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Cuentos
CUENTOS DE FUEGUITOS
Cuentos
Roberto D. Barletta
EDITORIAL DUNKEN
Buenos Aires
2016
Cuentos de fueguitos / Fernando Aiduc ... [et al.]
Compilado por Roberto D. Barletta.
Coordinación general de Jairo Fiorotto - Sabrina Mariel Vega.
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Dunken, 2016.
184 p. 23x16 cm.
ISBN 978-987-02-8949-4
Eso, que de manera tan bella describe el maestro Galeano sobre nosotros,
eso, exactamente es lo que pretende describir este libro.
“Cuentos de Fueguitos” es un homenaje al maestro y a todos los diferentes
fueguitos que pretenden brillar con alguna chispa.
En esta selección el lector encontrará distintos fueguitos literarios: aquí
conviven los fueguitos románticos, que nos harán enamorar de cada personaje
de la historia. También están los fueguitos de suspenso, que nos mantendrán
en vilo hasta el final. Los fueguitos alegres, que nos pintan la cara con una
sonrisa. También existen los fueguitos nostálgicos, esos que siempre nos dejan
una reflexión sobre lo que fuimos y lo que queremos ser.
Espero como seleccionador, que usted, querido lector, disfrute este libro
de nuestros brillantes fueguitos escritores.
Roberto D. Barletta
Buenos Aires, enero de 2016
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A DESTIEMPO
–Ahora tengo todo el tiempo de mundo. Vivo en paz –me dice desde el
silencio de la laguna.
–Pero no te aburrís, ¿qué haces con tanto tiempo?
–Bueno, en realidad tengo una distracción.
–Ah, ¿sí?
Me mira con esa cara de complicidad tan suya.
–Algo así como un pasatiempo.
–Visito a mis amigos en sus sueños.
–Suena bastante divertido. –Lo pienso unos segundos y entiendo que
estoy en uno. Aún no despierto.
–Acá tengo todo el tiempo que busqué en la vida. Hago lo que quiero
cuando quiero, como en este preciso momento frente a vos.
Me pongo serio y se me llenan los ojos de lágrimas nuevamente.
Lo tomo de los brazos y le digo como nunca le dije en la vida:
–Te quiero mucho. Fuiste un gran amigo, un gran compañero de aventu-
ras. No me voy a olvidar nunca del tiempo que pasamos juntos y de la cantidad
de cosas que aprendí observándote día a día.
–Gracias –me contesta con la voz temblorosa.
–La verdad es que te extraño todas las mañanas en cuanto abro los ojos
–se me vienen a la mente los domingos en los que su ausencia nos persigue a
todos–. Y especialmente los fines de semana, aun más cuando están soleados.
–Yo también los extraño, a vos y a todos. Pero créeme que yo soy muy
feliz acá... allá, en todas partes. Ahora soy algo más de lo que fui. Formo parte
del todo, del universo infinito.
Suspira sin derramar una gota de sal.
–Mañana le voy a contar a los demás que estuve con vos, que te abrace
fuerte y que hablamos por horas.
–Fue un lindo abrazo, es verdad, de esos que jamás nos dimos. Pero la
charla ni siquiera duró diez minutos.
–¿Te puedo pedir un último favor?
–Lo que sea.
–Hay alguien que necesita que lo visites, en sueños.
–¿Quién?
Me acerqué y le dije al oído el nombre de un gran amigo nuestro. De un
segundo a otro lo vi a la distancia nuevamente, detrás de los largos pastizales.
Lejos de mis manos..
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TRES
LA PARED DE HIELO
TANTOS
Cada vez que viajo en subte fuera de las horas pico recuerdo vagamente
una película que no encuentro en mi memoria el nombre ni los actores. Puede
ser Nick Nolte o Harrison Ford. La chica, una mujer cincuentona, bella, ade-
cuada. Creo que ahora le dicen, le dirían MILF. La historia era de dos personas
solitarias de los suburbios de New York, que viajaban a diario en el mismo
tren. Desconocidos, por supuesto, de eso se trataba, de cómo la cotidianidad
los acercó y decidieron conocerse.
A mi me falta un poco para llegar a esa edad y en todo caso sentir la sole-
dad en compañía de la familia formada, incluso me falta formar una familia,
que me permita sentirme frustrado.
En un diálogo de la película el hombre le cuenta a la mujer por qué sintió
la necesidad de animarse a invitarla a perder el turno del tren de regreso y
tomar un café antes de volver a la rutina de sus hogares. En su romántica ju-
ventud, antes de crecer, dijo haberse encontrado en un tren con la mujer más
bella que jamás había visto. En ese mismo tren que lo llevaba desde su barrio
natal a la gran manzana. Que cruzaron sus miradas, que las estaciones se su-
cedieron interminablemente mientras su timidez lo ahogaba, que finalmente la
chica bajó antes que él y cuando el tren retomaba su marcha la observó como
ella giró su cabeza hacia atrás desde el andén y sus miradas desnudaron la
evidencia. Contó que él volvió, cada tarde, a la misma hora, en el mismo tren,
durante dos meses, y que jamás la volvió a ver. No recuerdo muchos detalles
de la película, que quisiera volver a ver. Si tan solo recordara algún detalle
exacto, quizá el nombre de los actores, podría googlearla.
Cada vez, de esas pocas veces, que alguna mujer me mira en el subte,
siento que me viola el alma, y me causa placer. No hay nada más práctico
que mirarla de espalda contra el reflejo de las ventanas, para que sus ojos no
esquiven mi mirada. Cada mujer de treinta, cada bella mujer de treinta que me
mira disimulando abstracción, que viaja sola o acompañada, pero sin pareja y
sin anillo, puede ser ella. ¿Todas las mujeres casadas o comprometidas usan
anillo ahora?
Yo la conozco. Sé que sabe que la vida es una mierda y aunque la cicatriz
todavía duela, se que la esperanza es su fiel confidente y la sostiene. Ella está
allí, cada día, del otro lado de la línea, en alguna oficina de esta puta adorable
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FUNERAL
Mis manos están llenas de sangre que comienza a escurrirse del cadáver
junto a mí, comienzo a gritar por auxilio, alguien tiene que salvarlo, no puede
irse. Estoy desesperado, pero puedo oír las sirenas fueras que me indican que la
ayuda está aquí. Grito y les indico donde está el cuerpo, no sé qué sucede luego.
En el funeral permanezco quieto, en un rincón. No hay nada nuevo, todo
el mundo sabe que ha muerto, que ya no lo verán ¿Cuál es la necesidad de
atormentar sus mentes?, y dejar que su último recuerdo sea el del cuerpo quie-
to, pálido, inerte, frío, con los ojos lejanos y cerrados, y su alma fuera. Los
funerales, en mi humilde opinión, son una total pérdida de tiempo.
Permanezco inmóvil, y la gente finge que no estoy allí, en ese pequeño
rincón observándolos con atención. No sufro, no me afecta su muerte, cuando
se fue sentí paz, no hay un lugar donde fuera a estar mejor que lejos de esta
tierra llena de engaños, y negocios y aprovechadores y deudas y desamores,
¿Qué tiene de fantástico la tierra? El cielo debe ser mejor, por supuesto.
Me acerco por un segundo al cajón y observo el cuerpo, despojado de toda
belleza y de aquel brillo que pudo en algún momento haberlo caracterizado,
aún no lo entiendo, veinte años, veinte años estuve aquí en la tierra en este
cuerpo que ahora yace vacío, veinte años y esta gente no entiende que no he
logrado nada. veinte años para terminar aquí, viéndolos a todos por última
vez en mi funeral.
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DIMENSIONES
Nunca se había percatado que aquel libro llevaba su nombre, mucho más lo
sorprendió al leer en su primera página la fecha y hora exacta de su nacimiento.
No supo que pensar, el temor y la confusión hicieron que sus manos tem-
blaran de tal manera, que no pudo evitar que el mismo cayera al suelo dejando
ver en sus páginas el dibujo de la escena recién vivida.
A media luz, en un silencio que lo aturdía y horrorizado casi al punto del
desmayo, no tuvo la valentía ni el coraje de dar vuelta la hoja... mucho menos,
ir al final del libro.
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CELOS Y FRACASO
Esta historia tenía tres años de antigüedad. Sabrina recién había conocido
a Víctor cuando su prima, Camelia, aún era la novia de él.
La familia fue testigo de cómo en una oportunidad, Camelia montó en
cólera al advertir que su amado dirigía miradas hacia otra mujer, sin previo
aviso, golpeó a la joven culpándola de querer robarle el novio. Fue un caos:
cabellos que volaban al aire arrancados de una cabeza avasallada, golpes que
más que ruidos parecían la parafernalia de una guerra. Nadie osó intervenir y
la inocente e indefensa joven quedó destartalada en el piso. Hubo que llamar
a un médico a que restañara las heridas dejadas por las uñas de la atacante
enloquecida.
A partir de ese día Víctor la evitaba y comenzó una huida en cada casa
de pariente que lo escondía.
Un día cualquiera, Víctor en una confitería del pueblo encontró la mirada de
Sabrina. Era una que decía mucho pero que el joven interpretó muy malamente.
Prontamente consiguió la primera cita y a esta le siguieron muchísimas
otras de manera que comenzó el noviazgo.
Víctor, un ser mimado por las mujeres tuvo una aventura con la nueva
presidenta del banco local llegada al pueblo ansiosa de encontrar un amor tras
una desilusión amarga.
No faltó mucho para que Sabrina se enterara de la traición que llevaba ade-
lante su novio. Fue consecuente con la actitud que hasta parecía de indiferencia
pues nadie podía leer en su interior donde borbotones de lucha y de deseo de
venganza pugnaban por expresarse. Enfrentó a Víctor quien no tuvo más que
aceptar la realidad aunque su mayor sorpresa la tuvo cuando le espetó:
–Te perdono, no se te ocurra volver a hacerlo porque me conocerás recién allí.
El idilio siguió un aparente curso normal. Se supuso que todo quedaba en
el pasado, oculto bajo la máscara del olvido.
Fueron pasando los días, se conjugaron meses y fechas de un casamiento
por demás expectante.
