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Del amor para con los enemigos

Aunque la perfección cristiana consiste en la perfecta obediencia de los


preceptos de Dios, no obstante, procede principalmente del precepto de amar a
los enemigos, por ser este precepto muy conforme a la costumbre del Señor, y
a lo que Él practicó en la tierra, y practica en el cielo.

Y así si pretendes adquirir en breve la perfección, debes procurar cumplir


exactamente cuanto Cristo manda en este precepto de amar a los enemigos,
amándolos, haciéndoles bien y rogando por ellos (Matth. V), no tibia y
lentamente, sino con tanto afecto que casi olvidada de ti misma te entregues de
todo corazón a su amor, y a rogar por ellos.

En orden al bien que deberás hacerles, guardarás esta regla. En lo que toca al
bien de su alma, has de estar advertida, que de ti y de tu mal ejemplo no tomen
jamás ocasión de tropiezo; y muestra siempre con el semblante, con las
palabras y con las obras, que los amas, y que estás siempre dispuesta y pronta
a servirlos.

En cuanto a los bienes temporales te aconsejarás con el recto juicio y la


prudencia, considerando la calidad de los enemigos, y tu propio estado y las
ocasiones. Si a esto atendieres con cuidado, ten por cierto que la virtud y la
verdadera paz entrarán en tu corazón.

Este proceso no es tan difícil como algunos se persuaden; duro es a la


naturaleza, no es dudable; mas a quien está sobre aviso para mortificar los
movimientos de la naturaleza y del odio, se le hará suave, porque lleva
escondida, dentro de sí, una dulcísima, paz.
Para socorrer la flaqueza de la naturaleza te servirás de cuatro medios que son
muy eficaces y poderosos.

El primero es la oración, pidiendo a Jesucristo el amor a los enemigos, en


virtud de aquel amor con que estando en la cruz, primeramente se acordó de
los enemigos suyos, después de su santísima Madre, y últimamente de sí
mismo (Luc XXIII, 43, 46. – Joann. XIX, 27).

El segundo medio será decirte a ti misma: Precepto del Señor es que yo ame
a mis enemigos (Matth. V); y así debo cumplirlo.

El tercero será que mirando y contemplando en ellos la viva imagen de


Dios, la cual les dio Él mismo en la creación (Genes. I), te excites y te
despiertes a amarla.

El cuarto, el precio infinito con que han sido rescatados, que no es plata ni oro,
sino la misma sangre de Jesucristo (I Petr. I, 18, 19), que tú debes venerar
siempre y no permitir jamás que sea pisada, vilipendiada y ultrajada. Si estas
cuatro cosas contemplas a menudo, amarás, como Dios quiere, a tus enemigos.

25.11.18

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