritas in senatu derivaron la
exigencia de colocar la autoridad en una institución concreta
que fuese bien distinta del legislativo y del ejecutivo35. Ellos
pusieron la fuente de la autoridad en el acto de la fundación, en
el carácter sagrado del mismísimo acto de la constitución. Sin
recurrir a ningún elemento coercitivo y trascendente, los ame­
ricanos lograron conjugar estabilidad y novedad permanencia
y mutación, contando exclusivamente con la espontánea adhe­
sión a lo que la constitución representaba: la memoria viviente
del comienzo.
Estas son las principales razones del éxito de la empresa
americana, al menos situándonos en el primer nivel, el celebra-
tivo, de la interpretación arendtiana. Paso a analizar el aspecto
crítico de esta lectura no sin antes recordar el juicio de la auto­
ra sobre la Revolución Francesa.

4. L a R e v o l u c ió n F rancesa

1. La «narración» de la constitutio libertatis americana, en


la que, al menos en un primer momento, todas las categorías
arendtianas se recomponen restituyéndonos la imagen del es­
pacio político perfecto, asume un relieve particular en contras­
te con el tratamiento de la Revolución Francesa, según Arendt,
fuente y modelo de una verdadera y auténtica tradición revolu­
cionaria liberticida. Fueron efectivamente los sucesos revo­
lucionarios franceses los que hicieron escuela; fueron éstos los
que pusieron de manifiesto muchas de las dinámicas políticas
modernas. No resulta forzado leer entre las líneas del análisis
arendtiano una crítica que excede los episodios particulares de

35 Cfr. ibídem, págs. 179 y ss.


la Revolución Francesa y que implica también los sucesos dra­
máticos de este siglo36.
Desde el punto de vista del análisis histórico, como ya se
ha señalado, Arendt subraya la falta de una praxis política libre.
Semejante falta se reflejaría en el planteamiento fundamental­
mente abstracto de la revolución. Una revolución preparada y
proyectada por intelectuales más interesados en elaborar ideas
que en empeñarse en una auténtica acción política propia.
Arendt, pues, en un juego de rebotes con la situación ame­
ricana, fija en la presencia de una aplastante pobreza en el inte­
rior de la sociedad francesa una de las razones principales que
llevaron a identificar libertad con la liberación de la necesidad.
El apagarse del inicial entusiasmo por la libertad pública y por
la república fue efectivamente debido a la irrupción en la esce­
na política de la «cuestión social». Fatal para el resultado de la
revolución se reveló la tendencia a plegar las acciones revolu­
cionarias a la lógica obligante de la necesidad, al reclamo del
sufrimiento padecido por la naturaleza humana. La revolución,
después de un breve período inicial, «había cambiado la direc­
ción: no pretendía más la libertad fin de ella se había hecho el
bienestar del pueblo»37.

36 Véase F. Fehér, «Freedom and the Social Question (Hannah Arendt’s


Theory o f the French Revolution)», Philosophy an d Social Criticism, XII,
núm. 1, 1987, págs. 1-30. Véase también S. Dossa, «Hannah Arendt on Billy
Budd and Robespierre. The Public Realm and the Prívate Self», Philosophy
and Social Criticism, IX, núms. 3-4, 1982, págs. 305-318. Si bien Arendt no
profundiza el tema de las «fases» revolucionarias en Francia, se encuentran
ecos de su interpretación de la Revolución Francesa en la famosísima lectu­
ra de F. Furet, Penser la Revolution frangaise, París, Gallimard, 1978. La lec­
tura que Arendt hace de las revoluciones modernas en Sobre la revolución ha
entrado ya a formar parte de las interpretaciones clásicas. Véase, a este propó­
sito, F. Furet, M. O zouf (a cargo de), Dictionnaire critique de la revolution
frangaise, París, Flammarion, 1988 [trad. esp.: Diccionario de la revolución
francesa, Madrid, Alianza, 1989], donde en las voces «Revolution» y «Revo­
lution américaine» se menciona muchas veces el ensayo de la autora. Ade­
más véase C. Pianciola, «Hannah Arendt», en B. Bongiovanni, L. Guerci (a
cargo de), L ’albero della rivoluzione. Le interpretazioni della Rivoluzione
francese, Turín, Einaudi, 1989, págs. 16-18.
57 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 61. [Trad. esp.: op. cit.]
Sobre la escena francesa, en definitiva, se consuma la que
Arendt considera ser la típica confusión moderna entre natura­
leza y política; entre lo que está necesariamente ligado al ser
natural del hombre y lo que, por el contrario, le confiere una
identidad y una dignidad propias que lo diferencian de la natu­
raleza. Dicho con otras palabras, la Revolución Francesa falló
porque no logró mantener autónoma la esfera política, sino que
la subordinó a la posible solución de la «cuestión social»38. Si
es correcto señalar, como hacen muchos críticos39, que el es­
quema de la incompatibilidad entre lo económico y lo político
predetermina rígidamente el ensayo Sobre la revolución, es ne­
cesario también recordar que la incompatibilidad radica en una
contraposición todavía más profunda: la que existe entre natu­
raleza y política. Porque para Hannah Arendt todo cuanto ata­
ñe a lo económico está marcado por un carácter finalista que
tiende a la satisfacción de las necesidades naturales.
En la perspectiva de la contraposición entre naturaleza y
política, la crítica arendtiana a la Revolución Francesa se pue­
de leer como la continuación de la discusión sobre los derechos
humanos mantenida en Los orígenes del totalitarismo40. En
esas páginas, la autora había subrayado enérgicamente cómo
por sí misma la apelación a los derechos humanos y a la ley de
la naturaleza no hubiese servido para evitar la catástrofe del na­
zismo. Más allá de la polémica referencia al hecho de que tam­

38 Véase todo el capítulo segundo, titulado «The Social Question», de


On Revolution, cit., págs. 59-114. [Trad. esp.: op. cit.] Para una crítica del
modo que tiene Hannah Arendt de afrontar el problema de la «cuestión so­
cial», véanse S. Wolin, «Democracy and the Political», Salmagundi, núm. 60,
1983, págs. 3-19; G. Kateb, «Representative Democracy», ibídem, págs. 20-59;
F. Fehér, «The Pariah and the Citizen (On Hannah Arendt’s Political Theory)»,
en Thesis Eleven, núm. 15, 1986, págs. 15-29.
39 Véase A. Enegrén, La pen séepolitiqu e de Hannah Arendt, cit., pági­
nas 151 y ss.; R. Zorzi, «Nota su Hannah Arendt», ensayo introductorio a
H. Arendt, Sulla rivoluzione, Milán, Edizioni di Comunitá, 1983, pági­
nas IX -L X X V Ill [ed. italiana de Sobre la revolución.]
40 Cfr. H. Arendt, The Origins ofTotalitarianism, cit., sobre lodo el capí­
tulo «The Decline o f the Nation-State and the End o f the Rights o f Man»,
págs. 267-302, y el párrafo «The Perplexities o f the Rights o f Man», págs.
290-302. [Trad. esp.: Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 1982.]
bién los regímenes totalitarios se han legitimado invocando las le­
yes de la naturaleza, a Arendt le interesaba destacar cómo los de­
rechos naturales podrían encontrar un significado y una aplica­
ción sólo en el caso de que se hubiese reconocido la primacía al
derecho de pertenencia a una comunidad política. Para Arendt, en
el énfasis puesto sobre los derechos del hombre se ha contesta­
do el fatal equívoco que comprometió la Revolución Francesa.
Queriendo «emancipar la naturaleza», queriendo liberar a los
hombres de las necesidades naturales, ella llevó las preocupacio­
nes privadas al espacio público: «La necesidad invadió así el cam­
po político, el único en el que los hombres pueden ser libres»41.

2. La repercusión más evidente de la confusión entre natura­


leza y política, entre privado y público, se dio sobre la noción de
pueblo. El pueblo, efectivamente, se pensó como una entidad
omnipotente e indistinta, como un único y gigantesco individuo
a cuyas necesidades la virtud revolucionaria debía sacrificar
cualquier cosa. Y si en la voluntad popular quedó fijada la fúen-
te del poder, éste, a su vez, se entendió como una tremenda fuer­
za natural. Inútil decir, bajo el perfil estrictamente teórico, que el
principal responsable de esta noción de pueblo es, según Arendt,
Rousseau. Anteriormente nos hemos detenido en la lectura que
Arendt hace de la voluntad general, en el modo en que ésta fun­
ciona sobre la base de la exclusión de lo diverso y de la anulación
de la multiplicidad. Hemos subrayado también cómo la voluntad
general se hizo, en opinión de la autora, una realidad concreta en
las manos de Robespierre, que hizo de ello un verdadero y autén­
tico Absoluto. Y precisamente a tal propósito, se hace sentir de
nuevo una sugerencia tocquevilleana. Al igual qlie el autor fran­
cés, que ve en el carácter absoluto de la soberanía el vicio de fon­
do de toda la historia de Francia, del Anden Régime a la revolu­
ción, Arendt pone la voluntad popular y su grotesca máscara de
nación en una continuidad ideal con el absolutismo. Como si la
única ocasión de los franceses para contrastar la monarquía abso­
luta hubiese consistido en contraponer a ésta otro absoluto.

41 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 114. [Trad. esp.: op. cit.J


La soberanía popular fue, por consiguiente, soberanía tout
court, lo que significó — después de un brevísimo intermedio
liberal la completa unificación de ley y poder, legitimados
ambos por la omnipotencia de la voluntad general. De este
modo tanto la constitución como las decisiones políticas toma­
das ad hoc quedaron expuestas a un constante cambio, ya que,
como se ha dicho, la característica primera de la voluntad ge­
neral es la de poder cambiar en todo momento. Presos en esta
lógica, la multitud y los revolucionarios franceses aprendieron
bien pronto que en la revolución no hay sino una sola constan­
te: la del cambio perpetuo. El proceso revolucionario mismo
parecía movido por una dinámica auto-generadora, un proceso
revolucionario causa sui no influenciado por otros actores. Al
fin resultó que no fue el pueblo ni su voluntad general, sino el
proceso revolucionario mismo el que se había constituido en
fuente de todo derecho. El puesto de una institución estable,
entre cuyas reglas ejercitar la práctica de la libertad se vio
arrebatado por la forcé des choses por el torrente revoluciona­
rio francés que, a través de sus tortuosos cursos y recursos, lle­
vó al colapso final de la república. Y no se puede por menos
de señalar a este propósito la afinidad entre el acento puesto en
este ensayo sobre la potencia arrebatadora y disolvente del
curso revolucionario francés y la interpretación del totalitaris­
mo en términos de continuo movimiento al que debe sacrifi­
carse cualquier otra cosa. La Revolución Francesa, en definiti­
va, había llevado a la escena histórica, por primera vez, aquello
que, en opinión de la autora, constituye la característica princi­
pal de la época moderna tardía y de su mentalidad: «la proce-
sualidad indefinida», que erosiona toda estabilidad del mundo
y que sólo se manifiesta en todo su formato disolvente en los
regímenes totalitarios.

3. Pero es sobre todo en la degeneración de la Revolución


Francesa donde Hannah Arendt ve las contradicciones que des­
de su surgimiento marcan la política moderna. Si, por un lado,
la modernidad reafirma la importancia de la praxis — y las re­
voluciones han sido, al menos en sus fases iniciales, «el espa-
cio-tiempo en el que en la Edad Moderna se redescubrió la ac­
ción con todas sus implicaciones»42 — , de otro, la modernidad
conduce a la completa pérdida de autonomía por parte de la po-
Uítica. La praxis cae de nuevo bajo el juego de aquel doble condi­
cionamiento al que la historia de la filosofía política la había des­
tinado ya, subordinándola, por una parte, a la obligatoriedad de
las necesidades materiales, y por otra, al imperio de la teoría y
de sus criterios absolutos. Un carácter doblemente derivado que
resulta todavía más estridente en la época moderna, que exige,
por sí misma y para todas sus esferas, la más completa autono­
mía. Una época que ha rechazado todo tipo de legitimación exter­
na y todo fundamento trascendente. ¿Y qué ha sido la Revolución
Francesa si no el intento, que después resultó fallido, de la auto-
legitimación de un nuevo orden político, lanzado por la voluntad
de cortar los puentes con todo tipo de autoridad tradicional?
Y para Arendt no hay nada que mejor indique la descon­
fianza en aquel proyecto que la «ridicula apelación» de Robes­
pierre al Ser Supremo. Expresión de la necesidad trágica de in­
terrumpir el cortocircuito revolucionario, representaba, en ple­
na continuidad con el pasado, la búsqueda de una fúente
trascendente, de una autoridad incondicionada que pudiese
conferir legitimidad a la soberanía de la nación. Era la búsque­
da de un absoluto, en la esperanza de que fuese capaz de garan­
tizar estabilidad y duración a la república. Pero ni el Ser Supre­
mo ni cualquier otro recurso a un Absoluto pueden traer la sal­
vación a los asuntos humanos. Allí donde lo Absoluto entra en
juego — desde las «ideas platónicas» al Dios destronado de los
iluministas— , allí la política traiciona la propia esencia libre y
plural. Por su naturaleza, un Absoluto es una cosa que obliga.
La revolución americana, por el contrario, debe su ejem-
plaridad también al hecho de haber logrado erigir un espacio
político sin derivar la autoridad de una «ley de leyes» que fue­
ra la fuente trascendente de legitimidad. Y en muchos aspectos
el reto que Arendt lanza al relatar la constitutio libertatis tiene
como meta la posibilidad de fundar un cuerpo político sin re­
currir a un fundamento último que se haga garante de la legiti­

42 H. Arendt, «Action and the Pursuit ofH appiness», cit., pág. 16.
midad del poder; la posibilidad de realizar la fundación sin ne­
cesidad de anclarla en una instancia absoluta que la justifique.
En este sentido, la Declaración de Independencia, «un auténti­
co ejemplo de acción que puede realizarse en palabras», nos ha
puesto frente a uno de esos rarísimos momentos históricos en
los que el poder de los hombres que actúan y hablan juntos es
por sí mismo suficiente para dar vida a un espacio político.
Pero «contra su misma realidad», contra la experiencia del
poder del que era expresión, el preámbulo de la Declaración hace
referencia a una fuente trascendente para justificar la autoridad
del nuevo cuerpo político. En la medida en que no había compro­
metido el destino efectivo de la república americana, la apelación
«al Dios de la naturaleza y a las verdades auto-evidentes de la
Razón» revela la necesidad teórica de un Absoluto43. Y si bien de
hecho la autoridad se ha puesto, como queda dicho, en la consti­
tución — recuerdo institucionalizado y siempre renovado de la
fundación— , semejante referencia a una Ley de Leyes no es sólo
la clave de un problema retórico. Ella atestigua la fuerza coerci­
tiva de una tradición cultural que impide a la experiencia del nue­
vo comienzo expresarse y articularse conceptualmente.

5. E l f- r a c a so d e l a s r e v o l u c io n e s

1. El cuadro por tanto se complica respecto a la pura con­


traposición inicial: poruña parte, estaría la revolución america­
na y su espacio público que ha permitido el actuar político libre

45 Cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., págs. 195-196. [Trad. esp.: op. cit.]
Acerca de este tema, véase el ensayo de J. Derrida, «Declarations o f Indepen-
dence», New Political Science, XV, 1986, págs. 7-15, que parece un auténtico
y verdadero «contrapunto» a la lectura que Hannah Arendt hace de las apela­
ciones a lo Absoluto contenidas en la Declaración de Independencia. Según
Derrida, esta referencia a un Origen Absoluto, a una Ley dé Leyes, es tanto
conceptualmente inevitable como «políticamente» contrastable. Para una com ­
paración entre la interpretación arendtiana de la Declaración de Independen­
cia y la de Derrida, véase el bello ensayo de B. Honig, «Declarations o f In-
dependence: Arendt and Derrida on the Problem o f Founding a Republic»,
American Political Science Review, LXXXV, núm. 1, 1991, págs. 9 7 - 1 11.
y plural; por otra, la Revolución Francesa que ha sofocado se­
mejante espacio y, en consecuencia, ha perpetuado la traición
de la política «auténtica». Si la experiencia francesa y la ameri­
cana se enfrentaran como alternativas rígidamente contrapues­
tas; si el caso americano fuese el modelo ideal a seguir, con
contornos precisos e indicaciones viables, y si, a su vez, los
acontecimientos franceses equivaliesen sólo al número de erro­
res que debiéramos evitar, tendría razón Habermas al definir
Sobre la revolución como una interpretación que «die Dinge
auf den Kopf stcllt»44. Para el autor alemán, efectivamente, la
estructura del ensayo sobre las revoluciones activa una distin­
ción, del todo ideológica, entre una revolución «buena» y una
revolución «mala». Para Arendt, leída por Habermas, la revolu­
ción americana tendría el gran mérito de hacer revivir en el co­
razón de la época moderna el ideal político aristotélico, mien­
tras la francesa sería condenable porque sacaría a la luz todas
las contradicciones de lo moderno perdiéndose en ellas45. Ha-
bermas, por consiguiente, lee Sobre la revolución en clave sustan­
cialmente normativa: las tesis del libro están, en su opinión,
orientadas a «disfrazar» la historia y así encontrar a toda costa
la verificación de una nueva polis.
Esta perspectiva corre el riesgo de ser un grave forzamien­
to del pensamiento arendtiano en general y del ensayo Sobre la
revolución en particular. Especialmente la revolución america­
na no puede ser la realización de la politia aristotélica por el
simple hecho de que la ejemplaridad del episodio revoluciona­
rio americano se mide, para Arendt, precisamente por su ser
extraño a la tradición principal del pensamiento político, tradi­
ción a la que, en rigor y a pesar de su parcial excentricidad, per­
tenece Aristóteles. Si se quiere ver en la lectura arendtiana del
episodio revolucionario un modelo, este último ciertamente no
se entiende en clave inmediatamente operativa, sino que se in­
terpreta más bien cómo una configuración teórica orientada a

44 Véase J. Habermas, «Die Geschichte von den zwei Revolutionen»,


Merkur, XX, núm. 218, 1966, págs. 479-482.
45 Ibíclem, pág. 480.
hacer emerger la posibilidad de un modo diverso de pensar y de
experimentar la política. Y si después uno quiere remontarse a
los autores que suministran los presupuestos de una hipotética
«política distinta», es necesario referirse a los pensadores de la
llamada «tradición republicana»: tradición que, según la auto­
ra, discurre paralela a la Main Tradition.
Pero la lectura que Habermas hace se muestra reduccionis­
ta incluso por otra razón fundamental: porque descuida some­
ter a examen el análisis que, en la última parte del ensayo,
Arendt hace de la degeneración de aquel espíritu con el que la
«buena revolución» se había realizado. En el período sucesivo
a la fundación de la constitutio libertatis, la afirmación del sis­
tema representativo y la prevalencia de una cultura orientada al
bienestar material y al consumo de la riqueza es efectivamente
para la autora la confirmación de cómo la constitución ameri­
cana no ha sido capaz de mantener el contexto de experiencia
que la había hecho posible. Más en concreto, no ha sido capaz
de incorporar el sistema de las townships eliminando el ele­
mento participativo que esto vehiculaba y abriendo así el pro­
blema de la representación política, para Arendt «uno de los
problemas cruciales y más espinosos de la política moderna
desde las revoluciones [...] y que implica, en realidad, nada me­
nos que una decisión sobre la dignidad misma de la esfera po­
lítica»46. La representación, en efecto, bien se haga portadora
de los intereses económicos tutelables, bien se entienda como
encarnación de la voluntad general, sigue siendo para la autora
una modalidad incompatible con la política «auténtica»: «En el-
primer caso el gobierno degenera en simple administración [...];
en el segundo caso se reafirma, por el contrario, la vieja distin­
ción entre gobernados y gobernantes que la revolución había
intentado abolir con la instauración de la república»47.
Para Arendt, el que los principios americanos de libertad pú­
blica y de poder — el spectamur agendo de John Adams— hayan
sido absorbidos por la práctica de la representación significa que

46 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 236. [Trad. esp.: op. cit.]


47 Ibídem, pág. 237.
la revolución americana llega a compartir, si no desde el punto de
vista histórico-institucional, al menos desde el lógico, la misma
suerte de la Revolución Francesa, si bien a través de recorridos to­
talmente diversos. También en América la acción política se liqui­
da en nombre de los intereses materiales: en este caso se sacrifica
a la segura y protegida fruición de las libertades privadas.

2. La conclusión a la que Hannah Arendt llega al término de


sus análisis sobre las dos revoluciones induce por tanto a refle­
xionar sobre dos cuestiones importantes. La primera, a la que se
ha hecho referencia anteriormente, mira a la difícil, si no imposi­
ble, relación entre novedad y tradición; la segunda tiene que ver
con el estatuto mismo de la noción arendtiana de política.
Que América no haya logrado mantener vivo su propio es­
píritu revolucionario significa que la fuerza de recuperación de
la tradición dominante se ha impuesto al «nuevo» y «aislado»
experimento de la constitutio libertatis; entre otros motivos
porque la nueva experiencia de libertad y poder no ha logrado
expresarse teóricamente en conceptos suficientemente articula­
dos como para tener la fuerza de trasmitir la novedad implícita
en semejante experiencia.
Pero, al mismo tiempo, todo esto pone a la luz la fragilidad
constitutiva de la política, tal y como Arendt la entiende. Seme­
jantes nociones, efectivamente, se adecúan por lo demás al mo­
mento inaugural de la fundación. Si la acción política no puede
plegarse a ningún otro fin que al del propio cumplimiento plural
y discursivo y si su característica es la de «dar comienzo a lo nue­
vo», se comprende cuán restringidas son las condiciones de po­
sibilidad para un espacio político «auténtico». Una vez fundado,
éste se mantiene vivo mientras las prácticas participativas y
discursivas a través de las cuales se realiza vehiculen únicamen­
te contenidos políticos, es decir, contenidos relativos a la apertu­
ra de una esfera en la que la acción plural puede manifestarse48.

48 Acerca de la imposibilidad de conceptualizar el «momento inicial» de


la revolución en el que se expresa la auténtica libertad, véase J. Miller, «The
Pathos o f Novelty: Hannah Arendt’s Image o f Freedom in the Modern
World», en M. A. Hill (ed.), Hannah Arendt. The R ecoveiy o f the Public
Y en este punto parece instaurarse un verdadero y auténtico
círculo vicioso: la participación política es tal en la medida en
la que se orienta exclusivamente a la puesta en acto de sus mis­
mos presupuestos. En el mejor de los casos en el interior de un
cuerpo político ya fundado se puede dar «auténtica» política sólo
cuando las prácticas discursivas se orienten a someter a discusión
el espacio y las modalidades de expresión que les concede la
«constitución». Este último caso según Arendt se ejemplifica en
la desobediencia civil americana de fines de los años 6049. En
todo caso, queda claro el hecho de que es difícilmente pensable
una forma política que institucionalice el continuo cuestiona-
miento de los fundamentos sobre los cuales se sostiene.
Todo esto, creo, no es fruto de una ingenuidad teórica de la
autora: Hannah Arendt efectivamente es muy consciente del es­
tructural carácter aporético de su noción de política. Y el ensayo
sobre las revoluciones explícita hasta el fondo tal aporía y la uti­
liza precisamente para captar las contradicciones que están en el
corazón de la política moderna. El destino de los acontecimien­
tos revolucionarios, por ejemplo, manifiesta claramente cuán
inefectivos han sido desde muchos puntos de vista los giros pro­
vocados por las revoluciones. Ninguna de ellas, si bien cada una
había derribado una forma de gobierno sustituyéndola por otra,
ha sido capaz de sacudir el concepto de Estado y de soberanía50.

World, Nueva York, St. Martin Press, 1979, págs. 177-208; J. G. Gray, «The
Abyss o f Freedom and Hannah Arendt», en M. A. Hill (ed.), Hannah Arendt.
The Recovery o f the Public World, págs. 225-244; B. M. Duffé, «Hannah Arendt:
penser l’histoire en ses commencements. De la fondation á l’innovation», Revue
des Sciences Philosophiques et Theologiques, LXV1I, núm. 3, 1983.
49 Cfr. Civil Disobedience, cit., donde la autora interpreta la «desobedien­
cia civil» de los movimientos americanos a favor de los derechos civiles y de las
manifestaciones contra la guerra del Vietnam, no en términos de protesta mo­
ral, sino como acciones políticas en sentido propio, orientadas sobre todo a re-
vitalizar, a través del disenso, el espíritu de la constitución americana. [Trad.
esp. en Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.]
50 Véase la última parte de On Revolution titulada «The Revolutionary
Tradition and Its Lost Treasures», págs. 232-281; además, H. Arendt,
«Thoughts on Politics and Revolution», en C rises o f the Republic, cit.,
págs. 199-233, sobre todo, págs. 231-233. [Trad. esp.: Crisis de la repúbli­
ca, op. cit.]
A partir del siglo xvm, toda gran sublevación que ha sacado a la
luz los rudimentos de una forma de gobierno enteramente nueva
se ha manifestado incapaz de mantener vivo, a través de la pro­
pia institucionalización, el espíritu innovador y revolucionario.
Pero las revoluciones, que se alcanzan por la soberanía de
la nación o por la representación política51, y los movimientos
de «consejos», que son indefectiblemente «matados» por los
partidos políticos52, testimonian, en perfecta consonancia con

51 Arendt lia expresado sin cesar sus reservas con respecto al sistema de
partidos. En Sobre la revolución esta polém ica se hace aún más aguda y
se orienta, sobre todo, al análisis de los sistemas pluripartidistas. El bipar-
tidismo anglosajón es, a su parecer, una mayor garantía de difusión general
del poder (cfr. On Revolution, cit., págs. 267-268 [trad. esp.: op. cit.]). A pe­
sar de esto es muy crítica también en el análisis de la democracia represen­
tativa de los Estados Unidos, porque de cualquier manera que se articule, el
sistema de partidos representa efectivamente los intereses de los ciudadanos,
pero no les hace partícipes de la vida política.
52 En el extremo opuesto del sistema de partidos se sitúa, en opinión
de la autora, el sistema de consejos, respecto al cual declara sentir «un
entusiasmo romántico» (cfr. H. Arendt, «Hannah Arendt on Hannah Arendt»,
conferencia del 1972, publicada en M. A. I lili [ed.], Hannah Arendt: the Reco­
ven! o fth e Public World, cit., pág. 327). Había sido la revolución húngara la
que le había hecho apreciar este tipo de «organización desde abajo» que
siempre había emergido de manera espontánea en el trascurso de las revolu­
ciones (véase «Totalitarian Imperialism: Reflections on the Hungarian Revo­
lution», The Journal o f Politics, XX, núm. 1, 1958, págs. 5-43, vuelto a publicar
en The Origins ofTotalitarianism, segunda edición aumentada, Nueva York,
Harcourt, Brace, Jovanovich, 1958, págs. 497-500 [trad. esp.: Los orígenes
del totalitarismo, op. cit.]). Del sistema de consejos Arendt aprecia, obvia­
mente, no su carácter de portavoz de instancias sociales y económicas, sino
su carácter de vehículo de la exigencia de participación y difusión del poder,
contra la «profesionalización» de la política en los aparatos de partido (cfr.
H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 245 [trad. esp.: op. cit.]). H. Arendt insis­
te en el modo en que, sin ninguna teoría de la organización, semejantes movi­
mientos han sido capaces de resurgir, revolución tras revolución. Además de a
todos los townships americanos y a los consejos de la Revolución Francesa,
reaparecidos en Francia en 1870, Arendt se refiere a los de Rusia de 1905 y
de 1917, a los de Alemania de 1918-1919 y a la Hungría del 1956. No cons­
tituían movimientos ideológicos, sino espacios públicos en los que las perso­
nas podían discutir y actuar juntas. Lejos del ser entes sin articulación, los
consejos siempre habían mostrado una tendencia a federarse y a erigir una
representación de estructura concéntrica, que partía desde abajo, absoluta-
la anti-filosofía de la historia arendtiana, que la filosofía autén­
tica se manifiesta sólo en aquellas rupturas de la historia en las
c|iie parece suspenderse la progresión temporal.
La experiencia de la revolución americana, al igual que la
de los sistemas de consejos, no pueden por tanto ser interpreta­
das como si suministrasen los elementos de una utopía política
cumplida. Deben, si acaso, leerse como testimonios que ayu­
dan a recordar que en los márgenes de la tradición hegemónica
han existido, y todavía existen, potencialidades políticas que se
escapan al orden del dominio.

mente diversa del sistema de partidos. (Cfr. On Revolution, cit., pág. 267.)
Pero, por desgracia, los consejos han sido siempre suprimidos antes de que ha­
yan sido capaces de manifestar plenamente todas sus potencialidades políticas.
Acerca de este tema, véase el artículo de J. F. Sitton, «Hannah Arendt’s Argu-
ment forC’ouncil Democracy», Polity, XX, 1, 1987, págs. 80-100.
Volver a pensar la política

I. La a c c ió n

Con el análisis del ensayo Sobre la revolución, se ha in­


tentado proporcionar una primera exposición del contenido
de la noción arendtiana de política y del particular significa­
do de los conceptos que están implicados en semejante noción.
Antes de proceder a una consideración más detallada de la ope­
ración de redefinición conceptual realizada por Arendt en el
análisis de las categorías filosófico-políticas tradicionales,
quizás sea conveniente detenerse, un poco menos superfi­
cialmente de cuanto se ha hecho hasta ahora, en lo que ella
entiende por acción y esbozar brevemente los rasgos esencia­
les de lo que ella llama «espacio público» o «espacio de la
apariencia». Sólo de este modo se podrá tener un cuadro de
referencia general que permita hacer emerger el contenido
innovador que las categorías políticas asumen en el interior
del léxico arendtiano.

1. En La condición humana, después de haber expuesto


las características del trabajo y de la labor, en el quinto capítu­
lo, la autora se concentra sobre los rasgos distintivos de la ac­
ción: esa actividad que ostenta «el rango supremo en la jerar-
quía de la vita activa»'. Entre las dimensiones de la condición
humana, efectivamente, ella es la única que se distingue por su
libertad constitutiva, por su capacidad de «dar vida a lo nuevo»,
por ser imprevisible e irreversible y por estar estructuralmente
ligada a la pluralidad.
A través de la recuperación de la etimología originaria de la
palabra «actuar», Arendt quiere mostrar sobre todo la estrecha
conexión, cuyo significado se ha perdido a lo largo de nuestra
tradición de pensamiento político y filosófico, entre acción e
inicio y, consiguientemente, entre acción y novedad. Advierte
efectivamente que,«actuar en su sentido más general, significa
tomar una iniciativa, comenzar (como indica la palabra griega
archein, ‘comenzar’, ‘conducir’ y, finalmente, también gober­
nar), poner en movimiento cualquier cosa (significado origina­
rio del latín agere)»2. Si referido al acaecer histórico esto signi­
fica, como se ha observado, que sólo actuando se puede impri­
mir un giro a la historia, sólo la acción es la portadora de
aquella fuerza innovadora que se opone a la repetición sin sen­
tido del mero transcurrir temporal. Pero, para la autora, la ac­
ción adquiere importancia también, y sobre todo, gracias a la
capacidad de contrastar la aparente carencia de significado del
curso de la misma vida humana: «El curso directo de la vida
humana hacia la muerte llevaría inevitablemente toda realidad
humana a la ruina y a la destrucción si no fuese por la facultad
de interrumpirlo y de iniciar cualquier cosa de nuevo que,
como una permanente invitación a recordar que los hombres,
aunque tengan que morir, no han nacido para morir sino para
comenzar, es inherente a la acción»3.
No se entiende el concepto de política que deriva de esta
consideración del actuar, si no se presta la adecuada atención al
hecho de que el énfasis puesto sobre la capacidad de dar vida a
lo nuevo, propia de la acción, indica la voluntad de la autora de
delinear un criterio que rescate al hombre de su «ser natural».

1 H. Arendt, The Human Condition, pág. 205. [Trad. esp.: op. cit.]
2 Ibídem, pág. 177.
3 Ibídem, pág. 246.
Sólo de este modo, según Arendt, es posible pensar al hombre
como un ser libre. Y esta preocupación es tan determinante en
su pensamiento que la induce a afirmar que su reflexión sobre
la política puede interpretarse también como el intento de esta­
blecer las líneas generales de una «antropología filosófica», ca­
paz de tratar la libertad del hombre contrastándola con todo
aquello que de algún modo tiene que ver con la naturaleza4.
Como ya se ha señalado, cuando se ha introducido la categoría
trabajo, toda realidad humana que no logra trascender la di­
mensión de lo natural adquiere, en diversos contextos de su
obra, una acepción negativa. Naturaleza es sinónimo de un in­
cesante transcurrir que no permite que subsista a una perma­
nencia a la que poder dar un sentido. Arrastrada por el ciclo del
nacimiento y de la muerte, de la generación y de la corrup­
ción, la naturaleza se convierte en el paradigma de un orden
necesario en el que la espontaneidad absoluta, en última ins­
tancia coincidente con la libertad, no logra encontrar expre­
sión. La posibilidad de «iniciar cualquier cosa de nuevo» vehi-
culada por la acción es, por consiguiente, para Arendt, antes de
cualquier ulterior especificación en sentido político, la señal de
la «posibilidad existencial» de los seres libres. He aquí por qué se
puede afirmar que «ser libres y actuar son la misma cosa»5.

4 El concepto arendtiano de naturaleza no repite en nada el románticu.


Recalca más bien algunos aspectos de la noción griega, por la cual la physis
corresponde al eterno ciclo del nacer y del perecer. Sobre el tratamiento
arendtiano de la noción de naturaleza, véanse al menos G. J. Tolle, Human
Nature under Fire: The Political Philosophy o f Hannah Arendt, Washington,
University Press o f America, 1982, págs. 90 y ss.; A. Enegrén, La pensée p o ­
litique de Hannah Arendt, París, PUF, 1984; M. Canovan, Hannah Arendt.
A Reinterpretation o f H er Political Thought, Cambridge, Cambridge U. P.,
1992, págs. 107-115. Acerca de la contraposición política/naturaleza véanse
G. Kateb, Hannah Arendt. Politics, Conscience, Evil, Oxford, Martin Robert-
son, 1983. M. Reist, D ie Praxis der Freiheil: líannah Arendts Anthropologie
des Politischen, Wurzburgo, Konigshausen und Neumann, 1990, págs. 35-47;
W. Heuer, Citizen. Persónliche Integritat und politisches Handeln. Eine Re-
konstrution des politischen Humanismus Hannah Arendts, Berlín, Akademie
Verlag, 1992, págs. 76-97.
5 H. Arendt, «What is Freedom?», en Between Past and Future, pág. 153.
[Trad. esp.: op. cit.]
Teniendo en cuenta este supuesto, algunos intérpretes han
considerado contradictorio que Arendt propusiese una especie de
justificación ontológica de su concepto de acción recurriendo a la
noción de natalidad es decir, a una noción que remite a un hecho
natural6. Al suceso del nacimiento, sin embargo, puede atribuírse­
le un significado del todo coherente con la determinación riguro­
samente anti-naturalista de la autora. Argumenta que en virtud del
simple «venir al mundo» el hombre se constituye como un «nue­
vo comienzo»: él lleva consigo, en efecto, la capacidad de actuar,
es decir, «la capacidad milagrosa» de abrir nuevos horizontes de
posibilidad.
Dado que son initium, recién llegados e iniciadores gra­
cias al nacimiento, los hombres toman la iniciativa y están
prestos a la acción. Initium ergo ut esset, creatus est homo,
ante quem, nullusfuit [...], dice San Agustín en su filosofía po­
lítica. Este comienzo no es como el comienzo del mundo; no
es el comienzo de cualquier cosa, sino de alguien que, a su vez,
es un iniciador. Con la creación del hombre, el principio del
comienzo entró en el mundo mismo y esto, naturalmente, es
sólo otro modo de decir que el principio de la libertad fue crea­
do cuando se creó el hombre, no antes7.

