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El discípulo, desconcertado por la extraña conducta del Maestro, no pudo por menos que
preguntarle:
-Señor, ¿cómo puede ser que a tres preguntas iguales hayas respondido de modo diferente
cada vez?
-Lo primero que has de saber -contestó el Maestro- es que cada contestación va dirigida
a la persona que pregunta y por tanto no es para ti ni tampoco para nadie más y lo segundo
es que he respondido de acuerdo con la realidad y no con las apariencias.
En el primer caso se trataba de un hombre en el que mora la divinidad pero que ahora
vive un momento de oscuridad y duda, por eso he querido apoyarlo.
El segundo caso se trataba de una mujer beata apegada a las formas externas de la religión
que ha descuidado a su familia por atender el templo, y por ese motivo es bueno que
aprenda a encontrar a Dios entre los suyos.
El tercer caso se trataba sólo de alguien que ha venido a verme por curiosidad y
sencillamente ha improvisado esa pregunta cómo podía haber hecho cualquier otra.
El ciervo escondido
Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a
buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:
-Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora
yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.
-Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees
que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero -dijo la
mujer.
-Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño -contestó el marido- ¿a qué
preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?
-Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y
creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer
piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie
mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.
El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:
-¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?
El poder de la experiencia
Una mujer tenía un hijo joven que se puso enfermo. El médico le dijo que su única cura
residía en tomarse una pócima a la vez que permanecía en ayuno una semana.
Pero el joven se encontraba en apariencia bien, y era incapaz de ayunar un solo día, a
pesar de las continuas advertencias de su madre y el médico.
Un día, la mujer oyó hablar de un sabio que vivía en un lugar lejano y que tal vez podría
ayudarla. Fue a verlo y le contó su situación.
El maestro dijo:
A la semana, la madre y el hijo hicieron el largo viaje para presentarse de nuevo ante el
sabio.
Cuando llegaron a su presencia, éste le dijo al joven:
– Has de saber que, si no ayunas una semana, será peligroso para ti -. Podéis marcharos.
La mujer, oyendo aquellas simples palabras, quedó desconcertada. Había sospechado que
aquel hombre utilizaría algún poder extraño para convencer a su hijo, o tal vez realizase
un poderoso ritual de petición a alguna divinidad.
-Señor -dijo-, hemos recorrido un largo viaje para verte, y lo único que se te ocurre decirle
es algo que tanto su médico como yo le hemos repetido miles de veces.
-No es lo mismo -respondió el sabio.
-¿Y cuál es la diferencia? -quiso saber la mujer.
-La diferencia es que yo he estado ayunando esta semana.
Cuando regresaron a su pueblo, el joven guardó por propia voluntad la semana de ayuno,
tomó la pócima y se curó.
La mentira de los sucedáneos
Unos monos, durante una fría noche de invierno vieron a unos hombres alrededor de una
hoguera.
Al acercarse, inmediatamente advirtieron el calor que desprendía aquel extraño fenómeno
de color rojo semitapado por maderas.
Cuentan que a partir de entonces, durante sucesivas generaciones, en las noches frías, los
monos se reunían alrededor de unas maderas que colocaban encima de un círculo que
previamente habían pintado de rojo. y si hablaban entre ellos, todos coincidían en que ese
era el modo correcto de calentarse.
Cuando algún mono ignorante llegado de fuera declaraba que sentía el mismo frío
alrededor del círculo rojo como lejos de él, era reprendido con severas admoniciones
respecto al poco respeto que guardaba al conocimiento de los antiguos sabios.
Las advertencias
Un día, un joven se arrodilló a orillas de un río. Metió los brazos en el agua para
refrescarse el rostro y allí, en el agua, vio de repente la imagen de la muerte. Se levantó
muy asustado y preguntó:
-Pero… ¿qué quieres? ¡Soy joven! ¿Por qué vienes a buscarme sin previo aviso?
-No vengo a buscarte -contestó la voz de la muerte-. Tranquilízate y vuelve a tu hogar,
porque estoy esperando a otra persona. No vendré a buscarte sin prevenirte, te lo prometo.
