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Suele decirse que estamos hoy en una cultura liberal “relativista”, en la que no es posible
hacer afirmaciones tajantes como que “esto es verdad” y “el que se oponga a esta tesis, está
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equivocado”. El relativismo sería la gnoseología de sostener que “cada uno tiene sus
convicciones de verdad”, las cuales pueden ser opuestas a las convicciones de otras personas.
Como nadie puede arrogarse el privilegio de estar en la verdad sin más (nadie podría decir “en
algunas cosas soy infalible”), entonces simétricamente todos deberíamos reconocer que “esta
convicción mía puede estar equivocada”, es decir, “no es algo absoluto”. Por eso la filosofía
anglosajona, conforme a la tradición de Hume, suele hablar de beliefs en vez de verdades: cada
uno tiene sus creencias. Esas tesis fundamentales acerca de la realidad que todos tienen son
creencias.
A esta tesis suele objetarse que, si esas creencias se contradicen (por ej., algunos dicen
“hay un solo Dios”, y otros dicen “hay varios dioses”, o “no hay Dios”), no pueden ser
verdaderas simultáneamente, pues se iría contra el principio de no-contradicción, y por tanto una
de esas tesis será verdadera y las demás falsas. Pero esta objeción no vale si las personas
defienden sus creencias como opiniones, sin pretender que sean verdades seguras. Las opiniones
contradictorias no violan el principio de no-contradicción porque no se afirman como verdades,
sino como posibles verdades. Sostener que todo el mundo debería asumir sus creencias como
meras opiniones, evitando la afirmación rotunda de “esto es verdad”, es una posición relativista.
La verdad es que no es tan irracional admitir que uno pueda decir a veces: “yo admito que
los demás tengan convicciones opuestas a las mías y en ese caso estarán equivocados. Una de
dos: o ellos están errados, o yo”. No es irracional pensar que alguien esté equivocado, cosa que
en rigor el relativismo no permite salvo que uno lo vea como mera opinión, mas no como
certeza. El relativismo, como dije, está en sostener que las convicciones de la gente son siempre
opiniones (algo semejante a decir “creencias”), es decir, “verdades no absolutas”, sino verdades
parciales, susceptibles de dudas y objeciones y que podrán dejarse en algún momento. Si mis
convicciones son sólo opiniones, yo debería admitir corregirme eventualmente, hasta el punto de
abandonarlas y no sólo de precisarlas mejor. No deberíamos estar tan seguros de la supuesta
verdad de nuestras convicciones.
Aquí parece que tocamos una postura sin salida. El único modo de resolverlo sería acudir a
un árbitro de la verdad, pero no lo hay, o a una demostración, pero no todo puede demostrarse
(sin embargo, en el ejemplo del accidente de tránsito sí se puede).
En realidad pienso que es legítimo ser no-relativista y decir: “no pasa nada, yo conozco
algunas verdades y trataré de difundirlas, y sé que en ciertos casos hay gente equivocada. No
puedo imponerles la verdad que yo conozco. Si no lo ven, eso ahora no puede remediarse. Quizá
en el futuro lo verán”. Esta postura es realista y es perfectamente correcta. No es irracional
admitir que conocemos con certeza verdades y que sabemos que otros están equivocados, aún
respetando sus opiniones falsas (el relativismo o es absoluto o no es relativismo; en cambio, el
“dogmatismo” admite un amplio margen para las opiniones). Siempre ha sido así: durante siglos
los hombres creían en el geocentrismo equivocadamente, pensando que era verdadero, y ahora
todos sabemos que es falso. Reconozcamos, entonces, que la gnoseología de la verdad es
legítima y no tiene nada de irracional. Sostener verdades, con el debido respeto de las personas,
es una práctica lingüística normal y aceptable en el contexto del diálogo y el trato entre las
personas.
No es cierto que quien cree firmemente en una verdad sea un autoritario. El problema de la
“imposición” de la verdad es político: puede haber creencias peligrosas y entonces puede
surgir cierta imposición para evitar injusticias (por ejemplo, prohibiciones). La imposición
también podría ser educativa, como cuando un maestro impone por la fuerza una tesis (por
ejemplo, castiga al que piensa lo contrario), pero es menos frecuente. Pero el relativismo no
resuelve el posible problema político e incluso lo agudiza. Si alguien cree que “los hebreos
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deben ser eliminados” (como creían los nazis), la gnoseología relativista tendrá que decir: “es
una creencia tan legítima como cualquier otra”. Permitir tranquilamente esta última afirmación
es muy peligroso. El gnoseólogo dogmático dirá: “tú debes aceptar que eso que has dicho sobre
los hebreos está equivocado”, y esto -que es una convicción de verdad- podrá salvar a los
hebreos.
Con esto quiero hacer ver que se puede llegar a permitir cosas muy aberrantes si admitimos
todo género de “creencias relativistas”. En política a veces no hay más remedio que tomar
medidas y no tomarlas es ya una medida. Si nos dicen que dentro de un tiempo habrá una
catástrofe ecológica y no tomamos medidas, como políticos o legisladores, porque deberíamos
admitir por default que eso es simplemente una opinión, vamos seguramente a un desastre.
Conclusiones:
1. Admitir que conocemos verdades seguras y que los demás se equivocan es razonable,
aún admitiendo que podamos equivocarnos. Más adelante justificaré mejor esta afirmación
gnoseológicamente. Decir que “nada es seguro del todo” no es razonable y se opone al sentido
común. Es muy seguro de que “tú no eres una zanahoria”.
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4. El problema político surge especialmente cuando una opinión parece peligrosa para el
bien común y la sociedad. Alguien podría creer privadamente, en su casa, que “los hebreos
deben ser perseguidos y hay que restablecer el nazismo”, pero es muy peligroso permitir que esta
opinión se argumente públicamente, que se enseñe en algunas escuelas, etc. Ante una
eventualidad como ésta, el relativista está indefenso ante posibles aberraciones. Por consiguiente,
hay que reconocer que ciertas opiniones claramente anti-éticas no deberían tener libertad de
difusión y esto en base a cierto “dogmatismo gnoseológico”.
Notemos que hoy los “relativistas teóricos” están actuando de este modo y,
paradójicamente, se están mostrando como paladines de la verdad dogmática, aunque defiendan
errores. Hoy se oye decir: “el matrimonio homosexual es legítimo y no hay libertad para enseñar
públicamente lo contrario”, “el aborto es un derecho y si se le pide a un médico éste no puede
negarse”. Un cristiano no-relativista dirá: “no, el matrimonio homosexual no es legítimo”, “no
pueden obligarme a practicar un aborto”. Pero nadie debería defender esta tesis con una
estrategia relativista, diciendo por ejemplo: “al menos respeten mi opinión, puesto que todos
tenemos opiniones diversas y nadie puede creer que tiene toda la verdad”. A esta frase un actual
“relativista-autoritario” replicará: “no, enseñar que el matrimonio homosexual es inmoral; es un
delito de homofobia y eso no puede sostenerse en público”. Para poner un ejemplo menos
polémico: hoy no se suele reconocer la libertad de sostener la “opinión” de que “no hay
necesidad alguna de tener cuidados en materias ecológicas”, y esto porque el que sostiene esa
tesis está firmemente seguro de que es verdadera.
principio, como táctica, quienes sostenían esas tesis se presentaban como relativistas, para así
descalificar a los que defendían tesis opuestas. Pero una vez que llegan al poder cambian y se
hacen dogmáticos. Ésta es la raíz de la “dictadura del relativismo” de la que hace tiempo habló
Benedicto XVI. ¿Qué ha sucedido? Ha sucedido que el relativismo absoluto es contradictorio, y
esa contradicción sale a la luz en la vida política: los que toman decisiones políticas o
legislativas lo hacen porque tienen convicciones fuertes de verdad, estén equivocados o no.
Durante muchos años Habermas y Popper sostuvieron una gnoseología débil, en el fondo
relativista (aunque ellos no lo reconocían), por motivos de convivencia social liberal-
democrática. Parecía que el fanatismo de creer estar en una verdad absoluta e irremovible era la
fuente de imposiciones, violencias, guerras. La verdad tenía que ser fruto de un consenso y no
ser un a priori impuesto desde arriba (Habermas). Había que admitir que somos falibles en todo
y que por eso teníamos que estar abiertos a críticas y correcciones (así Popper, que de todos
modos no admitía fácilmente críticas personales).
Todo esto era razonable y tenía aspectos correctos. El fanatismo de la verdad es intolerante
y lleva fácilmente a pasar de las convicciones a la imposición violenta, física o psicológica. Pero
la gnoseología de la pura opinión y de los consensos (esto último tiene que ver más con la
política: un consenso es un acuerdo práctico) tiene sus límites. El dogmatismo de la verdad, por
otra parte, no significa que no haya opiniones discutibles (son las “cuestiones opinables”, en las
que no caben certezas absolutas). Pero es necesario reconocer que muchas veces tenemos
certezas de verdades absolutas y que algunas de esas certezas son importantes. Lo son siempre
que con ellas decidimos, por ejemplo, si alguien es criminal o si es enfermo mental (de esa
decisión salen consecuencias muy importantes, que afectan a la vida de muchas personas). Sin
duda esto tiene sus riesgos, pero estos son simétricos tanto para el relativista como para el
“dogmático”, pues cierto “imponerse” es inevitable. Ni el relativista ni el no-relativista tienen
una especial ventaja para eludir el riesgo de caer en una injusticia.
salvo en aquellas cosas en las que no tiene convicciones. A veces esto ocurre en temas de
política, moral o religión. Los filósofos, en cambio, muchas veces han elaborado gnoseologías
que pretenden justificar, explicar o “superar” el escepticismo, por ej., el idealismo, el
pragmatismo, el perspectivismo, el historicismo, la antigua teoría de la doble verdad (si es que
alguien la sostuvo efectivamente).
Las dificultades gnoseológicas que “invitan” al relativismo son más o menos las mismas
que en la antigüedad inclinaban al escepticismo1: problemas para conocer la verdad, visiones
opuestas, disparidad insanable de teorías morales o de religiones, etc. Ante esto cabe la reacción
trivial de concluir que “todo es relativo”, casi a nivel de charla de café. Si analizamos de verdad
los problemas, veremos que no todo es así, y que hay verdades, falsedades, opiniones y cosas
que ignoramos. Muchas veces podemos controlar si algo es opinable, si es seguro o si es
claramente falso.
El engaño cabe. El engañado cree que es verdad lo que no lo es. Si lo cree sinceramente, es
porque tiene motivos y evidencias para creerlo. A veces el engañado dice: “¡esto es clarísimo!”.
