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Verdad, relativismo y evidencias en nuestro conocimiento

Juan José Sanguineti

Apuntes de un curso dado en la Universidad Austral (Buenos Aires) en septiembre de 2012

En las siguientes páginas sostendré, en general, que el relativismo surge cuando se


pretende una perfección absoluta del conocimiento humano. Nuestro conocimiento puede llegar
a la verdad siendo a la vez imperfecto. Cuando se exige una perfección total en la captación de la
verdad, al ver que esto no es posible, fácilmente se cae por reacción en el relativismo. Este tema
no es puramente teórico. En esta exposición presentaré ciertos criterios de lo que podría llamarse
la “prudencia cognitiva”, algo que tiene que ver con ciertas virtudes del conocimiento. El tema
no afecta sólo a la especulación filosófica, sino a la educación intelectual. De ahí mi frecuente
remisión a aspectos de sentido común que permiten afrontar las cuestiones de modo inductivo,
sin apriorismos preestablecidos.

El núcleo de esta exposición es que el conocimiento humano imperfecto de la verdad


podría llamarse razonable y no sólo racional. Requiere cierto grado de humildad intelectual que
nos hace aptos para la contemplación y para acoger con equilibrio personal los aspectos
misteriosos de la realidad.

Un punto importante del conocimiento personal imperfecto es que no es exclusivo nuestro,


sino que lo tenemos entre todos porque conocemos entre todos. El otro punto aparece en el
calificativo de personal: nuestro conocimiento de la verdad no sigue recetas objetivas fijas de
modo automático y por tanto tiene un ingrediente personal, lo cual no quiere decir que sea
subjetivo o privado. “Personal” significa que cada uno tiene que esforzarse por “ver” la verdad y
que esto no es mecánico y supone cierta dosis de humildad, razonabilidad y esfuerzo. Por eso el
que no quiere ver una verdad no la ve y puede inventarse para eso mil excusas posibles. El
conocimiento de la verdad implica un compromiso personal, como ha visto M. Polanyi.

I. La gnoseología no-relativista: razonable y no políticamente peligrosa

Suele decirse que estamos hoy en una cultura liberal “relativista”, en la que no es posible
hacer afirmaciones tajantes como que “esto es verdad” y “el que se oponga a esta tesis, está
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equivocado”. El relativismo sería la gnoseología de sostener que “cada uno tiene sus
convicciones de verdad”, las cuales pueden ser opuestas a las convicciones de otras personas.
Como nadie puede arrogarse el privilegio de estar en la verdad sin más (nadie podría decir “en
algunas cosas soy infalible”), entonces simétricamente todos deberíamos reconocer que “esta
convicción mía puede estar equivocada”, es decir, “no es algo absoluto”. Por eso la filosofía
anglosajona, conforme a la tradición de Hume, suele hablar de beliefs en vez de verdades: cada
uno tiene sus creencias. Esas tesis fundamentales acerca de la realidad que todos tienen son
creencias.

A esta tesis suele objetarse que, si esas creencias se contradicen (por ej., algunos dicen
“hay un solo Dios”, y otros dicen “hay varios dioses”, o “no hay Dios”), no pueden ser
verdaderas simultáneamente, pues se iría contra el principio de no-contradicción, y por tanto una
de esas tesis será verdadera y las demás falsas. Pero esta objeción no vale si las personas
defienden sus creencias como opiniones, sin pretender que sean verdades seguras. Las opiniones
contradictorias no violan el principio de no-contradicción porque no se afirman como verdades,
sino como posibles verdades. Sostener que todo el mundo debería asumir sus creencias como
meras opiniones, evitando la afirmación rotunda de “esto es verdad”, es una posición relativista.

La verdad es que no es tan irracional admitir que uno pueda decir a veces: “yo admito que
los demás tengan convicciones opuestas a las mías y en ese caso estarán equivocados. Una de
dos: o ellos están errados, o yo”. No es irracional pensar que alguien esté equivocado, cosa que
en rigor el relativismo no permite salvo que uno lo vea como mera opinión, mas no como
certeza. El relativismo, como dije, está en sostener que las convicciones de la gente son siempre
opiniones (algo semejante a decir “creencias”), es decir, “verdades no absolutas”, sino verdades
parciales, susceptibles de dudas y objeciones y que podrán dejarse en algún momento. Si mis
convicciones son sólo opiniones, yo debería admitir corregirme eventualmente, hasta el punto de
abandonarlas y no sólo de precisarlas mejor. No deberíamos estar tan seguros de la supuesta
verdad de nuestras convicciones.

El relativismo que estoy describiendo es el más corriente, aparte de teorías gnoseológicas


especiales, e incluso parece el “más razonable” o el menos “teórico” (el relativismo teórico surge
por las críticas a las verdades universales, a las certezas perceptivas, etc.). Es claro que alguien
podría aducir contra esta postura la definición tomista de la verdad: “adecuación de nuestra
inteligencia a la realidad”. Sí, pero nuestro relativista “razonable” dirá: “¿cómo puedo estar tan
seguro de que cuando formulo ciertos juicios mi adecuación a la realidad sea absoluta e
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incorregible?”. El dogmático quizá replicará: “muchas veces yo tengo íntimas persuasiones.


Entonces debo decir que las cosas son así y no de otro modo. Ciertas cosas son clarísimas y sólo
un ciego no las verá. Miro un accidente por la calle y afirmo: “sucedió”. Esto es clarísimo e
indudable”. El relativista responderá: “yo lo veo de otro modo, lo lamento, no estamos de
acuerdo” (por ejemplo, quizá ese accidente era una escena de una película que estaban
filmando).

Aquí parece que tocamos una postura sin salida. El único modo de resolverlo sería acudir a
un árbitro de la verdad, pero no lo hay, o a una demostración, pero no todo puede demostrarse
(sin embargo, en el ejemplo del accidente de tránsito sí se puede).

En realidad pienso que es legítimo ser no-relativista y decir: “no pasa nada, yo conozco
algunas verdades y trataré de difundirlas, y sé que en ciertos casos hay gente equivocada. No
puedo imponerles la verdad que yo conozco. Si no lo ven, eso ahora no puede remediarse. Quizá
en el futuro lo verán”. Esta postura es realista y es perfectamente correcta. No es irracional
admitir que conocemos con certeza verdades y que sabemos que otros están equivocados, aún
respetando sus opiniones falsas (el relativismo o es absoluto o no es relativismo; en cambio, el
“dogmatismo” admite un amplio margen para las opiniones). Siempre ha sido así: durante siglos
los hombres creían en el geocentrismo equivocadamente, pensando que era verdadero, y ahora
todos sabemos que es falso. Reconozcamos, entonces, que la gnoseología de la verdad es
legítima y no tiene nada de irracional. Sostener verdades, con el debido respeto de las personas,
es una práctica lingüística normal y aceptable en el contexto del diálogo y el trato entre las
personas.

Argumentaré ahora que la praxis dialógica de afirmar verdades y señalar errores no es


necesariamente autoritaria, contra una objeción frecuente de que el dogmatismo de la verdad va
unido a la imposición y así genera agresividad y tensiones sociales, y que sería poco compatible
con el estilo de vida democrático.

No es cierto que quien cree firmemente en una verdad sea un autoritario. El problema de la
“imposición” de la verdad es político: puede haber creencias peligrosas y entonces puede
surgir cierta imposición para evitar injusticias (por ejemplo, prohibiciones). La imposición
también podría ser educativa, como cuando un maestro impone por la fuerza una tesis (por
ejemplo, castiga al que piensa lo contrario), pero es menos frecuente. Pero el relativismo no
resuelve el posible problema político e incluso lo agudiza. Si alguien cree que “los hebreos
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deben ser eliminados” (como creían los nazis), la gnoseología relativista tendrá que decir: “es
una creencia tan legítima como cualquier otra”. Permitir tranquilamente esta última afirmación
es muy peligroso. El gnoseólogo dogmático dirá: “tú debes aceptar que eso que has dicho sobre
los hebreos está equivocado”, y esto -que es una convicción de verdad- podrá salvar a los
hebreos.

Con esto quiero hacer ver que se puede llegar a permitir cosas muy aberrantes si admitimos
todo género de “creencias relativistas”. En política a veces no hay más remedio que tomar
medidas y no tomarlas es ya una medida. Si nos dicen que dentro de un tiempo habrá una
catástrofe ecológica y no tomamos medidas, como políticos o legisladores, porque deberíamos
admitir por default que eso es simplemente una opinión, vamos seguramente a un desastre.

Por tanto, no es verdad que el relativismo gnoseológico asegura el respeto de las


opiniones ajenas, como a veces se oye decir. ¿Por qué? Porque el plano gnoseológico es distinto
del plano político. Medidas políticas habrá que tomar siempre y el riesgo siempre existirá, pero
lo mejor es que esas medidas se tomen creyendo en la verdad, lo cual no supone que no podamos
equivocarnos. No tomar ninguna medida, como dije, puede ser una decisión que provoque un
daño injusto: por ejemplo, dejo morir a esta persona porque la tesis de que está viva sería una
“creencia” u opinión.

Nada adelantaríamos si quisiéramos superar estas dificultades poniendo grados o


calificativos a las opiniones (opiniones muy probables, poco razonables, poco plausibles,
peligrosas, etc.), porque habría que aceptar que esos grados y calificativos son correctos o
verdaderos y por tanto, una vez más, no se puede ser relativista en todo. Si pretendo justificar la
prohibición de sostener en público la tesis de que “hay que perseguir a los hebreos” porque se
trataría de una “opinión peligrosa”, al menos debo aceptar que es verdad que es peligrosa (si
admito el relativismo, debo reconocer que otros sujetos piensan que “no es peligrosa”, y así al
infinito).

Conclusiones:

1. Admitir que conocemos verdades seguras y que los demás se equivocan es razonable,
aún admitiendo que podamos equivocarnos. Más adelante justificaré mejor esta afirmación
gnoseológicamente. Decir que “nada es seguro del todo” no es razonable y se opone al sentido
común. Es muy seguro de que “tú no eres una zanahoria”.
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2. El “dogmatismo de la verdad” no es peligroso de suyo. Basta tener convicciones


veritativas y pretender transmitirlas por la vía de la persuasión y la evidencia. ¿Cómo? Es verdad
que no todo puede demostrarse y que el final hay que remitirse a ciertas evidencias (sería una
locura decir que, al final, todo se remite a una decisión arbitraria y arriesgada). Pero incluso las
evidencias más primarias (por ej., “somos libres”) pueden argumentarse de un modo u otro, al
menos para que los demás se pongan en la situación de poder verlas.

3. A veces el relativismo fue planteado como una conveniencia política y democrática. Ya


vimos que esto no resuelve nada. La justicia, la paz, el derecho a tener opiniones contrarias, son
compatibles con creer en verdades “dogmáticas” (es decir, en tenerlas por ciertas).

4. El problema político surge especialmente cuando una opinión parece peligrosa para el
bien común y la sociedad. Alguien podría creer privadamente, en su casa, que “los hebreos
deben ser perseguidos y hay que restablecer el nazismo”, pero es muy peligroso permitir que esta
opinión se argumente públicamente, que se enseñe en algunas escuelas, etc. Ante una
eventualidad como ésta, el relativista está indefenso ante posibles aberraciones. Por consiguiente,
hay que reconocer que ciertas opiniones claramente anti-éticas no deberían tener libertad de
difusión y esto en base a cierto “dogmatismo gnoseológico”.

Notemos que hoy los “relativistas teóricos” están actuando de este modo y,
paradójicamente, se están mostrando como paladines de la verdad dogmática, aunque defiendan
errores. Hoy se oye decir: “el matrimonio homosexual es legítimo y no hay libertad para enseñar
públicamente lo contrario”, “el aborto es un derecho y si se le pide a un médico éste no puede
negarse”. Un cristiano no-relativista dirá: “no, el matrimonio homosexual no es legítimo”, “no
pueden obligarme a practicar un aborto”. Pero nadie debería defender esta tesis con una
estrategia relativista, diciendo por ejemplo: “al menos respeten mi opinión, puesto que todos
tenemos opiniones diversas y nadie puede creer que tiene toda la verdad”. A esta frase un actual
“relativista-autoritario” replicará: “no, enseñar que el matrimonio homosexual es inmoral; es un
delito de homofobia y eso no puede sostenerse en público”. Para poner un ejemplo menos
polémico: hoy no se suele reconocer la libertad de sostener la “opinión” de que “no hay
necesidad alguna de tener cuidados en materias ecológicas”, y esto porque el que sostiene esa
tesis está firmemente seguro de que es verdadera.

Los relativismos se plantearon con frecuencia en el terreno ético-político, por ejemplo,


para que “entrara” más fácilmente la defensa del aborto, del libre uso de la sexualidad, etc. Al
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principio, como táctica, quienes sostenían esas tesis se presentaban como relativistas, para así
descalificar a los que defendían tesis opuestas. Pero una vez que llegan al poder cambian y se
hacen dogmáticos. Ésta es la raíz de la “dictadura del relativismo” de la que hace tiempo habló
Benedicto XVI. ¿Qué ha sucedido? Ha sucedido que el relativismo absoluto es contradictorio, y
esa contradicción sale a la luz en la vida política: los que toman decisiones políticas o
legislativas lo hacen porque tienen convicciones fuertes de verdad, estén equivocados o no.

Durante muchos años Habermas y Popper sostuvieron una gnoseología débil, en el fondo
relativista (aunque ellos no lo reconocían), por motivos de convivencia social liberal-
democrática. Parecía que el fanatismo de creer estar en una verdad absoluta e irremovible era la
fuente de imposiciones, violencias, guerras. La verdad tenía que ser fruto de un consenso y no
ser un a priori impuesto desde arriba (Habermas). Había que admitir que somos falibles en todo
y que por eso teníamos que estar abiertos a críticas y correcciones (así Popper, que de todos
modos no admitía fácilmente críticas personales).

Todo esto era razonable y tenía aspectos correctos. El fanatismo de la verdad es intolerante
y lleva fácilmente a pasar de las convicciones a la imposición violenta, física o psicológica. Pero
la gnoseología de la pura opinión y de los consensos (esto último tiene que ver más con la
política: un consenso es un acuerdo práctico) tiene sus límites. El dogmatismo de la verdad, por
otra parte, no significa que no haya opiniones discutibles (son las “cuestiones opinables”, en las
que no caben certezas absolutas). Pero es necesario reconocer que muchas veces tenemos
certezas de verdades absolutas y que algunas de esas certezas son importantes. Lo son siempre
que con ellas decidimos, por ejemplo, si alguien es criminal o si es enfermo mental (de esa
decisión salen consecuencias muy importantes, que afectan a la vida de muchas personas). Sin
duda esto tiene sus riesgos, pero estos son simétricos tanto para el relativista como para el
“dogmático”, pues cierto “imponerse” es inevitable. Ni el relativista ni el no-relativista tienen
una especial ventaja para eludir el riesgo de caer en una injusticia.

II. El problema gnoseológico. Evidencias y relativismo

1. La evidencia como criterio básico de verdad

Hasta aquí me he concentrado en los motivos socio-políticos que parecían hacer


recomendable el relativismo. Vayamos ahora a los motivos gnoseológicos, más complejos. Estos
suelen salir de las objeciones de los filósofos ante el problema de la verdad del conocimiento. El
hombre común no suele ser un “relativista absoluto”, lo que equivale a ser un escéptico absoluto,
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salvo en aquellas cosas en las que no tiene convicciones. A veces esto ocurre en temas de
política, moral o religión. Los filósofos, en cambio, muchas veces han elaborado gnoseologías
que pretenden justificar, explicar o “superar” el escepticismo, por ej., el idealismo, el
pragmatismo, el perspectivismo, el historicismo, la antigua teoría de la doble verdad (si es que
alguien la sostuvo efectivamente).

Las dificultades gnoseológicas que “invitan” al relativismo son más o menos las mismas
que en la antigüedad inclinaban al escepticismo1: problemas para conocer la verdad, visiones
opuestas, disparidad insanable de teorías morales o de religiones, etc. Ante esto cabe la reacción
trivial de concluir que “todo es relativo”, casi a nivel de charla de café. Si analizamos de verdad
los problemas, veremos que no todo es así, y que hay verdades, falsedades, opiniones y cosas
que ignoramos. Muchas veces podemos controlar si algo es opinable, si es seguro o si es
claramente falso.

El engaño cabe. El engañado cree que es verdad lo que no lo es. Si lo cree sinceramente, es
porque tiene motivos y evidencias para creerlo. A veces el engañado dice: “¡esto es clarísimo!”.
Puede que lo diga por entusiasmo voluntario o por emotividad ideológica, pero a él “le parece”
que lo ve. La evidencia es el criterio básico de verdad, pero el que está equivocado, aunque crea
en una falsedad que como tal no tendrá evidencia, por desgracia sí cree tener una evidencia de
verdad.

