Sie sind auf Seite 1von 26

CUENTOS CORTOS PARA ADULTOS

A cada uno su respuesta

Un joven discípulo solicitó al Maestro Iluminado el asistir en silencio a las entrevistas


que éste concedía a aquellas personas que iban en busca de su consejo y sabiduría.

La primera visita fue la de un hombre que preguntó:


-Maestro, ¿Dios existe?
-Sí -fue la lacónica respuesta.

En la segunda visita una mujer también preguntó:


-Señor, ¿Dios existe?
-No -fue en esta oportunidad la contestación.

En una tercera visita un joven interrogó:


-Iluminado, ¿Dios existe?
En esta ocasión, el Maestro guardó silencio, y el joven se marchó sin una respuesta a la
pregunta formulada.

El discípulo, desconcertado por la extraña conducta del Maestro, no pudo por menos que
preguntarle:

-Señor, ¿cómo puede ser que a tres preguntas iguales hayas respondido de modo diferente
cada vez?
-Lo primero que has de saber -contestó el Maestro- es que cada contestación va dirigida
a la persona que pregunta y por tanto no es para ti ni tampoco para nadie más y lo segundo
es que he respondido de acuerdo con la realidad y no con las apariencias.

En el primer caso se trataba de un hombre en el que mora la divinidad pero que ahora
vive un momento de oscuridad y duda, por eso he querido apoyarlo.

El segundo caso se trataba de una mujer beata apegada a las formas externas de la religión
que ha descuidado a su familia por atender el templo, y por ese motivo es bueno que
aprenda a encontrar a Dios entre los suyos.

El tercer caso se trataba sólo de alguien que ha venido a verme por curiosidad y
sencillamente ha improvisado esa pregunta cómo podía haber hecho cualquier otra.

El ciervo escondido

Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para


evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco
después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un
sueño.

Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a
buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:
-Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora
yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.
-Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees
que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero -dijo la
mujer.

-Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño -contestó el marido- ¿a qué
preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?

Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente


soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo
había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y
fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:

-Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y
creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer
piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie
mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.
El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:
-¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?

El poder de la experiencia
Una mujer tenía un hijo joven que se puso enfermo. El médico le dijo que su única cura
residía en tomarse una pócima a la vez que permanecía en ayuno una semana.
Pero el joven se encontraba en apariencia bien, y era incapaz de ayunar un solo día, a
pesar de las continuas advertencias de su madre y el médico.
Un día, la mujer oyó hablar de un sabio que vivía en un lugar lejano y que tal vez podría
ayudarla. Fue a verlo y le contó su situación.
El maestro dijo:

-Mujer, vuelve dentro de una semana con tu hijo.

A la semana, la madre y el hijo hicieron el largo viaje para presentarse de nuevo ante el
sabio.
Cuando llegaron a su presencia, éste le dijo al joven:

– Has de saber que, si no ayunas una semana, será peligroso para ti -. Podéis marcharos.

La mujer, oyendo aquellas simples palabras, quedó desconcertada. Había sospechado que
aquel hombre utilizaría algún poder extraño para convencer a su hijo, o tal vez realizase
un poderoso ritual de petición a alguna divinidad.

-Señor -dijo-, hemos recorrido un largo viaje para verte, y lo único que se te ocurre decirle
es algo que tanto su médico como yo le hemos repetido miles de veces.
-No es lo mismo -respondió el sabio.
-¿Y cuál es la diferencia? -quiso saber la mujer.
-La diferencia es que yo he estado ayunando esta semana.

Cuando regresaron a su pueblo, el joven guardó por propia voluntad la semana de ayuno,
tomó la pócima y se curó.
La mentira de los sucedáneos
Unos monos, durante una fría noche de invierno vieron a unos hombres alrededor de una
hoguera.
Al acercarse, inmediatamente advirtieron el calor que desprendía aquel extraño fenómeno
de color rojo semitapado por maderas.

Cuentan que a partir de entonces, durante sucesivas generaciones, en las noches frías, los
monos se reunían alrededor de unas maderas que colocaban encima de un círculo que
previamente habían pintado de rojo. y si hablaban entre ellos, todos coincidían en que ese
era el modo correcto de calentarse.

Cuando algún mono ignorante llegado de fuera declaraba que sentía el mismo frío
alrededor del círculo rojo como lejos de él, era reprendido con severas admoniciones
respecto al poco respeto que guardaba al conocimiento de los antiguos sabios.

Las advertencias
Un día, un joven se arrodilló a orillas de un río. Metió los brazos en el agua para
refrescarse el rostro y allí, en el agua, vio de repente la imagen de la muerte. Se levantó
muy asustado y preguntó:

-Pero… ¿qué quieres? ¡Soy joven! ¿Por qué vienes a buscarme sin previo aviso?
-No vengo a buscarte -contestó la voz de la muerte-. Tranquilízate y vuelve a tu hogar,
porque estoy esperando a otra persona. No vendré a buscarte sin prevenirte, te lo prometo.

El joven entró en su casa muy contento. Se hizo hombre, se casó, tuvo hijos, siguió el
curso de su tranquila vida. Un día de verano, encontrándose junto al mismo río, volvió a
detenerse para refrescarse. Y volvió a ver el rostro de la muerte. La saludó y quiso
levantarse. Pero una fuerza lo mantuvo arrodillado junto al agua. Se asustó y preguntó:

-Pero ¿que quieres?


-Es a ti a quien quiero -contestó la voz de la muerte-. Hoy he venido a buscarte.
-¡Me habías prometido que no vendrías a buscarme sin prevenirme antes! ¡No has
mantenido tu promesa!
-¡Te he prevenido!
-¿Me has prevenido?
-De mil maneras. Cada vez que te mirabas a un espejo, veías aparecer tus arrugas, tu pelo
se volvía blanco. Sentías que te faltaba el aliento y que tus articulaciones se endurecían.
¿Cómo puedes decir que no te he prevenido?
Y se lo llevó hasta el fondo del agua.

Lo que digan los expertos y la mayoría


Un hombre tuvo un ataque cardíaco y todos lo dieron por muerto. Amortajaron el cadáver,
lloraron las plañideras, prepararon los funerales y avisaron al sacerdote.

Pero no había fallecido, y cuando despertó, del susto de verse en un ataúd, volvió a
desmayarse. Los asistentes llamaron a médicos y forenses, que dictaminaron:

-No había muerto, pero ahora sí que es un auténtico difunto.


-Se puso en marcha el cortejo fúnebre, y cuando ya estaba a punto de ser encendida la
pira de incineración, aquel hombre se incorporó gritando:

-¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!

-No puede ser -gritaron familiares, amigos y conocidos-. Se ha certificado que estás
muerto, estás preparado como un muerto, y se ha procedido como si estuvieras muerto.

-¡Pero estoy vivo! -gritaba aquel hombre despavorido.

Uno de los asistentes reconoció a un notario entre los presentes y le solicitaron su opinión:

– Todo parece indicar que este hombre está muerto -dijo el notario-, pero, no obstante, se
ha de proceder según indique la mayoría. ¿Está vivo o está muerto?

-¡Está muerto! -gritaron todos al unísono.