6 Véase A. Enegrén, La pensée politique de Hannah Arendt, cit., pági­


na 44. Para una discusión sobre el uso del concepto de natalidad en Arendt,
véase, por lo demás, el ensayo de R. Beiner, «Acting, Natality and Citizenship:
Hannah Arendt’s Concept o f Freedom», en Pelczynski y J. Gray (eds.), Con-
ceptions o f Liberty in Political Philosophy, Londres, The Athlone Press, 1984,
págs. 349-375, en particular, págs. 354-357. Entre las contribuciones italianas,
S. Belardinelli, «Natalitá e Azione in Hannah Arendt» (parte primera y parte
segunda). La Nottola, III, núm. 3, 1984, págs. 25-39 y La Nottola, IV núm. 1,
1985, págs. 43-57. Sobre el concepto de natalidad arendtiano analizado e inte­
grado en la perspectiva de la filosofía de la diferencia sexual, véase A. Cava-
rero, «Dire la nascita», en AA. VV, Diotima. Metiere a l mondo il mondo, Mi­
lán, La Tartaruga Edizioni, 1990, págs. 93-121. [Trad. esp.: Traer el mundo al
mundo: objeto y objetividad a la luz de la diferencia sexual, Barcelona, Icaria,
1996.] Para un tratamiento exhaustivo de este tema remitimos a P Bowen-
Moore, Hannah Arendt ’s Philosophy o f Natality, Londres, MacMillan, 1989.
H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 177 [trad. esp.: op. cit.]. Acer­
ca de la interpretación arendtiana de esta afirmación agustiniana véase los si­
guientes ensayos: R. Bodei, «Hannah Arendt interprete di Agostino», en R. Es-
posito (a cargo de), Lapluralitá irmppresentabile, cit., págs. 113-122; G. Ramet-
Por consiguiente, la acción libre se presenta sobre todo
como respuesta existencial al hecho del nacimiento o, concep-
tualmente hablando, como respuesta a la «natalidad». De cual­
quier modo sigue siendo verdad que la radicación ontológica
del actuar libre en el inicio representado por el nacer no resulta
siempre convincente. Sin embargo, debe señalarse que también
en este caso la coherencia de los presupuestos arendtianos está
en la raíz de la dificultad que la autora manifiesta — como tes­
timonia en particular la última parte de La vida del espíritu8—

la, «Osservazioni su ‘Der LiebesbegriíTbei Augustin’ di Hannah Arendt», en


R. Esposito (a cargo de), L aplu ralitá irrappresentabile, págs. 123-138; J. V
Scott, «A Detour through Pietism: Hannah Arendt on St. Augustine’s Philo-
sophy», Polity’, XX, núm. 3, 1988, págs. 394-425; J.-C. Eslin, «Le pouvoir de
commencer: Hannah Arendt et Saint Augustin», Esprít, núm. 143, 1988,
págs. 145-153; L. Boella, «Amore, comunitá impossibile in Hannah Arendt»,
epílogo a H. Arendt, II concetto d ’amore in Agostino, a cargo de L. Boella,
Milán, edizioni SE, 1992, págs. 149-165.
8 Véanse las páginas finales de Willing, en las que Arendt, después de haber
negado la posibilidad de reconocer en la voluntad el origen de la auténtica liber­
tad, vuelve su atención a la esfera del actuar. Pero después de haber analizado los
motivos por los que el actuar puede decirse libre y después de haber recurrido de
nuevo a la mención de Agustín, llega a una conclusión que más que cualquier
otra cosa es una suspensión de la argumentación, como si faltaran los términos
para expresar lo que verdaderamente significa ser libres. «Soy totalmente cons­
ciente de que también en la versión agustiniana, el argumento sigue en cierto
modo poco transparente y no parece decimos sino que estamos condenados a ser
libres en razón del haber nacido, no importa si la libertad nos place o aborrece­
mos su arbitrariedad, si nos “agrada” o preferimos huir de su tremenda respon­
sabilidad escogiendo una forma cualquiera de fatalismo.» The Life o f the Mind,
cit., vol. II, pág. 217 [trad. esp.: op. cit.]', véase J. Miller, «The Pathos o f Novelty:
I lannah Arendt’s Image o f Freedom in the Modem World», en M. A. Hill (ed.),
I lannah Arendt. The Recovery o f the Public World, Nueva York, St. Martin Press,
1979, págs. 3-26; J. G. Gray, «The Abyss o f Freedom and Hannah Arendt», en
M. A. Hill (ed.), Hannah Arendt, cit., págs. 225-244. Sobre las ambigüedades y
las dificultades que presenta la noción de acción libre propuesta por Hannah
Arendt, véanse, en particular, J.-C. Eslin, «Penser l’action. Á propos de Hannah
Arendt», Esprit, núms. 8-9,1986, págs. 171-175; H. Mandt, «Politik ohne Heils-
vcrsprechen. Hannah Arendts Neubegründung politischen Handelns», Gegen-
wartskunde, XL, núm. 4, 1991, págs. 410-432; J. Ring, «The Pariah as Hero.
Hannah Arendt’s Political Actor», Political Theory, XIX, núm. 3, 1991, págs.
433-452. Por último, algunas indicaciones en A. Hubeny, L’action dans I ’o euvre
de / lannah Arendt. Dupolitique á l ’éthique, París, Découvrir, 1993.
al argumentar en modo articulado la conexión entre nacimien­
to, libertad y acción. Identificar la libertad con la capacidad de
actuar y esta última con la posibilidad de «iniciar una nueva se­
rie en el tiempo» y motivar éste a través de la asunción del acon­
tecimiento originario de la «natalidad» significa revolverse con­
tra todas las teorías, psicológicas o sociológicas, que piensan la
acción como manifestación de pulsiones interiores o la reducen a
comportamiento, a saber, a respuestas obligadas a las determina­
ciones exteriores, históricas o sociales. Pero sobre todo represen­
ta, una vez más, un intento de situarse junto a la libertad y, con
ella, a la acción, rechazando las respuestas que a tales problemas
han sido dadas por la tradición metafísica. Efectivamente, para
Arendt, ésta se ha demostrado incapaz de pensar radicalmente la
libertad como espontaneidad y novedad absoluta. En su esfuerzo
por dar razón en la teoría de todo lo real, gran parte de la filoso­
fía ha sido inducida a reconducir toda novedad a lo que ya pree-
xiste y a explicarla como un resultado ya virtualmente presente
en una situación dada. Si se sigue de manera coherente la lógica
del discurso arendtiano, entonces es posible captar, y en parte
justificar, la no fácil y no siempre perspicua argumentación acer­
ca de la libertad humana implícita en la acción. La autora no po­
día recurrir a la que considera que es la modalidad explicativa de
la tradición: pretender de manera contradictoria describir un ac­
tuar libre subsumiéndolo en el interior de una argumentación
planteada sobre nexos causales, querer «dar razón» de cada nue­
vo fenómeno refiriéndolo a un fundamento que lo precede.
Arendt es, sin embargo, consciente del hecho de que plantear
en estos términos radicales el problema de la libertad de la acción
es lo mismo que tener que contar con los «efectos perversos» de
un actuar entendido de esta manera. Es, efectivamente, del carác­
ter innovador y libre del actuar de donde derivan los aspectos pro­
blemáticos y los resultados «irracionales», si así se pueden llamar,
de la acción: su imprevisibilidad y su irrevocabilidad. Toda ac­
ción que entra de modo totalmente inesperado en colisión con
otras iniciativas comporta repercusiones no dominables que em­
palman cadenas de consecuencias que escapan totalmente a las
intenciones y control de los actores. Y es precisamente contra es­
tos resultados imprevisibles contra los que, según la autora, se ha
vuelto la tradición filosófico-politica. Ella ha negado tanto la es­
pecificidad como la libertad de la acción: la ha traicionado impo­
niéndole los criterios de la teoría y pensándola substancialmente
sobre el modelo de la fabricación. Como se ha destacado ya, para
Arendt toda la tradición filosófica, con una tendencia que se
acentuaren Ta época moderna, ha pensado la acción recurriendo a
la lógica medio-fin y sobre la base de semejante lógica ha proyec-
lado una construcción política en la que el actuar pudiese ser
transformado en la segura relación entre el que manda y el que
obedece. Por más que La condición humana deba entenderse
como una crítica a semejante «solución filosófica», no se debe,
sin embargo, caer en el error de leer las páginas dedicadas a la ac­
ción como un elogio, sin reservas, de los riegos, de los efectos
perversos, implícitos en al actuar mismo. El desafío de Hannah
Arendt consiste en no huir de la frustración y de la inseguridad
que la imprevisibilidad y la irrevocabilidad de la acción provocan,
como, por el contrario, desde Platón en adelante ha hecho la filo­
sofía. Estas, sin embargo, pueden ser atenuadas sin comprometer
la libertad del agente por la capacidad humana de «hacer prome­
sas» y de «perdonar»9. Inútil resulta señalar la debilidad y quizás
la ingenuidad de la introducción de las categorías de «promesa» y
«perdón»10, si se consideran como eficaces correctivos de carác­
ter estratégico de los aspectos ‘irracionales’ del actuar". Adelan­
to sólo que semejantes categorías — en particular la promesa—
parecen en todo caso asumir una relevancia siempre que se las in­
terprete como los presupuestos de los que partir para describir de

9 Véase The Human Condition, cit., en particular los apartados «Irrever-


sibility and the Power to Forgive» y «Unpredictability and the Power o f Pro-
mise», págs. 236-247. [Trad. esp.: La condición humana, op. cit.]
10 Para una crítica de la utilización de la categoría de perdón y de pro­
mesa en sentido político véase, por ejemplo, P. P. Portinaro, «La política
come cominciamento e la fine della política», II Mulino, X XX, núm. 303.
1986, págs. 76-96; reimpreso en R. Esposito (ed.), La pluralitá irrappresen-
tabile, cit., págs. 29-45.
11 Sobre este aspecto véase ahora la parte final de The Life o f the Mind.
cit., vol. II, en particular pág. 195 [trad. esp.: op. cit.], y, sobre todo, H. Arendt
What is Freedom?, donde se lee: «En la medida en que es libre, la acción nc
está sometida a la guía del intelecto ni a los dictámenes de la voluntad.»
I.i acción arendtiana parece acercarse al juego, tal y como lo inter­
ínela Fink, o al «dispendio», en el significado propuesto por Ba-
Inille. Ahora bien, Arendt, para dar credibilidad a la imagen de la
acción como energeia, y fin exclusivo de sí misma, pero, al mis­
ino tiempo, para no reducirla a la irrelevancia de un gesto total­
mente fútil y lúdico. llega a elaborar — en particular en el ensayo
What is Freedom ?— formulaciones que dan casi la impresión de
ser verdaderos y auténticos escamotages. Desde esta perspectiva,
la autora propone la no fácil noción de «actuar a partir de un prin­
cipio» y propone como ejemplos de «principios inspiradores de la
acción» la gloria, el amor a la libertad la búsqueda de la distin­
ción o de la excelencia y el amor por la igualdad14. Según Arendt,
semejantes nociones se opondrán a una concepción de la acción
subjetivamente motivada o finalizada en un objetivo. Y para des­
tacar esta diferencia, quizás no tan neta y perspicua como ella hu­
biera querido, distingue de manera no muy convincente entre ac­
ción que se desarrolla in order to (‘con el objeto de’) y acción que
se cumple /or the sake o/ (‘por amor de’)15.
Pero más allá de la debilidad argumentativa con la que ta­
les distinciones se sostienen es importante señalar cómo
Arendt, recurriendo a esa voluntad de sacar a la luz que el sig­
nificado de una acción reside exclusivamente en lo que ésta
manifiesta en el acto mismo de su realización16, y sobre todo
que en la acción el hombre, libre de toda determinación exter-

14 Cfr. Hannah Arendt, What is Freedom, cit., págs. 152-156, en la que


Arendt afirma inspirarse en Montesquieu y en su noción de «principio».
A este propósito escribe: «Los principios no actúan desde el interior del yo
como los motivos: proveen de una inspiración, por así decir, desde el exterior;
además son con mucho demasiado generales com o para imponer objetivos
particulares, incluso aunque todo fin específico pueda juzgarse desde la pers­
pectiva de su principio inspirador, apenas el acto haya comenzado. Efectiva­
mente, a diferencia del juicio del intelecto — que precede a la acción— y del
comando de la voluntad que la inicia, el principio inspirador se manifiesta de
lleno sólo en el acto realizador.» What is Freedom?, cit., pág. 152.
15 Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 154. [Trad. esp.:
op. cit.]
16 Ibídem, pág. 206, donde se lee: «La grandeza, el significado específi­
co de toda acción, reside sólo en su desarrollo y no en su motivación, ni en
su realización.»
nuevo nociones tales como, por ejemplo, las de ley y constitución,
nociones que en el interior de una redefinición conceptual com­
pletiva tienen como objetivo, no tanto suministrar verdaderas y
auténticas alternativas practicables cuanto, más bien, convertirse
en instrumentos para denunciar el significado de las categorías
políticas desvirtuadas.
Más que la utilización de las nociones de perdón y de pro­
mesa como contrapeso a las unintended consequences de la ac­
ción, aparecen quizás débiles y ambiguas otras argumentacio­
nes que Arendt parece verse obligada a introducir para salva­
guardar la autonomía del actuar. Se ha observado varias veces
que la relación medio-fin, en todas sus implicaciones, compro­
mete la libertad y la autonomía de la acción. Llevando a sus
extremas consecuencias semejantes motivos, Arendt llega a ex­
cluir que la acción, en cuanto iniciativa libre, pueda ser enten­
dida como el producto de la voluntad12 o, más generalmente,
como el resultado de la conciencia moral que dicta la conducta
a seguir13. En ambos casos, la acción quedaría reducida a un
mero instrumento para conseguir un determinado fin. Esboza­
da de este modo, privada del todo de objetivos y motivaciones.

En The Human Condition, cit., pág. 205 [trad. esp.: op. cit.] se lee:
«A diferencia del mero comportamiento humano —que los griegos, com o
todos los pueblos civiles, juzgaban sólo sobre «criterios morales» teniendo en
cuenta los motivos e intenciones por una parte y los objetivos y consecuen­
cias, por otra la acción solo puede ser juzgada mediante el criterio de la
grandeza, porque está en su naturaleza interrumpir lo que es comúnmente
aceptado e irrumpir en lo extraordinario donde ya no encuentra aplicación lo
que es verdadero en la vida común y cotidiana, porque en tales dimensiones
cada cosa existente es única y sui generis.» Acerca del carácter de extrañeza
de la conciencia y de sus valores respecto al ámbito de la acción política,
véanse en particular los ensayos arendtianos «Thinking and Moral Conside-
ration. A Lecture», Social Research, XXXVIII, núm. 3., 1971, págs. 417-446;
y sobre todo On Civil Disobedience, cit., en particular, págs. 100-104.
13 Cfr. E. Fink, D as Spiel ais Weltsymbol, Stuttgart, 1960. Véase G. Batai-
lle, «La notion de dépense», publicado en el 1933 en La critique sociale y aho­
ra en G. Bataille, Oeuvres Completes, París, Gallimard, 1976, págs. 302-320.
Esta temática, com o se sabe, constituye el núcleo en torno al cual se desarro­
lla y gira toda la reflexión bataillana. Sobre este aspecto del pensamiento de
Bataille sigue siendo esclarecedor el ensayo de J. Derrida, contenido en La es­
critura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989.
na o interna e interesada sólo en la realización «virtuosa» del
principio que lo inspira, actúa no por utilidad personal, sino ex­
clusivamente por «amor del mundo», para distinguirse y para ser
recordado. Y si es correcto decir que la acción, tal y como la ha
esbozado Arendt, parece coincidir con la realización de la virtud,
hay que precisar que esta última no debe ser entendida sobre cri­
terios y contenidos éticos. Un actor es virtuoso si se concentra
exclusivamente sobre aquello que está haciendo, en una especie
de supremo olvido de sí mismo. Si por la noción de «principio»,
Arendt se refiere a Montesquieu, por la de virtud su referencia se
orienta a Maquiavelo. Siempre en What is Freedom? se lee:
La coincidencia entre acción y libertad encuentra qui­
zás el mejor ejemplo en el concepto maquiaveliano de vir­
tud la excelencia con la que el hombre corresponde a las
oportunidades desplegadas ante él por el mundo en la así lla­
madafortuna. Este término de Maquiavelo reclama más que
nada el concepto de virtuosismo, de excelencia que recono­
cemos a los ejecutores (que se distinguen de los artistas
creadores, que «hacen»), cuyo arte se expresa en la ejecu­
ción misma sin concretarse en un producto final17.
Arendt interpreta de esta manera la noción maquiaveliana
de virtud cívica — totalmente diferente de la virtud del indivi­
duo aislado que busca en la propia interioridad el conocimien­
to o la salvación— sin ninguna referencia al valor militar. En
sustancia le sirve para poder afirmar que la gloria, la excelen­
cia, son la medida de la acción sólo si se entienden como las
únicas modalidades a través de las cuales el hombre puede ser
«reconocido por los otros» y ser recordado. Arendt quiere en
definitiva sugerir que, sólo en las grandes acciones, el hombre
encuentra la posibilidad de rescatarse de la necesidad de la vida
biológica, de los determinismos de la psique y de los de la his­
toria, y sólo en el interior de un actuar así entendido tiene la po­
sibilidad de recibir a cambio la propia identidad. La superiori­
dad existencial de la acción estriba exactamente en el conferir
significado al agente, más allá de toda trascendencia y de todo

17 H. Arendt, What is Freedom?, cit., pág. 153.


determinismo. Y sólo realizando grandes gestas y grandes ac­
ciones y siendo recordado por éstas, un individuo puede aspirar
a la inmortalidad sin negar el tiempo.

2. En La condición humana así como en los ensayos reco­


gidos en Entre el pasado y el futuro, es decir, en los textos que
suministran la imagen canónica de la noción arendtiana de ac­
ción, esta última está siempre apegada al discurso, al que con
frecuencia se sobrepone. La autora efectivamente afirma en va­
nas ocasiones que es el lenguaje lo que caracteriza en manerc^
eminentemente política la acción. «Siempre que intervenga ef
lenguaje, la situación adquiere carácter político por definición,
ya que es el lenguaje el que hace del hombre un ser político»18.
I a lexis, por consiguiente, vuelve significativa la praxis. Y la
separa, al mismo tiempo, del ámbito de la violencia, dentro del
cual por el contrario, como se ha señalado ya, se mueve lapóie-
sis, la actividad de la fabricación.
A partir de estas elaboraciones sobre la estrecha conexión
entre acción y discurso y sobre la separación de acción y vio­
lencia se mueven las diversas interpretaciones que hacen de la
reproposición arendtiana de la praxis el antecedente de la teo­
ría del actuar comunicativo, sobre todo de la de Habermas.
Como si la acción arendtiana vehiculase sólo la idea según la
cual algunos enunciados, algunos actos lingüísticos, son por sí
mismos actos políticos.
Las hermosas páginas de Vita activa [La condición humana]
sobre el «poder revelador de la palabra» indican que en el modo
de concebir la acción y el discurso, y la acción como discurso, está
implicada mucho más que la mera investigación de una pragmáti­
ca lingüística capaz de fundar una convivencia política sobre el
consenso y sobre la exclusión de todo recurso al uso de la fuerza.

Actuando y hablando, los hombres muestran que lo son,


revelan su identidad personal única y hacen así su aparición
en el mundo humano, mientras su identidad física aparece
sin ninguna actividad por su parte en la forma única del

iK H. Arendt, The Human Condition. cit., pág. 3. [Trad. esp.: op. cit.]
vida por la misma sed de gloria y de grandeza inmortal está
tanto la acción que constituye y mantiene viva la ciudad griega
cuanto la experiencia romana del «acto de la fundación»21.
En el paper Philosophy and Politics. What is Political Phi­
losophy?, de 1969, se vuelve a epilogar magistralmente lo que
estos diversos tipos de acción tienen en común, esclareciendo
de una vez por todas lo que la autora había estado buscando en
ellas. Los diferentes modos tienen en común «el deseo de los
mortales de llegar a ser inmortales o, mejor, dado que esto es
imposible, de participar de la inmortalidad»22. Tanto el héroe
de Homero y de Heródoto, como el ciudadano de la Atenas de
Pendes quieren distinguirse no para afirmarse sobre los otros^
sino para inmortalizarse. Pero ambos saben que la brevedad de
su vida y la impotencia que deriva de la soledad constituyen un
obstáculo para acceder a la fama imperecedera. El actor heroi­
co tiene necesidad de los compañeros para emprender las gran­
des acciones e igualmente no puede minusvalorar a poetas e
historiadores que harán sobrevivir en el tiempo y en el recuer­
do el esplendor y la grandeza de sus empresas23. Pericles, a su
vez, nos revela que, con la polis, para conseguir la inmortalidad

gran parte, a la acción. También en Philosophy and Politics. The Problem o f


Action, cit., pág. 023369, escribía: «En la polis griega, la experiencia de la
acción, en el sentido de la iniciación y la terminación de una empresa, ya no
constituía el factor político fundamental.» Arendt criticaba, por lo demás, los
modos en los que en la ciudad-estado griega se perseguían la fama y la glo-
ria. En la polis ateniense, precisamente com o consecuencia de una potente
ansia de destacar, «la vida llegaba a consistir en una intensa y continua con-
lienda de todos contra todos»: se había desarrollado un espíritu agonal que
«envenenaba la vida cotidiana de los ciudadanos con la envidia y la sospecha
recíproca». Ibídem, pág. 023401. Es importante recordar que la condena res­
pecto al espíritu agonal que animaba a los ciudadanos de la p o lis cede com ­
pletamente en La condición humana.
21 Estas reflexiones sobre Roma estaban ya presentes en el escrito de 1958
acerca de la revolución húngara; véase H. Arendt, «Totalitarian Imperialism:
Keflections on the Hungarian Revolution», en The Origins ofTotalitañanism,
segunda edición, Londres, Alien and Unwin, 1958, págs. 48Ó-510. [Trad. esp.:
Los orígenes del totalitarismo, op. cit.]
22 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024429.
23 Ibídem. págs. 024433-024436.
cuerpo y del sonido de la voz. E n todo lo que se dice y se
hace está implícita la revelación de quién se es, que es dife­
rente de la cosa que se es19.

Por consiguiente, la acción discursiva representa en primer


lugar la modalidad a través de la cual se inserta en el mundo y
se revela la propia identidad, el quién del actor.
Lo que interesa a Arendt no es volver a proponer y actuali­
zar una dinámica política comunicativa y democrática pensada a
partir del modelo de la polis griega. Ciertamente, las referencias
a la Atenas de Pericles y a la Política de Aristóteles — que desde
aquel momento histórico sería su más adecuada articulación teó­
rica— están presentes siempre en sus obras, tanto en las editadas
como en las inéditas. Pero ella mira a la vida de la polis como a
aquella experiencia gracias a la cual el individuo lograba confe­
rir un sentido a la propia existencia, antes de que este sentido se
viera preso de la ilusoria investigación de la permanencia y de la
eternidad por parte de la filosofía y del cristianismo.
También gracias a la lectura de algunos pasajes significati­
vos de los escritos inéditos nos podemos percatar de que la in­
vestigación sobre la acción es en realidad una investigación so­
bre las respuestas «prefilosóficas» a las cuestiones del sentido.
Fin Karl Marx and the Tradition o f Western Political ThoiíghT
de 1953, y en Philosophy and Politics: The Problems o f Action
after the French Revolution, de 1954, la acción libre no se consi­
dera como una prerrogativa específica del ciudadano de la polis
cuanto más bien del héroe-de la edad homérica. Lo que la autora
destaca es la búsqueda de la fama inmortal: la supervivencia de lo
individual, más allá de la muerte, en el recuerdo. El héroe de Ho­
mero es efectivamente aquel que arriesga la propia vida para ini­
ciar una gran empresa y destacar por sus grandes gestas20. Y mo-

19 Ibídem, pág. 179.


20 Es interesante advertir que en los manuscritos precedentes a La condi­
ción humana, Arendt mostraba una actitud teórica ambigua en los cotejos de
la vida de la polis. En particular en Karl Marx and the Tradition. cit., de 1953,
págs. 26 y 44, sostenía que la democracia de la polis griega comprometía
la autenticidad de la acción. Los ciudadanos, si querían vivir de manera
segura en el interior de un cuerpo político estable, debían renunciar, en
aquellas experiencias nos transmiten. Ella las mira sobre todo
como indicaciones ejemplares de un modo de conferir signifi­
cado a la existencia individual y colectiva sin huir de la inesta­
bilidad propia de los asuntos humanos. Un modo de mirar las
cosas del hombre que conjuga aceptación de la temporalidad y
necesidad de la duración, reconocimiento de los riesgos de la
pluralidad y de la diferencia y rechazo de la seguridad en el do­
minio.

2. E l e s p a c io p ú b l ic o

La acción libre, innovadora, discursiva, pero también ago­


nal. que rescata al ser humano de la carencia de significado de
la mera vida biológica, está, por consiguiente, constitutivamery
te ligada a la pluralidad. Y más en particular, al hecho de que
los seres humanos, diversos y únicos, tengan la posibilidad de
encontrarse en un espacio de visibilidad en el que puedan apa­
recer los unos a los otros, en el que puedan reconocerse. Este es
el punto de partida, tan elemental como fundamental, del trata­
miento arendtiano de la noción de esfera pública. Espacio de la
apariencia, espacio público y espacio político son las locucio­
nes usadas por Hannah Arendt para referirse a tales nociones
utilizando a menudo la una en lugar de la otra y a veces atribu­
yéndoles diferentes extensiones semánticas.
Antes de afrontar el modo en el que el término public spa-
ce se declina en una acepción específicamente política a sa­
ber, el modo en el que tal espacio puede ser y en ocasiones ha
sido políticamente organizado sin ser traicionado en su peculia­
ridad— , quisiera detenerme sobre el significado primero y, si
así se puede llamar, ontológico. Conviene sobre todo precisar
que la palabra «espacio» no remite necesariamente a una situa­
ción física y mucho menos a una principio concreto de territo­
rialidad. Hasta cuando toma en consideración un contexto con­
creto y determinado como el «espacio político» de Israel,
Arendt afirma: «El término no se refiere tanto a un pedazo de
tierra cuanto al espacio separado y protegido por muchas cosas
que tienen en común: lengua, religión, historia, usos y leyes.
«ya no se tiene la necesidad de esperar la ocasión de una aven­
tura excepcional gracias a la cual sobresalir [...]. La excelencia
puede obtenerse gracias al discurso que acompaña grandes
gestas»24. Y los ateniense de la edad periclea están convencidos
de que sólo juntos pueden esperar que la grandeza de sus accio­
nes en la polis pueda mantenerse viva en el recuerdo. «Ellos
piensan en la política como en una cosa que puede obtener la
inmortalidad directamente sin la intervención de los poetas y
de los historiadores»25.
Pericles es consciente, sin embargo, de que la grandeza de
la ciudad, cuyo recuerdo no sólo no morirá en Grecia, sino que
vivirá en toda la tierra y para siempre, está sometida a una
constante amenaza: la de la acción de cada uno que, movida de
la pasión por la excelencia, se transforma en voluntad de domi­
nio sobre los otros. Si, efectivamente, hay dominio, deja de exis­
tir la pluralidad de «pares». Y, sin embargo, «sólo se puede dis­
tinguir entre pares»26. «El hombre político depende enteramen­
te del reconocimiento de sus pares para conseguir la posible
inmortalidad de su nombre»27. Y sólo la inmortalidad de tantos
nombres inmortaliza el nombre de la ciudad.
También por lo que respecta a Roma, el acto de la fundación
es la empresa que ofrece la oportunidad de escenificar la grande­
za de cada cual, en la esperanza de que no desaparezca en el ol­
vido. La originalidad de Maquiavelo, que se manifiesta en su ce­
lebración de la acción virtuosa, consiste precisamente en haber
comprendido esto28.
Seguramente, la insistencia de Hannah Arendt sobre el ca­
rácter decisivo de estas experiencias como ejemplos de acción
auténtica cuyo significado ha sido olvidado no equivale a la vo­
luntad de hacerlas revivir en el presente. Ni tampoco quizás es
tan ingenua como para defender que en la realidad histórica
haya acontecido exactamente cuanto las interpretaciones de

24 Ibídem, pág. 024432.


25 Ibídem, pág. 024434.
26 Ibídem pág. 024433.
27 Ibídem, pág. 024439.
28 Ibídem, pág. 024430.
Precisamente estas cosas en común son el espacio en el cual los
diversos miembros del grupo han desarrollado relaciones y con­
tactos entre si»29. Más que identificarse con ámbitos concretos,
el espacio público arendtiano es la condición para la posibilidad
de estar juntos; más que una forma política determinada, es lo
trascendental de la política. Por lo demás, precisa la autora, «el
"espacio de la apariencia se forma allí donde los hombres com­
parten la modalidad de la acción y del discurso y, por consiguien­
te, ésta anticipa y precede a toda constitución formal de la esfera
pública y de las varias formas de gobierno, es decir, las varias
formas en las que la esfera pública puede organizarse»30.
Aunque no coincida con ningún tipo de territorio o de demar­
cación espacial determinada, éste tiene siempre una peculiar to­
pología propia que presupone la noción arendtiana de «mundo».
En La condición humana se lee que, en uno de sus significados,

el término «público» equivale al mundo mismo, en cuanto


es común a todos y distinto del espacio que cada uno de no­
sotros ocupa privadamente. Este mundo en todo caso no se
identifica con la tierra o con la naturaleza en cuanto espacio
limitado que sirve de fondo al movimiento de los hombres y
a las condiciones generales de la vida orgánica. Está más
bien conectado con el elemento artificial, con el producto de
la mano del hombre, como con las relaciones existentes en­
tre los que, juntos, habitan el mundo hecho por el hombre31.

El concepto arendtiano de world merecería seguramente


muchas más referencias que estas breves y generales alusiones
a las que me obliga el contexto. Permítasenos sólo recordar
que es deudor del tratamiento que en la fenomenología husser-

29 H. Arendt, Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality o f Evil,


Nueva York, The Viking Press, 1%3, pag. 288. [Trad. esp.: Eichmann enJe-
rusalén: un estudie sobre la banalidad del m a l Barcelona, Lumen, 1999.]
Acerca de la noción arendtiana de public space, en relación con la experien­
cia judeo-alemana, véase D. Barnouw, Visible Space: Hannah Arendt and
the German-Jewish Experience, Baltimore, The Johns Hopkins University
Press, 1990.
30 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 199. [Trad. esp.: op. cit.]
31 Ibídem. págs. 52-53.
liana recibe el problema del mundo. Un tratamiento que se
mantiene distante tanto de una consideración científica como
de una consideración idealista y que llega a considerar die Welt
como el horizonte de posibilidad de toda experiencia y como
el limite constitutivo del yo32. Pero mucho más nítida es su sin-
tonía con las diferentes acepciones que Welt y Weltlichkeit asu­
men en el pensamiento heideggeriano. Arendt, en el pasaje re­
cién citado, retoma la idea según la cual los seres humanos no
sólo «viven» sobre la tierra, sino que «habitan el mundo»33. En
la autora, the world es sobre todo «la casa» que los seres hu­
manos han logrado erigir sobre la tierra gracias a la naturale­
za, pero también contra ella. Porque, frente a un universo natu­
ral en perenne mutación, el mundo construido por el hombre
representa el marco de estabilidad dentro del cual pueden ad­
quirir significado las vidas de los hombres individuales34. Y en
la perspectiva arendtiana, este mundo que nos hospeda y nos
protege comprende, además de nosotros, el conjunto de objetos
durables, «las obras de arte»35, las instituciones políticas e, in­
cluso, las costumbres, los usos, las lenguas. En definitiva, mu­
cho de los elementos a los que más comúnmente nos referimos
recurriendo a las nociones de «cultura» y «civilización»36.

Cfr. E. Husserl, Ideas relativas a fenom enología pura y filosofía feno-


menológica (1913), Madrid, FCE, 1993.
" Véase sobre todo M. Heidegger, «El origen de la obra de arte» (1935-
1936), en id., Caminos del bosque, cit.; M. Heidegger, «Costruire, abitare,
pensare», en Saggi e discorsi (1954), Milán, Mursia, 1976, págs. 96-108.
14 Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 96-98 [trad. esp.:
op cit.]; H. Arendt, «On Humanity in Dark Times: Thoughts about Les-
•mg», en id., Men in Dark Times, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich,
1968, pág. 11. [Trad. esp. en Hombres en tiempos de oscuridad, op. cit.]
ls Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 120-126; H. Arendt,
I he Crisis in Culture: Its Social and lts Political Significance», en id., Between
h ixt and Future, cit., págs. 209-211.
M. Canovan, Hannah Arendt. A Reinterpretation, cit., advierte que el
i onccpto arendtiano de mundo se identifica en muchos aspectos con el de
«cultura» y vehicula una critica a la modernidad que no implica nostalgias
V anhelos de retorno a la naturaleza. Véase también M. Canovan, «Politics
iis Culture: Hannah Arendt and the Public Realm», H istory o f Political
Thought, IV, 1985, págs. 617-642.
Es el conjunto de las «cosas mundanas», «el mundo de
cosas de los que tienen el mundo en común», lo que pone en
relación a los hombres y, al mismo tiempo, lo que los separa
unos de otros. Para expresar esta delimitación espacial, a me­
nudo definida con el término in-between, Arendt se sirve de
una metáfora iluminadora. Vivir juntos en el mundo, ser ju n ­
tos en el mundo, en un espacio público, es como estar reuni­
dos en torno a una mesa. Cada uno puede ver y escuchar a
los otros sin anular la distancia que les separa37. «La esfera
pública en cuanto mundo común nos reúne juntos y, sin em­
bargo, impide, por así decir, que nos echemos los unos sobre
los otros»38.
La peculiar característica de semejante espacio es, por
consiguiente, la de unir y separar al mismo tiempo: articular la
pluralidad a través de relaciones que no son ni verticales ni je ­
rárquicas ni de tipo funcional. Porque en este último caso, to­
davía más que en el otro, los muchos se recompactarían en el
Uno, como sucede en la sociedad de masas y como ha acaeci­
do todavía más drásticamente en el totalitarismo, en el que el
mundo había perdido su poder de poner en relación y, al mis­
mo tiempo, de separar39. Porque para que haya auténtica publi­
cidad y, para la autora, verdadera política, debe existir, en el
interior de un ámbito común, un «intervalo», una diferencia­
ción que mantenga viva la pluralidad impidiendo que los
hombres, echándose los unos sobre los otros, se transformen
en una masa amorfa.
Obviamente, la condición para que se dé la posibilidad del
mismo aparecer consiste en que en el mundo común cada cual
tenga una delimitada posición propia: «Que la posición de uno
no pueda coincidir con la posición de otro, más de lo que lo
pueda la posición de dos objetos»40. «El ser vistos y el ser oí­
dos por los otros deriva del hecho de que cada uno ve y oye des­

'7 Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 53. [Trad. esp.: op. cit.]
18 Ibídem.
39 Ibídem.
40 H. Arendt, The Human Condition. cit., pág. 57.
de una posición distinta. Éste es el significado de la vida públi­
ca», se repite en La condición humana41.
Si «el hombre es un ser político precisamente porque
quiere aparecer, porque quiere manifestarse a sí mismo»42, se
sigue que la política, en el primero de sus significados, coin­
cide en Hannah Arendt, con el juego recíproco del ver y del
ser vistos, del manifestarse y del ser reconocidos por la ma­
nera como uno se propone y se expone a los otros. Y si la po­
lítica implica y en muchos aspectos coincide con la «publici­
dad», esta última es exactamente Óffentlichkeit, en el sentido
literal de apertura: apertura a la visibilidad de cada uno y de
todos.
Ahora bien, que los seres humanos no estén simplemente
on el mundo sino sobre todo que «sean del mundo» también
quiere decir que «no existe sujeto que no sea al mismo tiempo
objeto y aparezca como tal a cualquier otro, que será garante de
su realidad “objetiva”»43.

