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La autobiografía lectora de Michèle Petit

Juan Domingo Argüelles

Cómo citar este artículo:


Argüelles, Juan. (18 de enero de 2009). En: Jornada semanal. UNAM. No. 724.
Disponible en: http://www.jornada.unam.mx/2009/01/18/sem-arguelles.html
[consultado el día de mes de año).

Desde hace algunos años me resulta difícil congeniar –más por ellas que por mí–
con las personas que sólo saben leer en los libros y no hallan ninguna lectura
atractiva y apasionada en la existencia misma. Mis conceptos sobre la lectura, ni
místicos ni misioneros, les parecen inaceptables. Es gente que, por principio,
confunde pasión libresca con intolerancia, cree que todo lo valioso de la vida está
únicamente en los libros y no alcanza a comprender que los mejores libros, y aun
los peores, están hechos precisamente de vida.

A pesar de todo, entiendo a estas personas (que se sorprenden o se incomodan y a


veces incluso se irritan con mis opiniones acerca del libro y la lectura), porque
durante mucho tiempo yo fui como ellas y creí que la única vida que valía la pena
vivirse sólo podía encontrarse en las páginas de los libros. Aun sin yo
proponérmelo era un pedante, y un dogmático de la cultura libresca, al que hoy
veo, a la distancia, con algo de pena, cierto grado de arrepentimiento y un poco de
indulgencia.

Tuvieron que pasar muchos años y varios cientos de libros para que yo alcanzara a
saber que lo mejor que pueden hacer los libros por nosotros no es acumular
obesidad impresa, sino animar y potenciar nuestra existencia, tornándola más
ligera, menos pretenciosa y mucho menos arrogante y autoritaria.

Por ello, al leer la autobiografía lectora de Michèle Petit, Una infancia en el país de
los libros (Océano-Travesía, México, 2008, colección Ágora), me reconcilio con la
lectura y con la vida, porque advierto que también para Michèle los libros han sido
importantes para mejorar su existencia y no para empapelarla, coserla y
encuadernarla.

Una infancia en el país de los libros refiere la educación sentimental de una


lectora que extrae de los libros lo mejor para disfrutar la vida con más intensidad y
hondura. La niña, la adolescente y la joven que leyeron y construyeron cada cual su
país libre, su reino soberano, harían a la adulta más feliz, más tolerante, más
sensible y más amable, con toda la carga del verbo amar que posee este adjetivo.

Henry Miller, uno de los autores que ella leyó en su adolescencia, se preguntaba:
“¿De qué sirven los libros si no nos hacen volver a la vida; si no consiguen
hacernos beber en ella con más avidez?” Y esto es, justamente, lo que he
encontrado en la autobiografía lectora de Michèle Petit: la lectura apasionada e
inteligente de los libros para volver, una y otra vez, a la vida, y para beber en ella
más ávidamente, como cuando se tiene sed.
No leer, nada más, para acumular lecturas (así sean lecturas de grandes obras y de
importantes autores), sino leer para que cada experiencia de lectura nos devuelva
lo mejor de la existencia y nos haga sentir que la vida es maravillosa (aun con
todos sus dolores, desdichas e inconvenientes) no sólo porque hay libros, sino
porque esos libros no nos exigen apergaminarnos y encerrarnos en lo simplemente
libresco; antes por el contrario nos prestan alas y libertad para salir a la fresca
intemperie.

Idealmente, la mucha lectura de libros debería enseñarnos su verdadera utilidad


que no es, por supuesto, la soberbia intelectual, sino la mayor capacidad de
comprender y, con ello, de respetar las diferencias; en una palabra, ser más
tolerantes con los que no son como nosotros. Lo que ocurre es que muchas
personas están convencidas de que leer libros (y, sobre todo, leer muchos y
“buenos libros”) les da supremacía no sólo intelectual, sino también moral frente a
los demás mortales. Los libros no les han servido para atenuar, sino más bien para
inflamar, esas extrañas ínfulas. Insólita y cruel paradoja de lectores instruidos y, se
supone, racionales y sensibles: no comprenden y, por tanto, no respetan ni toleran,
sino que vilipendian, al analfabeto y al que “no lee”. Los insultos, todos, que
aplican a los “no lectores”, son sinónimos de bestia: asno, burro, jumento, animal y
muchísimos otros aún menos “cordiales”. Ser lector no equivale a ser inteligente.
¿Cómo explicarnos esta sinrazón?