El joven entró en su casa muy contento. Se hizo hombre, se casó, tuvo hijos, siguió el
curso de su tranquila vida. Un día de verano, encontrándose junto al mismo río, volvió a
detenerse para refrescarse. Y volvió a ver el rostro de la muerte. La saludó y quiso
levantarse. Pero una fuerza lo mantuvo arrodillado junto al agua. Se asustó y preguntó:
Pero no había fallecido, y cuando despertó, del susto de verse en un ataúd, volvió a
desmayarse. Los asistentes llamaron a médicos y forenses, que dictaminaron:
-No puede ser -gritaron familiares, amigos y conocidos-. Se ha certificado que estás
muerto, estás preparado como un muerto, y se ha procedido como si estuvieras muerto.
Uno de los asistentes reconoció a un notario entre los presentes y le solicitaron su opinión:
– Todo parece indicar que este hombre está muerto -dijo el notario-, pero, no obstante, se
ha de proceder según indique la mayoría. ¿Está vivo o está muerto?
-Pues si lo han dicho los expertos y esa es la opinión de la mayoría, la conclusión es que
está muerto, ¡que se encienda la pira!
A cada hora del día y de la noche podía ver la cara del niño y oír su grito de dolor al ser
aplastado por la carreta. De este modo, obsesionado de un modo enfermizo, no lograba
apartar aquel suceso de su mente, y así pasaron las semanas y los meses sin que el monje
pudiera olvidar.
-Si eres tan estúpido que no puedes vivir con eso, es mejor que tomes una determinación
o en caso contrario vivirás atormentado el resto de tus días.
-Lo intentaré, pero tengo grabadas en la mente la cara y el grito del niño.
– Tu única solución es buscar una muerte honorable. Si no puedes vencer eso, no mereces
seguir viviendo como monje, yo te ayudaré a morir.
El abad sacó su afilada espada y le pidió al monje que se pusiera de rodillas. Éste,
confundido y por la obediencia debida, hizo lo ordenado.
El abad inició el golpe. La hoja avanzó velozmente hacia el cuello del arrodillado que oyó
su silbido acercarse. En ese momento el terror lo paralizó.
Pero el abad detuvo la espada justo un milímetro antes que rozara la piel del monje. Con
un fuerte grito preguntó:
No siempre es lo mismo
Un hombre noble y sereno viajaba con su burro por unos parajes solitarios. En un trecho
del camino aparecieron unos bandidos y le robaron el burro y todo lo que llevaba.
-Es rara la actitud de ese individuo. Los demás suplican y ruegan por sus bienes.
Conocidas las causas de aquella muerte, los ciudadanos expresaron las más variadas
opiniones sobre lo sucedido.
Así, un padre dijo a sus hijos:
-Si alguna vez caéis en manos de bandidos, no se os ocurra comportaros como ese idiota
al que han matado.
Un día, aquel muchacho al que aconsejó su padre fue interceptado en su camino por unos
salteadores. Una vez despojado de sus bienes, los bandidos le dijeron que se marchara
tranquilamente.
No obstante, recordando el muchacho la advertencia de su padre, porfió con los ladrones
defendiendo lo robado.
Los bandidos, viendo que apenas era un jovencito, decidieron olvidarse de él y regresar a
su refugio, pero el muchacho los persiguió reclamándoles a voces lo que era suyo.
Ante la alternativa de que pudiera alertar con sus gritos a alguien, o de que pudiera
seguirlos hasta su secreta guarida, el jefe de los ladrones, muy a su pesar, dio la orden de
matarlo.
Recogimos los restos de la cena y luego acosté a la niña. Tragué saliva. Sentía una canica
de hierro en la garganta, pero le conté El castillo de irás y no volverás.
A su edad, era el cuento que más me gustaba. Ella me escuchó con atención. Con gravedad
infantil. La besé en la frente y apagué la luz.
Mi mujer estaba terminando de empaquetar sus cosas en el dormitorio, así que debí
esperar a que acabara para poder acostarme.
Ella se acomodó en el sofá del comedor.
Puse el despertador a las ocho. Era la hora acordada.
Escuché el ruido de las maletas en los escalones y luego la voz de mi hija en el portal del
edificio, pero yo sólo trataba de salir a la superficie entre aquella polvareda de escombros.
Él explicaba:
–He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro
de silvanos.
–Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus
verdes cabellos con un peine de oro.
Él respondió:
Entonces el hombre se puso a arrancar la cerca del patio, y alimentaba la estufa con esa
madera. Cuando quemó toda la cerca, en la casa, que ya no tenía ningún amparo contra
el viento, hizo aún más frío, y ya no había nada que quemar.
