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James Dickey
Liberación
Título original: Deliverance
Georges Bataille
Obadía, versículo 3
Antes
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—Me han dicho que éstas son las cosas que de vez en cuando
fascinan a los propietarios de clase media —dijo Bobby—.
Pero la mayoría de ellos se limitan a esperar tendidos hasta
que se les pasan las ganas.
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— ¿Y tú, Drew?
— ¿Ed?
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Nos fuimos.
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14 de septiembre
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—Lo hay.
— ¿Tenemos tiempo?
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mismo, por el coche o los que fuésemos con él. Esperé que no
hubiera mucho de eso, pues mientras esperaba allí de pie a la
luz incipiente del alba, me sentía realmente amigo suyo.
Tenía siempre el aspecto de disponerse a saltar sobre algo, de
avanzar con alegría y anticipación. Yo, en cambio, estaba
cansado de arrastrar los pies, en sentido figurado: y me
sentía mucho más ligero y más musculoso cuando me
hallaba cerca de Lewis.
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Cuando pasamos delante del Olds, les hice a los otros dos la
señal churchilliana de la V, y Bobby me contestó con el
clásico dedo. Miré hacia adelante, me estiré en el asiento y
me puse a contemplar cómo iba aumentando la luz.
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— ¿Qué?
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—Muy bien.
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— ¿Y qué?
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— ¿Cómo saliste?
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—Quizá lo fuera.
— ¿Quién es ése?
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— ¿Qué?
Hacía calor ese día. Todo estaba verde y por entre lo verde se
veía ese color sutil dorado que daña a la vista. Pasamos por
Whitepath y Pelham, pueblos más pequeños que los otros,
Pelham más pequeño que Whitepath, y luego empezamos a
subir por curvas. Los bosques eran densos por entre las
poblaciones y las cercaban.
Por fin llegamos a Oree. Era sin duda el centro del condado,
pues tenía un edificio blanqueado del que era parte la cárcel,
y un anticuado coche de bomberos aparcado a un lado.
Fuimos a una estación de Texaco y preguntamos si había por
allí alguien que quisiera ganarse algún dinero. Cuando Lewis
paró el motor, se pobló y animó el aire con insectos, incluso
en el centro del pueblo, una especie de «silencio ruidoso» que
lo llenaba todo. Un viejo con un sombrero de paja y una
camisa de trabajo se asomó por la ventanilla de Lewis y le
habló. Parecía un típico palurdo de alguna película de
inadecuado reparto, un actor con demasiado carácter para
ser auténtico. Me pregunté en qué consistiría lo que había
intrigado tanto a Lewis; todo en Oree estaba dormido y era
feo; y ante todo, falto de consecuencia. Nadie que valiera un
comino podría salir de semejante sitio. Nada era, como la
mayoría de los sitios y de las gentes nada son. Lewis le
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Drew intervino:
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— ¿En qué?
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—Ven, Drew —le dijo Lewis—. Deja eso. Tenemos que ir a por
el agua.
—Podría tocar música con ese chico todo el día —dijo Drew—.
¿Por qué no esperas un minuto? Me gustaría saber su
nombre y dirección.
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—¿Y la caza?
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Dios mío, ¿por qué será así este hombre? Me había entrado
mucho miedo y sentía resentimiento contra Lewis por
haberme metido en aquella situación. Pues no haber venido,
me dije a mí mismo. Pero nunca más. Nunca.
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—Ya veremos.
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Lewis se indignó:
—Escucha —dijo.
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—Buena explicación.
—No me deja.
—¿Quién?
—Esto.
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—Nada de particular.
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—Desde luego.
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Fuimos hacia abajo por entre las fluyentes plumas, las rocas
emplumadas y los maderos enganchados en el fondo, y me
resigné a ir así hasta que noté, no sé por qué, que mi agudeza
auditiva aumentaba en cierto modo. Me concentré, el sonido
del agua se intensificó y a la vez subió de tono. Había otro
recodo ante nosotros y el río parecía darse prisa por llegar
allí, y nosotros con él.
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—Sí, eso creo. Temo que, si avanzamos más, estén las orillas
demasiado altas para que podamos desembarcar. Todos
queréis un sitio a la izquierda y hemos de mirar por ese lado.
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—Sí, creo que son muy buenas. El último número que leí de
una revista de arquería decía que una cabeza de dos hojas
tenía más penetración. Con eso me bastan. Esa gente
entiende de esto.
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—Disparé.
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—No. ¿Dónde?
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—¿Aintry?
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—Pues a… pues a…
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—¿Éste? —pregunté.
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—¿Y qué? —le respondí—. Sí, soy calvo y gordo. ¿Qué pasa?
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—¿Qué hay?
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—¿Qué hicisteis?