Yo veía a Víctor que un día estaba feliz, radiante y más tarde, tal vez dos o
tres después, más parecía un alma en pena. Lo miraba y no podía descubrir las
razones. Por último creí haber encontrado los porqués de esos cambios sin razón.
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LA MUCHACHA EN EL RÍO
La vi. Se había recogido la falda hasta las rodillas para refrescarse los pies
en el agua. En ese momento supe que era ella, o ninguna.
El viento jugaba con su cabello renegrido y eso le molestaba, ya que cada
tanto lo retiraba de su rostro con un gesto de princesa. Estaba totalmente
ensimismada en sus pensamientos, lejana de la realidad de su entorno. El río,
algo caudaloso aunque bajo, se escurría entre sus tobillos delgados y finos.
Noté sus zapatos acomodados en la orilla: pequeños zapatitos rojos, perfectos
contenedores de sus pies delicados. La imaginé quitándoselos, disponiéndolos
uno al lado del otro con exactitud matemática, y luego internándose despacio
en el agua con la piel erizada por el frescor repentino.
La imagen era perfecta. La belleza del paisaje armonizaba con la belleza
de la muchacha. Imaginé su nombre, su edad, sus gustos y sus placeres. ¿Qué
la haría vibrar? ¿Qué la haría fruncir el seño de disgusto? Estuve mirándola
tanto rato que ya creía conocerla...
Ella ni siquiera había notado mi presencia y, con toda sinceridad, era me-
jor así. No quería que nada de este mundo arruinara la magia del momento.
Porque era justo eso: magia. Ese instante maravilloso en que sabemos, en que
no tenemos duda. Y yo sabía.
De pronto una ráfaga de viento le revolvió el cabello y ella debió soltar la
falda para recogérselo en una trenza improvisada. Sonreí. Se le había mojado
el ruedo del vestido.
El destino, a veces, nos pone delante pruebas que ni siquiera imaginamos.
Todas las tardes salgo a caminar pero ese día, justo ese día, cambié el reco-
rrido habitual. Era la primera vez que tomaba por la orilla del río y la suerte
quiso que me encontrara con ella. Me sentía feliz, exultante. El corazón me
latía muy fuerte y las manos me temblaban. La mujer que había esperado
durante toda mi vida estaba allí, frente a mí, serena y hermosa, con los ojos
perdidos en el horizonte, fijos en la línea que forman el verde de la hierba y el
azul del río cuando se juntan.
Debía acercarme. No podía dejar pasar esta oportunidad... ya había des-
perdiciado muchas por miedo y esta vez sí, debía ser valiente, vencer esa timi-
dez que me acechaba y me encerraba en una prisión de irremediable soledad.
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Junté todo el valor que fui capaz y llegué hasta ella. No recuerdo haber
sido tan feliz. Como lo había pensado, una cosa llevó a otra: una palabra, un
gesto, una sonrisa... Yo tenía razón, era ella, o ninguna.
Durante años atesoré ese encuentro; lo guardé en lo más profundo de mi
memoria como la más valiosa joya dentro de un relicario. Su cabello, su perfu-
me, la suavidad de su voz, sus ojos muy abiertos mientras su vida se escurría
entre mis manos.
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DOLOR
LA HUMANA
Era la primera vez que un ser humano era llevado a juicio desde el inicio
de la era de los robots. Tras semanas y semanas de búsqueda los centinelas la
encontraron escondida en una cueva en las afueras de la central. La trasladaron
en una cápsula hasta la estación. Vedados sus ojos, desde aquel día esperó.
Se le preguntó por la guarida, por los otros, por la comida. Se negó a decla-
rar. Fue condenada al laboratorio. Decidió morir luego de recibir la sentencia.
Nunca más habló. Tras reiterados intentos para convencerla nunca doblegó
su voluntad. Nunca habló. Nunca contó dónde estaban los otros. Nunca contó
dónde germinaba la nueva raza humana.
La encontraron desvanecida en un rincón del laboratorio con un cable en
la boca y una nota en sus manos: Nos han dominado. Nos han exterminado.
Nos persiguen. Quieren nuestro corazón. Anhelan sentir amor. Nos torturan
en laboratorios intentando entender cómo funciona nuestra humanidad. Los
robots no entienden que nunca sentirán amor. Nunca sabrán lo que es amar.
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EL CASERÓN MALDITO
Parado frente a esa casa, preguntándose por qué estaba allí, su corazón
latía tan fuertemente, como si aquella arquitectura hubiese hecho conexión con
él. Debía entrar, lo había soñado, lo que no sabía era si volvería a salir de allí.
Respiró hondo, tomó coraje y atravesó el umbral.
Apenas puso un pie dentro fue arrastrado hacia atrás y su cabeza dio
contra una pared de mármol, perdió levemente la conciencia y al abrir los ojos
vio una figura fantasmagórica que se movía de un lado a otro cargada de ira.
De pronto Roberto sintió que su cuerpo levitaba y voló directamente hacia la
pared opuesta del recinto; escucho el crujido de dos costillas fragmentándose
y a punto de perforarle el pulmón. Gritó de dolor, como cuando era niño.
Aquel fantasma se enfrento a él cargado de odio, pero al escuchar ese gri-
to como el de un niño, lo reconoció. Era él, Frabrizio, su hijo. Había regresado,
sabía que algún día lo haría, porque se lo habían arrebatado, por más que ella
haya muerto dándolo a luz.
Se miraron interminablemente, y una extensión de ese fantasma rozó con
delicadeza el rostro de su niño. Él sintió el calor de su madre con ese gesto,
comprendió lo sucedido, y de pronto en su cabeza comenzaron a tomar forma
nuevas imágenes, de la vida de ambos en algún mundo distinto.
Mamá, pensó y una lágrima le surcó el rostro. También, sabía que no iba
a volver, quería irse con ella y le extendió su mano. Ella tomó la forma de una
adolescente hermosa, de pelo rubio y él un niño de apenas cuatro o cinco años.
Se miraron, rieron juntos y caminaron hacia una luz, que los conduciría a otro
universo donde podrían vivir juntos.
Nadie supo nunca más de Roberto Cuña, lo buscaron por varios meses,
pero dieron por sentencia final que la casa se lo había devorado. Tiempo des-
pués de su desaparición, las cosas en el pueblo comenzaron a cambiar, tal vez,
algún día abandonarían la pobreza.
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CORRESPONDENCIA
“Sres. Padres:
Por la presente les informo que la calificación obtenida por su hijo en la
evaluación correspondiente al primer trimestre del presente ciclo no ha sido
satisfactoria. Les sugiero mayor acompañamiento para su hijo, que indudable-
mente presenta muchísimo potencial. Con esfuerzo y trabajo, y con el invalua-
ble apoyo de su familia, podrá progresar y concluir el ciclo de manera exitosa.
Atte.
La Profesora”.
“Pablito:
Has mejorado mucho, pero aún debes esforzarte más si quieres tener
mejores notas. No charles tanto con Pedrito, deja de mandarte notitas a es-
condidas con Laurita, y verás como tus calificaciones mejorarán.
La profe”.
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“Seniorita: mi ijo pablito es el mayor asi que tiene que salir a trabajar
porque yo tengo cinco hijos mas que son chiquitos y no tenemos para comer.
Asi que disculpe usted si no saco nota buena en la prueva. La prosima ves le
doy con el cinto y le prometo que saca un seis.
P.d: Usted disculpe pero no se yo que es el atte. Le pregunte al Pablito
pero tampoco sabe”.
MISTER BLACK
ARENGA
Compañeros:
Sabemos que en esta misión nos va la vida. Pero no importa. Desde siem-
pre hemos tenido claro cuál era nuestro objetivo, qué superiores intereses
rigen nuestro actuar. Seguramente la gran mayoría de nosotros va a morir
en el intento, pero eso no debe acobardarnos. De nuestro esfuerzo, de nues-
tra accionar digno, glorioso, inmortal, surgirá vida. De nuestro final como
individuos el colectivo se verá beneficiado. Es por eso, compañeros, que no
debemos estar tristes. Sabemos que si morimos, estaremos dando aliento a
otros intereses más nobles, más trascendentes. Pero bueno, basta de palabras.
¡A la acción concreta! ¡Salgamos, espermatozoides!
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LA MONEDA
Nunca había llegado al punto de tener que tirar una moneda al aire para
tener que decidir algo. Siempre me había sentido seguro de mis decisiones
debido a que la vida no me había hecho difíciles las cosas, razón por la cual,
decidir lo mejor, siempre fue algo relativamente sencillo. Pero esa vez no, a
tal punto que cuando comenzó a dar vueltas la moneda hacia arriba, aún no
había decidido qué correspondía para cara y qué para cruz. Nunca había estado
en una situación que generara tantas turbulencias en mi cabeza. “¿Qué hacer?
¿Qué hacer?” retumbaba en mi cabeza desde que me despertaba por la mañana
hasta la hora en que me iba a dormir con ayuda de recetas naturales para in-
ducir al sueño en medio de no sólo un dilema, sino del dilema más importante
que me tocó resolver en mis escasos 25 años, y que me llevaba a otros dilemas
futuros e inciertos, probables e improbables, interdependientes unos con otros
de acuerdo a cuál de las dos alternativas tomaba; cuál para cara o cuál para
cruz. El punto es que la moneda la tiré hacia arriba impulsándola con el pulgar
derecho, y en el momento en que fue dando vueltas en el aire, llegué a pensar
que mejor sería que cayera de canto, con una probabilidad bastante improba-
ble, pero de ese modo me hubiera evitado elegir. La decisión tenía que ver en
seguir como estaba acostumbrado o animarme a cambiar. Se preguntarán si
todo este relato fue pensado mientras la moneda giraba, y aunque no parezca
posible, el pensamiento es más rápido que lo que uno puede imaginar, sino
hagan la prueba y recuerden su primer día de clases, y verán que en un solo
segundo podemos viajar muchos años en el tiempo, o recuerden su viaje más
lejano, y podrán llegar quizá al mágico Caribe en una milésima de segundo.