Entonces se subió arriba, arrancó el tejado y empezó a encender la estufa con esa madera;
en la casa hizo más frío aún, y también la leña del tejado se acabó. Entonces el hombre
empezó a desmontar el techo de la casa para alimentar la estufa. Un vecino vio lo que
estaba haciendo y le dijo: «Pero ¿qué haces, vecino? ¿Te has vuelto loco? ¡Quitar el techo
en pleno invierno! ¡Si lo haces os congelaréis los dos!». Pero el hombre dijo: «No, amigo:
estoy quitando el techo para encender la estufa. Tenemos una estufa que, cuanta más
madera consume, más frío hace». El vecino se echó a reír y dijo: «Bueno, y cuando hayas
quemado el techo, ¿derribarás la casa? Entonces ya no tendrás dónde vivir y sólo te
quedará la estufa, que estará fría».
«Ésa es mi desgracia –dijo el hombre–. Todos los vecinos tienen leña suficiente para todo
el invierno; yo, en cambio, he quemado la cerca y la mitad de la casa y ni siquiera eso ha
bastado.» El vecino dijo: «Lo único que tienes que hacer es reformar la estufa». Pero el
hombre dijo: «Sé que tienes envidia de mi casa y de mi estufa porque son más grandes
que las tuyas; por eso me aconsejas que no rompa nada». No escuchó a su vecino y quemó
el techo y luego la casa; y después se fue a vivir entre extraños.
Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias,
empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por
supuesto, son angelicales.
Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: “Semilla”, Ángela, para atizarlo, responde: “Surco”.
Él dice: “Alud” y ella, tiernamente: “Abismo”.
Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire
y su expectativa.
Ángel dice: “Estoque”, y Ángela, radiante: “Herida”. Él dice: “Tañido”, y ella: “Rebato”.
Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y
nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente
sobre el mundo.
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido
por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de
Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres,
bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos
perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del
mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: “Dime, Leo, con
toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?”. La respuesta de Leo fue bastante
escueta y sincera: “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando
ladras, todavía se te nota el acento humano.”
Todas las tardes, la pareja de ancianos esperaba en la pantalla del televisor a la muchacha
del tiempo, sentados en el decrépito sofá que olía a orina de perro: era ése el más claro
recordatorio de Blaqui; con su muerte, ocurrida hacía cuatro años, habían sufrido más que
nunca el vacío de la soledad, el cansancio de los años que sobrevivían con resignación;
hasta que un buen día tocó en su puerta el hombre joven que habían mimado de niño con
irreprimible vocación de abuelos.
Su última carta –incomprensible, incoherente– había arribado hacía diez, quince años:
imposible recordarlo con certeza.
Los abuelos le reservaron un sitio ante el televisor y, desde entonces, los tres permanecían
mudos frente a la pantalla, con excepción de breves comentarios sobre la implacable
sequía de ese año.
Los meses de sequía habían provocado una crisis: la multitud languidecía entre la sed, el
calor y los malos olores; el ganado moría en los campos secos que se encendían de nada;
los frutos se secaban en las ramas ya sin hojas; los ríos exhibían sus lechos de piedras y
barro cuarteado; ahora que los embalses habían bajado sus niveles hasta alcanzar el ras
de tierra y la gente temía desaparecer bajo las llamas del sol, la muchacha del tiempo
parecía más atribulada que nunca, avergonzada y dolida de no poder ofrecerle a la ansiosa
multitud las esperadas buenas nuevas.
Una tarde, la muchacha no pudo soportar las malas noticias que debía comunicarle a su
público, así que, saliéndose del libreto, exclamó: “¡Juro que yo no tengo la culpa,
simplemente les comunico los informes que recibo del Servicio Meteorológico!”, y su
rostro se plegó a punto de llorar.
Ese jueves –pudo ser otro día, desde luego, puesto que nada habría evitado los hechos–
los abuelos se enteraron en silencio de múltiples accidentes en las carreteras, actos de
pillaje, asesinatos, ciudadanos que solicitaban ayuda’ para sus enfermos, corrupción en el
Gobierno; casi sin que los abuelos se dieran cuenta, la muchacha del tiempo había
comenzado su informe; tenía los ojos enrojecidos llenos de lágrimas: no se vería alivio
en los próximos meses, las reservas de agua de los embalses durarían sólo cuatro días…;
de pronto, la muchacha miró espantada hacia su izquierda –derecha de la pantalla– y
retrocedió un paso seguida por la cámara; solitarios, quietos en la oscuridad de la sala –
que olía a la orina de Blaqui– los ancianos vieron cómo un revólver niquelado entraba
por el lado izquierdo de la pantalla.