Puede que lo diga por entusiasmo voluntario o por emotividad ideológica, pero a él “le parece”
que lo ve. La evidencia es el criterio básico de verdad, pero el que está equivocado, aunque crea
en una falsedad que como tal no tendrá evidencia, por desgracia sí cree tener una evidencia de
verdad.
Por tanto, incluso ante las evidencias uno puede equivocarse: hay pseudo-evidencias,
evidencias engañosas. Entonces, ¿cómo discernir entre una evidencia verdadera y una falsa?
Como la evidencia es el último criterio, salvo casos particulares muy ad hoc (por ejemplo, a uno
que tiene alucinaciones que le parecen evidentes, le diremos: ¡por favor, créele al médico!, es
decir, recurrimos a una instancia de fe), no habrá más remedio que decir que una pseudo-
evidencia se corrige sin más “tratando de ver mejor”, lo mismo que si alguien ve mal con sus
ojos trataremos de que vea mejor. Pero si a alguno que tiene un defecto cognitivo de algún tipo,
conseguimos convencerle de que conoce mal, como al alucinado de la película A Beautiful Mind,
1
Escepticismo y relativismo son posiciones cercanas y en el contexto de este trabajo las tomo como casi
equivalentes. El escepticismo sostiene que no podemos conocer la verdad, al menos con certeza. Para el
relativismo la verdad es relativa a cada uno, o a grupos culturales, o a momentos históricos (es decir, no
puede pretender ser universal), de modo que lo que es verdad para un grupo o personas podrá no serlo
para otros. Por tanto, como vimos, todos deberían sostener sus convicciones sólo como opiniones o
creencias y no como verdades absolutas. El relativismo es la forma actual más frecuente de escepticismo.
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entonces hacemos que pierda “su fe” en sus capacidades cognitivas, lo cual demuestra hasta qué
punto en nuestras evidencias se contiene también una forma de fe en nosotros mismos.
Es un hecho, sea como sea, que conocemos -con percepciones y pensamientos- y que
tenemos una inclinación innata a fiarnos de las presentaciones de objetos a nuestros canales de
conocimiento: lo que se presenta a nuestros ojos, lo que nuestros oídos oyen, la comprensión
inmediata de cosas y eventos cotidianos tanto externos como internos, de nosotros mismos.
Reconocemos nuestros conocimientos verdaderos al tener la experiencia de nuestros errores y de
los ajenos, al captar la diferencias entre la realidad y la apariencia. Vivimos en la órbita de la
verdad con la conciencia de poder equivocarnos. En todo esto, llamamos “evidencia” a la
presentación de objetos a nuestras facultades cognitivas. Estas evidencias son creíbles mientras
no se demuestre lo contrario. No se parte de la duda y del problema, sino de la evidencia. Y
vemos que esto es siempre así tanto en nosotros como en los demás.
El termino “evidencia” tiene una tradición filosófica que se remonta a los estoicos.
Aristóteles no emplea este concepto y en Tomás de Aquino se usa pocas veces (sí algunas) como
sustantivo2, y la expresión equivalente más empleada por él es la de conocimiento (o
proposición) inmediata (por contraposición a la mediata, que se conoce por mediación de la
razón o de la fe), o per se nota, es decir, verdad que se “conoce de por sí” y no en base a otro
conocimiento (lo que hoy suele llamarse “auto-evidencia)3. Esto no quiere decir que el
conocimiento de una verdad evidente no tenga una mediación cognitiva o incluso cultural. La
mediación cognitiva es el contenido mental (idea, juicio, experiencia) por el que nos referimos
intencionalmente a la realidad conocida. Por mediación cognitiva podría entenderse también el
proceso de génesis y maduración de esas ideas, juicios y experiencias que permite llegar al acto
2
Suele usarla al trata de la fe, por ej. De Veritate, q. 14, a. 1, ad 7; a. 2, ad 14; a. 8, c; S. Th, II-II, q. 5, a. 2
(en estos sitios, por otra parte, el Aquinate emplea continuamente el verbo videre para las operaciones en
las que el intelecto capta una verdad inmediata, por ej., con relación a los primeros principios). Puede
leerse, como muestra, el siguiente texto: “Omnis scientia habetur per aliqua principia per se nota, et per
consequens visa. Et ideo oportet quaecumque sunt scita aliquo modo esse visa. Non autem est possibile
quod idem ab eodem sit creditum et visum, sicut supra dictum est. Unde etiam impossibile est quod ab
eodem idem sit scitum et creditum. Potest tamen contingere ut id quod est visum vel scitum ab uno, sit
creditum ab alio. Ea enim quae de Trinitate credimus nos visuros speramus, secundum illud I ad Cor.
XIII, videmus nunc per speculum in aenigmate, tunc autem facie ad faciem, quam quidem visionem iam
Angeli habent, unde quod nos credimus illi vident. Et similiter potest contingere ut id quod est visum vel
scitum ab uno homine, etiam in statu viae, sit ab alio creditum, qui hoc demonstrative non novit. Id tamen
quod communiter omnibus hominibus proponitur ut credendum est communiter non scitum. Et ista sunt
quae simpliciter fidei subsunt”: S. Th., II-II, q. 1, a. 5, c.
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El término evidence en inglés suele significar “prueba”, no conocimiento inmediato que no requiere
pruebas.
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de contemplar una realidad, por ejemplo, “ver una ciudad y reconocerla como tal ciudad”. Una
vez que tal acto se pone (“veo la ciudad”, “veo una persona”), el conocimiento es “inmediato”,
por contraposición al conocimiento obtenido por razonamiento o por fe, en el que lo conocido
“no es visto directamente”.
Hablar de evidencia en este sentido implica, así, entrar en el ámbito de las situaciones
personales ante la verdad (fe, opinión, certeza, error, etc.), un punto fundamental que no debe
omitirse en la gnoseología. Un problema gnoseológico y antropológico de fondo es: ¿cómo
llegar a hacer que resulte obvio a los demás ese conocimiento verdadero que quizá tenemos
nosotros y del que estamos convencidos? No podemos forzar a nadie a entender algo verdadero,
así como no podemos obligar a nadie a ver lo que quizá él no puede ver, por un defecto personal,
o por falta de pericia o agudeza, o por las malas condiciones ambientales de visibilidad. La
persona debe “ver” la verdad, y para ello debe poner el acto cognitivo que permitirá que una
determinada realidad se le muestre como verdadera y le “convenza” (produzca en él la
convicción de verdad). Así, por poner un ejemplo del Evangelio, el argumento decisivo que
empleó el apóstol Felipe para convencer de la verdad del Mesías a Natanael es: “ven y verás”
(Juan 1, 46) (veni et vide).
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No debe buscarse en las evidencias la necesidad que buscan los racionalistas: algo tan
claro y constrictivo que sería imposible pensar lo contradictorio. Así son sólo las tautologías y la
evidencia mediata de que Dios existe. Cualquier verdad del mundo finito es contingente y
cualquier experiencia nuestra podría fallar. Capto con evidencia mi yo, pero por enfermedad
podría obnubilarme y pensar de mí cualquier cosa absurda.
La filosofía realista ve en las variadas evidencias que todos tenemos una plataforma
innegable, aunque discutible, para poder profundizar, pues una cosa es una determinada verdad y
otra son las implicaciones e interpretaciones que de ahí se derivan. Una certeza puede ser
innegable, “innegociable”, pero eso no quiere decir que no pueda discutirse para precisarla,
conocerla en más profundidad y aclarar aspectos problemáticos que puedan surgir.
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La captación de una verdad inmediata podría llamarse también “intuición”, pero es preferible evitar este
término, en mi opinión, porque está cargado de diversos significados en las tradiciones filosóficas y
podría desorientar. Cuando vemos a alguien, con comprensión intelectiva unida a la visión sensible, no
decimos “intuyo a una persona”, sino sencillamente “veo a una persona”: esto es precisamente la
evidencia a la que me refiero a lo largo de esta exposición.
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ser un “tú”. Para analizar qué significa el yo, el tú, el existir, etc. necesitamos doctrinas
filosóficas. Las ciencias también profundizan en algunos de estos conocimientos.
Uno de los primeros principios ontológicos es la igualdad fundamental entre todos los
seres humanos. Podríamos llamarlo también el principio de la “simetría cognitiva y moral”. Es la
base de la intersubjetividad entre las personas. Aunque pueda parecer algo atrevido afirmar este
principio como si fuera algo a priori, no demostrado, a poco que reflexionemos veremos que su
negación comporta inconvenientes muy graves. Nos llevaría a una supremacía insostenible de mí
sobre los demás, conforme a la cual quizá podríamos decir: “sólo yo sé que conozco la verdad y
sólo yo tengo valor moral; los demás son hipótesis, o son seres de cuya capacidad cognitiva y
dignidad desconfío”. O al revés, podría llevarnos, quizá con menos frecuencia, a sostener lo
contrario: “debo fiarme en absoluto de los demás que lo saben todo con certeza y valen más que
yo; no me cabe más que subordinarme a los demás”.
Vemos pájaros, ríos, mares, y estamos seguros de que nuestros compañeros ven lo mismo
y no algo distinto (recordemos la noción de Husserl de Lebenswelt). Concordamos
cognitivamente en la verdad, sin especiales privilegios para mí o para los demás, al menos de
principio. Posteriormente, como es natural, concedemos privilegios cognitivos en ciertas cosas a
los expertos, pero nunca al punto de auto-reducirnos a la ignorancia total, porque de ese modo
nunca podríamos discutir ni criticar a los sabios. La simetría cognitiva se aplica naturalmente a
los seres humanos dotados de uso de razón5.
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Los infantes y los dementes tienen la misma dignidad moral que nosotros, pero en el plano cognitivo no
les concedemos un crédito completo, según los casos y, como es lógico, si sabemos que alguien engaña o
se engaña, ya no nos fiamos de él. Además, aunque sabemos que todo ser humano con uso de razón puede
conocer la verdad, inicialmente nos fiamos de modo natural sólo de los que conviven con nosotros y no
de los extraños.
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Esta concordancia en las percepciones y pensamientos es una actitud básica sin la cual la
convivencia sería imposible. Nos damos cuenta perfectamente de que los demás ven las cosas
diversamente si se sitúan en otras perspectivas, por ejemplo si se desplazan unos cuantos metros,
pero sabemos por experiencia que también nosotros podemos situarnos en tal perspectiva y así
veremos lo mismo. Todo esto forma parte de ese “sentido común” que en realidad es, en buena
medida, el fondo de conocimientos y presupuestos básicos que nos permite vivir en comunidad,
hablarnos, creernos los unos a los otros. Cada uno sabe que puede ver mal y equivocarse, y lo
mismo los demás. También aquí se da la “simetría cognitiva”. Por eso, en cuanto se advierte que
alguien ve o percibe mal, se le ayuda, y nosotros admitimos con agradecimiento ayudas de este
tipo.
