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¿Por qué tienen las mujeres los pechos permanentemente

hinchados?

En las hembras de las especies primates subhumanas, incluidos los grandes simios, los pechos
aumentan de tamaño únicamente durante la lactancia. En las hembras humanas el pecho se desarrolla
en la pubertad, adoptando a menudo formas pendulares, y permanece así con independencia de que se
produzca o no lactancia. El tamaño determina fundamentalmente la presencia de tejidos grasos que no
tienen nada que ver con las glándulas que segregan la leche y que no guardan relación alguna con la
cantidad de leche que una mujer puede producir durante la lactancia.

Como se ha señalado antes, en el chimpancé pigmeo las tumescencias sexuales del perineo se
deshinchan sólo parcialmente tras la ovulación y la menstruación. Estas tumescencias han perdido la
función de atraer y excitar a los machos exclusivamente cuando la hembra está a punto de ovular,
como sucede entre los chimpancés comunes. Al contrario, en consonancia con el estado
semipermanente de disposición sexual de las hembras, sirven como estímulo constante del interés
sexual de los machos.

La aparición de tumescencias perineales semipermanentes en el chimpancé pigmeo puede


arrojar luz sobre el enigma de que las humanas sean las únicas hembras primates cuyos pechos se
encuentran permanentemente desarrollados. Las señales perineales son más fáciles de detectar para las
especies que caminan y corren a cuatro patas que para las que lo hacen erguidas y adoptan una postura
vertical al alimentarse. Ya he citado a los babuinos geladas como una especie de costumbres
alimentarias verticales cuyas tumescencias sexuales aparecen en el pecho, además de la grupa. En los
humanos, los senos pendulares parecen, por lo tanto, combinar la permanencia de las tumescencias
perineales del chimpancé pigmeo con la visibilidad del «collar» de las hembras geladas.

La teoría de que los pechos hinchados representan una traslación de las señales sexuales desde
la parte trasera a la parte delantera del cuerpo la propuso por primera vez Desmond Morris en su obra
El mono desnudo. El vello púbico y la posición de los genitales externos masculinos y femeninos,
señaló Morris, se adaptan a la utilización de la parte delantera del torso en posición vertical para los
displays sexuales.

Morris tuvo, asimismo, la idea de que los pechos de las hembras homínidas imitaban en
realidad las tumescencias sexuales de algún ancestro de los simios y que cobraron eficacia como
señales sexuales porque se basaban en propensiones visuales de estos simios ancestrales. Como toque
final, Morris afirmó que los senos y los labios de la mujer formaban una unidad en la cual la abertura
de bordes encarnados de la boca vino a representar la abertura de bordes encarnados de una vagina de
simia.

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Pero no hay que llevar las cosas hasta extremos tan fantasiosos para comprender por qué las
señales pectorales se seleccionaron para sustituir a las perineales en los humanos. La razón de que el
busto rebosante adquiriera la facultad de excitar a los machos humanos se debe a que existe una
relación entre éste y el éxito reproductor. Los machos atraídos por los pechos grandes tenían más
descendientes que los que no se sentían atraídos por ellos. Y las hembras que los poseían tenían proles
más numerosas que las otras. Estas consecuencias beneficiosas desde el punto de vista de la re-
producción obedecen al hecho de que los senos femeninos están formados fundamentalmente por grasa
almacenada.

Las mujeres utilizan unas 250 calorías adicionales durante el embarazo y unas 750 calorías
adicionales durante la lactancia. Las mujeres de grandes pechos suelen tener amplias reservas de grasa
no sólo en el busto, sino también en el resto del cuerpo, grasa que puede transformarse en calorías si el
consumo dietético no logra satisfacer las necesidades extraordinarias del embarazo y la lactancia. Las
reservas de grasa habrían sido especialmente beneficiosas con el traslado a hábitats de sabana, donde
nuestros primeros antepasados homínidos tuvieron que enfrentarse a una oferta alimentaria menos
segura y más variable que la de los simios que habitan en los bosques. Los grandes pechos habrían
indicado a los posibles pretendientes que las hembras gozaban de buena salud y estaban fisioló-
gicamente bien dotadas para soportar las cargas adicionales que imponen el embarazo y la lactancia.
De esta manera, la selección natural habría favorecido a las hembras de pechos permanentemente
desarrollados y pendulares, al mismo tiempo que a los machos que encontraran tales características
sexualmente atractivas.

Se ha criticado esta teoría aduciendo que los grandes pechos deberían haber extinguido el
interés sexual de los machos, en lugar de excitarlo, ya que entre los simios, como he señalado, las
mamas de las hembras se desarrollan sólo durante la lactancia y ésta, a su vez, suprime el ciclo
ovulatorio, volviendo a las hembras temporalmente estériles. Los grandes pechos hubieran servido
como señal de que la hembra no se hallaba en condiciones de quedar embarazada y, por lo tanto,
habrían repelido a los pretendientes masculinos, en lugar de atraerlos. Esta objeción, sin embargo, no
se sostendría en el caso de un protohomínido cuyos hábitos apareatorios se asemejasen a los del
chimpancé pigmeo. En consonancia con el estilo de vida normalmente hipersexual del chimpancé
pigmeo, las hembras preñadas y las madres con crías lactantes siguen copulando. Si la recompensa
reproductora de la receptividad sexual permanente estuviera efectivamente mediatizada por los efectos
fortalecedores de los vínculos sociales, ¿no cabría esperar una extensión gradual de la actividad sexual
a fases cada vez más avanzadas del embarazo y cada vez más tempranas de la lactancia?

Quizá sea precisa en este punto una advertencia cautelar en lo que atañe al atractivo erótico
del busto rebosante. Desde una perspectiva europea y africana, el varón norteamericano padece apa-
rentemente una obsesión patológica con este aspecto de la anatomía femenina. Refiriéndose a los
isleños ulithis de la Micronesia, William Lessa observa que los senos femeninos desnudos no son
excitantes al decir de los varones y que éstos se extrañan de que los extranjeros armen tanto alboroto a
cuenta de ellos. Evidentemente, la fuerza de atracción del pecho femenino tiene un fuerte componente
cultural. Escarificaciones, pinturas corporales y sujetadores pueden intensificar la excitación que su
contemplación produce en los varones, multiplicando su atractivo natural. Lo mismo cabe afirmar de la
práctica de llevar ropas con objeto de ocultar su visión s todos los varones menos al marido o amante
de la mujer de que se trate. Sustraer s la vista pública cualquier parte de la anatomía femenina puede

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dar lugar s que ésta se convierta en fetiche erótico. A los varones chinos, por ejemplo, les excitaba la
contemplación de los pies descalzos de las mujeres aristocráticas, que normalmente llevaban
fuertemente vendados y ocultos s la vista. Las modas pueden decretar, asimismo, que el pecho
femenino no llame la atención. Durante el decenio de 1920, por ejemplo, el estilo garcon, de pecho
plano, dominó la moda en los atuendos femeninos. Y por lo que parece, los varones desplegaron tanto
ardor en el cortejo de estas mujeres con pinta de chicos como sus descendientes en el de las
pechugonas usuarias de sujetadores rellenos del decenio de 1950. Por lo tanto, considero probable que
el potencial innato como señal sexual de los pechos grandes sea hoy menor que en la primera fase de la
evolución de los homínidos antes del despegue cultural. Pero permítaseme retroceder s la relación
entre la sexualidad y la evolución de la vida social humana.

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