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Los primeros fueron los médicos militares y los cirujanos de campaña, que cuando acabó la
guerra conquistaron sistemáticamente las maternidades. Cuando el parto se demoraba
demasiado, a los uniformados se les acababa la paciencia y así se le presentó al viril espíritu
de innovación la idea de acelerar el proceso.
Ya en el siglo XVIII, el fórceps era el símbolo distintivo y el título del obstetra. El uso de
dicho instrumento, por lo general, no se les consentía a las comadronas. Era privilegio del
cirujano el agarrar con esa tenaza el cráneo del infante para sacarlo del vientre materno..., y
sin anestesia ni desinfección, en la época. Algunos médicos progresistas, como Ignaz
Philipp Semmelweis, tronaron contra las manipulaciones inescrupulosas y muchas veces
mortales de sus adversarios. Así, por ejemplo, cuando escribió a un colega de Praga,
Friedrich Wilhelm Scanzoni, gran partidario del parto asistido por fórceps: «Por tanto,
declaro ante Dios y ante el mundo entero que sois un asesino, y la historia de las fiebres
puerperales no sería injusta en absoluto si os recordase con el apelativo de Nerón de la
medicina».14
En cuanto a la cesárea, hasta la segunda mitad del siglo XX fue una intervención tan
peligrosa que hasta los cirujanos más desprovistos de escrúpulos titubeaban en realizarla.
Los dos grandes riesgos del parto, la infección y la hemorragia incontenible, en el caso de
la cesárea eran todavía más graves que en un alumbramiento normal. Con los progresos de
la cirugía y la introducción de la antisepsia, sin embargo, fue entrando poco a poco en la
consideración de un acto médico de emergencia para salvar la vida del niño. En los últimos
años esta percepción también ha cambiado. Según estudios científicos, pueden exigir
justificadamente una cesárea alrededor de un 7 % de los partos. Hoy, en los países
industrializados, nace por esa vía uno de cada cinco niños y la frecuencia sigue aumentando
con rapidez. Hace poco Peter Husslein, director del obstétrico universitario de Viena,
dirigió estas palabras a una asamblea de comadronas: «Señoras mías, les guste a ustedes o
no, deben ir contando con un índice de cesáreas del 50 % para los próximos diez años.
Queda para ustedes el otro 50 % de los nacimientos».15
«Con la misma despreocupación con que antes sacaban a la criatura por abajo, tirando de
los pies o con la tenaza, ahora las sacan por arriba», critica Alfred Rockenschaub, ex
director de la vienesa clínica Semmelweis de la mujer.16 Hasta mediados de la década de los
ochenta, el hoy jubilado Rockenschaub registraba en dicha institución tocológica, una de
más importantes de Viena, una incidencia de 1,03 % de cesáreas con índices de mortalidad
maternal y neonatal excepcionalmente bajos. Pero, ya entonces, las cesáreas eran diez veces
más frecuentes en todas las demás clínicas de Viena.
Esas tendencias no las impulsan las mujeres. Pocas embarazadas dirán de antemano que
prefieren dar a luz por cesárea. Pero tan ponto como entran en relación con las clínicas y las
unidades de maternología reciben un bombardeo publicitario a favor de esa variedad
especial de parto «light». En Estados Unidos, por ejemplo, funciona desde hace algunos
años una campaña con el lema Preserve your ¡ove canal-take a caesarian!, «conserva tu
canal del amor, hazte una cesárea». Lo que se sugiere, obviamente, es que al evitar el
alumbramiento natural mantendrán en forma el aparato sexual y la sensibilidad de su
vagina, es decir que seguirán siendo parejas sexualmente deseables. Y por cierto que entre
las clases altas y medias de los países sudamericanos ha encontrado una excelente acogida
esta argumentación, no apoyada por ningún tipo de evidencia científica dicho sea de paso.
Allí casi todas las que pueden permitírselo eligen la incisión. Las estadísticas de las clínicas
privadas arrojan una frecuencia de 80 %.