Pensamos rápido pero decidimos muy lento, al menos yo. A veces pienso en
cuánto mejor sería decidir como lo hacen los animales, por puro instinto. Hay
personas que lo hacen así también y tan mal no les va. He conocido más de
un caso, incluso íntimos amigos, que sólo hacen lo que desean hacer en cada
instante, y les puedo asegurar que se divierten mucho más que cualquiera
de nosotros. De todos modos ser racional me ha llevado a tener una vida lo
suficientemente ordenada, y poder tener previsibilidad en mis acciones. De
hecho, hasta que se presentó esta alternativa que quiero resolver, mi vida tenía
las incertidumbres normales que cualquier persona puede tener acerca de su
futuro, pero por ejemplo este año no pensaba que iba a ser distinto del que
había planificado en mi agenda mes por mes. Una locura para mis 25 años,
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pero así funcionaba mi cabeza. Hasta... Hasta que conocí a un persona que no
esperaba conocer. En realidad no esperaba conocer a nadie, pero, ¿cómo evitar
que sucedan ciertas cosas? Hay veces que un planifica tanto su vida, que se
olvida que hay cosas que son imposibles de planificar. Uno puede desear pasar
un buen momento con la persona que ama, pero no puede planificar que en un
día de campo encuentre rosas silvestres, que en cielo no haya nubes y que el
sol se ponga justo del otro lado del río, mientras el lucero brilla con intensidad
entre pinceladas azules y naranjas en el horizonte y la luna en cuarto creciente
comience a reflejarse en las aguas quietas debido a que el viento no sopla ese
día. Todavía, y gracias a Dios todavía, el hombre no puede manejar eso; como
no pude manejar cautivarme por una persona que conocí hace apenas unos
días. Que me embelesó con su mirada y su voz, con su sonrisa y sus besos que
nunca creí que iba a dar ni a recibir, y que me llevó a arrojar una moneda al
aire para decidir entre lo bueno y lo desconocido, pero con el presentimiento
de que puede ser maravilloso. La moneda había comenzado su ciclo descen-
dente y ya estaba por llegar al piso, fue entonces cuando un fuerte impulso se
apoderó de mí y le di instintivamente una patada y ya no me importó si caía de
cara, de canto o de cruz. Y recordé un refrán que dice lo siguiente: “A veces se
pierde lo bueno buscando lo mejor”. Y entonces pensé que quien había pensado
ese refrán por primera vez o era un conformista o un mediocre.
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UN CUENTO MARAVILLOSO
–Pensé que no te volvería a ver, es más, llegué a imaginar que mis amigos
tenían razón, que tú no existías, que sólo eras un producto de mi imaginación.
¿Por qué te apareces ahora, cuando están todos mirándonos?
–Una estrella me contó que tú sufrías de soledad por mi culpa, que nadie
creía tus historias y decidí ayudarte. Mostrarme para que puedan creerte, pero
no te preocupes, no me ven, sí presienten mi presencia, ven luces, pájaros, y
sienten el viento sacudiéndolos. Hoy he decidido escuchar lo que les cuentes
y si ellos no te creen, utilizaré mis poderes.
Y así fue como Tomás, pudo contar sus relatos y mientras lo hacía, los
otros veían luces que bailaban, estrellas que parpadeaban y se posaban en las
manos de todos los presentes. Los árboles se agitaban, las flores esparcían
su fragancia con mayor intensidad, los animales de la montaña se acercaban
a la rueda para escuchar las leyendas. Todos estaban allí, guardando en sus
corazones esta vivencia.
Recién en ese momento, los niños comenzaron a confiar en ese mundo
mágico poblado de fantasías.
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EL ARTE Y YO
ñana! Dos horas y el despertador volvería a sonar. Otra vez no había dormido
nada. ¡Otra vez no había escrito nada! ¿Qué clase de poeta era? Con la cabeza
entre las manos, suspiró. Cerró los ojos. Antes de que pudiera darse cuenta
se quedó dormido. Se despertó sobresaltado. ¡Ya había amanecido! Se incor-
poró de golpe en la silla, pensando que debía ser tarde. Tarde para la escuela.
Tarde para escribir. No. Su mamá lo hubiera ido a despertar. Miró el reloj:
había dormido nada más que una hora. Respiró hondo. Hizo sonar los dedos.
Inesperadamente, la idea. Sacó una hoja de la impresora y con una birome
roja que era lo que tenía más a mano, escribió. Dobló la hoja en cuatro y se la
puso en el bolsillo de la camisa. Volvió a respirar hondo. Al fin. Apenas tocó
el desayuno y salió rápidamente. Tenía el estómago revuelto de tantos nervios
y sueño atrasado. No podía esperar a encontrársela. Pero cuando la vio de lejos
se sintió inseguro y pensó en esperar a la hora de salida o al día siguiente o tal
vez mejor nunca... Ella se dio vuelta justo, lo vio venir y le sonrió. Sin darse
cuenta de que también estaba sonriendo él se acercó y le dio la carta. Sonia se
apartó de sus compañeras que se rieron sin ningún disimulo y desdobló la hoja
con cuidado. Julián notó que se ponía colorada y no levantaba la vista. Estaba
a punto de irse cuando finalmente lo miró. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
Sin decir una palabra lo abrazó y le dio un beso torpe y dulce, tan esperado,
mientras en sus manos apretaba con fuerza la hoja donde Julián había escrito,
con su letra pequeña de miope: “TE AMO”
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EL APUNTADOR
CARLOS Y BOXER
–¡Marta!
Carlos llamó a su esposa mientras preparaba el desayuno: mate, dos tosta-
das de pan integral para cada uno, mermelada light, yogur descremado y jugo
de tomate, zanahoria y apio.
–¡Marta! –volvió a llamar a Carlos, esta vez con un poco más de vehe-
mencia mientras llenaba el termo con el agua a la temperatura exacta a la que
Marta le gustaba tomar el mate. –¡Te estoy llamando! ¿No me oís? –Su voz
sonaba como un grito que no quería ser.
Carlos y Marta vivían en un lindo departamento de barrio norte. Luego
de tres años de noviazgo intenso, un día decidieron casarse y dos días después
de haber llegado de la luna de miel, Marta se dio exacta cuenta de que se
había casado con un imbécil. Ello ocurrió cuando Carlos se apareció con un
cachorro de perro bóxer al que en un alarde de imaginación e ingenio decidió
llamar “Boxer”. La imagen de Carlos y el cachorrito en sus brazos recortada
en la puerta del departamento, con sus cabezas ligeramente inclinadas hacia
la izquierda, la sonrisa de Carlos y la lengua afuera de Boxer, bastaron para
que Marta entrara en un estado de desasosiego profundo.
–Me casé con un pelotudo –fue el primer e instantáneo pensamiento de
Marta– y ahora tengo dos pelotudos en casa: uno con dos patas y el otro con
la lengua afuera.
De esto habían pasado cuatro años.
–¡Marta! Está el desayuno... ah... acá estás –fue bajando el tono de voz a
medida que Marta se acercaba a la mesa.
Carlos bajó la vista y Marta se sentó en silencio para dar comienzo a su
ritual del desayuno. Con actitud desafiante Marta buscaba insistentemente la
mirada de su marido pero no lo lograba. Hacía tres días que Marta no le dirigía
la palabra. Se habían peleado feo y cuando la pelea había empezado a bajar
de tono y todo indicaba que volvería a ser un día más en la vida de la pareja,
a él se le ocurrió hablar de las sospechas que tenía de que Marta lo engañaba.
–¿Y? ¿Qué onda vos con Félix, el del tercero B? ¿Pasa algo con el langa
ese? –le largó Carlos sin filtro.
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LA PROCESIÓN
REENCUENTRO ANACRÓNICO
BICICLETA DE BRUMA
Pero no me quedé con los brazos cruzados, así nació: “Eustaquio”. Una
llanta de bicicleta que me acompañaba a todos lados. La hacía girar a mi lado,
corría con ella por el patio, hacía junto a mí los deberes, me esperaba cuando
me trepaba al ciruelo a bajar fruta fresca. Tomaba conmigo la leche. Tenía
un lazo y la ataba cuando nos deteníamos como si fuera un caballo del Viejo
Oeste Americano, o “Tornado” de “El Zorro”. Lo hacía por su temperamento
brioso ¡no fuera cosa que se me escapara!
El tiempo pasa y lo cura todo. Eso dice el refrán popular. Esto no siempre
“cuadra” para todas las personas.
Con mi primer sueldo me compré una bicicleta. Una Cavallino bordó. Me
di dos mil quinientos porrazos y medio con ella. Hasta desistir. El equilibrio
siendo grande es difícil de aprender. Probé de todo. Me rompí todo. Como
tenía que trabajar no podía seguir esta lucha Kamikaze así que la guardé en el
galpón. Hasta que en un momento de mal pasar económico la tuve que vender.
Nunca sabré si el comprador se dio cuenta lo que se llevaba ¿Dónde estará
ahora? ¿Qué aventuras habrá sorteado?
Mis paseos nocturnos eran un bálsamo. Allí éramos un centauro. Mi bi-
cicleta de brumas y yo. Esa misma que me acompañaba desde los cinco años.
Remontando nubes. Siempre llegábamos a destinos mágicos, nunca sufrí con
ella golpes, ni caídas.
Así llego a la ancianidad como una ciclista acérrima: con una bicicleta
de brumas. Aún paseo cada noche a todo pedal. Mi fiero recuerdo de infancia
es: mi bicicleta, “esa”, que marcó a fuego con sus llantas mi alma. Esa que
me llevará suave y segura, con su manubrio azul y su asiento suave, cuando
cruce al otro mundo.
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PERSECUCIÓN
LA FIGURA EN LA TORMENTA
SOLEDAD
el amor para nunca más dejarlo, con violines de fondo, lágrimas en los ros-
tros brillantes al atardecer, todos los encuentros románticos son al atardecer.
Mágicos.