-Pues si lo han dicho los expertos y esa es la opinión de la mayoría, la conclusión es que
está muerto, ¡que se encienda la pira!

Medicina para la mente


Un monje que conducía una carreta perdió el control de las caballerías que, espantadas,
arrollaron en su loco galope a un niño causándole la muerte.
El juez exculpó al conductor, pues todos los testigos relataron el hecho como un
desgraciado accidente, pero el monje desde ese día vivió obsesionado por la culpa.

A cada hora del día y de la noche podía ver la cara del niño y oír su grito de dolor al ser
aplastado por la carreta. De este modo, obsesionado de un modo enfermizo, no lograba
apartar aquel suceso de su mente, y así pasaron las semanas y los meses sin que el monje
pudiera olvidar.

Atrapado por el dolor, decidió consultar con el abad:

-Si eres tan estúpido que no puedes vivir con eso, es mejor que tomes una determinación
o en caso contrario vivirás atormentado el resto de tus días.
-Lo intentaré, pero tengo grabadas en la mente la cara y el grito del niño.

Pasó un tiempo, pero el monje no olvidó. El maestro le dijo:

– Tu única solución es buscar una muerte honorable. Si no puedes vencer eso, no mereces
seguir viviendo como monje, yo te ayudaré a morir.

El abad sacó su afilada espada y le pidió al monje que se pusiera de rodillas. Éste,
confundido y por la obediencia debida, hizo lo ordenado.

-No te muevas, te cortaré la cabeza de un solo tajo.


El monje se sobrecogió de miedo, un sudor frío recorrió su cuerpo que comenzó a temblar.

El abad inició el golpe. La hoja avanzó velozmente hacia el cuello del arrodillado que oyó
su silbido acercarse. En ese momento el terror lo paralizó.
Pero el abad detuvo la espada justo un milímetro antes que rozara la piel del monje. Con
un fuerte grito preguntó:

– ¿Has oído ahora la voz del niño o has visto su cara?


– No -contestó el monje aturdido y todavía atrapado por el miedo.
– Pues si han desaparecido una vez de tu mente, podrás lograrlo de nuevo. Ya no es
necesario que mueras.

No siempre es lo mismo
Un hombre noble y sereno viajaba con su burro por unos parajes solitarios. En un trecho
del camino aparecieron unos bandidos y le robaron el burro y todo lo que llevaba.

Despojado de sus posesiones, aquel hombre continuó su camino andando tranquilamente.


Ante aquella actitud, el jefe de los salteadores dijo a sus secuaces:

-Es rara la actitud de ese individuo. Los demás suplican y ruegan por sus bienes.

Su comportamiento es el de un hombre sabio, por lo que es seguro que ocupe un alto


cargo en el gobierno. Eso significa que cuando llegue a la ciudad y explique lo sucedido,
la policía vendrá a capturarnos con redoblados esfuerzos, ya que se trata de un hombre
importante. Lo mejor será que lo matemos.

Al poco tiempo llegó a la capital la noticia de la muerte de aquel hombre y las


circunstancias de la misma, pues los bandidos fueron detenidos y confesaron su crimen.

Conocidas las causas de aquella muerte, los ciudadanos expresaron las más variadas
opiniones sobre lo sucedido.
Así, un padre dijo a sus hijos:
-Si alguna vez caéis en manos de bandidos, no se os ocurra comportaros como ese idiota
al que han matado.

Un día, aquel muchacho al que aconsejó su padre fue interceptado en su camino por unos
salteadores. Una vez despojado de sus bienes, los bandidos le dijeron que se marchara
tranquilamente.
No obstante, recordando el muchacho la advertencia de su padre, porfió con los ladrones
defendiendo lo robado.
Los bandidos, viendo que apenas era un jovencito, decidieron olvidarse de él y regresar a
su refugio, pero el muchacho los persiguió reclamándoles a voces lo que era suyo.

Ante la alternativa de que pudiera alertar con sus gritos a alguien, o de que pudiera
seguirlos hasta su secreta guarida, el jefe de los ladrones, muy a su pesar, dio la orden de
matarlo.

Las mil y una noches, un relato corto de Juan Gracia Armendáriz


El día en que cenamos los tres por última vez lo hicimos como siempre. Vimos el
telediario y supimos que una bomba había explotado en un mercado de Bagdad. Fue una
cena frugal: sopa de sobre y tortilla francesa.
Mi hija preguntó qué era Bagdad y su madre le explicó que era una ciudad donde se
contaban muchos cuentos.
Yo la miré por encima del vaso de agua, y luego miré a mi hija, que sorbía la sopa, y
después las imágenes del televisor, donde varios cuerpos permanecían tendidos en una
calle polvorienta, entre chancletas y salpicones de sangre.

Recogimos los restos de la cena y luego acosté a la niña. Tragué saliva. Sentía una canica
de hierro en la garganta, pero le conté El castillo de irás y no volverás.
A su edad, era el cuento que más me gustaba. Ella me escuchó con atención. Con gravedad
infantil. La besé en la frente y apagué la luz.

Mi mujer estaba terminando de empaquetar sus cosas en el dormitorio, así que debí
esperar a que acabara para poder acostarme.
Ella se acomodó en el sofá del comedor.
Puse el despertador a las ocho. Era la hora acordada.

Tomé un potente ansiolítico.


Me encontraba en Bagdag, perdido entre gente que estaba a punto de morir en una
explosión.
Yo trababa de advertirles del peligro que corrían cuando sonó el despertador.
No hubo escenas ni melodramas. Supongo que los efectos del ansiolítico amortiguan la
despedida.

Desayunamos en silencio. Luego, mi mujer llamó a un taxi, y ambas abandonaron la casa.


Me senté a la mesa de la cocina, frente a las tazas sucias del desayuno.

Escuché el ruido de las maletas en los escalones y luego la voz de mi hija en el portal del
edificio, pero yo sólo trataba de salir a la superficie entre aquella polvareda de escombros.

Relato corto de Oscar Wilde: El hombre que contaba historias


Había una vez un hombre muy querido en su pueblo porque contaba historias. Todas las
mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del
pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:

–Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?

Él explicaba:

–He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro
de silvanos.

–Sigue contando, ¿qué más has visto? –decían los hombres.

–Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus
verdes cabellos con un peine de oro.

Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.


Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas… Mas al llegar a la orilla del mar,
he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos
verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque,
vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos… Aquella noche, cuando
regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:

–Vamos, cuenta: ¿qué has visto?

Él respondió:

–No he visto nada.

Cuento de Tolstói: La estufa grande


Un hombre tenía una espaciosa casa en la que había una gran estufa; no obstante, la
familia de ese hombre no era numerosa: sólo su mujer y él. Cuando llegó el invierno el
hombre empezó a encender la estufa y al cabo de un mes ya había quemado toda la leña.
Ya no tenía nada que quemar, y hacía frío.

Entonces el hombre se puso a arrancar la cerca del patio, y alimentaba la estufa con esa
madera. Cuando quemó toda la cerca, en la casa, que ya no tenía ningún amparo contra
el viento, hizo aún más frío, y ya no había nada que quemar.