41 Ibídem, pág. 58.


42 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?,
cit., pág. 024439; véase también H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pági­
na 21 [trad. esp.: op. cit.], donde se lee: «Estar vivos significa estar poseídos
por un impulso a la auto-exhibición que corresponde en cada uno al hecho
del propio aparecer. Los seres vivientes hacen su aparición com o actores en
un escenario levantado para ellos.» Esta cita sacada del primer capítulo, de­
dicado a la apariencia de la última obra de la autora, testimonia que, si bien
articulada en un estilo y un lenguaje más propiamente filosóficos, la posi­
ción, por así decir, ontológica de Arendt respecto al espacio público o espa­
cio de la apariencia no ha cambiado durante todo el arco de su producción
teórica. Sobre la dimensión «ontológica» del espacio público arendtiano
véanse D. R. Villa, «Postmodemism and the Public Sphere», American Poli­
tical Science Review, LXXXV1, núm. 3, 1992, págs. 712-721, y P. Hansen,
llannah Arendt. Politics, History and Citizenship, Cambridge, Mass., Polity
Press, 1933, en particular el capítulo titulado «The Public Realm under Sie-
gc: l 'alse Politics and the Modern Age», págs. 89-128; pero, sobre todo, el im­
portante trabajo de E. Delruelle, Le consesus impossible. Le différend entre
éthique el politique chez //. Arendt el J. Habermas, Bruselas, Ousia, 1993, en
particular el párrafo «Lespace publique comme “monde”: la jointure entre
l’oeuvre et l’action», págs. 31-36.
41 H. Arendt, The Life o f the Mind, pág. 19. [Trad. esp.: op. cit.]
Sin espacio propio de apariencia, la realidad del propio ser,
es decir, la propia identidad no puede preservarse de la duda44.
"Solo entrando en el mundo, en el espacio público, sólo siendo
visto, oído e identificado por los otros, el actor confirma su
propio quién y ve reconocida la propia identidad . Y quizás sea
conveniente llamar de nuevo la atención sobre el hecho de que
la consideración arendtiana de la relación individuo-espacio
público, que no es más que otro modo de nombrar la relación
yo-mundo y yo-el otro, presupone, transponiéndola a términos
políticos, la crítica heideggeriana a la llamada metafísica de la
subjetividad. No existe para la Arendt un «yo originario» com­
pletamente estructurado antes de que este yo calque la escena
del mundo: antes, en definitiva, de que el sujeto tenga confir­
mación de su realidad y su individualidad por parte de los
otros. Afirmar que la identidad individual se forma a través de
una red de relaciones con los otros y con el mundo, tal y como
ellos aparecen, significa al mismo tiempo deslegitimar toda
pretensión metafísica de una indiscutida centralidad del sujeto,
sea el cogito cartesiano o el yo trascendental kantiano lo que se
ponga como fundamento último de la realidad.
I lay con todo un aspecto de semejante génesis relacional del
individuo que es completamente extraño al universo del discurso
heideggeriano. Es el pathos con el que Hannah Arendt subraya
que en una relación con los otros en el ámbito público que per­
mite «la actividad revelatoria del quién», la acción manifiesta su
supremacía existencial al ofrecer la posibilidad de «ser como se
desea aparecer». Sólo sobre la escena pública los actores pueden,
consciente y libremente, escoger qué papel desempeñar. Sólo la
escena pública consiente y, al mismo tiempo, exige que sus par­
ticipantes se presenten protegidos de una máscara que aguante,
más acá del juego político, las necesidades, las pasiones y los in­
tereses, en definitiva, todo lo que para la Arendt es adscribible al
dominio privado45. También porque sin esta máscara, sin esta ca-

44 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 208. [Trad. esp.: op. cit.]
45 Cfr. Hannah Arendt, «Le grandjeu du monde», discurso pronunciado
por la autora en 1975 en Copenhague y publicado en Esprit, VI, 7-8, 1982,
págs. 21-29.
paridad de desempeñar correctamente el propio papel público,
solo permanece la desnudez de una naturaleza humana idéntica
para todos, una naturaleza que amenaza con invadir y trastocar el
inundo con la imperiosidad de las pulsiones que esconde. La Re­
volución Francesa debería valer como testimonio de los resulta­
dos destructivos que derivan del hacer aparecer en público la pe­
rentoriedad de las necesidades naturales. Cuando, por el contra­
rio, el actor desempeña bien el propio papel público recibe a
cambio la propia identidad y la propia diferencia.
Hay que destacar que sólo desde estos supuestos se mueve
la redefinición arendtiana del concepto de igualdad. De cuanto
se ha dicho debería ser fácil deducir que el significado atribui­
do por Arendt al término equality no tiene nada que ver con la
igualdad de tipo natural o económico. La autora pretende recu­
perar, para después reformularlos en su universo conceptual,
tanto el significado griego de isonomía, cuanto el significado
de la igualdad que, a su juicio, era uno de los principios funda­
mentales de la tradición republicana. En ambas acepciones, la
igualdad implica en primer lugar «la alegría de no estar solos
en el mundo. Porque sólo en la medida en la que estoy entre
mis pares, yo no me siento solo»46. Y ambos significados, des­
de el punto de vista más estrictamente político, no tienen nada
que ver con la idea moderna y liberal según la cual todos los
hombres han nacidos iguales. El ideal griego, al igual que el re­
publicano, no postula esa igualdad universal que el pensamien­
to moderno atribuye a una humanidad pensada como un singu­
lar colectivo. Este, efectivamente, lo ha vuelto a recuperar
quien, desigual por naturaleza, quiere «hacerse igual» gracias a
leyes e instituciones y entra por lo tanto en el mundo artificial
de la polis y de la res pública41. La igualdad entre los hombres
no es, por tanto, un dato, sino, si así se puede llamar, un proyec­
to inherente a la construcción del espacio político. Y una igual­
dad así entendida no puede ser cualquier cosa que el individuo
posea en su aislamiento. Es más bien una dimensión presente

4h H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 34.
47 Véase, sobre todo, H. Arendt, On Revolution, cit., págs. 30-31. [Trad.
esp.: Sobre la revolución, op. cit.]
en la esfera pública: una formalización de relaciones recíprocas
y simétricas que deja subsistir la singularidad de cada uno. Una
igualdad por consiguiente, que es inseparable de la diferencia.
La relevancia del espacio público no se interpreta, sin em­
bargo, en términos puramente subjetivistas. The puhlic realm
no es exclusivamente el lugar de la individuación del «quién»,
el lugar del reconocimiento de la identidad. También es el
ámbito en el que se desvela la realidad del mundo. «Todo lo
que aparece en público, puede ser visto y oído por todos [...]
Para nosotros, lo que aparece, lo que es visto y sentido por los
otros y por nosotros mismos, constituye la realidad»48. Las
cosas del mundo pueden llamarse reales gracias a la presen­
cia simultánea de innumerables perspectivas y aspectos en los
que el mundo se ofrece. En La condición humana, se lee to­
davía:

La realidad se origina de la suma total de los aspectos


ofrecidos por un objeto a una multiplicidad de espectadores.
Sólo allí donde las cosas pueden ser vistas por muchos en una
variedad de aspectos sin que su identidad cambie y, al mismo
tiempo, los que están reunidos en tomo a ellas saben que es­
tán viendo las mismas cosas, si bien en una total diversidad la
realidad del mundo puede considerarse cierta y segura»44.

4!< H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 50. [Trad. esp.: op. cit.]
49 Ibídem, pág. 58. Véase también H. Arendt, The Life o f the Mind, cit.,
pág. 19 [trad. esp.: op. c it], donde a propósito de la naturaleza fenoménica
del mundo, se lee: «El mundo en el que nacen los hombres contiene muchas
cosas, naturales y artificiales, vivas y muertas, caducas y eternas, que tienen
en común el hecho de aparecer, y están, por consiguiente, destinadas a ser vis­
tas, oídas, tocadas, gustadas y olidas, a ser percibidas por criaturas dotadas de
los órganos apropiados del sentido. Nada podría aparecer, la palabra aparien­
cia no tendría ningún sentido, si no existiesen seres receptivos, criaturas vi­
vientes capaces de conocer, reconocer y reaccionar — con la fuga o el deseo,
la aprobación o la desaprobación, la reprobación o la alabanza a lo que no
es sin más, sino que se les aparece y está destinado a su percepción.» Por es­
tas consideraciones relativas a la realidad, que puede considerarse «segura»
cuando no cambia si se observa de muchos puntos de vista, Arendt ha sido
simplemente acusada de «ingenuo realismo filosófico». Véase, por ejemplo,
el artículo de D. R. Villa, «Postmodemism and the Public Sphere», cit.
Esto supone afirmar decididamente que, en contra de una
tradición que, partiendo precisamente de la separación de
I senda y Apariencia, ha traicionado la política'’0, ser y apare­
cer coinciden. El espacio público, por consiguiente, no sólo
ofrece una chance existencial, sino que se pone al mismo tiem­
po como condición de la realidad misma. Una realidad que, si
no fuese confirmada desde muchos puntos de vista, quizás po­
dría confundirse con el contenido de un sueño o de una pesadi­
llas solitarios.
En el interior de semejantes coordenadas se sitúa la redefi-
mción de la noción de opinión, cuya originalidad no consiste
única ni. mucho menos, primariamente en rehabilitar una for­
ma de saber frenético en oposición al saber técnico o al filosó­
fico. Hannah Arendt redefine la opinión apelando al doble sen-
lido del término griego doxa: como cualquier cosa que se con­
trapone a episteme y, sobre todo, como lo que, a diferencia de
las ilusiones, remite al aparecer, al salir a la luz51. En La vida
del espíritu. se insiste en este segundo significado a costa del
primero. En esas páginas, Arendt acentúa la estrecha relación
existente entre doxa y apariencia, jugando también sobre el
modo en el que en inglés se dice ‘tener una opinión’, it seems
to me. Y sostiene: «Parecer — el me parece, dokei moi— es el
modo, quizás el único posible, como se reconoce y se percibe
un mundo que aparece»52.

50 «En este mundo en el que ingresamos apareciendo de ningún lugar y


del que desaparecemos hacia ningún lugar, S er y A parecer coinciden.»
II Arendt. The Life o f the Mind. cit., pág. 19. [Trad. esp.: op. cit.]
51 Véase Paul Ricoeur, «Pouvoir et violence», en VV. AA., Hannah
Arendt. Ontologie et Politique, París, Tierce, 1989, págs. 141-159, ahora en
P. Ricoeur, Lectures I. A u tou rdu Politique. París, Seuil, 1991, págs. 20-42.
52 H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., pág. 21 [trad. esp.: op. cit.]', com ­
párese también H. Arendt, The Concept o f History, cit., pág. 51; H. Arendt,
Kart Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 25, y H. Arendt, Philosophy
and FJolitics. The Problem o f Action, cit., pag. 023399. Muchos intérpretes han
insistido en querer aproximar la ideas de Hannah Arendt sobre el espacio públi­
co y sobre la opinión a la noción de Óffentlichkeit habennasiana. A mi parecer,
y no sólo en mi opinión, las dos concepciones siguen siendo irreconciliables.
Y este juicio no cambia ni mucho menos una vez se ha leído la introducción de
Imitad general o de la unanimidad que estas consideraciones
,obre la pluralidad de las perspectivas que miran a la multipli-
i idad de los aspectos del mundo. Para las innumerables mira­
das dirigidas a la realidad «no puede encontrarse ni una medi­
da común ni un común denominador». Efectivamente, si bien
i-l inundo común es un terreno de encuentro, aquellos que lo
habitan tienen en él posiciones irreductiblemente diversas.

3. El acento puesto por Arendt sobre una unanimidad im­


posible permite tomar en consideración otro aspecto de la cone­
xión entre espacio público y mundo. Un aspecto que evidencia
cómo la noción depublic realm no cubre por entero la extensión
del concepto world y saca a la luz la ausencia en el pensamien-
10 arendtiano de una concepción del «bien común», entendido
en términos tradicionales54.
En From Machiavelli to Marx y en Philosophy and Poli-
licx What is Political Philosophy ?, Arendt se detiene en uno de
los rasgos que en su opinión tienen en común, desde Platón a
I .eo Strauss55, casi todas las filosofías políticas: la cuestión del
bien común. A ésta se le han dado en el trascurso del tiempo di­
ferentes repuestas: desde las que hacen referencia a un sum­
mum bonum que colectivamente los hombres deben perseguir,
hasta las que ven en la utilitas general el resultado involuntario,
pero sobre todo alcanzable, de la acción individual o el fin uni­
versal al que intencionalmente y de mutuo acuerdo se debe ten­
der. Pero por mucho que las soluciones propuestas hayan sido
y sean diferentes entre sí, hay un aspecto que unifica a todas
i-llas: todas las filosofías se han propuesto abstractamente el
objetivo de definir desde el exterior cuáles deben ser los fines
últimos a los que la convivencia política debe tender. Hayan
sido fines altamente espirituales o bajos objetivos materiales^
ellas han presupuesto en todo caso que lív id a política no se
justificaría sólo por el mero «estar juntos».

54 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 57. [Trad. esp.: op. cit.]
55 Cfr. H. Arendt, From Machiavelli to Marx, cit., págs. 023453- 023454
y H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?, cit.,
pág. 024420.
Tener una opinión no equivale simplemente a tener una
convicción particular, a la libertad de expresión de todo indivi­
duo de afirmar públicamente sus personales puntos de vista.
Es, expresado de manera más radical, la posibilidad de captar
la realidad moviéndose entre las diferentes perspectivas desde
las que la pluralidad de los hombres ve el mundo. Así interpre­
tada, la opinión es el calco, articulado en el discurso, de la mul­
tiplicidad de los aspectos de ese mundo fenoménico detrás del
cual no se esconde ningún mundo más auténtico. Por lo demás,
a diferencia de la verdad que obliga al asentimiento, semejante
opinión tiene uno de sus rasgos característicos en la salvaguar­
dia del descarte entre diversos puntos de vista, permitiendo así
una confrontación de perspectivas diversas.
Que la filosofía arendtiana no es una filosofía política que
proponga una teoría de la democracia directa de tipo rousseau-
niano53 se deduce no sólo de las durísimas críticas que la auto­
ra lanza contra Rousseau. Nada puede demostrar mejor la dis­
tancia que separa a Hannah Arendt de la apreciación de la vo-

Habermas a la nueva edición de su libro Strukturwandel der Óffentlichkeit,


Frankfurt, Suhrkamp, 1990, págs. 11-50. Esta introducción ha sido traduci­
da al inglés y publicada en C. Calhoum, Habermas and the Public Sphere,
Cambridge, Mass., The MIT Press, 1992, págs. 421-461. En este volumen es­
tán recogidos interesantes ensayos que no sólo tratan la concepción del espa­
cio público habermasiana sino que también comparan esta última con el punto
de vista de Arendt. Véase, en primer lugar, S. Benhabib, Modéls o f Public Spa­
ce. Hannah Arendt, the Liberal Tradition and Jiirgen Habermas, págs. 73-98,
aunque son también interesantes, en una perspectiva que implica a Arendt, los
artículos de Th. McCarthy, «Practical Discourse. On the Relation o f Morality
to Politics», págs. 51-72, y de P. Uwe Hohendahl, «The Public Sphere: Mo-
dels and Boundaries», págs. 98-108. Sobre la relación de Habermas-Arendt
con referencia al espacio público y a la opinión pública véase también
A. Brand, The «Colonization o f the Lifexvords» and the Disappearance o f Po­
litics- Arendt and Habermas, Thesis Eleven, núm. 13, 1986, págs. 39-53: uno
de los mejores tratamientos de la relación Arendt-Habermas es, a mi parecer,
el contenido en E. Delrouelle, Le consensus impossible. Le différend entre
éthique et politique chez H. Arendt etJ. Habermas, cit.
53 Entre los intérpretes que más insisten en el «totalitarismo» rousseaunia-
no de Arendt está N. K. O ’Sullivan, «Politics, Totalitarianism and Freedom:
The Thought o f Hannah Arendt», Political Studies, XXI, núm. 2, 1973, pagi­
nas 183-198.
nos de Hannah A ren d t' que no persigue ningún cumpli­
miento, sino, más bien, el «estar en común» gracias al mundo
v «por amor del mundo».

< L () PRIVADO Y LO SOCIAL

I. Si el espacio público es el lugar en el que la realidad del


mundo se manifiesta a sí misma, ¿qué es de las «muchísimas
tosas que no pueden soportar la luz intensa e implacable de la
presencia constante de otros sobre la escena pública»? ¿Qué es-
i.iluto detentan, si Arendt afirma que «sólo lo que se considera
importante, digno de ser visto y oído puede ser admitido en el
espacio público»?58. Pues bien, todo lo que no puede y no debe
loner relevancia pública entra de nuevo automáticamente en la
esfera privada, en aquella esfera en la que, literalmente, se está
privado «de la compañía de los otros».
Pero antes de afrontar directamente lo que Arendt entiende
por privado y la valoración que hace de semejante esfera, qui­
mera llamar la atención sobre el hecho de que ella hace un uso,
.obre todo, heurístico de la dicotomía público-privado. Una
distinción conceptual esta última, que dividiendo de manera
neta un universo en dos ámbitos conjuntamente exhaustivos y
recíprocamente exclusivos'’9, le permite denunciar enérgica-

Me refiero a J.-L. Nancy, La communauté désoeuvrée, París. Bour-


i'ois Lditcur, 1986, e id., Le Sens du mond, París, Galilée, 1993. R. Esposito
pone en relación de manera interesante la perspectiva arendtiana con la de
l I Nancy en Nove pensierí sulla política, Bolonia, ¡1 Mulino, 1993.
H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 51. [Trad. esp.: op. cit.]
Me refiero al modo en el que Bobbío define una «gran dicotomía
conceptual»: «Se puede hablar correctamente de una gran dicotomía cuando
nos encontramos frente a una distinción cuya idoneidad se puede demostrar:
•o para dividir un universo en dos esferas, conjuntamente complementarias,
i n el sentido de que todos los entes de aquel universo se incluyen, sin excluir
i ninguno, y recíprocamente exclusivas, en el sentido de que un ente com ­
prendido en la primera no puede ser al mismo tiempo comprendido en la
‘yunda; b) para establecer un división que es total, en cuanto todos los en-
li N a los que actual y potencialmente la disciplina se refiere deben poder
Ahora bien, para Arendt la esfera política es la esfera del
ser en común no porque aquellos que en ella habitan tengan un
único y común objetivo, sino porque todos tienen alguna cosa
en común: a saber, el mundo. Dicho de otra manera, el único
bien común que no traiciona la praxis sometiéndola a fines ex­
ternos a ella es el mundo, un mundo que no sólo establece una
relación con quien «ocasionalmente» se encuentra para actuar
sobre la escena de un determinado espacio público, sino que
también pone en comunicación con quien ha venido anterior­
mente y quien vendrá después. Porque

el mundo común es aquello en lo que nosotros entramos


cuando nacemos y lo que dejamos a nuestras espaldas en el
momento de la muerte. El transciende el arco de nuestra
vida tanto en el pasado como en el futuro; él existía antes de
que nosotros llegásemos y continuará después de nuestra
breve estancia en él. Y es lo que tenemos en común, no sólo
con aquellos que viven con nosotros, sino también con los
que vendrán después de nosotros. Pero semejante mundo
común puede sobrevivir al ciclo de las generaciones sólo en
cuanto aparece en público. Es la publicidad de la esfera pú­
blica la que puede incorporar y hacer resplandecer a través
de los siglos cualquier cosa que los hombres hayan querido
salvar de la ruina natural del tiempo. Durante muchos siglos
antes que nosotros —aunque ya nunca más—, los hombres
entraron en la esfera pública porque querían que alguna cosa
suya o alguna cosa que tenían con otros fuese más duradera
que su vida terrena56.

Actuar de tal manera que se evite que el mundo se disuelva


y olvide: tal es el único objetivo del «estar juntos» sobre la es­
cena pública. El único modo que no cosifica la praxis reducién­
dola a póiesis, el único modo que no cosifica el actuar de los
hombres en la construcción de una comunidad completa. La
arendtiana es todavía una «comunidad inoperante» usando el
título de un famoso libro que mucho debe a estas consideracio-

56 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 55. [Trad. esp.: op. cit.]
Aunque la contraposición público-privado esté por lo demás
orientada polémicamente, como se observará mejor dentro de
poco, contra el primado axiológico de lo privado que sostiene la
teoría liberal, la prioridad que Hannah Arendt atribuye a lo «públi­
co» no comporta de hecho que ella haga propia una posición orga-
nicista para la que el todo viene antes que las partes. Porque, ya se
ha visto, thepublic realm es exactamente el lugar en el que las di-
lérencias y la singularidad pueden afirmar su dignidad ontológica.
Y el bien público no se configura ya como una cosa que viene an-
tes que los ciudadanos y los supera, sino como aquello que los in­
dividuos pueden compartir: el mundo y la libertad de actuar en él.
Un segundo significado de privado se tiene cuando el con­
cepto de «privacy» pierde su referencia a la «privación» y se
hace sinónimo de lugar protegido, donde «todo sirve y debe ser­
vil' a la seguridad de la supervivencia». El aspecto «no privativo»
ile la noción de privado surge, por consiguiente, cuando se en­
deude como «el único refugio seguro del mundo público común,
seguro no sólo de todo lo que sucede en él, sino también de la
propia condición que se detenta en público, del ser vistos y oi-
dos»62. Momentos fundamentales de lo privado, así entendido,
son la propiedad y la labor: Arendt reconoce la importancia de la
propiedad privada y recuerda que en origen tener una propiedad
no «significaba ni más ni menos que tener un lugar propio en una
parte del mundo»63. No tener un puesto propio, como sucedía
con el esclavo, significaba, efectivamente, perder la condición
humana. Por lo que respecta a la labor, es suficiente recordar que
en el léxico arendtiano este término tiene una acepción vastísima
que comprende tanto, en sentido estricto, el proceso orientado al
sostenimiento de la vida, cuanto, formulado de manera más ge­
neral, el ámbito de la actividades económicas.
Según Hannah Arendt, a la esfera privada se orienta todo
cuanto concierne a la interioridad del sujeto: tanto la dimensión
afectiva como las normas y los valores de la conciencia indivi­
dual. Todo este universo que incluye tanto los sentimientos más

62 Ibídem, pág. 71.


63 Ibídem, pág. 61.
mente la consideración de la «sociedad» moderna en los térmi­
nos de una confusión y superposición entre las dos esferas.
No es, por consiguiente, ni anacrónica ni nostálgica la se­
paración dicotómica elaborada sobre todo en La condición hu­
mana que, para adquirir fuerza explicativa, retoma algunas dis­
tinciones aristotélicas, consideradas a menudo como el reflejo
de la realidad de la polis ateniense. La rígida delimitación entre
oikos y agora, entre idion y koinon, lleva así a la autora a una
primera delimitación de lo «privado». En el interior del círculo
restringido de la comunidad doméstica, el ciudadano griego se
ocupaba y se preocupaba sólo del propio bienestar material y
del de su familia. En este ámbito, el polites no se movía entre
pares, pero ejercitaba el propio dominio tanto sobre los hijos y
la mujer cuanto sobre los esclavos.
Apelando de nuevo a esta experiencia, Arendt precisa el
primer significado del término privado y recuerda así «la opi­
nión de los griegos, para los cuales una vida gastada en la ex­
periencia privada de lo que es propio (idion), fuera del mundo
común, es “idiota” por definición»60. En el sentido originario,
por consiguiente, lo privado está conectado a la privación:

Vivir una vida enteramente privada significa ante todo


estar privados de la realidad que se deriva del ser vistos y
sentidos por los otros; estar privados de una relación «obje­
tiva» con los otros, la que nace del estar al mismo tiempo en
relación con ellos y separados de ellos gracias a la media­
ción de un mundo común de cosas; estar privados de la po­
sibilidad de adquirir cualquier otra cosa más duradera que la
vida misma. La privación implícita en la privacv consiste en
la ausencia de los otros61.

entrar y, sobre todo, en cuanto tiende a hacer converger hacia sí otras dicoto­
mías que se convierten en secundarias respecto a ésta.» Cfr. N. Bobbio, Sta-
to, govem o, societá. Per una teoría generóle della política, Turín, Einau-
di, 1978, pág. 3. [Trad. esp.: Estado, gobierno y sociedad, Barcelona, Plaza
& Janés, 1987.] Esta definición se adapta, a mi parecer, a la contraposición
arendtiana de público y privado.
60 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 38. [Trad. esp.: op. cit.J
61 Ibídem, pág. 58.
publico-privado para interpretar lo social — el rasgo distintivo
de la época moderna— como el lugar en el que se consuma la
confusión entre los dos polos de aquella oposición67. La socie­
dad se ve como un híbrido en el que lo privado — en sus varias
acepciones, pero, sobre todo, como reproducción material de la
vida y corno actividad económica— asume relevancia pública,
invadiendo así el espacio anteriormente reservado a lo político.
Si la sociedad es el lugar del trabajo y del consumo, la activi­
dad política se convierte exclusivamente en la modalidad con
la que administrar y gestionar los problemas derivados de
ellos. Lo público es ahora una función de lo privado y lo pri­
vado se ha convertido en el único interés común que queda68.
I .a publicación de lo privado y la privatización de lo publicó
han operado una especie de inversión topológica que ha hecho
de la esfera privada el lugar en el cual puede todavía habitar la
libertad y de la pública el lugar de la necesidad: el lugar de un
mal inevitable. Y efectivamente así es, ya que Arendt defien­
de que el ámbito social es aquella modalidad de convivencia
colectiva, si todavía se puede llamar así, «en la que el solo he­
cho de la mutua dependencia en nombre de la vida y de nada
más asume un significado público en el que se consiente que
aparezcan en público las actividades conectadas con la mera
supervivencia»69.

67 «El surgir de la sociedad — el advenimiento de la administración do­


méstica, de sus actividades, de sus problemas e instrumentos organizati­
vos desde el oscuro interior de la casa a la luz de la esfera pública no sólo
ha confundido la antigua delimitación entre lo privado y lo político, sino que
también ha modificado, hasta hacerlo irreconocible, el significado de los dos
términos y su importancia para la vida del individuo y del ciudadano.» Ibí-
ilcm, pág. 38.
68 Ibídem, pág. 69. Con el advenimiento de la esfera social se asiste,
además, a una inversión de valores entre «propiedad» y «riqueza». «Antes
de la Edad Moderna, que comenzó con la expropiación de los pobres y pro­
cedió después a la emancipación de las nuevas clases privadas de propiedad,
toda civilización se basaba sobre la sacralidad de la propiedad privada. La ri­
queza, al contrario, tanto poseída privadamente com o distribuida pública­
mente, no había sido nunca considerada sagrada.» Ibídem, pág. 61.
M Ibídem, pág. 46.
íntimos cuanto las «razones» de la ética, si quiere mantener su
profundidad, debe permanecer escondido, protegido de la luz
de la escena pública. Porque «una vida gastada enteramente en
público, en presencia de los otros, se convierte, por así decirlo,
en superficial»64.
Dado que Arendt no se limita a recuperar el primer signifi­
cado del término privado, sino que se preocupa también de de­
linear el segundo; dado que no se limita a entender lo privado
como esfera de la «privación», sino que lo considera como el
necesario ámbito de la propiedad, del trabajo, de la dimensión
afectiva y de la conciencia moral, no es por tanto exacto cuanto
se ha sostenido: a saber, que en su universo conceptual «el tér­
mino privado exprese siempre desprecio» y que la dicotomía
público-privado sea traducible en la oposición «honor-vergüen­
za»65. Es suficiente señalar que la crítica arendtiana de la noción
de sociedad parte del supuesto de que el nacimiento, en la mo­
dernidad, de una esfera social, no sólo destruye el espacio públi­
co, sino también disuelve el privado, privando a los hombres
«no sólo de su sitio en el mundo, sino también de su permanen­
cia privada, donde otrora se sentían al abrigo del mundo»66.

2. Desde el punto de vista estrictamente conceptual, Arendt


se sirve, por consiguiente, de la neta y, quizás, rígida dicotomía

64 Ibídem, pág. 71.


65 Esta afirmación es de G. Kateb, Hannah Arendt: Politics, Conscien-
ce, Evil, Oxford, Martin Robertson, 1983; esa misma critica le hace, si bien
con argumentos distintos, N. K. O ’Sullivan, Politics, Totalitarianism and
Freedom, cit., pag. 187. Arendt parte de la «dignidad» de lo privado sobre
todo en Le granelje u du monde, cit., págs. 21-29. Que la distinción arendtia­
na de público y privado no ha sido en general recibida favorablemente lo tes­
timonian muchos ensayos sobre el tema; véanse, al menos, H. F. Pitkin, «Jus-
tice: On Relating Private and Public», Political Theory, IX, núm. 3, 1981,
págs. 327-352; R. P. Wolf, «Notes for a Materialist Análisis o f Public and
Private Realms», Gradúate Faculty Philosophy Journal, IX, núm. 3, 1981,
págs. 327-352; F. Collin, «Du privé et du publique», Les Cahiers du Grif,
núm. 33, 1986, págs. 47-68; S. D. Jacobitti, «The Public, the Private, the Mo­
ral: Hannah Arendt and Political Morality», International Political Science
Review, XII, núm. 4, 1991, págs. 281-294.
66 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 59. [Trad. esp.: op. cit.]
lerendas y de la pluralidad contra el poder homologante y
ccntralizador del E s ta d o 1.

*. En su rápida y sintética reconstrucción histórica del na-


i nniento de la sociedad moderna, Hannah Arendt dedica poco
mas de algunas referencias a las diversas fases por las que atra-
\ ¡esa72. Señala en todo caso que la «sociedad comercial o el ca­
pitalismo en sus primeros estadios» representaban todavía una
especie de «espacio público»: el homofaber, cuando salió de su
aislamiento, apareció como mercader en la escena pública del
mercado de cambio. En semejante situación, si bien residual-
inente, sobrevivía todavía un espacio común dentro del cual la
pluralidad y la distinción no estaban del todo anuladas 3.
Pero más allá de estas consideraciones específicas, cuando la
autora habla de sociedad y de esfera social casi siempre su refe­
rencia concreta y teórica es la sociedad de masas. Tocias las defi­
niciones, las críticas y las acusaciones vueltas a lo «social» se
atienen al patrón de la realidad de la sociedad de masas: el pseu-
do-espacio público ocupado en todo por el animal laborans,
constreñido en el mecanismo del ciclo producción-consumo.
Más que una verdadera y auténtica descripción sociológica
de la sociedad de masas, nos encontramos frente a una concep-
lualización que revela la misma preocupación que ha obsesio-

1 Acerca del término de «sociedad civil» véanse, para todos, M. Riedel,


Hürgerliche Gesellschaft», en W. Conze, R. Koselleck y O. Brunner (eds.),
<n schichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zu r poliíisch-sozialen
S/tntche in Deutschland, Stuttgart, KJett Verlag, 1975, vol. II, págs. 719-800.
y N. Bobbio, «La societá civile», en Stato, governo, societá, cit., págs. 23-42.
| liad, esp.: Estado, gobierno y sociedad, Barcelona, Plaza & Janés, 1987 ]
Para un replanteamiento de la aproximación arendtiana a la noción de socie­
dad véase J. L. Cohén y A. Arato, «The Normative Critique: Hannah
Arendt», en J. L. Cohén y A. Arato, Civil Society and Political Theory, Cam­
bridge, Mass., The MIT Press, 1992, págs. 177-200.
2 Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 29. [Trad. esp.: op. cit.]
' Arendt precisa sin embargo: «Nosotros sabemos que la contraposi­
ción entre público y privado típica de los estadios iniciales de la Edad M o­
derna ha sido un fenómeno temporal que cedió a una total extinción de la di­
ferencia entre esfera pública y privada y a la absorción de ambas en la so­
cial.» Ibídem, pág. 69.
Es obvio que bajo este perfil estrictamente teórico, el ob­
jetivo polémico es doble: de una parte, el marxismo, que con­
sidera lo político una simple variable de lo económico; de otra,
las teorías políticas y económicas del liberalismo, que quisie­
ran restringir la extensión de lo político para convertirlo sim­
plemente en el vigilante nocturno del desarrollo económico.
Hay que decir que Arendt parece ignorar de manera intencio­
nada la diferencia entre liberalismo político y liberalismo eco­
nómico. Aunque no sucede exclusivamente en La condición
humana, en esta obra, por ejemplo, no se traza ninguna distin­
ción fundamental entre el pensamiento político de Locke y el
de Constant o entre la teoría de Adam Smith y la de Bentham.
E irrelevante, por lo demás, parece la distancia que separa las
políticas del laissez-faire de las aproximaciones mercantilistas
y neo-mercantil istas. Todas, indistintamente, comparten el
punto de vista social según el cual la naturaleza crucial de la
política consiste en favorecer la actividad de la producción y
del consumo, es decir, — en la terminología arendtiana— el
proceso vital70.
Contrariamente a su costumbre de remontarse a los orí­
genes etimológicos de las principales categorías políticas,
para después registrar sus deslizamientos semánticos, en
este caso Arendt no se para a reconstruir la historia concep­
tual de la noción de «sociedad». Como si categorías tales
como la de societas civilis, primero, y las de civil societv o
bürgerliche Gesellschaft, después, no vehiculasen conteni­
dos totalmente diferentes a los propios de la noción moder­
na de sociedad. En particular, falta del todo el reconocimien­
to del papel estratégico que una declinación específica de la
noción de «sociedad civil» ha tenido en la defensa de las di­

7,1 Cfr. ibídem, págs. 44-45. Sobre estos problemas véanse sobre todo los
artículos de R. J. Bemstein, «Rethinking the Social and the Political», en el
mismo, Philosophieal Profiles: Essays in a Pragm atic Mode, Philadelphia
University Press, 1986, págs. 238-259 y págs. 299-302; y R. S. Beiner,
«Hannah Arendt on Capitalism and Socialism», Government and ü pposi-
tion, XXV, núm. 3, 1990, págs. 359-370.
democracia, sino que es una burocracia que se hace cargo de la
conducción del oikos sobre la escala nacional. «Lo que noso-
ims tradicionalmente llamamos Estado o gobierno deja el pues­
to a la pura administración y a aquel estado de cosas que Marx
justamente predecía como la extinción del Estado, si bien se
confundiría al creer que sólo una revolución podría causarla»78.
Semejante forma de administración burocrática, que para
Arendt es «la última forma de gobierno en la historia del Esta­
do nacional, así como el dominio de un hombre solo [...] había
sido la primera»79, se define eficazmente con la expresión de
the rule o f nobody. Este gobierno de nadie, en todo caso, no
deja de ser una forma de dominio por el hecho de haber perdi­
do la referencia a una personalidad específica. En definitiva, si
bien la esfera social ha ahogado la política, ocupado el espacio
publico y transformado los actores en consumadores, no ha lo­
grado, sin embargo, poner fin al dominio. «El gobierno de na­
die no es necesariamente un no-gobierno: es más, este puede en
determinadas circunstancias producirse en manifestaciones to­
davía más crueles y tiránicas que las acostumbradas»80.