Por tanto, incluso ante las evidencias uno puede equivocarse: hay pseudo-evidencias,
evidencias engañosas. Entonces, ¿cómo discernir entre una evidencia verdadera y una falsa?
Como la evidencia es el último criterio, salvo casos particulares muy ad hoc (por ejemplo, a uno
que tiene alucinaciones que le parecen evidentes, le diremos: ¡por favor, créele al médico!, es
decir, recurrimos a una instancia de fe), no habrá más remedio que decir que una pseudo-
evidencia se corrige sin más “tratando de ver mejor”, lo mismo que si alguien ve mal con sus
ojos trataremos de que vea mejor. Pero si a alguno que tiene un defecto cognitivo de algún tipo,
conseguimos convencerle de que conoce mal, como al alucinado de la película A Beautiful Mind,

1
Escepticismo y relativismo son posiciones cercanas y en el contexto de este trabajo las tomo como casi
equivalentes. El escepticismo sostiene que no podemos conocer la verdad, al menos con certeza. Para el
relativismo la verdad es relativa a cada uno, o a grupos culturales, o a momentos históricos (es decir, no
puede pretender ser universal), de modo que lo que es verdad para un grupo o personas podrá no serlo
para otros. Por tanto, como vimos, todos deberían sostener sus convicciones sólo como opiniones o
creencias y no como verdades absolutas. El relativismo es la forma actual más frecuente de escepticismo.
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entonces hacemos que pierda “su fe” en sus capacidades cognitivas, lo cual demuestra hasta qué
punto en nuestras evidencias se contiene también una forma de fe en nosotros mismos.

Es un hecho, sea como sea, que conocemos -con percepciones y pensamientos- y que
tenemos una inclinación innata a fiarnos de las presentaciones de objetos a nuestros canales de
conocimiento: lo que se presenta a nuestros ojos, lo que nuestros oídos oyen, la comprensión
inmediata de cosas y eventos cotidianos tanto externos como internos, de nosotros mismos.
Reconocemos nuestros conocimientos verdaderos al tener la experiencia de nuestros errores y de
los ajenos, al captar la diferencias entre la realidad y la apariencia. Vivimos en la órbita de la
verdad con la conciencia de poder equivocarnos. En todo esto, llamamos “evidencia” a la
presentación de objetos a nuestras facultades cognitivas. Estas evidencias son creíbles mientras
no se demuestre lo contrario. No se parte de la duda y del problema, sino de la evidencia. Y
vemos que esto es siempre así tanto en nosotros como en los demás.

El termino “evidencia” tiene una tradición filosófica que se remonta a los estoicos.
Aristóteles no emplea este concepto y en Tomás de Aquino se usa pocas veces (sí algunas) como
sustantivo2, y la expresión equivalente más empleada por él es la de conocimiento (o
proposición) inmediata (por contraposición a la mediata, que se conoce por mediación de la
razón o de la fe), o per se nota, es decir, verdad que se “conoce de por sí” y no en base a otro
conocimiento (lo que hoy suele llamarse “auto-evidencia)3. Esto no quiere decir que el
conocimiento de una verdad evidente no tenga una mediación cognitiva o incluso cultural. La
mediación cognitiva es el contenido mental (idea, juicio, experiencia) por el que nos referimos
intencionalmente a la realidad conocida. Por mediación cognitiva podría entenderse también el
proceso de génesis y maduración de esas ideas, juicios y experiencias que permite llegar al acto

2
Suele usarla al trata de la fe, por ej. De Veritate, q. 14, a. 1, ad 7; a. 2, ad 14; a. 8, c; S. Th, II-II, q. 5, a. 2
(en estos sitios, por otra parte, el Aquinate emplea continuamente el verbo videre para las operaciones en
las que el intelecto capta una verdad inmediata, por ej., con relación a los primeros principios). Puede
leerse, como muestra, el siguiente texto: “Omnis scientia habetur per aliqua principia per se nota, et per
consequens visa. Et ideo oportet quaecumque sunt scita aliquo modo esse visa. Non autem est possibile
quod idem ab eodem sit creditum et visum, sicut supra dictum est. Unde etiam impossibile est quod ab
eodem idem sit scitum et creditum. Potest tamen contingere ut id quod est visum vel scitum ab uno, sit
creditum ab alio. Ea enim quae de Trinitate credimus nos visuros speramus, secundum illud I ad Cor.
XIII, videmus nunc per speculum in aenigmate, tunc autem facie ad faciem, quam quidem visionem iam
Angeli habent, unde quod nos credimus illi vident. Et similiter potest contingere ut id quod est visum vel
scitum ab uno homine, etiam in statu viae, sit ab alio creditum, qui hoc demonstrative non novit. Id tamen
quod communiter omnibus hominibus proponitur ut credendum est communiter non scitum. Et ista sunt
quae simpliciter fidei subsunt”: S. Th., II-II, q. 1, a. 5, c.
3
El término evidence en inglés suele significar “prueba”, no conocimiento inmediato que no requiere
pruebas.
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de contemplar una realidad, por ejemplo, “ver una ciudad y reconocerla como tal ciudad”. Una
vez que tal acto se pone (“veo la ciudad”, “veo una persona”), el conocimiento es “inmediato”,
por contraposición al conocimiento obtenido por razonamiento o por fe, en el que lo conocido
“no es visto directamente”.

Considero casi imprescindible utilizar en gnoseología el término “evidencia” en cuanto nos


ayuda a enfocar el conocimiento en su doble vertiente objetiva y subjetiva, cosa que no se
consigue tan fácilmente con otras palabras. El término está tomado del sentido de la vista y alude
a la “visibilidad” con que algo se ve, lo que la tradición filosófica aristotélica y platónica solía
llamar también “inteligibilidad”. El conocimiento verdadero contiene, pues, dos dimensiones,
una objetiva, que es la realidad misma en tanto se presenta o muestra al sujeto cognoscente y por
tanto es “visible”, “evidente”, “obvia”, y una dimensión subjetiva, que es la situación del sujeto
que está “viendo”. Por eso, cuando alguien dice “esto no me resulta obvio”, está indicando que él
no llega a captar la verdad de que lo que alguien pretende decirle o convencerle. El “ver
intelectual-sensible” (“veo una persona delante de mí”) alude al conocimiento de la verdad,
mientras que a veces el verbo “entiendo”, en su uso ordinario, indica sólo la comprensión de
algo, pero no necesariamente su verdad (por ej., cuando alguien dice “entiendo lo que dices”,
aunque no esté de acuerdo con la verdad de lo dicho).

Hablar de evidencia en este sentido implica, así, entrar en el ámbito de las situaciones
personales ante la verdad (fe, opinión, certeza, error, etc.), un punto fundamental que no debe
omitirse en la gnoseología. Un problema gnoseológico y antropológico de fondo es: ¿cómo
llegar a hacer que resulte obvio a los demás ese conocimiento verdadero que quizá tenemos
nosotros y del que estamos convencidos? No podemos forzar a nadie a entender algo verdadero,
así como no podemos obligar a nadie a ver lo que quizá él no puede ver, por un defecto personal,
o por falta de pericia o agudeza, o por las malas condiciones ambientales de visibilidad. La
persona debe “ver” la verdad, y para ello debe poner el acto cognitivo que permitirá que una
determinada realidad se le muestre como verdadera y le “convenza” (produzca en él la
convicción de verdad). Así, por poner un ejemplo del Evangelio, el argumento decisivo que
empleó el apóstol Felipe para convencer de la verdad del Mesías a Natanael es: “ven y verás”
(Juan 1, 46) (veni et vide).
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2. Evidencias personales básicas

Algunas verdades fundamentales, aunque sean generales, son incontrovertibles y comunes


a todos los hombres. Por ejemplo, “vivimos en un mundo con influjos causales”, “tenemos que
ser justos”, “conocemos muchas verdades”. Estas verdades corresponden a los primeros
principios, tomados en sentido amplio (son básicas y no se deducen de otras verdades, y no son
meras hipótesis). Muchas otras verdades se llegan a conocer sólo si, gracias a nuestra experiencia
y a nuestro saber, nos ponemos en condiciones de captarlas y “verlas” en su verdad4.

No debe buscarse en las evidencias la necesidad que buscan los racionalistas: algo tan
claro y constrictivo que sería imposible pensar lo contradictorio. Así son sólo las tautologías y la
evidencia mediata de que Dios existe. Cualquier verdad del mundo finito es contingente y
cualquier experiencia nuestra podría fallar. Capto con evidencia mi yo, pero por enfermedad
podría obnubilarme y pensar de mí cualquier cosa absurda.

La filosofía realista ve en las variadas evidencias que todos tenemos una plataforma
innegable, aunque discutible, para poder profundizar, pues una cosa es una determinada verdad y
otra son las implicaciones e interpretaciones que de ahí se derivan. Una certeza puede ser
innegable, “innegociable”, pero eso no quiere decir que no pueda discutirse para precisarla,
conocerla en más profundidad y aclarar aspectos problemáticos que puedan surgir.

Las evidencias personales constituyen la base de nuestros ulteriores conocimientos. En


muchas de ellas coincidimos con todos los hombres, como en los ya mencionados primeros
principios, que todos conocen de modo implícito, y que tienden a hacerse explícitos si vemos
que alguien sorprendentemente los pone en duda o los niega. Por ejemplo, sabemos que los
demás existen, que son distintos de nosotros (“yo no soy tú”) y al mismo tiempo son iguales a
nosotros (“tú eres igual a mí: tienes sentidos como yo, percibes como yo, ves que esa silla que yo
veo la ves también tú”), que el mundo es real, que lo sueños no son la realidad, que existen las
mentiras, que el futuro no es pasado, que la gente se muere, y tantas cosas así. En este terreno no
hay sitio para el relativismo. Eso no significa que comprendamos exhaustivamente esas cosas: yo
sé que tú existes, pero no sé bien quién eres, ni qué es “existir”, ni qué significa profundamente

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La captación de una verdad inmediata podría llamarse también “intuición”, pero es preferible evitar este
término, en mi opinión, porque está cargado de diversos significados en las tradiciones filosóficas y
podría desorientar. Cuando vemos a alguien, con comprensión intelectiva unida a la visión sensible, no
decimos “intuyo a una persona”, sino sencillamente “veo a una persona”: esto es precisamente la
evidencia a la que me refiero a lo largo de esta exposición.
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ser un “tú”. Para analizar qué significa el yo, el tú, el existir, etc. necesitamos doctrinas
filosóficas. Las ciencias también profundizan en algunos de estos conocimientos.

3. Universalidad potencial de las evidencias

Uno de los primeros principios ontológicos es la igualdad fundamental entre todos los
seres humanos. Podríamos llamarlo también el principio de la “simetría cognitiva y moral”. Es la
base de la intersubjetividad entre las personas. Aunque pueda parecer algo atrevido afirmar este
principio como si fuera algo a priori, no demostrado, a poco que reflexionemos veremos que su
negación comporta inconvenientes muy graves. Nos llevaría a una supremacía insostenible de mí
sobre los demás, conforme a la cual quizá podríamos decir: “sólo yo sé que conozco la verdad y
sólo yo tengo valor moral; los demás son hipótesis, o son seres de cuya capacidad cognitiva y
dignidad desconfío”. O al revés, podría llevarnos, quizá con menos frecuencia, a sostener lo
contrario: “debo fiarme en absoluto de los demás que lo saben todo con certeza y valen más que
yo; no me cabe más que subordinarme a los demás”.

No es verdad, por tanto, el principio filosófico, sostenido al menos implícitamente por


algunos, de que “en un primer momento desconfiamos unos de otros”, o de que “inicialmente
cada uno es un individuo enfrentado ante los demás con sus intereses e ideas particulares, los
cuales tienen otros intereses y otras ideas y por eso son amenazadores”. Así sucede en el
pensamiento dialéctico, que en cierto modo se inauguró ya en Hobbes.

Vemos pájaros, ríos, mares, y estamos seguros de que nuestros compañeros ven lo mismo
y no algo distinto (recordemos la noción de Husserl de Lebenswelt). Concordamos
cognitivamente en la verdad, sin especiales privilegios para mí o para los demás, al menos de
principio. Posteriormente, como es natural, concedemos privilegios cognitivos en ciertas cosas a
los expertos, pero nunca al punto de auto-reducirnos a la ignorancia total, porque de ese modo
nunca podríamos discutir ni criticar a los sabios. La simetría cognitiva se aplica naturalmente a
los seres humanos dotados de uso de razón5.

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Los infantes y los dementes tienen la misma dignidad moral que nosotros, pero en el plano cognitivo no
les concedemos un crédito completo, según los casos y, como es lógico, si sabemos que alguien engaña o
se engaña, ya no nos fiamos de él. Además, aunque sabemos que todo ser humano con uso de razón puede
conocer la verdad, inicialmente nos fiamos de modo natural sólo de los que conviven con nosotros y no
de los extraños.
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Esta concordancia en las percepciones y pensamientos es una actitud básica sin la cual la
convivencia sería imposible. Nos damos cuenta perfectamente de que los demás ven las cosas
diversamente si se sitúan en otras perspectivas, por ejemplo si se desplazan unos cuantos metros,
pero sabemos por experiencia que también nosotros podemos situarnos en tal perspectiva y así
veremos lo mismo. Todo esto forma parte de ese “sentido común” que en realidad es, en buena
medida, el fondo de conocimientos y presupuestos básicos que nos permite vivir en comunidad,
hablarnos, creernos los unos a los otros. Cada uno sabe que puede ver mal y equivocarse, y lo
mismo los demás. También aquí se da la “simetría cognitiva”. Por eso, en cuanto se advierte que
alguien ve o percibe mal, se le ayuda, y nosotros admitimos con agradecimiento ayudas de este
tipo.

El relativismo, en cambio, provocaría una separación y aislamiento entre todos los seres
humanos. Según el relativismo, yo tendría que pensar que el otro ve las cosas de otro modo, y
nunca estaría seguro de su dignidad personal. El otro podría ser, en teoría, un ser de otra especie,
un demonio maligno cartesiano, un robot que me engaña. No basta superar estas incertezas de
modo “decisionista”, o apelando a instintos congénitos, o a presupuestos pragmáticos con el fin
de convivir en paz. El acuerdo entre todos nosotros se basa en una simetría cognitiva y moral de
base, compatible con errores y ambigüedades en unos y otros, que muchas veces pueden
subsanarse.

Cuando nos encontramos con gente de cultura muy diversa, esta igualdad no puede
llevarse de inmediato al plano práctico sin la mediación de un aprendizaje y una larga
experiencia. No entendemos a la primera, quizá, su lenguaje, y no estamos tan seguros de su
fiabilidad moral. Ante el extraño adulto estamos un poco en guardia. Estos defectos su subsanan
con el trato y el tiempo. Los demás son seres de nuestra especie y por eso puede afirmarse que
nuestras experiencias y pensamientos son potencialmente universales. Los demás podrán llegar a
compartirlos, y nosotros podremos llegar a compartir sus experiencias y pensamientos.

El hecho de que esta concordancia cognitiva se observe también en los animales no es una
dificultad para lo que hemos dicho, sino todo lo contrario. No sería una objeción válida sostener
que nuestra confianza recíproca en que los demás perciben igual que nosotros se debe a nuestra
condición animal, o que es una herencia genética evolutiva. Los animales concuerdan
cognitivamente entre sí, pero no lo saben. Cuando estoy en un ambiente con un perro, “él” capta
por cierta empatía o por lo que indebidamente algunos llaman “teoría de la mente” lo que a mí
me gusta o atemoriza, y se da cuenta si lo miro, o si descubro alguna cosa que le interesa. Los
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seres humanos tenemos también este nivel sensitivo de concordancia y empatía, pero sobre él se
yergue el pensamiento, y así comprendemos que cuando el otro mira con sus ojos, está viendo lo
que yo veo. Lo sabemos y por eso podemos conversar en un plano veritativo.

4. Las evidencias no son teorías

Para admitir verdades evidentes no hace falta disponer de una teoría. No es correcto decir
que las evidencias básicas (“veo una silla”) contienen teorías o que son teorías. Ésta es una tesis
de Popper: cualquier concepto universal sería una “teoría”. Considero que esto es un abuso
cientificista de la palabra teoría. La comprensión ordinaria de una silla es verdadera y es
independiente de las ciencias que puedan estudiar la silla, por ejemplo al investigar sobre sus
componentes químicos y cosas por el estilo.

