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Cómo se inventó el parto de alto riesgo

Los primeros fueron los médicos militares y los cirujanos de campaña, que cuando acabó la
guerra conquistaron sistemáticamente las maternidades. Cuando el parto se demoraba
demasiado, a los uniformados se les acababa la paciencia y así se le presentó al viril espíritu
de innovación la idea de acelerar el proceso.
Ya en el siglo XVIII, el fórceps era el símbolo distintivo y el título del obstetra. El uso de
dicho instrumento, por lo general, no se les consentía a las comadronas. Era privilegio del
cirujano el agarrar con esa tenaza el cráneo del infante para sacarlo del vientre materno..., y
sin anestesia ni desinfección, en la época. Algunos médicos progresistas, como Ignaz
Philipp Semmelweis, tronaron contra las manipulaciones inescrupulosas y muchas veces
mortales de sus adversarios. Así, por ejemplo, cuando escribió a un colega de Praga,
Friedrich Wilhelm Scanzoni, gran partidario del parto asistido por fórceps: «Por tanto,
declaro ante Dios y ante el mundo entero que sois un asesino, y la historia de las fiebres
puerperales no sería injusta en absoluto si os recordase con el apelativo de Nerón de la
medicina».14
En cuanto a la cesárea, hasta la segunda mitad del siglo XX fue una intervención tan
peligrosa que hasta los cirujanos más desprovistos de escrúpulos titubeaban en realizarla.
Los dos grandes riesgos del parto, la infección y la hemorragia incontenible, en el caso de
la cesárea eran todavía más graves que en un alumbramiento normal. Con los progresos de
la cirugía y la introducción de la antisepsia, sin embargo, fue entrando poco a poco en la
consideración de un acto médico de emergencia para salvar la vida del niño. En los últimos
años esta percepción también ha cambiado. Según estudios científicos, pueden exigir
justificadamente una cesárea alrededor de un 7 % de los partos. Hoy, en los países
industrializados, nace por esa vía uno de cada cinco niños y la frecuencia sigue aumentando
con rapidez. Hace poco Peter Husslein, director del obstétrico universitario de Viena,
dirigió estas palabras a una asamblea de comadronas: «Señoras mías, les guste a ustedes o
no, deben ir contando con un índice de cesáreas del 50 % para los próximos diez años.
Queda para ustedes el otro 50 % de los nacimientos».15
«Con la misma despreocupación con que antes sacaban a la criatura por abajo, tirando de
los pies o con la tenaza, ahora las sacan por arriba», critica Alfred Rockenschaub, ex
director de la vienesa clínica Semmelweis de la mujer.16 Hasta mediados de la década de los
ochenta, el hoy jubilado Rockenschaub registraba en dicha institución tocológica, una de
más importantes de Viena, una incidencia de 1,03 % de cesáreas con índices de mortalidad
maternal y neonatal excepcionalmente bajos. Pero, ya entonces, las cesáreas eran diez veces
más frecuentes en todas las demás clínicas de Viena.
Esas tendencias no las impulsan las mujeres. Pocas embarazadas dirán de antemano que
prefieren dar a luz por cesárea. Pero tan ponto como entran en relación con las clínicas y las
unidades de maternología reciben un bombardeo publicitario a favor de esa variedad
especial de parto «light». En Estados Unidos, por ejemplo, funciona desde hace algunos
años una campaña con el lema Preserve your ¡ove canal-take a caesarian!, «conserva tu
canal del amor, hazte una cesárea». Lo que se sugiere, obviamente, es que al evitar el
alumbramiento natural mantendrán en forma el aparato sexual y la sensibilidad de su
vagina, es decir que seguirán siendo parejas sexualmente deseables. Y por cierto que entre
las clases altas y medias de los países sudamericanos ha encontrado una excelente acogida
esta argumentación, no apoyada por ningún tipo de evidencia científica dicho sea de paso.
Allí casi todas las que pueden permitírselo eligen la incisión. Las estadísticas de las clínicas
privadas arrojan una frecuencia de 80 %.
Como tampoco responden a ninguna evidencia científica las informaciones según las cuales
el parto vaginal aumenta el riesgo de incontinencia en la edad madura. En este sentido se
lanzó una gran campaña de buzoneo que suscitó mucha atención, y la Asociación de los
ginecólogos estadounidenses ha emitido un comunicado para distanciarse expresamente
diciendo que son opiniones particulares de un pequeño grupo de profesionales, no
respaldadas por datos significativos. Este tipo de juicios previos sin ninguna base recuerdan
mucho otra práctica que antaño formaba parte del procedimiento normal de los partos
vaginales, la episiotomía. Es decir, la incisión practicada rutinariamente para facilitar la
salida de la criatura, que también se argumentaba diciendo que servía para prevenir futuras
incontinencias. En realidad se ha demostrado todo lo contrario, que debilita el fondo
pelviano favoreciendo por consiguiente el molesto fenómeno, el cual se previene mucho
mejor con la práctica de unos sencillos ejercicios destinados a fortalecer la musculatura de
la región genitourinaria y pelviana.
En obstetricia, al parecer, .menos es más. Nada demuestra que sea más seguro parir en los
grandes hospitales que en una clínica local no tan equipada, o incluso que parir en casa.
Antes al contrario, los partos domésticos debidamente planificados presentan menos riesgo
de complicaciones y mortalidad que las clínicas de alta tecnología. Éstas, en cambio, son
más seguras para los casos de presentación de nalgas u otras situaciones complicadas.
En Holanda, que cuenta con una densa y bien organizada red de comadronas y que es el
país de la UE donde más se da a luz en casa, las cifras de mortalidad maternal y neonatal
son de las más bajas de Europa, y el índice de alumbramientos por cesárea, inferior al 10 %.
Pero los sistemas de otros países, en vez de estudiar las ventajas sociales y económicas del
modelo holandés y aprender algo de sus estructuras descentralizadas y mejor adaptadas a
las necesidades de la mujer, prefieren impulsar la variante, más segura en apariencia, del
parto asistido por aparatos de última generación. De este modo, uno de los acontecimientos
más felices y gozosos de la vida se convierte en otra operación cargada de angustia, y
transforma a unas futuras madres sanas en pacientes de alto riesgo.