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—Yo he sido una vez jurado, pero sólo una vez —respondió
Drew.
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Drew pasó al otro lado del muerto y señaló hacia abajo con
mucho interés.
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—Creo que así es, pero no estoy seguro —dijo Drew, mirando
fijamente a Lewis y luego al cadáver—. ¿En qué estás
pensando, Lewis? —preguntó—. Tenemos derecho a saberlo.
Y más vale que nos apresuremos a hacer pronto algo. No
podemos seguir retorciéndonos las manos.
—¿Quién va a mirar?
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—¿Cómo? ¿Dónde?
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—No lo encontrarán.
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—¿Qué combinación?
—Os digo que nada quiero tener que ver con eso.
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—¿Acaso ves alguna ley por aquí? —le replicó Lewis—. La ley
somos nosotros. Lo que decidamos dará el giro a las cosas. Lo
mejor será que votemos a ver qué hacemos. Me someteré a la
votación. Y también tendrás que aceptarla tú. No te queda
otro remedio.
—¿Ed?
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Unos diez minutos después volvió Lewis. Vimos salir del agua
una pierna y apareció él. Era como si un árbol creciese en el
agua de pronto, mas era un hombre. Tuve la impresión de
que esas cosas les ocurrían todo el tiempo a las ramas en los
bosques que eran lo bastante densos. Las hojas se apartaron
«atentamente» y Lewis Medlock pudo pasar.
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sola canoa tan cargada como ya iba y porque sería aún más
difícil de manejar con los cuatro en ella.
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La roca, aún caliente con el resto del sol que cruzaba el río al
ponerse, sostenía bien a Lewis y le ayudé a tenderse de
espaldas y aún seguía con una mano sobre la cara.
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Me miró.
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—Claro que soy yo, hombre —le dije—. Estoy aquí. Nadie
puede tocarnos.
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—No, no, es que… —el río se llevó el resto de lo que dijo, pero
Bobby insistió—. ¿Qué vamos a hacer? —hizo decir a la
oscuridad. La noche se había comido su colorado rostro.
«¿Fui yo quien dijo eso?», pensé. Sí, lo dije yo. Sí, fueron las
palabras de un sonámbulo, eran palabras mías y las creía.
—¿Qué…?
—No sé…
—Si Lewis lleva razón, y creo que sí, ese desdentado hijo de la
gran puta nos fue siguiendo y apuntando cuando
luchábamos contra los rápidos y antes de que fuésemos con
demasiada velocidad. Mató al primer hombre del primer bote.
Luego me habría matado a mí. Después te hubiera tocado a
ti.
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No me respondió. Proseguí.
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—Jesucristo Todopoderoso.
—Sí, más vale que digas eso. Como diría Lewis; «Ven, Jesús, y
haznos caminar sobre esa blanca agua». Si tienes fe en eso,
tendremos que hacer lo necesario.
—¿Seguro de qué?
—¿Quieres arriesgarte?
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—¿Que qué?
—Luego hay que pensar cuándo. Nada podrá hacer hasta que
no haya luz. Lo cual significa que tenemos hasta la mañana
para lo que vamos a hacer.
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—¿Qué?
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—¿Cómo?
—¿Nosotros?
—Ed…
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—Te creo.
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—De modo que ya sabes —le dije. Recogí el arco y fui junto a
la canoa cerca de donde estaba tumbado Lewis moviendo la
cabeza incansablemente sobre la arena. Me puse en cuclillas
junto a él; temblaba con el falso frío del dolor y me contagió
parte de ese frío cuando me tocó en el hombro.
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—Pues evítalo.
Contuve la respiración.
—Sí, me lo dijiste.
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Me volví. «Bien», les dije a las piedras negras que tenía ante la
cara, «lo primero que haré cuando esté arriba será no pensar
otra vez en Martha y Dean. Ya lo haré cuando los vea.
Observaré lo que haya por allí antes de que amanezca
buscando a aquel tipo como si fuera yo un animal siguiendo
una pista. ¿Qué clase de animal? No importa, con tal de que
esté quieto como un muerto. Podría ser una serpiente. Quizá
pueda matarlo mientras él esté dormido». Eso sería lo más
fácil, pero, ¿podría hacerlo? ¿Cómo? ¿Con el arco? ¿O le
metería en el cuerpo mi cuchillo comprado en la ferretería?
¿Me sería posible hacerlo? ¿Querría utilizar ese medio?