En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo,
y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano.
Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos
a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir
múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la
India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de
un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo.
Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y
cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel
lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo,
pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había
tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia.
Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al
niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a
la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al
niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.
Todos esos detalles eran del dominio público, pues Helen era de carácter muy abierto y
mantenía que lo único que se lograba con silenciar un escándalo era darle mayores
proporciones.
Reconocía que George siempre había sido una oveja negra, pero las cosas hubieran
podido ir mucho peor si la madre hubiera insistido en su derecho a quedarse con el niño.
Por suerte parecía que la gente de esa clase estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa
por dinero, y como George siempre había recurrido a ella cuando tenía problemas, Helen
se sentía justificada –y sus amigos estaban de acuerdo con ella– al cortar todos los lazos
con la familia del suboficial y dar al niño todas las ventajas posibles.
Lo primero fue que el pastor bautizara al niño con el nombre de Michael. Nada indicaba
hasta entonces, decía la propia Helen, que ella fuera muy aficionada a los niños, pero pese
a todos los defectos de George siempre lo había querido mucho, y señalaba que Michael
tenía exactamente la misma boca que George, lo cual ya era un buen punto de partida. De
hecho, lo que Michael reproducía con más fidelidad era la frente, amplia, despejada y
bonita de los Turrell.
La boca la tenía algo mejor trazada que el tipo familiar. Pero Helen, que no quería
reconocer nada por el lado de la madre, juraba que era un Turrell perfecto, y como no
había nadie que se lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zanjada para siempre.
En unos años Michael pasó a formar parte del pueblo, tan aceptado por todos como
siempre lo había sido Helen: intrépido, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso
saber por qué no podía llamarle «mamá», igual que hacían todos los niños con sus madres.
Le explicó que no era más que su tía, y que las tías no eran lo mismo que las mamás, pero
que si quería podía llamarle «mamá» al irse a la cama, como nombre cariñoso y secreto
entre ellos dos.
Michael guardó fielmente el secreto, pero Helen, como de costumbre, se lo contó a sus
amigos, y cuando Michael se enteró se puso furioso.
–Porque lo mejor es decir siempre la verdad –respondió Helen, que lo tenía abrazado
mientras él pataleaba en la cuna.
–No, y además –y Helen sintió que se ponía tenso–, además, ahora que lo has dicho ya
no te voy a llamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.
–Pero ¿no te parece una crueldad? –preguntó Helen en voz baja.
–¡No me importa! ¡No me importa! Me has hecho daño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te
haré daño toda mi vida!
–¡Ja! Emma dice que nunca se sabe –Michael había estado hablando con la anciana y fea
criada de Helen–. Hay muchos niños que se mueren de pequeños, y eso es lo que voy a
hacer yo. ¡Entonces verás!
Helen dio un respingo y fue hacia la puerta, pero los llantos de «¡mamá, mamá!» le
hicieron volver y los dos lloraron juntos.
Cuando cumplió los diez años, tras dos cursos en una escuela privada, algo o alguien le
sugirió la idea de que su situación familiar no era normal. Atacó a Helen con el tema, y
derribó sus defensas titubeantes con la franqueza de la familia.
–No me creo ni una palabra –dijo animadamente al final–. La gente no hubiera dicho lo
que dijo si mis padres se hubieran casado.
Y nunca lo volvió a mencionar por su propia voluntad, pero dos años después, cuando
contrajo las anginas durante las vacaciones, y le subió la temperatura hasta los 40 grados,
no habló de otra cosa hasta que la voz de Helen logró traspasar el delirio, con la seguridad
de que nada en el mundo podía hacer que cambiaran las cosas entre ellos.
Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército.
El reyecito tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el
tabaco, el vino y el alcohol y existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecito
no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios, ni podría mantenerse
él, a no ser por un recurso especial.
Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. ]
La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios.
Y paga buenas cantidades al reyecito. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una
sola casa de juego de este tipo.
Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las
prohibieron porque traían muchas desgracias.
Desde entonces, todos los aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el
beneficio es para el rey.
Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse palacios. El reyecito de
Mónaco sabe que eso no está bien, pero ¿qué hacer?
Es necesario vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco.
Así es como vive ese reyecito. Reina, amasa dinero y gobierna, desde su palacio, lo mismo
que los grandes reyes.