El relativismo, en cambio, provocaría una separación y aislamiento entre todos los seres
humanos. Según el relativismo, yo tendría que pensar que el otro ve las cosas de otro modo, y
nunca estaría seguro de su dignidad personal. El otro podría ser, en teoría, un ser de otra especie,
un demonio maligno cartesiano, un robot que me engaña. No basta superar estas incertezas de
modo “decisionista”, o apelando a instintos congénitos, o a presupuestos pragmáticos con el fin
de convivir en paz. El acuerdo entre todos nosotros se basa en una simetría cognitiva y moral de
base, compatible con errores y ambigüedades en unos y otros, que muchas veces pueden
subsanarse.
Cuando nos encontramos con gente de cultura muy diversa, esta igualdad no puede
llevarse de inmediato al plano práctico sin la mediación de un aprendizaje y una larga
experiencia. No entendemos a la primera, quizá, su lenguaje, y no estamos tan seguros de su
fiabilidad moral. Ante el extraño adulto estamos un poco en guardia. Estos defectos su subsanan
con el trato y el tiempo. Los demás son seres de nuestra especie y por eso puede afirmarse que
nuestras experiencias y pensamientos son potencialmente universales. Los demás podrán llegar a
compartirlos, y nosotros podremos llegar a compartir sus experiencias y pensamientos.
El hecho de que esta concordancia cognitiva se observe también en los animales no es una
dificultad para lo que hemos dicho, sino todo lo contrario. No sería una objeción válida sostener
que nuestra confianza recíproca en que los demás perciben igual que nosotros se debe a nuestra
condición animal, o que es una herencia genética evolutiva. Los animales concuerdan
cognitivamente entre sí, pero no lo saben. Cuando estoy en un ambiente con un perro, “él” capta
por cierta empatía o por lo que indebidamente algunos llaman “teoría de la mente” lo que a mí
me gusta o atemoriza, y se da cuenta si lo miro, o si descubro alguna cosa que le interesa. Los
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seres humanos tenemos también este nivel sensitivo de concordancia y empatía, pero sobre él se
yergue el pensamiento, y así comprendemos que cuando el otro mira con sus ojos, está viendo lo
que yo veo. Lo sabemos y por eso podemos conversar en un plano veritativo.
Para admitir verdades evidentes no hace falta disponer de una teoría. No es correcto decir
que las evidencias básicas (“veo una silla”) contienen teorías o que son teorías. Ésta es una tesis
de Popper: cualquier concepto universal sería una “teoría”. Considero que esto es un abuso
cientificista de la palabra teoría. La comprensión ordinaria de una silla es verdadera y es
independiente de las ciencias que puedan estudiar la silla, por ejemplo al investigar sobre sus
componentes químicos y cosas por el estilo.
Las teorías son “hipótesis no observables” que explican los hechos observables: esto es
verdad para las ciencias, pero no para los conocimientos como “ahora estoy comiendo un helado
de chocolate”. Cuando esa distinción se generaliza, fácilmente los hechos se vuelven tan
“empíricos” que ya no serían inteligibles, sino que se reducirían a colecciones de sensaciones.
¿A qué se reduce mi abuelo si quito la comprensión del inteligible “abuelo” y lo reduzco a
sensaciones luminosas, auditivas, etc.?. Suele decirse a continuación que las teorías “impregnan
a los hechos” y que entonces los vuelven teóricos (theory-laden: “cargados de teoría”), es decir,
no observables. Lo que habría más bien que decir, en estos casos, es que las sensaciones están
“impregnadas de una comprensión intelectual”: veo -con los ojos- personas, universidades, entes.
Si esto no fuera así, el conocimiento ordinario quedará devaluado al rango de una “teoría”,
normalmente una “teoría vulgar” inferior al valor de la teoría científica (como cuando uno dice
“veo que se pone el Sol”). Así el conocimiento ordinario queda enteramente en manos de las
interpretaciones científicas y tendremos que decir “yo no sé quién soy mientras no me lo digan
las ciencias”, cuando en realidad éstas presuponen elementos del conocimiento ordinario. Mucho
del conocimiento común, aun siendo cultural, tiene aspectos inteligibles que son independientes
de las teorías de los filósofos y de los científicos6.
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El abuso lingüístico llega hasta el punto de que en las ciencias cognitivas la percepción que tenemos del
psiquismo ajeno, incluso atribuible a los animales, fue llamada por algunos autores, como ya adelanté,
“teoría de la mente”. Se trata, de todos modos, de un uso lingüístico inocuo. Es claro que no se trata de
que nos fabriquemos una “teoría” de cómo está la mente del otro, sino de que percibimos su psiquismo
por empatía y reflexión racional.
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Una importante base gnoseológica para llegar a esta tesis, como adelanté, es la separación
entre el conocimiento sensible y conocimiento intelectual (“separación”, no “distinción”).
Cornelio Fabro con la teoría tomista de la cogitativa y Merleau-Ponty desde un ángulo
fenomenológico han hecho ver que de entrada tenemos percepciones inteligentes (“vemos este
río”) y no por un lado “sensaciones” a las que luego les sobrevendrían, por otro lado, las
“interpretaciones conceptuales”.
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El único modo de superar el relativismo es admitir las evidencias imperfectas humanas con
un sentido contemplativo realista que a veces es falible. El primer requisito para esto es no ser
racionalistas, cosa que los filósofos clásicos asumían fácilmente y que los modernos perdieron
desde Descartes y Kant.
En cambio, el racionalismo consiste en partir desde lo problemático sin más, con lo que el
giro subjetivista es inevitable. No puede haber “dones”, pues esto sería una “imposición”. Tener
que aceptar que “las cosas son así” sería irritante. Nuestra razón tendría que probarlo todo, verlo
todo, generarlo todo. Con un criterio semejante, la Virgen Santísima podría haber dicho al
Arcángel Gabriel: “quizá se trata de una imaginación”.
contraposiciones rígidas son frecuentes en los racionalismos. Ante las evidencias primarias
(vemos personas, la ciudad, las acciones, las injusticias, etc.), como no podemos demostrarlas
(demostramos en base a ellas), sólo cabe hacer razonamientos per absurdum para discutir con el
que las problematiza, quizá desorientado por teorías, o porque enfrenta un problema real, o
porque está afectado por alguna incapacidad cognitiva. Al que niega lo evidente se le puede
“llevar de la mano” para que reconozca, si es sincero, que esa negación le va metiendo en un
mundo cada vez más absurdo.
Los conocimientos que van jalonando la vida cognitiva de las personas, aparte de los
primeros principios, se basan siempre en experiencias y evidencias suficientes7, nunca
agotadoras ni analíticas o a modo de definiciones implícitas que se reducen a tautologías. A
partir de ellas surgen las elaboraciones racionales, con las que captamos todo lo implicado en
nuestros conocimientos inmediatos verdaderos8. Estas evidencias nacen y maduran en cada uno
en base a su propia experiencia y ciencia. Este punto corresponde a la noción tomista de verdad
per se nota sapientibus o aliquibus, lo cual indica cierta “relatividad” de la evidencia que nada
tiene que ver con el relativismo. Las evidencias de los primeros principios, útiles para confutar
cualquier asomo de relativismo, eran llamadas por Tomás de Aquino verdades per se notae
omnibus.
Con estas evidencias adquiridas podemos saber de modo “inmediato” que alguien es
injusto, o que miente, o que es mi hermano, o que es más joven que yo, etc. Esta inmediatez se
refiere a la ausencia de razonamientos (que no hacen falta), no al progreso de la evidencia
mediante experiencias y abstracciones, de modo que así las evidencias van emergiendo en cada
uno de modo propio (genéticamente no son inmediatas, ni innatas), a modo de una luz que va
iluminando poco a poco un ambiente. Estos procesos son intersubjetivos en tanto que los
7
Utilizo el término “experiencia” no como equivalente a conocimiento sensible, sino al mixto de
comprensión intelectual y percepción sensible, que constituye el estatuto dinámico normal del
conocimiento ordinario. Las gnoseologías standard han descuidado esta temática (casi se podría decir que
la han ignorado) porque se concentraron demasiado en el nivel científico y filosófico del conocimiento.
Esto tenía el inconveniente de hacer creer que el conocimiento común fuera una pura doxa o un conocer
“meramente práctico” sin alcance veritativo. Así siguen pensando hoy los autores cientificistas.
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A veces partimos de hipótesis y no de evidencias, pero no siempre es así. Las hipótesis son muy
importantes y tienen que contrastarse. Pero no son la base absoluta del conocimiento. La misma
plausibilidad de la hipótesis, por otra parte, debe “verse”, es decir, algún contenido eidético es necesario
para poder plantear al menos la posibilidad de una hipótesis.
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podemos compartir con quienes nos están más allegados, y potencialmente lo son con todos, si
entraran en nuestro mundo experiencial. Las evidencias de ordinario no son iluminaciones
súbitas o milagrosas, aunque pueda haber momentos especiales en que alguien tenga de pronto
una especial insight sobre algo. Normalmente las evidencias crecen y maduran como un proceso
vital, pues el proceso cognitivo es vital.
Cada uno, entonces, con sus experiencias de base va captando aspectos de la realidad:
aprendemos así a reconocer qué es la amistad, el trabajo, el estudio, la fidelidad, el amor, la
patria, la normalidad psicológica o salud mental, la distinción por tanto de base entre lo normal y
lo patológico, etc., y vamos precisando estos conocimientos con ayuda de la reflexión, el estudio,
la ayuda de los demás, las ciencias. Estas ayudas racionales son necesarias, pero nunca son
absolutas y por tanto en algunos casos podrían tener que rechazarse. A veces esto se hace
implícitamente, como cuando oímos una interpretación inadecuada y, sin tomarnos la molestia
de refutarla, “no le hacemos caso”.
8. Fe y evidencia
Lo aquí señalo suena extraño sólo porque estamos acostumbrados a una visión racionalista
en la que la fe aparece como algo muy marginal y poco importante, salvo en el caso de la fe
teologal. En la encíclica Fides et Ratio Juan Pablo II apunta a un papel de la fe humana más
amplio que el habitualmente reconocido. Ver que la fe unida a la razón es tan normal en el
conocimiento humano ayuda a comprender mejor cuán humana y razonable es la fe teologal. En
ella se introduce la gracia de Dios y se conoce aquello a lo que las capacidades cognitivas no
pueden llegar. Para el racionalismo, en cambio, la fe es infantil, o es autoritaria, o es irracional.
