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Este modelo de familia tradicional basado en la división sexual del trabajo conlleva también
una complementariedad en los roles, una mutua dependencia. Sin embargo, en lugar del
reconocimiento mutuo esperable a cuenta de la división de papeles, lo que encontramos es
una sobreinvestidura, una hipervaloración de lo masculino, entendiendo como tal el papel del
hombre, en detrimento de todo femenino. La mujer, vinculada a lo doméstico y la crianza, está
ausente de lo público, y relegada a una condición de inferioridad, de hombre en menos.
Tal modelo está siendo progresivamente sustituido por formas más avanzadas, como las que
llama Mabel Burin[2] “familias de transición”, modelos que tratan de responder de forma mas
adecuada a los retos que las transformaciones sociales exigen, y sobre todo a lo que significa
la revolución de los roles de genero, consecuencia directa de los movimientos de
emancipación de la mujer.
La familia de transición, formada en general por parejas que trabajan y tienen pocos hijos,
presenta un dominio masculino atenuado, frente al incontestable del modelo tradicional. Las
funciones se dividen en función del género aunque de modo más fluido, menos fijo, más
intercambiable, con excepciones que varían en cada caso. Tales excepciones corresponden a
lo que la autora denomina “bastiones tradicionales”, aludiendo a la necesidad de la mujer, o
del hombre, de conservar la última palabra sobre el ámbito de lo doméstico o de las finanzas.
Asimismo se dan conflictos de pareja derivados de las expectativas contradictorias en cada
uno de los miembros presentes en la formación de la familia, generalmente en torno a la
seguridad y la independencia.
Alrededor de tales bastiones se constituyen los estereotipos que podemos privilegiar de este
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La madre sobreprotectora es una madre neurótica, exigente, con tendencias depresivas y/o
hipocondríacas, que se presenta con cierta labilidad emocional, muy dependiente, con rasgos
de inmadurez afectiva incluso rayanos en el infantilismo, con explosiones de ira, cierto
victimismo episódico y recurrente, al tiempo que vuelca todo su narcisismo en los logros
familiares, bien sea de su marido bien de sus hijos, o de ambos.
El padre ausente aparece rígido, hierático, tendente al autoritarismo incluso a la violencia, sin
necesidades de afecto y comunicación – censuradas en el terreno familiar –, buscando en el
exterior ese reconocimiento que su rol le impide demandarlo al interior de la familia. Acosado a
menudo por la incertidumbre económica o la inseguridad personal, se enfrenta a la necesidad
de mantener una falsa apariencia de fortaleza y seguridad. La tensión entre las exigencias
superyoicas y las necesidades de afecto y reconocimiento reprimidas o renegadas dará lugar a
patologías típicas de la masculinidad.
Si la madre sobreprotectora se vuelca en los logros de sus hijos para obtener ciertas
recompensas, el padre lo hará en relación a la apariencia social: el dinero y los bienes
materiales. Maldavsky[3] ha subrayado la erotización del número y del cálculo en numerosos
hombres, que encuentran en el recuento obsesivo un consuelo fugaz para su angustia.
Numerosos estudios de género han vinculado estos roles estereotipados con el desarrollo de
ciertas patologías, tanto del lado de la mujer (depresiones, somatizaciones, trastornos
somatoformes), como del lado del varón (coraza caracterial, desestimación de los afectos,
adicciones, agresividad, violencia...)
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Nos interesa especialmente una de las propuestas clásicas de la psicología del desarrollo,
compartida por escuelas dispares, es la necesidad que tiene el bebé de separarse de la
madre. El bebé, para poder crecer y madurar, ha de separarse de la madre, independizarse de
ella y lograr su autonomía, más aún si se trata de un bebe varón. Esta independencia respecto
de lo maternal es considerada patrón de normalización, garantía de salud.
Es evidente que este vínculo primitivo con el bebé ha de transformarse y evolucionar para
permitir su desarrollo y su evolución, ahora bien, el influjo del pensamiento falocéntrico, núcleo
de un orden social patriarcal, consiste en sostener que el abandono de la identificación
primera con la madre, y su sustitución por el padre como figura identificatoria, es sinónimo de
evolución, de maduración y de salud. El padre en posición de tercero es un polo de
identificación considerado como benéfico con independencia de sus particularidades, que no
suelen merecer mayor comentario en los trabajos adscritos a este paradigma.
Benjamin[5] nos recuerda, por el contrario, que la maduración del bebé no se facilita
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La alternativa que propone la autora, en lugar de sustituir la identificación con la madre, por
otra con el padre, con los mismos caracteres de idealización y sumisión, consiste en un
proceso de reconocimiento de las diferencias, es decir el reconocimiento del otro – el padre, la
madre... –, en lo que tiene de semejante y de diferente, en su realidad. Este reconocimiento de
la alteridad del otro es un proceso de desarrollo muy diferente al de las identificaciones
clásicamente defendido.