Un balazo en rodilla propia

Esta vigencia de la medicina altamente tecnificada ni siquiera ha servido para simplificarles


la vida a ginecólogos y obstetras. Al contrario, algunos de estos médicos puede verse con
un pie en la cárcel tras asistir un parto.
En el origen estuvo la idea de que el control más exacto posible del feto durante el
alumbramiento permitiría prevenir un factor de riesgo como la hipoxia o falta de oxígeno.
Las muertes de niños durante el parto y los daños cerebrales permanentes quedarían
relegados al pasado de una vez por todas. El instrumental técnico necesario para ello fue
inventado rápidamente, e introducido en las clínicas sin reparar en gastos millonarios.
Durante la década de los setenta el parto perfectamente vigilado llegó a ser la norma. Para
las madres, sin embargo, esta concesión a la seguridad implicaba una renuncia extrema a la
autonomía, tumbadas de espaldas, inmovilizadas en medio de una ensalada de cables para
el buen funcionamiento de los distintos equipos monitores de tono cardíaco, tensión
sanguínea y aporte de oxígeno. Hasta aplicaban una sonda al cráneo de la criatura antes de
nacer. No tardaron en oírse algunas voces críticas contra semejante ordalía.
Lo peor es que esa vigilancia tan estrecha no responde a las expectativas. En estudios
detallados se ha demostrado que casi todas las situaciones de carencia indicadas por los
aparatos son falsas. Al mismo tiempo, falla la alarma en un 84 % de las hipoxias
verdaderas.21 El control del latido cardíaco de la criatura no presenta una correlación fiable
con las situaciones reales de peligro.22 En suma, que el impresionante equipamiento técnico
no consiguió reducir la incidencia de las lesiones cerebrales por privación de oxígeno
durante el parto. Hoy los investigadores suponen que las circunstancias del parto carecen de
relevancia en el 90 % de las emergencias, originadas sin duda por otros factores. Todo el
instrumental de alta tecnología, según un artículo publicado en una revista obstétrica, es
«un descomunal equívoco» basado en una serie de «analogías falsas y deducciones
erróneas».23
Aunque existe un gremio que sí se beneficia en cualquier caso. Cuando las cosas van mal y
se inicia una demanda, los abogados pueden interpretar los datos registrados en contra de
los médicos cualquiera que haya sido la situación. El afán de una monitorización
técnicamente perfecta ha venido a ser como pegarse un tiro en la propia rodilla.