4 . ¿ F in d e l a p o l ít ic a ?

1. Las amargas consideraciones expuestas en La condición


humana acerca de las amenazas casi mortales que atentan con­
tra la vida política en una sociedad de masas sobre la que se
cierne la sombra del poder, anónimo pero invasivo, de la buro­
cracia no pueden por menos de evocar el coro de lamentos so­
bre el fin de la política que el siglo x x produjo, comenzando
por la sugestiva y angustiante imagen weberiana de la «jaula
de acero» y acabando en las desconsoladas nostalgias comuni­
tarias de estos últimos decenios. Sin entrar aquí en el mérito de
las diferencias, también radicales, que existen entre estas posi-

78 II. Arendt, The Human Conclition, cit., pág. 45. [Trad. esp.: op. cit.]
79 Ibídem, pág. 40.
80 Ibídem.
nado a la autora desde Los orígenes del totalitarismo: la reduc­
ción de los seres humanos a ejemplares seriales de una «especie
animal», la subsunción de la pluralidad bajo una humanidad en
sí misma idéntica. Dicho de otra manera, en la sociedad de ma­
sas, y no sólo en el totalitarismo, ha resultado verdadera aquella
abstracción filosófica de hombre universal que en Marx había
encontrado su completo y definitivo esbozo. El carácter invasivo
de semejante sociedad, que continuamente se anexionó nuevos
ámbitos que en el pasado habían sido espacios públicos o priva­
dos deriva del hecho de que es el proceso mismo de la vida, con
su inexorable necesidad, el que debe estar encauzado, en una for­
ma u otra, en el dominio público74. Ésta es la razón profunda que
hace de la uniformidad la esencia de la esfera social, tal y como
está concebida en Vita activa [La condición humana], «El carác­
ter monolítico de todo tipo de sociedad su conformismo, que per­
mite un único interés y una sola opinión, está, en último análisis,
radicado en el ser-uno del género humano»75. La sociedad es con­
formista, uniforme y homogénea porque en el fondo las necesida­
des materiales son iguales en todos los individuos, ya que todo ser
humano tiene en común con todos los otros la misma urgencia de
proveer a las necesidades de la vida. El deseo de distinción, que
había sido uno de los motores más eficaces de la acción política,
se satisface ahora recurriendo a la moda, a actitudes extravagan­
tes o, como se diría hoy, apelando a la cultura de lo efímero76.
Esta sociedad que, como en la imagen tocquevilleana, está
retratada en su combinación de egocentrismo, conformismo y
nivelación77 tiene su propia forma de gobierno. Ésta no es la

74 Ibídem, pág. 45.


75 Ibídem, pág. 46.
76 Véase ibídem, págs. 39-41. H. Arendt, «Crisis in Culture», en Be-
tween Past and Future, cit., págs. 199-200. [Trad. esp.: Entre el pasado y el
futuro, op. cit.]
11 Ibídem, pág. 40. Arendt sigue también a Tocqueville en el juicio acer­
ca del contraste que existiría en América entre el conformismo social y la li­
bertad política: véase, por ejemplo, la carta de H. Arendt a K. Jaspers del 29
de enero de 1946 en H. Arendt, K. Jaspers, Briefwechsel, cit., págs. 64-69.
Tocquevilleanas son también las consideraciones acerca del igualitarismo y
conformismo contenidas en H. Arendt, «Europe and America: the Treat o f
Conformism», Commonweal, LX, núm. 25, 1954, págs. 607-610.
tli la «autonomía del político» y de la posibilidad de identifi-
■.11 los rasgos específicos de una determinada relación entre
los hombres83. Es esa misma situación observada y denuncia­
da por Hannah Arendt la que es objeto y punto de partida de
m llexión también para Cari Schmitt. Aquello a lo que el au-
lor alemán se refiere como «la vuelta hacia el Estado total»,
no es más que la mezcla indistinta de lo público y de lo priva­
do, una mezcla que Arendt señala como característica del ad­
venimiento de la esfera social. A lo largo de toda la obra
.1 hmitliana está presente la constatación de que la separación
i-ntre la esfera de la sociedad civil y la esfera del Estado ha
ido desapareciendo progresivamente, arrastrando consigo la
posibilidad de cualquier distinción clara. El que cualquier
cosa que en origen se considera neutral, es decir, no-política,
puede convertirse en virtualmente política, significa que, por
m i parte, la política se desnaturaliza en su cualidad específica
y se convierte en la actividad de un aparato técnico, orientado
.1 gestionar preferiblemente intereses privados y particulares.
No son sólo la análoga requisitoria en el análisis del proceso
de «privatización de lo público» y de «publicación de lo pri­
vado» y la primacía de una racionalidad puramente técnico-
económica los factores que unen a estos dos autores: también
están unidos por la común valoración del liberalismo y del
marxismo. Si el primero se caracteriza por no saber mirar más
allá del individuo sin relación y aislado, cuyo bien supremo
sigue siendo, en el fondo, el de la propiedad privada, el segun­
do no puede considerarse una alternativa real a los principios

Las páginas que siguen tienen com o punto de referencia y com o tér­
mino de confrontación el ensayo de P. P. Portinaro, «Antipolítica o fine della
política? Considerazioni sul presente disorientamento teorico». Teoría poli-
lica. IV. 1988, 1, págs. 121-137; véase también ícl., «Un breviario di políti­
ca», en V Vaiarelli, E. Guarnieri y P. P. Portinaro, II potere in discussione. Li-
neamenti di filosofía della política, Palermo, Edizioni Augustinus, 1992,
págs. 157-222. Interesantes consideraciones acerca de la relación Arendt-
Schmitt en R. Esposito, «Irrappresentabile polis», en id., Categorie d e ll’im-
politico, Bolonia, II Mulino, 1988, págs. 73-124, y en C. Galli, «Hannah
Arendt e le categorie politiche della modernitá», en Moclernitá. Categorie e
¡trofili critici, cit., págs. 205-224.
ciones, se puede, sin embargo, advertir que todas están bajo el
común denominador de un mismo diagnóstico de fondo: el del
carácter invasivo de la técnica, en la acepción más vasta del tér­
mino, combinada con la desintegración producida por la multi­
plicación de los intereses particulares que ha llevado al eclipse
de la política81.
Ahora bien, no es mi intención seguir los diversos vericue­
tos que las diferentes posiciones teóricas han recorrido para en­
contrarse finalmente de acuerdo en extender el certificado de
defunción de la política. Mucho menos pretendo detenerme a
observar la interesante y no casual contigüidad, lógica y gené­
tica, entre los asertos sobre el fin de la política y aquellos otros
sobre los diversos «tiñes» que tiene la escena del panorama
cultural en el último tramo del siglo: fin de las ideologías, fin
de la historia, íin del sujeto, fin del sentido. Todas, en definiti­
va, orientadas a señalar la fragmentación de aquellas coordena­
das fundamentales entre las que se movió, cuando todavía no
estaba desorientado, el hombre occidental82. Pero, como con­
clusión de cuanto se ha dicho, me urge hacer notar que la mul­
tiplicidad de las posiciones desde las que se observa y se de­
nuncia el ocaso de la política implica la asunción de un presu­
puesto de fondo. Que la política, o mejor dicho, lo político,
tiene una auténtica autonomía y que solo en virtud de esta au­
tonomía es posible diagnosticar su desaparición. Si no dispu­
siese de un criterio propio que, desde otras esferas, regiones o
mundos vitales lo distinguiese, no tendría en efecto sentido la­
mentarse de la anexión a otros dominios.

2. En este punto, se impone por sí misma la evidencia de


las afinidades que median entre Hannah Arendt y Cari Schmitt:
ambos son los defensores más inteligentes y más convencidos

sl Cfr. C. Galli, «Técnica e política: modelli di categorizzazione», en


Modemitá. Categorie epm fili critici, Bolonia, 11 Mulino, 1988, págs. 79-106.
82 Véase R. Esposito, «La fine della política», MicroMega, 1994, núme­
ro 1, pág. 14. C fr. también R. Esposito, «Política», en N ovepensierí sulla p o ­
lítica, cit., págs. 15-38.
•i lo antes y más allá del Estado85. Lo político es, en efecto, la
'I' .mide/ del conflicto mismo, el irreductible carácter factual
i' l.i relación amigo-enemigo, cuando semejante relación asu-
iii' una relevancia publica. Cada vez que se asiste a la antítesis
,imlciis-hostis, uno se encuentra frente a la manifestación de lo
l•<.1Hico. Allí donde hay una instancia capaz de neutralizar el
i millicto, reduciendo lo múltiple a unidad allí hay soberanía y,
i••" consiguiente, acción política. El que el Estado, lugar privi-
I' fiado en el que la política y lo político se manifiestan, esté
muerto no significa que lo político haya desaparecido. Está
>!• .lutado si acaso a presentarse bajo nuevas formas y, quizás,
• I* manera todavía más violenta. El fin del Estado y de la polí-
iit .i practicada dentro de sus confines no implica, por consi-
fiucnte, el fin de lo político.
I lannah Arendt no esboza ninguna distinción léxica entre
11política y lo político. Por lo demás, no tiene necesidad de ello.
I’iiin ella, discutir del Estado no ha significado nunca hablar de
l.i política o de lo político. Por más que coincida con el jurista
alemán acerca de la fecha del nacimiento, el desarrollo y la
mortal enfermedad de aquella «brillante creación del raciona-
lismo occidental», nada le es más extraño que la nostalgia por
la ecuación Estado-política; nada le es más lejano que la idea
de que la política sea la actividad que decide sobre el estado de
excepción, reportando el «dos» al «uno». Y menos la podría
preocupar el problema del orden y de la forma86. Si hay ecua­
ciones que se pueden establecer en el contexto teórico arendtia­
no, éstas son totalmente de carácter especulativo y contrarias a
las que tienen valor para Schmitt. Es como si el criterio de lo
político de Hannah Arendt hubiese sido concebido como res­
puesta al Begriff schmittiano: no sólo privilegia el momento de
la composición sobre el del conflicto, sino que a veces parece

KS Para parafrasear el título del volumen editado por G. Duso, La política


oltre lo stato: Cari Schmitt, Venecia, Arsenale Cooperativa Editrice, 1981.
Acerca de la relación Arendt-Schmitt, además de los artículos italianos
citados anteriormente, véase M. Revault d’Allones, «Lectures de la moderni-
lé M. Heidegger. C. Schmitt, H. Arendt», Les Temps Modemes, núm. 532,
1990, págs. 89-108.
liberales. Al menos si la perspectiva desde la que se juzga es
la importancia de la dimensión política. Tanto en el marxismo
como en el liberalismo, el momento económico sigue siendo
el elemento determinante del que todo lo demás es sólo fun­
ción. Tanto para Schmitt como para Arendt, lo político no
puede ser definido subordinándolo a otras esferas, bien sea la
económica, la ética o cualquier otra. En opinión de ambos, ni
a la filosofía le corresponde trazar el perfil ni a la conciencia
moral dictar los principios. Para los dos, reducir lo político a
la administración significa traicionarlo. Éste tiene una auto­
nomía y dignidad propias que deben acentuarse con tanta ma­
yor fuerza cuanto mayor es el riesgo que corren de ser olvida­
das y confundidas. Pero de aquí en adelante sus caminos se
dividen para seguir dos itinerarios radicalmente diversos que
después, de manera paradójica, vuelven a encontrarse. He
aquí, en drástica síntesis, algunas etapas de sus diferentes re­
corridos.

3. En el Begriff des Politischen constata la devaluación de


la ecuación Estado-política: «El Estado como modelo de la
unidad política, el Estado como detentador del más extraordi­
nario de todos los monopolios, a saber, el monopolio de la de­
cisión última, fúlgida creación del formalismo europeo y del
tradicionalismo occidental, está a punto de ser destronado»84.
La política, entendida a la manera que lo hace Schmitt, es, en
efecto, la capacidad de decidir en última instancia sobre el con­
flicto, neutralizándolo y reuniendo a las partes en lucha. Este
monopolio de la decisión última, que es al mismo tiempo el cri­
terio indicador del titular de la soberanía, ha estado durante lar­
go tiempo en las manos del Estado moderno. Incluso cuando
éste ha dejado de ser la forma de la unidad política y ha caído
presa de los partidos y de los intereses corporativos que se han
dividido su sustancia, reduciéndolo a vacío simulacro, y han des­
centrado la soberanía hasta paralizar las decisiones. La maniobra
teórica de Schmitt es la de sacar lo político del Estado, la de pen-

84 C. Schmitt, El concepto ele lo político (1932), Madrid, Alianza, 1991.


política. Si así fuese, Hannah Arendt ya no tendría nada nuevo
i|iir contamos: tendría, si acaso, una cosa que recordar, una
1 1f .i que fue en otro tiempo — en el tiempo de la polis, de la res
i'lihlica romana, de la revolución americana y que ahora ya
mi puede ser. Mientras, Cari Schmitt no debería dejar de vigi-
l ii para desenmascarar y capturar lo político, que, sin duda, se
In. sonta bajo figuras nuevas e insólitas. Así sería si Hannah
Arendt fuese la pensadora que muchos de sus intérprete nos
l>i>sentan: la filósofa que rehabilita la experiencia política de la
polis, en particular el modo en el que esa experiencia ha sido
Hneniada por Aristóteles, para desnuclear el propio criterio de
l<> político. Es cierto que, si el espacio público coincide con un
• -.pació histórico determinado, a saber, el de la polis o el de la
res pública, no hay duda de que para ella la política ya no pue­
de encontrar acogida en nuestro mundo. Cuanto más avanza la
modernidad tanto más se aleja de la política auténtica y tanto
menores se hacen las posibilidades de un actuar político libre y
plural. En este sentido, Arendt esbozaría una Verfallgeschichte
que como tal presupone un momento inicial «íntegro», a partir
del cual es posible medir el regreso al que poco a poco se ha
llegado.
No creo que las cosas estén exactamente así o, al menos, no
del todo. Estoy convencida de que, junto a los residuos de una
11 ’r/allgeschichte, convive otra concepción o, mejor dicho, una in-
Iilición diferente que complica y descompone aquélla. Y esta
diversa institución comporta el estatuto mismo del espacio pú­
blico. Ese no es el calco de una situación política integra, en el
sentido de auténtica o completa. No posee, por consiguiente,
las características «sólidas» y bien delineables que de ordinario
connotan las formas políticas e institucionales concretas, bien
sean éstas la democracia ateniense o la república romana. Son
las mismas palabras de Arendt las que nos indican la extrema
fragilidad que es inherente a semejante espacio: «Su peculiari­
dad consiste en que, a la inversa de los espacios que son obra
de nuestras manos, no sobrevive a la realidad del movimiento
que lo ha creado, sino que desaparece no sólo con la disolución
de lo humano — como en el caso de las grandes catástrofes o
cuando se destruye el cuerpo político de un pueblo— sino con
volver a proponer el ideal griego de amistad87. Las ecuaciones
que pueden sacarse de las páginas de La condición humana,
Sobre la revolución y Sobre la violencia son, si acaso, enun-
ciables de la manera siguiente: todo lo que tiene que ver con
el Estado es, y ha sido siempre, antipolítico, y la política ja ­
más se ha identificado con el Estado. Porque para Hannah
Arendt, la política y lo político son aquello que se sustrae al
universo del dominio, aun cuando este dominio se ejercite
como monopolio legítimo de la fuerza. Allí donde se está ju n ­
to, sin posibilidad de recurrir a ninguna lógica estratégica, en
la modalidad de la acción y del discurso, en un espacio públi­
co que consiente la pluralidad y la distinción, la identidad y la
diferencia, allí hay política. Allí donde muchos emprenden
coralmente una iniciativa que crea un nuevo espacio común
dentro del cual sólo rigen relaciones horizontales, allí efecti­
vamente se manifiesta lo político.
Por consiguiente, la muerte del Estado, supuesto siempre
que haya tenido lugar de manera verdadera y definitiva, no in­
duce a Hannah Arendt a repensar lo político. Parece simple­
mente no observarlo. Pero esa muerte es al mismo tiempo el
síntoma de la agudización de la confusión de lo público y lo
privado, diagnosticada también por Schmitt, que lleva al sofo­
camiento del espacio público. Y con la desaparición del espa­
cio público no restaría sino constatar amargamente el fin de la

Sería interesante contrastar las fugaces referencias que Hannah


Arendt dedica a la noción griega, aristotélica, de amistad con la «política de
la amistad», pensada por J. Derrida, The Politics ojFriendship, texto meca­
nografiado distribuido con ocasión de un seminario impartido en Nueva
York en la New School o f Social Research en mayo de 1988, págs. 1-50. De
este p a p e r se ha publicado una versión muy reducida en The Journal o f Phi­
losophy, l.X X X y 11, 1988, págs. 632-648. Véase por último J. Derrida, Po­
litique de Tamitié, París, Galilée, 1994. Acerca de la noción de amistad en
el mundo clásico, véase L. Pissolato, L ’idea d i amicizia nel mondo antico
classico e cristiano. Turín, Einaudi, 1993; para una reconstrucción de la no­
ción de amistad en clave filosófico-política, véase G. Zanetti, «Giustizia e
amicizia com e categorie ordinanti a partiré da Aristotele», en R. Cubeddu (a
cargo de), Lordine eccentrico. Ricerche su l concetto di ordine político, Ná-
poles, ESI, 1993, págs. 99-151.
la desaparición o el fin de sus acciones mismas»88. Más abajo
nos ocuparemos de cómo la autora considera algunos remedios
institucionales que protegen o mejor han protegido, sin anular­
la, esta fragilidad constitutiva. Ahora sólo me interesa insistir
sobre aquello a lo que remite semejante fragilidad, es decir, al
carácter de potencialidad de la esfera pública. Arendt, de he­
cho, recuerda que «él [el espacio público] está potencialmente
allí donde las personas se reúnen, pero sólo potencialmente, no
necesariamente ni para siempre». «A esta peculiaridad de la es­
fera pública — la de ser fundada sobre la acción y el discurso—
«se debe el que nunca pierda su carácter potencial»^.
Ahora bien, ni siquiera la Atenas de Pericles ha escapado a
ese «destino» que parece perseguir a toda esfera pública. Otro
tanto ha sucedido en Roma y en el caso de la revolución ame­
ricana. Porque, precisamente, semejante espacio parece incom­
patible con la duración. Se configura más bien como una «po­
sibilidad» no limitada a un tiempo y a un lugar determinados,
una potencialidad que en aquellas ocasiones se hace actual. Por
tanto, no es una propiedad exclusiva del pasado, ya que poten­
cialmente está por todas partes. Sus epifanías más verdaderas
privilegian aquellos momentos en los cuales se interrumpen las
relaciones de dominio y los espacios al margen de la estatali-
dad moderna: Rute, Soviet, insurrecciones de Budapest, Prima­
vera de Praga, revueltas de los estudiantes, episodios de deso­
bediencia civil.
Si, por consiguiente, es innegable que en Arendt se vuelve
a encontrar aquella meláncolica resignación de quien sabe que,
en el mundo en el que «lo social» ha colonizado todo los ámbi­
tos, cada vez menos podrán actualizarse las potencialidades de
lo político, sigue, sin embargo, siendo verdad que no puede fir­
marse el certificado de muerte de la política. Porque si lo polí­
tico no ha tenido duración, no puede tampoco acabar; si es una
posibilidad y no una realidad determinada, mientras haya un
«mundo» no podrá nunca desaparecer del todo.

88 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 199. [Trad. esp.: op. cit.]
89 Ibídem, pág. 200.
1. Nada mejor que la noción de poder expresa el carácter de
potencialidad del espacio público. En La condición humana se
lee: «El poder es aquello que mantiene viva la esfera pública, el
espacio potencial del aparecer entre hombres que actúan y hablan.
I .a misma palabra “poder” como su equivalente griego dynamis,
o la potentia latina con sus derivados modernos, o el alemán
Machí (que deriva de mógen y móglich, no de machen) indican su
carácter potencial»90. Es partiendo de esta acepción del término
power como Arendt procede a desmontar las diversas estratifica­
ciones de sentido de los conceptos políticos tradicionales, todos
más o menos comprometidos con aquel que desde Platón en ade­
lante se ha convertido en un verdadero y auténtico lugar común:
la convicción según la cual allí donde hay política allí está vigen­
te una relación asimétrica entre el que manda y el que obedece.
Este intento de crítica radical en los análisis de la tradición
que I lannah Arendt persigue hace efectivamente que no se deban
buscar en su obra las distinciones que caracterizan muchos de los
tratamientos canónicos del concepto de poder, elaborados tanto
por la filosofía política como por las más recientes sociologías
del poder. No se encuentran, por tanto, algunos topo i de la teoría
política antigua y moderna: en primer lugar, la división tripartita
clásica de las formas de poder. Arendt no distingue el poder po­
lítico del poder paterno o del poder despótico, ni al seguir a Aris-
tóteles y referirse al criterio del diferente sujeto que se aprove­
cha del ejercicio del poder, ni al mencionar a Locke y someter
.1 examen el diverso fundamento o principio de legitimidad de
los tres poderes. Y, al revés de lo que hacen muchos científicos
liel siglo xx, no se preocupa ni siquiera de distinguir el poder po-
lítico del económico y del ideológico, basándose en el diferente
medio con el que estos poderes son ejercidos91.

1,0 Ibídem, pág. 200.


1)1 Para las diversas clasificaciones del poder elaboradas en la historia
del pensamiento político, véase N. Bobbio, «Stato, potere e govemo», en Stato,
yovem o e socíetá. Per una teoría generóle della política, cit., págs. 43-125, so­
bre lodo las págs. 66-76. [Trad. esp.: Estado, gobierno y sociedad, Barce­
lona, Plaza & Janés, 1987.]
2. En la primera edición de Los orígenes del totalitarismo
1Iannah Arendt se sirve todavía de la noción convencional de
poder político, asociando por lo general ese término al uso de
l;i fuerza y de la violencia. Pero a partir de los años inmediata­
mente sucesivos, su reflexión política puede ser interpretada
como el esfuerzo fijo y constante de separar y desembarazar el
uno de la otra, poder y violencia; de circunscribir la peculiari­
dad del poder político frente a aquellas «confusiones concep­
tuales» que lo han identificado con el dominio, con la constric­
ción o, también, con la autoridad.
En el paper dedicado a Karl Marx and the Tradition of
Western Political Tought, de 1953, Arendt intenta obtener un
concepto de poder que está en oposición con la casi totalidad
de las elaboraciones transmitidas por la historia del pensamien­
to político. En particular llega a entrever la posibilidad de un
«nuevo significado del término poder» al considerar los modos
en los que la tradición filosófico-política ha afrontado el pro­
blema de las relaciones entre ley y poder93. Casi todos los filó­
sofos políticos, precisa Hannah Arendt, o han fijado en la ley la
manifestación del poder — en cuyo caso, sin embargo, «se ha
visto el poder como un instrumento con el que dar vigor y fuer­
za a la ley»— o «han concebido la ley como un confín, un lí­
mite para poner coto al poder»94. Ahora bien, concebir el poder
como un instrumento que da fuerza a la ley significa en defini-
li va hacerlo coincidir con la violencia, que es siempre un medio
al servicio de un determinado fin. Se trata, por consiguiente de
una concepción instrumental del poder. «Pero violencia — con­
tinúa la autora— no es lo mismo que poder; si lo fuese, Hobbes

págs. 633-676, sobre todo las págs. 669-671. Para una tratamiento reciente y
sintético del concepto de poder que tenga en cuenta las elaboraciones arend-
Iianas y discuta críticamente las clasificaciones propuestas de Lukes, cfr.
I. Ball, «Power», en R. E. Goodin, P. Pettít (eds.), A Companion to Contem-
porary Political Philosophy, Oxford, Blackwell, 1993, págs. 548-557.
93 Estas consideraciones sobre la ley y el poder se encuentran en
II. Arendt, Karl Marx and the Tradition o f Western Political Tought, long
draft, 1953, Washington, Library o f Congress, Manuscripts División, «The
papers o f Hannah Arendt», box 64, págs. 41-60.
c)4 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 41.
Cuando Arendt habla de power sin ulterior precisión, se refie­
re siempre al poder político, al igual que, cuando utiliza el térmi­
no rule, remite, sin diferencias substanciales, tanto a dominio
cuanto a gobierno. Es, en efecto, su convencimiento de que la no­
ción de gobierno presupone, en la casi totalidad de los casos, la
idea de dominio, la idea de una fractura que separa radicalmente
a quien detenta el monopolio de la orden de aquel que tiene que
seguirla. Por consiguiente, no se debe a una confusión léxica ni,
por así decir, a una escasa habilidad taxonómica el que en las
obras arendtianas falten estas tradicionales distinciones. Esto es
más bien achacable al hecho de que según Arendt, en casi todos
los modos, antiguos, modernos y contemporáneos, de trazar los
confines entre un tipo de poder y otro está implícito el supuesto
de que, por doquier y de cualquier manera como se ejercite el po­
der, su acción se traduce en el plegarse a la voluntad de otros.
Quizás sólo se pueda destacar una analogía formal con algu­
nas articulaciones claves de la sociología del poder weberiana.
También Hannah Arendt, a su modo, distingue entre Macht, Ge-
walt y Herrschaft, cuando hace destacar las diferencias entre
strength, violence y power. Además, el contenido del power
arendtiano, como veremos, se califica precisamente en la distin­
ción y oposición a la Herrschaft weberiana. Y se puede señalar,
finalmente, como apostilla a estas consideraciones que la noción
arendtiana de poder, en cuanto extraña a las teorizaciones tradi­
cionales, ha asumido su papel en los criterios taxonómicos ela­
borados recientemente para dar cuenta de las diversas interpreta­
ciones del fenómeno. Cada vez que se intenta distinguir las di­
versas concepciones del poder dentro de dos macro-categorías,
la noción arendtiana de power está llamada a ejemplificar las po­
siciones teóricas que miran al poder político como a un fenóme­
no relacional y comunicativo, a las que se oponen aquellas persr
pectivas que insisten sobre el momento del conflicto y, por con­
siguiente, de la orden y de la obediencia92.

92 Cfr., por ejemplo, S. Lukes, Power: A R adical View, Londres, Mae-


Millan, 1974 [trad. esp.: E l poder. Un enfoque radical. Madrid, Siglo
XXI, 1985]; id., «Power and Authority», en T. Bottomore y R. Nisbet
(eds.), A H istory o f S ociological Analysis, Londres, Heinem , 1978,
Power, por consiguiente, ya en este escrito de 1953, remite
a la potencialidad y, más particularmente, a la posibilidad ofre­
nda a los ciudadanos «de generar y experimentar juntos» la ex­
periencia del poder". En este sentido, prosigue Arendt, toda jus­
tificación del poder sería tan fútil como una justificación de la
vida misma. Porque el poder, entendido como «posibilidad de
estar juntos» no tiene necesidad de encontrar fuera de sí, en un
presunto objetivo de la vida de la comunidad», la propia ratio
essendim . «En el ámbito político un “fin objetivo” claramente
definible, no existe. Porque si el vivir juntos tiene un objetivo
definido, debe llegar a un fin cuando este fin se ha alcanzado.
Pero el vivir juntos no llega nunca a término y por eso no puede
lener un fin: un fin que organice y controle los medios»101.
Pero esta concepción no instrumental ni objetivista del poder
que considera el simple «estar juntos» un fin en sí mismo ha con­
ducido a una «existencia miserable», ha vivido al margen de las
concepciones dominantes que consideraban el poder siempre co­
nectado con la violencia. Solo Montesquieu, concluye Arendt, ha
logrado en cierto modo hacer revivir, en su «gran descubrimien­
to» de que el poder es divisible, el significado originario que el
término dynamis vehiculaba102. «Escondida bajo la idea de la di­
visión tripartita de los poderes, pulsa una visión de la política se-
¡ítín la cual el poder está completamente separado de toda conno­
tación violenta. Montesquieu es el único que ha tenido un con­
cepto de poder extraño a la tradicional categoría medio-fin»103.

99 Ibídem, pág. 45.


11X1 Ibídem, pág. 46.
101 Ibídem. pág. 47. En la misma página Arendt observa: «Todos los “fines
últimos” de la política, del summum bonum a la felicidad del mayor número,
que en última instancia llegan siempre a desear paraísos sobre la tie­
rra, fallan no sólo por su implícita naturaleza tiránica, sino también porque el
momento de su realización no coincidiría ni con la felicidad ni con la s; tisfac-
ción ni con el orgullo, como, por el contrario, sucede en la fabricación cuando
se lleva a cabo un objeto. Coincidiría más bien con el aburrimiento más total y
desesperante.» Acerca de la noción de bien común véase A. Cavarero, «Hannah
Arendt: la libertá come bene comune», en E. Parise (a cargo de). La política tra
natalitá e mortalitá. Hannah Arendt. Nápoles, ESI. 1993, págs. 23-44.
H. Arendt, Kart Marx and the Tradition, cit., pág. 54.
103 Ibíd., pág. 55.
tendría razón y el poder, en ultima instancia, no sería nada más
que la capacidad de matar»95.
Más interesante en su opinión es otra perspectiva: la que
concibe la ley como dique y confín. Interesante también,
porque los autores que la han sostenido no se han dado cuen­
ta de que, actuando de esta manera, se alejaban del modo tra­
dicional de concebir el poder96. En el modo de entender la
ley como confín resuena el antiguo significado de nomos:
algo que, erigido por el hombre, protege, contiene y conser­
va en el propio interior una realidad más frágil y más precio­
sa a un tiempo. Las leyes de la ciudad eran como sus muros:
circundaban y custodiaban las acciones políticas de los ciu­
dadanos.

E n ese modo distinto de considerar la ley saldría a la luz


un concepto de poder totalmente diverso, cuyo significado
está contenido en la raíz etimológica del término mismo.
Power, pouvoir, posse o dynamis significan potencialidad y
se distinguen por tanto de la potencia [strength], cualquier
cosa que está a mi completa disposición, que de verdad es
posesión mía. E n este significado, el poder se hace posible,
llega a ser. sólo porque y sólo cuando el individuo comienza
a actuar. Y el actuar, en cuanto distinto del hacer, implica
siempre una relación con otros97.

Y mientras

potencia [strenght], habilidad [skiII] y violencia [violence]


residen en m í mismo y están a mi disposición, el poder re­
quiere la pluralidad de los hombres. Porque el poder no es
cualquier cosa que yo posea por naturaleza; llega a ser, no en
los hombres, sino entre los hombre cada vez que éstos ac­
túan juntos y de común acuerdo. Llega a ser, por ejemplo,
durante la fundación de una comunidad»98.

95 Ibídem, pág. 44.


96 Ibídem, pág. 43.
97 Ibídem, pág. 44.
98 Ibídem, pág. 46.
Son en efecto las definiciones de Weber las que ponen en
ulei'ta la «vigilancia semántica» de la autora. «Por poder debe
. tilenderse [...] la posibilidad de encontrar obediencia mediante
tdenes por parte de un determinado grupo de hombres y no
Millo cualquier posibilidad de ejercitar potencia e influencia so-
l*i*' otros hombres [...]. A toda auténtica relación de poder es in-
li. iente un mínimo de voluntad de obedecer, es decir, un interés
por la obediencia» afirmaba Max Weber108. Y poco importa a la
nutora que el concepto de poder político, ligado con doble hilo
i tin el del estado, se configure como un dominio de hombres so-
bu- otros hombres basado en el monopolio de la violencia legí­
tima. Semejante legitimidad no cambia para Arendt la sustancia
de las ecuaciones que hacen del poder una forma de dominio y
t|iie teconducen el dominio, si bien en última instancia, al uso de
la violencia. Cierto es que, si la esencia del poder es la eficacia
tic la orden, no hay poder más grande y más oscuro que el ejer-
i ilado por la violencia109. En suma, para Weber y para tantos de
m i s «discípulos», consciente o inconscientemente, la violencia

sigue siendo la más flagrante manifestación del poder.


A primera vista, en este panorama sumario de la ciencia polí­
tica del siglo xx, resulta excepcional el pensamiento de un autor
italiano, Alessandro Passerin d’Entréves: «el único autor que co­
no/co — afirma Arendt que se da cuenta de la importancia de
distinguir entre violencia y poden)110. En todo caso, también su
distinción, «con mucho la más elaborada y meditada que se pue­
da encontrar en la literatura sobre este tema»111, no logra replan­
tearlo de raíz y, consiguientemente, no logra resolver el problema,
restituyéndose así la imagen de un poder político que, si bien de­
finido como «fuerza institucionalizada» o «cualificada», en el
fondo es sólo una versión «más moderada» de la violencia.

108 Cfr. M. Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga, Mohr, 1922.


| li ad, esp.: Economía y sociedad, Madrid, FCE, 1993.]
109 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 37. [Trad. esp.: op. cit.]
110 Ibídem.
111 Arendt cita de la versión inglesa de A. Passerin d’Entréves, The No-
tion o f the State. An Introduction to Political Theory, Oxford, Oxford Univer-
sity Press, 1967.
3. Estas son las ideas que vuelve a proponer en forma sus­
tancialmente idéntica en las páginas de La condición humana y
de Sobre la revolución y que después sistematiza, casi en modo
didáctico, en el escrito Sobre la violencia de 1969104. En este
trabajo, el cuadro se hace completo: los objetivos polémicos
son claramente individuales y la claridad de las distinciones
deja poco espacio a los equívocos interpretativos. Para afirmar
el propio concepto de poder, Hannah Arendt debe luchar sobre
todo contra «cierta ciencia política», incapaz de distinguir «en­
tre palabras claves» como poder, potencia (strength), fuerza
(forcé), autoridad y finalmente violencia; cada una de las cua­
les se refiere a fenómenos diversos y distintos105. Y entre los re­
presentantes de esta ciencia política, «sorda a los diversos sig­
nificados lingüísticos», pero también «ciega frente a realidades
diferentes», la autora menciona a C. Wright Mills y Bertrand
de Jouvenel. Por muy diversas que puedan ser sus definiciones de
poder político, todas llegan a la misma conclusión: que la polí­
tica es lucha por el poder y que la esencia del poder es, en últi­
ma instancia, la orden, que se hace eficaz sólo si puede contar
como instrumento propio con la violencia106. Estas definicio­
nes son solo ejemplos de un actitud teórica difundida y consoli­
dada que hunde las propias raíces en el pensamiento del último
de los grandes «clásicos», Max Weber. Tanto que Sobre la vio­
lencia podría también leerse como una respuesta a ese destilado
de la sociología weberiana del poder que es Politikals B e ru fm .