Incluso las teorías sobre el juego infantil varían grandemente si pensamos el juego del niño en
los términos en que lo propone Freud, es decir, determinado principalmente por la ausencia
de la madre, y por tanto, bajo la consigna de la consolación, de la elaboración de la pérdida, o
bien pensamos en un niño que juega empujado por su deseo de conocer y reconocer el
mundo, empujado por su espontaneidad y sostenido por una madre que garantiza el medio
ambiente adecuado – como ocurre en el modelo de Winnicott –. Un juego que le lleva a poner
a prueba la realidad del otro, su capacidad de pervivir ante los embates de la destructividad
infantil.
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¿Cuál es el destino de la relación primaria madre – hijo? Aunque debemos realizar algunas
precisiones, ya sea que se trate de un hijo varón, o de una hija, el destino que sufre esa
primera relación es el de ser intervenido por el padre. Los psicólogos sostienen la necesidad
de la intervención paterna ante una relación materno- infantil considerada como perniciosa.
Ahora bien, deberíamos de precisar qué pretendemos en esa intervención del tercero, tan
mitificada por la ortodoxia psicoanalítica, que cuando habla de la intervención del padre como
tercero en función de corte parece haber descubierto la piedra filosofal. Pretendemos una
sustitución de la idealización de la madre de la infancia, depositada ahora en el padre, ya que
como tercero se convierte en garante del acceso al mundo simbólico, representante de la ley,
de lo social, en definitiva defensor del hijo ante la voracidad enfermiza de la figura materna, o
más bien se trata de un reconocimiento de la subjetividad del otro, de la alteridad del otro, y
por ende de los propios límites.
La identificación es una incorporación del otro al mundo de las fantasías internas, se trate del
padre o de la madre, tomando el lugar de objetos de la relación interna fantaseada por el
bebé. Esa identificación, tan necesaria al principio, se convierte en un obstáculo para el
reconocimiento de la realidad del otro, más allá del sujeto, así como de las propias limitaciones
y capacidades. Este acceso a la realidad del otro ha sido especialmente estudiado por
Winnicott[7] al diferenciar la relación con la madre, como objeto interno, respecto de la relación
con una madre que está más allá de las representaciones mentales del bebé, y por tanto
construye un incipiente sentido de la realidad. Gracias a ese reconocimiento, el bebé puede
adquirir a su vez un sentido de la realidad independiente de sus productos mentales, lo cual es
un avance extraordinario en su percepción del mundo externo.
La relación primaria madre – hijo se ha criticado clásicamente porque al parecer, a menudo las
madres volcaban en exceso sobre sus hijos, sus propias necesidades de satisfacción
personal. El altruismo sacrificado de las madres, que a veces podía tomar la forma incluso del
masoquismo[8], estaba y está al servicio de sus necesidades narcisistas, para Freud
constituyente básico de la feminidad lo denomina masoquismo moral. Identificada a sus hijos,
la madre espera procurarse así las satisfacciones que el orden social le ha negado por otras
vías: sociales, profesionales o intelectuales.
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Esta transformación de las relaciones sociales, que se cumple a pasos agigantados, nos
obliga a revisar planteamientos tradicionales en cuanto a la identidad de género, y a los roles
parentales. No podemos sostener en ese sentido que la relación madre - hijo precisa de la
intervención paterna para posibilitar una separación, para permitir al hijo que crezca y se
desarrolle, responsabilizando así a la madre de una supuesta tendencia al infantilismo en el
hijo. Sin embargo, este prejuicio está implícito en numerosas intervenciones que se realizan
desde diferentes dispositivos de salud.
Las funciones paterna y materna han sido consideradas tradicionalmente como dos polos
confrontados; de un lado el padre representa el polo excitante, el padre que se acerca a su hijo
con juegos y actividades que excitan su curiosidad, su musculatura, su destreza. La madre
representa clásicamente el polo de contención, cuidado y sostenimiento del niño ante las
dificultades y las enfermedades. Ahora bien, aunque en nuestra cultura el padre representa el
polo del crecimiento, y la madre el polo de la regresión, no podemos mantener que en la
realidad, el padre sea el único que impulsa el desarrollo del niño.[9] Por otra parte, y
especialmente en el caso de la relación padre – hija, la gran olvidada de los estudios, pensar
que el polo regresivo se sostiene en la madre, y no en el padre, resulta cuanto menos
pintoresco de argumentar.
El verdadero problema que nos plantea la relación madre – hijo no es el del infantilismo, ni la
dificultad del niño de independizarse o separarse de ella, la dificultad se plantea en tanto que
esa relación no permite el reconocimiento del otro, en este caso la madre, en su radical
alteridad. La relación con la madre no es de reconocimiento mutuo, la madre sigue siendo el
objeto amado y odiado por antonomasia. Idealizada, temida y repudiada[10], sigue sin ser
reconocida en tanto sujeto agente de su deseo, en tanto que ser sexuado con intereses más
allá del polo materno infantil que la definió clásicamente. Este proceso es más evidente en el
caso del hijo varón, aunque concierne a ambos sexos. En el caso de la niña, el dilema se
plantea más tarde cuando la identificación primaria con la madre cuidadora la exige mantener
una identificación también a una madre pasiva, cuya capacidad subjetiva de desear es
seriamente puesta en duda en nuestra cultura.