Buena esperanza
Pocas veces habrá dado un diagnóstico más claro la prueba del embarazo. Martha no se
cansa de comparar la fotografía del prospecto con la muestra que tiene ante sus ojos. Es la
imagen exacta del «sí». Por fin estaba embarazada. ¡Tantas veces había esperado que se
formase el círculo bien definido dentro de la bandejita! Pero siempre aparecía una figura de
contornos irregulares. Salvo esta vez. Qué símbolo tan bello y redondo. No tener que
soportar más la mirada de la farmacéutica, entre burlona y compasiva. Olvidar la sospecha
de que tal vez Max, o ella misma, no eran capaces de engendrar. Aunque a ella, su
ginecólogo siempre le había asegurado que era tan normal y fértil como pueda serlo
cualquier mujer joven de veintiocho años. Y que no se preocupase, que la espera de un año
era normal y se daba mucho entre las parejas.
¡En estado interesante, como se decía antaño! Marta se deja caer en un sofá, se sirve una
taza de té y descansa mientras procura dominar la jubilosa excitación. Va a comenzar una
nueva vida. Y hay que organizaría. ¿Llamará a Max enseguida, o será mejor esperar a la
cena? Y hay que convenir un calendario de visitas con el médico. Pero... ¿puede tomar té
negro una embarazada? En cuanto al cigarrillo, menos mal que lo dejé el año pasado. Ahora
le toca a Max. Él también tendrá que reformarse.

La primera imagen
Según el ginecólogo, todo estaba claro. La exploró, le sacó sangre, le midió la tensión. —
Un poco baja. ¿Tienes mareos?
—La vista se me nubla a veces cuando me incorporo bruscamente —dijo ella—. Pero me
ha pasado siempre.
El médico le preguntó si quería ver la criatura y ella contestó que sí. Él le introdujo la sonda
en la vagina y apareció en la pantalla una especie de parpadeo abstracto. Hasta que él pulsó
el «stop» y le indicó un mancha más clara. Aquello crecería hasta convertirse en el futuro
hijo de Martha. Ella aún no había notado nada, y estaba delgada como siempre. Aparte una
gran necesidad de sueño, aún no había notado ninguno de los signos que le contaban sus
amigas. Ni náuseas, ni antojos de pepinillos en vinagre. Pero allí estaba la prueba.
—¿Quieres la ecografía? —preguntó el médico. Martha quiso.
No fue la última. Cuando se le abultó la barriga ya no fue necesario introducir la sonda, y
Max estuvo presente en una de estas visitas. A los seis meses el médico les dijo que
seguramente sería un niño.
—¿Ven esas bolitas ahí? Yo diría que son los testículos.
El feto se desarrollaba normalmente, y Martha no tuvo mayores problemas. Lo único que
hicieron, por razones de higiene, fue llevar a casa de los futuros abuelos, que vivían en el
campo, a Jeff, un gato castrado, pero que solía correr por el patio trasero cazando ratas y
ratones, y peleando con otros gatos.