La razón intelectiva es de visis. Ese “ver”, difícil de explicar porque no es un “ver con los
ojos fisiológicos”, normalmente está teñido de fe. La fe, como dije, añade el ingrediente de la
“confianza afectiva-voluntaria”. No se tiene fe irracionalmente ni espontáneamente (salvo en una
base mínima inicial), sino que ella es fruto de cierta experiencia de que las cosas, las personas,
las instituciones, nos dan garantías y así se nos muestran confiables. Es así como tenemos fe en
el médico, o en que un tren nos llevará a destino, o en que esta mañana habrá clases en la
universidad, o en que la empresa en que trabajo es digna. Si empezáramos a multiplicar los
ejemplos, al final veríamos cómo cubrimos prácticamente toda nuestra vida. Aunque sepamos
que todas esas cosas en las que creemos pueden fallar y a veces fallan, seguimos en principio
creyendo en ellas, salvo que en determinados casos les retiremos la confianza.
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9. Evidencia y opiniones
La opinión suele “conjugarse” con la fe. Podemos tener opiniones formales sobre muchas
cuestiones, en el sentido de que las resolvemos sin llegar a una certeza completa. Pero en
muchos otros casos la opinión va unida a una seguridad de fe. La fe no es sólo el conocimiento
basado en los testimonios, sino también la confianza personal de que algo es así, o que vale, o
que sirve, aunque la evidencia disponible sea parcial y quizá nunca pueda ser total. La seguridad
con que esperamos que ciertos asuntos vayan bien, o que una persona saldrá adelante no obstante
ciertos problemas, o que las cuestiones económicas se resolverán si tomamos ciertas medidas, o
que esta terapia mejorará al enfermo, es una fe. Esa fe conlleva un juicio opinativo que en la
medida en que se formula con seguridad se manifiesta como fe (“creo que llegará esta tarde”), y
en la medida en que se considera que no es del todo seguro, se muestra como opinión (“en mi
opinión, llegará esta tarde”). A veces es difícil distinguir entre estas dos actitudes y por eso
usamos indistintamente expresiones como “creo que”, “opino que”, “pienso que” y otras
semejantes.
21
Las opiniones no son ordinariamente subjetivas, sino que se basan en evidencias no tan
fuertes como las que provocan certezas. Nuestros pensamientos sobre economía, política,
empresas, negocios, etc., giran siempre en torno a evidencias disponibles y a sus implicaciones.
La fe es necesaria cuando estamos involucrados en la acción, pues no es posible empeñarse
seriamente en una actividad seria, arriesgada, esperanzada, confiable, sin una buena dosis de fe.
Los grandes descubridores, o políticos, o educadores, han sido hombres y mujeres de fe. Por eso
se ve que la fe teologal no sólo no es irracional, sino que corresponde muy bien a las
características de la persona humana tal como se desenvuelve en su trato con los demás y en su
acción en el mundo.
Este modo de conocer, en el que se mezclan las evidencias con la fe y las opiniones, sobre
las cuales trabaja la razón, es muy humano y es congenial al trato con los demás, pues somos
todos así y hemos de dialogar conforme a lo que somos. Si fuéramos personas siempre con
verdades ciertas en todo, seríamos insoportables, porque eso no corresponde a nuestro modo de
ser humano y al estilo de nuestra vida existencial. Es cierto que un maestro y un profesor
normalmente hablan en términos de certeza, pero en la vida ordinaria los demás no son nuestros
discípulos, sino colegas y compañeros con los que dialogamos en un plano de igualdad.
Cuanto acabo de decir vale especialmente para el conocimiento ordinario, como ya dije
varias veces, aunque también se aplica a los saberes científicos de otro modo que habría que
explicar con más detalle. Aristóteles reconocía que en las materias contingentes, como son las
relacionadas con nuestros conocimientos prácticos sobre las cosas singulares, no existe una
razón apodíctica. Es el campo de lo intrínsecamente opinable, como vimos arriba. Eso no
significa que Aristóteles fuera relativista en las cuestiones prácticas contingentes y que fuera
“absolutista” sólo con relación a los conocimientos científicos. La razón no-absoluta puede tener
certezas inderogables, como que “ahora estoy cruzando la calle y el semáforo está verde”. Hoy
sabemos que la razón no-absoluta no sólo es una característica del conocimiento ordinario de las
cosas singulares, sino también de las ciencias y la filosofía.
Para conocer la verdad, compartible con muchas otras personas y en teoría con todo ser
humano, no hay recetas automáticas ni procedimientos unívocos, como podrían ser la
23
Su carácter global y siempre variable no significa que no podemos discernir sus elementos
y así individuar lo que es cierto, lo hipotético, lo poco creíble, lo casi seguro. Son valoraciones
que hacemos de continuo, casi sin darnos cuenta, y que estrictamente no pueden cuantificarse
aunque indiquen grados. Ya Wittgenstein en su opúsculo Sobre la certeza hacía notar que es
improponible pensar que “quizá yo ayer estuve en la luna”: sabemos perfectamente que no es así
y si tuviéramos dudas al respecto, no estaríamos sanos de mente. El discernimiento entre lo
evidente, lo puramente imaginario, lo hipotético (con todos sus grados), es fundamental en el
conocimiento ordinario y es inseparable de la temática de la evidencia, porque si la distinción,
pongamos por caso, entre lo real y lo imaginario fuera problemática, nada de nada sería seguro y
acabaríamos en una gnoseología a la que no sabría qué nombre darle.
Hay certezas y se basan en las evidencias de verdad. No tiene sentido decir que alguien
sabe algo, o que conoce una verdad, o que “algo es así”, y añadir que no está seguro de ello o
que es incierto. “Certeza” significa determinación, y aplicada al conocimiento implica que una
incertidumbre cognitiva sale de que el ser o el conocer permanecen en el ámbito de la
indeterminación. Lo indeterminado puede determinarse y así, cuando uno conoce y juzga, lo
hace por definición con certeza, porque de otro modo no conoce ni juzga de verdad. Cuando
decimos “el semáforo está rojo y no puedo cruzar la calle” no hace falta añadir, “estoy seguro de
ello”, a menos que alguno a mi lado me lo ponga en duda porque es daltónico o por cualquier
otro motivo.
La certeza implica una “seguridad” subjetiva pero no es un sentimiento, sino una condición
mental del que juzga porque ve. El sentimiento de “seguridad” más bien se refiere a la actitud de
la fe. La certeza como condición del juicio personal no inmuniza contra el error. El que está
24
equivocado cree con certeza que algo es así (y no lo es). No podemos unir siempre la certeza a la
verdad, porque ello equivaldría a decir que todos los juicios humanos son verdaderos.
Los juicios acerca de cosas esenciales son siempre necesarios. El vínculo que une una
propiedad a un sujeto, si es esencial (lo que los clásicos llamaban per se, en contraposición a per
accidens), es necesario, pues de lo contrario el juicio correspondiente no diría nada esencial.
Negar la necesidad equivale a negar la esencia, si bien el racionalismo supuso que habría una
necesidad epistémica a priori que no correspondería a una necesidad real de las cosas. Tal
necesidad sólo del pensamiento es lógica y normalmente lleva a afirmaciones al menos
implícitamente tautológicas, o quizá sólo de tipo lógico y matemático, pero no real. Si decimos
que “es esencial que una universidad sea un sitio de estudios superiores, con profesores y
alumnos”, es obvio que una universidad debe ser eso, y de lo contrario no sería una universidad,
sino otra cosa. Las necesidades que conocemos siempre a partir de la experiencia intelectual y la
razón, nunca a priori, son condicionadas, salvo la existencia de Dios. Es decir, se trata de
necesidades esenciales presuponiendo la existencia de la cosa en cuestión. No es necesario que
existan universidades, pero si existen, deben tener las características propias de la universidad, y
de lo contrario no existirán.
Para conocer bien se requieren, entonces, virtudes intelectuales que son también morales:
sinceridad, un sentido crítico moderado, un sincero deseo de conocer la verdad, una buena dosis
de libertad ante condicionamientos interesados (que provocan miedo, o aguzan nuestras
ambiciones o deseos de prestigio y éxito), tenacidad, laboriosidad, ausencia de prejuicios,
humildad, interés, sana curiosidad, sentido del misterio. Las sociedades que no facilitan estas
virtudes, por ejemplo, porque dominan demasiado los prejuicios de lo “políticamente correcto” y
cosas de este tipo, son nocivas para el avance del conocimiento de la verdad y tienden a alterar el
curso normal de maduración y consolidación de las evidencias naturales.
De lo dicho anteriormente puede concluirse que cada uno debe gestionar razonablemente
el entramado de sus evidencias personales, aunque para ello podrá ser ayudado por amigos, la
sociedad, la cultura, las ciencias, etc., con el riesgo también de ser obstaculizado por esos
factores. “Gestionar las evidencias” no significa construirlas o inventarlas, sino saber buscar,
reflexionar, ponderar, observar, igual que con la vista exploramos un ambiente para descubrir las
cosas y lo hacemos de día y no de noche, acercándonos a las cosas, y con mil procedimientos de
este tipo, que las ciencias pueden ampliar sin por eso anular la importancia de las observaciones
personales de base.
¿Cómo puede uno darse cuenta de que una “evidencia” suya es falsa? De un modo análogo
a como uno empieza a notar que ve mal. Poco a poco vemos que ahí “algo no funciona”. A un
jovencito una idea puede parecerle “clarísima” porque por su inexperiencia no ve las dificultades
de un asunto o un tema. Pero puede suceder también lo inverso: uno de joven tenía un
conocimiento verdadero que, con los años, se le relativiza por influjo de ideologías o porque no
lo hizo madurar como convenía, o porque su vida ya no es quizá congruente con él y así perdió
la necesaria connaturalización, como suele suceder en el terreno de las convicciones morales.
Estas fluctuaciones personales suceden en el amor, como se sabe, pero también en el
conocimiento y en las convicciones.
Si, en cambio, somos racionalistas y luego al final relativistas, diremos que ese tipo de
experiencias variables que debemos “gestionar” son cosas muy subjetivas o de “preferencias”, o
que nacen de “intereses”. Debo insistir en que no es así. Hay algo “subjetivo” en estas cosas,
ciertamente, en el sentido de personal. Para ver hay que querer ver, con sinceridad y empeño
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incluso sacrificado. Los fariseos del Evangelio eran ciegos a causa de su orgullo inflexible. Su
pasión orgullosa les hacían insipientes, no-sabios, y por eso al final caían en la injusticia.