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Esa vez fue mucho más dura la marcha; había algunos sitios
muy malos: grandes peñascos con árboles caídos entre ellos,
y en cierto lugar una especie de muro natural tan alto como
una barricada de piedra y no me creí capaz de pasarla. Tanto
cuando seguía desde arriba la dirección del curso río abajo
como cuando volvía, tuve que orientarme tierra adentro
veinte o treinta yardas para encontrar el camino. Había pinos
a ambos lados, aunque con la ayuda de éstos —que me
servían para asirme a ellos cuando subía las rocas— me dejé
resbalar por el otro lado. Durante todo ese recorrido no
dejaba de mirar al río y, a menos que el hombre estuviera
encima del muro de piedra —desde donde no había buena
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Me moví con cautela tanto como pude, como una criatura que
viviese en un árbol, torciendo mi cuello y asomándome fuera
del árbol en lo posible para ver uno o dos pies más del borde
del acantilado y por si podía divisar a la canoa.
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Nada.
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una de las raíces del árbol seco. Tenía dedos largos, delgados
y sucios y la espalda empapada de sangre.
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allí. Fui tropezando con las matas por entre las cuales me
había arrastrado antes y me dirigí hasta donde se veía el río
mientras me seguía sangrando el costado, mojando de sangre
lo alto de mi pierna izquierda. Parecía ir a secarse y de nuevo
sangraba. El cadáver me pegaba al suelo y tenía la impresión
de que cuando me lo quitara de los hombros, saldría volando.
Dando tropezones por entre las matas, no tenía idea de cómo
podría llegar al río. Lentamente, iba abriéndose el bosque
ante mí y sólo unos veinte metros más allá se abría un
espacio tranquilo y lleno de sol del que parecían surgir los
sonidos de la eternidad.
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—¿Un árbol?
—Pero…
Miró a mi lado:
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—Te digo que es increíble. Esa flecha pudo abrirte por dentro.
—Para eso sirve y me tocó a mí. Pero creo que es una herida
limpia y no hay muchas así. El chapuzón en el río me ha
quitado gran parte de la pintura.
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Muy lejos había lo que parecía una serie de rápidos con unas
cuantas rocas grandes —el sonido era profundo y agradable
más que temible— y más allá, otro recodo cubierto de
bosque. Avanzábamos hacia el agua blanca y estábamos muy
cerca de ella cuando vi el cadáver de Drew boca arriba entre
las rocas, mirándonos.
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—Rozado —dijo.
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—Pero si lo mataron…
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Era como navegar por un río aéreo. Las rocas pasaban por
debajo y junto a nosotros, luego la arena, después más rocas,
cambiando de color a nuestro paso. Medio me levanté de mi
asiento; nada más podían haberme dicho que hiciera. Era
una infalible resistencia, el triunfo de una ilusión cuando los
acontecimientos parecen haber terminado con ella. Miré para
ver lo que me esperaba luego y grité para animarme:
«¡Resiste, hombre! Vamos hacia casa».
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—Mira ese gran árbol amarillo —le dije—. Ese será el detalle
principal. Eso y los rápidos y la roca grande sobre la que
pasamos. Si nos referimos a todo ello, no necesitamos más.
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—Te oigo —me respondió con voz clara y fuerte, pero con los
ojos cerrados—. Te oigo y te he estado oyendo todo el tiempo.
Has hecho un buen plan; nos sacarás de esto. A mí no me
preguntarán nada y, si me preguntan, les diré lo mismo que
advertiste a Bobby. Lo estás haciendo muy bien; mejor que yo
lo hubiera hecho.
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Me miró.
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—¿Ahogado?
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—¿Sí?
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Después
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—El viejo y bajito, que parece ser algo así como un hombre de
leyes de aquí. A mí me preguntó por la otra canoa: dónde
estaba, cuándo la perdimos y qué había en ella.
—¿Qué le respondiste?
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—¡Jesús!
—¿Podremos conseguirlo?
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Me miró.
—Con mucho gusto. Con esto sólo se puede hacer una cosa.
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—Ya sabe usted que siguen. Como usted dijo, me cierran del
todo. Nada entra en la herida ni sale de ella.
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Me miró Lewis.
—Blanco —dijo.
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—¿Cómo es eso?
—¿Cómo es qué?
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—Desde luego.
—Eso es.
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—Ya se lo he preguntado.
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—El suplente.
—Sí, ha venido.
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—¿Por qué está tan seguro de que le han hecho algo? —dije.
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—Parece que ya nos queda poco que hacer aquí —dijo—. Está
oscureciendo demasiado.
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Leí la hoja.
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—Desde luego.
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—Es que fue usted más hábil que un mono. ¿Quién fue su
padre?
—Tarzán —dije.
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—¿Es un entierro?
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—Claro que sí. Pero, ¿qué te sucedió? Estos cortes están muy
limpiamente hechos la mayoría de ellos. ¿Te los hizo alguien
con una navaja? ¿Alguna horrible arma muy afilada?
—¿Qué accidente…?
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—Pero no así.
—Qué inútil.
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—Pues descansa.
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