Danza del vientre, historias de terror


Faltando tres meses para el parto, Martha inició una preparación intensa. Aprender técnicas
de respiración, hacer gimnasia, hacerse dar por Max masajes en la barriga con aceites
esenciales, leer montones de libros. Una vez a la semana iba a clases de danza del vientre
para embarazadas. Y luego, un rato de tertulia en la cafetería con Beatrice y Klara. Las dos
iban a dar a luz más o menos como ella, mediado el verano. Las dos tenían ya sendos hijos
crecidos.
Por eso, todo lo que contaban interesaba a Martha, que no se cansaba de escucharlas.
Aunque no eran unas experiencias muy estimulantes en realidad. Beatrice llegó a decidir
que nunca más tendría un niño.
—No estoy hecha para eso —decía—. Estaba medio muerta de miedo.
Le sacaron la criatura por cesárea, bajo anestesia total. El parto se había presentado cada
vez más difícil, hasta que ella misma suplicó que le pusieran fin de una manera o de otra.
Ni siquiera se enteró cuando la llevaron a la sala obstétrica. Cuando despertó sintió unas
tremendas náuseas y un fuerte dolor, y se halló con una criatura en brazos que no podía
amamantar. Y ahora se veía de nuevo en las mismas. Pero esta vez iba a ser un parto sin
dolor. Estaba todo convenido con el médico, incluida la plaza en clínica privada y con
tocoginecólogo de su elección. Primero le darían una anestesia local y luego le practicarían
la cesárea. Beatrice pretendía ir sobre seguro.
En cambio los designios de Klara eran diametralmente opuestos. Que su segundo hijo
naciera en casa. «Para lo que he visto en la clínica, yo sola me las arreglo mejor.» Y subraya
que «yo sola» quiere decir sin médicos. «No hicieron más que darme estrés.» Esta vez
quiere parir sin estrés y con la ayuda de una comadrona elegida por ella misma y que es una
amiga.
El primer parto de Klara había durado casi veinte horas. La comadrona dijo que pocas
veces había visto unos dolores tan prolongados. Pero las contracciones del parto no
acababan de presentarse, y eso que ya había dilatado. Todos se empeñaban en que aceptase
una ayuda. Al amanecer cambió el turno del personal y se presentó una mujer enérgica y
malhumorada que dijo ser la nueva comadrona y expresó el deseo de que todo aquello
acabase de una vez. De nuevo le propusieron todo cuanto había rechazado durante la noche.
¿Anestesia epidural? No. ¿Oxitocina? No. En el preciso instante en que el joven tocólogo
contemplaba con desconfianza el monitor cardíaco y manifestaba el deseo de llamar al jefe
«a ver qué hacemos», sobrevinieron repentinamente las contracciones. Agarrada a un
travesaño Klara berreó como una res herida. Su marido, al que veía borroso desde horas
antes, tenía la cara lívida y estorbaba tanto a la comadrona como al médico.
—Y entonces —recuerda Klara— salió el niño como un taponazo y cayó literalmente al
suelo.
Menos mal que la altura era poca y que cayó sobre una colchoneta. —Pero no quiero que
eso se repita —subraya Klara.
Martha escuchaba la narración de sus amigas cada vez más horrorizada. ¿Tal vez acababa
de escuchar dos casos extremos y rarísimos? Otras madres, entre ellas la suya, procuraban
tranquilizarla. Sí, duele y puede llegar a ser muy desagradable a veces. Pero en realidad no
es para tanto. Lo resistirás, como todas las madres, y lo olvidarás todo cuando tengas a tu
hijo en brazos. Te sentirás en el séptimo cielo y te dirás que ha valido la pena.

Para tu seguridad
Martha desea tener un parto tan libre de incidencias y tan natural como sea posible. Ha
visitado con Max dos clínicas particulares pero finalmente se ha decidido por un clínico
universitario, donde ha encontrado un ambiente agradable y unas enfermeras y comadronas
amistosas. Dejarán que se quede con la criatura, y que se bañe todo lo que quiera, y dar a
luz en la cama o en silla de parto como prefiera. Y por si pasa algo, al lado está la sala
obstétrica, equipada con el instrumental más moderno.
Muy avanzadas las tres en sus embarazos asistieron a la última sesión de danza del vientre
y se despidieron. Volverían a verse dos meses más tarde y serían seis. Beatrice era la única
que sabía exactamente la fecha del nacimiento de su futuro hijo. Ocuparía la habitación el
día anterior, como quien va a un hotel en viaje organizado de vacaciones. Ya no sentía
miedo. Todo iba a ser moderno e indoloro. Y también Klara era toda tranquilidad. Su
comadrona era una amiga excelente que sabía hablarle en los ratos de desánimo.
Martha contemplaba a sus dos compañeras con aire dubitativo. Ya le habría gustado a ella
poder mostrarse tan tranquila y ser tan decidida como para elegir uno de aquellos dos
caminos «radicales», como ella misma decía. Pero por otra parte, una cesárea como la de
Beatrice le daba casi más miedo que los mismos dolores del parto. Y la elección de Klara se
le antojaba lo mismo que pasar la cuerda floja sin red.
—Qué va —opina Klara—. La otra vez tardé veinte horas. Tiempo sobrado para diez viajes
a la clínica si algo se complica.