El orgullo modifica nuestras percepciones personales. A veces también hay gente que está
convencida de ciertas falsedades sólo porque se han dejado impresionar por la propaganda y la
ideología, o por una persona avasalladora a la que se le tiene mucha fe, y así se llenan de
prejuicios, a veces fortificados por emociones (por ejemplo, indignaciones, negativas rígidas,
etc.). Si fueran humildes y sinceros, e incluso valientes, llegaría un momento en que descubrirían
por su cuenta la necesidad de rectificar.
Los cambios de convicciones acerca de la verdad, cuando son profundos, tienen mucho de
conversión. Es más, las conversiones, además del papel primordial de la gracia de Dios cuando
se trata de conversiones en el terreno de lo sobrenatural, se explican en base a los elementos del
dinamismo de las evidencias al que me he referido en estas páginas. La luz intelectual ilumina
sólo si hay búsqueda sencilla, sincera, tenaz, perseverante, fiel, dispuesta a corregirse si hace
falta, a soportar disgustos, críticas y marginaciones en algunas situaciones. ¿Por qué estos puntos
que aquí menciono van a reservarse a libros de moral o religiosos, cuando tendrían que encontrar
un espacio en los manuales de gnoseología?
El carácter variable de nuestras evidencias no puede dar pie para el relativismo. Sobre la
base de nuestros actuales conocimientos, recibir más datos y reflexionar mejor sobre las cosas
aumenta ciertas evidencias y puede hacer que otras pierdan fuerza porque no lo eran tanto. Al
principio, quizá por inexperiencia juvenil, alguien puede tener ideas simplistas de ciertos
asuntos, creyéndolos fácilmente “claros”, hasta que con más experiencia podrá ver las cosas con
más precisión y en su verdadera complejidad, lo cual no significa que vaya a hacerse escéptico.
A veces admitimos fácilmente cosas que nos parecen casi obvias porque no les prestamos mucha
atención o nos parecen de escasa importancia, pero cuando esas cosas se nos aparecen relevantes
y urgentes, afinamos nuestros análisis para reforzar la evidencia o, en su caso, alterar nuestras
opiniones.
Esa alteración no significa siempre pasar del sí al no de modo contundente, sino que quizá
advertimos cómo una opinión, como suele decirse, debe matizarse. No es posible siempre jugar
con la alternativa absoluta verdadero o falso (a veces sí y es importante: yo tengo un apellido y
soy de tal nacionalidad sin más, y negarlo sería falso). Una proposición puede ser verdad pero
dentro de cierto contexto, o puede ser no equivocada sino vaga, o puede ser verdadera pero poco
28
significativa, o quizá correcta pero muy parcial y por tanto inadecuada porque induce a error. No
pondré ejemplos para no prolongar excesivamente estas páginas.
Un capítulo interesante serían, por ejemplo, las exageraciones, que pueden obnubilar la
necesaria serenidad y equilibrio para ver clara una cosa. Son muy empleadas por las ideologías o
por la gente a la que le falta “inteligencia emocional” (provocando así enfados innecesarios y
malentendidos). La exageración no siempre es una falsedad (puede serlo), sino que suele ser una
super-valoración de un calificativo (bueno o malo) en base a criterios insuficientes o a pocos
detalles seleccionados quizá con poca rectitud o con poca habilidad. Así podemos hacer pasar a
alguien por sabio cuando no lo es tanto, o por malvado al que quizá no es tan perverso. Sólo en
algunos casos cierta exageración inocente puede tener una utilidad retórica, en tanto que
estimula, atrae la atención, despierta el interés (se usa en marketing, como cuando se dice que
“este producto es el mejor del mundo”).
Este conjunto de aspectos que aquí señalo indican que la temática de la verdad y la
evidencia no es simple y no debe simplificarse, como a veces hacen las ideologías o los
“fundamentalismos”. Pero su complejidad no legitima el relativismo, el cual no sería más que un
expediente de pereza para no analizar las cosas. En materias científicas y filosóficas un experto
aprende muy bien a realizar todas estas distinciones cuando debe hacer valoraciones, por
ejemplo, de doctrinas, teorías, opiniones. Pero también en la vida ordinaria la gente con sentido
común y un mínimo de experiencia no se deja engañar por los matices señalados.
Cuando hablo de “entramado de las evidencias” indico, como ya he dicho, que vienen en
grupo y no sueltas, y que por tanto unas se apoyan en otras, aunque en ese “ovillo” estructural
pueden entrar “virus” que hagan morir ciertas evidencias o por lo menos las debiliten. Esto
significa que nuestro conocimiento es contextual. Una frase se sitúa siempre en un contexto
sintáctico, semántico y pragmático. Por eso debe ser rectamente interpretada. Si digo “hace
29
calor”, puedo estar indicando un hecho, pero también quizá una petición (que abran la ventana),
o una protesta (si estoy sugiriendo que la calefacción es excesiva), o un desinterés por un tema
(si se lo digo a alguien que me está hablando de otra cosa). Los contextos normalmente pueden
dominarse bien y no precipitan en ambigüedades insanables. El que no los entiende interpreta
mal lo que se dice (por ejemplo, quizá entienden una observación como una ofensa personal).
Puede haber contextos oscuros, pero no siempre es así. El relativismo se apoya en la
contextualidad para quitar toda certeza al lenguaje veritativo, que podría siempre “interpretarse
de muchos modos”, cosa que no es cierta.
El relativismo suele pretender basarse, en este sentido, en los “contextos infinitos”. Para
entender bien una frase, sería necesario comprender holísticamente todo su sentido, así como una
parte se entiende plenamente sólo dentro de la totalidad a la que pertenece. De aquí sale la tesis
de Quine de la inescrutabilidad de la referencia de las palabras y de la imposibilidad de hacer
traducciones radicales. La tesis de Quine es perfectamente relativista y sale de la relatividad
“infinita” de los contextos. Ante un salvaje que llama “gavagai” a un conejo, yo como occidental
no podría saber si se refiere al conejo, o una parte del conejo, o a un estado temporal del conejo.
Esto no es verdad. Con un poco de estudio, podemos conocer suficientemente los significados de
los términos de lenguajes culturalmente alejados, siempre que no pretendamos un conocimiento
exhaustivo y cerrado de los significados (lo que es, una vez más, racionalismo).
Por eso podemos llegar a entender y a comunicarnos la verdad al dialogar con personas de
otras culturas utilizando términos como “justicia”, “orden, “paz”, “Dios”, etc. Aunque en sus
lenguas estas palabras tengan matices diferentes, podemos llegar a conocerlos, y los hablantes de
esas culturas pueden llegar a comprender el sentido de los términos de mi cultura, presuponiendo
estudio, reflexión, tiempo, experiencias. Los contextos no son infinitos. Algunas palabras tienen
significados independientes de los contextos en que pueden aparecer, en los que asumirán, por
añadidura, nuevos matices. El sentido de “agua” en los antiguos griegos tiene un elemento
común al “agua” de nuestra cultura, y lo mismo la noción de libertad o de culpa. La añadidura de
matices no destruye esos núcleos comunes que, investigando, pueden detectarse. Lo mismo pasa
en el sentido de términos como “átomo”, “electrón”, que con el avance de las teorías científicas
van evolucionando de sentido (un tema estudiado hace tiempo por Putnam, con resultados
desiguales porque las opiniones de este filósofo han cambiado mucho con el tiempo).
que cada parte tiene un sentido sólo en el todo, y su mínima alteración cambia al todo y por tanto
cambia el sentido de las demás partes. Si esto fuera así, nunca podríamos conocer nada con
certeza y deberíamos ser relativistas. El conocimiento es contextual, ciertamente, pero en los
entramados contextuales muchas partes tienen una propia autonomía y son separables del
contexto. Para entender la verdad de una frase de Cristo que leo en el Evangelio, no necesito
conocer perfectamente toda la cultura semítica, cosa que sería imposible incluso para los
expertos.
Los filósofos, científicos, lingüistas, suelen dominar bastante bien las diversidades
significativas de los contextos, y ellos mismos son hábiles para usar analogías y modificar con
fluidez el sentido de las palabras según los contextos en que las usan. Esto es así por su dominio
de la lengua. Las evidencias contextuales de las personas poco cultas, en cambio, suelen ser algo
rígidas. Pero los super-intelectuales a veces son tan diestros para dominar los contextos, que
acaban en una fluidez total en la que ya son incapaces de decir nada determinado. Al que en
honor de la verdad exige “llamar al pan pan, y al vino vino”, vienen a decirles que “pan” y
“vino” pueden significar muchas cosas en distintos contextos y culturas. Y así nos quedamos en
ayunas de significados precisos.
15. Sí o no
En algunos contextos epistémicos es necesario saber decir tajantemente que algo es verdad
o es error. Algunas personas eluden con astucia las afirmaciones claras para así no
comprometerse, o para ocultar su ignorancia, o por un defecto expositivo y educativo. Cuando
una afirmación se llena de condicionamientos, suposiciones, excepciones, etc., al final acaba por
aguarse y “no se dice nada” o se dice, según la expresión italiana, “todo y el contrario de todo”.
Es una virtud intelectual decir las cosas claramente, sí o no, para que así los demás las
comprendan y puedan analizarlas. Por eso es un buen estilo, muchas veces, hablar con frases
cortas no demasiado rebuscadas, para que sea transparente lo que se está diciendo y se vea el
pensamiento definido que tenemos sobre las cuestiones.
31
Al mismo tiempo, las cosas deben afirmarse con sus necesarios matices, que muchas veces
son contextuales. Estos “matices” son innumerables y pueden estudiarse muy bien en cursos de
lógica y de retórica. Una afirmación debe señalar sin ambigüedades a quiénes se refiere, si es
segura o hipotética, si tiene tal fuente u otra, si es general o vale sólo para algunos, si es esencial
o se trata de un caso accidental, si lo que se dice es importante o no lo es, si se dice con un
fundamento o no, si admite grados cuando es el caso. Así, si le preguntamos a alguien si está
cansado, podrá respondernos que “un poco”, lo cual es una indicación útil, porque podría estar
muy cansado o casi nada cansado. Pero si le preguntamos a alguien si ya nació el hijo que
esperaba, sería ridículo que respondiera “un poco”, porque en este caso la pregunta es de sí o no
a causa de la naturaleza del objeto del que se habla.
Como puede advertirse, la idea central de estas páginas es presentar algo así como una
“filosofía de la evidencia” relacionada con la tesis de que “nuestro conocimiento es imperfecto y
eso no significa que no alcance la verdad”.