Pablo Neruda, uno de los poetas más vitales y uno de los más pródigos lectores y
autores de libros escribió algo que, para mí, en los últimos años, luego de leer
muchos libros, es una especie de divisa, de santo y seña, con que moriré satisfecho
y agradecido con la lectura: “Libro, tú no has podido empapelarme,/ no me
llenaste de tipografía,/ de impresiones celestes,/ no pudiste encuadernar mis
ojos,/ salgo de ti a poblar las arboledas/ con la ronca familia de mi canto,/ a
trabajar metales encendidos/ o a comer carne asada/ junto al fuego en los
montes.”

Michèle Petit, aquella niña scout , que ya sabía del placer de leer, supo también que
leer libros es extraordinario siempre y cuando estos libros también nos devuelvan
la lectura del mundo. Me conmueve y me admira lo que Michèle refiere, porque lo
que ella descubrió de adolescente yo apenas lo supe muchos años después (al
recordar y reivindicar, fervorosamente, mi pasado no lector): que el mundo es un
gran libro, mucho más rico y maravilloso que todos los libros juntos en la gran
biblioteca infinita.

Escribe Petit: “Aprendí a hacer nudos marinos, cabañas, puentes colgantes, fogatas
en medio de un viento fuerte, una canoa, máscaras de teatro. A colectar huellas de
animales, a observar las nervaduras de las hojas. Leía el mundo, éste se agrandaba
y yo me colaba en él. Por fin salía de mi cuarto. Descubría que era posible tener un
dominio sobre las cosas. Esto no me había ocurrido nunca en la escuela, donde
salvo escasos momentos no había conocido más que humillaciones, el miedo o el
aburrimiento”.

Leer es, generalmente, un acto de soledad que sólo nos reivindica como especie si
conseguimos que esa soledad se vuelva comunión con los otros y con el mundo que
está más allá de las páginas de los libros. Esto es lo que vengo diciendo y
escribiendo desde hace varios años, y es lo que no siempre comprenden los
fundamentalistas librescos (como aquel que yo fui) que creen que lo más
importante es lo que está en los libros y no lo que está en la vida (en nuestro
pensamiento, en nuestro espíritu), con libros o sin libros. Para que el acto de leer
un libro sea provechoso, esa lectura tiene que regresarnos con más ímpetu a la
amplitud y vastedad de la existencia, y no enclaustrarnos en la estéril erudición o
en el simple saber libresco, por muy profundo que éste sea.

No es que los libros no valgan la pena. Nunca he dicho ni escrito nada semejante ni
lo diré jamás. (El gran problema de la lectura es que mucha gente lee sin leer y por
ello entiende sólo lo que quiere entender: no lo que está en los libros, sino lo que ya
está fijo, petrificado, en el búnker mental de sus “certezas”.) Lo que sí digo es que
la vida siempre será mucho más rica y mucho más plena que los millones de libros
que hay en el mundo, y que puede ser extraordinaria si le añadimos la experiencia
afortunada de los libros, cuidando de no quedarnos, para siempre, enterrados y
ciegos (como los topos), en las tibias y cómodas profundidades de la celulosa.

Coincido con Ernesto Sabato cuando éste se pregunta: ¿acaso no hubo cultura
antes de Gutenberg?, y cuando, en respuesta a esta pregunta, afirma que la cultura
no sólo se transmite a través de los libros, sino por medio de todas las actividades
del hombre: conversando, viajando, oyendo música, comiendo, etcétera. Y cita en
su auxilio a Longfellow, quien en el Hyperion expresa que “una simple
conversación mientras se come con un sabio es mejor que diez años de mero
estudio libresco”, enfatizando que sabio no quiere decir necesariamente letrado.
Recordemos que fue también Longfellow quien dijo que los libros son los sepulcros
del pensamiento en tanto no consigan potenciar nuestra vida.

Así como la vida potencia los libros (porque los libros sin experiencia vital, los
libros librescos , no sirven para mucho), así los libros deben potenciar la vida, que
es lo que realmente importa. Los libros sin la vida no son nada, son simples objetos
inermes e inertes, porque sólo el lector tiene la capacidad de dotarlos de energía.