Pero no es así, hay dolor de sentirse solo, nadie escucha, solo el lobo que
anda por ahí ladrando, y nada más, me hago una café con leche, es tarde, estoy
solo, como una rebanada de pan con manteca, está un poco dura pero no hay
alternativas, leo, escucho los ruidos prestando atención a todos los detalles,
voy al muelle porque escucho que viene un buque, además porque la vibración
se siente en el piso, voy a verlo, todo iluminado, su estropada cubriéndole la
roda y ese aire invencible producido por la majestuosidad del tamaño en el
paisaje chato del gran río de llanura, me quedo mirando un rato, ya pasó, ya se
fue dejando una marejada de fondo en el río y un movimiento de canoas en la
orilla que dura un rato largo, y otra vez la soledad, otra vez los pensamientos,
otra vez la melancolía.
Enciendo la tele, me desplomo en el sillón, está oscureciendo, a cerrar
las puertas, poner espirales, echar flit para los mosquitos y a dejar pasar el
tiempo... solo con mis pensamientos, queriendo salir de ellos pero no del lugar,
una sensación ambigua de querer escapar de allí y querer quedarme, llorando
y amando la soledad de la isla.
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LA ODISEA DE ERNESTO
Y la escuchó decir que se había cansado, que sentía que la relación se ha-
bía estancado y que no quería seguir perdiendo el tiempo ni hacérselo perder
a él. Se lo desparramó así de un tirón, sin demorarse en elegir las palabras. Se
lo estampó en la cara sin titubeos. Como un sello de visado en un pasaporte
hacia un lugar donde nunca irían juntos.
Al final le dijo que se terminaba, se lo lanzó como una bofetada, como
quien despacha una valija en la baulera de un micro. Allí mismo, en la parada
del 138, frente a la Plaza López, frente a los bancos que rodean la fuente. En
esos mismos bancos donde infinitas tardes se besaron largamente. Allí, donde
Ernesto podía perderse para siempre en sus grandes ojos negros sin fondo.
Elena le recitó casi como de memoria sus argumentos, como quien repasa
las tablas de multiplicar, con un tono impersonal y distante.
Ella, ciega como el topo que se mira para dentro sin tener en cuenta nada
más, le dijo que se había cansado de querer resucitar una relación que hacía
rato había muerto, que seguro a él le pasaba lo mismo y que ambos se mere-
cían algo mejor.
Ernesto quería gritarle que no, que él no pensaba ni sentía lo mismo. Quería
preguntarle que cuándo, que cómo, que por qué mejor no se tomaba un tiempo
para pensarlo mejor, que con qué derecho ella decidía clausurar una vida juntos,
que dónde guardaría él ahora todas las horas que soñaba para ellos.
Todo eso quería preguntarle Ernesto pero no podía articular palabra, la
sangre se le había helado. Permanecía de pie sin moverse, impertérrito como
un cuerpo sin vida.
Entonces sintió nostalgia del presente y rogó al cielo un segundo más con
ella. Una pena honda le estrangulaba la garganta. Sintió pena por las horas
malgastadas en peleas por celos febriles. Pena por los días regalados a la es-
peculación y a la cordura sospechando que eran felices. Pena por los hijos que
no tendrían, pena por el futuro que se le escurría, pena por ellos, pena de sí.
Sin mirarla advirtió que ella apuraba la tarjeta de colectivo y estirando su
brazo se trepaba en los estribos de un repleto 138, en esa maquinaria ruidosa
que le arrancaba para siempre todo aquello que alguna vez lo hizo sentir vivo.
66
LA CAÍDA
Trajo a su mente las siestas, por favor cómo amó siempre las siestas de
verano con el viento de las sierras, en el patio de la casa del Crucero, bajo el
laurel, escribiendo sus primeros cuentos. O aquéllas de chupina, a escondidas
en el cuartito de la casa de su mejor amiga, tomando mates y oyendo a Camilo
Sesto, enamoradas de sus primeros amores imposibles.
Recordó el primer mimo de su madre, y el último. El primer “mamá” de
su hija, su primera sonrisa, la primer rabieta. El primer te amo que le dedicó a
él, sus labios suaves y firmes, su perfume, los desayunos con música gloriosa.
Las tardes en el patio bajo la sombrilla. Los viajes, las noches, la lluvia, el sol
ardiente del verano. El miedo, la calma que tantas veces perdió y que tantas
volvió a encontrar. Las voces de sus seres queridos llamándola de lejos. Las
caras de ellos, sus ojos implorándole volver, volver.
–Volvé amor, volvé –le repetía él tomándole las manos.
De pronto la penetró una bocanada de aire. Las náuseas volvieron a ella y
sintió algo vivo en su cuerpo nuevamente. Oyó voces afuera o lejos, no supo bien.
Más luego se enteró que el accidente la había dejado inconsciente, arrojada
en el suelo, con la cabeza golpeada. Un simple y tonto accidente, una torpe caída.
Ese día, recordó, estaba nerviosa, hipertensa, con taquicardia, queriendo
resolver lo que la vida le había puesto en su camino, grandes y pequeñas, pero
pasajeras eventualidades. Tropezó y en el instante que pudo asirse de algo,
por el contrario, como una ligera casualidad, se dejó “caer” dócilmente, sere-
namente, con todo el peso de su cuerpo, sin buscar defensa alguna, tan sólo
hundiéndose en el desplome, entregándose a la falta de aire y al instante que
dejó de sentir el cuerpo que había intuido sin sensibilidad. Dejarse ir, sospe-
chando que tal vez ya no estaría allí nunca más, aun cuando se había creído
eterna tantas veces.
La “caída” le había salvado la vida, la vida que recordó, los verdaderos y
grandes momentos. Los que se atesoran y aquéllos que nunca se van.
69
DESDE EL PEÑASCO
DERRUMBE
MODO AVIÓN
EL VIEJO ALGARROBO
Quizás sea viejo, lo sé. De lo que sí estoy seguro es que día a día demues-
tra no haber sido vencido. La dureza que su piel como firme corteza se ha
logrado por efecto de tantos soles en duras jornadas. Con la pala el hombro ha
desandado los mismos senderos que durante lustros señalaron el destino de
su vida, sin quejarse y soportando el dolor. Sin prestar atención al futuro por
encontrarse tan cerca, se ha refugiado en el pasado. Y en las pocas ocasiones
que he tenido la oportunidad de escuchar su historia, he descubierto una vida
cargada de pasión. Alguna vez he visto su mano tendida tan solo como él sabe
darla, recibiendo a cambio y sin saber por qué, un poco de afecto.
El tibio sol de un atardecer de otoño iluminó el perfil de su figura, y desde
la sombra divisé la energía de un hombre, que a sus “ochenta” debería sentirse
cansado. O a lo mejor desilusionado de tanta lucha por un futuro. Y ni siquiera
sé si su lucha fue en pos de un futuro mejor. Tan solo el misterio de un mañana
muchas veces ha inducido a Don Marcelo a ponerse en marcha nuevamente
y desandar las huellas que lo conducen a su destino. Por otro lado sé que tal
vez la vida de cada uno de los seres humanos sea digna de ser contada y es
allí donde me descubro describiendo a esta persona. Intentando descubrir su
legado. Sus enseñanzas. Las riquezas de una vida plagadas de historias y mis-
terios. ¿Por qué no? Me pregunté esa mañana. Quizás nazca un buen relato.
Un día lo vi reírse de la muerte y aquella fue una risa sincera. Recordan-
do años de su juventud vapuleado fuertemente por la rama de aquel tronco,
cuando lo arrastraba con el ajado tractor, extirpando esperanzado las raíces
de los viejos algarrobos. Descubrí también, añoranzas por una tierra cubierta
de sudor que ya no es suya. O que quizás nunca lo fue. Tiempo después lo vi
reírse de la muerte otra vez, con una verdadera sonrisa. Al recordar el pesado
caño que cayó sobre su descuidada cabeza desde lo alto del molino. Esos años,
que ya no eran dueños de su juventud, brillaron igualmente sobre una tierra
cubierta de sudor que ahora sí era suya y que quizás siempre lo fue.
76
LA DECISIÓN
LA RONDA
“–¿Un congénere aquí afuera? ¡Se supone que debemos permanecer den-
tro de la Base! –se decía una y otra vez”. Ahora se encontraba delante de la
bestia. Cruzaron miradas y Piotr levantó su puñal, el filo brillando a la luz de
la luna, y lo clavó en el cuello del soldado.
Con dificultad lo decapitó y aulló a las estrellas. Tomó su cabeza con los
dientes, guardó la cuchilla en su funda y echó a correr lo más rápido que sus
cuatro patas le permitieron.
80
FANTASÍA MÍSTICA
EL BRUJO
LAS BOTELLITAS
LA CARTA DE PETRONA
–Ya está, eso es todo, gracias por su ayuda, pondré la hoja en un sobre y
la enviaré de inmediato.
–Encantado de haberle sido útil, ojala reciba rápidamente respuesta,
–dijo Pascual.
Pasaron algunos días y nuevamente Petrona invadió la habitación con una
nueva propuesta.
–Che estudiante, necesito que me escribas otra carta.
–Estimada señora, ¿usted no pensará tenerme de otario para sus amoríos,
verdad?
–No discutamos sonseras, agarrá un papel y escribime otra cartita, ¡por favor!
El atribulado Pascual, tomó una hoja de su carpeta y, lapicera en mano,
esperó el dictado de la rústico Petrona.
–Escribí, che estudiante, con letra más linda que la anterior:
–“Mi adorada y talentosa Agustina, gran amor de mi vida. No puedo vivir
sin el sabor de tus labios rojos, que añoro sin cesar. Espero que pronto nos encon-
tremos y nos abracemos con fuerza. Te quiero con toda mi alma. Tu Laureano”.
Muy seriamente, Pascual la miró a los ojos y le dijo:
–Señora, ¿usted me toma por idiota o me cree estúpido de nacimiento?
¿Yo le escribo sus cartas y a la vez le respondo las mismas?
–Che estudiante, no te diste cuenta que nadie me ofrece cariño verdadero,
nadie se preocupa por mí, ni siquiera me alientan a vivir ilusionada. Al menos
con las cartas en mi cartera, puedo decirles a mis amigas de la calle que tengo
un pretendiente que está enamorado y me extraña con pasión.
–Ahora la entiendo, pero eso es vivir en una nube, no resiste análisis para
sentirse feliz.