104 H. Arendt, On Violence, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovano-


vieh, 1969 [trad. esp.: Sobre la violencia, op. cit.]
105 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 43. [Trad. esp.: op. cit.]
106 Arendt cita de C. Wright Mills, The Power: The Natural History o f
lts Growth (1945), Londres, Hutchinson, 1952.
107 Cfr. M. Weber, Politik ais Beruf, Wissenschaft ais Bemf, Berlín,
Duncker und Humboldt, 1920. [Trad. esp.: La ciencia como profesión: la p o ­
lítica como profesión, Madrid, Espasa-Calpe, 1992.] También Sobre la vio­
lencia, al igual que la conferencia de Weber, está orientada a los estudiantes: a
aquellos estudiantes que en los campus americanos se inflamaban con la lec­
tura del libro de Frantz Fanón, Les damnés de la teire, París, Maspero, 1962, y
del prefacio al volumen de Jean-Paul Sartre que encomiaba, a la manera so-
reliana, la violencia.
ni excepción, con el uso de un poder que en última instancia no
•ólo recurre a la violencia sino que se identifica con ésta.
La ecuación teórica de poder y dominio, ya fijada por el pen-
..imicnto griego, ha sido después reforzada «por una concepción
imperativa de la ley»"5 que identifica esta última con la orden.
I s ésta la contribución más consistente que judíos y cristianos
han dado a la tradición del dominio. Esta concepción, efectiva­
mente, « 1 1 0 ha sido inventada por los exponentes del “realismo
político”, sino que ha sido más bien el resultado de una generali­
zación mucho anterior, casi automática de los “mandamientos de
I )ios”, según la cual, la simple relación de comando y obedien­
cia bastaba en efecto para individuar la esencia de la ley»116.
¿Cómo salir, pues, de ese campo magnético que se crea en
(orno a un poder y a una ley así entendidos? ¿Cómo es posible
también pensar sólo en términos distintos a los que inevitable­
mente reconducen a la idea de dominio? Como ya había hecho
en Karl Marx and the Tradition, Arendt apela al legado de
«otra tradición». Se lo habíamos visto hacer en La condición
humana y ahora más en Sobre la revolución; y lo repite de
modo explícito en el ensayo Sobre la violencia:

En todo caso —observa— hay también una tradición y


otro vocabulario no menos antiguo y respetado [honoured]
en el tiempo. Cuando la ciudad-estado ateniense llamaba a
su constitución isonomia o los romanos hablaban de la ch i­
tas al referirse a su forma de gobierno, tenían en mente un
concepto de poder y de ley cuya esencia no se basaba sobre

H. Arendt, On Violence, cit., pág. 39. [Trad. esp.: op. cit.]


1 Ibídem. También en Karl M arx and the Tradition, long draft, cit., ha­
bla reconstruido el paso del significado espacial del término nomos, la ley
como límite que circunda la ciudad, a un significado que implica, primero,
una orden moral y, posteriormente, la orden toutcourt. Y además precisaba:
«Ya mucho antes de las leyes y de las órdenes del Viejo Testamento, el no­
mos hasi leus de Píndaro sirve de apoyo a una concepción imperativa de la
ley. K1 nomos de Píndaro significa orden, un orden inscrito en el universo
mismo, que debe dominar, com o un soberano, sobre todo lo que acaece. Esta
ley no está puesta por los hombres ni escrita por los dioses, sino impuesta so­
bre todas las cosas, mortales e inmortales, vivas y sin vida. Y, si se la llama
divina, es porque gobierna incluso sobre los dioses.» Ibídem, pág. 53.
El punto de vista weberiano, en definitiva, no logra encontrar
oposiciones sustanciales y reales. Y esto indica sobre todo que el
concepto de Herrschaft Elaborado por Max Weber cristaliza en sí
mismo, de una forma lógicamente perfecta, los elementos de una
larga y casi incontrastada tradición: la tradición que conectó el po­
der político al Estado a través de la noción de soberanía: una línea
de pensamiento que nace con Bodin, se afirma con Hobbes, atra­
viesa el pensamiento de Rousseau y sigue viviendo hasta Cari
Schinitt112. Todos estos autores colocan en las manos de un solo
sujeto, el Estado, que en el caso de Rousseau se identifica con la
voluntad general, el monopolio absoluto del poder. Pero las defi­
niciones weberianas «coinciden también con los términos usados
desde la antigüedad griega para definir las formas de gobierno
como el dominio del hombre sobre el hombre: de uno, en la mo­
narquía, o de pocos, en la democracia»113. Desde cualquier parte
que se mueva su investigación, Arendt siempre retoma al elemen­
to central de su Grundfrage: al problema de la continuidad de un
pensamiento de dominio, de una teoría que desde Platón ve el po­
der sólo como un instrumento de coerción. Así Max Weber es
sólo la expresión última y más exhaustiva de la Main Tradition en
la que campa incontrastada la idea de dominio. Una tradición de
pensamiento que es la otra cara de aquella continuidad institucio­
nal de gobierno que une los imperios antiguos al estado de clases,
el estado absoluto al rule o f nobodv»U4. Y para la autora no hay
una gran diferencia entre que el Estado se conciba y organice
como Estado absoluto o se configure como Estado de derecho.
De cualquier modo es incontestable el hecho de que en ambos ca­
sos el poder político se considera como una cosa de la que se pue­
de tener la posesión y que se ejercita a través del uso de la violen­
cia. Y todo la experiencia de la estatalidad resulta comprometida,

112 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 38. [Trad. esp.: op. cit.] Véase también
el ensayo de H. Arendt, What is Freedom, cit., págs. 164-165. Acerca de la crí­
tica arendtiana de la noción de soberanía, véanse las páginas de este libro dedi­
cadas a la interpretación de Hobbes y de Rousseau suministrada por la autora.
113 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 39. [Trad. esp.: op. cit.] En su opinión,
también los griegos, no menos que los romanos y los cristianos, han considera­
do las formas de gobierno como variantes internas de un sistema de dominio
114 Cfr. ibídem.
la relación comando-obediencia y que no identificaba el
poder con el dominio ni la ley con el comando. Ha sido a es­
tos ejemplos a los que los hombres de las revoluciones del
siglo xvni han apelado cuando han dado fondo a los archi­
vos de la antigüedad y han constituido una forma de gobier­
no, la República, en la que el dominio de la ley, basada so­
bre el poder del pueblo, habría puesto fin al dominio del
hombre sobre el hombre, que ellos consideraban «un go­
bierno adecuado para los esclavos»117.

En estas experiencias antiguas, así como en las modernas


de las revoluciones; en los «escritores políticos», que, a dife­
rencia de los filósofos, prestan atención directamente a los he­
chos reales de la política; en suma, en esta «tradición distinta»,
hecha de fugaces apariciones e imprevistas resurrecciones his­
tóricas y teóricas, se encuentran pistas que reconducen a un
«poder puro»118, a un poder que no puede confundirse, al modo
de la ciencia política de hoy, pero también de la filosofía políti­
ca de siempre, con la potencia, con la fuerza o con la violencia.
De manera inequívoca, la potencia evoca «algo en singular,
una entidad individual; algo propiedad de un objeto o de una
persona; se manifiesta en relación a otras cosas o personas,
pero es sustancialmente independiente de éstas»119. Mientras,
la fuerza, que, a menudo, en el lenguaje cotidiano se hace sinó-

11 H. Arendt, ü n Violence, cit., pág. 40. [Trad. esp.: op. cit.]


118 Acerca de la noción de «poder puro» en Hannali Arendt, véase el
interesante ensayo de P Ricoeur, Pouvoir et Violence, cit., págs. 20-42. Su
interpretación polem iza con las lecturas de Hannah Arendt, una «pensado­
ra de la polis», nostálgica de un pasado que querría a toda costa hacer revi­
vir de manera anacrónica. En particular, el ensayo de Ricoeur es una res­
puesta indirecta al famoso artículo de J. Habennas, «Hannah Arendts Begriff
der Macht», Merkur, XXX, núm. 10, 1976, págs. 946-960. Una interpreta­
ción muy semejante a la de Habermas, aunque no crítica en los análisis de la
autora, es la de 1). Stamberger, «Die versunkene Stadt. Über Hannah Arendts
Idee der Politik», Merkur, X XX, núm. 10, 1976, págs. 935-945; id., «Han­
nah Arendt - Denkerin der Polis», en E. Nordhofen (ed.), Physiognomien.
Philosophen des 20 Jahrhunderts in Portraits, Kónigstein, Athenaum Ver-
lag, 1980.
119 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 44. [Trad. esp.: op. cit.]
iiimo de violencia, «debería estar reservada, en sentido estricto
del término, para la “fuerza de la naturaleza” o la “fuerza de las
circunstancias” (la forcé des choses), es decir, para indicar la
energía desatada por movimientos físicos o sociales»120. Por lo
que respecta a la violencia, como se ha dicho, ésta se distingue
sobre todo por su carácter instrumental y «desde el punto de
vista fenomenológico se acerca a la potencia, dado que los me­
dios de la violencia, como todos los otros instrumentos, están
creados y usados con el fin de multiplicar la potencia natural, a
fin de que en el último estadio de su desarrollo, puedan susti­
tuirse por ella»1- 1.
A diferencia de la violencia, que es un medio en orden a un
fin, el poder es un fin en sí mismo. Éste no es nunca propiedad
de un individuo, pero pertenece al individuo y continúa exis­
tiendo sólo hasta que el grupo permanece unido122. A la par de
la acción, de la cual deriva, el poder no tiene necesidad de estar
justificado en finalidades que lo transcienden «siendo inheren­
te a la existencia misma de las comunidades políticas»123. Lo
que si acaso le sirve es la legitimación: una legitimación, en
todo caso, que derive «del hecho inicial de encontrarse juntos»,
más que de una realidad externa y extraña al mismo estar jun­
ios. Como tendremos oportunidad de observar más abajo, la
noción arendtiana de autoridad corresponde a la exigencia de
una legitimación de este tipo y al mismo tiempo consiente una

120 Ibídem.
121 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 46.
122 Ibídem. Sobre esta distinción, véase también H. Arendt, The Human
< ’o ndition, cit., pág. 201 [trad. esp.: op. cit.]: «Si el poder fuese más que esta
potencialidad implícita en el estar juntos y si pudiese ser poseído com o la
potencia e implicado como la fuerza, en vez de ser subordinado al acuerdo
incierto y sólo temporal de muchas voluntades e intenciones, la omnipoten­
cia sería una concreta posibilidad humana. Efectivamente, el poder, com o la
acción, no está sujeto a límites; no encuentra ninguna limitación física en
la naturaleza humana, en la existencia de otras personas, pero este límite no
es accidental, porque el poder humano corresponde, en primer lugar, a la
condición de la pluralidad. Por la misma razón, el poder puede ser dividido
sin que disminuya [...]. La potencia, por el contrario, es indivisible.»
123 H. Arendt, On Violence, cit., pag. 52. [Trad. esp.: op. cit.]
crítica de aquellas explicaciones de la legitimidad que apelan a
«entes» o «razones» transcendentes.
El poder no sólo no equivale a la violencia ni se funda en
ésta, sino que poder y violencia se excluyen recíprocamente.
Donde está presente el poder, allí seguramente no aparece la
violencia y viceversa. Y si en la realidad no sucede casi nunca
que éstos se den del todo separadamente, es, sin embargo, ver­
dadero que cuanto más difusa es la violencia, tanto más sofoca­
do está el poder: «El dominio por medio de la violencia pura
entra enjuego cuando se está perdiendo el poder»124. «Por lo
demás, la violencia siempre puede destruir el poder; del cañón
del fusil nace el orden más eficaz que tiene como resultado la
obediencia más inmediata y perfecta. Lo que no puede jamás
salir del cañón de un fusil es el poder»125.

4. Un poder entendido como pura dynamis que se actuali­


za sólo con el estar juntos de los hombres no solo comporta una
tan radical como obvia deslegitimación del concepto de sobera­
nía. Ya se ha visto cómo Arendt es contraria en igual medida
tanto a la soberanía absoluta del Leviatán como a la soberanía
popular del cuerpo político rousseauniano. Por obra de la rede­
finición conceptual que Hannah Arendt actualiza se trastoca
también la noción de representación política. Si desde un pun­
to de vista histórico-conceptual la autora está dispuesta a reco­
nocer las diferencias que existen entre un régimen absolutista y
un estado representativo, bajo el perfil lógico el principio de la
soberanía absoluta y el de la representación coinciden. Lo que
denominamos representación política es para Arendt un térmi­
no que en realidad vehicula un significado profundamente anti­
político. O bien la representación es una ficción o bien los re­
presentantes lo son sólo nominalmente; de hecho estos son ver­
daderos y auténticos actores que exclusivamente detentan el
monopolio de lo político o, si los representantes están obligados a
tutelar los intereses de quienes les han elegido, la representa­

124 Ibídem, pág. 53.


125 Ibídem.
ción se reduce al rango de cualquier otra profesión que pierde
toda connotación política en sentido propio. Cuando los repre­
sentantes se convierten en los ejecutores de las instrucciones
que les dan los electores conservan sólo la posibilidad de esco­
ger entre «considerarse ordenanzas en vestido de ceremonia o
expertos pagados como especialistas para representar, al igual
que los abogados, los intereses de sus clientes»126. En el caso en
el que la representación comporte, por el contrario, participar
en la vida política en lugar de los otros, de tal manera que estos
sólo estén simbólicamente presentes, esto significa — sostiene
Arendt apelando a las afirmaciones de Rousseau que los
electores han renunciado en realidad a su poder « y que el vie­
jo adagio “todo el poder reside en el pueblo” sólo es verdadero
para el día de las elecciones»127. En ambos casos, con la repre­
sentación se registra una pérdida política que es, quizás antes
que nada, una pérdida existencial, pues representa para el indi­
viduo la imposibilidad de tomar parte en el juego del poder en
un espacio público, perdiendo así la ocasión de la propia indi­
viduación.
Por los mismos motivos por los que no es representable, el
poder no es ni siquiera alienable. Si no es una posesión de los
individuos tomados uno a uno, si el poder consiste en relacio­
nes y vive de éstas, no puede ser cedido a otros. En esta pers­
pectiva se debe colocar el distanciamiento de la autora de la
idea de contrato social, una noción a su juicio frecuentemente
utilizada sólo como medio para mejor justificar el dominio, re­
curriendo al artificio retórico del consenso. Si bien, como se ha
observado, en Civil Disobedience llega a distinguir entre una
«versión vertical» del contrato — aquella en la que todo indivi­
duo, en su aislamiento, se pone de acuerdo con los otros para

126 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 237. [Trad. esp.: op. cit.] Para
una reconstrucción de la noción de representación que discuta también las
posiciones de Hannah Arendt, véase H. F. Pitkin, The Concept ofRepresen-
tution, Berkeley, University o f California Press, 1967; H. F. Pitkin, «Repre-
sentation», en T. Ball, J. Farr y R. L. Flanson (eds.), Political Innovation and
( onceptual Change, Cambridge U. P., 1989, págs. 132-154.
127 Cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 237.
prestar obediencia al soberano— y su «versión horizontal»
—una especie de alianza en la que los individuos se vinculan
recíprocamente con mutuas promesas128— , Arendt sigue ajena
a la tradición contractualista. La idea arendtiana de power im­
plica la noción de consenso sólo cuando esta última no coinci­
da con la unanimidad, a saber, cuando el consenso se piense,
con Lyotard, en conexión con la «disidencia»; siempre que sig­
nifique consentir sobre el hecho de que se disiente y se puede
continuar disintiendo129.

6. L a a u t o r id a d

1. Estado, gobierno, soberanía, representación, contrato, los


términos en los que se ha expresado la filosofía política, particu­
larmente la moderna, son para Arendt la modalidad a través de la
cual el poder se ha reducido al silencio. Se configuran como
aquellos «universales políticos» bajo los cuales el pensamiento
metafísico ha asumido la singularidad que constituye la política,
aquellas categorías gracias a las cuales se ha podido negar lo
«propio» de la praxis. Comoquiera que se las entienda, cada una
de ellas remite inevitablemente a la noción de dominio, nacida
junto a la filosofía que niega pluralidad y cambio, contingencia e
imprevisibilidad; que, en una palabra, niega el tiempo.
Ahora bien, no se debe pensar la redefinición arendtiana de
power como una celebración incondicionada de un poder que,
para seguir fiel a la propia naturaleza «an-árquica», nunca
debe ponerse ni reglas ni límites. Hannah Arendt, en realidad,
intenta fijar teóricamente el modo de sustraerse a la fuerza,
atractiva y aseguradora del dominio sin caer en la exaltación
de un desorden tan caótico como evanescente, que, en todo
momento, puede amenazar la existencia del espacio público.

128 Cfr. H. Arendt, Civil Disobedience, en Crises o f the Republic, cit.,


págs. 85-87. [Trad. esp.: Crisis de la república, op. cit.] La distinción arendtia­
na evoca la tradicional entre pactum subjectionis y pactum societatis.
129 Cfr J.-F. Lyotard, Le différend, París, Les Éditions de Minuit, 1983.
[Trad. esp.: La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1988.]
Bien consciente del hecho de que el «poder puro» difícilmente
logra resistir al tiempo y de que puede incurrir en aquellos
efectos perversos que se originan en el carácter imprevisible e
irreversible de la acción.
Con una imagen se podría representar el intento de la auto­
ra como el intento de plantear un juego, el del poder, en el que
los jugadores escogen libremente las reglas a las que atenerse
en el momento mismo en el que se deciden a jugar: un juego en
el que las reglas son fijadas, de acuerdo y al mismo tiempo, por
lodos los participantes, sin que se les impongan desde el exte­
rior o les sean establecidas sólo por un restringido número de
liigadores. Fuera de la metáfora, lo que la Arendt pretende ha­
cer pensable — y éste es su verdadero problema político— es
un modo de conjugar poder y estabilidad sin negar, como han
hecho las principales categorías de la filosofía política, la fini-
lud y la temporalidad.

2. ¿Cuáles son o, mejor dicho, cuáles han sido los «facto­


res estabilizadores» de un poder así entendido? ¿Cuáles los lí­
mites protectores aptos para conferirle permanencia, que re­
medien la fragilidad connatural a su carácter potencial? La
respuesta, o mejor, un intento de respuesta es insinuado por
I lannah Arendt a través de la noción de autoridad. Con seme­
jante noción se refiere «al más evasivo» de los fenómenos po­
líticos; no puede asombrarnos, por consiguiente, que ésta sea
la noción que con «más frecuencia se use sin tino». La autori­
dad «puede residir en las personas hay cosas como la auto­
ridad personal que existe, por ejemplo, en la relación entre el
progenitor y el hijo y entre el enseñante y el alumno— o bien
puede residir en los cargos públicos, como, por ejemplo, en el
Senado romano (auctoritas in senatu) o en las funciones jerár­
quicas de la Iglesia». Dondequiera que resida, escribe Hannah
Arendt en Sobre la violencia, «su rasgo específico es el reco­
nocimiento indiscutible por parte de aquellos a los que se lla­
ma a obedecer, sin que sean necesarias ni la coerción ni la per­
suasión [...]. Para poder conservar la autoridad se requiere res­
peto por la persona o por el cargo. El peor enemigo de la
autoridad, por consiguiente, es el desprecio y el modo más se-
•lenificaba estar ligados al pasado, ser reconocedores de ello, re­
memorando constantemente el acto de nacimiento de la ciudad.
«Por consiguiente, la tríada romana de religión, autoridad y
limlición»135 unía a los romanos entre sí en el momento mismo
• i) el que los unía a la sacralidad del pasado. Pero esta autori-
<l.i«l de la tradición en las manos del Senado, autoridad que
mantenía vivo, unido, un cuerpo político, era explícitamente
distinta del poder poseído por el pueblo. «Característica prin-
i ¡pal de los detentadores de la autoridad es la de no tener nin-
l’iin poder: cum potestas in populo auctoritas in senatu sit»,
iccuerda Arendt, apelando a la afirmación de Cicerón en el
/><• legibusm . Ya que privada de poder efectivo, la naturaleza
tic la autoridad, así como el concepto que le corresponde, apa­
recen extrañamente evasivos. Ella «aumentaba» el poder, se
podría quizás decir que lo legitimaba, vinculando mutuamen-
le ;i los ciudadanos y «empeñándolos» en los problemas de la
ciudad, sin recurrir en absoluto ni a la imperatividad de la ley
ni a cualquier otra forma de coerción externa. Una autoridad
en definitiva que hace posible pensar en una forma de legiti­
midad que asegura la ley y la vida de una comunidad sin ape­
lar a algo trascendente, a una «ley de leyes». Una autoridad
que deriva de la fundación y no de un fundamento último y
«apolítico».
Pero si el término y el concepto de autoridad tienen su ori­
gen en una experiencia exclusiva y auténticamente política, el
proceso de su transmisión en el transcurso del pensamiento polí-

H I lonig, «Arendt’s Accounts o f Acting and Authority», en Political Theory


and lite Displacement o f Politics, Ithaca, Comell U. P., 1993, págs. 76-125
y 233-242. Para una reconstrucción histórica del concepto de autoridad, véa­
se: T. Ball, «Authority and Conceptual Change», en J. R. Pennock y J. W.
( hapman (eds.), «Authority Revisited», Nomos, XXIX, 1987, págs. 39-59;
(' (¡alli, «Autoritá», en Enciclopedia delle scienze sociali, a ca rg o d eG . Be-
dcchi, Roma, Istituto dell’Enciclopedia Italiana, 1991, vol. I, págs. 432-433.
1'5 H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 125.
1,6 Ibídem, pág. 122, donde a este propósito se precisa que la autoridad
de los romanos es «extraordinariamente semejante al poder “judicial” de
Montesquieu, que, según el autor mismo tenía un poder en quelque fagon
nnlle, si bien en los gobiernos constitucionales representa la autoridad».
guro de sacudir las bases es la risa»130. La más importante de
sus propiedades consiste en que implica un tipo de obediencia
«en la que los hombres mantienen su libertad»131.
Pero la autoridad no es ni una experiencia ni un concepto
universal. Ha existido y ha sido pensada en un tiempo y en un
espacio particulares: los de Roma. «Podemos decir que desde
los inicios de la República hasta los últimos años de la edad im­
perial»132: tal es el contexto histórico en el que aparecieron y se
mantuvieron vivos la palabra y el concepto de autoridad. La au­
toridad derivaba de la pietas con la que los romanos miraban a
la sagrada fundación de su ciudad. «La palabra auctoritas
—afirma Arendt- deriva de augere, ‘aumentar’, y lo que la
autoridad o quien la detenta constantemente aumenta es la fun­
dación»133. Los que estaban investidos de la autoridad los an­
cianos, los paires— constituían el Senado. Estos enlazaban, gra­
cias a la tradición, con la fundación originaria de Roma y con
cuantos habían puesto los fundamentos, los maiores. En virtud
de semejante lazo tenían el deber de aumentar y transmitir su he­
rencia. De ahí, el contenido eminentemente político de la religio­
sidad romana. Efectivamente, precisa Arendt. en el contexto del
espíritu de Roma «religión significaba literalmente re-ligare, es­
tar vinculado a aquel deber grandioso, casi sobrehumano y por
tanto legendario, de echar los fundamentos, poner la piedra an­
gular, fundar para la eternidad»134. Ser religiosos, por tanto,

130 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 45. [Trad. esp.: op. cit.]
131 H. Arendt, «What is Authority?», en Between Past and Future, cit.,
pág. 106. [Trad. esp.: op. cit.]
132 H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 120.
133 H. Arendt, «What is Authority?», cit., págs. 121-122.
134 Ibídem, pág. 121. Leen el tratamiento arendtiano de la autoridad
en clave puramente nostálgica y anti-modema R. B. Friedman, «On the
Concept o f Authority in Political Philosophy», en R. E. Flathman (ed.), Con-
cepts in Social and Political Philosophy, Nueva York, MacMillan, 1973;
R. E. Flathman, Authority and the Authoritative: The Practice o f Political
Authority, Chicago, Chicago University Press, 1978. Para tales autores, Arendt
argumentaría simplemente que en la Edad Moderna la autoridad ha ido co­
rrompiéndose hasta desaparecer. Para una consideración interesante de los di­
versos aspectos del tratamiento arendtiano del problema de la autoridad, cfr.
tico occidental ha comportado notables transformaciones de su
contenido semántico. Transformaciones que han tenido inicio
cuando los romanos, movidos por la misma veneración hacia
los predecesores, adoptaron como autoridad espiritual la heren­
cia de la filosofía griega. De este modo, la «ideocracia» plató­
nica, con todo lo que ella comporta, introdujo modificaciones
significativas en la noción romana de autoridad137. Pero por en­
cima de esto, debe considerarse el hecho de que la herencia po­
lítica y espiritual de Roma, que resiste victoriosamente una
prueba decisiva cual fue la caída del Imperio Romano, pasó a
la Iglesia cristiana. Y si bien la Iglesia se adaptó completamen­
te a la mentalidad romana, tanto como para interpretar la muerte
y la resurrección de Cristo como la fundación de una nueva ins­
titución, ella siempre ñie una anómala comunidad humana, do­
minada por una profunda aversión por la política y por el mun­
do: rasgo que la cristiandad había heredado de los filósofos
griegos138. Así, si, de un lado, la filosofía y el cristianismo con­
tribuyeron a articular conceptualmente y a transmitir a lo largo
de los siglos la experiencia romana de la auctoritas, de otro, en­
viaron por las vías de la tradición una noción de autoridad que
paulatinamente fue perdiendo la propia ligazón con la origina­
ria experiencia política de la que había surgido. La autoridad se
convierte de esta manera en sinónimo de fuente legitimante,
externa y trascendente, de la vida de la ciudad y de su leyes. Ni
los griegos de la polis ni los romanos de la urbs habían adver­
tido jamás la perentoriedad de semejante fuente externa y tras­
cendente para justificar sus leyes.
También por lo que se refiere a la noción de ley, Arendt
apresta la acostumbrada estrategia consistente en reencontrar
en el pasado que ha precedido o que ha ignorado la «tiranía de
la filosofía» las huellas de un modo de pensar la política extra­
ño al universo conceptual del dominio. A pesar de que los grie­
gos y romanos conciban de manera diferente la ley, para am­
bos, en todo caso, ésta tiene que ver con «relaciones entre» los

137 Ibídem, págs. 123-125.


I3S Ibídem, págs. 125-127.
individuos. No mana de una fuente trascendente de autoridad
c|ue, en virtud de semejante trascendencia, se imponga y orde­
ne. Ya se ha observado que Arendt a menudo recuerda a sus
lectores que, antes del proceso de universalización operado por
la filosofía, el nomos griego remitía a la imagen de los muros,
de los límites que serían necesarios para rodear y proteger la
actividad y las acciones de los hombres. De esta manera, estos
introducían un elemento de estabilidad en el continuo cambiar
y devenir de los actores humanos139. También la ley romana,
por más que su significado se diferencie del de nomos, tiene
una connotación mundana y espacial y no remite a una entidad
suprema que exija la orden. En origen, la lex no pretendía nada
más que relación, acuerdo, alianza entre las diversas partes. La
autora está más que convencida de que, en el interior del pensa­
miento político occidental, sólo Montesquieu ha resucitado la
concepción romana al describir las leyes como rapports140. En de­
finitiva, ni el nomos ni la lex tenían necesidad para legitimarse ni
de mandamientos divinos ni de una presunta razón natural. Siem­
pre que las leyes se vean en estos términos «relaciónales» y espa­
ciales, el problema filosófico de encontrar la «ley última» puesta
por una entidad suprema pierde sentido, para ser sustituido por
aquel que precisamente ha ocupado a los romanos, inherente al
mantenimiento y a la estabilización del poder de muchos.

3. En el ensayo «What is Authority?», Hannah Arendt sos-


tiene que la tradición romana de la autoridad, que presuponía la
noción de lex, ha venido a menos en el mundo moderno. Ha de­
saparecido totalmente aquella autoridad que en sustancia era
una autoridad del recuerdo de la empresa común de la funda­
ción, que por sí sola podía aumentar y legitimar el poder sin

139 Cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 186 [trad. esp.: op. cit];
Véase sobre todo H. Arendt, Kart Marx and the Tradition, long dral't, cit.,
págs. 26 y ss.
140 Cfr. H. Arendt. Karl Marx and the Tradition. long draft, cit., págs. 54
y ss.; H. Arendt, Was ist Politik? Fragmente aus dem Nachlass (1957), ed. de
U. Ludz, Munich. Piper, 1993, págs. 127 y ss.; H. Arendt, On Revolution,
cit., pág. 188.
traicionarlo, que por sí sola podía perpetuarlo sin traducirlo en
violencia. La única experiencia política que había introducido
en nuestra historia la palabra, el concepto y la realidad de la au­
toridad — la experiencia romana de la fundación— parece ha­
berse perdido y olvidado completamente»141. Esta afirmación,
en todo caso, no representa la última palabra de la autora sobre
este asunto, ya que Arendt reconoce que en la historia de las
ideas y en la historia política, hay al menos dos experiencias en
las que la noción de autoridad y aquella otra conectada a la de
fundación desempeñan un papel decisivo. Se trata respectiva­
mente de la experiencia de Maquiavelo y de la experiencia po­
lítica de las revoluciones modernas.
En «What is Authority?», en Sobre la revolución y en el
inédito From Machiavelli to Marx, el escritor florentino no es
leído ni como el astuto teorizador de una «doctrina demoníaca
del poder» que se burla de cualquier criterio moral, ni como el
genial inventor de la «ciencia política moderna». Maquiavelo,
por el contrario, es alabado, como ya se ha visto, por su «amor
al mundo», a la «grandeza» y al «valor»: es decir, por aquellos
valores que llaman la atención sobre una noción política y «ci­
vil» de virtud142. Pero sobre todo, y esto es lo que en este con­
texto interesa, Maquiavelo es interpretado como «el padre de
las revoluciones modernas»143. Él, efectivamente, fijaba «en la
fundación el acto político central, la empresa grande y única
que constituía el espacio público político y hacía posible la po­
lítica»144. Efectivamente, él se vio impulsado por esta convic­
ción a investigar el núcleo de la experiencia política de los ro­
manos que descansaba sobre el carácter central de la fundación
y de la autoridad y a creer «en la posibilidad de repetir la expe-

141 H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 136.


142 Cfr. H. Arendt, From Machiavelli to Marx (1965), Washington, Library
o f Congress, «The Papers o f Hannah Arendt», box 39, págs. 023455-023457.
Para una interpretación de Maquiavelo sobre las pistas de la arendtiana, tam­
bién a propósito del concepto de autoridad, véase H. F. Pitkin, Fortune is a
Woman, Berkeley, University o f California Press, 1984.
143 H. Arendt, «What is Authority», cit., pág. 139.
144 Ibídem.
rienda romana en la fundación de una Italia unificada, destina­
da a convertirse, para la nación italiana, en la sagrada piedra an­
gular de una estructura política “eterna”, tal y como lo había sido
para los pueblos itálicos la fundación de la Ciudad Eterna»145.
Aunque acostumbre a contar a Maquiavelo entre los «escri­
tores políticos» que se diferencian de los «filósofos políti­
cos»146 precisamente por mirar a lo político de manera directa,
sin ninguna voluntad de obligarlo y traicionarlo dentro del or­
den desrealizador del concepto, Arendt se ve obligada a recali-
brar, sobre todo en el ensayo «What is Authority?», el juicio so­
bre el secretario florentino. Maquiavelo, en realidad, no podía
limitarse a recuperar y a beber directamente de los archivos de
la tradición y de la experiencia romana. «Debía proveer a la ar-
liculación teórica de aquellas mismas experiencias que los ro­
manos no habían conceptualizado»147. Y en la medida en la que
se vio obligado a traducir en conceptos la experiencia de la
fundación, ésta se clasificó automáticamente entre las diversas
formas del «hacer», formas caracterizadas por el recurso a la
lógica «medio-fin», y, en consecuencia, de la violencia. He
aquí el otro elemento que hace de Maquiavelo el progenitor de
las revoluciones modernas148. Tanto es así que Maquiavelo pa­
rece hablar la misma lengua de Robespierre: «En las palabras
de Robespierre que justifican el Terror (“el despotismo de la li­
bertad contra la tiranía”), parecen sonar casi al pie de la letra las
famosas afirmaciones de Maquiavelo sobre la necesidad de la
violencia para fundar nuevas comunidades políticas y para re­
formar las corruptas»149. Maquiavelo, al igual que Robespierre

145 Ibídem, pág. 138.


146 Cfr. H. Arendt From Machiavelli to Marx, cit., págs. 023453-023454.
147 H. Arendt, «What is Authority», cit., pág. 138.
148 Ibídem, pág. 139: «Es precisamente por estos dos motivos, por su
descubrimiento de la experiencia de la fundación y su reinterpretación en
términos que justifican el uso de los medios violentos para la consecución de
un fin supremo, por lo que Maquiavelo puede ser considerado el padre de las
revoluciones modernas, a cada una de las cuales puede ser extendida la ob­
servación de Marx según la cual la Revolución Francesa aparece en el esce­
nario de la historia con vestidos romanos.»
149 Ibídem, pág. 138.
y tantos otros actores revolucionarios, confunde el acto plural y
político de la fundación, de la que deriva la autoridad en forma
de un lazo que se mantiene en el recuerdo, con la fabricación,
con la construcción de un objeto llamado república. «Su pro­
blema (el de Maquiavelo y Robespierre) era, literalmente, el de
hacer una Italia unida y una república francesa, y su justifica­
ción de la violencia nacía y recibía su intrínseca plausibilidad
de una argumentación implícita: como no se puede hacer una
mesa sin abatir árboles o una tortilla sin romper el huevo, me­
nos se puede hacer una República sin matar a alguien»1-0. Bajo
este perfil, Maquiavelo no era romano: más bien había caído en
la órbita de gravitación de la filosofía que interpreta el actuar a
la luz de la actividad del hacer.
Toda la historia de las revoluciones modernas, desde el si­
glo x v i i i en adelante, puede replantearse desde esta perspectiva.
Para Arendt, éstas constituyen los intentos de reanudar el hilo
destrozado de la tradición y de restaurar con la fundación de nue­
vos cuerpos políticos aquella autoridad que durante tantos siglos
había conferido dignidad y grandeza a los asuntos humanos151.
Si no se reconoce —y ésta es la conclusión arendtiana que to­
das las revoluciones modernas fueron inspiradas «por la emocio­
nada veneración con la que los romanos consideraban el acto de
la fundación, no podremos nunca comprender las revoluciones
del Occidente moderno en su grandeza y en su tragedia»1-'2. La
tragedia, precisamente, que se consuma al manchar la grandeza
de estos «esfuerzos titánicos» con la violencia, a menudo impa­
rable, que de manera inevitable deriva de la voluntad de fabricar
y construir un Estado, de la voluntad de «completar la obra».
Y si bien es verdad que sólo los padres fundadores ameri­
canos han logrado establecer un espacio político sin recurrir a

150 H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 139. Para una crítica de
la metáfora de que no se puede hacer una tortilla sin romper el huevo, véase
H. Arendt, The Eggs Speak Up (1950). Washington, Library o f Congress,
«The Papers o f Hannah Arendt», box 57.
151 Cfr. H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 140, y las últimas pági­
nas de «Willing», en H. Arendt, The Life o f the Mirid. cit., vol. 11, págs. 195-217.
152 II. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 140.
la violencia, sino sirviéndose de una constitución, también lo es
que no han sido capaces de comunicar y transmitir la experien­
cia de la que Maquiavelo decía no ser «cosa más difícil de tra­
tar, ni más dudosa de lograr»: «dar vida a un nuevo orden de
cosas»153. Ellos pensaron su empresa no como una innova­
ción, sino como una repetición, la repetición de la fundación
de Roma. Y cuando miraron en los archivos romanos para sa­
car ejemplos, descubrieron que el mismo inicio de Roma era
vivido como una reedición del comienzo de Troya. Y quién
sabe cuántas otras fundaciones, nos parece decir Hannah
Arendt en las páginas de La vida del espíritu, en las que retor­
na por última vez sobre el argumento, se podrían encontrar
detrás de la de Troya. De ahí, lo enigmático de una autoridad
que emerge del recuerdo de aquel coral gesto inicial, de una
autoridad siempre presunta, pero quizás imposible de encon­
trar y seguramente nunca nombrable hasta el fondo154. Que

la autoridad tal y como se conocía antaño, derivada de la


experiencia romana de la fundación y después interpretada
a la luz de la filosofía política de los griegos, no haya sido
restablecida en ningún lugar, ni por las revoluciones, ni por
los intentos de restauraciones todavía menos prometedores
y menos aún por los humores y las ventoleras conservado­
ras que recorren de vez en cuando la opinión pública155

no es sólo una casualidad debida a la incapacidad de los acto­


res del momento. Es más bien achacable a lo que parece ser el
impassse constitutivo de la misma experiencia de la funda­
ción: si se articula en la teoría, no se puede evitar traducirla en
términos de fabricación; si se experimenta directamente, se es

153 H. Arendt, «What is Authority?», cit., págs. 140-141.


154 H. Arendt, The Life ofth e Mind, cit., vol. 11, pág. 216. [Trad. esp.: op.
i it.j A propósito de esta «impronunciabilidad del origen», de esta autoridad a la
que parece imposible no apelar, pero que es tan imposible individuar, es marca­
dísima la analogía con Derrida, «Forcé o f Law: The Mystical Foundation o f
Authority», en D. G. Carlson, D. Comell y M. Rosenfeld (cds.), Deconstruclion
and the Possibility o f Justice, Londres, Routledge, 1992, págs. 3-67.
155 H. Arendt, «What is Authority?», cit., pág. 141.
incapaz de articularla en conceptos y consiguientemente de
transmitirla. El origen de la autoridad es por consiguiente
siempre más evocado que determinado.
En nuestros días una «tradición de la autoridad» formada por
todas las fundaciones y revoluciones que se remiten unas a otras
en una larga cadena de legitimaciones está irremediablemente
acabada136. Esto quiere decir estar a disposición de un poder frá­
gil, pero siempre potencialmente presente, que no tiene otra au­
toridad que la que de vez en cuando le confieren los actores dis­
puestos a participar en su juego. Esto significa reconocer de una
vez por todas que el «poder puro» difícilmente se puede conser­
var en el tiempo. Y si precisamente en cuanto dynamis es una po­
sibilidad siempre actualizable, no puede contar, a diferencia de la
Herrschaft de la política metafísica, con ninguna tradición con­
ceptual segura que lo ayude a mantenerse vivo.
Si hay alguna moraleja que se pueda sacar de textos como
«What is Authority?», Sobre la revolución y las páginas finales
de «Willing», es la siguiente: no hay sólo una teoría prepotente
y prejuzgable en los enfrentamientos con la praxis; también
hay una praxis que difícilmente logra producir una elaboración
teórica capaz de articular y transmitir los propios rasgos cons­
titutivos. Así, en la constatación de que también aquellos hom­
bres — los revolucionarios americanos— que habían vivido en
primera persona la potencialidad de la acción política y del po­
der fueron incapaces de reconocer y formular la novedad ante
la cual se habían hallado de frente, se cierra el cerco de relacio­
nes entre filosofía y política. Una relación que ha demostrado,
en realidad, ser un círculo vicioso: hay una teoría que predeter­
mina el actuar político y un actuar político que, en los raros
momentos en los que logra emerger de la continuidad del do­
minio, no tiene la fuerza de socavar aquella predeterminación
conceptual con un vocabulario propio y adecuado a la excep-
cionalidad que pone en escena. Tampoco las experiencias revo­
lucionarias y los pensadores de aquella «tradición escondida»
que corre paralela a la Main Tradition representan para Hannah

156 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., vol. II, págs. 216-217. [Trad.
esp.: op. cit.]
Arendt los lugares de encuentro en los que el pensamiento y la
acción han encontrado el modo de reconciliarse.
Las páginas siguientes se proponen analizar si es verdad
que, como muchos intérpretes sostienen, esta fractura entre
pensamiento y acción, reconocida y paradójicamente aceptada
por la autora, se recompone en la facultad del juicio.
CUARTA PARTE
Una conciliación imposible

I. L a p e r s p e c t iv a a b ie r t a d e K a n t

1. Tampoco los pensadores de la tradición republicana que se


sitúa al margen de la Main Tradition han logrado, por consiguien-
le, suministrar alternativas plausibles a los conceptos políticos do­
minantes. Sus intuiciones no han tenido la fuerza teórica suficien-
te como para articularse en un nuevo vocabulario político capaz de
reconciliar el pensamiento y la acción. Estas son las amargas cons-
lataciones con las que parece cerrarse Sobre la revolución y que
llevan a Hannah Arendt a retornar, una vez más, al nexo que exis-
le entre metafísica y política. Del todo coherente con la Grundfra-
ge arendtiana debe considerarse por tanto la última obra de la au­
tora, La vida del e s p ír itu que, por el contrario, muchos intérpre­
tes consideran un retomo a las regiones solitarias de la filosofía.
I ,a investigación sobre la vida del espíritu se propone efectivamen­
te desmontar, sobre el mismo terreno filosófico, las dinámicas que
lian reducido la praxis a póiesis y el poder a dominio.

