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La “doble pertenencia” implica que si bien el hombre no es animal como los demás
animales (conductas instintivas) no se desprende de su ser biológico y necesita entonces de
la nutrición, de un proceso de crecimiento y también está ligado al envejecimiento y la
muerte. A su vez, trasciende lo biológico como protagonista y hacedor de cultura. Esta
realidad muestra que el hombre no puede ser explicado solamente desde sus caracterícas
biológicas (anatómicas, fisiológicas, etc) ya que el hombre en la cultura vive y se desarrolla
de acuerdo con ideas, creencias y normas que lo diferencian de los comportamientos
instintivos propios de cada especie. Justamente las normas de convivencia son resultado de
la libertad del hombre, ya que la supervivencia y las posibilidades de realización humana
sólo pueden darse en un marco de reconocimiento y respeto mutuo.
Cultura y aprendizaje
La plasticidad que mencionamos, propia sólo del hombre en tanto su cerebro y su cuerpo
no están especializados como los del animal, es llamada por algunos autores juvenilización
o rejuvenecimiento. Así como la mayoría de los animales ya nacen preparados para realizar
lo propio de su especie sin necesidad de aprendizaje, el hombre no nace especializado para
nada en particular, sino abierto a posibles aprendizajes. Sin un largo período de cuidados y
atención el niño no sobrevive, y no sólo cuidados físicos sino sobre todo afectivos y de
progresiva inserción en un mundo humano. La primera infancia es justamente el período
más plástico o dúctil en este sentido.
La tesis que se afirma aquí es que sin aprendizaje no hay desarrollo de lo humano como
tal.
El hombre recibe como herencia de la especie aptitudes, potencialidades (psicomotrices,
lingüísticas, afectivas, intelectuales, sociales, etc) pero éstas no se desarrollan si no son
estimuladas adecuadamente. Las aptitudes no se transforman en capacidades efectivas
(habilidades psicomotrices, capacidad de amar, de relacionarse afectivamente, de pensar,
etc.) sin ese largo proceso de experiencias vitales humanas.
Este largo proceso en general se inicia en la familia sin cerrarse en ella y se prolonga en
lo social y en instituciones educativas de diferentes orientaciones. Sin embargo, si bien un
adecuado cuidado y estimulación temprana, así como contactos vitales creativos, un mutuo
reconocimiento respetuoso en un clima de relaciones sanas conforman lo que podríamos
llamar una educación para la vida humanizante, también son posibles experiencias en
dirección contraria.
Lo que caracteriza, entonces, al hombre, es tanto la plasticidad como la apertura al mundo
y a los otros, la posibilidad permanente de nuevas experiencias, en definitiva, la vida como
tarea, y todo esto lo muestra como un ser inacabado, haciéndose dentro de determinados
marcos pero en libertad.
Hasta el momento de su muerte el hombre puede elegir caminos de humanización o de
deshumanización , aunque como dijimos, condicionado por la cultura, por las experiencias
previas y las circunstancias que escapan a su libertad.
La humanización a nivel personal implica una maduración en una conciencia crítica, que
no acepta simplemente la imagen que ofrece la sociedad (actualmente una sociedad
consumista principalmente), ni tampoco se adhiere a lo que dicen los líderes sin reflexionar,
una maduración que permite poder diferenciar lo correcto de lo incorrecto, lo justo de lo
injusto, aclarar qué es “lo que debo” y qué ideas y normas construyen una convivencia en
libertad y cuáles deben ser revisadas.
Sin embargo, es tarea de todos denunciar lo injusto y comprometerse también en un
camino de mayor responsabilidad para con los más débiles y vulnerados. En este sentido se
han pronunciado las diferentes concepciones llamadas Humanismos.