Como tampoco responden a ninguna evidencia científica las informaciones según las cuales
el parto vaginal aumenta el riesgo de incontinencia en la edad madura. En este sentido se
lanzó una gran campaña de buzoneo que suscitó mucha atención, y la Asociación de los
ginecólogos estadounidenses ha emitido un comunicado para distanciarse expresamente
diciendo que son opiniones particulares de un pequeño grupo de profesionales, no
respaldadas por datos significativos. Este tipo de juicios previos sin ninguna base recuerdan
mucho otra práctica que antaño formaba parte del procedimiento normal de los partos
vaginales, la episiotomía. Es decir, la incisión practicada rutinariamente para facilitar la
salida de la criatura, que también se argumentaba diciendo que servía para prevenir futuras
incontinencias. En realidad se ha demostrado todo lo contrario, que debilita el fondo
pelviano favoreciendo por consiguiente el molesto fenómeno, el cual se previene mucho
mejor con la práctica de unos sencillos ejercicios destinados a fortalecer la musculatura de
la región genitourinaria y pelviana.
En obstetricia, al parecer, .menos es más. Nada demuestra que sea más seguro parir en los
grandes hospitales que en una clínica local no tan equipada, o incluso que parir en casa.
Antes al contrario, los partos domésticos debidamente planificados presentan menos riesgo
de complicaciones y mortalidad que las clínicas de alta tecnología. Éstas, en cambio, son
más seguras para los casos de presentación de nalgas u otras situaciones complicadas.
En Holanda, que cuenta con una densa y bien organizada red de comadronas y que es el
país de la UE donde más se da a luz en casa, las cifras de mortalidad maternal y neonatal
son de las más bajas de Europa, y el índice de alumbramientos por cesárea, inferior al 10 %.
Pero los sistemas de otros países, en vez de estudiar las ventajas sociales y económicas del
modelo holandés y aprender algo de sus estructuras descentralizadas y mejor adaptadas a
las necesidades de la mujer, prefieren impulsar la variante, más segura en apariencia, del
parto asistido por aparatos de última generación. De este modo, uno de los acontecimientos
más felices y gozosos de la vida se convierte en otra operación cargada de angustia, y
transforma a unas futuras madres sanas en pacientes de alto riesgo.
Buena esperanza
Pocas veces habrá dado un diagnóstico más claro la prueba del embarazo. Martha no se
cansa de comparar la fotografía del prospecto con la muestra que tiene ante sus ojos. Es la
imagen exacta del «sí». Por fin estaba embarazada. ¡Tantas veces había esperado que se
formase el círculo bien definido dentro de la bandejita! Pero siempre aparecía una figura de
contornos irregulares. Salvo esta vez. Qué símbolo tan bello y redondo. No tener que
soportar más la mirada de la farmacéutica, entre burlona y compasiva. Olvidar la sospecha
de que tal vez Max, o ella misma, no eran capaces de engendrar. Aunque a ella, su
ginecólogo siempre le había asegurado que era tan normal y fértil como pueda serlo
cualquier mujer joven de veintiocho años. Y que no se preocupase, que la espera de un año
era normal y se daba mucho entre las parejas.
¡En estado interesante, como se decía antaño! Marta se deja caer en un sofá, se sirve una
taza de té y descansa mientras procura dominar la jubilosa excitación. Va a comenzar una
nueva vida. Y hay que organizaría. ¿Llamará a Max enseguida, o será mejor esperar a la
cena? Y hay que convenir un calendario de visitas con el médico. Pero... ¿puede tomar té
negro una embarazada? En cuanto al cigarrillo, menos mal que lo dejé el año pasado. Ahora
le toca a Max. Él también tendrá que reformarse.
La primera imagen
Según el ginecólogo, todo estaba claro. La exploró, le sacó sangre, le midió la tensión. —
Un poco baja. ¿Tienes mareos?
—La vista se me nubla a veces cuando me incorporo bruscamente —dijo ella—. Pero me
ha pasado siempre.
El médico le preguntó si quería ver la criatura y ella contestó que sí. Él le introdujo la sonda
en la vagina y apareció en la pantalla una especie de parpadeo abstracto. Hasta que él pulsó
el «stop» y le indicó un mancha más clara. Aquello crecería hasta convertirse en el futuro
hijo de Martha. Ella aún no había notado nada, y estaba delgada como siempre. Aparte una
gran necesidad de sueño, aún no había notado ninguno de los signos que le contaban sus
amigas. Ni náuseas, ni antojos de pepinillos en vinagre. Pero allí estaba la prueba.
—¿Quieres la ecografía? —preguntó el médico. Martha quiso.