–No me falles, che estudiante, yo vivo en esa nube y soy feliz a mi mane-
ra, no quites la ilusión de sentirme mimada por un fantasma que solo habita
en mi cabeza.
–Está bien, pero trate de no molestarme seguido, pues tengo prioridades
con mis estudios y no debo perder mucho tiempo en tonterías.
A la mañana siguiente, el dueño de la pensión llamó a la puerta del estu-
diante para notificarle que Petrona había sido encontrada muerta en su habita-
ción. Había consumido un frasco de pastillas Valium para dormir.
Pascual, guardó silencio y una lágrima recorrió su mejilla... nadie se
enteró de su misterioso anhelo, ni de su apasionado seductor.
88
EL VIAJANTE
LA MUJER DE LA PLAZA
APOLINARIO OSORIO
Para él, sólo existía una solución. Ese ansiado momento llegaría en cuanto
su paciencia se diera por concluida. Lo que luego sucediera nada importaba.
Hay una cosa totalmente segura, y es que si no hubiese sido por esa decisión,
su nombre hubiera quedado en el anonimato.
Te voy a matar gritaba parado sobre el lateral de la calle de tierra. Agi-
tado, muy agitado. Esas palabras sonaban tan crueles, que a su vez parecían
mentiras. No lo eran.
Una estela de tierra liviana viboreaba por el aire perdiéndose entre el sol.
Apolinario estaba ofuscado y sudaba mucho. Regresó a su asiento, un cajón
de madera viejo, cuyas únicas inscripciones vivas a los ojos del lector decían:
“Frutas el argentino”. Y siempre renegaba murmurando palabras que sólo él
escuchaba.
De reojo miraba el hacha clavada en la tierra sobre la pared lateral de su
rancho de barro. Su mirada triste se hundía en el piso consumida por un punto
fijo. Su rostro solía fluctuar de un rojo furia a un blanco pálido y miraba el
hacha con ojos desorbitados. No tenía vecino cerca, cosa que no padecía pues
era costumbre suya vivir en soledad, evitando así preguntas y respuestas que
jamás hubiera querido devolver. Transcurrían sus días tan iguales como sus
noches. La dicha nunca es completa.
Se sabía muy poco de su procedencia, pero hacía tiempo que estaba radi-
cado en el pueblo. Según parece había llegado sólo, otros afirmaban que había
venido con su hijo. Alguien comentó que había caído en pena, que provenía
del norte, más exactamente de Tucumán y que producto de la desgracia había
llegado a este pago ubicado sobre el kilómetro 158. Hasta se comentaba que
era licántropo.
Lo único certero era que se desempeñaba como jornalero en los campos
de la zona. Pero una vez alguien observó esta reacción en la cual salía ofus-
cado hacia la calle y comenzaba a gritar te voy a matar, te voy a matar, y el
comentario hecho a rodar. El turco y el pelado comentaban en el bar que estaba
loco, y ya no tenía cura. Que todo era producto de su adicción al alcohol, que
era un enfermo y no había vuelta atrás. El mendocino decía que su mujer lo
había dejado por otro hombre y de ahí en más Apolinario cayó en la bebida.
Cada tanto aparecía tirado en alguna zanja camino a su rancho. En ocasiones,
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aparte de la bebida, alguna dama sin escrúpulos lo dejaba sin un peso. Pero
su mirada tenía algo de misterio, amargura y nostalgia. Un perro negro era su
huésped inseparable, Sansón lo llamaba. Apolinario Osorio quedó inscripto
como leyenda viva en el transcurrir de generaciones. Fue en un atardecer de
febrero, un jueves, que señaló el comienzo de los acontecimientos. La tempe-
ratura era agobiante, ni una nube poblaba el cielo y la noche venía ganando
terreno. Cuando sus oídos percibieron el zumbido del motor, se preparó como
nunca lo había hecho. Agarró el hacha y a pasos firmes se encaminó hacia la
calle. Te voy a matar, no me vas a joder más y esta vez lo voy a hacer, excla-
maba con ímpetu mientras sobre el horizonte flotaba la nube de polvareda
que la tierra esparcía a través de una tenue brisa. Se escondió detrás de un
cerco de ligustrina y espero el momento exacto para cometer lo que sería el
acontecimiento del año en el pueblo. La moto venía roncando pareja y en el
momento que se apresta a pasar frente al rancho de Apolinario, este arremete
hacia el hombre como si fuese un guerrero, un vikingo, y le tira un hachazo
certero sobre el cuello, que de inmediato soltó un río de sangre caudaloso.
Cayó a pocos metros. Apolinario apuró los pasos, midió el golpe y hundió el
hacha sobre la cabeza con rabia endemoniada. Con esa sensación de alivio
caminó lentamente hacia su rancho y cerró la puerta. Siempre conservó la tapa
de aquel diario local como el más divino tesoro. Tal vez fue el error que día a
día fue agravando su conducta. Pero también fue su único presente de aquel
hijo que le fue arrancado tempestivamente. Al llegar los agentes policiales
exclamó que había sido un acto de justicia divina.
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tisfecho, vio su última creación con orgullo y pensó que ese era el final más
perfecto que podía concebir para su obra. Su trabajo había terminado.
Esa noche, antes de dormirse, Dios meditó y se entretuvo recordando los
momentos de la creación y cómo fue concibiendo y corrigiendo cada idea. El
sueño lo encontró con una enorme sonrisa de satisfacción en su rostro.
Al séptimo día, se despertó y vio su obra. El hombre había aprendido a
valerse de los animales y las plantas para subsistir y había dominado el mar y
el cielo también. En efecto, su obra estaba terminada y había resultado mejor
de lo esperado. Ya nada había para agregar o corregir. Ya no había nada más
que pudiera crearse. Dios comprendió, entonces, que nunca se había sentido
más solo y que ese era su inevitable destino.
96
TARDE SOLEADA
Esa tarde hermosa no sólo nos regaló a Helios en el cielo, cálido y pleno
en aquel invierno impiadoso que mordía. Ya no me acuerdo con qué me había
distraído cuando sentí la quemazón en la mano y la gruesa correa que se me
escapaba, velocísima, inalcanzable. Serpenteaba en el aire como una culebra
voladora detrás de él, que iba embravecido. La gente se desparramaba a los
gritos. Lo llamé con todo lo que dio mi voz aún sabiendo que era inútil. De
pronto se detuvo y no porque ya empecé a amenazarlo: el animal había distin-
guido algo en la muchedumbre. Miré bien y entonces comprendí. Me arrebaté
en carcajadas y en lágrimas mientras levantaba los brazos mirando al cielo al
que agradecía entre balbuceos. Cuando volví la vista hacia él ya había pegado
el salto definitivo y con los colmillos relumbrando. Esa imagen del Minotauro
en el aire se me grabó para siempre. Es bellísima. No saben cómo quisiera que
ustedes la viesen como yo. Acaso Teseo, que vestía saco y corbata, nunca supo
qué lo mató: tan abstraído estaba el pobre diablo mirando una vidriera.
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SHAMARIYA
Shamariya era una niña de nueve años, feliz, risueña. Vivía junto a su gran
familia en una aldea, muy cercana a Babilonia, donde reinaba el rey Hammurabi.
Sus días eran coloridos y brillantes cuando junto a sus numerosos hermanos y
hermanas cuidaban a las cabras que pastaban en una pradera cercana a la aldea.
Sus padres habían determinado que su casamiento se realizaría con Ha-
mad, un niño de su edad, hijo de un ceramista de una aldea cercana.
Shamariya no entendía muy bien aún las palabras de su madre:
–Shamariya, debes ser una buena mujer, una buena esposa y una buena madre.
–¿Podré seguir jugando en el prado con mis cabras?, ¿Serán buenos y
considerados los integrantes de mi nueva familia? –se preguntaba la niña.
Shamariya y sus hermanas, tal como lo habían hecho su madre, su abuela
y otras antepasadas, iban diariamente hasta la fuente de agua más cercana, y
desde allí, varias veces al día, traían los cántaros repletos.
La vida era difícil para las mujeres 3700 años atrás (¿mucho tiempo atrás,
¿no?). Es que, por entonces, las leyes no protegían a las mujeres. Todo lo con-
trario. Establecían fuertes castigos a aquellas mujeres que no fueran obedientes
y no correspondieran a lo que les imponían sus mayores; su padre, su esposo
o los líderes de la aldea.
Shamariya no era consciente de esas cuestiones. Ella era feliz siendo
una niña, disfrutando de sus juegos, de sus cabras, de sus recorridos por las
cercanías del zigurat, del templo, de ese bello edificio que se levantaba impo-
nente, con sus incontables escalinatas que ascendían hasta el cielo, al que sólo
accedían unos pocos hombres.
Un día se le ocurrió que debía aprender a escribir, tal como lo hacían los
hijos de los sacerdotes, en hermosas tablillas de barro, utilizando estilizadas
cañas de puntas afiladas. Feliz, volvió a su casa a contarle a su madre su
brillante idea: ¡quería ser escriba! Desagradable fue la cara de su madre y
cortante su respuesta:
–Shamariya, las niñas no saben escribir ni leer. No es necesario, así lo
establecen nuestras costumbres. Para ser esposa y madre no es necesario saber
escribir. Además, esa actividad los dioses la han reservado para unos pocos
hombres.
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OBSTINACIÓN
El viaje era inminente. La salud de Gerónimo estaba cada vez más de-
teriorada. Era urgente viajar a Buenos Aires para buscar un diagnóstico y
tratamiento certeros porque en la ciudad, aunque era capital de provincia, no
había muchos recursos modernos para tratar enfermedades graves.
En reunión familiar organizativa y de despedida, Gerónimo comentó que
llevaría una cantidad importante de dinero.
–Mirá, cuñado, te convendría llevarlo escondido en algún lugar y no sobre
tu persona, vos sabés cómo están los chorros en esta época en Buenos Aires
–terció Luis preocupado.
–No, ¿qué va a pasar? A mí no me va a pasar nada, lo llevaré puesto en la
ropa. ¡Qué chorros ni chorros! Yo pertenezco a las fuerzas militares, sé cómo
manejar a los delincuentes.