Entonces se subió arriba, arrancó el tejado y empezó a encender la estufa con esa madera;
en la casa hizo más frío aún, y también la leña del tejado se acabó. Entonces el hombre
empezó a desmontar el techo de la casa para alimentar la estufa. Un vecino vio lo que
estaba haciendo y le dijo: «Pero ¿qué haces, vecino? ¿Te has vuelto loco? ¡Quitar el techo
en pleno invierno! ¡Si lo haces os congelaréis los dos!». Pero el hombre dijo: «No, amigo:
estoy quitando el techo para encender la estufa. Tenemos una estufa que, cuanta más
madera consume, más frío hace». El vecino se echó a reír y dijo: «Bueno, y cuando hayas
quemado el techo, ¿derribarás la casa? Entonces ya no tendrás dónde vivir y sólo te
quedará la estufa, que estará fría».

«Ésa es mi desgracia –dijo el hombre–. Todos los vecinos tienen leña suficiente para todo
el invierno; yo, en cambio, he quemado la cerca y la mitad de la casa y ni siquiera eso ha
bastado.» El vecino dijo: «Lo único que tienes que hacer es reformar la estufa». Pero el
hombre dijo: «Sé que tienes envidia de mi casa y de mi estufa porque son más grandes
que las tuyas; por eso me aconsejas que no rompa nada». No escuchó a su vecino y quemó
el techo y luego la casa; y después se fue a vivir entre extraños.

Relato corto de Mario Benedetti: Su amor no era sencillo


Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer
trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y
ella, agorafobia. Era solo por eso que fornicaban en los umbrales.

Relato corto de Mario Benedetti: El sexo de los ángeles


Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y
mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato, nunca
confirmado, de que los ángeles no hacen el amor, quizá signifique que no lo hacen de la
misma manera que los mortales.
Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los ángeles no
hacen el amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los mismos) lo
celebran en cambio con palabras, vale decir con las adecuadas.

Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias,
empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por
supuesto, son angelicales.

Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: “Semilla”, Ángela, para atizarlo, responde: “Surco”.
Él dice: “Alud” y ella, tiernamente: “Abismo”.

Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.

Ángel dice: “Madero”. Y Ángela: “Caverna”.

Aletean por ahí un Ángel de la Guarda, misógino y silente, y un Ángel de la Muerte,


viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su amor.

Él dice: “Manantial”. Y ella: “Cuenca”.

Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire
y su expectativa.

Ángel dice: “Estoque”, y Ángela, radiante: “Herida”. Él dice: “Tañido”, y ella: “Rebato”.

Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y
nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente
sobre el mundo.

Relato corto de Mario Benedetti: El hombre que aprendió a ladrar


Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de
desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia
y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos
o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese
adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: “La verdad es que ladro
por no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus
hermanos perros. Amor es comunicación.

¿Cómo amar entonces sin comunicarse?

Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido
por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de
Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres,
bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos
perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del
mundo.

Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: “Dime, Leo, con
toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?”. La respuesta de Leo fue bastante
escueta y sincera: “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando
ladras, todavía se te nota el acento humano.”

Relato corto sobre la soledad.


Emilio Díaz Valcárcel: La muchacha del tiempo
a Ana Lydia Vega

Todas las tardes, la pareja de ancianos esperaba en la pantalla del televisor a la muchacha
del tiempo, sentados en el decrépito sofá que olía a orina de perro: era ése el más claro
recordatorio de Blaqui; con su muerte, ocurrida hacía cuatro años, habían sufrido más que
nunca el vacío de la soledad, el cansancio de los años que sobrevivían con resignación;
hasta que un buen día tocó en su puerta el hombre joven que habían mimado de niño con
irreprimible vocación de abuelos.

Su última carta –incomprensible, incoherente– había arribado hacía diez, quince años:
imposible recordarlo con certeza.

A los pocos meses se fueron acostumbrando a las curiosidades de la nueva experiencia:


algunos días, cuando amanecía murmurando palabras raras, el nieto vestía uniforme de
campaña verde olivo con diseños que simulaban ramas y hojas, y lucía en la muñeca
derecha un brazalete plateado con su nombre, número de soldado y un nombre de mujer
en lengua desconocida.

Los abuelos le reservaron un sitio ante el televisor y, desde entonces, los tres permanecían
mudos frente a la pantalla, con excepción de breves comentarios sobre la implacable
sequía de ese año.

Pasaban horas contemplando programas que se sucedían entre innumerables comerciales,


pero el momento que con leve ansiedad esperaban era el noticiario de la tarde, donde la
muchacha del tiempo se compadecía de su público cuando tenía que informarle, programa
tras programa, que no habría en los próximos días la más mínima señal de lluvia;
pelinegra, de ojos rasgados, la muchacha no tendría más de veinte años.

Los meses de sequía habían provocado una crisis: la multitud languidecía entre la sed, el
calor y los malos olores; el ganado moría en los campos secos que se encendían de nada;
los frutos se secaban en las ramas ya sin hojas; los ríos exhibían sus lechos de piedras y
barro cuarteado; ahora que los embalses habían bajado sus niveles hasta alcanzar el ras
de tierra y la gente temía desaparecer bajo las llamas del sol, la muchacha del tiempo
parecía más atribulada que nunca, avergonzada y dolida de no poder ofrecerle a la ansiosa
multitud las esperadas buenas nuevas.

Una tarde, la muchacha no pudo soportar las malas noticias que debía comunicarle a su
público, así que, saliéndose del libreto, exclamó: “¡Juro que yo no tengo la culpa,
simplemente les comunico los informes que recibo del Servicio Meteorológico!”, y su
rostro se plegó a punto de llorar.

“Sufre mucho”, dijo el abuelo. “Sí”, contestó la abuela; permanecían inmóviles en la


penumbra de la sala, que olía a orina de perro, sin mirarse. Como otros días, el nieto se
había levantado murmurando palabras raras, y andaba por esas calles de Dios con su
uniforme de combate (regresaba generalmente antes de los noticiarios); él tampoco tenía
muchas cosas que decir: se limitaba a un sí o un no a veces repetía las palabras del abuelo,
inmóvil detrás de ellos: “Sufre mucho”.

Ese jueves –pudo ser otro día, desde luego, puesto que nada habría evitado los hechos–
los abuelos se enteraron en silencio de múltiples accidentes en las carreteras, actos de
pillaje, asesinatos, ciudadanos que solicitaban ayuda’ para sus enfermos, corrupción en el
Gobierno; casi sin que los abuelos se dieran cuenta, la muchacha del tiempo había
comenzado su informe; tenía los ojos enrojecidos llenos de lágrimas: no se vería alivio
en los próximos meses, las reservas de agua de los embalses durarían sólo cuatro días…;
de pronto, la muchacha miró espantada hacia su izquierda –derecha de la pantalla– y
retrocedió un paso seguida por la cámara; solitarios, quietos en la oscuridad de la sala –
que olía a la orina de Blaqui– los ancianos vieron cómo un revólver niquelado entraba
por el lado izquierdo de la pantalla.

De primera instancia no pudieron comprender esa absurda composición de objetos –había


elementos que no pertenecían a la rutina de tantos años televisivos, era como ver un
bolígrafo dentro de un zapato– y mecánicamente acercaron sus rostros a la pantalla; pero
fue la detonación y la visión del rostro destrozado de la muchacha –que se desplomaba
fuera de pantalla– lo que los alertó definitivamente y los obligó a ver que la mano que
esgrimía el revólver mostraba en su muñeca un brazalete plateado con inscripciones
imposibles de leer a esa distancia.