Esperando los dolores


En el caso de Martha, nada indicaba que fuese a ocurrir tal cosa. El bebé se había dado ya
la vuelta y estaba cabeza abajo. Había crecido mucho e iba a pesar bastante. Pese a lo cual
menudeaban cada vez más las visitas al médico. Apenas podía caminar, y la hipotensión le
creaba dificultades. El médico le daba toda clase de medicamentos para evitar vértigos,
trombosis y el déficit de hierro.
Pero los dolores se hicieron esperar. El embarazo pasaba de cuentas diez días y el bebé se
movía poco, seguramente por falta de espacio. Y sin embargo, no quería salir, los dolores
no venían. Mientras tanto, Max solicitó un permiso para permanecer al lado de ella. Los
chicos siempre tardan más, trató de tranquilizarla. Hubo dos viajes a la clínica, para sendas
exploraciones, y cada vez los enviaron de regreso a casa. Podemos provocar el parto, dijo el
médico. Martha rechazó la idea casi con indignación. Ella quería que todo fuese lo más
natural posible, una bella experiencia, el debut solemne de una vida nueva y feliz.
Al final los acontecimientos se precipitaron. Fue en un día de agosto con mucho calor.
Martha y Max paseaban por una zona peatonal, buscando las sombras de los edificios,
mientras tomaban unos helados. Martha se detuvo frente a un escaparate de prendas
infantiles muy originales. En ese preciso instante rompió aguas. Se le cayó el cucurucho del
helado y contuvo un grito. Max fijaba la mirada vidriosa en su móvil, que tenía en la palma
de la mano, tratando de recordar el número de urgencias.
Por la tarde, la clínica parecía desierta. Una enfermera se presentó en recepción, exhibió
una sonrisa rutinaria y le preguntó a Martha si tenía dolores. Cuando ella respondió
negativamente, la reprendió con suavidad diciendo que era necesario tener paciencia.
Luego, volviéndose hacia Max, le dijo:
—Usted tranquilo, vaya a su casa y traiga las cosas de su mujer.
—Pero yo quiero que me vea la comadrona...
—Sí. No tardará —dijo la enfermera al tiempo que se alejaba—. Es que está ocupada en
este momento.
Hasta que se presentó una comadrona a la que Martha no conocía. Dijo llamarse Margarete
y los condujo a una habitación. No era la bella habitación que le habían enseñado en la
primera visita, sino una especie de cuarto auxiliar con cama, mesita y ducha.
—Puede quitarse la ropa interior, que la lleva empapada —dijo Margarete.
A continuación examinó a Martha y preguntó otra vez por los dolores.
—Falta mucho todavía —agregó, y tras anunciar que estaba pendiente de otro parto—: Esa
señora ingresó ayer por la noche. Está aquí al lado y no va a tardar mucho ya. Si necesita
usted algo, no tiene más que llamar con los nudillos en la pared.
Al abrir Margarete la puerta de comunicación vieron que la habitación contigua era la que
ellos conocían, grande y con bañera. Se oían jadeos y quejas de una voz femenina. Luego la
puerta se cerró.
—¡Max! —exclamó Martha—. Ahora empieza. Y Max llamó con los nudillos.