1 Arendt, The Life o f the Mind, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich,
I ‘>78. [Trad. esp.: La vida del espíritu, Madrid, Centro de Estudios Constitucio­
nales, 1984.] En el proyecto de la autora, la obra debía estar dividida en tres
partes: «Thinking», «Willing» y «Judging».
2. ¿Qué papel desempeña Kant en esta requisitoria contra la
tradición metafísica que cada vez ocupa más espacio en los últi­
mos escritos arendtianos? ¿Qué tipo de torsión interpretativa
debe sufrir la filosofía kantiana para convertirse junto con el
pensamiento de Heidegger— en la aliada que Arendt privilegia
al unirse a aquellos que emprenden la obra de desmantelamien-
to de la filosofía occidental?
Hay que advertir que las referencias a Kant están tam­
bién constantemente presentes en las obras anteriores a La
vida del espíritu. Pero si se exceptúan algunos pasajes2, la fi­
losofía kantiana, en los pocos lugares en los que se conside­
ra de manera analítica, es por lo demás interpretada de mane­
ra por así decirlo canónica. En el seminario de 1965 titulado
From Machiavelli to Marx3, la autora dedica una sección en­
tera al filósofo de Kónigsberg. Allí analiza la relación con
Rousseau y por lo tanto procede a exponer el objetivo de su
filosofía política: establecer la dignidad del hombre, digni­
dad que reside en la capacidad del individuo de darse leyes
universales a sí mismo. El corazón de la concepción política
kantiana está fijado esencialmente en el imperativo categóri­
co: «Sólo si sigue el imperativo categórico, el hombre se
transforma en un ciudadano responsable del cuerpo político
y del bien común»4.

2 Uno de los más significativos está contenido en el ensayo «The Cri­


sis in Culture», aparecido en una primera versión en Dedalus, LXXXII, 2,
1960, págs. 278-287 y reimpreso con añadidos en H. Arendt, Between Past
an d Future. Eight Exercises in Political Thought, Nueva York, The Viking
Press, 1968 [trad. esp.: Entre el p a sado y el futuro, op. cit.], en el que anti­
cipa la posibilidad de interpretar la Crítica d el ju icio de Kant en clave po­
lítica: en particular en las págs. 219-224. La misma referencia se halla tam­
bién en una conferencia dada en aquellos m ism os años, titulada «Freedom
and Politics», aparecida en Chicago Review, XIV, núm. 1, 1960, reimpresa
en A. Hunold (ed.), Freedom an d Serfdom, Dordsrecht, 1961.
’ H. Arendt, From M achiavelli to Marx (1965), Washington, Library o f
Congress, «The Papers o f Hannah Arendt», box 39, texto inédito de un se­
minario impartido en el otoño de 1965 en la Cornell University.
4 H. Arendt, From M achiavelli to Marx (1965), Washington, Library o f
Congress, «The Papers o f Hannah Arendt», box 39, págs. 023491-023492.
Valoración esta bien diversa de la que la autora dará en
m is últimas obras, en las que, apoyándose en propuestas her­
menéuticas muy precisas llegará a sostener que en el interior
del pensamiento kantiano existe una distinción neta entre po­
lítica y moral y que la verdadera filosofía política kantiana no
cltá contenida en la Kritik der praktischen Vernunft [Crítica
de la razón, práctica] ni tampoco en la Metaphysik der Sitten
/l 'nndamentación de la metafísica de las costumbres], sino esen­
cialmente en la Kritik der Urteilskraft [Crítica del juicio]. Esta
conclusión se configura como el resultado de una operación in­
terpretativa orientada a poner de relieve cómo la filosofía del au­
tor ile las tres críticas guarda en su interior numerosos pasajes
i|iie se sustraen a la tuerza hegemónica de la tradición metafísi­
ca. El primer y gran mérito que en La vida del espíritu se reco­
noce a Kant consiste precisamente en haber disuelto la más per­
niciosa de las «falacias metafísicas»: a saber, la de deducir de la
experiencia del «yo que piensa» la existencia empírica de «cosas
en sí». De aquí, el descubrimiento del «escándalo de la razón», el
hecho de que nuestra mente no pueda llegar a un conocimiento
cierto y verificable frente a cuestiones como Dios, libertad e in­
mortalidad sobre las que en todo caso no se puede por menos de
pensar, y la consiguiente distinción entre Vernunft y Verstand. Es­
tos son los aspectos «revolucionarios» del criticismo kantiano, a
los que Arendt no se cansa de apelar y de los cuales hace derivar
l.i diferencia entre investigación de la verdad e investigación del
significado, entre conocer y pensar en que basa el apartado
« I hinking»5. Ella, por lo demás, llama constantemente la aten­
ción sobre las referencias kantianas, implícitas y explícitas, a la
linitud humana e insiste en considerar a Kant «más consciente
que cualquier otro filósofo de la dimensión plural del hombre»6.
I s como si quisiera advertirnos de cómo la diferencia profunda
entre el pensamiento crítico kantiano y la actitud de los «filóso-
lo s de profesión» no puede por menos de tener consecuencias
sobre la reflexión política del filósofo alemán.

5 The Life o f the Mincl, cit., págs. 13-16. [Trad. esp.: op. cit.]
6 Ibídem, pág. 96.
3. Tales consecuencias son puestas en evidencia en las Lecto­
res on K ant’s Political Philosophy’1, en las que la autora se mani­
fiesta habilísima para extrapolar de las varias obras kantianas los
pasajes que parecen anticipar y confirmar la que a su parecer es la
verdadera filosofía política kantiana, escondida entre las líneas de
la Crítica del juicio. Citando de obras monumentales como
Crítica de la razón pura, pero con la misma desenvoltura de escri­
tos como, por ejemplo, Das Ende aller Dinge8, Arendt parece ape­
lar a todos aquellos pasajes que testimonian la excentricidad de
Kant respecto a la tradición filosófica: desde aquellos en los que
manifiesta su desprecio por los que denigran el «mundo de las
apariencias» a aquellos en los que recuerda que no sólo en el filó­
sofo, sino también en todos los hombres está puesta la necesidad
de pensar; desde la afirmada necesidad de establecer que «la ver­
dadera facultad de pensar depende de su uso público» a la consta­
tación de que, sin semejante comunicación pública, «esta facultad
que se considera haber hallado en soledad acabará por desapare­
cer»9. Y los más significativos de todos son los pasajes, sacados de
Zum Ewigen Frieden [La paz perpetua] y, sobre todo, de Der
Streit der Facultáten [Contienda entre las Facultades], gracias a
los cuales la autora logra en algún modo obviar los obstáculos que
la Crítica a la razón práctica antepone a su interpretación.

7 H. Arendt, Lectures on K a n t’s P olitical Philosophy, ed. R. Beiner,


C hicago, The University Chicago Press, 1982. Como se sabe, las Lectures
on K a n t’s Political Philosophy, publicadas postumamente por Beiner, contie­
nen los textos de las lecciones sobre la filosofía política de Kant y de un se­
minario sobre la Crítica del juicio, impartido en la N ew School for Social
Research de Nueva York en el otoño de 1970. Ellas representan el material
con el que la autora habría debido elaborar la tercera parte de La vida del
espíritu: «Judging» y que no tuvo tiempo de desarrollar, ya que fue sorpren­
dida por la muerte en diciembre de 1975.
8 Arendt demuestra una gran familiaridad con los textos kantianos. N u­
merosas son en efecto las obras de las que cita, entre ellas, además de la
Crítica del juicio, las más utilizadas son Reflexionen zur Anthropologie
[Reflexiones sobre antropología]; Was ist Aufklárung? [¿Q ué es la ilus­
tración?]; Zum Ewigem Frieden [La pa z perpetua]; Anthmpologie in Pragma-
tischer Absicht [Antropología práctica]; D er Streit der Fakultáten [La
contienda entre las Facultades].
9 H. Arendt, Lectures on Kant, cit., págs. 39-40.
Como Arendt admite en un primer momento, el universa­
lismo y la imperatividad del «tú debes» parece devolver a Kant
a la bimilenaria costumbre filosófica de tratar la acción impo-
niéndole seguir las «órdenes» dictadas por la ratio. Y precisa­
mente al resolver este nudo problemático de un modo más pa­
recido en el fondo a un escamotage que a una atenta recons­
trucción del texto, la autora consigue exponer uno de los hitos
de su lectura de Kant: llega a identificar en las famosas páginas
de La contienda entre las Facultades — en el que, como se sabe,
Kant condena desde el punto de vista de la razón práctica las
acciones de los actores de la Revolución Francesa y, al contra­
rio. promueve a síntoma del progreso de la humanidad el juicio
entusiástico de los espectadores— la crucial separación del
punto de vista político del punto de vista moral10.
En definitiva, cuanto más se adelanta en la interpretación
arendtiana de Kant tanto más se convence uno de cuán implícita
está en semejante operación hermenéutica la voluntad de resti­
tuirnos una imagen de la filosofía kantiana «corregida» de los as­
pectos universalistas. Una interpretación, la que nos proporciona
I lannah Arendt, selectiva y proyectiva al mismo tiempo, que su­
braya cómo en las obras de Kant se compromete fúertemente
gracias al reconocimiento del carácter conflictivo que impera
entre las diversas «regiones ontológicas»— la idea de una razón
unitaria y universal. Se podría casi decir que no es un Kant pre-
hegeliano, todavía ignorante de la «potencia de lo negativo», sino
un Kant directamente post-metafisico que, como si hubiese pasa­
do a través de la filosofía de la existencia, se vuelve a reflexionar
sobre la finitud de nuestro ser y sobre el carácter imposible de
trascender de la pertenencia mutua de mundo y hombre.
Se comprende ahora por qué tantas páginas de las Lectures
están dedicadas a la contraposición entre Kant y Hegel y a mi-

111 El «conflicto» entre moral y política, que Arendt identifica com o


conflicto entre el principio sobre el que el individuo, tomado aisladamente,
debe actuar y el principio sobre el que los espectadores pueden juzgar, se ar­
gumenta sobre todo en la octava lección de las Lectures, págs. 46-51, en las
cuales la autora pasa revista a los diversos pasajes - -en las diversas obras—
en las que K.ant habla del juicio de los espectadores.
nimizar la responsabilidad que la filosofía kantiana tiene en los
enfrentamientos del idealismo alemán: la filosofía que a los
ojos de la autora se encarga más que cualquier otra de enterrar
las «conquistas» del criticismo, la filosofía que a su parecer
equivalió a una «verdadera y auténtica orgía de especulación
pura que, en contraste con la razón crítica de Kant, estaba re­
bosante de datos históricos en una condición de abstracción
radical»; la filosofía «en la cual entes simples de pensamien­
to comienzan su danza incorpórea de espectros y cuyos pasos
y ritmos no encuentran regla o límite en ninguna idea de la
razón»".
En todo caso, Arendt no puede pasar por alto las conver­
gencias entre los dos pensadores que precisamente parecen en­
contrar su confirmación en los últimos escritos kantianos.
También Kant, en efecto, parece abrazar en parte una concep­
ción de la historia marcada por la idea del progreso que virtual­
mente engloba, al igual que la Weltgeschichte hegeliana, el sig­
nificado de los sucesos singulares, y, como aquélla, tiende a de­
sembarazarse de la contingencia. También el autor de las tres
Críticas llega a la conclusión de que el sujeto de semejante pro­
ceso histórico debe ser una entidad abstracta —el género hu­
mano— que a la par del Geist hegeliano, toma el puesto de los
individuos concretos. Se registra, por lo demás, la afinidad, a
primera vista perceptible, entre la «astucia de la naturaleza»
que, a través del mal y a pesar del mal, hace avanzar el curso
histórico, y la hegeliana «astucia de la razón»12.
No obstante, se tiene la impresión de que la autora admite
y enumera los puntos de contacto con Hegel sólo para volver
retóricamente más eficaz al desmentido de una real convergen­
cia entre los dos pensadores. Y así, a pesar de las manifiestas
analogías, Arendt minimiza inmediatamente su alcance. Si
bien es verdad que Kant ha «cedido» a una concepción univer­
sal y progresiva de la historia, en todo caso no ha hipostasiado

11 H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., pág. 156. [Trad. esp.: op. cit.]
12 Acerca de la relación Kant-Hegel véase sobre todo las págs. 56-58 de
las Lectures.
nunca un espíritu absoluto que se manifieste en el curso histó-
nco; la historia entendida a la manera kantiana no realiza de
numera concreta el propio te los: las ideas de libertad y de paz
mire los estados no se insertan en la historia como el Geist hege-
liano, sino que son simplemente «hilos conductores» que permi-
t«."ii ordenar el caos de los sucesos en una trama narrativa13.
I lay que señalar que no se trata de un simple ejercicio in-
terpretativo que se reduce a indicar las diferencias que median
entre dos filosofía diversas. Para la economía de la interpreta­
ción arendtiana es esencial destacar al máximo la distancia que
separa a Hegel de Kant: semejante línea de separación parece
efectivamente tener el objetivo de distinguir entre dos verda­
deros y auténticos paradigmas alternativos y excluyentes, a los
cuales reconducen eventualmente también otros pensadores
históricamente distantes de éstos14. En definitiva, parece con­
cluir I íannah Arendt, o se está con Kant y, como se verá mejor
enseguida, «se salva» el significado y la autonomía de aquello
que aparece, o se está con Hegel y entonces todo es reabsorbi­
do en la lógica monista de la Idea y de la necesidad histórica a
la cual se pide — según la consabida actitud metafísica— el
significado de toda singularidad. Y esta diferenciación se afir­
ma así repetidamente hasta el extremo de inducir a defender
que, movida por aquel pathos antihegeliano que ha marcado
tanta filosofía novecentesca, la preocupación fundamental de la
autora no se orienta tanto a una reconstrucción original del pen­
samiento kantiano, sino a diseñar un perfil de Kant que en todos
sus rasgos particulares pueda contraponerse a Hegel. Decisi­
vas, desde esta perspectiva, resultan de nuevo para Arendt las
páginas de La contienda entre las Facultades que le habían re­
velado la distinción kantiana entre política y moral.

13 Ibídem, pág. 59.


14 Es el caso, por ejemplo, de Heidegger. La valoración que Hannah
Arendt hace de la filosofía heideggeriana oscila efectivamente, com o se ha
visto, entre dos diferentes puntos de vista: en ciertos casos Heidegger no es
otro que un Hegel camuflado, en otros, por el contrario, es el que acoge la
herencia de Kant, un Kant arendtianamente interpretado, y la hace jugar con­
tra Hegel.
Es verdad que las palabras pronunciadas por Hegel en
las Lecciones de filosofía de la historia, según las cuales la
historia universal adquiere un sentido sólo si «de las acciones
de los hombres resulta también algo más respecto a lo que
éstos pretenden y consiguen, saben y quieren de manera in­
mediata»15, podrían valer para el mismo Kant cuando escribe
acerca de «la revolución de un pueblo de rica espiritualidad
cual la hemos visto efectuarse en nuestros días»16. En efecto,
también para Kant, la grandeza de la Revolución Francesa no
se debe a las acciones de los actores individuales que pusieron
en escena aquel suceso. Como se sabe, lo que le hace decidirse
por la importancia de cuanto ha acaecido se sitúa «en el modo
de pensar de los espectadores que se revela públicamente en el
juego de las revoluciones y que manifiesta una participación
universal y, en todo caso, desinteresada de los jugadores de un
partido contra los del otro»; es decir, en el hecho de que la re­
volución logra imprimir «en los espíritus de todos los especta­
dores (que no están implicados en este juego) una participa­
ción de aspiraciones que raya en el entusiasmo»17. Kant y He­
gel están por consiguiente de acuerdo en considerar que no es
a través del actuar sino a través de la contemplación, a través
de los espectadores, como se descubre ese «algo más», es de­
cir, el significado del todo. De esta manera Kant parece seguir
estando junto a Hegel en el interior de aquella tradicional rela­
ción entre teoría y praxis que privilegia la contemplación sobre la
acción. Pero en la diferente consideración atribuida por los dos
filósofos a la figura del espectador se consuma una diferen­
cia determinante. Es en virtud de esta fundamental diferencia
como Arendt intenta buscar en la modalidad del juicio estéti­
co kantiano las condiciones de posibilidad para la existencia
de una facultad que escape a la negación de la realidad puesta

15 Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, Sámtliche


Werke, XI, pág. 57, citadas por Arendt en las Lectures, pág. 57. [Trad. esp.:
Lecciones de filosofía de la historia, Barcelona, PPU, 1989.]
16 I. Kant, «Se il genere umano sia in costante progresso verso il meglio»,
en la edición italiana de 1. Kant, Scritti politici e di filosofía della storia e del
diritto, cd. de N. Bobbio, L. Firpo y V Mathieu, Turín, UTET, 1965.
17 Ibídem.
en acto por el bios theoretikos. Consiguientemente, por una
parte está el espectador hegeliano «que existe estrictamente en
lo singular»18— el mismo filósofo, «órgano del Espíritu Abso­
luto» que asimila a sí la realidad en el proceso de reflexión, fi­
gura que ejemplifica óptimamente la actitud de toda una tra­
dición— , de otra, está el Weltbetrachter kantiano — que exis­
te potencialmente en cada hombre— , que, por el contrario,
sólo existe en la dimensión de la pluralidad y cuyo lugar de
observación está situado en el mundo originario19. Y es preci­
samente la dinámica plural del juicio entusiástico que en la se­
gunda parte de La contienda entre Facultades se comunican
los espectadores de la Revolución Francesa la que Arendt
quiere investigar en sus valencias políticas a través de las cate­
gorías de la Urteilskraft.

4. De todo cuanto se ha dicho anteriormente, debería re­


sultar bastante claro que para captar el significado de la poli­
tización impuesta al juicio del gusto kantiano, no basta admi­
tir que la noción de política arendtiana sufre, en el opus pos-
tumum, una ulterior extensión de su alcance semántico, hasta
convertirse casi en simple sinónimo del término pluralidad20. Se
debe también especificar que las reflexiones sobre el juicio se
insertan en un cuadro que, si bien teniendo firmes las propias
coordenadas fundamentales, se complica respecto a la pola­
ridad opuesta de vita activa y vita contemplativa. Ya no es
std'iciente poner bajo acusación toda una tradición para man­
tener «constreñida» la praxis dentro de categorías extrañas
prestadas a ésta por la teoría. Como ya se ha indicado al co­
mienzo, es necesario desmontar, desde el interior, la dinámi­

18 H. Arendt, Lectures on Kant, cit., pág. 57.


19 Efectivamente escribe Arendt: «Es el espectador, no el actor, quien
detenta la llave del significado de los sucesos humanos. Sin em bargo,, os es­
pectadores kantianos existen en la dimensión de la pluralidad y por esto Kant
pudo llegar a una filosofía política», The Life o f the Mind, cit., pág. 96.
|Trad. esp.: op. cit.]
20 De esta opinión es M. Revault d’Allonnes, «Le courage de juger»,
postfacio a la edición francesa de H. Arendt, Juger. Sur la philosophie poli-
tique d e Kant, París, Seuil, 1991, págs. 217-239.
ca de la vita contemplativa: denunciar las falacias del «yo
que piensa»21, pero al mismo tiempo sondear la posibilidad
por un modo diverso de relacionarse con la Lebenswelt por par­
te de aquel bios theoretikos que desde siempre ha cortado los
lazos con ésta. En otras palabras, las conclusiones implícitas en
la trilogía de la última obra arendtiana parecen sugerir que sólo
si se fija en el interior de la vida de la mente un modo de refle­
xión que tenga clara la propia relación con el mundo de las apa­
riencias, se puede rescatar del descrédito ontológico en el que
la metafísica lo ha puesto, el reino de los asuntos humanos, de
las cosas que pueden ser de manera distinta a como son.
Esto Arendt se lo pregunta a la Crítica de juicio, entre las
obras del filósofo la menos comprometida —ateniéndose a su
discutible interpretación— con la constricción del concepto
y con el poder homologante y unificante de la ratio. La ana­
lítica de lo bello debe precisamente prestarse a la empresa de
«rehabilitación ontológica» de lo «singular». Se trata entonces
de delinear sobre el acompañamiento del juicio estético kantia­
no las competencias de una facultad que logre captar directa­
mente los fenómenos, sustrayéndolo a la toma de determina­
ción conceptual. Se sobrentiende que la extensión del juicio es­
tético al ámbito político implique el presupuesto — asumido
por Arendt de una afinidad sustancial entre objetos estéticos
y sucesos histórico-políticos. Ambos huyen a la asunción de
categorías para ser simplemente admirados, apreciados y juz­
gados. Sin seguir paso a paso — como han hecho los otros22—
los momentos que expresan nítidamente la apropiación arend-

21 Sobre la obra de desmantelamiento de la metafísica emprendida por


Arendt en «Thinking» y «Willing», sigue siendo fundamental el artículo-re-
censión de R. Schürmann, «The Time o f the Mind and the History», Human
Studies, núm. 3, 1980, págs. 302-308; más recientemente véase F. Fistetti,
«M etafísica e polit ca in La vita della mente de Hannah Arendt», en Idoli del
Político, Bari, Edizioni Dédalo, 1990, págs. 207-279 y W. P. Wanker, Nous
and Logos. Philosophical Foundations o f Hannah Arendt ’s Political Theory,
Nueva York-Londres, Garland Publishing, 1991, en particular págs. 73 y ss.
22 Como ejemplo, la cuidadosa reconstrucción hecha por R. Beiner,
«Hannah Arendt on .ludging, Interpretative Essay», postfacio a H. Arendt,
Lectures, cit., págs. 89-174.
liana de la primera parte de la Crítica del juicio, baste aquí ape­
lar a alguno de los pasajes clave que sirven a la autora para in­
dicar la modalidad de este paradójico arte de «pensar» lo sin­
gular: paradójico, ya que desde Aristóteles sabemos que sólo
somos capaces de pensar a través de conceptos, es decir, a tra­
vés de lo universal.
La primera de las categorías de la Urteilskraft que se utili­
za es la del gusto: gusto y olfato, efectivamente, «son en su na­
turaleza más profunda discriminadores: sólo estos sentidos se
refieren a lo que es particular en cuanto particular, mientras to­
dos los objetos dados a los sentidos objetivos comparten con
otros su propiedad, es decir, no son únicos. Por lo demás en el
gusto y en el olfato el me gusta-no me gusta se impone de ma­
nera irresistible e inmediata»23. Si la característica del juicio
consiste en la capacidad de discriminar y de escoger, será ne­
cesario encontrar el recorrido que permita salir de la idiosin­
crasia propia del más subjetivo de los sentidos. Un recorrido
que permita al juicio abrirse a los otros y alcanzar el punto de
vista más vasto e imparcial posible: lo que Arendt, traducien­
do el término kantiano Erweiterte Denkungsart, llama «enlar-
gement o f the minds»24. De esta manera hace intervenir las
nociones de imaginación y de sensus communis. La primera
tiene efectivamente la tarea de retirar el objeto de la percep­
ción inmediata y remitirlo a la representación. Pero a diferen­
cia del «ojo de la mente» de la metafísica, que sólo en el aisla­
miento puede concebir la verdad del ser, aquí la imaginación
nos pone en una virtual comunicación con los otros. Y esto su­
cede «cuando comparamos nuestro juicio con el de los otros y
más bien con sus juicios posibles que con los efectivos»25.
A garantizar la posibilidad de instaurar semejante confrontación
intersubjetiva está llamada precisamente la categoría del sen-

23 H. Arendt, Lectures, cit., pág. 66.


24 Ibídem, págs. 68-77.
25 I. Kant, Crítica del ju ic io , Madrid, Espasa-Calpe, 1990. Sobre la no­
ción kantiana de «imaginación» y de «validez ejemplar», cuyo tratamiento
por parte de Hannah Arendt merecería consideración aparte, véanse sobre
todo las págs. 79-85 de las Lectures.
sus communis26. Diferente de aquel sentido, común a todos,
que se llama «buen sentido», el sentido común, en el que para
ella está el auténtico significado kantiano, se presenta, de ma­
nera bastante elusiva, como un don espiritual «extra» que hace
a los hombres partícipes de una comunidad27. No de una comu­
nidad concreta y determinada, sino de una especie de «a priori
factual» — si fuese lícito usar esta especie de oxímoron— que
constituye la diferencia específica gracias a la cual «los hom­
bres se distinguen de los animales y de los dioses»28. Represen­
ta, en definitiva, la condición de posibilidad misma del lengua­
je, de la comunicación y de la participación, la instancia última
a la que Arendt parece apelar para confirmar la única verdad
que a su parecer les es concedida a los «mortales»: que la plu­
ralidad, para usar los términos arendtianos, o la «sociabilidad»,
como habría dicho Kant, «es la esencia auténtica de los hom­
bres en la medida en que pertenecen sólo a este mundo»29.

5. Espero no causar ninguna sorpresa en el lector si recuer­


do rápidamente que esta lectura arendtiana de Kant ha provoca­
do numerosas críticas. A los detractores de las lecciones sobre
Kant no les bastaría ciertamente para disculpar a la autora de la
acusación de una indebida apropiación hermenéutica, recordar
las palabras que Heidegger escribe en el «Prefacio» a la segun­
da edición de Kant und das Problem der Metaphysik, palabras
que se adaptan estupendamente a la actitud interpretativa de­
mostrada por Arendt en varias ocasiones:

De continuo se escandalizan de los forzamientos que


advierten en mis interpretaciones (...). A diferencia de los
métodos de la filología histórica, que tiene sus tarea^pro­

26 Se puede afirmar que el § 40 de la Crítica del juicio, «Del gusto como


una especie de sensus communis». es el quicio sobre el cual gira la «politiza­
ción» del juicio estético operada por Arendt.
27 H. Arendt, Lectures, cit., pág. 71.
28 Ibídem.
29 Ibídem. pág. 74. Arendt se refiere en estas páginas al significado par­
ticular que el término kantiano «sociabilidad» asume en la Crítica del juicio.
pias, un diálogo de pensamiento está sujeto a leyes distintas
y más vulnerables. En el diálogo son más altos los riesgos y
más frecuentes los fallos10.

Del mismo modo no les ha bastado la atenuante que


Arendt se concede como defensa de los propios forzamientos:
también la conciencia, compartida con Heidegger y con Ben-
jamin, de que el fin de la tradición metafísica lleva consigo la
ventaja de poder mirar las grandes obras m aestras del pasado
«sin prescripción» alguna sobre cómo interpretarlas31. Preci­
samente esta «mención benjaminiana fuera de contexto», a la
i|iie puede equipararse la interpretación de Kant y de la Críti­
ca del juicio, ha provocado ese tipo de reacciones a las que
hace referencia Heidegger en el pasaje citado. Entre éstas, la
más frecuente, y también la más obvia, reprochará a la autora
haber malentendido de manera liberada las intenciones de
Kant en la medida en que él nunca habría intentado «situar» su
filosofía política en el interior de la teoría estética y tanto me­
nos habría estado dispuesto a separar — como, por el contra­
rio, la hermenéutica arendtiana presupone— la política de la
moral. Como se ha observado recientemente, quien se m an­
tiene conforme al dictado kantiano afirma la subordinación
tic la política a la moral inspirándose en el m odelo del juicio
determinante, que aplica lo universal de la ley a las acciones
políticas «particulares»32. Pero también por parte de quienes
no pronuncian un veredicto tan definitivo sobre el forzamien­
to de la letra y del dictado kantiano y consideran legítimo in­
vestigar la política de Kant incluso en los textos no expresa­

10 M. Heidegger, «Prefacio» a la segunda edición de K ant uncí das Pro-


hlem der Metaphysik (1929). [Trad. esp.: Kant y el problem a d e la metafísica,
Madrid, FCE, 1993.]
31 Cfr. H. Arendt, The Life o f the Mind, págs. 9-14. [Trad. esp.: op. cit.]
12 Cfr. B. Henry, II problema del giudizio político tra criticism o ed er-
meneutica, Nápoles-Milán, Morano Editare, 1992, sostiene que el proyecto
arendtiano de encontrar en los textos kantianos el espacio que garantice la
especificidad de lo particular en el enfrentamiento de lo universal es intrín­
secamente débil y contradictorio. A su parecer esto es debido en muchos
sentidos a una «recepción parcial y descompensada de la interpretación hei-
deggeriana» (pág. 272).
mente dedicados a ella, se ha hecho notar la excesiva desen­
voltura de semejante interpretación. Más exactamente se des­
taca que, para plegar el juicio estético a las propias exigen­
cias, Arendt se ve obligada a debilitar, hasta hacerla aparecer
irrelevante, la problemática trascendental así como a obviar la
teológica33.
No hay mucho que decir con referencia a este género de
objeciones. Desde el punto de vista de la meticulosidad filo­
lógica y del análisis textual, las Lectures on K a n t’s Political
Philosophy son difícilmente defendibles. Efectivamente es
desde otra perspectiva desde la que se debe valorar su rele­
vancia: como texto «pionero» que ha abierto la vía a un am­
plio debate filosófico-político, más allá de un renovado inte-

33 Así, por ejemplo, P. Riley, «Hannah Arendt on Kant, Truth and Poli-
tics», Political Studies, XXXV, 1987, págs. 379-392; y también B. Lynn,
«Arendt’s Appropriation o f Kant’s Theory o f .ludgment», Journal o f the Bri-
tish Society f o r Phenomenology, XIX, núm. 2, 1988, págs. 128-140. Si bien
sobre otros presupuestos, también Lyotard acaba por lanzar el mismo repro­
che a Hannah Arendt: véase J.-F. Lyotard, «Sensus com m unis», C ahier
du C ol te ge intem ational de Philosophie, núm. 3, 1987; J.-F. Lyotard, «Sur-
vivant», en Lectures d ’enfartce, París, Éditions Galilée, 1991, págs. 59-87.
R. Schürmann, también llegando a las mismas conclusiones en cuanto a
corrección interpretativa de Hannah Arendt, le reconoce el mérito de haber
intentado desnuclear una teoría de los juicios no cognitivos en Kant; sostie­
ne en todo caso que ella ha llevado este intento por vías equivocadas. Cfr.
R. Schürmann, «On Judging and Its Issue», en R. Schürmann (cd.), The Pu­
blic Realm. E ssay on D iscursive Types in Political Philosophy, Albany, Sta­
te University o f N ew York Press, 1989, págs. 1-21. Véanse también E. Ta­
sín, «Sens commun et communauté: la lecture arendtienne de Kant», Ca-
hiers de Philosophie, núm. 4, 1987, págs. 81-1 13; D. Lories, «Nous avons
l’art pour vivre. Hannah Arendt, lectrice de Kant: indications pour une mé-
ditation de l’art», Man and World, XXII, núm. 1, 1989, págs. 113-132;
C. Buci-Glücksmann, «La troisiéme critique d’Arendt», en AA. V V , Onto-
logie etpolitique, París, Éditions Tierce, 1989, págs. 187-200, y T. Bartolo-
mei Vasconcelos, «Spetlatori alia ribalta della storia. II ruolo della Critica
del giudizio nel pensiero di Hannah Arendt», Prospettive Settanta, núm. 4,
1991, págs. 653-669; V. Gerhardt, «Vernunft und Urteilskraft. Politische
Philosophie und Anthropologie im A nschluss an Immanuel Kant», en
M. P. Thompson (cd.), John Loche und/and Immanuel Kant. Berlín, Duncker
und Humbolt, 1991, págs. 316-333.
res por la estética kantiana34 y como preciosa indicación para
entender el significado de conjunto de la reflexión de Han-
nah Arendt.