Por ejemplo, todo lo que ahora estoy diciendo, obviamente lo digo porque “lo veo”, no
arbitrariamente, ni por mecanismos automáticos, ni por deducción de premisas. Esta es una
experiencia personal que todos tenemos. Incluso cuando formulamos hipótesis, como dije arriba,
no lo hacemos arbitrariamente, pues por lo menos tenemos que “ver” que son hipótesis
plausibles. Y cuando deducimos, también la verdad de esa deducción es “eidética” y no
automática, como lo es, en cambio, hacer una operación de suma o de multiplicación siguiendo
ciegamente unas reglas, como actúa una computadora. Kant pensaba que no habría intuiciones
intelectuales, sino sólo sensibles, pero se equivocaba. Las cosas que acabo de señalar son reales
intuiciones intelectuales, aunque si queremos podemos evitar este término por su desprestigio
entre los filósofos modernos, si bien no era así en Husserl o Bergson.
9
Hábito no como acostumbramiento, sino en el sentido de una posesión pre-consciente de un saber que
ilumina nuestras operaciones cognitivas, como señala L. Polo.
33
situación. Una cosa en pensar ideas y otra pensar en cómo está la realidad. Tener certeza de
verdad de esto último es mucho más difícil que comprender con claridad contenidos de ideas.
Resumiré hasta aquí lo considerado con la siguiente situación dialógica. Alguien hace una
afirmación cualquiera, por ejemplo: “ahora hay una manifestación de protesta ante el
Parlamento”. El que la oye, si no conoce este evento, tiene derecho a preguntarle al que habló:
“¿Cómo lo sabes? ¿Por qué dices eso?” La capacidad de hacer este tipo de pregunta define de
alguna manera la racionalidad humana. La respuesta podrá ser: 1) “lo digo porque lo he visto”
(justificación por la evidencia); 2) “lo digo porque lo leí en el periódico” (justificación por
remisión a una fuente, es decir, por fe en una autoridad); 3) “lo deduzco de tales y tales hechos o
signos” (justificación por un razonamiento). Se ve aquí cómo la justificación por evidencia es la
básica10. A su vez, la afirmación “lo he visto” ya no puede justificarse, ni tiene sentido preguntar
“¿por qué dices que has visto eso?”, como si el vidente tuviera que justificar su visión.
Es cierto que decir “afirmo esta verdad porque la veo” no soluciona todos los problemas.
Es sólo un punto de partida. Si la afirmo ante quien no ve, la frase puede estar solicitando en
quien me escucha un acto de fe (“!créeme, yo esto lo he visto!”), como cuando Santa Teresa
escribe ciertas cosas porque las sabe “por experiencia” y no por tomarlas de los libros. Pero si se
trata de una evidencia de realidades no visibles, sino inteligibles, puede suceder que el
interlocutor no “vea” lo que estamos afirmando. No podemos entonces usar nuestra evidencia
como argumento de autoridad, sino que hemos de esperar que el otro “vea” la verdad intelectual
que pretendemos transmitirle, para lo cual podremos ayudarle con explicaciones y
argumentaciones quizá indirectas.
Por ejemplo, si afirmo “no se debe matar a otras personas” (principio moral), alguien
podría preguntarnos: “¿por qué?”. Yo podría quizá responderle: “eso es evidente, indudable”,
pero no basta, pues el otro eventualmente podría decirme: “no lo es para mí”. Entonces
podríamos intentar convencerle con explicaciones o argumentos que se remitan a alguna
convicción de mi interlocutor desde la que cual él podría captar como implicación que “no se
10
También la fe cristiana se basa en la visión directa de testigos oculares privilegiados de los
acontecimientos de la vida de Cristo: cfr. Lucas, 1, 1-4. Leemos en San Juan: “Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han
palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida (…) os lo anunciamos para que también
vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Juan, 1, 1-3). No se trata sólo de un inicio “desde los
sentidos”, sino desde la visión sensible-intelectual de los Apóstoles (conocimiento por evidencia),
fundamento de la fe del fiel cristiano por la que cree “sin haber visto”.
34
debe matar”. Por ejemplo, podremos decirle: “mira, es que las personas tienen una especial
dignidad, no son como animales, yo no puedo quitarles la vida”. Sólo que, pasando a este nivel,
el problema volverá a presentarse: o mi interlocutor capta y reconoce la dignidad personal, o
quizá podrá retrucarnos diciendo que “él no ve ni entiende esa dignidad”. Ante esto la situación
parece ya sin salida. Pero no lo es. Con ejemplos, explicaciones, remisión a muchas
experiencias, tenemos que esperar que nuestro interlocutor acabe por comprender qué es una
persona y qué significa esa dignidad que me obliga a respetar su vida y sus propiedades. Esto no
es siempre fácil, según el fondo cultural y la formación que tenga el interlocutor.
Renunciar a la pretensión de que un ser humano capte esta verdad sería como desesperar
del hombre mismo, y es en el fondo lo que hace el relativismo y el escepticismo, que no podrá
ver en la norma moral de “no matar”, en el mejor de los casos, sino una práctica social o
biológica conveniente pero muy relativa (un poco como los individuos de una especie animal no
suelen matar a otros de su misma especie zoológica).
Todo lo que estoy diciendo sobre la evidencia no significa que ésta sea fácil. Parece fácil
cuando ya se tiene, lo mismo que nos parece muy sencillo caminar, aferrar un objeto o comer,
cuando en realidad sabemos que esto es fácil cuando se tiene el hábito aprendido de realizar
estos actos, que además requieren una multitud innumerable de procesos fisiológicos y de otro
tipo del organismo humano. Las evidencias surgen de un background cognitivo, presuponiendo
además cierto equilibrio emotivo y una madurez intelectual, como ahora diré más explícitamente
al relacionarlas con los hábitos.
Tal como las estoy exponiendo en estas páginas, las evidencias deben entenderse no de
modo estático y de sí o no (“veo”, “no veo”), sino como una estructura dinámica más o menos
estable, pero siempre en movimiento y con grados variables, referida a contenidos de nuestro
conocimiento personal. Precisamente del conocimiento personal podemos decir que por él
“vemos” o “entendemos”, cosa que no puede hacer ninguna máquina informática, por mucha
información que procese. Ver es un acto vital. La máquina informática no tiene ni operaciones
intelectuales ni sensibles, y ni siquiera es un viviente vegetativo. El entramado dinámico de las
evidencias variables arraiga en los ya mencionados hábitos cognitivos (por ejemplo, nuestro
saber idiomas, ciencias, nuestras experiencias, recuerdos, habilidades, etc.), previos a nuestras
operaciones puntuales y conscientes. Los hábitos, por otra parte, no son intuiciones y no son ni
35
siquiera evidencias objetivas, sino “luces pre-objetivas” que permiten el ver de las operaciones
intelectuales.
No es fácil decir qué son exactamente los hábitos cognitivos, porque no tenemos un acceso
consciente a ellos. Nadie puede “captar interiormente”, por ejemplo, el inglés o el francés que
sabe, y sin embargo, gracias a ese saber puede articular frases con sentido y “moverse” con
habilidad en las diversas partes de la gramática. ¿Cómo es que “sabe” construir bien las frases?
¿Cómo es que relacionamos datos, recuerdos, nociones, supuestos, para formular nuevos
pensamientos creativos verdaderos? ¿Cómo es que, al estudiar un tema, se nos ocurren ideas y
captamos verdades que vamos formulando en proposiciones? Si hacemos introspección, nos
parece que ese “ver interior” para relacionar estos aspectos es casi un milagro o un don natural.
Es introspectivo, en cambio, que a veces tenemos más claridad de mente y que en otros
momentos estamos “espesos” por cansancio, sueño o sobrecarga de ideas. Dejamos de pensar en
un problema y volvemos a él cuanto estamos frescos, y entonces todo resulta más transparente.
Es obvio que estas situaciones psicológicas de claridad y obscuridad tienen que ver con bases
cerebrales, pero al mismo tiempo dependen de los mismos contenidos pensados. Una exposición
ordenada y fluida, a buen ritmo, se nos hace agradable y diáfana. Las ideas embarulladas, poco
definidas, las frases mal construidas, pierden visibilidad. El orden mental tiene mucho que ver
con la evidencia intelectual.
Los funcionalistas informáticos quizá nos dirán que actuamos así porque respondemos a
programas que tenemos en el cerebro, y los filósofos cognitivos nos podrán decir que seguimos
asociaciones conforme a los modelos cognitivos conexionistas. Sólo así se explicaría cómo, de
modo inconsciente, nuestro cerebro se va encargando de que organicemos bien la estructura de
nuestras percepciones, fenómenos de la conciencia y demás actos psíquicos. Estimo que la base
psiconeural cognitiva, en sus aspectos sensitivos, es un soporte imprescindible y que por tanto en
el cerebro, en cuanto órgano psicosomático, existe una continua elaboración y memorización de
elementos cognitivos, afectivos y conductuales. Pero esto acaece como base material de sostén
de nuestros actos personales. De otro modo no nos diferenciaríamos de una máquina y el
pensamiento como acto inmanente desaparecería, como sostienen algunas posiciones reductivas,
tanto neurologistas como funcionalistas.
La máquina informática, por otra parte, elabora información ciegamente y sirve sólo a los
seres humanos que la interpretan. En cuestiones logísticas las máquinas nos aventajan. Una
36
Lo visto hasta aquí sobre las evidencias personales muestra que no hay motivos
gnoseológicos que justifiquen el relativismo o el escepticismo ante la verdad. Tenemos un
amplio caudal de conocimientos verdaderos y ciertos. Estamos siempre en la órbita de la verdad.
Por eso podemos discernir con sentido entre lo verdadero, lo falso, lo imaginario, lo hipotético,
lo creíble, y podemos razonablemente cambiar entre los distintos estados cognitivos con relación
a la verdad. Para no caer en el relativismo basta reconocer la imperfección de nuestros
conocimientos evidentes. De ahí nuestra constante crítica al racionalismo.
Algunos animales no tienen una gran discriminación cromática y ven las cosas sólo como
claras u oscuras, “en blanco y negro”. Los daltónicos no ven los colores igual que nosotros. Si un
animal ve algo gris y juzgara, diría “esto es gris”, un juicio que contradiría el mío, quizá, de que
“esto es azul”. Para evitar la contradicción, cada observador debería decir: “esto a mí se me
aparece de este color”. Extendiendo la temática al conocimiento en general, algunos podrían
decir que para evitar las discordancias bastaría que cada uno dijera “esto es lo que a mí parece”,
sin la pretensión absoluta de decir “esto es así”. Estamos de este modo en pleno relativismo. El
aparecer ha sustituido al ser (“fenomenismo”, como el que sostenían los sofistas). De hecho el
relativismo suele resumirse de modo popular con la frase de que “cada uno ve las cosas según el
color del cristal con que las mira”.