El día más largo


Empezó a anochecer. Martha, echada en la cama con la bata abierta, la cabeza detectora del
cardiotocógrafo sujeta sobre el vientre por medio de una banda elástica. En una mesita
cercana, la plumilla trazaba sobre una banda de papel los latidos de la criatura. El médico
dijo que se debía mantener la inmovilidad durante media hora por lo menos, para evitar el
desplazamiento de la cabeza detectora. Pero los dolores se presentaban ya cada veinte
minutos. En la habitación contigua, los jadeos y las quejas se habían convertido en alaridos
estridentes e irregulares.
—¿Qué pasa con esta mujer? —preguntó Martha a la comadrona—. ¿No dijo usted que
terminarla pronto?
Sí, eso parecía, contestó la otra.
Cuando retornaron los dolores Martha se arqueó y apretó la mano de su marido. —Cuidado
con la sonda —dijo Margarete.
—Cuando se me haya pasado, me gustaría tomar un baño —gimió Martha.
—Lo siento de veras, pero aquí no hay más que una ducha.
En la habitación contigua la actividad estaba alcanzando un punto culminante, de manera
que Max y Martha pasaron muchos ratos a solas. Martha se levantó, salió al pasillo, contó
los minutos hasta que volvieron los dolores y se tumbó otra vez en la cama.
El médico entraba de vez en cuando para preguntar.
—No demasiado bien —decía Martha. A este médico tampoco se lo habían presentado en
las visitas anteriores. El profesional estudió la gráfica.
—Lo mejor será repetirla cada dos horas —dijo—. A continuación auscultó e: vientre de
Martha con el fonendo, le preguntó por la frecuencia de los dolores y le tomó la tensión.
—Es que hoy tenemos un día muy agitado. La sala obstétrica también está a tope.
En ese instante le sobreviene a Martha otro dolor, que por primera vez le arranca un grito.
Ha sido peor que ninguno de los anteriores. Intenta controlar la respiración, tal como le han
enseñado.
—Ha sido horrible —gime—. Ayúdeme.
—Aún sería posible la anestesia epidural —dice el médico—. Asistirá a todo cons-
cientemente pero sin notar dolores, y dentro de dos horas todo habrá pasado.
Entra la comadrona y se pone a darle un masaje en los hombros.
—Si espera demasiado, cuando los dolores vengan más seguidos no podremos intervenir —
dijo el médico—. Hay que aprovechar un intervalo para poner la inyección.
Desesperada, Martha vuelve los ojos hacia su marido.
—¿A ti qué te parece? —le pregunta. El atribulado Max se encoge de hombros. Otro dolor.
—Tranquila —dice la comadrona—. No hay que empujar todavía. Pasará en seguida.
En seguida se pone a inspeccionarla. —Ya se ve la cabeza del bebé.
Martha apenas reacciona a esa noticia. Está bañada en sudor, tumbada de espaldas.
—Pero tiene que dilatar mucho más. Esto va a durar bastante. —¿Cuánto? —jadea Martha.
—Puede que hasta el amanecer. Son las doce de la noche.
—¿No quiere la epidural? —pregunta de nuevo el médico, mirando a Martha con simpatía.
—Sí —suspira ella cerrando los ojos.

Parto sin dolor


La habitación contigua está tranquila desde hace rato. Por lo visto Margarete quedaba libre
de otras obligaciones, pues no se ausentó más. Controlaba la infusión que se vaciaba en el
antebrazo de Magda. Ésta tenía entumecida la parte inferior del cuerpo y ya no sentía
dolores, pero después de la epidural le había bajado alarmantemente la tensión, por eso le
pusieron el gota a gota para tratar de estabilizarla.
La comadrona estaba asumiendo la dirección del parto. A intervalos regulares la instaba a
empujar. Lo mismo habría dado que la hubiese puesto a leer el periódico. Magda ya no
sentía los dolores, sino sólo una especie de presión procedente de la criatura. No obstante,
«empujó» como le decían. Otra vez entró el médico en la habitación, estudió la gráfica del
ecógrafo y comentó algo con Margarete. Lo único que entendió Martha fue «las
contracciones no vienen». «Póngale la oxitocina», dijo el médico y se marchó.
—¿Qué significa eso? —preguntó Max, sentado al lado de Martha. Agotado y entregado al
destino, empezaba a echar vagamente en falta un cigarrillo.
—Hay que darle un remedio para provocar las contracciones —explicó la comadrona, al
tiempo que inyectaba la oxitocina directamente en la infusión. Mantenía conectado casi
permanentemente el cardiotocógrafo.