2. C o n t i e n d a s s o b r e l a h e r e n c ia a r e n d t ia n a

1. Quizás el modo más eficaz de hacer resaltar las posibles


implicaciones de sentido contenidas en las Lectures on Kant's
Political Philosophy y de evidenciar el papel desempeñado por
éstas en la constitución del reciente debate filosófico en torno
al juicio político es seguir la «recepción» o fijar las huellas
en cuatro diferentes autores, marcados, de manera más o me­
nos determinante, por las reflexiones arendtianas en torno a la
Urteilskraft kantiana. Para indicar las líneas sobre las que se ha
vuelto a pensar la teoría del juicio de Hannah Arendt, me he
servido de pensadores en cierto modo «representativos» de di­
versas tendencias filosóficas. Hemos llamado a Ernst Vollrath,
por ejemplo, para que testimonie el tipo de acogida reservada al
juicio «arendtiano-kantiano» en un ámbito de pensamiento
que, si bien con algunas divergencias, puede considerarse
tributario del horizonte filosófico de la Rehabilitierung der
praktischen Philosophie alemana. Ronald Beiner, por el con­
trario, se encarga de presentar los lazos que parece mantener
con las reflexiones de Hannah Arendt sobre el «Judging», el
comunitarismo y el neo-aristotelismo americanos. Después
pedimos a Seyla Benhabib que esboce el modo en el que tam­
bién el universalismo de la «ética discursiva» habermasiana po­
dría integrar la perspectiva abierta de las Lectures. Por último
se toman en consideración algunas reflexiones de Jean-Fran-
vois Lyotard para comprobar las asonancias entre la interpreta­
ción y el uso hecho por Hannah Arendt del juicio reflejo kan­
tiano y las «inquietudes» de un panorama filosófico como el de

34 Véanse por ejemplo los números monográficos dedicados a la tercera


crítica kantiana de la Revue Internationale de Philosophie. núm. 175, 1990,
y núm. 176, 1991, y de la revista Verifiche, XIX, núms. 1-2, 1990.
la filosofía de la diferencia francesa, empeñado en enfrentarse
con la herencia de Nietzsche y de Heidegger.

2. Die Rekonstruktion der politischen Urteilskraft y Die


Grundlegung einer philosophischen Theorie des Politischen de
Ernst Vollrath35 parten, como se verá, enteramente de premisas
arendtianas, si bien se proponen ir más allá de Hannah Arendt
al extrapolar de su obra, que quedó incompleta, una sistemática
y «acabada» teoría del juicio político. Sobre todo con la segunda
de las obras citadas, el autor ha pretendido delinear el perfil de
una «nueva teoría filosófica de lo político» para con ella res­
ponder a la grave situación de crisis en la que se encuentra la fi­
losofía política tradicional. En su opinión, ésta, en cuanto for­
ma de saber derivada de la metafísica, ha seguido una suerte
desafortunada.
El proyecto emprendido en Die Grundlegung es demasiado
ambicioso y hay que reconocerle numerosos méritos, entre
ellos el de la conciencia crítica sobre algunos nudos problemá­
ticos de la denominada «rehabilitación de la filosofía práctica»,
es decir, del mismo horizonte de pensamiento al que, por lo de­

35 H. Vollrath, D ie Rekonstruktion der politischen Urteilshxift, Stuttgart,


Ernst Klett Verlag, 1977; E. Vollrath, Grundlegung einer philosophischen
Theorie des Politischen, Wurzburgo, Kónigshausen-Neumann, 1987. Véan­
se también los artículos de E. Vollrath, «Politik und Metaphysik - Zum Poli­
tischen Denken Hannah Arendts», en A. R eif (ed.), Hannah Arendt. Materia-
lien zu ihrem Werk, Múnich-Zúrich, Europa Verlag, 1979, págs. 19-39, y
E. Vollrath, «Hannah Arendt», en K. Graf Ballestrem y H. Ottmann (eds.),
Politische Philosophie des 20. Jahrhunderts, Munich, Oldenbourg Verlag,
1990, págs. 13-32. Vollrath, junto con Karl-Heinz Ilting, Otfried 1lo líe y Man-
fred Riedel, es uno de los representantes más destacados de la reconsideración
del pensamiento ético, jurídico y político de Kant, al que se redescubre — a ve­
ces en contraposición a Aristóteles, a veces junto a Aristóteles— como para­
digma filosófico alternativo de racionalidad práctica. Para una primera mirada
de conjunto bastante exhaustiva sobre estas perspectivas, véase J.-E. Pleines,
Praxis und Vemunft. Zum Begriffpraktischer Urteilskraft, Wurzburgo, Kónig-
hausen-Neumann, 1983. Para una crítica de las diversas teorías del juicio polí­
tico, véase B. Henry, II problema del giudizio político, cit. Destaca también
F. Volpi, «Tra Aristotele e Kant: orizzonti, prospettive e limiti del dibattito sulla
“riabilitazione della filosofía pratica”», en C. A. Viano (a cargo de), Teorie
etiche contemporanee, Turín, Bollati Boringhieri, 1990, págs. 128-148.
más, Vollrath está bastante próximo. En su opinión, dos, al me­
nos, son las razones por las que no se puede defender la opera­
ción filosófica realizada por los defensores de la Rehabilitierung
que reconsidera la separación aristotélica entre episteme theore-
tike y episteme praktike, entre sophia y phronesisM\ Bien es ver­
dad que la doctrina aristotélica de laphronesis responde al requi­
sito esencial exigido por una teoría filosófica, no metafísica, de
lo político como la que él quiere fundar. El saber fronético, efec­
tivamente, percibe y «acepta» el carácter «opcional» y no nece­
sario del mundo de los asuntos humanos. Pero en Aristóteles
es ésta una conclusión a la que también había llegado Hannah
Arendt— todo lo que es contingente permanece ontológicamen­
te subordinado al primado de lo que es necesario. En segundo lu­
gar, la sabiduría aristotélica queda ligada al presupuesto históri­
co de la polis griega, cuyo ethos se ha perdido irremediablemen­
te''. Die Neue Klugheit, la nueva sabiduría, la nueva forma de
saber sobre la que la filosofía de lo político debe apoyarse, no
puede ser una simple reedición de la antigua: su alcance innova­
dor debe ser tal que constituya un cambio de paradigma en la
acepción dada por Kuhn a esta idea38. En suma, él quiere llegar a
lo que Hannah Arendt no ha llevado a realización: responder a la
llamada que declara indiferible una nueva ciencia política.
La «teoría filosófica de lo político» es descrita por su de­
fensor como una especie de fenomenología hermenéutica,
orientada a distanciarse de las tres orientaciones teóricas predo­
minantes en Alemania: la «ontológico-normativa» representa­
da a su parecer por Eric Voegelin y Leo Strauss; la «crítico-dia-
léctica», cuyo exponente máximo es Habermas y la «empírico-

10 La crítica al programa filosófico del neo-aristotelismo está contenida


sobre todo en los capítulos «D ie Philosophie des Politischen und das Kon-
/.cpt der Praktischen Philosophie» y «Die Epochen der alten Klugheit der
i írundlegung», cit., respectivamente, págs. 73-99 y 218-258. Debe señalarse
que en la obra anterior a ésta, Die Rekonstriihion, cit.,Vollrath consideraba que
era posible reconstruir y reactualizar, en conexión con la Urteilskraft kantia­
na, el concepto aristotélico de phronesis.
17 E. Vollrath, D ie Grundlegung, cit., págs. 234-240.
18 Ibídem, págs. 14-20.
analítica» que sigue el modelo de ciencia política americana39.
El «horizonte anticipatorio» de tal fenomenología hermenéuti­
ca está constituido por el reconocimiento de algunas dimensio­
nes imprescindibles del mundo de los sucesos humanos: natali­
dad, mortalidad, finitud, historicidad, singularidad y pluralidad.
¿Cuál es, por consiguiente, la racionalidad adecuada, cuál
el saber idóneo para captar la especificidad de una praxis así
entendida? Las Lectures on K ant’s Political Philosophy se
convierten en el instrumento teórico indispensable para conse­
guir el cambio de paradigma: éste se consigue solamente si la
racionalidad de la metafísica se ve remplazada por el tipo de ra­
cionalidad repuesto en el juicio reflexivo; si se sustituye «el
principio de razón de la theoria», basado sobre el principio de
identidad «del estar consigo mismo», por el principio del juicio
reflexivo: la pluralidad, el «ser-junto-y-con otros». Semejante
juicio debe poder mediatizar logicidad y sentido común, racio­
nalidad y empiricidad, universalidad y particularidad y así su­
cesivamente según la bien conocida secuencia de las oposicio­
nes40. Una forma de saber, en definitiva, que surge directamen­
te del fenómeno político y que, por tanto, es capaz de captarlo
en su pureza sin sobreponer criterios extraños y que exige una
condición a priori bien precisa: la distinción entre la política y
lo político, die Politik y das Politische, intuida por Hannah
Arendt, pero no del todo especificada y, por el contrario, plena­
mente desarrollada por Cari Schmitt, aunque de modo equivo­
cado41.
Haciendo interactuar, no sin agudeza, las intuiciones arend-
tianas con las schmittianas o mejor, neutralizando el monismo
de la filosofía política de Cari Schmitt con el «pluralismo»
arendtiano, Vollrath esboza los criterios formales que constitu­
yen lo político: esto no se identifica con un contenido concreto
sino que representa más bien una modalidad del estar^j untos de

39 Ibídem, págs. 100-120.


40 Ibídem, págs. 271-278. En una perspectiva, desde cierto punto de vis­
ta, análoga, se mueve el trabajo de M. Riedel, Urteilskraft und Vemunft.
Kants ürsprungliche Fragestellung, Frankfurt, Suhrkamp, 1989.
41 E. Vollrath, D ie Gnmdlegimg, cit., págs. 30-50.
los hombres. «Lo político — leemos— no es ningún ser subs­
tancial o esencial, sino una modalidad. Es una práctica, un
cómo, no un que»42. Y del mismo modo que el saber que lo
debe captar, también lo político se estructura según la dinámi­
ca implícita en el juicio estético «arendtiano-kantiano». Los su­
idos que juzgan según la universalidad interpersonal —a su
parecer, en las Lectures, Arendt llega a indicar semejante forma
alternativa de universalidad , poniéndose, gracias a la imagi­
nación, en el lugar de cualquier otro, representan la modalidad
auténticamente política del asociarse. Ellos, efectivamente, juz­
gando desde un punto de vista común, llegan a constituir una
comunidad. Sin esta «participación en el juicio» no habría nin­
guna política auténtica, sino sólo organización. Al saber prácti­
co que funciona según la modalidad del juicio reflejo, le corres­
ponde también la tarea de verificar cuál es la forma política que
más se aproxima al concepto puro de lo político o cuál es el
funcionamiento institucional que menos se aleja de él. Estos
son, en apurada síntesis, los rasgos esenciales del B egriff des
Politischen según Vollrath, que considera que con ello sigue
fielmente el dictado del opus postumum de Hannah Arendt.

3. Transida por la misma voluntad de hacer «productiva»


la herencia arendtiana está asimismo la obra de otro propugna-
dor de la teoría del juicio político: Ronald Beiner43. El ensayo
Political Judgment está orientado sobre todo a definir el signi­
ficado que puede tener el juicio político en el interior de una
teoría centrada sobre una noción fuerte de ciudadanía: a saber,
en el interior de una reflexión la de los «comunitarianos»44—

42 Ibídem, pág. 48.


43 R. Beiner, Political Judgment, Londres, Methuen, 1983.
44 Como la Rehabilitierung alemana, tampoco el comunitarismo anglo­
sajón es un movimiento de pensamiento unitario y homogéneo, sino más
bien un movimiento que en sus diferentes versiones tiene un m ism o objeti­
vo polémico: la racionalización moderna o, más en concreto, la teoría ética,
política e histórica del liberalismo. A grandes rasgos, se puede observar que
el pensamiento de los «comunitarianos» se ramifica en dos direcciones: la
primera -que se identifica, por ejemplo, en los trabajos de A. Maclntyre y
que coloca el problema de la alianza intersubjetiva y del con­
senso no sobre un plano teorético y trascendental, sino que lo
inserta en el tejido concreto de una comunidad, en la trama vi­
viente de un ethos copartícipe, dentro del cual sólo, a su pare­
cer, se originan y se desarrollan las creencias y las convicciones
de los hombres. Desde semejante perspectiva, interrogarse so­
bre la naturaleza del juicio significa investigar sobre una facul­
tad humana que, sin poseer reglas seguras y métodos objetivos,
es capaz de orientarse en los contextos de las situaciones parti­
culares y de abrirse un espacio de deliberación, de participa­
ción activa a la vida pública. El gran mérito que Beiner atribu­
ye a Hannah Arendt es precisamente el de haber llamado la
atención sobre la más política de las facultades humanas: el jui­
cio. A pesar de que los ecos arendtianos resuenan sin cesar por
toda la obra, el «comunitarismo» de Beiner también hace pro­
pios motivos gadamerianos, de los que se sirve para criticar el
formalismo del juicio kantiano y la insuficiencia de la propues­
ta que del mismo hace Hannah Arendt.
Permítaseme recordar brevemente que si, de una parte, am­
bos alumnos de Heidegger comparten el supuesto del juicio re-

M. Sandel— , por así decir «integracionista», está preocupada en resolver los


problemas del individualismo y de la anomia modernos apelando casi tout
courl a recuperar valores tradicionales com o los religiosos; la segunda,
«participacionista», más atenta a soluciones de tipo político e institucional,
que lamenta no sólo y no tanto la pérdida moderna de unidad, solidaridad y
radicación, cuanto más bien la reducción del espacio para una «auténtica ac­
ción política». A esta segunda perspectiva, que encuentra mayor consonan­
cia con el pensamiento arendtiano, pueden reducirse las posiciones de
M. Walzer y de Ch. Tylor, y también las del discípulo de este último, R. Bei­
ner. Para una perspectiva de conjunto sobre el pensamiento de los comuni-
tarianos, véase al menos el ensayo de S. Benhabib, «Autonomy, M odemity
and Comunity. Comunitarism and Critical Social Theory in Dialogue», en
A. Honneth, Th. McCarthy y A. Wellnmer (eds.), Zwischenbetrachtungen
im P rozess d e r Aujklám ng, Frankfurt, Suhrkamp, 1989, págs. 373-394;
S. Mulhall, A. Swift (ed.), Liberáis and Communitarians, Cambridge, Mass.,
Cambridge University Press, 1992; Ch. M oufle (ed.), Dimensions o f Ra­
d ical Democracy, Pluratism, Citizenship, Community, Londres, Rout-
ledge, 1992. Por último, cfr. A Ferrara (a cargo de), Comunitarismo e libe­
ralismo, Roma, Editori Riuniti, 1992.
Ilexivo como modalidad de pensamiento diferente de la cogni-
Iiva, de otra, la operación arendtiana se configura como diame-
Iralinente opuesta a la realizada por el autor de Verdad y méto­
do. Muy esquemáticamente se puede decir que Arendt recono­
ce una potencialidad política — si bien sui generis— a aquel
mismo sensus communis kantiano cuya despolitización había
constatado Gadamei45.
Beiner, pues, parece seguir las conclusiones gadamerianas
al afirmar que el juicio del gusto de la Crítica del juicio, si bien
sigue siendo fundamental para entender la dinámica subjetiva
del juicio, se demuestra incapaz a causa del ámbito trascen­
dental en el que se mueve y mediante la universalidad a la cual
apela— de suministrar un principio concreto sobre el cual ba­
sar la dinámica de una comunidad. Este principio, por el con-
trario, debe investigarse — en opinión del autor en la que, sin
cautelas interpretativas, se define como la «teoría aristotélica
del juicio», de la que la doctrina de la phronesis es premisa ne­
cesaria46. Nos encontramos en definitiva en presencia de la que
Vollrath llamaría una reedición de la «antigua sabiduría»: una
de las muchas variantes del neo-aristotelismo que, además de
caracterizar el fenómeno de la Rehabilitierung alemana, con-
lluyen también en el «comunitarismo anglosajón». Y es desde
esta perspectiva — menos atenta que las versiones alemanas a
los problemas histórico-filosóficos y filológicos— desde la
que Beiner procede a ensayar la posibilidad de traducir en cate­
gorías modernas nociones aristotélicas como las de phronimos
y eupraxia, y a liberar el potencial de actualidad contenido en
la Retórica y en las reflexiones sobre la amistad de la Ética a
Nicómaco. Sólo pasando a través de los conceptos éticos y po­
líticos de Aristóteles, parece concluir Beiner, se puede llegar a
definir las modalidades referidas al juicio, aquel juicio «que se
consuma en la eficacia de la buena praxis» gracias a la delibe­

45 H. G. Gadamer, Wahrheit undM ethode, Tubinga, J. C. B. Mohr, 1960,


sobre todo las págs. dedicadas a las nociones de sensus communis y de jui­
cio [Trad. esp.: Verdad y método, 2 vols., Salamanca, Sígueme, 1993.]
4(> R. Beiner, Political Judgment, Londres, Methuen, 1983, págs. 83-101.
ración. Beiner todavía está con Gadamer al atribuir a la phrone-
sis y a la deliberación (proairesis) no solo una función instrumen­
tal de selección de los medios idóneos para obtener un determina­
do fin; la sabiduría práctica delibera igualmente en tomo al fin en
sí mismo y decide acerca de la buena praxis47. En conclusión, la
formulación de un juicio que actúe de fondo sobre el cual redise-
ñar la noción de ciudadanía debe implicar elementos formales y
trascendentales que expliquen desde el punto de vista subjetivo la
facultad de juzgar, aunque no puede renunciar a orientar a los su­
jetos juzgadores hacia los fines prácticos perseguí bles en común.
Aristóteles, por consiguiente, es el necesario complemento del
formalismo kantiano: el juicio político aristotélico suministra lo
que Kant no puede ofrecer: las coordenadas sustanciales y con­
cretas de una peculiar modalidad de la interacción humana, de la
que un aspecto no secundario reside en el deliberar y decidir jun­
tos «acerca de la forma de vida que es deseable perseguir en el
interior de un determinado contexto de posibilidad»48.

4. Bien diversa se presenta a primera vista la perspectiva


de la que parte la utilización del juicio arendtiano-kantiano que
hace Seyla Benhabib. Las posiciones de esta autora muy co­
nocida en los Estados Unidos— modifican parte de las propias
premisas teóricas de la «pragmática universal» de Jürgen Ha-
bernias.
Como se sabe, el programa filosófico de la ética del discur­
so se distancia precisamente de aquellos supuestos hermenéu-
ticos, compartidos tanto por la Rehabilitierung cuanto por el
comunitarismo, que subrayan la historicidad y «situacionali-
dad» del lenguaje: en consecuencia, se contrapone tanto a una
reflexión que destaca el papel asumido por los vínculos comu­
nitarios particulares en el logro de la alianza y del consenso en­
tre los ciudadanos, cuanto a una filosofía que en nombre de la
rehabilitación de la praxis rechaza las valencias universalistas
de la teoría moderna. La teoría habermasiana — a pártir, se en­
tiende, de los años 70, en los que tiene lugar la orientación ha­

47 Ibídem, págs. 138-152.


48 Ibídem, pág. 166.
cia el «paradigma comunicativo»— se encarga de suministrar
una fundación universal y racional, si no subjetivista, sí inter-
subjetiva, de los principios del actuar. Y precisamente en el re­
corrido que lo llevó a analizar de manera minuciosa las condi­
ciones formales y de procedimiento del discurso «imparcial»
y universal — mediante el que, al menos de una manera «ideal y
lipica», se puede obtener el consenso sobre las normas y los
principios del actuar , Habermas había reconocido cuánto de­
bía su teoría de la interacción comunicativa a las lecciones
sobre Kant de Hannah Arendtw. La investigación arendtiana so­
bre la facultad de juzgar y la utilización por ella propuesta de la
noción de «mentalidad ampliada» representan a los ojos del au­
tor alemán no solo «the core o f rational orientations in the Vita
Ac tiva», sino también «a first approach to a concept o f comu-
nicative rationality which is built into speech and action itself»:
un paso importante, en definitiva, en la dirección de una ética
de la comunicación50.
Benhabib parece seguir a Habermas en esta indicación: a
saber, se orienta al Judging arendtiano para investigar el mode­
lo de una posible «acción moral» — entendida como interac­
ción comunicativa— que ponga el fundamento de una política
democrática51. Sin embargo, la autora se da cuenta de los pro­

Son conocidas las reservas de Habermas en las confrontaciones de


I Ha activa/[La condición humana] — expresadas en J. Habermas, «Hannah
Arendts Begrilfdcr Macht», Merkur, XXXX, núm. 10, 1976, págs. 946-960— ,
pero debe recordarse que él se pronuncia de manera bastante diversa por lo que
respecta a la utilización arendtiana de la Crítica del juicio. Habermas había
lenido efectivamente oportunidad de asistir a algunas de las conferencias de
Arendt sobre Kant. Sobre esto, véase el texto de la Lecture habermasiana,
expuesta en la New School for Social Research y titulada «On the German-
lewish Heritage», publicada en Telos, núm. 44, 1980, págs. 127-131.
5U J. Habermas, «On the German-Jewish Heritage», cit., pág. 130.
51 Relevantes en este contexto son los ensayos de Benhabib: Autonomy,
M odem ity and Community, cit., sobre todo «Judgment and The Moral Foun­
dation o f Politics in Arendts Thought», Political Theory, XVI, núm. 1, 1988,
págs. 29-52. Véase también S. Benhabib, «M odels o f Public Space. Hannah
Arendt, the Liberal Tradition and Jürgen Habermas», en id , Situating the
Sel[ Gender, Community and Post-Modernism in Contem poraty Ethics,
( ’ambridge, Polity Press, 1922, págs. 89-120.
blemas que surgen cuando se quiere integrar tout courí el juicio
del gusto, tal y como ha sido interpretado por Hannah Arendt,
en el interior de la «pragmática universal». Es consciente de la
difícil compatibilidad de la Urteilskraft arendtiana con una
perspectiva universalista y racionalista como la habermasiana.
Pero precisamente sobre la base de las Lectures on K ant’s Poli­
tical Philosophy — y, más en general, de las reflexiones sobre
el juicio esparcidas en toda la obra de Hannah Arendt— , Ben-
habib fija el lugar de un posible y favorable diálogo entre el
«comunitarianismo» y la teoría del actuar comunicativo. Con la
particular interpretación de Kant despojada en su opinión de
algunos aspectos excesivos del formalismo abstracto y revesti­
do en parte con las ropas de la phronesis aristotélica— , Hannah
Arendt ha indicado el camino para una mediación entre la acti­
tud «particularista» hacia el contexto y un punto de vista moral
universalista. En definitiva, también con todas las reservas que
más adelante se verán, el mérito de la que para Benhabib es una
operación hermenéutica que conjuga a Aristóteles y a Kant
está en haber hecho pensable un fecundo compromiso entre el
aspecto trascendental del «pensamiento ampliado» y el juicio
moral contextual al que apelan los comunitarios. En efecto, este
último, adecuadamente corregido, podría mitigar el formalismo
y el carácter abstracto de la moral universalista, sostenida, por
ejemplo, por un Apel y por un Rawls, en la que, a veces, está a
punto de caer también la propuesta de Habermas.
Sólo una ética que, continuando las intuiciones arendtia-
nas, logre unir a la imprescindible instancia universalista e
igualitaria la atención, derivada de la phronesis, hacia la irre­
ductible peculiaridad de toda situación puede, según Benhabib,
encontrar una salida en la praxis y empeñarse en afrontar la
construcción de instituciones concretas52.

5. La filosofía del juicio de Jean-Fran$ois Lyotard no tiene


casi nada en común con las llamadas teorías del juicio político.
El filósofo francés no apela directamente a laí Lectures on

52 Benhabib, «Judgment and the Moral Foundation», cit., pág. 50.


Kant s Political Philosophy; él no se propone ir «más allá» de
I lannah Arendt, escribir el final de una obra incompleta ni mu­
cho menos diseñar la solución práctica de un pensamiento que
i|uiere ser aporético. Se puede, sin embargo, decir que refleja
lateralmente a Arendt, a través de una interpretación de Kant
que demuestra algo más que una simple afinidad formal con
la de la autora.
En el recorrido emprendido por él en los años posteriores a
la publicación de La condición postmoderna53 — marcado por
mi continuo distanciamiento respecto a esa obra— Kant se ha
impuesto como figura dominante54, no tanto como objeto de
una investigación histórico-crítica, cuanto como ocasión para
repensar y reelaborar algunas categorías filosóficas. También
la operación hermenéutica de Lyotard consiste en amplificar el
alcance antimetafísico de algunas nociones kantianas hasta
el punto de contrastar el peso de los elementos universalistas con­
tenidos sobre todo en la Crítica de la razón práctica. Bastante
más de lo que sucede en las Lectures on K a n t’s Political Philo­
sophy y en La vida del espíritu, el filósofo francés enfatiza el
descubrimiento kantiano de la heterogeneidad de las facultades
subjetivas y la interpreta de manera radical, llevándola a sus
consecuencias más extremas, a saber, la constatación de una
«disidencia» incurable. De aquí, la insistencia sobre la irreducti-
bilidad de las diferencias entre la wittgensteinianas «familias
de frases» — estéticas, teoréticas, éticas, políticas— y la acusa­
ción de violencia lanzada contra cualquier intento de subsumir-

53 J.-F. Lyotard, La condition postmoderne, París, Minuit, 1979. [Trad.


esp.: La condición postm oderna, Madrid, Cátedra, 2000.]
54 Muchas son las obras en las que Lyotard toma en consideración la
filosofía kantiana, por tanto me limito aquí a señalar lo más importante:
l -F. Lyotard, «Introduction á une étude du politique selon Kant», en AA. VV,
Rejouer le politique, París, Galilée, 1981; id.. Le Différend, París, Minuit,
1983 [trad. esp.: La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1988]; id., «Judicieux
dans le différend», en AA. VV, La facu lté de juger, París, Minuit, 1985; id.,
L'enthousiasme. La critique kantienne de l'histoire, París, Galilée, 1986
|lrad. esp.: El entusiasmo, Barcelona, Gedisa, 1987]; id., Sensus communis,
cit.; id., Heidegger et les «juifs», París, Galilée, 1988; id., L ’intérét du subli­
me, París, Eugéne Belin, 1988; id., Legons sur l ’analyse du sublime, París,
Galilée, 1991.
las bajo un único discurso cognitivo55. Kant, por consiguiente,
habría proporcionado los instrumentos desestructuradores al uni­
versalismo que sus mismas obras han afirmado: uno de éstos es
la distinción entre juicio científico y cognitivo y juicio reflexi­
vo56. Es, efectivamente, la dinámica del juicio estético el que
permite, a diferencia del juicio científico y cognitivo, salva­
guardar la «disidencia», sin reintegrarla ni silenciar el coro de
voces que constituye la así llamada condición post-moderna.
Por consiguiente, el problema que Lyotard afronta, sobre todo,
en Le Différend, es el de circunscribir más de cerca los contor­
nos de una facultad que sea capaz de poner en comunicación
géneros de discursos radicalmente diversos sin hacer injusticia
a su singularidad57. Con este fin se sirve de la metáfora, ya cé­
lebre, del archipiélago. «Cada una de las especies de discurso
sería una isla, la facultad de juzgar sería como un armador o un
almirante que organizase entre una isla y otra las expediciones
destinadas a presentar a una cuanto se encontrara en la otra y
pudiese servir a la primera de «intuición como si» para conva­
lidarla»58. El juicio estético, reflejo, sería, por consiguiente, la
facultad — o, como dice Lyotard la «casi» facultad— capaz de
«operar un paso» entre las familias de frases heterogéneas59.
Y la filosofía crítica — la filosofía que se encarga de juzgar— se

55 Véase en particular J.-F. Lyotard, Le Différend, cit.


56 Orientada a la recuperación de la potencialidad anti-universalista in­
herente al juicio reflejo kantiano es la atención demostrada por los autores de
los ensayos recogidos en La Faculté de Juger: J. Derrida, V. D escom bes,
G. Kortian, Ph. Lacoue-Labarthe y J.-L. Nancy.
57 Movido sobre todo por las criticas lanzadas por J.-L. Nancy (cfr. por
ejemplo J.-L. Nancy, «Dies Irae», en La Faculté de Juger, cit., págs. 9-54 e id.,
L’im peratif catégorique, París, Flammarion, 1983), Lyotard afronta el pro­
blema de la redefinición del estatuto de la subjetividad que debería ser pre­
supuesto a la temática del juicio. En el ensayo ya citado Sensus communis,
habla efectivamente de una «subjetividad mínima», de un «sujeto apenas
subjetivo» bastante distante del Ich denke - la síntesis última a la que se re­
fieren todas las representaciones— pero sin el cual no sereníes ni siquiera
capaces de estar de acuerdo sobre el hecho de que estemos en desacuerdo.
58 J.-F. Lyotard, Le Différend, cit.
59 Ibídem.
convierte, siempre sobre la falsilla del discurso kantiano, en la
legítima aspirante al papel de «tribunal imparcial», al papel de
nn tribunal que no tiene ninguna autoridad prescriptiva y que se
limita a regular y establecer los confines de los diferentes jue­
gos lingüísticos.
No se trata de discutir aquí la solidez o las incongruencias
internas del discurso lyotardiano, sino más bien de permitir que
se entrevea cómo detrás de esta terminología, tan diversa de la
arendtiana y a menudo rayana en los «tecnicismos» de la filo­
sofía del lenguaje, se esconde una fortísima afinidad entre las
tíos «apropiaciones» de Kant. No tanto por el gusto, fin en sí mis­
ino, de descubrir puntos de contacto entre dos pensadores que
rara vez han estado próximos el uno al otro60, sino porque estoy
convencida de que en el terreno de semejante afinidad se deci­
de, por así decirlo, la menor o mayor consonancia de la autora
con este o aquel filón de pensamiento contemporáneo.
Y si al principio la atención epistemológica que Lyotard
presta al estatuto de los juicios filosóficos parece estar alejada
ile la sensibilidad de Hannah Arendt, la distancia parece ir dis­
minuyendo poco a poco a medida que el filósofo francés pasa
a corroborar algunas de las categorías elaboradas en el curso de
la interpretación de Kant sobre el campo propio de la reflexión
histórico-política. Detrás del estilo burlón y ecléctico que pare­
ce colocar al autor de la condición postmoderna en una vena to­
talmente «relativista» se esconde la misma exigencia vigorosa­
mente sostenida por Arendt. A saber, definir, un lugar de resis­
tencia contra la hegemonía que el juicio determinante ejerce
también en la esfera de los asuntos humanos; el mismo pathos
por un espacio-tiempo que se sustraiga a la lógica de la proce-
sualidad61, lógica que en la versión actual reviste las aparien­
cias del programa, del cálculo, de la eficacia y de la funciona­

60 Cfr. D. Ingram, «The Postmodem Kantianism o f Arendt and Lyo-


lard», Review oJ'Metaphysics, XL1I, 1988, págs. 51-77, el cual, sin embargo,
pone a la luz sobre todo las diferencias que median entre los dos autores.
I )ebe señalarse que Ingram no toma en consideración las obras de Lyotard
sucesivas a Le Dijférend.
61 Véase en particular la parte final de L ’enthousiasme. La critique
kantienne de l histoire, op. cit.
lidad a toda costa. Negarse a esto es posible para ambos en vir­
tud de la facultad de juzgar «reflexivamente»: porque sólo el
juicio reflexivo hace, en efecto, que sigan siendo posibles espe­
cies de discurso que no deberían plegarse a la lógica y que, por
consiguiente, no estarían sometidos a reglas generales ni se
homologarían a lo universal. Así pues, hay que observar que
también para Lyotard las «regiones» estéticas y las histórico-
políticas se disponen en la misma modalidad de comprensión:
se abren a un pensamiento que antes que proceder por predeter­
minación o categorización se esfuerza en salir de la hegemonía
del discurso cognitivo para poder captar la singularidad y la di­
ferencia de lo que se presenta. Al igual que a Arendt, también
a él le resulta ilusorio y desviador poner a actuar el juicio deter­
minante frente a un suceso: anticipar el sentido de lo que acae­
ce a través de una pre-comprensión que lo inserte en la tranqui­
lizadora cadena de la relación causa-efecto. Y también común
a ambos parece ser la conclusión de que nada puede eximirse
de la «responsabilidad» de tener que dar cada vez una respues­
ta a los casos, es decir, la «responsabilidad» de tener que juzgar
cada caso sin el auxilio de criterios establecidos62.
Pero si Hannah Arendt apela a la analítica de lo bello y a su
posible extensión a la esfera política, Lyotard apela a lo subli­
me y a aquel sentimiento de placer y desagrado que se prueba
no sólo en las referencias a la naturaleza, sino también frente a
los acontecimientos históricos. A su parecer, el juicio estético
ligado a lo bello lleva todavía consigo la esperanza de una «in­
tegración armónica» en la que lo particular se concilie con lo
universal63. Lo sublime, por el contrario, evocando la desmesu­
ra, la inconmensurabilidad, sigue fiel a la no reconciliación, a
la exigencia fundamental — de la que Lyotard es portador— de

62 Ibídem.
63 Según Lyotard, en Sensus Communis, cit., y en Survivant, cit., Han­
nah Arendt permanecería todavía demasiado ligada a esta esperanza de «in­
tegración armónica»; a su parecer, en efecto, la autora leería las nociones de
sensus communis fuera de la correcta curvatura trascendental y les impon­
dría una indebida interpretación en sentido realista y «social».
que se preserve la pluralidad de las voces y no se recompongan
en el interior de un discurso unitario y hegemónico.
También en este caso se puede decir que a Kant — a la Crí­
tica del juicio y sobre todo al tratamiento de lo sublime— se le
.isigna la tarea de oponerse a Hegel: con las Lectures arendtia-
nas, también los escritos del autor francés nos restituyen una
imagen «post-hegeliana» del filósofo de Kónigsberg, orientada
a desquiciar el sistema dialéctico en todas las variantes más o
menos mistificadoras. Y bastante más marcadamente que en
Arendt, aquí el acento está puesto, de manera casi exasperante,
sobre la imposibilidad de la síntesis aquietante, sobre la impo­
sibilidad de la recomposición de las contradicciones. Insistir
sobre lo sublime, sin embargo, no sólo significa hacer preva­
lecer sobre la alianza y sobre el acuerdo el momento de la
«disidencia», sino también poner al descubierto la incapacidad
del espíritu para producir formas capaces de «hacer presente»
lo absoluto. Por consiguiente, es contra la Weltgeschichte y el
(leist hegelianos contra lo que se vuelve la lectura de la segun­
da parte de La contienda entre las Facultades64 que hace el au-
tor en L ’enthousiasme. «Si el genero humano está en constante
progreso hacia lo mejor» una vez más se escoge como lugar
privilegiado para «absolver» las concepción de la historia kan­
tiana de toda responsabilidad en los análisis del hegelianismo.
Si, en Kant, la percepción de las ideas de la razón es la que de­
sencadena el entusiasmo frente a los sucesos revolucionarios,
éstas — argumenta Lyotard— sólo se presentan de manera ne­
gativa en el sentimiento de lo sublime, en su inadecuación res­
pecto a cualquier representación. Lejos de coincidir con la his­
toria, las ideas de la razón tienen por una parte el más sumiso
papel de hilos conductores de una narración, pero de otra, la ta­
rea de transmitir al lector la fuerza para resistir a la «perversa
fascinación» del «todo es igual»65.
Desgraciadamente no queda espacio para mencionar todos
los pasajes y la implicaciones filosóficas de la «apropiación»

64 J.-F. Lyotard, L ’enthousiasme, cit.


65 Ibídem.
lyotardiana de Kant, y tampoco hay tiempo para destacar los
numerosos pasajes en los que el autor casi parece parafrasear a
Hannah Arendt. Para concluir, baste repetir que, en cuanto se­
paradas por las referencias hechas, respectivamente, a lo subli­
me y a lo bello, las dos lecciones kantianas aparecen sin duda
próximas, como manifiestan, mas que ningunas otras, las pági­
nas de L ’enthousiasme en las que refiriéndose al «don» del jui­
cio, Lyotard parece afirmar claramente la misma alternativa es­
bozada por Hannah Arendt: o se apela a una facultad subjetiva
o, como prefiere definirla, «casi subjetiva», capaz de discrimi­
nar, de pensar críticamente y de decidir, o bien saldrá ganando
el Weltgericht hegeliano, que, exigiendo de la historia del mun­
do la emisión del veredicto final, exima a cada uno de la res­
ponsabilidad de juzgar66.