Relato de Rudyard Kipling: El jardinero


Una tumba se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.

Un día en todos los años,


una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!

En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo,
y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano.

Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos
a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir
múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la
India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de
un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo.

Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y
cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel
lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo,
pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había
tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia.
Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al
niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a
la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al
niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.

Todos esos detalles eran del dominio público, pues Helen era de carácter muy abierto y
mantenía que lo único que se lograba con silenciar un escándalo era darle mayores
proporciones.

Reconocía que George siempre había sido una oveja negra, pero las cosas hubieran
podido ir mucho peor si la madre hubiera insistido en su derecho a quedarse con el niño.

Por suerte parecía que la gente de esa clase estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa
por dinero, y como George siempre había recurrido a ella cuando tenía problemas, Helen
se sentía justificada –y sus amigos estaban de acuerdo con ella– al cortar todos los lazos
con la familia del suboficial y dar al niño todas las ventajas posibles.

Lo primero fue que el pastor bautizara al niño con el nombre de Michael. Nada indicaba
hasta entonces, decía la propia Helen, que ella fuera muy aficionada a los niños, pero pese
a todos los defectos de George siempre lo había querido mucho, y señalaba que Michael
tenía exactamente la misma boca que George, lo cual ya era un buen punto de partida. De
hecho, lo que Michael reproducía con más fidelidad era la frente, amplia, despejada y
bonita de los Turrell.

La boca la tenía algo mejor trazada que el tipo familiar. Pero Helen, que no quería
reconocer nada por el lado de la madre, juraba que era un Turrell perfecto, y como no
había nadie que se lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zanjada para siempre.

En unos años Michael pasó a formar parte del pueblo, tan aceptado por todos como
siempre lo había sido Helen: intrépido, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso
saber por qué no podía llamarle «mamá», igual que hacían todos los niños con sus madres.

Le explicó que no era más que su tía, y que las tías no eran lo mismo que las mamás, pero
que si quería podía llamarle «mamá» al irse a la cama, como nombre cariñoso y secreto
entre ellos dos.

Michael guardó fielmente el secreto, pero Helen, como de costumbre, se lo contó a sus
amigos, y cuando Michael se enteró se puso furioso.

–¿Por qué se lo has dicho? ¿Por qué? –preguntó al final de la rabieta.

–Porque lo mejor es decir siempre la verdad –respondió Helen, que lo tenía abrazado
mientras él pataleaba en la cuna.

–Bueno, pero cuando la verdad es algo feo no me parece bien.

–¿No te parece bien?

–No, y además –y Helen sintió que se ponía tenso–, además, ahora que lo has dicho ya
no te voy a llamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.
–Pero ¿no te parece una crueldad? –preguntó Helen en voz baja.

–¡No me importa! ¡No me importa! Me has hecho daño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te
haré daño toda mi vida!

–¡Vamos, guapo, no digas esas cosas! No sabes lo que…

–¡Pues sí! ¡Y cuando me haya muerto te haré todavía más daño!

–Gracias a Dios yo me moriré mucho antes que tú, cariño.

–¡Ja! Emma dice que nunca se sabe –Michael había estado hablando con la anciana y fea
criada de Helen–. Hay muchos niños que se mueren de pequeños, y eso es lo que voy a
hacer yo. ¡Entonces verás!

Helen dio un respingo y fue hacia la puerta, pero los llantos de «¡mamá, mamá!» le
hicieron volver y los dos lloraron juntos.

Cuando cumplió los diez años, tras dos cursos en una escuela privada, algo o alguien le
sugirió la idea de que su situación familiar no era normal. Atacó a Helen con el tema, y
derribó sus defensas titubeantes con la franqueza de la familia.

–No me creo ni una palabra –dijo animadamente al final–. La gente no hubiera dicho lo
que dijo si mis padres se hubieran casado.

Pero no te preocupes, tía. He leído muchas cosas de gente como yo en la historia de


Inglaterra y en las cosas de Shakespeare.
Para empezar, Guillermo el Conquistador y… bueno, montones más, y a todos les fue
estupendo. A ti no te importa que yo sea… eso, ¿verdad?

–Como si me fuera a… –empezó ella.

–Bueno, pues ya no volvemos a hablar del asunto si te hace llorar.

Y nunca lo volvió a mencionar por su propia voluntad, pero dos años después, cuando
contrajo las anginas durante las vacaciones, y le subió la temperatura hasta los 40 grados,
no habló de otra cosa hasta que la voz de Helen logró traspasar el delirio, con la seguridad
de que nada en el mundo podía hacer que cambiaran las cosas entre ellos.

Cuento de Tolstói: Demasiado caro (Relato verídico inspirado en Maupassant)


Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia.
Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande.
La superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por
persona.
Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecito, con su palacio, sus cortesanos, sus
ministros, su obispo y su ejército.

Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército.
El reyecito tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el
tabaco, el vino y el alcohol y existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecito
no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios, ni podría mantenerse
él, a no ser por un recurso especial.

Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. ]
La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios.
Y paga buenas cantidades al reyecito. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una
sola casa de juego de este tipo.
Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las
prohibieron porque traían muchas desgracias.

Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces,


incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un
tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay
quien pueda prohibir esto al reyecito de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.

Desde entonces, todos los aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el
beneficio es para el rey.
Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse palacios. El reyecito de
Mónaco sabe que eso no está bien, pero ¿qué hacer?
Es necesario vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco.

Así es como vive ese reyecito. Reina, amasa dinero y gobierna, desde su palacio, lo mismo
que los grandes reyes.
Lo mismo que ellos, se corona, organiza desfiles y paradas, concede recompensas,
ajusticia, indulta, celebra consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes.
La única diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.

Una vez, hace cosa de cinco años, hubo un crimen en el reino.


El pueblo de Mónaco es pacífico; y nunca había allí sucedido tal cosa. Se reunieron los
jueces para juzgar al asesino.
En el tribunal había jueces, fiscales, abogados y jurados.
Después de juzgarlo, lo condenaron, según la ley, a la última pena, a la decapitación.

Presentaron la sentencia al rey. Este la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al
criminal.
La única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo. Después de
pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al Gobierno francés, preguntándole si
podía mandarles la máquina y el verdugo para cortar la cabeza al criminal.

Al mismo tiempo, pidieron que los informase, a ser posible, de los gastos que esto
supondría.
Al cabo de una semana recibieron la contestación: podían enviar la máquina y el verdugo:
los gastos ascendían a dieciséis mil francos. Se lo comunicaron al reyecito. Éste meditó
largo rato. ¡Dieciséis mil francos!
–¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría arreglar el asunto más económicamente?
Para obtener esa cantidad, todos los habitantes del reino tendrían que pagar dos francos
de impuesto.
Les parecería mucho. Podrían sublevarse –dijo.

Celebraron consejo. ¿Cómo solucionar el problema?


Se les ocurrió preguntar lo mismo al rey de Italia.
Francia es una República, no respeta a los reyes; en cambio, como en Italia hay un rey,
tal vez cobraría menos.

Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El gobierno italiano les decía que con
mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo.
El total de los gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato;
pero no dejaba de ser una cantidad elevada.

Aquel canalla no varía tanto dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de
impuesto.
Volvió a reunirse el Consejo. Pensaron en la manera de arreglar esto de una manera más
económica.
Quizá algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un modo rudimentario.
Llamaron al general.

–¿No habrá algún soldado que quiera decapitar al asesino? Sea como sea, cuando van a
la guerra matan; y eso es lo que se les enseña.

El general habló con sus soldados. ¿Quería alguno cortar la cabeza al criminal? Todos se
negaron. “No, no sabemos hacer esto; no lo hemos aprendido”, dijeron.

¿Qué hacer? Meditaron mucho, nombraron un comité, una Comisión y una Subcomisión.
Por fin hallaron el medio de arreglar el asunto.
Había que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua.
De este modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría menos gasto.

El reyecito se mostró de acuerdo; y resolvieron adoptar esa solución.


La única desgracia era que no hubiese una prisión especial donde encerrar al criminal
para toda la vida.
Había pequeños calabozos en los que se encerraba temporalmente a los culpables; pero
se carecía de una buena prisión. Finalmente, encontraron un lugar.
Encerraron al criminal y le pusieron un guardián.

Éste vigilaba al delincuente y le traía la comida de la cocina de palacio. Así transcurrieron


doce meses.
A fin de año, el reyecito hizo el balance de los gastos y de los ingresos.
Y se dio cuenta de que el criminal constituía un gasto bastante considerable. En un año
había ascendido a seiscientos francos su comida y el sueldo del guardián.
El criminal era joven y sano; tal vez viviera aún cincuenta años. No era posible seguir así.

El reyecito llamó a sus ministros:


–Busquen el medio de que este canalla nos cueste menos dinero. Así nos resulta
demasiado caro –les dijo.

Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron largo rato. Uno de ellos dijo:

–Señores, creo que hay que suprimir el guardián.

–El criminal se escaparía –replicó otro.

–Si se escapa, ¡al diablo!

Informaron al rey. Éste se mostró de acuerdo. Suprimieron al guardián y esperaron a ver


qué pasaría.

Al llegar la hora de comer el criminal buscó al guardián; y, al no encontrarlo, se dirigió


en persona a la cocina de palacio en solicitud de la comida.
Cogió lo que le dieron, volvió a la prisión y cerró la puerta tras de sí. Salía a buscar la
comida, pero no se escapaba.
¿Qué hacer? Pensaron que debían decirle que no se le necesitaba para nada, que podía
irse.
El ministro de Justicia lo llamó.

–¿Por qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede marcharse libremente: al rey no le


parecerá mal.

–Pero yo no tengo adónde ir. ¿Dónde quiere que vaya?


Me han cubierto de oprobio con la sentencia; ahora nadie querrá tratarme. Me he apartado
de todo. Ustedes proceden injustamente conmigo. Eso no se puede hacer.
En primer lugar, si me han condenado a muerte, tenían que haberme matado.
Aunque no lo han hecho, no he protestado.

En segundo lugar, me condenaron a cadena perpetua y me pusieron un guardián para que


me trajera la comida; pero no han tardado en quitármelo.
Tampoco he protestado. He ido a buscarme la comida personalmente. Ahora me dicen
que me vaya; pero esta vez, arréglenselas como quieran; no pienso irme –replicó el
criminal.

De nuevo celebraron Consejo. ¿Qué hacer? ¿Qué solución tomar?


El criminal no se iba. Después de pensarlo mucho, decidieron asignarle una pensión. Era
la única manera de librarse de él. Informaron al reyecito.

–¡Qué le hemos de hacer! Hay que terminar como sea –dijo éste.

Asignaron al criminal una pensión de seiscientos francos y así se lo comunicaron.

–Bueno; si me pagan puntualmente, me iré.

Así se decidió la cosa. Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por adelantado.
Este se despidió de todos y abandonó el dominio del reyecito.
Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril.
Se instaló cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un jardín y
vive muy feliz.

En fechas determinadas, va a Mónaco a percibir su pensión. Después de cobrar, entra en


la casa de juego y pone dos o tres francos.
Algunas veces gana; otras pierde y vuelve a su casa. Vive apaciblemente.

Menos mal que no delinquió en un lugar donde no se repara en gastos para decapitar a un
hombre ni para mantenerlo en la cárcel toda la vida.

Relato de José Sánchez Rincón: El ausente


Cuando me casé con Ángela, yo conocía su relación con Carlos y lo de su desgraciado
accidente.
Al principio no le di importancia a que ella quisiera ponerle su nombre a nuestro hijo,
Carlos era un nombre tan bonito como otro cualquiera.

Después vinieron las invitaciones de Ángela a la que fue su suegra para que viniera a casa
a tomar café y hablar de lo agradable y atento que era Carlos, mientras yo prefería irme a
la terraza de la cocina con la excusa de fumar un cigarro o marcharme a la calle por alguna
obligación inventada con tal de no oír sus excesivas muestras de afecto hacia él.

Empecé a preocuparme cuando Ángela llamaba a sus amigas de antes y a sus maridos y
disfrutaban de tardes enteras recordando a Carlos, sus chistes, lo gracioso que se vestía
en cualquier ocasión y hasta traían fotos antiguas y vídeos para comentarlos hasta las
lágrimas.

Pensé que todo esto sería pasajero y aguanté lo que pude cuando Ángela gritaba el nombre
de Carlos en los momentos culminantes al hacer el amor o cuando yo tenía que realizar
alguna chapuza casera y me enteraba de lo habilidoso que era él para esas cosas o, si
íbamos a algún sitio de vacaciones, lo bien que organizaba él los viajes y cuánto lo quería
la gente.

Por eso hice de la habitación de invitados mi refugio habitual y, a veces, me descubría a


mí mismo dando vueltas solo por el pasillo pensando en lo buen tipo que era Carlos y lo
mucho que lo echábamos de menos.

Cuento tradicional de Marruecos: El grano de arena


Dios estaba fabricando el mundo. Después de los astros, la tierra, el mar, fabricó también
a las personas. Eran bellas criaturas, con los ojos espléndidos, pero no tenían alma.

—Es necesaria el alma —sugirió el arcángel que lo ayudaba.

—Tienes razón —dijo Dios—. Vamos a hacerles un alma.

Y se puso a preparar las almas. Dios estaba contento, trabajaba con entusiasmo. Amasó
rayos de sol con perfume de jardines, zafiros de montaña con susurro de olas marinas…
y las almas salían del laboratorio todas adornadas y brillantes. Entonces el Padre bajó a
la tierra y distribuyó un alma a cada persona.

Pero como aquel día llovía, algún alma llegó a destino un poco estropeada. Y un día una
persona —una de aquellas que había recibido un alma algo estropeada— tuvo el impulso
de decir una mentira, una mentira de nada, así de pequeña; pero era el primer hilo de la
inmensa red de los engaños.

Dios, que lo sabe todo, se dio cuenta y se enfadó. Reunió a sus hijos de la Tierra y les dijo
que no se debe mentir.

