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Algunas sombras de mojigatería

Julieta Lomelí
Recuerdo retazos de algún cuento del Marqués de Sade, en el cual se narra la historia del
enamorado Sernenval, un hombre de alrededor cuarenta años, casado con una mujer una década
más joven que él. Ella, una sensual mujer, que a pesar de no ser la dama más fina de la ciudad,
deslumbraba en Paris, volviéndose incluso, una de las más atractivas del mencionado sitio.
Aunque la señora de Serneval era muy bella, eso no la exentaba de tener un grave defecto, que a
ojos del marido era generalmente justificado gracias al inmenso cariño que le merecía. Ella
constaba de una extraña mojigatería, una que podría incluso ser confundida con timidez, pero que
más bien tildaba en la frontera de un pudor ridículo.
Era tanto su terror hacia el mundo, que la señora Serneval difícilmente paseaba por la calle, o se
dejaba ver en público. Pero el colmo de su extremo recato, fue que pocas veces se dejó acompañar
por su marido. En ocasiones le permitió que le hiciera el amor, pero sólo bajo ciertas condiciones.
Ella lo recibía en su habitación con un camisón nada agraciado, el cual jamás se quitaba, y sólo le
permitía la entrada a él, a partir de una abertura hecha en la tela, a la altura del himeneo.
Cualquier intento de acariciarla en alguna otra parte del cuerpo, como por ejemplo en sus firmes y
redondeados senos, que él tanto deseaba, estaba rotundamente prohibido para el Señor Serneval.
Ningún contacto deshonesto era aceptado por su puritana mujer.
Su vida conyugal transcurría con cierta estabilidad, gracias a la tolerancia, pero sobre todo, a la
sumisión del marido, para no violar los lindes impuestos por la señora Serneval. Él respetaba con
resignación la desbordada pureza que su mujer le exigía, porque estaba enamorada de ella, pero
también, porque temía perder para siempre su cariño y el acceso —muy dosificado— a su
voluptuoso cuerpo.
La esposa indolente, de verdad ¿sentiría algún tipo de amor hacia él? A pesar de la situación tan
anormal, el Señor Serneval, pareció serle muy fiel a la dueña de su corazón, hasta que el enigma
que ella guardaba le revienta en la cara.
Christian, el protagonista de 50 Sombras de Grey, se parece mucho a la mojigata señora Serneval.
El hombre más deseado —e idealizado por muchas de las lectoras de la novela, desde antes de ser
interpretado en pantalla por el actor Jamie Dornan—, viene a cumplir en la película el papel del
seductor millonario, que en sus deseos de ser excéntrico, queda aunado a una joven —que a primera
vista, al igual que él—, no parece nada excéntrico
Él clava su obsesión en una estudiante de literatura inglesa —valga el cliché—. Una lánguida e
inocente mujer, que a sus veintitantos sigue siendo virgen. Ella se convierte, a ojos de un liberal-
macho contemporáneo, en una maravillosa excepción, en un cuerpo que habrá de pertenecerle
cuanto antes; será amaestrada a su manera.
En la película, la virginal Anastasia Steele —interpretada por Katherine Kavanagh—, se enamora
de inmediato, como una adolescente, del anormal y a la vez convencional Christian Grey.
La trama se va volviendo cada vez más intensa. Las escenas de desnudos revientan el alma del
público —que en su mayoría no sobrepasan los veinticinco años—, hasta convertirse en un tipo de
secuencia de fotografías sexuales, sin ningún valor artístico y sin algún resabio de profundidad
narrativa que las una. Pero eso sí, guiadas por el hilo conductor del puritanismo.
Un film que habla del bondage, del masoquismo. De la dominación sexual de un hombre millonario
y seductor, sobre una mujer inexperta y boba. Una historia que prometía mucho sexo explícito, pero
que sólo muestra imágenes de las joviales tetas de Anastasia y de los bíceps plastificados de Grey,
junto a algunos golpecitos que él provee a su objeto del deseo.
Una película más bien de amor y poco sexo, aburrida hasta el final. Moralina desde su muy original
manera: “¿Por qué me quieres castigar?” “¿Me enamoré de ti?” “¿Será que no me amas?”
50 Sombras de Grey, al final nos deja el mensaje de que quienes gozan de buen juicio, son los
normales que aún tienen la capacidad de amar. Pero los que tienen grandes heridas en su corazón,
los abusados, los abandonados, los sufridos, tienden a la destrucción de sus relaciones. Por
consecuencia son personas anormales que gustan de placeres extraños en la cama, como la sodomía
y esos vicios.
Grey se parece tanto a la señora Serneval. Es el mojigato contemporáneo, la versión masculina del
hombre que no se deja tocar, y que pocas veces permite que Alicia lo acompañe durante las noches
en su habitación.
El millonario, es como el personaje de Sade, una linda y voluptuosa mujer, que limita con reglas su
amor, y que al final, también esconde un oscuro secreto. El cual sólo conoceremos, si vemos la
segunda parte de la saga el siguiente año, o nos ponemos a leer el resto de los libros. Pero entre leer
a E. L. James o echarle un ojo a las letras del Marqués de Sade, es preferible quedarse con el último.
Como ya lo diría Stephien King, “50 Sombras de Grey es basura porno”. Y no es que King sea el
gran novelista, y no es que Grey tenga grandes escenas pornográficas. Ahora imagínense que podría
decir al respecto un autor de culto y un director de verdadero cine porno.

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