Lo mismo que ellos, se corona, organiza desfiles y paradas, concede recompensas,
ajusticia, indulta, celebra consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes.
La única diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.
Presentaron la sentencia al rey. Este la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al
criminal.
La única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo. Después de
pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al Gobierno francés, preguntándole si
podía mandarles la máquina y el verdugo para cortar la cabeza al criminal.
Al mismo tiempo, pidieron que los informase, a ser posible, de los gastos que esto
supondría.
Al cabo de una semana recibieron la contestación: podían enviar la máquina y el verdugo:
los gastos ascendían a dieciséis mil francos. Se lo comunicaron al reyecito. Éste meditó
largo rato. ¡Dieciséis mil francos!
–¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría arreglar el asunto más económicamente?
Para obtener esa cantidad, todos los habitantes del reino tendrían que pagar dos francos
de impuesto.
Les parecería mucho. Podrían sublevarse –dijo.
Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El gobierno italiano les decía que con
mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo.
El total de los gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato;
pero no dejaba de ser una cantidad elevada.
Aquel canalla no varía tanto dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de
impuesto.
Volvió a reunirse el Consejo. Pensaron en la manera de arreglar esto de una manera más
económica.
Quizá algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un modo rudimentario.
Llamaron al general.
–¿No habrá algún soldado que quiera decapitar al asesino? Sea como sea, cuando van a
la guerra matan; y eso es lo que se les enseña.
El general habló con sus soldados. ¿Quería alguno cortar la cabeza al criminal? Todos se
negaron. “No, no sabemos hacer esto; no lo hemos aprendido”, dijeron.
¿Qué hacer? Meditaron mucho, nombraron un comité, una Comisión y una Subcomisión.
Por fin hallaron el medio de arreglar el asunto.
Había que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua.
De este modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría menos gasto.
Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron largo rato. Uno de ellos dijo:
–¡Qué le hemos de hacer! Hay que terminar como sea –dijo éste.
Así se decidió la cosa. Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por adelantado.
Este se despidió de todos y abandonó el dominio del reyecito.
Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril.
Se instaló cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un jardín y
vive muy feliz.
Menos mal que no delinquió en un lugar donde no se repara en gastos para decapitar a un
hombre ni para mantenerlo en la cárcel toda la vida.
Después vinieron las invitaciones de Ángela a la que fue su suegra para que viniera a casa
a tomar café y hablar de lo agradable y atento que era Carlos, mientras yo prefería irme a
la terraza de la cocina con la excusa de fumar un cigarro o marcharme a la calle por alguna
obligación inventada con tal de no oír sus excesivas muestras de afecto hacia él.
Empecé a preocuparme cuando Ángela llamaba a sus amigas de antes y a sus maridos y
disfrutaban de tardes enteras recordando a Carlos, sus chistes, lo gracioso que se vestía
en cualquier ocasión y hasta traían fotos antiguas y vídeos para comentarlos hasta las
lágrimas.
Pensé que todo esto sería pasajero y aguanté lo que pude cuando Ángela gritaba el nombre
de Carlos en los momentos culminantes al hacer el amor o cuando yo tenía que realizar
alguna chapuza casera y me enteraba de lo habilidoso que era él para esas cosas o, si
íbamos a algún sitio de vacaciones, lo bien que organizaba él los viajes y cuánto lo quería
la gente.
Y se puso a preparar las almas. Dios estaba contento, trabajaba con entusiasmo. Amasó
rayos de sol con perfume de jardines, zafiros de montaña con susurro de olas marinas…
y las almas salían del laboratorio todas adornadas y brillantes. Entonces el Padre bajó a
la tierra y distribuyó un alma a cada persona.
Pero como aquel día llovía, algún alma llegó a destino un poco estropeada. Y un día una
persona —una de aquellas que había recibido un alma algo estropeada— tuvo el impulso
de decir una mentira, una mentira de nada, así de pequeña; pero era el primer hilo de la
inmensa red de los engaños.
Dios, que lo sabe todo, se dio cuenta y se enfadó. Reunió a sus hijos de la Tierra y les dijo
que no se debe mentir.
—Por cada mentira que digáis, arrojaré sobre la Tierra un granito de arena.