Al parecer la anestesia iba surtiendo efecto. Martha parecía más contenta. En seguida se
presentó otro problema. Margarete llamó al médico por el busca. Le preocupaban los
latidos del corazón del niño. Amanecía.
—Si no viene el niño antes de media hora, habrá que sacarlo —dijo el médico sin dejar de
medir la habitación con sus pasos. Esta vez no hizo intención de salir enseguida, y
volviéndose hacia Martha agregó—: Podemos hacerlo por aspiración, aunque sería más
sencilla y limpia una cesárea.
—Espere un poco más, por favor —suplicó Martha con voz entrecortada. Y entonces nació
la criatura.
Cortaron el cordón umbilical y la comadrona lavó al niño. Un muchachote de cuatro kilos.
—¿Por qué no llora? —preguntó Max—. Yo creía que todos los niños lloraban al nacer.
—No —sonrió Margarete—. Éste es de los callados.
Transida de felicidad, Martha recibió al hijo entre sus brazos. La placenta salió sin que ella
se enterase.

Reencuentro de las jóvenes madres


Beatrice, Klara y Martha se reúnen en el gimnasio del estudio de danza. Orgullosas.
presentan sus bebés, a cuál más hermoso, a las futuras madres de abultadas barrigas. Al
cabo de un rato, las amigas salen a sentarse en los jardincillos contiguos. Beatrice es la que
menos tiene que contar. Todo salió como estaba previsto. El miércoles le sacaron la niña.
Cuando empezó a disiparse el efecto de la anestesia le dolió mucho la herida. Total, le fue
preciso quedarse en la clínica diez días más de los previstos. La criatura pesó menos de tres
kilos y se la quedaron un poco más mientras Beatrice se reponía poco a poco de la
intervención. A la niña le dieron una alimentación especial y anunciaron que iba a ser
preciso criarla con biberón.
—Qué lástima. La primera vez tampoco pude dar el pecho —cuenta Beatrice cas como
disculpándose. Todavía estaba un poco débil y tenía prohibido levantar objetos pesados.
Klara estaba de un humor excelente. A ella también le había salido todo bien. Si dábamos
crédito a lo que contó, ese parto fue como una celebración de cumpleaños. —La comadrona
se pasaba el día entero en el jardín, tomando el sol —ríe Klara Por la tarde salían juntas a
merendar.
—Pero luego perdí el apetito, y estaba dando vueltas por la habitación cuando sentí los
primeros dolores.
Cuando la cosa se puso seria, pasó a ocupar el sillón de orejas de su marido. Esta ba tan
relajada, que entre dolor y dolor se quedaba dormida. Y luego, dos contracciones y nació el
bebé.
—Pero esta vez la comadrona lo atrapó a tiempo.
—¿Nunca te han puesto un cardiotocógrafo? —pregunta Martha con incredulidad.

—No —replica Klara—. Mi comadrona llevaba una especie de trompetilla, y cada vez que
me venían los dolores me la apoyaba en la barriga para escuchar y decía «se ye fuerte y
claro, todo va bien». Y cuando todo hubo terminado yo tenía tanta hambre que pedimos
unas pizzas por teléfono. Y nos las comimos todos sentados en la ama de matrimonio, con
el pequeño en medio.
—En mi caso no fue tan fácil —recuerda finalmente Martha—. De pronto deja-m de oírse
los latidos del bebé y estuvieron a punto de practicarme una cesárea.
Después de una pausa, agrega:
—Al principio no me caía simpática la comadrona. Pero es una mujer que entiende su
oficio. No sé cómo, pero se las arregló para sacar la criatura. Menos mal que estábamos en
una clínica, de lo contrario sabe Dios lo que habría ocurrido.

Texto extraído del libro "Las traiciones de la medicina" de Kurt Langbein y Bert Ehgartner

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