Las teorías son “hipótesis no observables” que explican los hechos observables: esto es
verdad para las ciencias, pero no para los conocimientos como “ahora estoy comiendo un helado
de chocolate”. Cuando esa distinción se generaliza, fácilmente los hechos se vuelven tan
“empíricos” que ya no serían inteligibles, sino que se reducirían a colecciones de sensaciones.
¿A qué se reduce mi abuelo si quito la comprensión del inteligible “abuelo” y lo reduzco a
sensaciones luminosas, auditivas, etc.?. Suele decirse a continuación que las teorías “impregnan
a los hechos” y que entonces los vuelven teóricos (theory-laden: “cargados de teoría”), es decir,
no observables. Lo que habría más bien que decir, en estos casos, es que las sensaciones están
“impregnadas de una comprensión intelectual”: veo -con los ojos- personas, universidades, entes.

Si esto no fuera así, el conocimiento ordinario quedará devaluado al rango de una “teoría”,
normalmente una “teoría vulgar” inferior al valor de la teoría científica (como cuando uno dice
“veo que se pone el Sol”). Así el conocimiento ordinario queda enteramente en manos de las
interpretaciones científicas y tendremos que decir “yo no sé quién soy mientras no me lo digan
las ciencias”, cuando en realidad éstas presuponen elementos del conocimiento ordinario. Mucho
del conocimiento común, aun siendo cultural, tiene aspectos inteligibles que son independientes
de las teorías de los filósofos y de los científicos6.

6
El abuso lingüístico llega hasta el punto de que en las ciencias cognitivas la percepción que tenemos del
psiquismo ajeno, incluso atribuible a los animales, fue llamada por algunos autores, como ya adelanté,
“teoría de la mente”. Se trata, de todos modos, de un uso lingüístico inocuo. Es claro que no se trata de
que nos fabriquemos una “teoría” de cómo está la mente del otro, sino de que percibimos su psiquismo
por empatía y reflexión racional.
14

5. Las evidencias como percepciones inteligentes

Normalmente no tenemos sensaciones separadas de las percepciones y éstas, a su vez,


separadas de los conceptos abstractos, sino que actuamos en base a percepciones inteligentes de
las cosas que sentimos y percibimos. Por ejemplo, percibimos un niño y lo reconocemos como
tal. Un animal también lo percibe, pero lo objetiviza de otro modo y no lo entiende de modo
conceptual. El “ser niño” es un aspecto inteligible, un quod quid est, un “modo de ser” real, lo
cual no significa agotar la esencia, ni poderla definir, explicarla, conocerla en profundidad, lo
mismo que al percibir una mentira captamos el inteligible “mentira” sin depender
necesariamente de una teoría moral o filosófica.

Nuestras evidencias del conocimiento ordinario corresponden normalmente a percepciones


inteligentes: vemos un vaso, veo agua, veo a un bebé y sé que es persona, es decir, veo ahí una
persona, etc. Aunque estos conocimientos nos vengan mediatizados por la cultura y cierto
lenguaje, ordinariamente son verdaderos, pues la “cultura” es la experiencia humana acumulada
y transmitida. Sin cultura y sin experiencia, al ver un gato por primera vez tendríamos que
acumular mucha experiencia para abstraer el quod quid est “gato”. No debemos asociar la
palabra “cultura” al relativismo, como a veces suele hacerse cuando se dice “esto es cultural”.

El racionalismo, con su obsesión analítica, no admite lo que acabo de decir y así


problematiza indebidamente las percepciones ordinarias, transformándolas en un aglomerado de
sensaciones sobre las que se añade la construcción de un concepto (kantismo). De aquí vamos
derecho al idealismo y al pragmatismo.

El racionalismo no admite el “don natural” -es un verdadero don- de que tenemos


evidencias reales, pero no “divinas” en el sentido de exhaustivas, “claras y distintas”, analíticas,
lo que Hilary Putnam llama en broma la “visión del ojo de Dios”. Tenemos evidencias
razonables. El racionalismo las reduce a “teorías no observables”.

Una importante base gnoseológica para llegar a esta tesis, como adelanté, es la separación
entre el conocimiento sensible y conocimiento intelectual (“separación”, no “distinción”).
Cornelio Fabro con la teoría tomista de la cogitativa y Merleau-Ponty desde un ángulo
fenomenológico han hecho ver que de entrada tenemos percepciones inteligentes (“vemos este
río”) y no por un lado “sensaciones” a las que luego les sobrevendrían, por otro lado, las
“interpretaciones conceptuales”.
15

El relativismo (y escepticismo) nace de la desilusión del racionalismo. Como el


racionalismo exige un conocimiento exhaustivo y cerrado, que realmente no se da, al ver que ese
conocimiento no existe el filósofo se deprime y puede pasar a decir que “cada uno construye la
realidad” en relación a su situación, su cultura, su praxis, etc. Así se de-construye la realidad y
luego se la pretende re-construir, pero ya sin garantías ontológicas: lo que conozco será sólo mi
propia construcción, sin saber nada de lo que “es en sí”. La separación entre “lo en sí” y “lo para
mí” (apariencia y realidad o “cosa en sí”) es de origen kantiano. Cualquier evidencia razonable
nos indica imperfectamente un “en sí” que es también un “para mí”: el aparecer normalmente
nos muestra algo de la realidad, lo mismo que desde una ventana vemos algo de una plaza.

6. Evidencias contemplativas ciertas, imperfectas, falibles. La problematicidad como punto de


partida del racionalismo

El único modo de superar el relativismo es admitir las evidencias imperfectas humanas con
un sentido contemplativo realista que a veces es falible. El primer requisito para esto es no ser
racionalistas, cosa que los filósofos clásicos asumían fácilmente y que los modernos perdieron
desde Descartes y Kant.

En cambio, el racionalismo consiste en partir desde lo problemático sin más, con lo que el
giro subjetivista es inevitable. No puede haber “dones”, pues esto sería una “imposición”. Tener
que aceptar que “las cosas son así” sería irritante. Nuestra razón tendría que probarlo todo, verlo
todo, generarlo todo. Con un criterio semejante, la Virgen Santísima podría haber dicho al
Arcángel Gabriel: “quizá se trata de una imaginación”.

Para el racionalismo todo es, de entrada, problemático y tenemos que reconstruirlo.


Hacemos reconstrucciones conceptuales para adaptarnos a un mundo difícil. Nuestros
conocimientos serían teorías no evidentes, inobservables y por tanto inseguras. Nada sabemos
con certeza, pero nos inventamos teorías. Somos de entrada empiristas y luego pasamos a
construir como racionalistas. Kant pensaba que teníamos formas cognitivas sintetizadoras
comunes y por eso no era relativista. Pero el paso siguiente es fácil: construimos no de modo
universal y necesario, sino variado y contingente. Hoy suele decirse que esto se hace con
propósitos adaptativos, o de supervivencia, o de control de la naturaleza. “Lo que tú piensas es
una construcción destinada a alguna finalidad pragmática”. Estamos así en pleno relativismo.

Según el realismo de la verdad, en cambio, el punto de partida es contemplativo, lo cual no


necesariamente significa que a la vez no sea práctico. Ambos aspectos pueden estar unidos. Las
16

contraposiciones rígidas son frecuentes en los racionalismos. Ante las evidencias primarias
(vemos personas, la ciudad, las acciones, las injusticias, etc.), como no podemos demostrarlas
(demostramos en base a ellas), sólo cabe hacer razonamientos per absurdum para discutir con el
que las problematiza, quizá desorientado por teorías, o porque enfrenta un problema real, o
porque está afectado por alguna incapacidad cognitiva. Al que niega lo evidente se le puede
“llevar de la mano” para que reconozca, si es sincero, que esa negación le va metiendo en un
mundo cada vez más absurdo.

7. Madurar evidencias y experiencias suficientes

Los conocimientos que van jalonando la vida cognitiva de las personas, aparte de los
primeros principios, se basan siempre en experiencias y evidencias suficientes7, nunca
agotadoras ni analíticas o a modo de definiciones implícitas que se reducen a tautologías. A
partir de ellas surgen las elaboraciones racionales, con las que captamos todo lo implicado en
nuestros conocimientos inmediatos verdaderos8. Estas evidencias nacen y maduran en cada uno
en base a su propia experiencia y ciencia. Este punto corresponde a la noción tomista de verdad
per se nota sapientibus o aliquibus, lo cual indica cierta “relatividad” de la evidencia que nada
tiene que ver con el relativismo. Las evidencias de los primeros principios, útiles para confutar
cualquier asomo de relativismo, eran llamadas por Tomás de Aquino verdades per se notae
omnibus.

Con estas evidencias adquiridas podemos saber de modo “inmediato” que alguien es
injusto, o que miente, o que es mi hermano, o que es más joven que yo, etc. Esta inmediatez se
refiere a la ausencia de razonamientos (que no hacen falta), no al progreso de la evidencia
mediante experiencias y abstracciones, de modo que así las evidencias van emergiendo en cada
uno de modo propio (genéticamente no son inmediatas, ni innatas), a modo de una luz que va
iluminando poco a poco un ambiente. Estos procesos son intersubjetivos en tanto que los

7
Utilizo el término “experiencia” no como equivalente a conocimiento sensible, sino al mixto de
comprensión intelectual y percepción sensible, que constituye el estatuto dinámico normal del
conocimiento ordinario. Las gnoseologías standard han descuidado esta temática (casi se podría decir que
la han ignorado) porque se concentraron demasiado en el nivel científico y filosófico del conocimiento.
Esto tenía el inconveniente de hacer creer que el conocimiento común fuera una pura doxa o un conocer
“meramente práctico” sin alcance veritativo. Así siguen pensando hoy los autores cientificistas.
8
A veces partimos de hipótesis y no de evidencias, pero no siempre es así. Las hipótesis son muy
importantes y tienen que contrastarse. Pero no son la base absoluta del conocimiento. La misma
plausibilidad de la hipótesis, por otra parte, debe “verse”, es decir, algún contenido eidético es necesario
para poder plantear al menos la posibilidad de una hipótesis.
17

podemos compartir con quienes nos están más allegados, y potencialmente lo son con todos, si
entraran en nuestro mundo experiencial. Las evidencias de ordinario no son iluminaciones
súbitas o milagrosas, aunque pueda haber momentos especiales en que alguien tenga de pronto
una especial insight sobre algo. Normalmente las evidencias crecen y maduran como un proceso
vital, pues el proceso cognitivo es vital.

Los razonamientos (implicaciones, concordancias de testimonios, confirmaciones


posteriores, coherencia, confirmaciones científicas, dictamen de expertos, etc.) amplían y
fortifican esa “inicial confianza intelectual de las evidencias-experiencias de base” -podríamos
llamarla experiencia originaria- o bien la precisan y corrigen en aspectos determinados, sin por
eso destruir sus elementos básicos. Si empezaran a destruirlo, entonces esos razonamientos
perderían credibilidad, por muy científicos que se presuman. No todo lo que dicen los científicos
es necesariamente verdadero, pues hay muchas interpretaciones cripto-filosóficas y valoraciones
que los “científicos” (profesores, escritores, divulgadores) a veces añaden a los niveles
estrictamente científicos, especialmente en el campo de las ciencias humanas (por ejemplo,
cuando se dice que “la teoría evolutiva excluye la creación divina”). Así, dejaríamos de creer al
psicoanalista -es de esperar- que empezara a darnos interpretaciones extrañas acerca de nuestra
vida, que pusieran en crisis nuestra identidad o la de nuestra familia.

Cada uno, entonces, con sus experiencias de base va captando aspectos de la realidad:
aprendemos así a reconocer qué es la amistad, el trabajo, el estudio, la fidelidad, el amor, la
patria, la normalidad psicológica o salud mental, la distinción por tanto de base entre lo normal y
lo patológico, etc., y vamos precisando estos conocimientos con ayuda de la reflexión, el estudio,
la ayuda de los demás, las ciencias. Estas ayudas racionales son necesarias, pero nunca son
absolutas y por tanto en algunos casos podrían tener que rechazarse. A veces esto se hace
implícitamente, como cuando oímos una interpretación inadecuada y, sin tomarnos la molestia
de refutarla, “no le hacemos caso”.

Los conocimientos científicos de suyo contribuyen a ampliar los conocimientos de base si


son verdaderos y realistas, pero no lo dicen todo porque se ponen en perspectivas parciales a
causa de sus métodos y objetos formales. Por eso el completamiento, ese “toque final
interpretativo”, lo damos nosotros, pues nuestro conocimiento en último término es personal (no
viene de una máquina de la verdad) y en cierto modo nos asumimos la responsabilidad de
llevarlo a término.
18

Por ejemplo, la psiquiatría profundiza en la naturaleza y causas de las enfermedades


psíquicas. A esto no llega el conocimiento ordinario. Pero la psiquiatría presupone un mínimo de
intuición intelectual común a todos sobre lo que es ser psicológicamente normales. Si no fuera
así, entonces no podríamos argumentar a los que nos dijeran que las enfermedades psíquicas son
construcciones sociales hechas por “grupos de poder” (Foucault), lo cual es un caso de
relativismo psicológico o psiquiátrico.

Tenemos numerosos canales que perfeccionan nuestros conocimientos racionales, y al final


nuestra inteligencia personal, incluso sin que nos demos mucha cuenta, “integra” todo eso ya
debidamente matizado y lo interpreta con juicios o semi-juicios más o menos valorativos (acerca
de lo leí en tal libro, de lo que me dijo ese profesor, etc.). Ese “último juicio nuestro” no es
absoluto (puede ser errado), pero se basa en una evidencia personal, pues no haríamos tal tipo de
juicios sino como fruto de un cierto “ver intelectual” (ésta es la noción de Polanyi de
“conocimiento personal tácito”). Lo formulamos y luego lo confrontaremos con más evidencias
y vías racionales que seguirán activándose a lo largo de nuestra vida. Así es cómo, con
experiencia y reflexión, podemos darnos cuenta en muchos puntos concretos si estamos en la
verdad, o en un error, o si hay otros aspectos que considerar, o si tenemos que rectificar, o si
deberíamos estar menos seguros de algo, etc.

8. Fe y evidencia

¿Interviene la fe en este entramado de experiencias evidentes y razonadas? Sí. La “fe pura”


se tiene sólo cuando se admite una verdad simplemente porque nos lo testimonia una persona de
cuya ciencia y veracidad nos fiamos. Pero debemos “ver” de alguna manera que esa persona es
fiable. Saber que una persona es fiable mientras no se demuestre lo contrario y siempre que
pertenezca al ámbito de nuestros conocimientos familiares, es una experiencia básica. Como
vimos arriba, somos simétricos: el otro tiene tanta legitimidad como yo para pretender decir la
verdad.

Este conocimiento es una fe originaria y supone también una forma de evidencia,


desconocida en la teoría del conocimiento clásica (algunos manuales clásicos hablaban de
“certeza moral”, pero esto es insuficiente y algo confuso). La fe normalmente se basa en
evidencias imperfectas y por tanto es razonable. Tenemos que fiarnos de los demás. No hacerlo
sería una locura, aun sabiendo que los demás pueden equivocarse, igual que nosotros, y también
engañarnos.
19

Además necesitamos constantemente ingredientes de fe en todas nuestras experiencias


evidentes ordinarias, en la medida en que estas últimas no son completamente claras y contienen
potenciales dificultades cognitivas, lo cual es constante y ordinario. Por ejemplo, vemos la
televisión y “tenemos fe”, sin darnos mucha cuenta, de que la transmisión será correcta y
verdadera.

Sostengo, entonces, que nuestro entramado de evidencias de experiencia, siempre móvil,


contiene elementos de fe muy variables que sirven para sustentar cognitivamente ese entramado.
Esto no es fideísmo. La postura fideísta más bien sostiene que la razón se apoya en una fe no-
racional sin nada de visión intelectual. Nuestros conocimientos ordinarios, especialmente cuando
median otras personas (y siempre median) son un mixto dinámico de razón, opinión, visión y fe.
La fe incluye una dimensión de confianza más o menos voluntaria, pero muchas veces sólo
afectiva. En cuanto es afectiva tiene precedentes en los animales, como todo lo humano
sensitivo. También los animales se fían o desconfían de otros en su conducta cognitiva. Sus
percepciones son apoyadas por emociones, entre las cuales está lo que podríamos llamar “fe
animal”.

Lo aquí señalo suena extraño sólo porque estamos acostumbrados a una visión racionalista
en la que la fe aparece como algo muy marginal y poco importante, salvo en el caso de la fe
teologal. En la encíclica Fides et Ratio Juan Pablo II apunta a un papel de la fe humana más
amplio que el habitualmente reconocido. Ver que la fe unida a la razón es tan normal en el
conocimiento humano ayuda a comprender mejor cuán humana y razonable es la fe teologal. En
ella se introduce la gracia de Dios y se conoce aquello a lo que las capacidades cognitivas no
pueden llegar. Para el racionalismo, en cambio, la fe es infantil, o es autoritaria, o es irracional.