—Por cada mentira que digáis, arrojaré sobre la Tierra un granito de arena.

Los hombres no hicieron caso. En aquel tiempo no había arena sobre la Tierra; y con todo
aquel verde, ¿qué importancia podía tener un granito de arena? Así fue como, después de
la primera mentira vino la segunda, y tras ésta la tercera y la cuarta… La lealtad iba
desapareciendo, el fraude y el engaño invadían el mundo. Dios por cada mentira arrojaba
un granito de arena; pero a un cierto punto, ya no pudo más, y tuvo que ser ayudado por
un ejército de ángeles y de arcángeles.

Cayeron del cielo torrentes de arena, y la Tierra, el bello jardín florido, empezó a ajarse.
Vastas zonas terrestres se cubrieron de arena: era el desierto. Sólo aquí y allá, donde
todavía vivía alguna buena persona, quedaron raros oasis. Pero como la calamidad
continúa difundiéndose, no está excluido que un día, por culpa de las mentiras, la Tierra
se convierta toda en un inmenso desierto…

Cuento tradicional de Marruecos: La suerte


Una mujer encontró un día una bolsa llena de monedas mientras barría la puerta de su
casa. Dejó la escoba y se marchó al zoco para comprar un cordero. A pesar del calor, del
polvo y del olor desagradable de los animales, recorrió lentamente el corral en el que se
hallaban. Al final eligió un carnero de cuernos muy largos. Le tocó el vellón de lana para
ver si estaba tan gordo como pretendía el vendedor. Se puso a regatear el precio, fingió
marcharse, volvió, regateó nuevamente y terminó pagando. Regresó a su casa llevando el
carnero de una cuerda y lo ató a una estaca en el jardín que se encontraba detrás de su
casa.

Unos días más tarde, un chacal pasó por allí. Se relamió pensando en el carnero. «Alá es
muy generoso al ofrecerme tal festín», se dijo. Tras saltar el cerco, se lanzó sobre el
carnero y se lo comió. La mujer vio desde su ventana al chacal en plena comilona. Le
gritó, pero era demasiado tarde.

Luego fue a ver al cadí para ver si obtenía alguna reparación.

—Dime de qué se trata —le dijo el juez.

—Estaba yo barriendo delante de mi puerta…

—Tienes mucha razón. Hay que mantener limpio el hogar y sus alrededores —le dijo el
cadí.
—… cuando me encontré una bolsa llena de monedas.

—Era tu día de suerte.

—Con el dinero me compré un carnero.

—Era el de la Aid el Kebir.

—Unos días más tarde, un chacal, maldito sea, se lo comió.

—Era su día de suerte y no el tuyo —dijo el cadí sonriendo.

La mujer, sintiéndose desairada, se marchó sin agregar palabra.

El relato «La suerte» está incluido en 30 Cuentos del Magreb. Jean Muzi, Solidaridad
Internacional.

Los amos, un relato corto de Juan Bosch


Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba
a hacerle un regalo.

–Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando.
Si se mejora, vuelva.

Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.

–Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.

–Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es
bueno.

Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el
pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.

–Ta bien, don Pío –dijo–; que Dio se lo pague.

Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo
sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar
las vacas y los críos.

–Que animao ta el becerrito –comentó en voz baja.

Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y
ahora correteaba y saltaba alegremente.

Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho,
de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso
semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de
los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado
y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del
arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela
metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía
ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer
escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.

–Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.

–Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia –oyó responder.

El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de
San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros,
bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una
todas las reses.

–Vea, don –dijo–, aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la
mañana, porque no le veo barriga.

Don Pío caminó arriba.

–¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.

–Arrímese pa aquel lao y la verá.

Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.

–Dese una caminata y me la arrea, Cristino –oyó decir a don Pío.

–Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.

–¿La calentura?

–Unjú, me ta subiendo.

–Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.

Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba
dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito…

–¿Va a traérmela? –insistió la voz.

Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.

–¿Va a buscármela, Cristino?

Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho.
Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.

Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.
–Ello sí, don –dijo–: voy a dir. Deje que se me pase el frío.

–Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo
perder el becerro.

Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.

–Si: ya voy, don –dijo.

–Cogió ahora por la vuelta del arroyo –explicó desde la galería don Pío.

Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón
empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la
galería y se puso junto a don Pío.

–¡Qué día tan bonito, Pío! –comentó con voz cantarina.

El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera
tropezando.

–No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio
peso para el camino.

Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.

–Malagradecidos que son, Herminia –dijo–. De nada vale tratarlos bien.

Ella asintió con la mirada.

–Te lo he dicho mil veces, Pío –comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que
ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.

Relato corto de Antón Chéjov: ¡Chist!


Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con
talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien
se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su
despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes
disponiéndose a vengar a su hermana:

–¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo,


enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito
nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y
debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo
ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía
o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de
parto!…

Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente… Luego entra
en el dormitorio y despierta a su mujer.
–Nadia –le dice–, voy a escribir… Te ruego que no me molesten, me es imposible escribir
si los niños chillan, si las cocineras roncan… Procura que tenga té y… un bistec, ¿eh?…
Ya lo sabes, no puedo escribir sin té… El té es lo que me sostiene cuando trabajo.

Aquí nada es resultado del azar, del hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante,
denota una madura reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de
grandes escritores, una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página
doblada, una página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se ve un
pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: “¡Vil!”.
También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y unos cortaplumas con
plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del género de una pluma que se
rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso creador…
Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón y, cerrando los ojos, se abisma en la
meditación del tema. Oye a su mujer, que anda arrastrando las zapatillas, y parte unas
astillas para calentar el samovar. Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido
de la tapadera del samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No
se tarda en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de
partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto,
Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.

–¡Dios mío, el óxido de carbono! –gime con una mueca de mártir–. ¡El óxido de carbono!
¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el nombre de Dios, si
puedo escribir en semejantes condiciones!

Corre a la cocina y se extiende en lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después,


su mujer le lleva, caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza de té, él
se halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos cerrados, abismado en su tema.
Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge no advertir la
presencia de su mujer… Su rostro tiene la expresión de inocencia ultrajada de hace un
momento. Igual que una jovencita a quien se le ofrece un hermoso abanico, antes de
escribir el título coquetea un buen rato ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas… Se
aprieta las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o
entrecierra los ojos con aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá… Por último,
y no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una sentencia
de muerte, escribe el título…

–¡Mamá, agua! –grita la voz de su hijo.

–¡Chist! –dice la madre–. Papá escribe. Chist…

Papá escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para volver las
hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan el correr de su
pluma, inmóviles, y parecen pensar: “¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!”.

–¡Chist! –rasguea la pluma.

–¡Chist! –dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la
mesa. Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza el oído… Oye un
cuchicheo monótono… Es el inquilino de la habitación contigua, Tomás Nicolaievich,
que está rezando sus oraciones.

–¡Oiga! –grita Krasnukin–. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja escribir.

–Perdóneme –responde tímidamente Nicolaievich.

–¡Chist!

Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos, bosteza y mira
el reloj.

–¡Dios mío, ya son las tres! –gime–. La gente duerme y yo… ¡sólo yo estoy obligado a
trabajar!

Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta a su


mujer y le dice con voz lánguida:

–Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas…

Escribe hasta las cuatro y escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese
agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados,
al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía
sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ahí
la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano doméstico se parece un poco
al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de
redacción!

–Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme… –dijo al acostarse–. Nuestro
trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el
alma… Debería tomar bromuro… ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia
dejaría este trabajo!… ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!

Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo… ¡Ay, cuánto más
dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un
editorialista famoso o al menos un editor conocido!…

–¡Ha escrito toda la noche! –cuchichea su mujer con gesto apurado–. ¡Chist!

Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada
que costaría caro profanar.

–¡Chist! –se oye a través de la casa–. ¡Chist!

Una llamada telefónica, un relato corto de Dorothy Parker


Por favor, Dios, que llame ahora. Querido Dios, que me llame ahora. No voy a pedir nada
más de ti, realmente no lo haré. No es mucho pedir. Sería tan poco para ti, Dios, una cosa
tan, tan pequeña. Solo deja que llame ahora. Por favor, Dios. Por favor, por favor, por
favor.
Si no pienso en eso, tal vez el teléfono suene. A veces lo hace. Si pudiera pensar en otra
cosa. Si pudiera pensar en otra cosa. Quizá si cuento hasta quinientos de cinco en cinco,
suene antes de que termine.
Voy a contar lentamente. Sin trampas. Y si suena cuando llegue a trescientos, no voy a
parar, no voy a contestar hasta que llegue a quinientos. Cinco, diez, quince, veinte,
veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta… Oh, por favor,
llama. Por favor.

Esta es la última vez que voy a mirar el reloj. No voy a mirar de nuevo. Son las siete y
diez. Dijo que llamaría a las cinco. “Te llamaré a las cinco, cariño.” Creo que fue en ese
momento que dijo: “cariño”. Estoy casi segura de que fue en ese momento. Sé que me
llamó “cariño” dos veces, y la otra fue cuando me dijo adiós. “Adiós, cariño.”

Estaba ocupado, y no puede hablar mucho en la oficina, pero me llamó “cariño” dos
veces. Mi llamada no puede haberlo molestado. Sé que no debemos llamarlos muchas
veces; sé que no les gusta.
Cuando lo haces ellos saben que estás pensando en ellos y que los quieres, y hace que te
odien. Pero yo no había hablado con él en tres días, tres días.
Y todo lo que hice fue preguntarle cómo estaba, justo como cualquiera puede llamar y
preguntarle.
No puede haberle molestado eso.
No podía haber pensado que lo estaba molestando. “No, por supuesto que no”, dijo.
Y dijo que me llamaría. Él no tenía que decir eso. No se lo pedí, en verdad no lo hice.
Estoy segura de que no lo hice. No creo que él prometa llamarme y luego nunca lo haga.
Por favor, no le permitas hacer eso, Dios. Por favor, no.

“Te llamaré a las cinco, cariño.” “Adiós, cariño.” Estaba ocupado, y tenía prisa, y había
gente a su alrededor, pero me llamó “cariño” dos veces.
Eso es mío, mío. Tengo eso, aunque nunca lo vea de nuevo.
Oh, pero es tan poco. No es suficiente. Nada es suficiente si no lo vuelvo a ver.

Por favor, déjame volver a verlo, Dios. Por favor, lo quiero tanto. Lo quiero mucho. Voy
a ser buena, Dios. Voy a tratar de ser mejor persona, lo haré, si me dejas verlo de nuevo.
Si lo dejas que me llame. Oh, deja que me llame ahora.

Ah, no desprecies mi oración, Dios. Tú te sientas ahí, tan blanco y anciano, con todos los
ángeles alrededor y las estrellas deslizándose en tu entorno.
Y yo te vengo implorando por una llamada telefónica. Ah, no te rías, Dios. Verás, tú no
sabes cómo se siente.
Estás tan seguro, allí en tu trono, con el gran azul remoloneando debajo de ti.
Nada puede tocarte, nadie puede torcer tu corazón en su mano. Esto es sufrimiento, Dios,
esto es sufrimiento malo, malo. ¿No me ayudarás? Por el amor de tu Hijo, ayúdame.
Dijiste que harías lo que se te pidiera en su nombre.
Oh, Dios, en el nombre de tu único y amado Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, que me llame
ahora.

Tengo que parar esto. No debo ser así. Veamos.


Supón que un hombre joven dice que va a llamar a una chica, y luego pasa algo y no lo
hace. No es tan terrible, ¿verdad? ¿Por qué? Está pasando en todo el mundo en este mismo
momento. Oh, ¿qué me importa lo que esté pasando en todo el mundo? ¿Por qué no puede
sonar el teléfono? ¿Por qué no puede? ¿Por qué no? ¿No podrías sonar? Vamos, por favor,
¿no? Maldita cosa fea y brillante. ¿Es que te haría daño sonar? Oh, eso te haría daño.
¡Maldita sea! Voy a arrancar tus raíces sucias de la pared y te romperé esa cara negra y
engreída en pequeños trozos. Vete al infierno.

No, no, no. Tengo que parar. Tengo que pensar en otra cosa. Esto es lo que voy a hacer.
Voy a poner el reloj en la otra habitación.
Entonces no podré verlo. Si quisiera mirarlo, tendría que entrar al dormitorio, y eso sería
algo que hacer. Tal vez, antes de que yo lo vea de nuevo, él me llame. Voy a ser tan dulce
con él, si me llama. Si dice que no puede verme esta noche, le diré: “No te preocupes,
está bien, cariño.
En serio, por supuesto que está bien.” Voy a ser exactamente como era cuando lo conocí.
Entonces tal vez le guste de nuevo. Yo era siempre dulce, entonces. Oh, es tan fácil ser
dulce con la gente antes de amarla.

Creo que todavía debo gustarle un poco. No me habría llamado “cariño” dos veces hoy si
ya no le gustara.
No todo se ha perdido si todavía le gusto un poco, aunque sea solo un poquito.
Verás, Dios, si dejaras que me llamara, no tendría que pedirte nada más. Sería dulce con
él, sería alegre, justo del modo en que solía ser, y entonces él me amará otra vez.
Y entonces yo nunca tendría que pedirte nada más. ¿No ves, Dios? Así que, ¿dejarías que
me llame ahora? ¿Podrías, por favor, por favor?

¿Me estás castigando, Dios, por haber sido mala? ¿Estás enojado conmigo? Oh, pero,
Dios, hay personas tan malas; no puedes castigarme solo a mí.
Y no hice tanto mal, no podía haber sido tanto.
No le hice daño a nadie, Dios. Las cosas solo son malas cuando se lastiman personas.
No herí una sola alma, tú lo sabes. Tú sabes que no hice mal, ¿no, Dios? Así que, ¿dejarás
que me llame ahora?

Si no me llama, voy a saber que Dios está enojado conmigo.


Voy a contar a quinientos de cinco en cinco, y si no me ha llamado entonces, sabré que
Dios no va a ayudarme nunca más.
Esa será la señal. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta,
cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco… Hice mal. Yo sabía que hacía mal. Muy
bien, Dios, mándame al infierno.
Crees que me asustas con tu infierno, ¿no? Eso piensas. Que tu infierno es peor que el
mío.