Los hombres no hicieron caso. En aquel tiempo no había arena sobre la Tierra; y con todo
aquel verde, ¿qué importancia podía tener un granito de arena? Así fue como, después de
la primera mentira vino la segunda, y tras ésta la tercera y la cuarta… La lealtad iba
desapareciendo, el fraude y el engaño invadían el mundo. Dios por cada mentira arrojaba
un granito de arena; pero a un cierto punto, ya no pudo más, y tuvo que ser ayudado por
un ejército de ángeles y de arcángeles.
Cayeron del cielo torrentes de arena, y la Tierra, el bello jardín florido, empezó a ajarse.
Vastas zonas terrestres se cubrieron de arena: era el desierto. Sólo aquí y allá, donde
todavía vivía alguna buena persona, quedaron raros oasis. Pero como la calamidad
continúa difundiéndose, no está excluido que un día, por culpa de las mentiras, la Tierra
se convierta toda en un inmenso desierto…
Unos días más tarde, un chacal pasó por allí. Se relamió pensando en el carnero. «Alá es
muy generoso al ofrecerme tal festín», se dijo. Tras saltar el cerco, se lanzó sobre el
carnero y se lo comió. La mujer vio desde su ventana al chacal en plena comilona. Le
gritó, pero era demasiado tarde.
—Tienes mucha razón. Hay que mantener limpio el hogar y sus alrededores —le dijo el
cadí.
—… cuando me encontré una bolsa llena de monedas.
El relato «La suerte» está incluido en 30 Cuentos del Magreb. Jean Muzi, Solidaridad
Internacional.
–Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando.
Si se mejora, vuelva.
–Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.
–Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es
bueno.
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el
pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo
sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar
las vacas y los críos.
Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y
ahora correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho,
de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso
semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de
los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado
y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del
arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela
metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía
ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer
escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de
San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros,
bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una
todas las reses.
–Vea, don –dijo–, aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la
mañana, porque no le veo barriga.
Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.
–¿La calentura?
–Unjú, me ta subiendo.
Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba
dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito…
Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.
Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho.
Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.
–Ello sí, don –dijo–: voy a dir. Deje que se me pase el frío.
–Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo
perder el becerro.
–Cogió ahora por la vuelta del arroyo –explicó desde la galería don Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón
empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la
galería y se puso junto a don Pío.
El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera
tropezando.
–No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio
peso para el camino.
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.
–Te lo he dicho mil veces, Pío –comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que
ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.
Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente… Luego entra
en el dormitorio y despierta a su mujer.
–Nadia –le dice–, voy a escribir… Te ruego que no me molesten, me es imposible escribir
si los niños chillan, si las cocineras roncan… Procura que tenga té y… un bistec, ¿eh?…
Ya lo sabes, no puedo escribir sin té… El té es lo que me sostiene cuando trabajo.
Aquí nada es resultado del azar, del hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante,
denota una madura reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de
grandes escritores, una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página
doblada, una página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se ve un
pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: “¡Vil!”.
También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y unos cortaplumas con
plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del género de una pluma que se
rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso creador…
Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón y, cerrando los ojos, se abisma en la
meditación del tema. Oye a su mujer, que anda arrastrando las zapatillas, y parte unas
astillas para calentar el samovar. Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido
de la tapadera del samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No
se tarda en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de
partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto,
Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.
–¡Dios mío, el óxido de carbono! –gime con una mueca de mártir–. ¡El óxido de carbono!
¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el nombre de Dios, si
puedo escribir en semejantes condiciones!
Papá escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para volver las
hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan el correr de su
pluma, inmóviles, y parecen pensar: “¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!”.
–¡Chist! –dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la
mesa. Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza el oído… Oye un
cuchicheo monótono… Es el inquilino de la habitación contigua, Tomás Nicolaievich,
que está rezando sus oraciones.
–¡Oiga! –grita Krasnukin–. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja escribir.
–¡Chist!
Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos, bosteza y mira
el reloj.
–¡Dios mío, ya son las tres! –gime–. La gente duerme y yo… ¡sólo yo estoy obligado a
trabajar!
Escribe hasta las cuatro y escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese
agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados,
al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía
sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ahí
la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano doméstico se parece un poco
al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de
redacción!
–Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme… –dijo al acostarse–. Nuestro
trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el
alma… Debería tomar bromuro… ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia
dejaría este trabajo!… ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!
Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo… ¡Ay, cuánto más
dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un
editorialista famoso o al menos un editor conocido!…
–¡Ha escrito toda la noche! –cuchichea su mujer con gesto apurado–. ¡Chist!
Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada
que costaría caro profanar.
Esta es la última vez que voy a mirar el reloj. No voy a mirar de nuevo. Son las siete y
diez. Dijo que llamaría a las cinco. “Te llamaré a las cinco, cariño.” Creo que fue en ese
momento que dijo: “cariño”. Estoy casi segura de que fue en ese momento. Sé que me
llamó “cariño” dos veces, y la otra fue cuando me dijo adiós. “Adiós, cariño.”
Estaba ocupado, y no puede hablar mucho en la oficina, pero me llamó “cariño” dos
veces. Mi llamada no puede haberlo molestado. Sé que no debemos llamarlos muchas
veces; sé que no les gusta.
Cuando lo haces ellos saben que estás pensando en ellos y que los quieres, y hace que te
odien. Pero yo no había hablado con él en tres días, tres días.
Y todo lo que hice fue preguntarle cómo estaba, justo como cualquiera puede llamar y
preguntarle.
No puede haberle molestado eso.
No podía haber pensado que lo estaba molestando. “No, por supuesto que no”, dijo.
Y dijo que me llamaría. Él no tenía que decir eso. No se lo pedí, en verdad no lo hice.
Estoy segura de que no lo hice. No creo que él prometa llamarme y luego nunca lo haga.
Por favor, no le permitas hacer eso, Dios. Por favor, no.
“Te llamaré a las cinco, cariño.” “Adiós, cariño.” Estaba ocupado, y tenía prisa, y había
gente a su alrededor, pero me llamó “cariño” dos veces.
Eso es mío, mío. Tengo eso, aunque nunca lo vea de nuevo.
Oh, pero es tan poco. No es suficiente. Nada es suficiente si no lo vuelvo a ver.
Por favor, déjame volver a verlo, Dios. Por favor, lo quiero tanto. Lo quiero mucho. Voy
a ser buena, Dios. Voy a tratar de ser mejor persona, lo haré, si me dejas verlo de nuevo.
Si lo dejas que me llame. Oh, deja que me llame ahora.
Ah, no desprecies mi oración, Dios. Tú te sientas ahí, tan blanco y anciano, con todos los
ángeles alrededor y las estrellas deslizándose en tu entorno.
Y yo te vengo implorando por una llamada telefónica. Ah, no te rías, Dios. Verás, tú no
sabes cómo se siente.
Estás tan seguro, allí en tu trono, con el gran azul remoloneando debajo de ti.
Nada puede tocarte, nadie puede torcer tu corazón en su mano. Esto es sufrimiento, Dios,
esto es sufrimiento malo, malo. ¿No me ayudarás? Por el amor de tu Hijo, ayúdame.
Dijiste que harías lo que se te pidiera en su nombre.
Oh, Dios, en el nombre de tu único y amado Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, que me llame
ahora.
No, no, no. Tengo que parar. Tengo que pensar en otra cosa. Esto es lo que voy a hacer.
Voy a poner el reloj en la otra habitación.
Entonces no podré verlo. Si quisiera mirarlo, tendría que entrar al dormitorio, y eso sería
algo que hacer. Tal vez, antes de que yo lo vea de nuevo, él me llame. Voy a ser tan dulce
con él, si me llama. Si dice que no puede verme esta noche, le diré: “No te preocupes,
está bien, cariño.
En serio, por supuesto que está bien.” Voy a ser exactamente como era cuando lo conocí.
Entonces tal vez le guste de nuevo. Yo era siempre dulce, entonces. Oh, es tan fácil ser
dulce con la gente antes de amarla.
Creo que todavía debo gustarle un poco. No me habría llamado “cariño” dos veces hoy si
ya no le gustara.
No todo se ha perdido si todavía le gusto un poco, aunque sea solo un poquito.
Verás, Dios, si dejaras que me llamara, no tendría que pedirte nada más. Sería dulce con
él, sería alegre, justo del modo en que solía ser, y entonces él me amará otra vez.
Y entonces yo nunca tendría que pedirte nada más. ¿No ves, Dios? Así que, ¿dejarías que
me llame ahora? ¿Podrías, por favor, por favor?
¿Me estás castigando, Dios, por haber sido mala? ¿Estás enojado conmigo? Oh, pero,
Dios, hay personas tan malas; no puedes castigarme solo a mí.
Y no hice tanto mal, no podía haber sido tanto.
No le hice daño a nadie, Dios. Las cosas solo son malas cuando se lastiman personas.