La razón intelectiva es de visis. Ese “ver”, difícil de explicar porque no es un “ver con los
ojos fisiológicos”, normalmente está teñido de fe. La fe, como dije, añade el ingrediente de la
“confianza afectiva-voluntaria”. No se tiene fe irracionalmente ni espontáneamente (salvo en una
base mínima inicial), sino que ella es fruto de cierta experiencia de que las cosas, las personas,
las instituciones, nos dan garantías y así se nos muestran confiables. Es así como tenemos fe en
el médico, o en que un tren nos llevará a destino, o en que esta mañana habrá clases en la
universidad, o en que la empresa en que trabajo es digna. Si empezáramos a multiplicar los
ejemplos, al final veríamos cómo cubrimos prácticamente toda nuestra vida. Aunque sepamos
que todas esas cosas en las que creemos pueden fallar y a veces fallan, seguimos en principio
creyendo en ellas, salvo que en determinados casos les retiremos la confianza.
20

Arriba señalé que el entramado de visión-razón-fe es dinámico. Es decir, cuando una


evidencia falla en un momento, por ejemplo porque surge un problema, la fe se activa más en ese
espacio cognitivo, impidiéndonos que lo problematicemos indebidamente y fuera de tiempo.
Más tarde quizá tendremos tiempo para examinar mejor la cuestión racionalmente. También
podría suceder que, en otros casos de posibles dudas, llegue un refuerzo de fuera, como cuando
me asalta una duda pero mis amigos me animan a seguir adelante en una empresa. El coeficiente
de visibilidad de las cosas no se mantiene siempre constante en nuestra vida.

9. Evidencia y opiniones

Tradicionalmente las opiniones han sido algo despreciadas en la gnoseología, como si


fueran actitudes mentales de segunda categoría en comparación con las certezas científicas. El
reino de la doxa sería inseguro, inestable, no-verdadero. En la filosofía moderna post-
racionalista, como sucede en el empirismo, lo que antes se llamaba “doxa” pasó a llamarse
creencia (así en Hume). Una radicalización anti-realista de este punto consiste en la reducción
del conocimiento no sólo ya a opiniones, sino a construcciones subjetivas sin valor realista cuyo
único sentido sería una pretensión de poder, según el antecedente nietzscheano de la voluntad de
poder. La realidad, en cambio, es que la opinión está más cercana de lo que suele pensarse a las
evidencias y a la verdad, y constituye un modo de conocer ordinario que normalmente forma
parte del entramado dinámico arriba señalado entre la visión y la fe.

La opinión suele “conjugarse” con la fe. Podemos tener opiniones formales sobre muchas
cuestiones, en el sentido de que las resolvemos sin llegar a una certeza completa. Pero en
muchos otros casos la opinión va unida a una seguridad de fe. La fe no es sólo el conocimiento
basado en los testimonios, sino también la confianza personal de que algo es así, o que vale, o
que sirve, aunque la evidencia disponible sea parcial y quizá nunca pueda ser total. La seguridad
con que esperamos que ciertos asuntos vayan bien, o que una persona saldrá adelante no obstante
ciertos problemas, o que las cuestiones económicas se resolverán si tomamos ciertas medidas, o
que esta terapia mejorará al enfermo, es una fe. Esa fe conlleva un juicio opinativo que en la
medida en que se formula con seguridad se manifiesta como fe (“creo que llegará esta tarde”), y
en la medida en que se considera que no es del todo seguro, se muestra como opinión (“en mi
opinión, llegará esta tarde”). A veces es difícil distinguir entre estas dos actitudes y por eso
usamos indistintamente expresiones como “creo que”, “opino que”, “pienso que” y otras
semejantes.
21

Las opiniones no son ordinariamente subjetivas, sino que se basan en evidencias no tan
fuertes como las que provocan certezas. Nuestros pensamientos sobre economía, política,
empresas, negocios, etc., giran siempre en torno a evidencias disponibles y a sus implicaciones.
La fe es necesaria cuando estamos involucrados en la acción, pues no es posible empeñarse
seriamente en una actividad seria, arriesgada, esperanzada, confiable, sin una buena dosis de fe.
Los grandes descubridores, o políticos, o educadores, han sido hombres y mujeres de fe. Por eso
se ve que la fe teologal no sólo no es irracional, sino que corresponde muy bien a las
características de la persona humana tal como se desenvuelve en su trato con los demás y en su
acción en el mundo.

La actitud noética de la “opinión” es indispensable ante las cuestiones intrínsecamente


opinables, que no admiten un conocimiento cierto porque están en sí mismas indeterminadas en
el ser, como sucede con todos los futuros contingentes, por tanto con casi todas las cuestiones
prácticas de la vida ordinaria. Vivimos mucho más de opiniones que de certezas, al menos
numéricamente. Nos sostienen últimamente algunas verdades indubitables, como son los
primeros principios, especialmente los existenciales, pero el resto corre a cargo mayormente de
opiniones. Incluso en ciencias y en filosofía las opiniones y la fe suelen ser más dominantes que
las certezas apodícticas. Por eso revisamos constantemente nuestras opiniones, las pulimos y las
mejoramos. Esto no supone escepticismo ni relativismo, sino sólo razonabilidad.

Este modo de conocer, en el que se mezclan las evidencias con la fe y las opiniones, sobre
las cuales trabaja la razón, es muy humano y es congenial al trato con los demás, pues somos
todos así y hemos de dialogar conforme a lo que somos. Si fuéramos personas siempre con
verdades ciertas en todo, seríamos insoportables, porque eso no corresponde a nuestro modo de
ser humano y al estilo de nuestra vida existencial. Es cierto que un maestro y un profesor
normalmente hablan en términos de certeza, pero en la vida ordinaria los demás no son nuestros
discípulos, sino colegas y compañeros con los que dialogamos en un plano de igualdad.

La opinión segura, con el ingrediente de la fe, pone en juego a la libertad de un modo


especial, porque tenemos que tomar decisiones arriesgadas en base a nuestros conocimientos
disponibles. No toda decisión se basa en opiniones, porque algunas se toman para respetar
verdades absolutas como son las normas morales básicas. Pero en la mayoría de los casos, en
tanto que vivimos en un mundo que tiene amplios márgenes de indeterminación, y la primera de
ellas es la libertad, las decisiones se toman sobre la base de evidencias razonables y no
22

absolutamente constrictivas. El determinismo, en cambio, no deja espacio a la libertad y suele ir


unido a las certezas racionalistas.

10. El entramado dinámico de evidencias: visión-fe-opiniones-razón

Todas las materias físicas, humanas y existenciales se conocen básicamente en base a un


entramado experiencial en el que hay presentes conjuntamente evidencias, fe, opiniones y
razonamientos, completándose recíprocamente o como auto-sosteniéndose. Si tuviéramos un
conocimiento racional puro y perfecto, nuestro saber habría culminado y se detendría. No
podríamos ya progresar. Es posible que en los conocimientos abstractos, sobre todo de tipo
matemático, se manifieste una racionalidad más “pura” (sin experiencias, sin fe), que de todos
modos dejará de serlo en cuanto se integre con la experiencia de conjunto de la vida. Pero
incluso en el saber matemático, sobre todo heurístico, hay elementos de experiencia, visión
intelectual y fe.

Cuanto acabo de decir vale especialmente para el conocimiento ordinario, como ya dije
varias veces, aunque también se aplica a los saberes científicos de otro modo que habría que
explicar con más detalle. Aristóteles reconocía que en las materias contingentes, como son las
relacionadas con nuestros conocimientos prácticos sobre las cosas singulares, no existe una
razón apodíctica. Es el campo de lo intrínsecamente opinable, como vimos arriba. Eso no
significa que Aristóteles fuera relativista en las cuestiones prácticas contingentes y que fuera
“absolutista” sólo con relación a los conocimientos científicos. La razón no-absoluta puede tener
certezas inderogables, como que “ahora estoy cruzando la calle y el semáforo está verde”. Hoy
sabemos que la razón no-absoluta no sólo es una característica del conocimiento ordinario de las
cosas singulares, sino también de las ciencias y la filosofía.

Los estudios gnoseológicos suelen examinar por separado la razón, la sensación, la


abstracción, la fe, la opinión, la evidencia. Aquí he preferido una visión global en la que
pretendo ver cómo todo esto funciona integrado en el acontecer diario, en un nivel no-científico
pero también en el científico. Así hemos llegado a la noción del entramado dinámico de
evidencias y experiencias, con un núcleo más fuerte y zonas más periféricas o, considerando las
cosas de modo más complejo, con capas superpuestas y ciertas jerarquías. Nuestros juicios
implícitos o explícitos -juicios de verdad: est, non est- nacen de ese entramado variable.

Para conocer la verdad, compartible con muchas otras personas y en teoría con todo ser
humano, no hay recetas automáticas ni procedimientos unívocos, como podrían ser la
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verificación sensible, el acuerdo de la comunidad científica, etc. No es verdad que el conocer


ordinario sea inseguro y que la certeza vendría sólo con la ciencia o la filosofía. En estos tres
ámbitos hay certezas e incertezas. Los tres son necesarios y se complementan, y cada uno de
ellos tiene sus competencias propias. Si se separan demasiado, se empobrecen. En el fondo son
bastante semejantes. Existe cierta continuidad entre lo que hace el cerebro (intelectualizado) en
las percepciones ordinarias y el modo en que trabajamos racionalmente en la vida ordinaria y en
las ciencias. El entramado experiencial se auto-corrige o reajusta con frecuencia, no sólo en lo
individual, sino en lo colectivo.

Su carácter global y siempre variable no significa que no podemos discernir sus elementos
y así individuar lo que es cierto, lo hipotético, lo poco creíble, lo casi seguro. Son valoraciones
que hacemos de continuo, casi sin darnos cuenta, y que estrictamente no pueden cuantificarse
aunque indiquen grados. Ya Wittgenstein en su opúsculo Sobre la certeza hacía notar que es
improponible pensar que “quizá yo ayer estuve en la luna”: sabemos perfectamente que no es así
y si tuviéramos dudas al respecto, no estaríamos sanos de mente. El discernimiento entre lo
evidente, lo puramente imaginario, lo hipotético (con todos sus grados), es fundamental en el
conocimiento ordinario y es inseparable de la temática de la evidencia, porque si la distinción,
pongamos por caso, entre lo real y lo imaginario fuera problemática, nada de nada sería seguro y
acabaríamos en una gnoseología a la que no sabría qué nombre darle.

11. Certeza y necesidad

Hay certezas y se basan en las evidencias de verdad. No tiene sentido decir que alguien
sabe algo, o que conoce una verdad, o que “algo es así”, y añadir que no está seguro de ello o
que es incierto. “Certeza” significa determinación, y aplicada al conocimiento implica que una
incertidumbre cognitiva sale de que el ser o el conocer permanecen en el ámbito de la
indeterminación. Lo indeterminado puede determinarse y así, cuando uno conoce y juzga, lo
hace por definición con certeza, porque de otro modo no conoce ni juzga de verdad. Cuando
decimos “el semáforo está rojo y no puedo cruzar la calle” no hace falta añadir, “estoy seguro de
ello”, a menos que alguno a mi lado me lo ponga en duda porque es daltónico o por cualquier
otro motivo.

La certeza implica una “seguridad” subjetiva pero no es un sentimiento, sino una condición
mental del que juzga porque ve. El sentimiento de “seguridad” más bien se refiere a la actitud de
la fe. La certeza como condición del juicio personal no inmuniza contra el error. El que está
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equivocado cree con certeza que algo es así (y no lo es). No podemos unir siempre la certeza a la
verdad, porque ello equivaldría a decir que todos los juicios humanos son verdaderos.

Se pueden distinguir modalidades y grados de certeza, aunque estos últimos no puedan


cuantificarse. Una certeza apodíctica sería la de una verdad cuya negación sería contradictoria.
Ya dijimos que la necesidad apodíctica es la de las tautologías o la de la existencia de Dios. Sin
embargo nosotros no vemos directamente a Dios y por eso la proposición “Dios no existe” es
falsa, pero quoad nos no es una contradicción (de lo contrario, el argumento ontológico
anselmiano sería válido). De todos modos, las certezas acerca de los primeros principios son las
más fuertes, hasta el punto de que los juicios con relación a ellos son innegables,
“innegociables”, aunque como ya dijimos eso no significa que sean indiscutibles, porque pueden
ser objeto de controversia para precisarlos o ajustarlos mejor. Quizá alguno dirá que quien
pronuncia estos juicios es “infalible”, pero eso no es verdad dada la condición humana. Por
enfermedad alguien puede decir todo tipo de cosas absurdas. No somos infalibles sencillamente
porque podemos perder la razón.

Los juicios acerca de cosas esenciales son siempre necesarios. El vínculo que une una
propiedad a un sujeto, si es esencial (lo que los clásicos llamaban per se, en contraposición a per
accidens), es necesario, pues de lo contrario el juicio correspondiente no diría nada esencial.
Negar la necesidad equivale a negar la esencia, si bien el racionalismo supuso que habría una
necesidad epistémica a priori que no correspondería a una necesidad real de las cosas. Tal
necesidad sólo del pensamiento es lógica y normalmente lleva a afirmaciones al menos
implícitamente tautológicas, o quizá sólo de tipo lógico y matemático, pero no real. Si decimos
que “es esencial que una universidad sea un sitio de estudios superiores, con profesores y
alumnos”, es obvio que una universidad debe ser eso, y de lo contrario no sería una universidad,
sino otra cosa. Las necesidades que conocemos siempre a partir de la experiencia intelectual y la
razón, nunca a priori, son condicionadas, salvo la existencia de Dios. Es decir, se trata de
necesidades esenciales presuponiendo la existencia de la cosa en cuestión. No es necesario que
existan universidades, pero si existen, deben tener las características propias de la universidad, y
de lo contrario no existirán.

12. Procesos positivos y negativos con relación a las evidencias

Volvamos ahora a nuestro tema de la evidencia y de su formación y emergencia en la


mente humana. Existen ciertos dinamismos pervertidos que estropean la maduración de las
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evidencias, por ejemplo, cuando predominan los prejuicios, la emotividad, el autoritarismo,


porque en estos casos la razón se obnubila o se vuelve unilateral y más inhábil.

Para conocer bien se requieren, entonces, virtudes intelectuales que son también morales:
sinceridad, un sentido crítico moderado, un sincero deseo de conocer la verdad, una buena dosis
de libertad ante condicionamientos interesados (que provocan miedo, o aguzan nuestras
ambiciones o deseos de prestigio y éxito), tenacidad, laboriosidad, ausencia de prejuicios,
humildad, interés, sana curiosidad, sentido del misterio. Las sociedades que no facilitan estas
virtudes, por ejemplo, porque dominan demasiado los prejuicios de lo “políticamente correcto” y
cosas de este tipo, son nocivas para el avance del conocimiento de la verdad y tienden a alterar el
curso normal de maduración y consolidación de las evidencias naturales.

Sabemos cómo la depravación de costumbres y la educación pueden aminorar el peso de


los hábitos cognitivos de los primeros principios, especialmente morales. Permanecen en su raíz,
en estos casos, pero más como potencialidades que saldrán adelante sólo si encuentran espacios
culturales, que como convicciones explícitas. Por eso un ciudadano romano o griego no podía
captar que la esclavitud no era una condición en armonía con la dignidad de la persona. Esta
explicación que doy, extendible a muchos otros ejemplos, antiguos y modernos, se coloca entre
dos extremos: el de quien ve en las costumbres inmorales de los pueblos simplemente una
conducta negativa en cuanto se opone a la ley natural, desconociendo los condicionamientos
cognitivos culturales, y el del que explica la diversidad de costumbres morales según el simple
relativismo (cada pueblo tiene sus costumbres y no existe un patrón moral común por el que
podamos juzgarlas).

Los condicionamientos culturales intensifican o disminuyen las evidencias naturales.


Pueden ser negativos, pero también positivos. Este punto se explica muy bien si tenemos en
cuenta el tema tomista del conocimiento por connaturalidad, que no es algo especial sino que en
realidad afecta a todo conocimiento existencial y personal. Un pueblo que practica virtudes está
más connaturalizado con el bien y por tanto su gente “ve” mejor en ciertos temas morales. Un
ambiente moralmente negativo oscurece la percepción de la ley natural. La moralidad natural y
universal del hombre no existe como un código abstracto separado, sino que se vivencia
históricamente. Esto es lo que, malinterpretado, da pie a los relativismos morales y a los
historicismos. A causa de esta condición connaturalizante, el mejor medio para que la gente
perciba mejor, sobre todo en cuestiones sapienciales, es la educación y no la simple información.
26

13. Gestionar las evidencias

De lo dicho anteriormente puede concluirse que cada uno debe gestionar razonablemente
el entramado de sus evidencias personales, aunque para ello podrá ser ayudado por amigos, la
sociedad, la cultura, las ciencias, etc., con el riesgo también de ser obstaculizado por esos
factores. “Gestionar las evidencias” no significa construirlas o inventarlas, sino saber buscar,
reflexionar, ponderar, observar, igual que con la vista exploramos un ambiente para descubrir las
cosas y lo hacemos de día y no de noche, acercándonos a las cosas, y con mil procedimientos de
este tipo, que las ciencias pueden ampliar sin por eso anular la importancia de las observaciones
personales de base.