Montaigne sabía lo que decía cuando afirmaba que por modesta que sea nuestra
biografía, podemos extraer ideas más significativas de nosotros mismos que de
todos los libros de la Antigüedad, y Alain de Botton nos recuerda en sus
Consolaciones de la filosofía (Taurus, México, 2001) que, “como reconoce
Montaigne, los grandes libros guardan silencio sobre demasiados asuntos, por lo
cual, si les permitimos trazar las fronteras de nuestra curiosidad, frenarán el
desarrollo de nuestra mente”.

Esto ya lo sabía y ya lo decía Sócrates, según podemos constatarlo en el Fedro , de


Platón: los libros son buenos, pero mal utilizados pueden servir para confiar
absolutamente todo a la letra impresa, en detrimento del ejercicio de nuestra
memoria y nuestros propios sentimientos y pensamientos.

Clifton Fadiman, gran lector y autor gentil de un humilde Plan de lectura para
toda la vida (Planeta, México, 2008), dijo lo siguiente con diáfana sinceridad:
“Una de las cosas que he descubierto es que resulta fácil decir que los libros te
hacen crecer, pero bastante difícil demostrárselo a los lectores más jóvenes. Tal vez
es mejor decir que actúan como un líquido para revelar películas; es decir, que te
hacen ser consciente de lo que no sabías que sabes. Más que instrumentos para la
mejora personal, los libros son instrumentos de descubrimiento personal. Esta
idea no es mía. Se encuentra en Platón.”

Leyendo y releyendo Una infancia en el país de los libros, de Michèle Petit, en más
de un momento me acordé de lo que sostiene Alessandro Baricco en uno de los
ensayos más provocativos e inteligentes de su libro Tótem (“Queridos jóvenes, es
mejor no leer”, 2003): quienes leemos y escribimos casi siempre provenimos de
una herida no cicatrizada o de una derrota no siempre bien resuelta; quienes
leemos y escribimos no estamos conformes con el mundo que nos ha tocado vivir
y, por ello, tratamos de encontrar las respuestas en nuestra soledad en medio de
los libros, adentro de las páginas.

Leemos, en realidad, para leernos, para encontrarnos, para saber de qué va la cosa
y para poder entender nuestras debilidades e insatisfacciones. Dice Baricco, y dice
bien: “Leer es siempre la revancha de alguien que en la vida fue ofendido, herido.”
Y añade: “No sé si esto tiene alguna relación con la ‘humanidad ofendida', de la
cual escribía Adorno. Sé que la gente de libros es, por lo general, gente que sufre.”
De ahí que concluya que “leer libros es una forma inteligentísima de perder”.

Yo no soy psicólogo, pero sí soy enfermo y también soy lector y escritor. Por ello sé
que Baricco no se equivoca. Y al leer la autobiografía lectora de Michèle Petit,
quien sí es psicóloga y antropóloga y gran lectora y gran escritora, reafirmé
sospechas. Petit nos ofrece en su libro (y, en general, en todos sus libros) muchas
claves de ese sufrimiento y muchas claves de ese acto de reparación y
reconstrucción de la identidad que es la lectura.

Pocas investigaciones hay tan lúcidas y tan cordiales en este tema, como las de
Michèle Petit: tan alejadas de clichés y de afirmaciones contundentes, excluyentes
y soberbias. Los libros de Michèle nos enseñan que hay algo siempre más allá de
los libros y que ese algo no es otra cosa que la existencia misma.

La niñita que leía y que se espantaba, se alegraba o se obsesionaba con las historias
y las imágenes; la adolescente que buscaba respuestas en los libros, y la joven que
supo su destino entre libros es hoy la mujer que regresa a su infancia (fuente de
toda creación artística y literaria, agua primigenia de la filosofía y la poesía) para
decirnos cómo se hace un lector y cómo se construye una vida con los libros que
nos ayudan a entender mejor lo que somos.