3. E l ju ic io y la « a c t iv id a d d el p e n s a m ie n t o »

1. Nuevo tipo de racionalidad práctica; modalidad de deli­


beración en torno a los principios sobre los que basar una co­
munidad política; categoría fundamental del actuar comunica­
tivo; forma de comprensión que permite captar el sentido de los
acontecimientos, sin predeterminarlos o subordinarlos conca­
tenándolos en una narración: éstas son, en síntesis, las direc­
ciones de una posible continuación del discurso arendtiano que ha
quedado interrumpido y también las diversas tareas atribuidas de
vez en cuando al juicio. Tareas que se asignan, como se ha obser­
vado, por diferentes visiones filosóficas a menudo en clara con­
traposición unas de otras, tal y como como mejor demuestran las
críticas de Vollrath y de los communitarians a Habermas, las de
Benhabib a los communitarians y las de Lyotard a los haberma-
sianos y a los comunitarios67. Pero si, a pesar de ello, éstas com­

66 Ibídem.
67 Véase respectivamente E. Vollrath, D ie Gnmdlegitng, cit., págs. 176-
180; R. Beiner, Political Judgment, cit., págs. 25-30; S. Benhabib, Autonomy,
M odem ity and Community, cit., págs. 383-389 y J.-E Lyotard, Peregrinations.
Law, Form, Event, Nueva York, Columbia University Press, 1988. [Trad. esp.:
Peregrinaciones. Lev, forma, acontecimiento, Madrid, Cátedra, 1992.]
parten — directa o indirectamente— la apelación al «Judging»
nrcndtiano, se deberá admitir que la filosofía política de Han-
nah Arendt, en general, así como sus reflexiones sobre el jui­
cio, en particular, están recorridas por diversos vectores no fá­
cilmente conciliables en el interior de un tranquilizador cuadro
leórico. Quizás también por esto, los intérpretes han concedido
mucho espacio al opus postumum de la autora: como si en éste
se guardara el secreto de sus últimas palabras que, una vez des-
ri Iradas, consentirían echar luz sobre el significado de la obra
entera.
Los estudiosos han emitido veredictos contradictorios: hay
i|iiien considera las Lectures una especie de final sorpresivo
que echa por tierra y traiciona la originaria intención de la au­
tora, en la medida en que llevaría a aquel primado de la vita
contemplativa sobre la vita activa, de cuyo cuestionamiento
había nacido su reflexión. Por el contrario, hay quien piensa
que la consideración sobre la facultad de enjuiciar es del todo
coherente con la revalorización arendtiana de los asuntos hu­
manos; es más, sería el justo complemento teórico de ésta. En
consecuencia ha sido valorado de manera diferente el conteni­
do específico que semejantes juicios vehicularían: de manera
exclusivamente política, ligada a la conciencia moral, o bien
identificable con el solo juicio de lo histórico que intenta cap-
lar de manera retrospectiva el significado de los acontecimien­
to pasados. Se ha preguntado, además, si en ello no aparecen,
al lado de las nociones kantianas, también puntos de partida
que derivan de la doctrina aristotélica de la phronesis. Se podría
quizás observar, en definitiva, que no se trata sino de valoracio­
nes diferentes sobre la capacidad que el juicio arendtiano posee
de colmar la diversidad entre teoría y praxis o, más correcta­
mente, entre pensamiento y acción.

2. Pero procedamos con orden. Algunos de los numerosos


intérpretes que comparten el parecer de Hans Joñas68, según el

68 Véase Hans Joñas, «Handeln, Erkennen, Denken. Zu Hannah Arendts


philosophischen Werk», Merkur, XXX, núm. 10, págs. 921-935.
cual Hannah Arendt regresaría en el último período de su vida
a la vita contemplativa y a la filosofía, se han empeñado en re­
construir, a través de las «vicisitudes» que la consideración del
juicio atraviesa en el arco de toda la obra arendtiana, el recorri­
do de un verdadero y auténtico «giro»: a saber, las etapas que
marcarían el paso de una primera fase «política» a una última
fase «filosófica»69. También reconociendo la dificultad de
marcar una línea de demarcación neta, sostienen que se pueden
fijar dos modalidades de tratamiento bien distintas.
Desde el ensayo de 1953, «Understanding and Politics»70
— en el que por primera vez se presenta el problema de la com­
prensión y de la reconciliación entre pensamiento y realidad a

(>9 Casi todos los intérpretes arendtianos que han afrontado el tema del
juicio han destacado la diferente consideración que tiene en la primera y en
la segunda fase de la obra de la autora. Véase al menos M. A. Denneny, «The
Privilege o f Ourselves: Hannah Arendt on Judging», en M. A. Hiíl (ed.),
Hannah Arendt: the Recovery o fth e Public World, Nueva York, St. Martin’s
Press, 1979; D. Lories, «Sentir en commun et juger par soi-m ém e», Études
Phénoménologiques, I, núm. 2, 1985; R. Bernstein, «Judging - the Actor
and the Spectator», en Philosophical Profiles, Cambridge, Polity Press,
1986, págs. 221-237; F. Focher, «Sul giudizio político», 11 Político, Ll, 1986,
págs. 43-61; además del volumen ya citado, véase B. Henry, «II giudizio
político. Aspetti kantiani del carteggio Arendt-Jaspers», II Pensiero Políti­
co, XX, 1987, págs. 361-375; A. M. Roviello, Sens Commun et M oderni-
té, Bruselas, Ousia, 1987; E. Young-Bruchl, «Reading Hannah Arendt’s
Life o f the Mind», en M ind and the Body Politic, Nueva York-Londres,
Routledge, 1988, págs. 24-47; P. Fuss, «The Two-in-One: Self-Identity in
Thought, Conscience and Judgment», Idealistic Studies, núm. 3, 1988,
págs. 195-206; R. Esposito, «Irrappresentabile polis», en id.. Le categorie
dell'impolítico, Bolonia, 11 Mulino, 1988, págs. 73-124; G. Rametta, Commu-
nicazione, giudizio ed esperienza del pensiero, Milán, Franco Angeli, 1988,
págs. 235-287; P. P Portinaro, «L’azione, lo spettatore e il giudizio. Una lettu-
ra dell’opus postumum di Hannah Arendt», Teoría política, V, núm. 1, 1989,
págs. 135-159; M. Reist, D ie Praxis der Freiheit. Hannah Arendts Anthropo-
logie des Politischen, Wurzburgo, Konigshausen und Neumann, 1990, el capí­
tulo «Politik, Moral und Aesthetik Urteilskraft ais Politisches Denken»,
págs. 281-304. En II giudizio in Hannah Arendt, ya mencionado, R. Beiner
reconstruye enteramente la temática del juicio arendtiano siguiéndola en lo­
dos los escritos de la autora.
11 H. Arendt, «Understanding and Politics», Partisan Re\’iew, XX, núme­
ro 4, 1953, págs. 377-392.
través de la facultad de juzgar hasta un grupo de ensayos de
los años 60, el juicio se configuraría como categoría práctica
cuya función principal consiste en suministrar criterios orienta-
tivos para la acción política71. En efecto, la referencia a la im­
portancia del enfrentamiento entre opiniones, pero sobre todo
las apelaciones a la phronesis aristotélica y las afirmaciones se­
gún las cuales la acción se articularía en la relación entre volun­
tad juicio e intelecto72, hacen legítimo pensar en una forma de ac­
tuar discursiva y deliberativa, entendida como necesaria pre­
misa para alcanzar un consenso colectivo. Estas reflexiones
cambiarían de signo con el caso Eichmann: en los escritos pos­
teriores a La banalidad del mal o, mejor, posteriores a la contro­
versia desencadenada por la publicación del libro73 — se argu­
menta— , Arendt se aproximaría cada vez más a una concepción
de la facultad de juzgar como categoría moral. Uno de los prin­
cipales problemas planteados, por ejemplo, en «Thinking and
Moral Considerations»74 es de hecho el de hallar vías de salida
al decaer de una moral objetiva y universal. Ya que si es la falta
de pensamiento crítico, «la resistencia a juzgar en términos de

71 Los escritos a los que se refiere son, sobre todo, «Freedom and Poli-
tics», cit.; «The crisis in Culture», cit.; «What is Freedom?», en Between Past
and Future, cit., págs. 143-172, y «Truth and Politics», en Between Past and
Future, cit., págs. 227:264. [Trad. esp.: Entre el pasado y el futuro, op. cit.]
72 «What is Freedom?», cit., págs. 152-153.
73 La referencia se orienta sobre todo al ensayo «Thinking and Moral
Considerations», Social Research, XXXVIII, núm. 3, 1971, págs. 417-446,
con el que Arendt pretendía haber resuelto los problemas teóricos abiertos
por la violenta controversia sobre el caso Eichmann. Cfr. Hannah Arendt,
Eichmann in Jerusalem : A R eport on the Banality o f Evil, Nueva York, The
Viking Press, 1963, pero véase también la versión ampliada de 1965.
[Trad. esp.: Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad d el mal,
Barcelona, Lumen, 1999.] Siempre en conexión con el juicio contra Eich­
mann son interesantes las observaciones contenidas en H. Arendt, «Per­
sonal Responsability under Dictatorship», The Listener, 6 de agosto de 1964,
págs. 185-187 y pág. 205. Por lo que respecta al caso Eichmann se remite
a E. Young-Bruehl, Hannah Arendt: For Love o f the World, Nueva York-
Londres, Yale University Press, 1982, y a la literatura crítica discutida en
el primer capítulo del presente trabajo.
74 Cfr. «Thinking and Moral Considerations», cit.
responsabilidad personal»75 lo que provoca el comportamiento
de personajes como Eichmann, no será ciertamente a través de
un restablecimiento de los valores morales universales como se
obviará la atrofia de la capacidad de discriminar entre lo que es
justo y lo que es errado76. Se deberá, por el contrario, apelar a
una modalidad de discernimiento individual, capaz de funcionar
también en los momentos en los que saltan los códigos éticos77.
Y precisamente posiciones discordantes se adoptan en tor­
no a las consideraciones sobre la facultad de juzgar comprendi­
das en «Thinking and Moral Considerations», en «Thinking» y en
las Lectures, obras en las que —siempre según los defensores
de un «giro» interior en el pensamiento arendtiano— el acento
se desplazaría visiblemente de un saber práctico que sirve de
guía a la actuación plural, a una facultad reflexiva y autónoma
del sujeto singular.
Ronald Beiner, por ejemplo, critica decididamente seme­
jante cambio de perspectiva, que, a su parecer, corresponde al
paso de un punto de vista aristotélico a uno kantiano. Tal paso,
a su vez, desviaría el pensamiento de Hannah Arendt de un ge­
nuino aprecio de la esfera política y de su contexto concreto ha­
cia una especie de política estetizante y abstracta que culmina­
ría en una posición meramente contemplativa71,1.
Otros intérpretes mantienen por el contrario que la pers­
pectiva kantiana — no opuesta, sino armonizable con la aris­
totélica representa la reconciliación entre el punto de vista
del espectador y el punto de vista del autor, entre el que pien­
sa y el que actúa79. No sólo porque el actor no puede pasar

75 Cfr. Eichmann en Jerusalén, cit.


76 Sobre estos argumentos, véase también la interesante discusión entre
H. Arendt y H. Joñas recogida en M. A. Hill, The Recovery o f the Public
World, cit., págs. 301-339.
77 Cfr. las últimas páginas de «Thinking and Moral Considerations» cit.
78 R. Beiner, // giudizio in Hannah Arendt, cit., págs. 181 y ss.
79 Si bien con algunas cautelas es sustancialmente de esta opinión
M. Passerin d ’Entréves, «Thinking without a Ground: Hannah Arendt’s
Theory o f Judgment», en Modernity, Jusfice an d Community, cit., pági­
nas 143-201.
sin el espectador, al igual que en Kant los objetos estéticos
tienen necesidad de ser recibidos por un público, sino porque
la estética kantiana consentirá a Arendt formular una teoría
del juicio «democrática». El desplazamiento de Aristóteles a
Kant ya no haría del juicio el privilegio de unos pocos indi­
viduos sabios, según la orientación del phronimos aristotéli­
cos, sino una posibilidad a disposición de todos. En semejan­
te perspectiva, la referencia arendtiana a la Analítica de lo
Bello, lejos de corresponder a una estetificación solipsista en
la política, respondería a una profunda preocupación «demo­
crática» y consensual. En consecuencia, se rechaza la con­
vicción según la cual la autora llegaría a una radical separa­
ción entre actividad mundana y actividad de la mente. En de­
finitiva, el juicio político arendtiano, incluso en sus últimas
obras, reconciliaría pensamiento y acción sobre la base de
criterios de equidad imparcialidad y universalidad que Aris­
tóteles no había podido suministrar. Y esto, además, gracias
a la trampa de una racionalidad abstracta. En último análisis,
la orientación «universalista» kantiana y la «contextualista»
aristotélica guardarían el equilibrio y se corregirían mutua­
mente.
Tesis estas últimas en muchos sentidos análogas a las ex­
presadas por Seyla Benhabib que, como se ha recordado,
mantiene que en el juicio arendtiano está comprendida la
posibilidad de una integración no conflictiva de Kant y Aris­
tóteles: la compatibilidad entre el kantiano «pensamiento
ampliado» y el aristotélico «juicio contextual» podría en fin
albergar la posible reconciliación entre actor y espectador,
acción y pensamiento. Gracias a estos presupuestos, la estu­
diosa americana habría esperado, de parte de Arendt, la ar­
ticulación de una trama que tejiese juntos juicio político y
juicio moral, al fin de dar vida a una coherente ética política
intersubjetiva.
Pero si, como se verá, las expectativas de Benhabib siguen de­
satendidas, no sucede así con las propias de quien reconoce preci­
samente en las consideraciones sobre el juicio, contenidas en las
obras posteriores al caso Eichmann, las líneas generales de
una convincente concepción ético-política. Conforme a esta
interpretación80, persuadida de que en el pensamiento arendtia­
no resuena un profundo eco religioso, el juicio no sólo se encar­
garía de mediar entre pensamiento y acción, sino que asumiría
también el papel de realizar en el mundo de los asuntos huma­
nos la experiencia íntimamente moral de la «conciencia dual».
Dualidad que se remonta a la apertura de la conciencia a la tras­
cendencia y que, en última instancia, dispondría el plano hori­
zontal del acuerdo intersubjetivo a la escucha del plano vertical
de la trascendencia del ser.
Quizás más consciente de las dificultades y de los forza­
mientos que resultarían de considerar el ámbito de la con­
ciencia como guía del actuar colectivo, Benhabib lamenta,
por el contrario, la fallida articulación del posible cruzarse entre
el ámbito público-político y la moralidad subjetiva. Lejos de pro­
longarse en la esfera publica, caracterizada por la pluralidad,
el juicio moral del que nos habla Hannah Arendt permanece­
ría sin relación e ineficaz, en la medida en que es «prisionero»
de una concepción todavía «platónica» de la conciencia mo­
ral, guiada por el principio de la armonía y de la unidad del
alma consigo misma81. El pensamiento arendtiano, en con­
clusión, pondría fin a dos concepciones del juicio, una moral
y otra política, que siguen estando separadas. Ya que sigue
aferrada a una idea todavía del todo metafísica de la subjeti­
vidad — considerada como una entidad autónoma y separada
del contexto— no logra hacerla interactuar en la teoría unita­
ria que las reflexiones del juicio parecían prometer: en una
ética discursiva que se base sobre una racionalidad intersub­
jetiva.
Si bien formulada en términos diferentes, la misma crítica
de fondo es lanzada también por otro autor próximo, como la
Benhabib, a Habermas. Albrecht Wellner, efectivamente, le re-

80 Véase M. Cangiotti, L'ethos della política. Studio su Hannah Arendt,


Urbino. Quattro Venti, 1990, y también J. Bernauer, «The Faith o f Hannah
Arendt: Amor Mundi and its Critique - Assimilation o f Religions Experien-
ce», en A m or Mundi. Explorations in the Faith and Thought o f Hannah
Arendt, Dordsrecht, Martinus Nijofif, 1987.
81 S. Benhabib, Judgment and the M oral Foundations, cit., págs. 46-48.
pinchará permanecer prisionera de la tradicional dicotomía fi­
losófica entre verdad y opinión82. La autora, a su parecer, sigue
enredada en las mallas de una racionalidad formal y cognitiva
que machacaría el juicio en una estéril alternativa entre la raíio
metafísica y una perspectiva casi irracional. Esto impediría a
‘Arendt ligar la facultad de juzgar a la argumentación racional,
ile modo que se afirma la validez de semejante facultad, pero
no se motiva; ella aludiría a la verdad cuando, por el contrario, no
hay recurso alguno a un contexto de argumentos posibles a
través de los que se puedan convalidar y acoger las afirmacio­
nes de verdad. También en este caso, por consiguiente, Hannah
Arendt frustra las esperanzas de quien querría hallar en sus
obras las categorías filosóficas capaces de fundar la dimensión
política e intersubjetiva de la comunicación.

3. En definitiva, si «comunitarios» y habermasianos están


de acuerdo en reprochar a la autora una especie de «mitología»
del juicio, expresión de una concepción de la subjetividad toda­
vía sin relación y todavía metafísica, sus caminos se separan
cuando señalan los motivos. Si los primeros ven en la utiliza­
ción de la perspectiva trascendental kantiana la razón de la abs­
tracción del juicio arendtiano, los segundos le reprocharán pre­
cisamente no seguir hasta el fondo las implicaciones del «ra­
cionalismo crítico e intersubjetivo» de Kant. Por lo demás,
haciendo referencia a los meros términos de la interpretación
de la Urteilskraft, si, de una parte, los defensores de la «ética
discursiva» aplauden la conciencia que impide a Arendt identi­
ficar el sensus communis con una real y determinada comuni­
dad política — conciencia que confiere a semejante noción el
valor de idea regulativa para una práctica discursiva lo más am­
plia posible— por la otra es esto lo que precisamente subleva a

82 A. Wcllner, «Hannah Arendt on Judgment: The Unwritten Doctrine


o f Reason» en Endspiele. D ie unversóhnlicite Moderne, Frankfiirt, 1993,
págs. 309-330. En sus argumentos principales esta crítica retoma la formu­
lada por J. Habermas, Hannah Arenclts B egriff der Machí, cit. También
A. I leller, «Hannah Arendt on the “vita contemplativa”», en Philosophy and
Social Criticism, XIII, 1987.
los «comunitarios». Están dispuestos a seguir el discurso
arendtiano sobre el juicio sólo hasta donde parece aproximarse
a la phronesis aristotélica y a abandonarlo cuando la apelación
a Kant — a su parecer, una recaída en la modernidad— se hace
determinante e impide efectivamente que la noción de sensus
communis no pueda ofrecer «apoyo» al funcionamiento de una
comunidad que se rige, se expresa y se renueva sobre un ethos
participado.
Como se ha anticipado, nos encontramos en presencia de
desciframientos divergentes de la «última palabra» de Hannah
Arendt. Tan diferentes los unos de los otros como para inducir
a pensar que en realidad ella nos está ofreciendo más teorías
—quizás mutuamente complementarias del juicio: el juicio
político, el juicio moral, el juicio histórico. En realidad, ella no
ha formalizado nunca estas distinciones. Si acaso ha enfatizado
el carácter unitario y autónomo de la facultad de juzgar, facultad
que diseñada, sobre todo en los últimos escritos, sobre el mo­
delo del juicio reflejo, se convierte —sin la menor duda— cada
vez más en prerrogativa de una observación imparcial. Impar-
cial, pero no indiferente que, como el espectador kantiano ante
el espectáculo de la Revolución Francesa, participa con entusias­
mo, sin tomar directamente parte en la representación que se
está escenificando. Y sobre todo, precisamente porque no está
implicado directamente en el juego, logra conferir un significa­
do a lo que está acaeciendo.
Si prestamos atención a cómo Arendt individualiza las moda­
lidades temporales implícitas en la facultad de la vida de la
mente, resulta quizás más clara la fisonomía del juicio. Pensar,
efectivamente, corresponde al eterno presente y el querer resul­
ta constitutivamente ligado al futuro, el pasado, finalmente, es la
dimensión temporal propia de la facultad de juzgar83. Consi­
guientemente, las reflexiones sobre «Judging» tienen poco en co­
mún con el «juicio» implicado en la deliberación práctica del
phronimos aristotélico o en la dinámica intersubjetiva de la éti­
ca comunicativa, cuya dirección temporal está sin más orienta­

83 Véase, por ejemplo, I\ . Arendt The Life ofthe Mind, cit., págs. 213-216.
[Trad. esp.: op. cit.]
da al futuro. No me parece que se pueda dudar, por consiguien­
te, tic que el «destino final» de la facultad del juzgar venga a
coincidir con la mirada retrospectiva de lo histórico o, más en
general, encuentre expresión en la metáfora del poeta ciego84.
I .1 última palabra de Hannah Arendt vuelve al concepto de his­
toria85 y por tanto representa «un progresivo desplazamiento a
los confines externos de lo político»86. Pero no en el sentido de
quien lee «Judging» como el resultado de un pensamiento que, a
través de etapas bien distintas, vuelve al lugar del cual había
querido distanciarse. Como si le hubiera dado jaque mate la
misma fuga del mundo de los negocios humanos, cuyo cuestio-
namiento había sido su origen. Como si en definitiva su impul­
se) final fuese una recaída, inconsciente, en la metafísica, a tra­
vés de un juicio que, por lo demás, pertenece «a la comunión
de la mente consigo misma en reflexión solitaria»87. A seme-
jante argumento, efectivamente, se puede poner una objeción.
La obra de Arendt parte en efecto de la crítica de la separa­
ción entre pensamiento y acción que desde Platón lleva a su­
bordinar la segunda a la primera y busca constantemente des­
quiciar el orden jerárquico en el que teoría y praxis se presen­
tan en el interior de la filosofía política tradicional; y termina,
es verdad, sin sugerir una respuesta sobre cómo pueden conec­
tarse los dos términos. Es decir, no nos proporciona una «nue­
va ciencia política» que ayude a hacer proyectos y a «poner or­
den» en el mundo de los asuntos humanos de manera distinta a

84 Cfr. H. Arendt, Lectures, cit., págs. 68-69. Sobre el significado de esta


metáfora véase E. Greblo, «II poeta cieco. Hannah Arendt e il giudizio»,
Aut-Aut, núms. 239-240, pág. 190.
85 Véase The Life o f the Mind, cit., pág. 216. [Trad. esp.: op. cit.]
86 A sí R. Esposito, «Irrappresentabile polis», cit., pág. 114. Esposito no
pretende mantener una tesis análoga a la de Beiner, sino más bien constatar
cómo en Hannah Arendt lo político se retira al pensamiento, el único espa­
cio que le queda en una época de decadencia de las categorías de la moder­
nidad. D e la m isma idea es también G. Rametta, Comunicazione, giudizio
e d esperienza d el pensiero, cit. Posiciones próximas a las tomadas por
J.-L. Nancy e Ph. Lacoue-Labarthe, «Le “Retrait” du politique», en AA. VV,
Le retrait du politique, París, Galilée, 1983, págs. 183-200.
87 Así, R. Beiner, 11 giudizio in Hannah Arendt, cit., pág. 188.
la de la tradición. Creo, sin embargo, que todo esto, más que
como una promesa fallida o una desviación de los propósitos
originarios, debe considerarse como un resultado inherente a
las premisas de este pensamiento, crítico, radical y antisistemá­
tico, pero bastante más coherente de cuanto la autora misma
quisiera admitir. Es verdad que en algunas obras anteriores a
«Thinking and Moral Considerations», Arendt vuelve su mirada
al interior de la perspectiva aristotélica de la phronesis para
sondear la posibilidad de superar la fractura entre teoría y pra­
xis, según una modalidad diversa tanto del constructivismo ra­
cionalista como del racionalismo dialéctico hegeliano. Y es in­
negable que el juicio — en aquellos escritos es considerado
también bajo el perfil del actor que actúa de acuerdo y que de­
libera sobre materias de interés común. Pero si se examinan
atentamente las referencias a la opinión y a la phronesis. en rea­
lidad debe constatarse que no resuelven la relación entre pensa­
miento y acción, no reconcilian teoría y praxis a través de la
mediación del juicio político. La tensión entre esos dos mo­
mentos sigue siendo la separación que se agudiza en las últimas
obras a las que la autora parece conscientemente no querer po­
ner fin.
Aunque fuese a través de una modalidad reflexiva más que
determinante, sobre la base de un saber fronético, no epistémi-
co, que respetase y reconociese la contingencia y la singulari­
dad propias del mundo de los asuntos humanos, una teoría del
juicio político que sirviese para orientar la acción intencionán­
dola a pr.rtir de una idea y que reconectase así los dos términos
volvería a recorrer las mismas vías que Arendt había querido
abandonar. Si, en definitiva, la acción a través del juicio pusie­
ra en acto un pensamiento, seguiría una pendiente, seguiría un
programa: de nuevo la facultad del juicio haría del actuar una
«consecuencia aplicada», es decir, la simple ejecución de un
saber, de cualquier naturaleza que fuera. Dicho con otras pala­
bras, la autora volvería a proponer el carácter «derivado» de la
praxis que obedece a órdenes del pensamiento, si representara,
bajo apariencias diversas, la misma lógica de medio-fin en
cuya oposición halla su significado el pensamiento arendtiano.
En este caso sí que la autora retornaría al lugar del cual había
!|uerido apartarse. Es como si Arendt en toda su obra, pero más
tenazmente en la parte final, se impusiese por coherencia resis-
iii a la tentación de la síntesis, de la reconciliación y de la me­
diación. Se puede en definitiva decir que Arendt hace propia la
1 1 ilica kantiana de laphronesis en cuanto saber instrumental88,
pero, obviamente, no porque ella se desvíe de la pureza del «tú
debes» o del rigor cognoscitivo, sino porque todavía está dema­
siado implicada en la tradicional relación de teoría y praxis,
que demasiado fácilmente se podría volver a escribir en el len­
guaje de la «síntesis hegeliana».
Dicho esto, se pueden cuestionar las premisas de este pen-
..uniento, pero no el resultado respecto a o salvadas las premi­
sas. Se le puede imputar un ineficaz «existencialismo políti­
co»1” , achacarle un anti-hegelianismo obsoleto, o bien, quizás
en manera menos capciosa, se le puede poner la objeción de
i|uc una concepción de la política que había borrado del propio
horizonte la consideración de los medios y los fines, así como
de las intenciones, sólo paradójicamente puede ser definida
como tal. Pero a mi parecer, no capta la especificidad quien
busca anexionar la filosofía arendtiana al territorio de la Reha-
hilitierung o al del comunitarismo o, incluso, al de una ética
discursiva sin perjuicio de declararla en un segundo momento
inadecuada para suministrar respuestas sobre cómo puede fun­
cionar una ética del discurso. También por esto, el juicio arend-
liano me parece estar, también con las debidas diferencias, más
próximo al de Lyotard que al de aquellos que apelan explícita­
mente a Hannah Arendt o que directamente pretenden ser los
únicos y auténticos herederos de Hannah Arendt.

88 Como es sabido, Kant critica la phronesis en el prefacio a la prime­


ra edición de la Crítica del juicio, cit., pág. 10. Sobre el distanciamiento de
la perspectiva teórica centrada sobre noción de prudencia por parte dt Han­
nah Arendt, véase P. P. Portinaro, L ’azione, lo spetattore e il giudizio, cit.,
págs. 151-152.
89 Para este tipo de crítica, véase M. Jay, «Hannah Arendt. Opposing
Views», Partisan Review, XLV, núm. 3, 1978; en la misma dirección, pero
menos polémico, G. Kateb, Hannah Arendt. Politics, Conscience, Evil, Ox-
lórd, Martin Robertson, 1983.
La única reconciliación admitida es la que conecta pensa­
miento y realidad — una vez que el primero sea despojado de
las ropas curiales de la metafísica— en el juicio reflexivo y re­
trospectivo de quien, sin interés por adecuar el sentido del acae­
cer a una propia convicción filosófica o a un propio proyecto
teórico, intenta captar el significado de lo que acontece o inten­
ta liberarse de la infundada autosuficiencia subjetiva educando
la imaginación para que «visite» el punto de vista de los otros.
Un juicio que, si bien no se presta a mediar entre pensamiento
y acción en el interior de una comunidad política o a diseñar los
presupuestos de una ética discursiva, no renuncia por esto a ser
al mismo tiempo ético y político, más que histórico. Como se
ha observado más veces, lejos de ser remitido a aquel bios theo-
retikos que había vuelto las espaldas al mundo, en las manos de
la autora se convierte en el arma con la que combatir lo que el
Geist hegeliano representa a sus ojos: no en último término una
actitud aquiescente respecto a la procesualidad del devenir que
justifica todo lo que acaece. En el contraste de semejante con­
cepción histórica que subordina lo contingente a lo necesario y
el evento al proceso, la Urteilskraft kantiana recupera, según
las intenciones de su intérprete, el significado griego de histo-
reirím, es decir, el de asistir a los acontecimientos del mundo y
después decidir qué cosa es digna de ser recordada y, de esta
manera, ser «salvada» de la desaparición en el tiempo, dando
forma a estos recuerdos en la trama de una narración. Y preci­
samente esta facultad, que podría parecer una mera categoría
de la comprensión histórica, revela su potencial ético. Sin po­
der apelar a criterios universales, implica la responsabilidad de
conceder o negar el asentimiento a la realidad, de discriminar
en aquello que acaece entre lo que es justo y lo que es erróneo.

90 Cfr. H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 216. [Trad. esp.: op. cit.]
Sobre este tema se encuentran consideraciones en H. Arendt, Philosophy and
Politics: What is Political Philosophy?, Conferencia, N ew School fór Social
Research, 1969, Washington, The Library o f Congress, Manuscripts Divi­
sión, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 40. Sobre estos temas, véase
A. Dal Lago, «La difficile vittoria sul tempo. Pensiero e azione in Hannah
Arendt», Prefacio a La vita della mente, Bolonia, II Mulino, 1986 [ed. italiana
de La vida del espíritu].
Pero obrando así, arrancando el veredicto final «a aquella seu-
do-divinidad de la época moderna llamada historia»91, el juicio,
que en este modo da expresión al pensamiento, se trasforma en
un lugar de resistencia en los análisis de lo existente. Un juicio
que «en tiempos de emergencia política» inmediatamente pue­
de convertirse en acción. Hacia el final de «Thinking» Arendt
escribía:

Cuando todos se dejan llevar sin reflexionar por lo que


los otros creen y hacen, se saca a los que piensan de su es­
condite, ya que su rechazo a unirse a la mayoría es llamati­
vo y s e co n vierte p o r e sto m ism o en una e s p e c ie d e a cció n .
En semejantes situaciones de emergencia, el componente
catártico del pensar (la mayéutica de Sócrates que saca a la
luz las implicaciones de las opiniones irreflexivas y acríti-
cas, destruyéndolas de esta manera, trátese de valores, de
doctrinas, de teorías o, incluso, convicciones) se manifiesta,
im p lícita m en te, co m o p o lític a . Semejante destrucción tiene
un efecto liberatorio sobre otra facultad, la facultad del jui­
cio, que no sin razón se podría definir como la más política
entre las actitudes espirituales del hombre [...]. La facultad
de juzgar (tal y como fue descubierta por Kant) aquello
que es particular [...] pone de manifiesto el pensamiento en
el mundo de las apariencias [...]. La manifestación del vien­
to del pensamiento no es el conocimiento; es la habilidad de
discernir el bien del mal, lo bello de lo feo, aquello que, qui­
zás, en los raros momentos en los que todas las prendas es­
tán en juego, es realmente capaz de impedir las catástrofes,
al menos para sí mismo92.

Pensar críticamente y juzgar son, consiguientemente, como


dice Lyotard las únicas libertades auténticas que quedan entre
las ruinas de la ética y el progresivo retirarse del espacio públi­
co: «La libertad de decir sí o no a la abyección»93.

91 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 216. [Trad. esp.: op. cit.]
92 H. Arendt, The Life ofthe Mind. cit., págs. 192-193. [Trad. esp.: op. cit.]
93 J.-F. Lyotard, Survivant, cit., pág. 74.
r

Indice

P rólogo (Fina Birulés).........................................................

P r im e r a pa r te

I. La reconstrucción de una difusión ............................ ;


1. Una historia discutida y una historia discutible......... 17
2. ¿Aristotelismo o irracionalismo político? ................. 28
3. A caballo entre la filosofía y la política ................... 39
II. El fin de la metafísica como origen y horizontede la re­
flexión arendtiana 53
1. Entre Aristóteles y Heidegger................................... 53
2. Cotejo con Heidegger............................................... 64
3. Una política post-heideggeriana................................ 94

S e g u n d a pa r te

III. La «culpa» de la tradición filosófico-política.............. 109


IV La verdad y la sabiduría ante la política ...................... 137
1. Platón...................................................................... 137
2. Aristóteles ............................................................... 160
V La soberanía y la voluntad ante la política................... 179
1. Hobbes .................................................................... 179
2. Rousseau ................................................................. 197
V I. La historia y la necesidad ante la política ......................... 211
1. Hegel .................................................................................. 211
2. M arx ................................................................................... 22<>

T er c er a p a r te

V il. Volver a pensar la h is to ria .............................................. 24'


1. La crítica de las concepciones continuistas ............... 24 <
2. L a historia como narración ........................................... 267
V III. Volver a pensar la revolución ......................................... 28 <
1. Entre historia y teoría p o lític a ...................................... 28 l
2. Redefinición del concepto de revolución .................. 287
3. La revolución americana ............................................... 2(>4
4. La Revolución Francesa ................................................. SO.*'
5. E l fracaso de las revoluciones ...................................... 311
IX . Volver a pensar la p o lític a ............................................. 31 (>
1. La acción............................................................................ 31 ')
2. E l espacio p úblico............................................................ 33 (
3. L o privado y lo social ...................................................... 345
4. ¿Fin de la política?........................................................... 35 '
5. E l p o d e r.............................................................................. 361
6. La autoridad ...................................................................... 374

Cu a r ta p a r te

X. Una conciliación imposible ................................................. 38‘)


1. La perspectiva abierta de K a n t..................................... 38‘)
2. Contiendas sobre la herencia arendtiana ................... 401
3. E l juicio y la «actividad del pensam iento»................ 418

Bibliografía de las obras de Hannah A re n d t............................... 43 '


Bibliografía de los estudios sobre HannahArendt ..................... 45 \

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