No debo. No debo hacer esto. Supón que se le hizo tarde para llamarme; no hay que
ponerse histérica.
Tal vez no va a llamar; tal vez ya viene para acá sin llamar por teléfono.
Se desconcertará si ve que he estado llorando.
No les gusta que llores. No llores.
Pido a Dios que pudiera hacerlo llorar. Me gustaría poder hacerlo llorar y rodar por el
suelo y sentir su corazón pesado, grande y supurante dentro de él. Me gustaría poder
hacerle pasar un infierno.

Él no me desea un infierno a mí. Ni siquiera sé si sabe lo que siento por él. Me gustaría
que lo supiera, pero sin yo decirle.
No les gusta que les digas que te han hecho llorar. No les gusta que les digas que eres
infeliz por culpa de ellos.
Si lo haces, piensan que eres posesiva y exigente. Y luego te odian.
Te odian cada vez que dices algo que realmente piensas. Siempre tienes que seguir con
los jueguitos.

Oh, pensé que no era necesario, yo pensaba que esto era tan grande que podía decir lo que
quería.
Supongo que no se puede, nunca. Supongo que no hay nada lo suficientemente grande
como para eso, jamás. ¡Oh, si él me llamara, no le diría que había estado triste por su
culpa! Odian a la gente triste.
Sería tan dulce y alegre que no podría evitar encariñarse conmigo. Si tan solo me llamara.
Si tan solo me llamara.

Tal vez eso está haciendo. Tal vez viene para acá sin llamarme.
Tal vez está en camino. Quizá le ocurrió algo.
No, nada puede pasarle a él. No puedo siquiera imaginar tal cosa. Nunca me lo imagino
atropellado.
Nunca lo he visto tirado, quieto y largo y muerto. Me gustaría que estuviera muerto.
Es un deseo terrible. Es un deseo encantador. Si estuviera muerto sería mío. Si estuviera
muerto nunca pensaría en hoy y estas últimas semanas.
Solo recordaría los tiempos espléndidos. Todo sería hermoso. Me gustaría que estuviera
muerto. Me gustaría que estuviera muerto, muerto, muerto.

Qué tontería. Es una tontería ir por ahí deseando que personas mueran, tan solo porque
no te llamaron a la hora que dijeron.
Tal vez el reloj se adelantó, no sé si tiene la hora correcta.
Quizá su tardanza no es real. Cualquier cosa podría haberlo retrasado un poco.
Tal vez tuvo que quedarse en la oficina. Tal vez fue a su casa, para llamarme desde ahí,
y alguien lo visitó.
No le gusta llamarme delante de la gente. Tal vez está preocupado, aunque sea un poco,
de tenerme esperando.
Puede que incluso espere que yo lo llame. Yo podría hacer eso. Podría llamarlo.

No debo. No debo, no debo. Oh, Dios, por favor, no me dejes hacerlo.


Por favor, prevén que me atreva.
Yo sé, Dios, tan bien como tú, que si se preocupara por mí habría llamado sin importar
dónde esté ni cuánta gente tiene alrededor.
Por favor hazme saberlo, Dios. No te pido que me lo hagas fácil ni me ayudes; no puedes
hacerlo, aunque pudiste crear un mundo entero.
Solo hazme saberlo, Dios. No me dejes seguir con esperanzas. No quiero seguir
reconfortándome. Por favor, no dejes que me llene de esperanzas, querido Dios. No, por
favor.

No voy a llamarlo. Nunca lo llamaré de nuevo mientras viva.


Puede pudrirse en el infierno antes de que lo llame. No hace falta que me des fuerza, Dios,
ya la tengo.
Si él me quiere, puede tenerme. Él sabe dónde estoy. Él sabe que estoy esperando aquí.
Él está tan seguro de mí, tan seguro. Me pregunto por qué nos odian tan pronto están
seguros de una. Pienso que sería tan dulce estar seguro.
Sería tan fácil llamarlo. Entonces sabría todo. Tal vez no sería tan tonto.
Tal vez no le molestaría. Tal vez hasta le gustaría. Tal vez ha estado tratando de llamarme.
A veces la gente trata y trata de llamar a alguien, pero el número no responde.
No estoy diciendo eso para confortarme, eso pasa de verdad. Tú sabes que ocurre de
verdad, Dios. Oh, Dios, mantenme lejos de ese teléfono. Mantenme lejos. Permíteme
quedarme con un poco de orgullo.
Creo que voy a necesitarlo, Dios. Creo que será lo único que tendré.

Oh, ¿qué importa el orgullo cuando no puedo soportar estar sin hablarle? Este orgullo es
tan tonto y miserable.
El verdadero orgullo, el grande, consiste en no tener orgullo. No estoy diciendo eso solo
porque quiera llamarlo. No. Eso es verdad, yo sé que es verdad. Voy a ser grande.
Voy a librarme de los orgullos pequeños.

Por favor, Dios, impídeme llamarlo. Por favor, Dios.

No veo qué tiene que ver el orgullo aquí.


Esto es una cosa demasiado pequeña para meter el orgullo, para armar tal alboroto.
Puede que lo haya malinterpretado. Tal vez él me dijo que lo llamara a las cinco.
“Llámame a las cinco, cariño.” Él pudo haber dicho eso, perfectamente.
Es muy posible que no haya escuchado bien. “Llámame a las cinco, cariño.” Estoy casi
segura de que eso dijo.
Dios, no me dejes decirme estas cosas. Hazme saber, por favor, hazme saber.

Voy a pensar en otra cosa. Voy a sentarme en silencio. Si pudiera quedarme quieta. Si
pudiera quedarme quieta.
Tal vez pueda leer. Oh, todos los libros son acerca de personas que se aman verdadera y
dulcemente. ¿Qué ganan escribiendo eso? ¿No saben que no es verdad? ¿Acaso no saben
que es una mentira, una maldita mentira? ¿Por qué deben escribir esas cosas, si saben
cómo duele? Malditos sean, malditos, malditos.

No lo haré. Voy a estar tranquila.


Esto no es nada para alterarse. Mira. Supón que fuera alguien que no conozco muy bien.
Supón que fuera otra chica.
Entonces marcaría el teléfono y diría: “Bueno, por amor de Dios, ¿qué te ha pasado?” Eso
haría, sin pensarlo apenas. ¿No puedo ser casual y natural solo porque lo amo? Puedo
serlo. Honestamente, puedo serlo. Lo llamaré, y seré tan ligera y agradable. A ver si no
lo haré, Dios. Oh, no dejes que lo llame. No, no, no.

Dios, ¿realmente no vas a dejar que llame? ¿Seguro, Dios? ¿No podrías, por favor, ceder?
¿No? Ni siquiera te pido que dejes que llame ahora, Dios, solo que lo haga dentro de un
rato.
Voy a contar quinientos de cinco en cinco. Voy a hacerlo despacio y con parsimonia. Si
no ha telefoneado entonces, lo llamaré. Lo haré. Oh, por favor, querido Dios, querido
Dios misericordioso, mi Padre bienaventurado en el cielo, ¡que llame antes de entonces!
Por favor, Dios. Por favor.

Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco…

Das könnte Ihnen auch gefallen