Los distintos “criterios de verdad” y de falsedad de las teorías del conocimiento


normalmente tienen una eficacia estructural. Suelen servir juntos, como los pies de un trípode, y
no tanto por separado. En cambio, cuando un criterio cognitivo de verdad se pretende poner
como absoluto y decisivo solo, como podría ser la verificación sensible, la autoridad, el
consenso, la utilidad, la belleza, el éxito, la aprobación de los sabios, entonces fácilmente se cae
en error y así vendrá el asalto de la tentación relativista. El criterio de verificación sensible, por
ejemplo, es un tipo de evidencia particular y es necesario en muchas cuestiones (no en todas),
pero presuponiendo otras cosas (una justa interpretación, cierta visión global, nuevos controles,
etc.).

¿Cómo puede uno darse cuenta de que una “evidencia” suya es falsa? De un modo análogo
a como uno empieza a notar que ve mal. Poco a poco vemos que ahí “algo no funciona”. A un
jovencito una idea puede parecerle “clarísima” porque por su inexperiencia no ve las dificultades
de un asunto o un tema. Pero puede suceder también lo inverso: uno de joven tenía un
conocimiento verdadero que, con los años, se le relativiza por influjo de ideologías o porque no
lo hizo madurar como convenía, o porque su vida ya no es quizá congruente con él y así perdió
la necesaria connaturalización, como suele suceder en el terreno de las convicciones morales.
Estas fluctuaciones personales suceden en el amor, como se sabe, pero también en el
conocimiento y en las convicciones.

Si, en cambio, somos racionalistas y luego al final relativistas, diremos que ese tipo de
experiencias variables que debemos “gestionar” son cosas muy subjetivas o de “preferencias”, o
que nacen de “intereses”. Debo insistir en que no es así. Hay algo “subjetivo” en estas cosas,
ciertamente, en el sentido de personal. Para ver hay que querer ver, con sinceridad y empeño
27

incluso sacrificado. Los fariseos del Evangelio eran ciegos a causa de su orgullo inflexible. Su
pasión orgullosa les hacían insipientes, no-sabios, y por eso al final caían en la injusticia.

El orgullo modifica nuestras percepciones personales. A veces también hay gente que está
convencida de ciertas falsedades sólo porque se han dejado impresionar por la propaganda y la
ideología, o por una persona avasalladora a la que se le tiene mucha fe, y así se llenan de
prejuicios, a veces fortificados por emociones (por ejemplo, indignaciones, negativas rígidas,
etc.). Si fueran humildes y sinceros, e incluso valientes, llegaría un momento en que descubrirían
por su cuenta la necesidad de rectificar.

Los cambios de convicciones acerca de la verdad, cuando son profundos, tienen mucho de
conversión. Es más, las conversiones, además del papel primordial de la gracia de Dios cuando
se trata de conversiones en el terreno de lo sobrenatural, se explican en base a los elementos del
dinamismo de las evidencias al que me he referido en estas páginas. La luz intelectual ilumina
sólo si hay búsqueda sencilla, sincera, tenaz, perseverante, fiel, dispuesta a corregirse si hace
falta, a soportar disgustos, críticas y marginaciones en algunas situaciones. ¿Por qué estos puntos
que aquí menciono van a reservarse a libros de moral o religiosos, cuando tendrían que encontrar
un espacio en los manuales de gnoseología?

El carácter variable de nuestras evidencias no puede dar pie para el relativismo. Sobre la
base de nuestros actuales conocimientos, recibir más datos y reflexionar mejor sobre las cosas
aumenta ciertas evidencias y puede hacer que otras pierdan fuerza porque no lo eran tanto. Al
principio, quizá por inexperiencia juvenil, alguien puede tener ideas simplistas de ciertos
asuntos, creyéndolos fácilmente “claros”, hasta que con más experiencia podrá ver las cosas con
más precisión y en su verdadera complejidad, lo cual no significa que vaya a hacerse escéptico.
A veces admitimos fácilmente cosas que nos parecen casi obvias porque no les prestamos mucha
atención o nos parecen de escasa importancia, pero cuando esas cosas se nos aparecen relevantes
y urgentes, afinamos nuestros análisis para reforzar la evidencia o, en su caso, alterar nuestras
opiniones.

Esa alteración no significa siempre pasar del sí al no de modo contundente, sino que quizá
advertimos cómo una opinión, como suele decirse, debe matizarse. No es posible siempre jugar
con la alternativa absoluta verdadero o falso (a veces sí y es importante: yo tengo un apellido y
soy de tal nacionalidad sin más, y negarlo sería falso). Una proposición puede ser verdad pero
dentro de cierto contexto, o puede ser no equivocada sino vaga, o puede ser verdadera pero poco
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significativa, o quizá correcta pero muy parcial y por tanto inadecuada porque induce a error. No
pondré ejemplos para no prolongar excesivamente estas páginas.

Un capítulo interesante serían, por ejemplo, las exageraciones, que pueden obnubilar la
necesaria serenidad y equilibrio para ver clara una cosa. Son muy empleadas por las ideologías o
por la gente a la que le falta “inteligencia emocional” (provocando así enfados innecesarios y
malentendidos). La exageración no siempre es una falsedad (puede serlo), sino que suele ser una
super-valoración de un calificativo (bueno o malo) en base a criterios insuficientes o a pocos
detalles seleccionados quizá con poca rectitud o con poca habilidad. Así podemos hacer pasar a
alguien por sabio cuando no lo es tanto, o por malvado al que quizá no es tan perverso. Sólo en
algunos casos cierta exageración inocente puede tener una utilidad retórica, en tanto que
estimula, atrae la atención, despierta el interés (se usa en marketing, como cuando se dice que
“este producto es el mejor del mundo”).

Este conjunto de aspectos que aquí señalo indican que la temática de la verdad y la
evidencia no es simple y no debe simplificarse, como a veces hacen las ideologías o los
“fundamentalismos”. Pero su complejidad no legitima el relativismo, el cual no sería más que un
expediente de pereza para no analizar las cosas. En materias científicas y filosóficas un experto
aprende muy bien a realizar todas estas distinciones cuando debe hacer valoraciones, por
ejemplo, de doctrinas, teorías, opiniones. Pero también en la vida ordinaria la gente con sentido
común y un mínimo de experiencia no se deja engañar por los matices señalados.

Naturalmente, esta complejidad es la base gnoseológica que hace posible el surgimiento de


errores y malentendidos, que a veces se fijan en tradiciones inmóviles o se solidifican en las
ideologías emocionales. El error es posible porque la gente se despista con la mezcla de cosas, la
falta de discernimiento en los matices, el anzuelo de los sofismas y las exageraciones, la pereza y
la falta de análisis. Por eso los errores son tan operantes en la gente y se perpetúan en sociedades
o en escuelas científicas y filosóficas.

14. Entramados significativos contextuales y relativismo

Cuando hablo de “entramado de las evidencias” indico, como ya he dicho, que vienen en
grupo y no sueltas, y que por tanto unas se apoyan en otras, aunque en ese “ovillo” estructural
pueden entrar “virus” que hagan morir ciertas evidencias o por lo menos las debiliten. Esto
significa que nuestro conocimiento es contextual. Una frase se sitúa siempre en un contexto
sintáctico, semántico y pragmático. Por eso debe ser rectamente interpretada. Si digo “hace
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calor”, puedo estar indicando un hecho, pero también quizá una petición (que abran la ventana),
o una protesta (si estoy sugiriendo que la calefacción es excesiva), o un desinterés por un tema
(si se lo digo a alguien que me está hablando de otra cosa). Los contextos normalmente pueden
dominarse bien y no precipitan en ambigüedades insanables. El que no los entiende interpreta
mal lo que se dice (por ejemplo, quizá entienden una observación como una ofensa personal).
Puede haber contextos oscuros, pero no siempre es así. El relativismo se apoya en la
contextualidad para quitar toda certeza al lenguaje veritativo, que podría siempre “interpretarse
de muchos modos”, cosa que no es cierta.

El relativismo suele pretender basarse, en este sentido, en los “contextos infinitos”. Para
entender bien una frase, sería necesario comprender holísticamente todo su sentido, así como una
parte se entiende plenamente sólo dentro de la totalidad a la que pertenece. De aquí sale la tesis
de Quine de la inescrutabilidad de la referencia de las palabras y de la imposibilidad de hacer
traducciones radicales. La tesis de Quine es perfectamente relativista y sale de la relatividad
“infinita” de los contextos. Ante un salvaje que llama “gavagai” a un conejo, yo como occidental
no podría saber si se refiere al conejo, o una parte del conejo, o a un estado temporal del conejo.
Esto no es verdad. Con un poco de estudio, podemos conocer suficientemente los significados de
los términos de lenguajes culturalmente alejados, siempre que no pretendamos un conocimiento
exhaustivo y cerrado de los significados (lo que es, una vez más, racionalismo).

Por eso podemos llegar a entender y a comunicarnos la verdad al dialogar con personas de
otras culturas utilizando términos como “justicia”, “orden, “paz”, “Dios”, etc. Aunque en sus
lenguas estas palabras tengan matices diferentes, podemos llegar a conocerlos, y los hablantes de
esas culturas pueden llegar a comprender el sentido de los términos de mi cultura, presuponiendo
estudio, reflexión, tiempo, experiencias. Los contextos no son infinitos. Algunas palabras tienen
significados independientes de los contextos en que pueden aparecer, en los que asumirán, por
añadidura, nuevos matices. El sentido de “agua” en los antiguos griegos tiene un elemento
común al “agua” de nuestra cultura, y lo mismo la noción de libertad o de culpa. La añadidura de
matices no destruye esos núcleos comunes que, investigando, pueden detectarse. Lo mismo pasa
en el sentido de términos como “átomo”, “electrón”, que con el avance de las teorías científicas
van evolucionando de sentido (un tema estudiado hace tiempo por Putnam, con resultados
desiguales porque las opiniones de este filósofo han cambiado mucho con el tiempo).

No tienen razón, en este sentido, las gnoseologías “super-globalistas” o “super-


coherentistas”, porque los entramados contextuales significativos no son sistemas rígidos, en los
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que cada parte tiene un sentido sólo en el todo, y su mínima alteración cambia al todo y por tanto
cambia el sentido de las demás partes. Si esto fuera así, nunca podríamos conocer nada con
certeza y deberíamos ser relativistas. El conocimiento es contextual, ciertamente, pero en los
entramados contextuales muchas partes tienen una propia autonomía y son separables del
contexto. Para entender la verdad de una frase de Cristo que leo en el Evangelio, no necesito
conocer perfectamente toda la cultura semítica, cosa que sería imposible incluso para los
expertos.

Los filósofos, científicos, lingüistas, suelen dominar bastante bien las diversidades
significativas de los contextos, y ellos mismos son hábiles para usar analogías y modificar con
fluidez el sentido de las palabras según los contextos en que las usan. Esto es así por su dominio
de la lengua. Las evidencias contextuales de las personas poco cultas, en cambio, suelen ser algo
rígidas. Pero los super-intelectuales a veces son tan diestros para dominar los contextos, que
acaban en una fluidez total en la que ya son incapaces de decir nada determinado. Al que en
honor de la verdad exige “llamar al pan pan, y al vino vino”, vienen a decirles que “pan” y
“vino” pueden significar muchas cosas en distintos contextos y culturas. Y así nos quedamos en
ayunas de significados precisos.

15. Sí o no

El extremo opuesto al relativismo es el dogmatismo impositivo y sin matices, que tiende a


poner certezas en todo y no reconoce opiniones. El reconocimiento de la verdad realista, por el
contrario, no siempre exige que las cosas sean, como suele decirse, “o blanco o negro”, porque
puede ser de otros colores, y pueden ser un poco blancas o un poco grises. Así entramos de
nuevo en el tema de los “matices” de la verdad.

En algunos contextos epistémicos es necesario saber decir tajantemente que algo es verdad
o es error. Algunas personas eluden con astucia las afirmaciones claras para así no
comprometerse, o para ocultar su ignorancia, o por un defecto expositivo y educativo. Cuando
una afirmación se llena de condicionamientos, suposiciones, excepciones, etc., al final acaba por
aguarse y “no se dice nada” o se dice, según la expresión italiana, “todo y el contrario de todo”.

Es una virtud intelectual decir las cosas claramente, sí o no, para que así los demás las
comprendan y puedan analizarlas. Por eso es un buen estilo, muchas veces, hablar con frases
cortas no demasiado rebuscadas, para que sea transparente lo que se está diciendo y se vea el
pensamiento definido que tenemos sobre las cuestiones.
31

Al mismo tiempo, las cosas deben afirmarse con sus necesarios matices, que muchas veces
son contextuales. Estos “matices” son innumerables y pueden estudiarse muy bien en cursos de
lógica y de retórica. Una afirmación debe señalar sin ambigüedades a quiénes se refiere, si es
segura o hipotética, si tiene tal fuente u otra, si es general o vale sólo para algunos, si es esencial
o se trata de un caso accidental, si lo que se dice es importante o no lo es, si se dice con un
fundamento o no, si admite grados cuando es el caso. Así, si le preguntamos a alguien si está
cansado, podrá respondernos que “un poco”, lo cual es una indicación útil, porque podría estar
muy cansado o casi nada cansado. Pero si le preguntamos a alguien si ya nació el hijo que
esperaba, sería ridículo que respondiera “un poco”, porque en este caso la pregunta es de sí o no
a causa de la naturaleza del objeto del que se habla.

16. Básicamente hablamos porque vemos

Como puede advertirse, la idea central de estas páginas es presentar algo así como una
“filosofía de la evidencia” relacionada con la tesis de que “nuestro conocimiento es imperfecto y
eso no significa que no alcance la verdad”.

A veces ciertos libros de epistemología, en vez de dedicar un capítulo a la evidencia, lo


reservan al tema de la “justificación de nuestros conocimientos”, pensando sobre todo en las
“razones” justificadoras (a esto suele llamarse “fundacionalismo”). Caen así en el
intelectualismo analítico, o son sencillamente racionalistas. Algunos autores en estos temas
suelen fijarse demasiado unilateralmente en los conocimientos científicos. Al final no acaban de
reconciliar el realismo cognoscitivo con el valor del conocimiento ordinario. Es decir, si escapan
al relativismo, es sólo proponiendo supuestos racionalistas o cientificistas, o beliefs, que al final
se revelan frágiles y relativos (relativos al menos a ciertas culturas). La conclusión será,
entonces, que nuestras grandes premisas son decididas por convención social, o dependen de una
elección de vida, o son sin más presupuestos asumidos.

El tema de la evidencia de la que estoy hablando en esta exposición suele verse


negativamente en la filosofía moderna como “intuicionismo fácil”, subjetivista (o “autoritario”)
y así se margina como algo poco convincente. Es conocida, por ejemplo, la aversión de Popper
al tema de la evidencia, en cuanto llevaría al subjetivismo. Las evidencias en las que se apoya la
moralidad se etiquetan de “intuicionismo”, a lo que se objetará, según el relativismo, que “cada
uno tiene sus intuiciones”.
32

Pero la verdad es que normalmente hacemos afirmaciones porque intelectualmente vemos


o nos parece que vemos que son verdaderas. La práctica lingüística de “decir la verdad” se basa
en esto, también cuando uno dice “mi opinión es que”, “a mi modo de ver”, “yo pienso que”. Es
fácil ridiculizar esa “visión”, porque es un delicado acto intelectual que muchas veces es
personal e intransferible y es fruto de un hábito intelectual9, lo cual no significa que no podamos
ayudar a que surja también en otras mentes, dado que también los demás tienen hábitos
intelectuales.

Por ejemplo, todo lo que ahora estoy diciendo, obviamente lo digo porque “lo veo”, no
arbitrariamente, ni por mecanismos automáticos, ni por deducción de premisas. Esta es una
experiencia personal que todos tenemos. Incluso cuando formulamos hipótesis, como dije arriba,
no lo hacemos arbitrariamente, pues por lo menos tenemos que “ver” que son hipótesis
plausibles. Y cuando deducimos, también la verdad de esa deducción es “eidética” y no
automática, como lo es, en cambio, hacer una operación de suma o de multiplicación siguiendo
ciegamente unas reglas, como actúa una computadora. Kant pensaba que no habría intuiciones
intelectuales, sino sólo sensibles, pero se equivocaba. Las cosas que acabo de señalar son reales
intuiciones intelectuales, aunque si queremos podemos evitar este término por su desprestigio
entre los filósofos modernos, si bien no era así en Husserl o Bergson.

