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Publicado en Revista El Monitor. Edición nro.

Escuela, delito y violencia


Gabriel Kessler*

Históricamente la escolaridad y el delito fueron pensados como dos actividades


contrapuestas: la escuela era responsable, junto a la familia, de una socialización exitosa,
distribuyendo las credenciales necesarias para entablar una vida adulta integrada; mientras
que el delito era una de las opciones residuales para aquellos que quedaban excluidos o
poco favorecidos por el sistema educativo. En los últimos años esta situación cambió. Por un
lado, un rasgo novedoso de la década del 90 es el fin de la mutua exclusión entre trabajo y
delito. La inestabilidad del mundo del trabajo, entre otras causas, lleva a la emergencia de un
segmento de jóvenes que combina actividades legales e ilegales para sobrevivir, lo que en
un libro reciente llamamos "delito amateur"1. Por el otro, respecto de la escuela, datos
oficiales para 1998 señalan que el 58 por ciento de los menores de 18 años imputados por
infracciones contra la propiedad en la Provincia de Buenos Aires, declaraban que estaban
concurriendo al colegio. Constatación que obliga a modificar los interrogantes habituales: el
eje no es solo el impacto de la deserción sino, entre otras, dos cuestiones que tratamos en
esta nota: el lugar de la educación en la vida de estos jóvenes y la relación entre delito y
escuela.

Experiencia personal y sentido de la educación

En una investigación reciente sobre jóvenes que cometieron delitos, los entrevistados
manifiestan una disyuntiva central acerca de la escuela: más allá de valorar el hecho de
estar alfabetizados afirmaban -en particular sobre la escuela media- que no entienden nada
y que lo que aprenden no les sirve para nada. Sin embargo, hay un punto en que la propia
experiencia se disocia del juicio general, puesto que cuando no hacen referencia a la propia
escolaridad, valoran la educación en general como agente legítimo de socialización y
movilidad social. La escuela es importante para "ser alguien en la vida", "para conseguir
trabajo" porque "sin escuela no sos nada".

La disyunción entre experiencia individual y juicio general nos provoca reflexiones


contrapuestas. Una mirada pesimista diría que cuando valoran la escuela repiten un discurso
ajeno, que no ha sido construido ni internalizado por ellos. Una postura optimista, al
contrario, resaltaría que -a pesar de la escasa relación con sus experiencias- la escuela y la
educación todavía están ahí, formando parte del campo imaginario de estos jóvenes,
presente en sus ideas y su percepción de futuro. Y aun cuando haya elementos para
sostener ambas posiciones, es innegable que la postura de estos jóvenes expresa la
persistencia de una demanda a la escuela por una experiencia más significativa, por
aprender algo. Al fin y al cabo, cuando se ufanan de lo fácil que es la escuela, de que "con
30 hojas en la carpeta tirás todo el año" o de que casi no les dan tarea -pese a que
enseguida afirman no hacerla-, también expresan una demanda a la escuela, se denota un
interés por más que les resulte difícil expresarlo. Es que para estos jóvenes la escuela es la
única institucion que todavía tiene un peso en la posibilidad de pensar otros futuros y
opciones posibles.

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En la investigación mencionada nos interesó ver también la percepción de directores y
docentes sobre la violencia en la escuela. De las entrevistas en escuelas consideradas
"difíciles" en el Gran Buenos Aires emergían tres problemas principales. En primer lugar, se
relatan juegos violentos que los mismos estudiantes consideraban "sólo juegos". Se plantea
una primera cuestión: lo que para los docentes -y nosotros- es claramente violencia,
pareciera ser tipificado de manera distinta por sus protagonistas: como un juego, no
cuestionable entonces. Habría una falta de entendimiento básico sobre aquello que es
violencia y aquello que no lo es. En segundo lugar, los docentes estaban también
preocupados por la creciente violencia de los varones hacia las nenas. Esbozan la hipótesis
de que esto expresaría un modelo de masculinidad, compartido por padres e hijos varones,
ligado al ejercicio de la violencia como manera de reafirmar una identidad que presenta uno
de sus elementos estructurantes -el rol de proveedor- en crisis. Por último, la violencia no es
privativa de la relación entre compañeros, sino que docentes entrevistados se quejaban de la
agresividad de muchos padres.

¿Cuál es la posición institucional sobre estos problemas? Se delinean dos posturas distintas.
En ciertas escuelas prima la política de separar a los chicos más violentos pues atacan a sus
compañeros, impiden el desarrollo de las clases y generan un ejemplo negativo al resto ("un
adicto produce otro adicto"decía un maestro de 7° grado), posición que es reforzada por la
presión de muchos alumnos y de sus padres. Los directivos de tales escuelas no se
justifican con un discurso abiertamente excluyente o reaccionario; sino en la carencia de
recursos, tiempos y saberes para encarar solos el problema. Los casos problemáticos exigen
mucho trabajo y atención, en detrimento del grueso de los alumnos, lo que también genera
conflictos. El resultado buscado, más que la expulsión, es negociar el pase a otro colegio, el
abandono temporario ("hasta que se calme"), o la rápida terminación del ciclo.

La posición opuesta la encontramos en directivos que, aun reconociendo las dificultades,


afirmaban que preferían tratar de mantener a los chicos en la escuela a toda costa, porque
aunque no aprendan nada mientras estén allí al menos están supervisados. En esas
escuelas se produce un desplazamiento general de roles: los docentes y directivos
concentran el grueso de su energía en la cuestión disciplinaria, y los porteros y
administrativos controlan las puertas y los muros para que los chicos no se escapen.

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La pregunta que estas reflexiones abren es acerca de qué debe hacer la escuela. No hay
recetas ni una respuesta fácil. Nuestra investigación muestra un desdibujamiento
generalizado del concepto de ley como marco normativo para muchos de los jóvenes y en
todas las dimensiones estudiadas, no solo en la escuela. Ella no es, por supuesto, ni la
responsable ni tampoco la que puede sola restaurar un marco de ley en un sentido amplio.
Ni la familia, ni las comunidades barriales, ni el mundo del trabajo pueden hoy resolver por sí
solos los conflictos que se desarrollan tanto en su interior como en otros ámbitos que de un
modo u otro los afectan. Ahora bien, cierto es que la escuela sola no puede, que debe
buscar aliados a fin de restablecer sentido y futuro para una parte importante de los jóvenes
de nuestro país. No cabe duda de que la escuela tiene un rol protagónico porque, como
dijimos, a pesar de todos los problemas y carencias que sufre, es quizás la única institución
en la que todavía confían, a la que todavía demandan y de la que esperan que contribuya a
crear otro futuro posible.

* Universidad Nacional General Sarmiento/CONICET


1 Kessler, Gabriel. Sociología del delito amateur. Buenos Aires. Paidós. 2004.

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