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Y MENORES
Gran parte de nuestra vida es vivida en el núcleo de nuestras familias. En una nacemos,
y probablemente formemos la propia durante nuestra vida. La familia (cualquiera sea su
conformación) es la base de la organización de nuestra sociedad. ¿Qué significa esto? Que
influye de manera importante no sólo en las distintas áreas de nuestra vida, sino también en
quién somos y quién seremos.
El divorcio es, para cualquier persona, una situación caracterizada por el dolor, la
angustia y la necesidad de replantearse aspectos fundamentales de su vida. Se lo considera
uno de las mayores causales de estrés y generador de innumerables conflictos.
El divorcio como crisis. Pittman (1990) propone que una crisis se produce cuando una
tensión (una fuerza que tiende a distorsionar) afecta al sistema familiar, exigiendo un
cambio en su repertorio usual, y permitiendo, además, la entrada de influencias externas
de una forma incontrolada. Este autor describe cuatro categorías de crisis:
1. Desgracias inesperadas. Son sucesos imprevisibles, cuyas causas suelen ser extrínsecas
a la familia (fallecimientos, accidentes, etc.). Su resolución puede suponer un esfuerzo
común para adaptarse a la situación, o puede implicar el riesgo de una búsqueda de
culpables que genere mecanismos de ataque y defensa.
4. Crisis de desvalimiento. Ocurren en familias en las que los propios recursos se han
agotado o son ineficaces, de tal forma que dependen de instancias externas para uno o
varios aspectos de su supervivencia (familias que dependen de los recursos sociales,
incapacidades crónicas, etc.). Parece obvio que una separación pueda ser integrada en la
categoría de crisis del desarrollo. Como tal, estaríamos ante una auténtica situación
adaptativa cuyo resultado, una vez superada, debería colocar al sistema familiar en un
punto más avanzado de su desarrollo. Pero ésto no ocurre con todas las rupturas. Existe
un porcentaje elevado de ellas que pudiera ser enmarcado en las restantes categorías. Así,
en separaciones cuyo detonante último es una relación extramatrimonial, puede ocurrir
que una parte de la familia reaccione como si de una desgracia inesperada se tratase,
creándose un persistente rechazo del miembro "infiel", que es identificado como culpable,
y evitándose cualquier tipo de interacción con él. Por otro lado, hay familias en las que el
conflicto conyugal se reactiva periódicamente, incluso pasados varios años desde la
separación, cada vez que son necesarias nuevas negociaciones o nuevos cambios en la
relación. El conflicto mediatiza todas las interacciones, y adquiere el carácter de una crisis
estructural que forma parte de la evolución familiar y de la de todos sus miembros. En el
extremo estarían aquellas parejas que deben recurrir constantemente a intervenciones
judiciales. La capacidad para tomar decisiones sobre su propia vida se ha visto tan
disminuida que, desde una situación de desvalimiento, han generado una irreversible
dependencia de la institución legal. Estos tres últimos casos incluirían diversos grados de
disfuncionalidad, a veces difícilmente superable. En muchas ocasiones suelen expresarse
en intensos e interminables conflictos legales que, acumulados en los juzgados, tratan de
poner a prueba la eficacia de la Justicia en determinadas crisis psicosociales. El divorcio
como proceso. Desde un modelo evolutivo de crisis, podemos concebir la separación
como un proceso que transcurre en diferentes niveles relacionados entre sí, ubicable
temporalmente, y contextualizable en función de las múltiples cuestiones que deben
resolverse en cada uno de sus estadios. Algunos autores (Bohannan, 1970; Giddens, 1989)
distinguen hasta seis "procesos de divorcio" (emocional, legal, económico, coparental,
social y psíquico) que una pareja debería afrontar indefectiblemente para completar su
ruptura. Todos ellos tienen que ser abordados, y en todos puede surgir el conflicto cuando
no se obtienen los resultados deseados. Este puede ir expresándose alternativamente en
cada proceso, al mismo tiempo que van generándose las diferentes soluciones. También
es posible que alguno de ellos adquiera una especial preponderancia conflictiva sobre los
demás, impidiendo la resolución de los otros y provocando que el tiempo de elaboración
de la ruptura se alargue más de lo debido. Los diferentes procesos no son temporalmente
paralelos, aunque en algunos momentos transcurren solapados, y se interrelacionan
mutuamente. Así, la ruptura emocional suele iniciarse mucho antes de llegar la separación
física, y puede prolongarse una vez finalizado el proceso legal. Este va íntimamente
asociado al económico, mientras que el social y el psicológico suelen ser los últimos en
resolverse.
Considerando que, por la diversidad de factores que participan, los impactos del
divorcio o separación pueden ser muy diferentes para cada niño, la mayor parte de la
literatura científica al respecto es coincidente en que tales experiencias modifican
completamente sus vidas: la gran mayoría de los hijos de separados o divorciados, ya
desde los años inmediatamente posteriores a tales eventos, muestran marcadas anomalías
en sus desarrollos, ya que cuando se produce una separación o un divorcio, tanto la
infancia como el ejercicio de las funciones de paternidad de la pareja rota se ven
desafiadas, aunque sea también cierto que en muchos casos tanto hijos como padres se
pueden ver liberados de una convivencia infeliz e incluso a veces de situaciones con un
final más o menos trágico. En el caso de los progenitores, el desafío surge porque tienen
que reestablecer el funcionamiento económico, social y parental y en el caso de los hijos
porque, a todas las edades, luchan con la desconcertante demanda de tener que redefinir
sus contactos con ambos padres.