Obviamente el término “evidencia” o “intuitivo” se refiere como a un primer analogado al


sentido de la vista. El “ver intelectual”, de gran tradición en las filosofías que hablan del lumen
intellectus (Platón, Aristóteles), es una operación en que un objeto se presenta a la mente, la cual
lo asume con un sentido intencional. No siempre la palabra “ver” es del todo adecuada. Por
ejemplo, tenemos recuerdos patentes: “esta mañana recibí un email y lo contesté”. ¿Vemos este
recuerdo? En tanto que recuerdo, no es una percepción tan inmediata como la visión de lo
presente. Sin embargo, hay recuerdos indudables que son, por tanto, conocimientos inmediatos,
como el ejemplo que acabo de mencionar. Ellos merecen que hablemos de “patencia cognitiva”.

Se ha distinguir también entre una evidencia “eidética” o “esencial”, por la que se


entienden contenidos de pensamiento, al margen de que sean o no verdaderos, y la evidencia
“existencial”, por la que resulta más o menos clara, en el sentido de verdadero, una determinada

9
Hábito no como acostumbramiento, sino en el sentido de una posesión pre-consciente de un saber que
ilumina nuestras operaciones cognitivas, como señala L. Polo.
33

situación. Una cosa en pensar ideas y otra pensar en cómo está la realidad. Tener certeza de
verdad de esto último es mucho más difícil que comprender con claridad contenidos de ideas.

Resumiré hasta aquí lo considerado con la siguiente situación dialógica. Alguien hace una
afirmación cualquiera, por ejemplo: “ahora hay una manifestación de protesta ante el
Parlamento”. El que la oye, si no conoce este evento, tiene derecho a preguntarle al que habló:
“¿Cómo lo sabes? ¿Por qué dices eso?” La capacidad de hacer este tipo de pregunta define de
alguna manera la racionalidad humana. La respuesta podrá ser: 1) “lo digo porque lo he visto”
(justificación por la evidencia); 2) “lo digo porque lo leí en el periódico” (justificación por
remisión a una fuente, es decir, por fe en una autoridad); 3) “lo deduzco de tales y tales hechos o
signos” (justificación por un razonamiento). Se ve aquí cómo la justificación por evidencia es la
básica10. A su vez, la afirmación “lo he visto” ya no puede justificarse, ni tiene sentido preguntar
“¿por qué dices que has visto eso?”, como si el vidente tuviera que justificar su visión.

Es cierto que decir “afirmo esta verdad porque la veo” no soluciona todos los problemas.
Es sólo un punto de partida. Si la afirmo ante quien no ve, la frase puede estar solicitando en
quien me escucha un acto de fe (“!créeme, yo esto lo he visto!”), como cuando Santa Teresa
escribe ciertas cosas porque las sabe “por experiencia” y no por tomarlas de los libros. Pero si se
trata de una evidencia de realidades no visibles, sino inteligibles, puede suceder que el
interlocutor no “vea” lo que estamos afirmando. No podemos entonces usar nuestra evidencia
como argumento de autoridad, sino que hemos de esperar que el otro “vea” la verdad intelectual
que pretendemos transmitirle, para lo cual podremos ayudarle con explicaciones y
argumentaciones quizá indirectas.

Por ejemplo, si afirmo “no se debe matar a otras personas” (principio moral), alguien
podría preguntarnos: “¿por qué?”. Yo podría quizá responderle: “eso es evidente, indudable”,
pero no basta, pues el otro eventualmente podría decirme: “no lo es para mí”. Entonces
podríamos intentar convencerle con explicaciones o argumentos que se remitan a alguna
convicción de mi interlocutor desde la que cual él podría captar como implicación que “no se

10
También la fe cristiana se basa en la visión directa de testigos oculares privilegiados de los
acontecimientos de la vida de Cristo: cfr. Lucas, 1, 1-4. Leemos en San Juan: “Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han
palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida (…) os lo anunciamos para que también
vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Juan, 1, 1-3). No se trata sólo de un inicio “desde los
sentidos”, sino desde la visión sensible-intelectual de los Apóstoles (conocimiento por evidencia),
fundamento de la fe del fiel cristiano por la que cree “sin haber visto”.
34

debe matar”. Por ejemplo, podremos decirle: “mira, es que las personas tienen una especial
dignidad, no son como animales, yo no puedo quitarles la vida”. Sólo que, pasando a este nivel,
el problema volverá a presentarse: o mi interlocutor capta y reconoce la dignidad personal, o
quizá podrá retrucarnos diciendo que “él no ve ni entiende esa dignidad”. Ante esto la situación
parece ya sin salida. Pero no lo es. Con ejemplos, explicaciones, remisión a muchas
experiencias, tenemos que esperar que nuestro interlocutor acabe por comprender qué es una
persona y qué significa esa dignidad que me obliga a respetar su vida y sus propiedades. Esto no
es siempre fácil, según el fondo cultural y la formación que tenga el interlocutor.

Renunciar a la pretensión de que un ser humano capte esta verdad sería como desesperar
del hombre mismo, y es en el fondo lo que hace el relativismo y el escepticismo, que no podrá
ver en la norma moral de “no matar”, en el mejor de los casos, sino una práctica social o
biológica conveniente pero muy relativa (un poco como los individuos de una especie animal no
suelen matar a otros de su misma especie zoológica).

Todo lo que estoy diciendo sobre la evidencia no significa que ésta sea fácil. Parece fácil
cuando ya se tiene, lo mismo que nos parece muy sencillo caminar, aferrar un objeto o comer,
cuando en realidad sabemos que esto es fácil cuando se tiene el hábito aprendido de realizar
estos actos, que además requieren una multitud innumerable de procesos fisiológicos y de otro
tipo del organismo humano. Las evidencias surgen de un background cognitivo, presuponiendo
además cierto equilibrio emotivo y una madurez intelectual, como ahora diré más explícitamente
al relacionarlas con los hábitos.

17. Evidencia y hábitos cognitivos

Tal como las estoy exponiendo en estas páginas, las evidencias deben entenderse no de
modo estático y de sí o no (“veo”, “no veo”), sino como una estructura dinámica más o menos
estable, pero siempre en movimiento y con grados variables, referida a contenidos de nuestro
conocimiento personal. Precisamente del conocimiento personal podemos decir que por él
“vemos” o “entendemos”, cosa que no puede hacer ninguna máquina informática, por mucha
información que procese. Ver es un acto vital. La máquina informática no tiene ni operaciones
intelectuales ni sensibles, y ni siquiera es un viviente vegetativo. El entramado dinámico de las
evidencias variables arraiga en los ya mencionados hábitos cognitivos (por ejemplo, nuestro
saber idiomas, ciencias, nuestras experiencias, recuerdos, habilidades, etc.), previos a nuestras
operaciones puntuales y conscientes. Los hábitos, por otra parte, no son intuiciones y no son ni
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siquiera evidencias objetivas, sino “luces pre-objetivas” que permiten el ver de las operaciones
intelectuales.

No es fácil decir qué son exactamente los hábitos cognitivos, porque no tenemos un acceso
consciente a ellos. Nadie puede “captar interiormente”, por ejemplo, el inglés o el francés que
sabe, y sin embargo, gracias a ese saber puede articular frases con sentido y “moverse” con
habilidad en las diversas partes de la gramática. ¿Cómo es que “sabe” construir bien las frases?
¿Cómo es que relacionamos datos, recuerdos, nociones, supuestos, para formular nuevos
pensamientos creativos verdaderos? ¿Cómo es que, al estudiar un tema, se nos ocurren ideas y
captamos verdades que vamos formulando en proposiciones? Si hacemos introspección, nos
parece que ese “ver interior” para relacionar estos aspectos es casi un milagro o un don natural.

Es introspectivo, en cambio, que a veces tenemos más claridad de mente y que en otros
momentos estamos “espesos” por cansancio, sueño o sobrecarga de ideas. Dejamos de pensar en
un problema y volvemos a él cuanto estamos frescos, y entonces todo resulta más transparente.
Es obvio que estas situaciones psicológicas de claridad y obscuridad tienen que ver con bases
cerebrales, pero al mismo tiempo dependen de los mismos contenidos pensados. Una exposición
ordenada y fluida, a buen ritmo, se nos hace agradable y diáfana. Las ideas embarulladas, poco
definidas, las frases mal construidas, pierden visibilidad. El orden mental tiene mucho que ver
con la evidencia intelectual.

Los funcionalistas informáticos quizá nos dirán que actuamos así porque respondemos a
programas que tenemos en el cerebro, y los filósofos cognitivos nos podrán decir que seguimos
asociaciones conforme a los modelos cognitivos conexionistas. Sólo así se explicaría cómo, de
modo inconsciente, nuestro cerebro se va encargando de que organicemos bien la estructura de
nuestras percepciones, fenómenos de la conciencia y demás actos psíquicos. Estimo que la base
psiconeural cognitiva, en sus aspectos sensitivos, es un soporte imprescindible y que por tanto en
el cerebro, en cuanto órgano psicosomático, existe una continua elaboración y memorización de
elementos cognitivos, afectivos y conductuales. Pero esto acaece como base material de sostén
de nuestros actos personales. De otro modo no nos diferenciaríamos de una máquina y el
pensamiento como acto inmanente desaparecería, como sostienen algunas posiciones reductivas,
tanto neurologistas como funcionalistas.

La máquina informática, por otra parte, elabora información ciegamente y sirve sólo a los
seres humanos que la interpretan. En cuestiones logísticas las máquinas nos aventajan. Una
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computadora avanzada puede hacer cálculos astronómicos que personalmente no podemos ni


soñar hacerlos. Pero ninguna máquina tiene un real creatividad personal, ni tiene sentido que
reflexione sobre los problemas, que haga filosofía o que descubra pensamientos profundos,
aunque sí podría simular o imitar que hace esas cosas.

III. Aspectos del relativismo

Lo visto hasta aquí sobre las evidencias personales muestra que no hay motivos
gnoseológicos que justifiquen el relativismo o el escepticismo ante la verdad. Tenemos un
amplio caudal de conocimientos verdaderos y ciertos. Estamos siempre en la órbita de la verdad.
Por eso podemos discernir con sentido entre lo verdadero, lo falso, lo imaginario, lo hipotético,
lo creíble, y podemos razonablemente cambiar entre los distintos estados cognitivos con relación
a la verdad. Para no caer en el relativismo basta reconocer la imperfección de nuestros
conocimientos evidentes. De ahí nuestra constante crítica al racionalismo.

A continuación voy a referirme a ciertos aspectos de nuestros conocimientos que a veces


dan ocasión al relativismo. En general, cuando detectamos que conocemos diversamente unos
respecto a otros, y que esto a veces nos lleva a opiniones discordantes (por ejemplo, si cada uno
sostiene que su religión es “la verdadera”), entonces estamos ante la amenaza de relativismo,
porque fácilmente se tienden a dirimir esas diferencias apelando al pluralismo cognitivo.

1. La relatividad de los sentidos

Algunos animales no tienen una gran discriminación cromática y ven las cosas sólo como
claras u oscuras, “en blanco y negro”. Los daltónicos no ven los colores igual que nosotros. Si un
animal ve algo gris y juzgara, diría “esto es gris”, un juicio que contradiría el mío, quizá, de que
“esto es azul”. Para evitar la contradicción, cada observador debería decir: “esto a mí se me
aparece de este color”. Extendiendo la temática al conocimiento en general, algunos podrían
decir que para evitar las discordancias bastaría que cada uno dijera “esto es lo que a mí parece”,
sin la pretensión absoluta de decir “esto es así”. Estamos de este modo en pleno relativismo. El
aparecer ha sustituido al ser (“fenomenismo”, como el que sostenían los sofistas). De hecho el
relativismo suele resumirse de modo popular con la frase de que “cada uno ve las cosas según el
color del cristal con que las mira”.

En realidad, todo el conocimiento sensible es en perspectiva y en este sentido es relativo a


un observador. Los objetos sensibles se presentan de un modo a un observador dotado de cierto
37

aparato sensorial y puesto en determinadas circunstancias de observación (distancia, estado,


situación, movimiento, transparencia del medio, etc.). Con otro aparato sensorial las cosas se
verán diversamente. No vemos igual a un objeto con nuestros ojos o con un microscopio. La luna
no se ve igual desde la tierra o si uno está en la luna.

No hay por qué escandalizarse del “relativismo de los sentidos”. Lo conocemos con
nuestra razón (los animales no lo saben) y por eso lo superamos. Sabemos que hay distintas
perspectivas y así estamos por encima de ellas. Afirmar que “alguien conoce desde cierta
perspectiva” es ya un conocimiento absoluto. De alguna manera el mismo conocimiento
perceptivo natural, que también tienen los animales, “supera” el perspectivismo, porque el
cerebro “aprende” a captar invariancias en los fenómenos variados. Reconocemos una misma
moneda aunque cambien mucho las perspectivas ópticas con que la vemos.

La presentación sensorial (apariencia) no se opone a la objetividad o realidad de lo


percibido. La cosa-en-sí no se contrapone a la cosa-para-mí. Todo lo que se me presenta
sensiblemente es para-mí (es un aparecer), y al mismo tiempo eso me revela un en-sí (algo real).
Veo la luna real y no una apariencia irreal de la luna. La relatividad perceptiva implica, sin
embargo, que la presentación no agota a la cosa. Veo de la cosa eso que de ella puede
presentarse a-mí, tal como yo soy y estoy, y eso implica que en esa cosa hay muchos más
aspectos que los que yo veo. El conocimiento en perspectiva es aspectual. Pero lo que veo de la
cosa es real: la presentación es intencional.

Esto nos obliga, sin embargo, a estar alerta en los juicios que hacemos, ya que el aparecer
no es siempre exactamente como el ser real. Se ha distinguir entre un modus essendi y un modus
cognoscendi a nivel práctico y teórico (psicología y gnoseología). Nadie piensa que la luna
asume realmente diversas dimensiones según los observadores. Debemos aprender, en cambio,
que cuando hacemos juicios cromáticos o de ciertas cualidades sensibles (por ejemplo, decimos
que “esto es verde” porque lo vemos invariantemente verde), en realidad se trata de una
presentación luminosa a nuestro aparato visual y no de una cualidad independiente de la
observación (lo mismo vale para el sonido, la temperatura, el aroma, etc.), aunque la
presentación presupone un en-sí (en el sentido de independiente de la observación) que podemos
conocer por otros medios, o con la percepción más completa, haciendo comparaciones, o con
ayuda de las ciencias.
38

¿Cabe decir lo mismo del conocimiento intelectual? No exactamente. Pero sin duda
distinguimos entre las propiedades reales y las propiedades lógicas de nuestros conocimientos.
Veo a mi hermano y afirmo “es mi hermano” y lo sería aunque nadie lo conociera. Sin embargo,
no puedo sino conocerlo a través de mis conceptos, propios del modus cognoscendi del hombre.
Discierno entre “mi idea imperfecta de ser mi hermano” y el ser real y extramental “ser mi
hermano”. Dios y los ángeles conocen de otro modo las mismas cosas que nosotros conocemos,
y muchas más, pero no con la conceptualización y los modalidades judicativas propias del
hombre.

El conocimiento de la verdad revela el modo de ser del cognoscente. Con el intelecto


somos capaces de distinguir entre la cosa conocida y el cognoscente y así nuestro conocimiento
trasciende verdaderamente a la realidad. Como somos iguales, podemos concordar fácilmente
entre todos los seres racionales. Si un día encontráramos otros seres racionales, con “otra
lógica”, seguramente aprenderíamos a concordar con ellos en la verdad, lo mismo que somos
capaces de aprender cómo conocen los animales, aunque no participemos plenamente de su vida
intencional.

2. Contextos conceptuales

La comprensión de la verdad de algunas proposiciones depende de la comprensión de los


conceptos usados en ellas, y esto implica a veces un conocimiento más amplio del contexto
conceptual en el que tales contextos se sitúan. De aquí sale el problema hermenéutico (aparte de
la ya mencionada contextualidad sintáctica, semántica y pragmática). Para entender la verdad de
que 2+2=4 es necesario comprender el sistema numérico decimal. Para entender la verdad de que
“esto cuesta 100 euros” hace falta conocer el sistema monetario europeo. Para entender una frase
de Hegel en la que aparezcan conceptos como “ser”, “esencia”, “totalidad”, es un requisito saber
el sentido que Hegel da a estas palabras. Para comprender una fórmula física o matemática, se
requiere conocer bastante bien el sistema físico o matemático al que esa fórmula pertenece.
Dividimos las cosas en partes y así hacemos de ellas diversas descripciones verdaderas, que
cambiarían si hacemos otras divisiones. De aquí Putnam derivó su realismo “interno”11, según el
cual la verdad de los enunciados depende de su relación con los marcos conceptuales usados.