–Si vos querés yo llevo un poco escondido en el corpiño –intervino hu-
mildemente la esposa.
–¡A vos! ¡A vos precisamente te voy a dar! ¡A vos que no servís ni para
mirar quién viene! No, voy a llevarlo yo y se terminó –vociferó espetando a
su mujer, humillándola delante de su hermano, su cuñada y, lo que es peor,
frente a sus hijos ya adultos.
Nadie intervino, nadie la defendió, nadie le hizo ver su actitud prepotente
y agresiva.
Ya en Capital Federal, tomaron un taxi que los llevaría a destino.
–¿De dónde son? –Preguntó el chofer
–De la provincia de Corrientes.
–¡Ah! La tierra del chamamé ¡qué lindo! A mí me gusta mucho esa mú-
sica. ¿Y qué vienen a hacer a la Capital?
–Yo estoy enfermo y vengo para que me hagan algunos estudios y trata-
miento. Así que pensamos quedarnos unos cuantos días.
–¡Ah! Eso no es tan fácil, quizás tenga que quedarse una buena temporada.
–Y sí, puede ser, haremos lo que haga falta. Vinimos preparados para eso.
Iban por unas calles donde los árboles unían sus copas en la altura
otorgando mucha sombra a la calle y las veredas, formando una especie de
102
AROMAS DE LA INFANCIA
dibujos, sueños. ¡Se la siente tan a gusto cuando está en esa mesa! Tal vez
aromas remotos de albahaca y ajo la envuelven.
Nona, querida nona.
No pude ver nunca sus ojitos tristes, pero imagino su mirada perdida
recorriendo callecitas angostas y ruidosas.
Dicen que Francesca tiene tus ojos.
Mi nona... hoy siento tus manitos arrugadas acariciar mi frente. Hoy hace
un año que te fuiste, siguiendo al abuelo, el cruzó antes el océano de la vida y
vos no dudaste una vez más, en seguirle el paso.
Gracias por darle luz a mis días, por enraizarme al alma... vuelvo con mi
Francesca a ayudarla con las cuentas, las de números, tu herencia ya se sumó
a su sangre.
105
LA ARAÑA
Movió sus finas patas con delicadeza y avanzó con lentitud hacia la presa.
Una pequeña mosquita se debatía en la imperceptible trama de la pegajosa tela-
raña. Al llegar la araña balanceó el cuerpo entre sus patas y sus mandíbulas se
cerraron como una tenaza sobre el insecto volador. Después de deglutir total-
mente el alado cuerpo sin vida volvió hacia su puesto de guardia con la misma
lentitud con la que había atacado. Allí permaneció inmóvil. Miles de años le
habían supuesto a esa noble tejedora construir una trampa perfecta, caminar
con elegancia y alimentarse en un acrobático y preciso movimiento. Cadenas
de ADN modificadas una y otra vez para que en cada uno de sus cromosomas
quede inscripta esta vital y macabra coreografía. Seis meses, ocho, quizás has-
ta un año llegue a vivir, pero ni uno sólo de sus días se habrán malgastado en
aprendizajes, todo está previsto en los códigos genéticos de su especie.
Una leve brisa matinal onduló el tejido de seda. La araña no se movió. Por
la tarde, el golpe de una puerta hizo vibrar las finas cuerdas de la telaraña. La
araña no se movió. Transcurrió un tiempo que para ella resultó incierto hasta
que un mosquito, mientras volaba zigzagueante en busca de un poco de sangre,
se topó con la artimaña del octópodo. La araña no se movió. El chupasangre
luchó denodadamente hasta que sus fuerzas menguaron y quedó inanimado
en la telaraña. Una increíble sinapsis que emergió de lo profundo de ese mi-
lenario ADN puso en funcionamiento los millares de células de las delgadas
extremidades y sus minúsculas articulaciones y, como si se tratara de una
perfecta maquinaria de relojería, la araña inició por segunda vez en su vida
el rito ancestral de supervivencia. Nomás terminar su tarea la sigilosa asesina
volvió a su inerte postura. En los breves pero eficaces movimientos de la araña
la naturaleza acababa de demostrar toda su intuitiva sabiduría.
–¿A dónde vas, gordo?
–Al baño, mi amor, tengo una descompostura importante, si no me apuro
me hago encima.
–Ya me parecía que sentía mal olor. ¿Comiste algo al mediodía que te
cayó mal?
–Puede ser el chucrut o... –la cara roja y gorda del hombre se mudó a un
color mortecino.
106
¡Paaaaf!
–¿Qué pasó, gordo?
–Nada, ya voy.
–Dale que está por empezar El Observatorio de la Farándula, creo que hoy
van a hablar de la modelo esa que se acostó con medio canal.
–A ver, correte un poco que no entro bien en la cama.
–¿Qué fue el ruido en el baño?
–Nada, maté una arañita.
–¿Qué sería de la vida sin ellas? –suspiró la mujer.
–¿Sin las arañas?
–¿Arañas? ¿De qué arañas me hablás? Digo que la vida no sería tan inte-
resante sin las locas estas de las modelos mediáticas.
107
¿De qué otra manera se puede empezar a explicar que la tarde es hermosa
en esta pequeña ciudad casi pueblo? Un pueblo que no puede crecer, como un
niño con problemas. Mi alma parece destruida, casi adolescente, o quizás sea
que ella también tiene los mismos problemas que la ciudad y el niño. Entiendo
bien, que el sentido en esta vida, a mi parecer, es la mujer.
Como la hermosa muchacha de ojos claros, rasgos finos y pelo negro
hasta su cintura. Que siempre lo lleva recogido en un semi rodete sujeto con
un prendedor, como hacen casi todas las mujeres con pelo largo. A ella la veo
casi todos los días al salir de la fábrica –motivo este, quizás de la destrucción
de mi luz interna–. La parada del colectivo se encuentra en la esquina del
insalubre sitio. Llego allí cansado, ceño fruncido, pensativo. La mente no
deja de procesar constantemente recuerdos, planes a futuro no muy lejano,
disparates y fantasías, planes que no se llevaran a cabo nunca jamás, planes
para cambiar mi inconforme presente, buscarle un lugar mejor donde morir.
Por qué no un paraíso. La muchacha parece haber escapado de allí mismo. No
quisiera describirla, porque temo que si lo hago quedare como un lobo feroz
aullando en la noche. A ella preferiría llevarle frescas y deliciosas flores. Invi-
tarla al mejor restaurante de Posadas. Esperarla nervioso fumando un Camel;
mirarla venir de repente, sonreírle, mover su silla de la mesa para que pueda
sentarse, preguntarle cómo esta y preguntarle si quiere tomar una copa de vino
tinto. Porque si todo esto sucediera, si la tuviera frente a mis ojos color miel
hipnotizado por los suyos celestes paraíso; disfrutar plenamente de su sonrisa
creada y ese brillo femenino natural, tentando a los míos a que no pierdan ni
un segundo más de secarse a la intemperie. Si todo esto sucediera seguramente
ya podría de ir pensando en poseerla. Todas las tardes son para ella. A veces
tardo unos minutos más en salir de mi trabajo para darle tiempo al colectivo
que abordamos juntos a que se la lleve, porque es una tortura observarla sin
pretender nada más. De querer, se quiere, pero no hay atrevimiento. Esta fue-
ra de mi alcance. El otro día venía sentado detrás de ella. Se había inclinado
sobre sus brazos cruzados apoyados sobre el respaldar del asiento vacío de
adelante. Miraba por la ventana, tenía un vestido comprometedor. Aseguro
de cuidar sus partes antes de ubicarse en su asiento. Hizo una mueca sexy
pero que expresaba el desagrado por el calor que nos aplastaba. ¿Lo habrá
hecho para impresionarme? ¿Se habrá recostado sobre sus manos apoyadas
108
al respaldar del asiento de adelante y mirar por la ventana para ver si podía
verme por el rabillo del ojo para hacerme saber de que le hable? Pero que sea
entretenido, que no sea un retrasado mental de quien avergonzarse. Es que los
petisos somos tan engreídos. Quién sabe. No tenía pensado decirle nada. Algo
muy dentro de mí no podía quedarse más en el más lóbrego cautiverio. ¿Qué
le digo? es para mí como querer romper un paredón a trompadas.
–Disculpa, te hago una pregunta.
–¿Si?
–Te he visto anteriormente estos últimos días y note que quizás sos del
barrio, quería saber si no has visto por la zona alguna casa en alquiler.
–No, no, la verdad que no. No estoy nunca en el barrio, no sabría decirte.
–Ah. No, porque yo trabajo en la fábrica esa de la esquina de la parada y
vivo muy lejos, y quisiera mudarme por estos lados.
–No, la verdad que no estoy nunca en casa.
Me habló bastante bien. Quizás podríamos haber tenido una buena charla,
un intercambio de números. Pero al parecer lo que estaba preso dentro de mí
era solo un simple cálculo molesto que pretendía salir para dejar en paz a mi
conciencia. Una estrategia de mi parte lenta y torpe. Esa vez me bajé mucho
antes de la parada donde los dos descendemos juntos. Me paré como un mo-
delo de ropas frente a la puerta sujeto al caño donde está el timbre de aviso,
y antes de bajar la miré y le dije con voz grave de un hombre que sabe lo que
quiere: –Chau.
Ella suavemente me respondió: –Chau.
109
SEÑORITA
Cuando se mudó a Tandil con sus viejos algo se rompió en la relación; ella
lo notó las veces que se vieron después. A la distancia todo fue más difícil. Se
echó la culpa; no debió irse del pueblo, pero con quince años no podía decidir.
Hablaron por teléfono, aunque él casi nunca era el que llamaba; trataron de
arreglarlo pero no pudieron. Rompió todas las fotos y las tiró a la basura con
un nudo en la garganta. Al principio lo extrañó pero después se acostumbró
un poco a la soledad.
Con los años conoció otros pibes, nunca le faltaban pretendientes porque
era muy bonita. Ella aceptaba, siempre queriendo enamorarse. Empezó a
pensar en una familia pero no funcionó. Cuando la cosa pasaba de una noche
eran uno o dos meses que le servían para darse cuenta que solo era sexo y
terminaba todo ahí.