No herí una sola alma, tú lo sabes. Tú sabes que no hice mal, ¿no, Dios? Así que, ¿dejarás
que me llame ahora?
No debo. No debo hacer esto. Supón que se le hizo tarde para llamarme; no hay que
ponerse histérica.
Tal vez no va a llamar; tal vez ya viene para acá sin llamar por teléfono.
Se desconcertará si ve que he estado llorando.
No les gusta que llores. No llores.
Pido a Dios que pudiera hacerlo llorar. Me gustaría poder hacerlo llorar y rodar por el
suelo y sentir su corazón pesado, grande y supurante dentro de él. Me gustaría poder
hacerle pasar un infierno.
Él no me desea un infierno a mí. Ni siquiera sé si sabe lo que siento por él. Me gustaría
que lo supiera, pero sin yo decirle.
No les gusta que les digas que te han hecho llorar. No les gusta que les digas que eres
infeliz por culpa de ellos.
Si lo haces, piensan que eres posesiva y exigente. Y luego te odian.
Te odian cada vez que dices algo que realmente piensas. Siempre tienes que seguir con
los jueguitos.
Oh, pensé que no era necesario, yo pensaba que esto era tan grande que podía decir lo que
quería.
Supongo que no se puede, nunca. Supongo que no hay nada lo suficientemente grande
como para eso, jamás. ¡Oh, si él me llamara, no le diría que había estado triste por su
culpa! Odian a la gente triste.
Sería tan dulce y alegre que no podría evitar encariñarse conmigo. Si tan solo me llamara.
Si tan solo me llamara.
Tal vez eso está haciendo. Tal vez viene para acá sin llamarme.
Tal vez está en camino. Quizá le ocurrió algo.
No, nada puede pasarle a él. No puedo siquiera imaginar tal cosa. Nunca me lo imagino
atropellado.
Nunca lo he visto tirado, quieto y largo y muerto. Me gustaría que estuviera muerto.
Es un deseo terrible. Es un deseo encantador. Si estuviera muerto sería mío. Si estuviera
muerto nunca pensaría en hoy y estas últimas semanas.
Solo recordaría los tiempos espléndidos. Todo sería hermoso. Me gustaría que estuviera
muerto. Me gustaría que estuviera muerto, muerto, muerto.
Qué tontería. Es una tontería ir por ahí deseando que personas mueran, tan solo porque
no te llamaron a la hora que dijeron.
Tal vez el reloj se adelantó, no sé si tiene la hora correcta.
Quizá su tardanza no es real. Cualquier cosa podría haberlo retrasado un poco.
Tal vez tuvo que quedarse en la oficina. Tal vez fue a su casa, para llamarme desde ahí,
y alguien lo visitó.
No le gusta llamarme delante de la gente. Tal vez está preocupado, aunque sea un poco,
de tenerme esperando.
Puede que incluso espere que yo lo llame. Yo podría hacer eso. Podría llamarlo.
Oh, ¿qué importa el orgullo cuando no puedo soportar estar sin hablarle? Este orgullo es
tan tonto y miserable.
El verdadero orgullo, el grande, consiste en no tener orgullo. No estoy diciendo eso solo
porque quiera llamarlo. No. Eso es verdad, yo sé que es verdad. Voy a ser grande.
Voy a librarme de los orgullos pequeños.
Voy a pensar en otra cosa. Voy a sentarme en silencio. Si pudiera quedarme quieta. Si
pudiera quedarme quieta.
Tal vez pueda leer. Oh, todos los libros son acerca de personas que se aman verdadera y
dulcemente. ¿Qué ganan escribiendo eso? ¿No saben que no es verdad? ¿Acaso no saben
que es una mentira, una maldita mentira? ¿Por qué deben escribir esas cosas, si saben
cómo duele? Malditos sean, malditos, malditos.
Dios, ¿realmente no vas a dejar que llame? ¿Seguro, Dios? ¿No podrías, por favor, ceder?
¿No? Ni siquiera te pido que dejes que llame ahora, Dios, solo que lo haga dentro de un
rato.
Voy a contar quinientos de cinco en cinco. Voy a hacerlo despacio y con parsimonia. Si
no ha telefoneado entonces, lo llamaré. Lo haré. Oh, por favor, querido Dios, querido
Dios misericordioso, mi Padre bienaventurado en el cielo, ¡que llame antes de entonces!
Por favor, Dios. Por favor.