11
Cfr. sobre este tema mi trabajo Verità e realismo nella scienza, “Divus Thomas”, 21 (3/1998, anno
101), pp. 85-100.
39

Como es sabido, Popper se opuso resueltamente a esta tesis, considerando que es un mito
creer que los marcos conceptuales son incomunicables, una tesis que también podría emplearse
para hacer ver que los paradigmas conceptuales propios de las ciencias, según Kuhn, no hacen
completamente incomparables entre sí a las frases pronunciadas bajo el dominio de ciertos
paradigmas (un físico newtoniano no podría reconocer la verdad de frases aristotélicas, salvo que
se saliera de su paradigma).

Ya dijimos arriba que el “holismo contextual” no debe tomarse rígidamente. Las verdades
están casi siempre insertadas en cierto entramado contextual cultural o científico. Pero tal
entramado no siempre es un sistema cerrado, tal que una frase fuera de él no tenga sentido.
Muchas verdades propias del conocimiento ordinario (del mundo vital husserliano, diría Gabriel
Zanotti) son independientes del contexto teorético científico al que puedan incorporarse. Esa
incorporación añade significados a ciertos conceptos, pero no los hace enteramente dependientes
del sistema científico al que se han adscrito. Así, aunque los antiguos pensaran que las ballenas
eran peces y no mamíferos, ellos podían decir muchas frases verdaderas sobre las ballenas, y lo
mismo podemos decir del Sol, las estrellas, el agua y tantos cosas más propias del conocimiento
ordinario.

Con esto no pretendo simplificar la complejidad del problema aquí tocado. Una frase que
describa la caída de los cuerpos tiene un sentido preciso y puede ser verdadera dentro de la
comprensión conceptual newtoniana, es conceptualizada de modo distinto en un marco
einsteiniano, y aún así sigue siendo verdad para el conocer ordinario, dentro del cual uno puede
decir con verdad “esta manzana cae del árbol”. Esta temática ha sido estudiada suficientemente
por G. Zanotti.

3. Construcciones e intereses

Una forma de asumir el relativismo consiste en sostener que el conocimiento conceptual no


es más que una construcción humana psicológica o social. Lo que es el hombre, la libertad, la
distinción hombre-mujer (en la ideología del género), las normas morales, la diferenciación entre
lo normal y lo patológico, serían construcciones sociales que permiten crear relaciones de poder
entre los hombres.

No es éste el sitio para estudiar en detalle esta escuela gnoseológica. Basta aquí señalar
que, como somos racionales, tenemos que “construir”, es decir, componer aspectos cognitivos
que en un primer momento están desvinculados porque, según nuestro modo de conocer, vamos
40

de conocimientos elementales parciales a síntesis compositivas, como los juicios (composición


de sujeto y predicado), los razonamientos, los discursos racionales, hasta llegar a las ciencias y
otras elaboraciones comunicativas, retóricas, dialécticas, pedagógicas. La misma percepción es
un conocimiento sensitivo elaborado, con un centro y una periferia, y con asociaciones explícitas
o implícitas respecto a otras percepciones, a memorias y a anticipaciones.

La elaboración racional tiene sus propias reglas (orden lógico, orden pedagógico, orden
estético, etc.) y además se atiene a las estructuras mismas de las cosas (orden ontológico). No se
hace de modo automático, sino según vínculos racionales o de otro tipo, dejándose guiar por la
evidencia y por los objetivos del conocimiento. Organizamos las cosas cognitivamente según la
verdad de las cosas y en función de intereses o finalidades justas (por ejemplo, para educar, para
investigar, para buscar aplicaciones, para divulgar, para promover una actividad, para defender
ideas o empresas, etc.). Los intereses, cuando son justos y respetan la realidad, no distorsionan el
conocimiento, sino que lo guían en una determinada dirección y llevan a seleccionar los datos y
las reflexiones en un determinado sentido. La realidad tiene infinitos aspectos y por eso se
impone una selección guiada por esos intereses -ésta la clave de la abstracción- entre los cuales
el primer es el mismo conocimiento de la realidad esencial de las cosas. Además la
comunicación debe tener en cuenta la sensibilidad y la preparación del público, previendo cómo
éste va a interpretar el mensaje que se le transmite.

Las construcciones pueden ser verdaderas o falsas, o también pueden ser quizá no falsas,
pero inadecuadas y predispuestas para provocar una falsa estimación en los destinatarios, como
sucede en los sofismas o en las manipulaciones retóricas, estéticas, publicitarias, etc. A veces,
por ejemplo, se puede presentar un pequeño detalle insignificante pero irrelevante, que desvía la
atención de lo esencial, para así suscitar en el público una falsa estimación, una generalización
indebida o una reacción emotiva desproporcionada que perturba el conocimiento. Así es como
las ideologías manipulan los conocimientos y su transmisión. En otros casos, al revés, se puede
decir una verdad importante pero en segundo lugar, sin darle importancia, junto a muchas otras
cosas menos relevantes, con lo que resulta también distorsionada la atención de las personas. No
basta decir simplemente la verdad “material”, sino que se ha decir de modo suficientemente
completo, en su contexto relevante, con la importancia que tiene, sin omitir otras cosas
igualmente importantes, para que así el juicio completo acerca de una situación o un problema
sea adecuado y correcto.
41

4. Contextos según las causas o las fuentes

Las cosas se pueden conocer empíricamente o en sus causas. Aristóteles en los Analíticos
Posteriores pone el ejemplo del trueno, que puede ser conocido como un sonido en las nubes
(conocimiento fenoménico) o como un sonido provocado por cierto fuego que ha sido extinguido
en las nubes (conocimiento causal según la física de la época de Aristóteles). Una comprensión
causal de una realidad añade muchas más propiedades que las que se conocen sólo
fenoménicamente. Los marcos conceptuales a veces contienen posibles explicaciones causales,
al menos como causas formales.

Si esa comprensión causal o teórica es falsa, la interpretación de los fenómenos resultará


falsa, aunque se afirme con verdad la existencia del fenómeno. Por eso, por ejemplo, aunque
Marx critique el capitalismo, indicando puntos en los que podemos concordar porque son
verdaderos, como su crítica se hace a la luz de una serie de premisas propias de su filosofía
(materialismo dialéctico), al admitir la verdad de tales afirmaciones, por ejemplo en un contexto
de diálogo, debemos tener en cuenta que ellas no tienen el mismo sentido para Marx que para un
no-marxista.

Una frase entendida a la luz de una premisa cambia su valor de verdad si es entendida a la
luz de una premisa contradictoria. Muchas cosas que dicen los filósofos (Kant, Hegel, etc.) son
verdaderas y cabe aceptarlas, pero siempre que las separemos de la interpretación que se les da
en las premisas de base o presupuestos últimos de las teorías de esos filósofos, si esas premisas
son falsas.

Estas observaciones podrían aplicarse a las relaciones entre la fe cristiana (y la teología


consiguiente) y la razón (incluyendo a las ciencias y a la filosofía). Podemos decir, por ejemplo,
que a la luz de las explicaciones teológicas, que apelan a causas superiores conocidas por
Revelación divina acogida con fe, la historia de la humanidad y del cosmos tendrán un final
escatológico (resurrección de los muertos, instauración de un nuevo régimen del universo
creado). En cambio, a la luz de la física y de la cosmología, ese final no puede conocerse y puede
preverse en cambio, por ejemplo, un final destructivo total (muerte cósmica), aunque son
posibles también otras hipótesis físicas al respecto.

No hay aquí contradicción entre la fe y la razón. No cabe tampoco acudir a un esquema


relativista, según el cual diríamos que para los creyentes vale cierta verdad, que para los no-
creyentes no es tal. La contradicción no es posible y no debe aceptarse. En muchos casos es
42

aparente, y entonces tenemos que ajustar el sentido y alcance de las frases en apariencia
contradictorias. Apliquemos este punto al punto teológico arriba mencionado. Algo puede
conocerse según causas superiores. Cuando el no-creyente afirma, pongamos por caso, que “la
resurrección es imposible”, hay que presuponer que él realiza esa afirmación verdadera a la luz
de las causas biológicas naturales. No hace falta reducir sus conocimientos a hipótesis para que
“concuerden” con la fe, porque quizá no lo son. Se trata más bien de que cuando las cosas se
conocen a la luz de causas más altas, las consecuencias que se siguen son distintas y así no hay
contradicción.

Un caso único de aparente divergencia entre la fe y la razón es el de la Eucaristía, que casi


nadie trata. Para un creyente la Eucaristía es el Cuerpo de Cristo y ese pan que ve sensiblemente,
según la explicación tomista, es la “especie del pan” (propiedades sensibles del pan) que
permanece milagrosamente asociada al Corpus Domini (suele decirse que el Cuerpo de Cristo
está presente “bajo las especies eucarísticas” de pan y vino). Para un no-creyente, en cambio,
lógicamente delante suyo hay sólo pan y vino. Como él no participa del conocimiento de fe, no
tiene medios para concluir que allí está presente algo más que las especies de pan y de vino, que
él interpreta como presencia substancial de pan y vino.

Sería inadecuado decir que el no-creyente, al ver la hostia santa consagrada, cae en una
ilusión cuando cree que allí hay un trozo de pan. El afirma lo que normalmente debe afirmarse
cuando se está ante tal presentación sensorial, la cual para la explicación teológica católica no es
una ilusión, pues las especies sacramentales (que para Tomás de Aquino son accidentes) son
reales y están ahí (de todos modos, pienso que un creyente debe concluir que el no-creyente, en
este caso único y extraordinario, “se equivoca razonablemente” cuando piensa que allí hay pan).
Sin duda no podemos decir que tanto el creyente como el no-creyente, cuando afirman “aquí ya
no está el pan substancial” (el creyente) y “tengo delante pan substancial” (el no-creyente), dicen
ambos la verdad, pues esas dos afirmaciones son contradictorias. Y tampoco cabe evadir la
contradicción abrazando una tesis relativista, según la cual para los creyentes algunas cosas son
verdaderas, mientras para los no-creyentes lo serían sus negaciones (teoría de la “doble verdad”),
y así los dos tendrían razón desde su punto de vista.

¿Caben contradicciones entre distintas teorías, ciencias o niveles explicativos? Sí cuando


pueden compararse de alguna manera, y entonces habrá que detectar dónde está el error. La
contradicción podría surgir, por ejemplo, a nivel de afirmaciones de hecho o existenciales, y más
raramente cuando hacen descripciones situadas en un distinto nivel de abstracción, junto con lo
43

que se sigue de ellas. Así, si según una ciencia el Sol existe, y según otra ciencia el Sol no
existiera, esta última estaría equivocada. Habrá llegado a una conclusión equivocada quizá
porque con sus medios cognitivos o sus métodos no puede hablar de la existencia del Sol.
Normalmente, sin embargo, las ciencias no están completamente separadas, sino que suponen la
existencia de las demás.

Con la lógica no podemos probar la existencia del Sol, pero tampoco negarlo. Sería falso
decir que “para la lógica el Sol no existe”, cuando en cambio debe decirse que “la lógica no es
competente para hablar del Sol”. De todos modos, el hombre que hace lógica es el mismo que
también hace física. Por eso no tiene sentido cuando, desde la ciencias naturales, se pretende
negar alguna verdad metafísica, porque con sus métodos esas ciencias nada pueden decir de las
verdades metafísicas, así como la filosofía, a causa de su método, tampoco puede decir nada
acerca de cuestiones específicamente científicas. Sin embargo, la filosofía puede dar una
interpretación filosófica de los conocimientos científicos. Lo que acabo de decir no supone que
las ciencias, la filosofía, la teología o los distintos niveles epistemológicos no puedan entrar en
contacto, con una relación positiva y complementaria. Pero deben hacerlo en el modo justo y no
de cualquier manera, mezclando indebidamente los niveles.

Las contradicciones entre ciencias o niveles epistemológicos pueden ser aparentes, y


entonces los juicios deben controlarse para no hacer afirmaciones que, por contradecir una
verdad establecida por una ciencia o un nivel epistemológico, serían falsas. Una frase científica
sobre la constitución atómica de los cuerpos no contradice las descripciones fenoménicas de las
cosas, en las que los átomos no aparecen. Sería caer en relativismo decir que “la física y el
conocimiento ordinario son simplemente dos modos de ver las cosas en los que la cuestión de la
verdad no se pone”. En las relaciones fe-razón, teología-ciencias, teología-filosofía a veces
surgen contradicciones aparentes, que se resuelven con un análisis adecuado de los niveles y del
alcance de las afirmaciones que pueden hacerse en cada uno de ellos.

Es frecuente, por desgracia, que los conflictos aparentes entre la razón y la fe se


“resuelvan” de un modo más drástico pero equivocado:

1. A veces los cientificistas reducen la fe a mera opinión o fantasía.

2. Al revés, en algunas ocasiones los creyentes anti-científicos reducen las tesis científicas
a mera opinión, con lo cual es imposible que surja alguna posible contradicción.
44

3. Otras veces se propone de modo relativista (y “post-moderno”) que las tesis científicas y
religiosas serían siempre válidas como “modos de vivir”, con lo cual tampoco pueden aparecer
contradicciones, pues ya no hay valores de verdad.

5. Concordancias e incompatibilidades entre las filosofías y las religiones

Entre los hombres hay disparidad de opiniones, creencias divergentes, teorías opuestas,
filosofías discordantes. En cuestiones empíricas y matemáticas llegar a acuerdos es más fácil, y
precisamente por eso los consensos en materias científicas, aunque requieren esfuerzo, son
relativamente accesibles. Hoy nadie sigue a Tolomeo, Newton, sino que la comunidad científica,
aunque no esté privada de puntos en discusión y de teorías distintas, se encuentra en un
substancial acuerdo, por ejemplo, respecto a la teoría de la relatividad o la física cuántica, y lo
mismo puede decirse de tantos otros conocimientos científicos. En cambio, en materias
filosóficas, morales, políticas, religiosas, desde siempre reina un amplio desacuerdo, y no es
previsible que vaya a superarse a fondo en la historia.

Ante este panorama, con sus tensiones y dramatismos cuando se llega a cuestiones
prácticas, sociales, jurídicas, de convivencia, surge la tentación relativista. Pero ésta no es una
solución, como vimos, porque los hombres no pueden dejar de tener convicciones de verdad,
aunque sí se ha de exigir que se respeten los derechos ajenos y que toda medida pedagógica,
social, jurídica, buscando siempre la verdad, siga cauces legales y no se tome con arbitrariedad y
violencia. La verdad existe y se puede intentar propagarla con persuasión, estudio, sacrificio y
perseverancia. El acuerdo absoluto entre todos los hombres es utópico, porque equivaldría a
proyectar el cielo en la tierra. El mal moral y el error son ineliminables en la historia, aunque
hemos de procurar que sean superados lo más posible, porque es posible conocer verdades y
practicar el bien.

Desde el punto de vista teorético, no es posible admitir la validez entre las concepciones
morales, filosóficas o religiosas opuestas, tratando de hacer compatible lo que no lo es, como
intenta el relativismo. Pero esto no significa que esas distintas concepciones se opongan de un
modo absoluto y unívoco en torno a los valores de verdad-error. Las distintas concepciones
pueden contener verdades y errores y por eso a veces se hacen préstamos mutuos o se influyen
unas entre otras. La contradicción se debe ver, pues, en torno a puntos definidos y no
globalmente, aunque no es lo mismo si esos puntos son centrales o si son marginales. Hegel
globalmente sostiene una concepción filosófica falsa, aunque eso no quita que en sus escritos no
45

se puedan recoger muchas verdades, que lo serán más claramente si reciben un ajuste más
adecuado fuera de su sistema. En Aristóteles, en cambio, podemos encontrar una concepción
seguramente más aceptable en puntos centrales (no todos), aunque al mismo tiempo podamos
descubrir en sus obras muchos errores (por ejemplo, de tipo físico o biológico).

Cabe por tanto, en un contexto no-relativista, buscar concordancias en la verdad entre


distintas concepciones, a la vez que se deben señalar con claridad las incompatibilidades y los
errores. La necesidad de evitar la contradicción es una guía importante en esta tarea. Esto mismo
se aplica a las diversas religiones (no hablo ahora del cristianismo, al que me referiré en breve).
Una religión se enfrenta ante la cuestión de la verdad cuando contiene alguna forma de
“doctrina” en la que se hacen afirmaciones sobre la realidad o sobre el bien y el mal de la
conducta moral del hombre.