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El mismo autor reconoce que la masculinidad, desde los tiempos de Aristóteles, consiste en
negar la necesidad de ayuda y consuelo. Les cito: “quienes poseen hombría se distinguen de
las mujeres porque no desean que otros se entristezcan por su pena”.
Por lo que respecta a la niña, puede mantener ese vínculo infantil con la madre, sin embargo y
a causa de ello, se verá en la tesitura de renunciar o al menos sofocar parte de sus
potencialidades. La figura de la madre como modelo identitario de género conlleva el
desarrollo en la niña de un carácter altruista, de su capacidad de cuidar de los otros, de su
consideración como un objeto sexual valioso; al mismo tiempo, proscribe y sofoca gran parte
de su curiosidad, y necesariamente sus tendencias hostiles, sus tendencias agresivas, por
cuanto éstas entran en contradicción con los ideales de la maternidad.
La culpabilidad y los síntomas que padecen muchas mujeres de hoy, al enfrentarse al dilema
de optar por su desarrollo intelectual y social frente al cumplimiento de su ideal maternal,
incompatible a menudo con lo anterior, es la mejor prueba que podemos aducir[15].
Este sistema patriarcal de géneros polarizados se sostiene de una división, de una escisión
primitiva: la identidad de género no se construye gracias y a través del reconocimiento mutuo,
del otro y de sí mismo, se construye por la exclusión del otro, por el desconocimiento del otro.
Otro que es representado en nuestra cultura principalmente por la mujer, pero también por
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Este desconocimiento del otro implica en el niño el repudio de la madre para alcanzar la
masculinidad, mientras que en la niña la renuncia es a una parte de su subjetividad para
preservar la identidad de género con la madre y la feminidad. Este rechazo de la madre, en
cualquier caso, es un rechazo de la dependencia originaria, porque los rasgos de identidad
masculinos se asientan sobre la exaltación de la independencia y la autonomía, y la negación
de cualquier vínculo de dependencia. Como dice MacIntyre “la ceguera respecto a la mujer y
su denigración están vinculadas a los intentos masculinos de negar el hecho de la
dependencia”[16].
Este rechazo presenta dos vertientes íntimamente conexionadas, en primer lugar la mujer es
considerada bajo el prisma de una madre ideal, a condición de excluir una sexualidad propia,
en segundo lugar es considerada como objeto sexual privilegiado, pero sin subjetividad. Así, el
aforismo de Lacan sobre la mujer como “no toda” cobra otra dimensión, puesto que ese “no-
toda” es la condición para sostener la identidad masculina del varón[17] a resguardo de
aquello que debe mantenerse invisible. Lacan intuye como pocos que la dimensión fálica no
agota la subjetividad de la mujer, pero no es capaz de pensar un más allá del falo.
La critica de este sistema patriarcal de escisión y polarización de los géneros, así como la
aparición de formas de convivencia distintas ha motivado la preocupación en muchos sectores
sobre el peligro de perder las referencias claras sobre la identidad de género. Está claro que
para el infans, la cría humana, es un pasaje fundamental la capacidad de establecer una
diferencia entre los sexos, la capacidad de identificarse con uno de los sexos y la necesidad
de ser reconocido por los demás.
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[1] Citado por Emilce Dío Bleichmar en “Sexualidad y género...”. Aperturas 11. Revista por
Internet. Las revistas mencionadas son: American Journal of Orthopsychiatry, American
Journal of Psychoanalysis, American Journal of Psychiatry, Journal of Consulting and Clinical
Psychology, Family Process, International Journal of Psychology and Psychiatry, Journal of
Clinical Psychology.
[2] Burin, M. y Meler, I.: Género y familia. Paidós. Buenos Aires, 2002.
[3] Maldavsky, D.: Teoría y clínica de los procesos tóxicos. Amorrortu, Buenos Aires, 1992.
[5] Id.
[7] Winnicott, D.: “El uso de un objeto y la relación por medio de identificaciones” en Realidad
y juego. Granica, Bs. As, 1972.
[8] No vamos a detenernos en la cuestión del masoquismo moral de la mujer, pensamos que
el desarrollo del texto aclara suficientemente nuestra opinión al respecto.
[9] Benjamin, J.: Los lazos del amor. Paidós, Buenos Aires, 1996.
[12] Nos referimos principalmente a las tesis de Mahler y la psicología del self de origen
norteamericano, con su énfasis en el proceso de individuación-separación, pero también es
una idea que impregna desarrollos de la escuela francesa, sobre todo en lo que concierne al
padre en función tercera o de corte.
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[15] Véanse a este propósito los trabajos de Irene Meler, Mabel Burin, Emilce Dío Bleichmar, y
un largo etcétera que aquí no podemos enumerar.
[17] Lacan, J.: Aun. (El seminario, libro 20: 1972-73) Paidós. Barcelona, 1981. (Ver
especialmente el capítulo “Dios y el goce de la mujer”)
Bibliografía.
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