Todo ello se hace más complejo en aquellos casos en los que el progenitor custodio,
que generalmente suele ser la madre, tiene que hacer frente no sólo a la sobrecarga de
tensiones y tareas propias de su misión, sino también al lógico desajuste emocional
asociado con la tensa situación que suele conllevar la ruptura con la pareja. Es por eso
que, con relativa frecuencia, la figura parental encargada de la custodia (las más de las
veces la madre) desempeña prácticas educativas erráticas, con poco control sobre el
comportamiento del hijo y escasa sistematicidad en el seguimiento de reglas, con las
consecuencias negativas que son de prever en el desarrollo de los hijos.
El estado de crisis del niño, cuando todavía está presente el lógico desequilibrio
emocional del padre o de la madre tras la separación o el divorcio, puede exacerbar los
problemas entre ellos en lugar de servir de apoyo mutuo, lo que es especialmente
influyente cuando los hijos son menores de tres años. Los grandes cambios en las
relaciones con ambos padres se acompañan de una elevada ansiedad en los hijos,
especialmente cuando la ruptura los coge por sorpresa, pues, dadas las peculiaridades de
la psicología infantil, y teniendo en cuenta que el amor y la dedicación de sus padres han
desaparecido, tal sensación de pérdida lleva a los niños de todas las edades a la conclusión
de que las relaciones personales armónicas son irrealizables, y, aún en los casos en que
esas relaciones sigan siendo relativamente adecuadas, no hay garantías de que se
mantengan en el futuro. Estas creencias suelen continuar presentes en la adolescencia y
en la adultez, al estar reforzadas por la experiencia personal en los años cercanos al pos-
divorcio o pos-separación, debido al interés que los padres mostraron por hacer patente
el desafecto que sentían el uno por el otro.
Silvia Álava apunta que “muchos padres consiguen salvar sus diferencias individuales
por el bien de sus hijos”; esto no implica que arreglen su matrimonio, pero sí que
mantengan el objetivo principal: el bienestar del hijo. Estos son algunos de los errores a
evitar para lograrlo.
3. Marcar tiempos para la asimilación. No hay un límite establecido para que el niño
asimile la situación, cada caso va a necesitar un tiempo distinto. Los padres
tienden a fijar tiempos en los periodos de adaptación que no se corresponden con
la realidad del niño, que por su propio desarrollo cognitivo no tiene las estrategias
que tienen los adultos.
4. Intentar comprar al niño. Es posible caer en el error de pensar que el niño va estar
más feliz o que va a querer estar más con nosotros si lo colmamos de cosas
materiales, pero en realidad ocurre todo lo contrario; “los niños necesitan que les
digan por dónde tienen que ir, les trasmitan seguridad, firmeza y mucho cariño”.
Atendiendo siempre al interés del menor, aparecen con esta nueva ley, aspectos nuevos
como el hecho de que a partir de ahora los progenitores deberán aportar al procedimiento
judicial el llamado "plan de parentalidad", y por otro lado, que la ruptura de la
convivencia no debe suponer una alteración de la responsabilidad parental frente a los
menores, es decir, las responsabilidades de los padres seguirán siendo compartidas
después de su ruptura.
Con esta nueva ley, sucede que no se otorga el uso de la vivienda conyugal al progenitor
al que se le da la custodia del hijo/s sino que con la nueva regulación, se valora la
capacidad económica de cada progenitor, indistintamente de si se le atribuye o no la
guarda y custodia del menor, por lo que, excepcionalmente se puede otorgar el uso de la
vivienda al cónyuge que no tenga la guarda del menor, siempre que el otro disponga de
los medios suficientes para encontrar un nuevo domicilio. En los supuestos de guarda
compartida, en el uso de la vivienda los progenitores también podrán acordar la
distribución del uso por periodos determinados.
Otro aspecto importante a destacar es qué sucede con aquellas sentencias que ya son
firmes y por el motivo que sea, ahora se desea con posterioridad, solicitar la guardia y
custodia compartida. En esos casos, deberá instarse un procedimiento de modificación
de medidas, en el que las partes soliciten el cambio. Si es de mutuo acuerdo, no deberían
existir obstáculos. Por el contrario, si no existe ese acuerdo, los Jueces serán reacios a fin
de no alterar las rutinas del menor o el bienestar de éste, si hasta la fecha, no han existido
problemas en relación al bienestar y formación del menor. No obstante, sí que será viable
en supuestos en que pueda acreditarse que existen motivos por circunstancias actuales
que hacen necesaria la alteración a una guarda y custodia compartida en beneficio e
interés del menor.
En gran parte de las separaciones y divorcios, los padres toman sus propias decisiones
respecto a la custodia de los hijos sin tener que recurrir al sistema legal vigente en su
comunidad o país. Por lo general, estos acuerdos comunes incluyen que la madre se haga
cargo de la custodia física de los hijos, sin que se impida la continuidad de los contactos
con el padre o de que éste siga involucrado de alguna forma en la educación de los hijos.
No obstante, con miras a salvaguardar el desarrollo infantil, hay una serie de legislaciones
que tratando de regular el divorcio o de la separación de una pareja contemplan la equidad
entre madres y padres como posibles custodios de los hijos, lo que se conoce como
custodia legal compartida. Pero, aun en los casos en los que uno de los padres obtenga la
exclusividad de la custodia, el acceso del niño al padre no custodio es fomentado y
protegido por dichas leyes, al dotar a éste de la libertad para ejercer su derecho de visitas,
incluso en los casos de separaciones o divorcios conflictivos o cuando la custodia del hijo
es objeto de disputa legal entre ambos progenitores.