No fue la última. Cuando se le abultó la barriga ya no fue necesario introducir la sonda, y
Max estuvo presente en una de estas visitas. A los seis meses el médico les dijo que
seguramente sería un niño.
—¿Ven esas bolitas ahí? Yo diría que son los testículos.
El feto se desarrollaba normalmente, y Martha no tuvo mayores problemas. Lo único que
hicieron, por razones de higiene, fue llevar a casa de los futuros abuelos, que vivían en el
campo, a Jeff, un gato castrado, pero que solía correr por el patio trasero cazando ratas y
ratones, y peleando con otros gatos.
Para tu seguridad
Martha desea tener un parto tan libre de incidencias y tan natural como sea posible. Ha
visitado con Max dos clínicas particulares pero finalmente se ha decidido por un clínico
universitario, donde ha encontrado un ambiente agradable y unas enfermeras y comadronas
amistosas. Dejarán que se quede con la criatura, y que se bañe todo lo que quiera, y dar a
luz en la cama o en silla de parto como prefiera. Y por si pasa algo, al lado está la sala
obstétrica, equipada con el instrumental más moderno.
Muy avanzadas las tres en sus embarazos asistieron a la última sesión de danza del vientre
y se despidieron. Volverían a verse dos meses más tarde y serían seis. Beatrice era la única
que sabía exactamente la fecha del nacimiento de su futuro hijo. Ocuparía la habitación el
día anterior, como quien va a un hotel en viaje organizado de vacaciones. Ya no sentía
miedo. Todo iba a ser moderno e indoloro. Y también Klara era toda tranquilidad. Su
comadrona era una amiga excelente que sabía hablarle en los ratos de desánimo.
Martha contemplaba a sus dos compañeras con aire dubitativo. Ya le habría gustado a ella
poder mostrarse tan tranquila y ser tan decidida como para elegir uno de aquellos dos
caminos «radicales», como ella misma decía. Pero por otra parte, una cesárea como la de
Beatrice le daba casi más miedo que los mismos dolores del parto. Y la elección de Klara se
le antojaba lo mismo que pasar la cuerda floja sin red.
—Qué va —opina Klara—. La otra vez tardé veinte horas. Tiempo sobrado para diez viajes
a la clínica si algo se complica.
Al parecer la anestesia iba surtiendo efecto. Martha parecía más contenta. En seguida se
presentó otro problema. Margarete llamó al médico por el busca. Le preocupaban los
latidos del corazón del niño. Amanecía.
—Si no viene el niño antes de media hora, habrá que sacarlo —dijo el médico sin dejar de
medir la habitación con sus pasos. Esta vez no hizo intención de salir enseguida, y
volviéndose hacia Martha agregó—: Podemos hacerlo por aspiración, aunque sería más
sencilla y limpia una cesárea.
—Espere un poco más, por favor —suplicó Martha con voz entrecortada. Y entonces nació
la criatura.
Cortaron el cordón umbilical y la comadrona lavó al niño. Un muchachote de cuatro kilos.
—¿Por qué no llora? —preguntó Max—. Yo creía que todos los niños lloraban al nacer.
—No —sonrió Margarete—. Éste es de los callados.
Transida de felicidad, Martha recibió al hijo entre sus brazos. La placenta salió sin que ella
se enterase.
—No —replica Klara—. Mi comadrona llevaba una especie de trompetilla, y cada vez que
me venían los dolores me la apoyaba en la barriga para escuchar y decía «se ye fuerte y
claro, todo va bien». Y cuando todo hubo terminado yo tenía tanta hambre que pedimos
unas pizzas por teléfono. Y nos las comimos todos sentados en la ama de matrimonio, con
el pequeño en medio.
—En mi caso no fue tan fácil —recuerda finalmente Martha—. De pronto deja-m de oírse
los latidos del bebé y estuvieron a punto de practicarme una cesárea.
Después de una pausa, agrega:
—Al principio no me caía simpática la comadrona. Pero es una mujer que entiende su
oficio. No sé cómo, pero se las arregló para sacar la criatura. Menos mal que estábamos en
una clínica, de lo contrario sabe Dios lo que habría ocurrido.
Texto extraído del libro "Las traiciones de la medicina" de Kurt Langbein y Bert Ehgartner