Desde el punto de vista en que aquí me sitúo, me limito a señalar que, en general, cabe
señalar en las religiones la presencia de verdades y también de errores. El tema es amplio y
difícil, y no es posible en esta sede afrontarlo adecuadamente. La verdad y falsedad en las
religiones no puede juzgarse según criterios científicos, sino metafísicos, antropológicos y
morales. No es fácil dictaminar la cuestión de la verdad con respecto a mitos, leyendas,
conocimientos simbólicos, que no pueden examinarse con metodologías científicas, con
frecuencia afectadas por prejuicios positivistas. Pero eso no elimina el valor de lo verdadero y lo
falso en las religiones. Una secta religiosa, por ejemplo, puede contener aberraciones morales y
creencias falsas, un punto ante el cual el relativismo nada puede decir.

La temática de la verdad o falsedad de las narraciones históricas, legendarias, míticas, etc.,


frecuentes en el pensamiento antiguo, debe afrontarse según criterios de contextualidad
semántica y pragmática. Los antiguos no conocen el rigor de la historiografía moderna. Este
punto se aplica, por ejemplo, a problemas exegéticos (la exégesis bíblica debe tener en cuenta los
géneros literarios). Algunas narraciones, siendo verdaderas en lo substancial, admiten dosis de
idealización o simplificación. Por ejemplo, en algunos casos a los evangelistas no les importa
situar dichos de Jesús en una situación u otra, no por falta de rigor histórico, sino porque no
siguen criterios historiográficos modernos. Las genealogías de Cristo de Mateo y de Lucas tienen
discordancias, pero no hemos de decir que contienen verdades o falsedades sin más, siguiendo
criterios modernos, sino que se presentan con simplificación y cierta artificiosidad. La narración
de conversaciones en muchos textos bíblicos no pretende ser una réplica exacta de lo que fue en
la realidad, como si transcribieran lo que se dijo porque se registró con un magnetofón.
46

6. El exclusivismo de la verdad en el cristianismo

Suele objetarse al Cristianismo su pretensión de tener la exclusividad de la verdad en el


terreno religioso y moral. Con independencia de la actitud de otras religiones (las hay sincréticas,
mientras que otras son exclusivistas), la religión cristiana, y en particular la Iglesia Católica,
propone al mundo la verdad exclusiva (y excluyente) de la Revelación de Jesucristo y su
presencia en la única Iglesia de Cristo, fuera de la cual no hay salvación. Este “exclusivismo” se
basa en que la religión cristiana no se propone como una escuela filosófica, que puede contener
verdades y errores y no puede pretenderse exclusiva, ni como una orientación religiosa entre
otras, surgida como fruto de la tendencia religiosa ínsita en el corazón del hombre, en cuyo caso
sería legítimo admitir la validez de una pluralidad de religiones, sino que se fundamenta en una
revelación de Dios en Cristo propuesta como camino único camino de salvación y destinado
universalmente a todos los hombres en un marco de libertad y de aceptación amorosa.

En el ambiente relativista actual esta “pretensión” aparece irritante, sobre todo cuando la
religión cristiana no sólo se propone como “la única verdadera” (la única que Dios quiere), sino
como absolutamente necesaria para toda la humanidad, por la que la Iglesia, por mandato de
Cristo, tiene el deber misional de difundir la verdad de la salvación a todos los hombres sin
excepción.

Para lo que aquí podemos decir sobre este tema, que merecería una larga atención, basta
señalar que la pretensión “exclusivista” de la Iglesia no es irracional, ni mucho menos violenta
(han habido violencias, pero se trata de contingencias que no pertenecen a lo esencial de la fe
cristiana). Cuando se llega al conocimiento de una verdad, es natural la exclusión de las
opiniones contrarias. Al mismo tiempo resulta natural en este caso tratar de que los demás se
adhieran a ella por medios intelectuales y morales. La Iglesia lo hace simplemente proclamando
la verdad de Cristo, que recibe libremente la adhesión del creyente movido por la gracia del
Espíritu Santo. Si sirve la comparación, también cuando un científico como Einstein propone la
verdad de la teoría de la relatividad, desplaza a las teorías opuestas y pretende alcanzar el
máximo de adhesión en la comunidad científica12. La firmeza de las verdades de la fe es
comparable a la de los primeros principios de nuestro conocimiento natural. No es irracional

12
La comparación no es perfecta, sin duda, porque ninguna teoría científica puede ponerse como
definitiva e insuperable.
47

admitir a estos últimos de modo indubitable e “incorregible”, y lo mismo puede decirse de los
dogmas de la fe, para el que acepta el conocimiento de fe que proviene de Dios.

De todos modos, el cristianismo no es exclusivista en el sentido de que reconoce la validez


de las verdades racionales, filosóficas y científicas, respecto de las cuales no tiene competencia
propia, a la vez que admite una interacción positiva con la razón, dejando siempre a salvo la
imposibilidad de una contradicción entre la razón y la fe y la validez perenne del dogma y la
moral cristiana en tanto que revelados13. Los (aparentes) conflictos fe-razón pueden deberse a
una falsa interpretación racional o a una equivocada lectura teológica de la fe, cosa en la que
pueden caer filósofos cristianos y teólogos. La infalibilidad del magisterio supremo de la Iglesia
en materias de fe y moral es ciertamente una forma de “privilegio” para la Iglesia en el
conocimiento de la verdad y es inherente a su origen divino. Si en ese mínimo propio del
Magisterio fuera posible el error, la Iglesia no se diferenciaría de las demás concepciones
religiosas y morales que existen en la humanidad.

7. Fundamentalismo

La pretensión de verdad exclusiva a veces es llamada fundamentalismo. Este término tiene


su historia y puede significar muchas cosas en las que no podemos ahora detenernos. Una
persona coherente y apasionada en sus convicciones, sostenidas siempre con el necesario
equilibrio cognitivo y racional, no es fanática, ni exagerada, ni fundamentalista, términos todos
negativos que quieren indicar alguna anomalía en el modo de asumir sus ideas y de difundirlas
(por ejemplo, de modo impositivo, autoritario, sectario, obsesivo, emotivo, unilateral, etc.).

El calificativo de “fundamentalista” suele aplicarse a las religiones (fundamentalismo


islámico, hebreo, cristiano, etc.) y suele aludir a una interpretación de las verdades religiosas,
según los casos, poco atenta a las relaciones fe-razón (desprecio de la razón filosófica o
científica, incluso de la razón teológica), poco proclive al diálogo (que es un modo de respetar
las exigencias de la racionalidad), y quizá tendiente a imponerse de modo autoritario, injusto e
inapelable a los demás en un sinnúmero de cuestiones que merecen más estudio o que pueden ser
discutibles.

13
Además la religión cristiana admite la presencia de verdades y valores en otras religiones. Sólo no
admite que esas religiones sean el camino querido y obrado por Dios para la salvación del hombre. No
acepta, por tanto, una fusión sincrética con otras religiones, ni una complementariedad con otros credos
en un plano de igualdad. Por otra parte, las verdades de la fe son principios de conocimiento que admiten
una profundización teológica infinita, de modo semejante a los primeros principios del intelecto.
48

Respecto al cristianismo, a mi modo de ver el fundamentalismo está en plantear las


exigencias de radicalidad y totalidad de la fe cristiana de un modo equivocado, por ejemplo por
pretender imponerlas por la fuerza, o por despreciar la armonía con la razón, o por asociar
indebidamente las exigencias de la fe a implicaciones discutibles o a terrenos temporales
(científicos, artísticos, políticos, etc.). La fe cristiana debe iluminar todos los conocimientos y
actividades humanas, pero a la vez no dicta en esos campos soluciones unívocas. La fe católica
sostiene la distinción entre lo secular y lo eclesiástico, entre lo que es de fe y lo que es de razón,
entre la política y la religión. Eliminar estas distinciones y buscar así un bloque monolítico de
ciencia, arte, dogma de fe, política, merece el apelativo de “fundamentalismo”.

La cristianización de la cultura (de la filosofía, de las artes, de las costumbres) implica


respetar la libertad y autonomía propias de esas realizaciones humanas, que la fe debe iluminar y
purificar, pero no gobernar ni substituir. Jesucristo no vino a enseñar filosofía o ciencias, ni a
ejercer un reino temporal en el mundo. Pretender lo contrario es el verdadero
“fundamentalismo”. La Iglesia, por ese motivo, no se compromete nunca con las realizaciones
temporales, con las filosofías, con los programas sociales y políticos, con los gobiernos
seculares, como si éstos fueran sin más una expresión de la fe católica o de la voluntad divina.

La secularidad entendida en su sentido positivo, no como secularización o eliminación de


la relevancia de la fe, es la actitud más opuesta al fundamentalismo. Un filósofo, un científico o
un gobernante cristianos deben ejercer su tarea dejándose orientar por la fe, respetando sus
exigencias, pero a la vez han de realizar su tarea utilizando con autonomía (criterios y reglas
propias) los recursos racionales, sin pretender que sus descubrimientos y soluciones sean
implicaciones unívocas y necesarias de la fe cristiana, que todos deberían seguir.

8. Compatibilizaciones correctas e incorrectas

Cuando se enfrentan opiniones opuestas sobre un tema, no siempre deben verse como
necesariamente incompatibles, de modo que admitir una tuviera que significar excluir totalmente
a la contraria. A veces ellas reflejan distintos aspectos de un problema, distintas estrategias, un
énfasis en algunos puntos en vez de otros. El diálogo respetuoso y amable y un examen sincero
de las cosas, si se evitan las exageraciones y los extremismos, pueden llegar a conciliar esas
opiniones, de modo que cada uno de los opinantes reconozca su visión parcial y lime sus teorías,
aceptando la parte de verdad que tiene el que quizá antes veía como adversario. Muchos
enfrentamientos dialécticos pueden deberse a cierta visión unilateral de las cosas. Es frecuente
49

que las teorías u opiniones opuestas tengan una parte de verdad que puede reconocerse y
asumirse.

Esta actitud conciliatoria es muy oportuna en la búsqueda de la verdad y nada tiene que ver
con el irenismo o el relativismo. Es cierto, en este sentido, que la verdad completa sobre un
asunto puede ser fruto del diálogo, que no es más que una búsqueda racional de la verdad
compartida con otros, bajo el presupuesto de que muchos ven mejor que uno solo. Este punto no
lo admiten los fanáticos y los extremistas.

Esto no significa, sin embargo, que todo sea compatible con todo, como presuponen las
actitudes “sincréticas”. A veces aceptar una modificación en la expresión de una verdad puede
significar “aguarla”, adulterarla, cambiar su sentido y, en definitiva, perderla. Las
incompatibilidades entre las opiniones, teorías y doctrinas existen y tiene que detectarse
cuidadosamente, con los oportunos análisis racionales. La buena voluntad de llegar a un acuerdo
en medio de la disparidad de opiniones no significa hacerlo todo compatible, porque en esa
eventualidad a veces se cae, por desgracia, en la “chapuza” de cambiar las doctrinas con recursos
verbales y estratagemas profesionalmente poco serios.

A veces en las ciencias la compatibilización de visiones distintas se logró mediante la


unificación en un “punto de vista” más alto y abarcante. Esto es frecuente en la historia de la
física moderna. Cosas que parecen distintas pueden al final verse como aspectos de una misma
realidad que se presenta diversamente en ciertos contextos físicos o cognitivos. Así la teoría de la
electricidad y la del magnetismo se unificaron en el electromagnetismo. Fenómenos diversos
como la luz y las ondas de radio o los rayos X son manifestaciones de una sola realidad, las
ondas electromagnéticas. La mecánica newtoniana no es sin más falsa, sino que debidamente
ajustada es compatible con la teoría de la relatividad, pues la primera estudia fenómenos
situándose en cierta perspectiva (visión corriente de los cuerpos a escala humana, velocidades
bajas no cercanas a la velocidad de la luz), mientras que la segunda mira a los cuerpos de un
modo más generalizado, por lo que la primera es verdadera como un caso particular de la
segunda. Algo análogo puede decirse si comparamos la teoría especial de la relatividad con la
teoría generalizada de la relatividad, y podríamos poner aún más ejemplos de distintos sectores
de la física (termodinámica, física cuántica, etc.).

Nada de esto tiene que ver con el relativismo y el sincretismo. La teoría newtoniana es
falsa si se toma de modo generalizado, pero si se admite como un caso particular en el que los
50

cuerpos manifiestan ciertas propiedades cuando son considerados en una determinada


perspectiva, entonces es verdadera siempre que se hagan los necesarios ajustes.

La verdad es una conformación de la mente a la realidad en su modus essendi, pero según


la modalidad que proviene de nuestro modus cognoscendi. Desde una ventana las cosas se ven de
un modo, y desde otra (más alta, más lejana, etc.) se ven de otro modo. En filosofía, como en las
ciencias, si empleamos un método, o si usamos diversos instrumentos de observación, aparecen
propiedades y relaciones nuevas reales, que antes no podían conocerse. Es algo análogo a lo que
decíamos arriba a propósito de la “relatividad” de la percepción. Por el hecho que desde un avión
vemos a una ciudad y a sus habitantes como muy pequeños, no pensamos que sean
efectivamente pequeños. Contamos pues, al conocer las cosas, con la conciencia de nuestras
propias perspectivas. Las modalidades de la abstracción (física, matemática, biológica,
psicológica, metafísica, etc.) son precisamente perspectivas de observación y comprensión.

La compatibilización por unificación no siempre es posible en todas las teorías científicas


o filosóficas. Algunas son simplemente falsas. Ciertas formas de pragmatismo, en sentido
amplio, suelen reducir un ámbito de realidades a ser simplemente la “expresión” de una actitud
asumida como lo profundo real y como criterio hermenéutico del análisis filosófico, psicológico
o social. La creencia en Dios, o la aceptación de ciertas normas morales, sería sin más la
expresión de una tendencia antropológica como la voluntad de poder y dominio, o de un
conflicto psicológico nacido de ciertas pulsiones, o algo semejante. Freud, Marx, Nietzsche (los
“filósofos de la sospecha”) realizan este tipo de “hermenéutica” en la que las convicciones e
ideas religiosas, morales, filosóficas, son “explicadas” y “reducidas” a otras realidades.

La objeción que podemos hacer a estas interpretaciones, que llevan a una nueva forma de
relativismo, es que en ellas las opiniones y teorías ya no se toman como verdaderos
conocimientos, verdaderos o quizá falsos, sino como si fueran sin más formas culturales no
cognitivas, como podría ser la vestimenta, la música, la pintura. Quizá se juzga,
utilitarísticamente, si esas formas son adecuadas o no para ciertas funciones (funcionalismo) Así,
la religión podría verse como útil socialmente, o no, o como saludable psicológicamente, o no,
pero no como un fenómeno que contiene creencias verdaderas o falsas. De aquí salen análisis
comparativos funcionales, pragmáticos, etc., que por ejemplo pueden interpretar el conjunto de
las religiones, o de otras cosas, y su evolución histórica, a la luz de estos criterios hermenéuticos.
Así algunos podrían ver relativísticamente a todas las formas religiosas como manifestaciones
del impulso religioso de fondo de los hombres.
51

Otra forma de relativización por compatibilización incorrecta es la que se hace en los


planteamientos historicistas, cuyo supremo ejemplo podría ser Hegel. Según esta visión, las
distintas creencias, teorías, filosofías, son válidas en su momento histórico o social, para luego
pasar a ser superadas. De este modo, el sistema histórico hegeliano es capaz de asumirlo todo
como verdadero, pero en su tiempo, al modo de una parte en un todo, motivo por el cual para
Hegel “lo verdadero es el Todo” (el todo histórico y su maduración final en el Espíritu
Absoluto).

Esta forma de unificación de las teorías humanas no es tan distinta de las mencionadas
arriba con relación al pragmatismo. Estamos, una vez más, ante un intento de “dar razón” de la
variedad de opiniones humanas para así no caer en el relativismo banal. Pero en vez de
reconocer, como dijimos al principio de esta exposición, que entre los hombres hay verdades y
errores, se pretende desconectar el valor intencional de verdad de los conocimientos humanas,
transformándolos en símbolos, expresiones, partes, momentos de una supuesta totalidad
omniabarcante.

Esos intentos son fallidos porque reducen el conocimiento humano a un fondo o a una
totalidad en la que la realidad del conocimiento como tal se pierde. Son una forma de
“reductivismo”, análoga a los reductivismos físicos o biológicos (por ejemplo, cuando las teorías
humanas se “reducen” a expresiones genéticas, o productos cerebrales, etc.). Son, al fin, auto-
contradictorios, porque se ponen como conocimientos verdaderos totalizantes, sin aplicarse a
ellos mismos su propia teoría (la tesis, por ejemplo, de que nuestras ideas son productos
cerebrales, ¿es ella misma un producto cerebral?).

De este modo se ve una vez más que el hombre no puede evitar ponerse en la actitud de
quien conoce la verdad. Para contrarrestar el relativismo, nada es más eficaz que admitir con
sencillez la bipolaridad de verdad-error entre las opiniones y creencias humanas.

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