Quería que el tiempo no pasara y ser como sus dos hermanos para quienes
todo parecía más fácil con su vida simple y sus concubinas; a ellos nadie les
preguntaba nada aunque casi todos sabían de los “cuernos” de sus mujeres. En
cambio a ella sí, la pregunta incisiva y morbosa le ardía hasta las tripas: “¿Y
Beti, para cuándo un novio?” Aguantaba las ganas de mandarlos a la mierda
porque eran la familia y los amigos.
Cuando cumplió cuarenta seguía esperando el amor. La noche era el peor
momento porque se sentía sola. Soltera, con un trabajo en el que esperaba
jubilarse y amigos de hace “mil” años; ella pensaba que no estaba mal el por
lo menos haberse mudado de la casa de sus padres.
A los cincuenta tenía más relaciones pasajeras que a los veinte. Ninguna
prosperaba pero ella sentía la exigencia de mantenerse jovial, lo más joven
y linda posible, lo mas “piola” y desprejuiciada posible. La fachada se caía
cuando después de las salidas, con o sin amigos, llegaba a su casa. Amargura,
frustración; todo se le amontonaba dentro.
Estar soltera y sola era una carga. Ella sabía que todos hablaban. Podía
imaginar las conversaciones, las suposiciones sobre su sexualidad y sus
“problemas” para relacionarse con los hombres. Seguro pensaban que era
“tortillera”. Claro, “no había encontrado al hombre; pobrecita Beti”. Pero se
equivocaban.
110
LA CALESITA
Sabía que si hacía el gol lo mataban. Detrás del arco estaba la tribuna vi-
sitante y en ella asomaba un rostro malvado, maquiavélico, un canoso setentón
de ojos grandes con la camiseta amarilla y blanca.
“El Manuel”, así se hacía llamar. Pensaba que el artículo ensalzaba más
su nombre, de hecho lo hacía. Metía miedo, el carnicero de la ciudad metía
miedo, imaginárselo en la semana con su bata llena de sangre, y ahora miran-
do fijamente al centro delantero de El Trébol, sin lugar a dudas metía miedo.
La ciudad no era demasiado grande, pero sus veinte mil habitantes latían
en el clásico de la ciudad, Sportivo versus El Trébol.
Nicolás Campodomico, se preparaba para patear el penal, se notaba que
estaba asustado, recordó la conversación con “El Manuel”, el 38 que le puso
en la panza...
“Y si lo erro”, “Fui el goleador del torneo, el histórico del club, nadie me
puede decir nada”.
El Árbitro lo había decidido, con el penal se terminaba la historia, Campo-
domico sabía que a dónde quiera que tirara el penal, la historia iba a terminar
para él. Iban 1 a 1, con el empate ganaba Sportivo.
Qué decir ante una situación límite, cualquier reacción parece al principio
la más acertada, pensó en el futuro que llegaría pronto, en su familia, el Jefe de
la Barra le prometió una suma de dinero que si bien no salvaría la economía,
al menos la empujaba hacia adelante.
El árbitro dio la orden, el Estadio Municipal, cuna del clásico estaba
mudo. Pensó un segundo antes de emprender la carrera: ¿Fuerte al medio, o
a una punta?
Hay que asegurarlo, pensó para sus adentros...
La populosa hinchada de El Trébol, estalló cuando la pelota besó la red,
un nuevo clásico quedaba para los de verde, nadie podía parar la alegría de
media ciudad.
Campodomico hizo el festejo en la tribuna donde estaba su padre, su
madre había fallecido tiempo antes a causa de una terrible enfermedad por lo
que no faltó, la mirada al cielo con los brazos extendidos.
114
EL SILENCIO
¡Uf, que noche! Terrible, todo parecía tranquilo, pero empezó a sonar esa
alarma, primero pausadamente y luego fue tomando ritmo, la muy hija de puta,
hasta llegar un momento en que comenzaron a entrar y salir personas de la
habitación, algunos se consultaban entre sí, otros sólo movían la cabeza como
diciendo “no”, habrán sido unos 15 o 20 minutos no más; yo los miraba desde
la parte superior, como quien mira desde un balcón, iban y venían, miraban
los aparatos, inyectaban sustancias en las vías y creo trataron de reanimarme,
les hubiese querido decir: tranquilos esto se veía venir, hagan lo que puedan.
Pero ese maldito dolor en la garganta no me dejó hablar.
Finalmente todo se fue tranquilizando, al fin el dolor de la garganta des-
apareció repentinamente, la habitación fue quedando vacía, solo el cuerpo en
la cama ahora tapado por la misma sábana que cambiaron hace tres días, si
mal no recuerdo. De pronto me di cuenta que ya no veía nada, ni la cama, ni el
cuerpo, ni nada de nada, tan sólo podía oír sollozos y gente hablando en voz
baja, casi imperceptible en la oscuridad. Tampoco tenía noción del tiempo.
Sentí un gran alivio y una infinita despreocupación, absoluta.
Que se tenía que haber cuidado más, que el maldito cigarrillo, que todavía
era joven y sollozos y llantos que casi podía adivinar a quien pertenecía, pero
por más que quería hablar y decirles: tranquilos ahora estoy bien, ya no me
falta el aire y dejé de tener ese caño que tanto me hacía doler la garganta, pero
era imposible, ni los podía ver, ni les podía hablar, tan sólo escuchaba cada vez
más lejanamente a alguien que pedía “despídanse llegó el momento”.
¡No, no! Esperen, me hubiera gustado decir, esperen un poco más, no me
quiero ir aún, pero me fue imposible.
Ahora, si a la oscuridad, le siguió el silencio, el más absoluto y solitario
silencio.
117
BANSHEE DE RECOLETA
Banshee de Recoleta
¿Cuán pasajera puede ser nuestra
existencia?
¿Hasta qué lugar caminarás?
¿Cuál será el lugar donde descanses?
Ojos y bocas se pierden en la nada del canto.
Rostros enmohecidos, adictos, fugados, inconclusos, horrendos.
A veces, solo a veces brilla la criatura, brillamos
y la existencia proclama alzarse, llora y se retuerce en ideas, en futuros.
¿Cuándo dejó de existir el hombre?
¿Cuándo heredo el malestar de la vida?
La paz grita, la banshee clama.
cementerio? No lo creo. Si creo que fue una banshee, aunque esto suena raro
y hasta enfermo, pero no estoy loco, yo la vi. También voy a contarles como
nos enamoramos.
Mientras todos giraban y se levantaban de sus sillas buscando de donde
venía aquel grito o dulce canto, todo a mi alrededor quedo en silencio, impreg-
nado de miedo y curiosidad.
Permanecí sin siquiera moverme, ni un pestañeo, ni un pensamiento.
Solo me sumergí en un vacío, donde reinaba un silencio más allá de mi
cuerpo y más allá de las concepciones de sonidos o silencios. Lo que se oyó
como un canto de una soprano fue un aria de la opera Tannhauser, no lo es-
cuché, lo sentí, me hizo retroceder a mi niñez, mi abuelo, Wagner, el piano,
mi abuela y su tragedia. Venus diciendo, “¿Qué estoy oyendo? ¡Lamentos!,
¿qué funestos acentos enturbian tu canto?...” cuando sentí todo esto es que la
vi, esplendorosa con un vestido que se perdía en la sombras del suelo y las
paredes, con el pelo de todos los colores más hermosos y una blancura que
solo un espectro puede tener.
Nos miramos y sentimos un amor, odio, al instante ambos éramos uno
en el vacío del silencio, quise moverme pero no pude, ella dio un paso firme,
altivo y se fundió en algún otro mundo llevándose consigo su canto, pudimos,
ambos sentir nuestra presencia temprana en nuestras diferentes realidades solo
compartidas en un segundo, pude sentir el amor latente entre los dos, el néctar
del sexo incorpóreo, el despojo fisiológico de la carne corrompida, fuimos uno
en la eternidad del instante.
Al parpadear mire a mi alrededor, todos seguían comiendo, riendo, in-
sultando, mirando, peleando, siendo, lo que sea que seamos, todo o nada o
un mundo de dualidad desequilibrada. Ya no importó la mediocridad de la
muerte, o el amor y el desamor, comprendí que todos seres y no seres, tienen
un instante de cielo, ortodoxo, sacro y perdido en alguna conciencia ajena,
impregnados de miedo y curiosidad.
La banshee nunca volvió a aparecer pero por las noches ansío su canto y
cuando mis lágrimas golpean el suelo, a veces, solo a veces, y por un instante
me parece escucharla.
119
EL ÍDOLO DE BARRO
saludó, y le dijo: Hoy usted acaba de romper la ilusión de mi hijo, lo hizo llorar
y no se lo perdono, que sea Dios el que lo haga, se dio media vuelta y lo dejó
ahí parado en el medio del hall del hotel, confundido y pensando, ¿quéhabía
hecho mal? Aunque sin la sensibilidad para entenderlo, y tampoco con interés
alguno de arreglarlo, se encogió de hombros y regresó a su habitación.
121
DE REGRESO
Quería saber quién era ahora, qué hacía, por qué reía, qué leía, qué lo
emocionaba a él en este presente. Reconstruir ese abismo para entender ese
nuevo rostro, ese nuevo cuerpo. Pero ya no le importó. Él volvía a ser él, con
eso bastó. ¿Ella lo habría amado en silencio? ¿Habría guardado en su mirada
sus ojos tristes y su sonrisa desenfadada? Él nunca lo sabría. Jamás lo sabrá.
Ella.
Él esperó a que se vistiera. Espero a verla sonreír una vez más. Ella es-
taba radiante. Feliz. Tal como la recordaba y como siempre había anhelado
encontrarla. Aún así, el beso del adiós se tiñó de sangre, de horror. No quería
hacerlo pero su oficio no admitía ningún error. Acomodó sus tiradores, se
colgó el saco y salió. Él.
TRÁGICO AMANECER
Una mujer de 43 años fue hallada muerta de un disparo en la madrugada
de hoy, en un hotel céntrico del conurbano bonaerense. No se han encontrado
huellas que permitan identificar al culpable o al móvil del delito. Se continúa
con las investigaciones a cargo del fiscal asignado a este caso.