Y para construir nuestra vida y completarla, todo sirve: no nada más los grandes
clásicos sino también Tintin, Mickey Mouse y el Pato Donald; el Tío Castor y Peter
Pan tanto como Rilke, Kleist, Duras, Le Clézio y Proust. Deberíamos saberlo todos
los que estamos metidos en esto de leer y escribir libros, pero son muchos los que
se avergüenzan de decirlo, porque suponen que una vida de lectura sólo está hecha
de Joyce, Hegel y otros autores como éstos, con grandes ambiciones intelectuales.

Y así como hay libros que se gozan en la infancia y en la adolescencia, hay libros
que nos hacen sufrir o que nos aburren, aunque hayan sido escritos aparentemente
para nosotros. Esto le sucedió a la niña Michèle, por ejemplo, con El Principito, de
Antoine de Saint-Exupéry, y con Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, y, más
tarde, también, con Verne y con Stevenson.

Nuestras historias son nuestras porque las integramos a nuestra existencia más
profunda, y todo libro que no consiga ese destino no es, definitivamente, para
nosotros, al menos en ese primer momento. Incluso los “buenos libros”, que son
buenos para los adultos y que por ello creen que deben ser buenos para los niños y
adolescentes, suelen resultar pesados e insípidos. Por ello no debemos imponer
jamás a nadie, y menos a un niño, y mucho menos a un adolescente, un libro que
suponemos que “le tiene que gustar” porque es “indiscutiblemente bueno”.

Refiere Michèle, al recordar a la niña que fue: “Los escritos que me recomendaban
tenían la etiqueta de ‘buenos' libros, lo que era una absoluta traición a su esencia.
Se presentaban como libros pero no lo eran. Eran el vehículo de la voluntad de los
adultos por inmiscuirse en lo más protegido que yo tenía; de hacer que mi deseo se
derivara hacia lo que se adecuaba al suyo, de intentar penetrar en el campamento
indio sembrado de empalizadas en el que me había encerrado, lejos de las
miradas.”

Cuando somos niños, un libro que no es para nosotros nos puede asfixiar, y esto no
lo entienden muy fácilmente los adultos. Sólo los libros que nos interesan por
algún motivo, que incluso no tenemos que confesar, nos entregan oxígeno y nos
hacen la vida más respirable.

Los libros de Michèle Petit siempre me apasionan porque no son ese tipo de libros
de especialistas sin espíritu; son, como ella misma dice, desde la primera frase de
su libro, autobiografías disfrazadas de trabajo “científico”. Y es que, en realidad, no
puede ser de otro modo en el caso de Michèle, pues sería incongruente que alguien
que goza con los libros y que abre puertas para que otros descubran lo que hay en
la lectura, más allá de la utilidad y el placer, nos entregase una obra sin pasión y
sin espíritu.

Sabemos que las ideas y las emociones desatan consecuencias. Cada libro de
Michèle, lo he dicho también en otros momentos, inaugura caminos para
comprender y disfrutar mejor este vicio impune que es leer. Desde sus Nuevos
acercamientos a los jóvenes y la lectura (1999), hasta Una infancia en el país de
los libros (2008), pasando por Lecturas: del espacio íntimo al espacio público
(2001) y Leer y liar (2005), entre otras obras fundamentales de investigación y
reflexión.

“En los libros –dice– recogí abundante material para hacer del mundo un lugar
más habitable.” Creo que a esto mismo se refería Longfellow cuando hablaba de
sabiduría. La sabiduría de Michèle Petit es un acto de gentileza para cualquier
lector; jamás un desplante de soberbia o un alarde de arrogancia. Y aunque dice
con firmeza lo que no le gusta, tampoco lo hace con jactancia.

Confiesa: “Toda mi vida leí por curiosidad insaciable, para leerme a mí misma,
para poner palabras sobre mis deseos, heridas o miedos; para transfigurar mis
penas, construir un poco de sentido, salvar el pellejo.”
La anterior es una de las descripciones más fieles y más sinceras que he leído
respecto del porqué de la lectura. Creo que Michèle Petit es una persona
afortunada y esto se nota en su felicidad al escribir, al hablar y al relacionarse:
trabaja en lo que le gusta, “en ese extraño objeto: la lectura”. Cómo no envidiarla y
cómo no quererla y admirarla. Más aún si en cada uno de sus libros nos regala una
lección de humilde inteligencia y de profunda amistad, todo lo cual es la lectura.

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