No hay por qué escandalizarse del “relativismo de los sentidos”. Lo conocemos con
nuestra razón (los animales no lo saben) y por eso lo superamos. Sabemos que hay distintas
perspectivas y así estamos por encima de ellas. Afirmar que “alguien conoce desde cierta
perspectiva” es ya un conocimiento absoluto. De alguna manera el mismo conocimiento
perceptivo natural, que también tienen los animales, “supera” el perspectivismo, porque el
cerebro “aprende” a captar invariancias en los fenómenos variados. Reconocemos una misma
moneda aunque cambien mucho las perspectivas ópticas con que la vemos.
Esto nos obliga, sin embargo, a estar alerta en los juicios que hacemos, ya que el aparecer
no es siempre exactamente como el ser real. Se ha distinguir entre un modus essendi y un modus
cognoscendi a nivel práctico y teórico (psicología y gnoseología). Nadie piensa que la luna
asume realmente diversas dimensiones según los observadores. Debemos aprender, en cambio,
que cuando hacemos juicios cromáticos o de ciertas cualidades sensibles (por ejemplo, decimos
que “esto es verde” porque lo vemos invariantemente verde), en realidad se trata de una
presentación luminosa a nuestro aparato visual y no de una cualidad independiente de la
observación (lo mismo vale para el sonido, la temperatura, el aroma, etc.), aunque la
presentación presupone un en-sí (en el sentido de independiente de la observación) que podemos
conocer por otros medios, o con la percepción más completa, haciendo comparaciones, o con
ayuda de las ciencias.
38
¿Cabe decir lo mismo del conocimiento intelectual? No exactamente. Pero sin duda
distinguimos entre las propiedades reales y las propiedades lógicas de nuestros conocimientos.
Veo a mi hermano y afirmo “es mi hermano” y lo sería aunque nadie lo conociera. Sin embargo,
no puedo sino conocerlo a través de mis conceptos, propios del modus cognoscendi del hombre.
Discierno entre “mi idea imperfecta de ser mi hermano” y el ser real y extramental “ser mi
hermano”. Dios y los ángeles conocen de otro modo las mismas cosas que nosotros conocemos,
y muchas más, pero no con la conceptualización y los modalidades judicativas propias del
hombre.
2. Contextos conceptuales
11
Cfr. sobre este tema mi trabajo Verità e realismo nella scienza, “Divus Thomas”, 21 (3/1998, anno
101), pp. 85-100.
39
Como es sabido, Popper se opuso resueltamente a esta tesis, considerando que es un mito
creer que los marcos conceptuales son incomunicables, una tesis que también podría emplearse
para hacer ver que los paradigmas conceptuales propios de las ciencias, según Kuhn, no hacen
completamente incomparables entre sí a las frases pronunciadas bajo el dominio de ciertos
paradigmas (un físico newtoniano no podría reconocer la verdad de frases aristotélicas, salvo que
se saliera de su paradigma).
Ya dijimos arriba que el “holismo contextual” no debe tomarse rígidamente. Las verdades
están casi siempre insertadas en cierto entramado contextual cultural o científico. Pero tal
entramado no siempre es un sistema cerrado, tal que una frase fuera de él no tenga sentido.
Muchas verdades propias del conocimiento ordinario (del mundo vital husserliano, diría Gabriel
Zanotti) son independientes del contexto teorético científico al que puedan incorporarse. Esa
incorporación añade significados a ciertos conceptos, pero no los hace enteramente dependientes
del sistema científico al que se han adscrito. Así, aunque los antiguos pensaran que las ballenas
eran peces y no mamíferos, ellos podían decir muchas frases verdaderas sobre las ballenas, y lo
mismo podemos decir del Sol, las estrellas, el agua y tantos cosas más propias del conocimiento
ordinario.
Con esto no pretendo simplificar la complejidad del problema aquí tocado. Una frase que
describa la caída de los cuerpos tiene un sentido preciso y puede ser verdadera dentro de la
comprensión conceptual newtoniana, es conceptualizada de modo distinto en un marco
einsteiniano, y aún así sigue siendo verdad para el conocer ordinario, dentro del cual uno puede
decir con verdad “esta manzana cae del árbol”. Esta temática ha sido estudiada suficientemente
por G. Zanotti.
3. Construcciones e intereses
No es éste el sitio para estudiar en detalle esta escuela gnoseológica. Basta aquí señalar
que, como somos racionales, tenemos que “construir”, es decir, componer aspectos cognitivos
que en un primer momento están desvinculados porque, según nuestro modo de conocer, vamos
40
La elaboración racional tiene sus propias reglas (orden lógico, orden pedagógico, orden
estético, etc.) y además se atiene a las estructuras mismas de las cosas (orden ontológico). No se
hace de modo automático, sino según vínculos racionales o de otro tipo, dejándose guiar por la
evidencia y por los objetivos del conocimiento. Organizamos las cosas cognitivamente según la
verdad de las cosas y en función de intereses o finalidades justas (por ejemplo, para educar, para
investigar, para buscar aplicaciones, para divulgar, para promover una actividad, para defender
ideas o empresas, etc.). Los intereses, cuando son justos y respetan la realidad, no distorsionan el
conocimiento, sino que lo guían en una determinada dirección y llevan a seleccionar los datos y
las reflexiones en un determinado sentido. La realidad tiene infinitos aspectos y por eso se
impone una selección guiada por esos intereses -ésta la clave de la abstracción- entre los cuales
el primer es el mismo conocimiento de la realidad esencial de las cosas. Además la
comunicación debe tener en cuenta la sensibilidad y la preparación del público, previendo cómo
éste va a interpretar el mensaje que se le transmite.
Las construcciones pueden ser verdaderas o falsas, o también pueden ser quizá no falsas,
pero inadecuadas y predispuestas para provocar una falsa estimación en los destinatarios, como
sucede en los sofismas o en las manipulaciones retóricas, estéticas, publicitarias, etc. A veces,
por ejemplo, se puede presentar un pequeño detalle insignificante pero irrelevante, que desvía la
atención de lo esencial, para así suscitar en el público una falsa estimación, una generalización
indebida o una reacción emotiva desproporcionada que perturba el conocimiento. Así es como
las ideologías manipulan los conocimientos y su transmisión. En otros casos, al revés, se puede
decir una verdad importante pero en segundo lugar, sin darle importancia, junto a muchas otras
cosas menos relevantes, con lo que resulta también distorsionada la atención de las personas. No
basta decir simplemente la verdad “material”, sino que se ha decir de modo suficientemente
completo, en su contexto relevante, con la importancia que tiene, sin omitir otras cosas
igualmente importantes, para que así el juicio completo acerca de una situación o un problema
sea adecuado y correcto.
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Las cosas se pueden conocer empíricamente o en sus causas. Aristóteles en los Analíticos
Posteriores pone el ejemplo del trueno, que puede ser conocido como un sonido en las nubes
(conocimiento fenoménico) o como un sonido provocado por cierto fuego que ha sido extinguido
en las nubes (conocimiento causal según la física de la época de Aristóteles). Una comprensión
causal de una realidad añade muchas más propiedades que las que se conocen sólo
fenoménicamente. Los marcos conceptuales a veces contienen posibles explicaciones causales,
al menos como causas formales.
Una frase entendida a la luz de una premisa cambia su valor de verdad si es entendida a la
luz de una premisa contradictoria. Muchas cosas que dicen los filósofos (Kant, Hegel, etc.) son
verdaderas y cabe aceptarlas, pero siempre que las separemos de la interpretación que se les da
en las premisas de base o presupuestos últimos de las teorías de esos filósofos, si esas premisas
son falsas.
aparente, y entonces tenemos que ajustar el sentido y alcance de las frases en apariencia
contradictorias. Apliquemos este punto al punto teológico arriba mencionado. Algo puede
conocerse según causas superiores. Cuando el no-creyente afirma, pongamos por caso, que “la
resurrección es imposible”, hay que presuponer que él realiza esa afirmación verdadera a la luz
de las causas biológicas naturales. No hace falta reducir sus conocimientos a hipótesis para que
“concuerden” con la fe, porque quizá no lo son. Se trata más bien de que cuando las cosas se
conocen a la luz de causas más altas, las consecuencias que se siguen son distintas y así no hay
contradicción.
Sería inadecuado decir que el no-creyente, al ver la hostia santa consagrada, cae en una
ilusión cuando cree que allí hay un trozo de pan. El afirma lo que normalmente debe afirmarse
cuando se está ante tal presentación sensorial, la cual para la explicación teológica católica no es
una ilusión, pues las especies sacramentales (que para Tomás de Aquino son accidentes) son
reales y están ahí (de todos modos, pienso que un creyente debe concluir que el no-creyente, en
este caso único y extraordinario, “se equivoca razonablemente” cuando piensa que allí hay pan).
Sin duda no podemos decir que tanto el creyente como el no-creyente, cuando afirman “aquí ya
no está el pan substancial” (el creyente) y “tengo delante pan substancial” (el no-creyente), dicen
ambos la verdad, pues esas dos afirmaciones son contradictorias. Y tampoco cabe evadir la
contradicción abrazando una tesis relativista, según la cual para los creyentes algunas cosas son
verdaderas, mientras para los no-creyentes lo serían sus negaciones (teoría de la “doble verdad”),
y así los dos tendrían razón desde su punto de vista.
que se sigue de ellas. Así, si según una ciencia el Sol existe, y según otra ciencia el Sol no
existiera, esta última estaría equivocada. Habrá llegado a una conclusión equivocada quizá
porque con sus medios cognitivos o sus métodos no puede hablar de la existencia del Sol.
Normalmente, sin embargo, las ciencias no están completamente separadas, sino que suponen la
existencia de las demás.
Con la lógica no podemos probar la existencia del Sol, pero tampoco negarlo. Sería falso
decir que “para la lógica el Sol no existe”, cuando en cambio debe decirse que “la lógica no es
competente para hablar del Sol”. De todos modos, el hombre que hace lógica es el mismo que
también hace física. Por eso no tiene sentido cuando, desde la ciencias naturales, se pretende
negar alguna verdad metafísica, porque con sus métodos esas ciencias nada pueden decir de las
verdades metafísicas, así como la filosofía, a causa de su método, tampoco puede decir nada
acerca de cuestiones específicamente científicas. Sin embargo, la filosofía puede dar una
interpretación filosófica de los conocimientos científicos. Lo que acabo de decir no supone que
las ciencias, la filosofía, la teología o los distintos niveles epistemológicos no puedan entrar en
contacto, con una relación positiva y complementaria. Pero deben hacerlo en el modo justo y no
de cualquier manera, mezclando indebidamente los niveles.
2. Al revés, en algunas ocasiones los creyentes anti-científicos reducen las tesis científicas
a mera opinión, con lo cual es imposible que surja alguna posible contradicción.
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3. Otras veces se propone de modo relativista (y “post-moderno”) que las tesis científicas y
religiosas serían siempre válidas como “modos de vivir”, con lo cual tampoco pueden aparecer
contradicciones, pues ya no hay valores de verdad.
Entre los hombres hay disparidad de opiniones, creencias divergentes, teorías opuestas,
filosofías discordantes. En cuestiones empíricas y matemáticas llegar a acuerdos es más fácil, y
precisamente por eso los consensos en materias científicas, aunque requieren esfuerzo, son
relativamente accesibles. Hoy nadie sigue a Tolomeo, Newton, sino que la comunidad científica,
aunque no esté privada de puntos en discusión y de teorías distintas, se encuentra en un
substancial acuerdo, por ejemplo, respecto a la teoría de la relatividad o la física cuántica, y lo
mismo puede decirse de tantos otros conocimientos científicos. En cambio, en materias
filosóficas, morales, políticas, religiosas, desde siempre reina un amplio desacuerdo, y no es
previsible que vaya a superarse a fondo en la historia.
Ante este panorama, con sus tensiones y dramatismos cuando se llega a cuestiones
prácticas, sociales, jurídicas, de convivencia, surge la tentación relativista. Pero ésta no es una
solución, como vimos, porque los hombres no pueden dejar de tener convicciones de verdad,
aunque sí se ha de exigir que se respeten los derechos ajenos y que toda medida pedagógica,
social, jurídica, buscando siempre la verdad, siga cauces legales y no se tome con arbitrariedad y
violencia. La verdad existe y se puede intentar propagarla con persuasión, estudio, sacrificio y
perseverancia. El acuerdo absoluto entre todos los hombres es utópico, porque equivaldría a
proyectar el cielo en la tierra. El mal moral y el error son ineliminables en la historia, aunque
hemos de procurar que sean superados lo más posible, porque es posible conocer verdades y
practicar el bien.
Desde el punto de vista teorético, no es posible admitir la validez entre las concepciones
morales, filosóficas o religiosas opuestas, tratando de hacer compatible lo que no lo es, como
intenta el relativismo. Pero esto no significa que esas distintas concepciones se opongan de un
modo absoluto y unívoco en torno a los valores de verdad-error. Las distintas concepciones
pueden contener verdades y errores y por eso a veces se hacen préstamos mutuos o se influyen
unas entre otras. La contradicción se debe ver, pues, en torno a puntos definidos y no
globalmente, aunque no es lo mismo si esos puntos son centrales o si son marginales. Hegel
globalmente sostiene una concepción filosófica falsa, aunque eso no quita que en sus escritos no
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se puedan recoger muchas verdades, que lo serán más claramente si reciben un ajuste más
adecuado fuera de su sistema. En Aristóteles, en cambio, podemos encontrar una concepción
seguramente más aceptable en puntos centrales (no todos), aunque al mismo tiempo podamos
descubrir en sus obras muchos errores (por ejemplo, de tipo físico o biológico).
Desde el punto de vista en que aquí me sitúo, me limito a señalar que, en general, cabe
señalar en las religiones la presencia de verdades y también de errores. El tema es amplio y
difícil, y no es posible en esta sede afrontarlo adecuadamente. La verdad y falsedad en las
religiones no puede juzgarse según criterios científicos, sino metafísicos, antropológicos y
morales. No es fácil dictaminar la cuestión de la verdad con respecto a mitos, leyendas,
conocimientos simbólicos, que no pueden examinarse con metodologías científicas, con
frecuencia afectadas por prejuicios positivistas. Pero eso no elimina el valor de lo verdadero y lo
falso en las religiones. Una secta religiosa, por ejemplo, puede contener aberraciones morales y
creencias falsas, un punto ante el cual el relativismo nada puede decir.
En el ambiente relativista actual esta “pretensión” aparece irritante, sobre todo cuando la
religión cristiana no sólo se propone como “la única verdadera” (la única que Dios quiere), sino
como absolutamente necesaria para toda la humanidad, por la que la Iglesia, por mandato de
Cristo, tiene el deber misional de difundir la verdad de la salvación a todos los hombres sin
excepción.
Para lo que aquí podemos decir sobre este tema, que merecería una larga atención, basta
señalar que la pretensión “exclusivista” de la Iglesia no es irracional, ni mucho menos violenta
(han habido violencias, pero se trata de contingencias que no pertenecen a lo esencial de la fe
cristiana). Cuando se llega al conocimiento de una verdad, es natural la exclusión de las
opiniones contrarias. Al mismo tiempo resulta natural en este caso tratar de que los demás se
adhieran a ella por medios intelectuales y morales. La Iglesia lo hace simplemente proclamando
la verdad de Cristo, que recibe libremente la adhesión del creyente movido por la gracia del
Espíritu Santo. Si sirve la comparación, también cuando un científico como Einstein propone la
verdad de la teoría de la relatividad, desplaza a las teorías opuestas y pretende alcanzar el
máximo de adhesión en la comunidad científica12. La firmeza de las verdades de la fe es
comparable a la de los primeros principios de nuestro conocimiento natural. No es irracional
12
La comparación no es perfecta, sin duda, porque ninguna teoría científica puede ponerse como
definitiva e insuperable.
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admitir a estos últimos de modo indubitable e “incorregible”, y lo mismo puede decirse de los
dogmas de la fe, para el que acepta el conocimiento de fe que proviene de Dios.
7. Fundamentalismo
13
Además la religión cristiana admite la presencia de verdades y valores en otras religiones. Sólo no
admite que esas religiones sean el camino querido y obrado por Dios para la salvación del hombre. No
acepta, por tanto, una fusión sincrética con otras religiones, ni una complementariedad con otros credos
en un plano de igualdad. Por otra parte, las verdades de la fe son principios de conocimiento que admiten
una profundización teológica infinita, de modo semejante a los primeros principios del intelecto.
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Cuando se enfrentan opiniones opuestas sobre un tema, no siempre deben verse como
necesariamente incompatibles, de modo que admitir una tuviera que significar excluir totalmente
a la contraria. A veces ellas reflejan distintos aspectos de un problema, distintas estrategias, un
énfasis en algunos puntos en vez de otros. El diálogo respetuoso y amable y un examen sincero
de las cosas, si se evitan las exageraciones y los extremismos, pueden llegar a conciliar esas
opiniones, de modo que cada uno de los opinantes reconozca su visión parcial y lime sus teorías,
aceptando la parte de verdad que tiene el que quizá antes veía como adversario. Muchos
enfrentamientos dialécticos pueden deberse a cierta visión unilateral de las cosas. Es frecuente
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que las teorías u opiniones opuestas tengan una parte de verdad que puede reconocerse y
asumirse.
Esta actitud conciliatoria es muy oportuna en la búsqueda de la verdad y nada tiene que ver
con el irenismo o el relativismo. Es cierto, en este sentido, que la verdad completa sobre un
asunto puede ser fruto del diálogo, que no es más que una búsqueda racional de la verdad
compartida con otros, bajo el presupuesto de que muchos ven mejor que uno solo. Este punto no
lo admiten los fanáticos y los extremistas.
Esto no significa, sin embargo, que todo sea compatible con todo, como presuponen las
actitudes “sincréticas”. A veces aceptar una modificación en la expresión de una verdad puede
significar “aguarla”, adulterarla, cambiar su sentido y, en definitiva, perderla. Las
incompatibilidades entre las opiniones, teorías y doctrinas existen y tiene que detectarse
cuidadosamente, con los oportunos análisis racionales. La buena voluntad de llegar a un acuerdo
en medio de la disparidad de opiniones no significa hacerlo todo compatible, porque en esa
eventualidad a veces se cae, por desgracia, en la “chapuza” de cambiar las doctrinas con recursos
verbales y estratagemas profesionalmente poco serios.
Nada de esto tiene que ver con el relativismo y el sincretismo. La teoría newtoniana es
falsa si se toma de modo generalizado, pero si se admite como un caso particular en el que los
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La objeción que podemos hacer a estas interpretaciones, que llevan a una nueva forma de
relativismo, es que en ellas las opiniones y teorías ya no se toman como verdaderos
conocimientos, verdaderos o quizá falsos, sino como si fueran sin más formas culturales no
cognitivas, como podría ser la vestimenta, la música, la pintura. Quizá se juzga,
utilitarísticamente, si esas formas son adecuadas o no para ciertas funciones (funcionalismo) Así,
la religión podría verse como útil socialmente, o no, o como saludable psicológicamente, o no,
pero no como un fenómeno que contiene creencias verdaderas o falsas. De aquí salen análisis
comparativos funcionales, pragmáticos, etc., que por ejemplo pueden interpretar el conjunto de
las religiones, o de otras cosas, y su evolución histórica, a la luz de estos criterios hermenéuticos.
Así algunos podrían ver relativísticamente a todas las formas religiosas como manifestaciones
del impulso religioso de fondo de los hombres.
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Esta forma de unificación de las teorías humanas no es tan distinta de las mencionadas
arriba con relación al pragmatismo. Estamos, una vez más, ante un intento de “dar razón” de la
variedad de opiniones humanas para así no caer en el relativismo banal. Pero en vez de
reconocer, como dijimos al principio de esta exposición, que entre los hombres hay verdades y
errores, se pretende desconectar el valor intencional de verdad de los conocimientos humanas,
transformándolos en símbolos, expresiones, partes, momentos de una supuesta totalidad
omniabarcante.
Esos intentos son fallidos porque reducen el conocimiento humano a un fondo o a una
totalidad en la que la realidad del conocimiento como tal se pierde. Son una forma de
“reductivismo”, análoga a los reductivismos físicos o biológicos (por ejemplo, cuando las teorías
humanas se “reducen” a expresiones genéticas, o productos cerebrales, etc.). Son, al fin, auto-
contradictorios, porque se ponen como conocimientos verdaderos totalizantes, sin aplicarse a
ellos mismos su propia teoría (la tesis, por ejemplo, de que nuestras ideas son productos
cerebrales, ¿es ella misma un producto cerebral?).
De este modo se ve una vez más que el hombre no puede evitar ponerse en la actitud de
quien conoce la verdad. Para contrarrestar el relativismo, nada es más eficaz que admitir con
sencillez la bipolaridad de verdad-error entre las opiniones y creencias humanas.