124
VIAJANDO EN UN TREN
LA VIEJA DE MIERDA
DOS BILLETES
Era una noche como cualquiera, no recuerdo en qué mes, pero era una
noche igual a tantas otras. El frío arreciaba a esa hora en que escasea el trán-
sito cansado de los vehículos y hasta las ánimas por temor permanecen en sus
sepulcros.
Él, esclavo de su debilidad, se aseguró que los bares ya hubiesen cerrado
para evitar inesperados testigos. Ella, como casi siempre, estaba a mitad de
cuadra, justo en el límite entre la acera y el asfalto. Bella, provocativa, sen-
sual... aguardando la llegada de algún desconocido que al menos justificara la
inclemencia sufrida.
Desde la esquina la vio. En un primer momento dudó en avanzar o solo
verla y regresar. Sabía perfectamente que una vez iniciada la marcha y ser
visto, ya no podría echarse atrás. Se aseguró por última vez la ausencia de
miradas indiscretas y se dirigió a su encuentro.
Ella lo recibió con una amplia sonrisa y falsas palabras halagadoras. Él
apenas movió la comisura de los labios. La investigó y fue investigado. La
recorrió con su mirada, pero ella apuró sus ojos y lo miró fijamente esperando
la pregunta habitual. “Cuanto”, dijo con una voz que intentaba fingir seguridad
pero a la que le era imposible ocultar su nerviosismo. Ella, con un tono de ex-
perimentado mercader, le contestó “dos billetes” y sembró entre los dos uno
de esos silencios que establecen una expectante distancia mientras se aguarda
una respuesta. Él indagó en su bolsillo derecho, tomó los billetes pactados y
quebró el puente que le habían tendido.
Ella fingió una sonrisa con su respectiva dulce y tierna mirada. Le pre-
guntó si prefería la luz mortecina del farol público o el resguardo que ofrecían
las sombras en la cercana entrada de garaje. Él prefirió la luz. “Quiero verte”,
contestó ya mucho más decidido. “Como quieras”, recibió por desinteresada
respuesta.
Arrojó su goma de mascar ya sin sabor, se acercó a él y lo besó, de una
forma absoluta, profunda, total. Casi con seguridad se podría decir que fue un
beso común, rutinario y habitual para ella... eterno y portador de todo el amor
del mundo para él. Sin cerrar los ojos, sintió que la soledad en ese instante se
hacía añicos... que el cristal que lo separaba del mundo circundante se desin-
tegraba y caía a sus pies.
128
Ella separó sus labios de los labios de él. Él cerró los ojos un instante y
volvió en sí. “Listo bebe, ya está” fue lo primero que le escuchó decir. Supo
que debía marcharse. Ella volvió a hurgar en la calle vacía, esperando otro
desconocido, otro beso, otros dos billetes. Él regresó pisando las huellas
dejadas en el camino por el cual había llegado. Volvió a sentir frío, y puso a
resguardo sus manos en los bolsillos. Echó una última mirada a su alrededor
para asegurarse no haber sido visto. Y sin mirar hacia atrás, dobló en la es-
quina y se marchó.
129
OFICIOS DE LA PELOTA
que llaman hinchada, pueblo, público, asistentes, almas, entre muchas otras
cosas más.
No puedo contener mi rabia. Y justo en ese momento antes de estallar le
recuerdo a su mamá mientras corro paralelamente a su andada. Y, y, y, pasa lo
increíble, pasa lo únicamente fantástico:
–Hey, tú –me grita.–
–¿Quién?, ¿Yo? –le ripostó.
–Sí, tú...
Levántate Esteban. Otra vez te quedaste dormido y sin clase.
Al despertar, todos están riendo...
133
DOS VIDAS
LA BENDICIÓN, MAMÁ
EL GRAN MARKOVA
OKUPAS
Llegaron al pueblo sin que nadie pensara en ellos; sin que nadie los lla-
mara (ni con el pensamiento) un día cualquiera.
Pueblo tranquilo; alejado del ruido de las grandes ciudades. Con esa
monotonía y cotidianeidad que a nadie molestaba. El movimiento de la gente,
tranquilo. El aire, diferente y puro. El silencio, abundante.
Allí se instalaron ellos. Se adueñaron del pueblo; de todos los espacios del
pueblo; de la gente del pueblo... Y la vida ya no fue igual.
Los bancos de la plaza permanecían vacíos y –domingo tras domingo– la
banda de música sonaba cada vez más discordante. Inquietos y malhumorados,
sus integrantes se llamaron a huelga.
Las campanas de la pequeña capilla sonaban dispares y los fieles no
sabían si su sonido correspondía al primero, al segundo o al tercero y último
llamado a la misa diaria.
El monaguillo agitaba la campanilla en el instante de más recogimiento y
disimulaba un zapateo que sólo era propio de los tablados callejeros: esos, que
se armaban para las fiestas patronales.
Los bebés ya conocían “sus voces”. Y se despertaban. Y chillaban para alertar
a otros bebés que dormían en sus cochecitos, al pasear por esas calles tranquilas.
Las madres accionaban agitando, bruscas, las manos. Gesticulaban;
transformadas sus caras. El malhumor estaba ganándole a la alegría serena de
la gente del pueblo.
Los intrusos avanzaban, avanzaban sin tregua; sin horario.
Las personas desgajaban los árboles y más de un perro, que dormía sereno
en alguna vereda, se llevó un golpe. Aunque íntimamente lo agradeció, salió
disparado –aullando– con la cola entre las patas para librarse de aquella horda.
Otros, que acostumbraban a dormir hundidos en la frescura de los pastos,
salían despavoridos ante la intromisión; mientras que, algunos privilegiados
que acechaban los asadores –cerca de algún fueguito incipiente– permanecían
estáticos, aunque envueltos en humo.
Las escuelas cerraron sus puertas. Las vacaciones salvaron a los niños de
soportar a los indiscretos.
139
Los panaderos también sufrieron cuando, por las madrugadas, los intrusos
se colaban al sentir el calor del horno; silenciosos, pero nunca en son de paz.
Los confiteros –malhumorados e inquietos– cubrían o rellenaban las
masas con más o menos dulce, apresurados por dejar el lugar.
Todo quedaba a merced del invasor. La vida de este pueblo se convirtió
en un infierno.
El gobernador llamó a los habitantes de todos los pueblos cercanos y pidió a
sus intendentes que ayudaran a estos sufrientes humanos. La orden fue contun-
dente: –¡Tomar las armas! ¡Todas las armas que tengan a su alcance! –enfatizó.
...Un día húmedo; pesadamente caluroso, una nube oscura y compacta se
acercaba, peligrosa.
El intendente del pueblo –uno más de los avasallados habitantes– se pro-
puso expulsar a los intrusos definitivamente.
–¡Gastos y trámites no menguarán mi posición! –aseguró.
Y llamó al Presidente de la República. Y le expuso el problema. Y le exi-
gió ayuda. Y le pidió armas; ésas, de las que hablaba el gobernador.
...Y las armas llegaron.
El sol caía, intenso, sobre la tierra. Abrasador sobre los cuerpos de la gente.
Los apicultores calzaron las escafandras en sus ardientes cabezas. Los
empleados municipales, los carniceros, vistieron sus ropas de labor diaria al
igual que las amas de casa: cubiertas de pies a cabezas; y sus manos, con los
guantes de lavar los platos.
Los bomberos de todos los pueblos se prestaron a colaborar y, con voz de
mando, gritaron: –¡Marchemos!
A lo lejos, asomaba un gigante amarillo. Al llegar, abrió su bocaza y todos
quedaron atónitos. Como un dragón, lanzó una bocanada (no de fuego) de un
humo espeso, negro y caliente.
Pudo verse caer a los intrusos; oscurecer las veredas y los lomos de algu-
nos perros blancos; quedar suspendidos en las escafandras de los apicultores...
pero bien muertos, en medio de un silencio contenido.
El conductor de la máquina aseguró, silabeando enérgico: Este trabajo es
“¡de-fi-ni-ti-vo!” Y agregó: “Los intrusos no regresarán” “¡ja-más!”
En ese instante, el dueño de un camión destartalado, que difundía música
por las calles, rompió el silencio de la tarde agobiante:
“No me molestes mosquito.
No me molestes mosquito...”
140
MADRE TIERRA
En una escuela, los sonidos son comunes, las risas de los niños, los
murmullos en las aulas, sillas que se corren, chillidos de tazas en la cocina...
como en una casa grande los sonidos se cuelan entre los espacios silenciosos.
Pero ese día... se podía escuchar el silencio. No había ruidos, sólo una voz que
hablaba... y la música de la respiración de, muchos, muchísimos pequeños.
Al principio no entendí, pensé que se habían robado la alegría, comencé
a buscar el lugar de donde salía esa voz, la culpable del silencio de la escuela,
cuando entré al salón de usos múltiples vi a mis compañeras paradas en un
rincón y los nenes en una gran rueda escuchando como hipnotizados a una
chica que sentada en el centro, les hablaba con voz suave, dulce, yo no podía
verle la cara. Lo primero que se me ocurrió fue saludarlos muy fuerte para ver
si así, al llamar su atención, el hechizo se perdía.
–Buenas tardes –dije en voz muy alta, a lo que recibí por respuesta ciento
cincuenta y siete ¡SHHHH! Me quedé en silencio y decidí escuchar, mirando
con algo de celos a la mujer que había capturado de esa forma la atención de
mis niños. Sus palabras suaves comenzaron, sin pedir permiso, a acomodarse
en mi corazón para ya no abandonarlo jamás, por eso decidí contarlas tratando
de transmitirlas lo más exactamente posible:
–Quiere decir Madre tierra –dijo como respondiendo a una pregunta que
alguien le hiciera antes de mi interrupción– ¿Alguien sabe lo que es eso?
–¡Yo! ¡Yo! ¡Yo sé! –dijo un pequeñito de primer grado agitando su manita
como si esta quisiera volar–. Cuando entro del patio los sábados después de
jugar, traigo mucha mugre en mis zapatillas y le grito de la puerta a mami...
¡Madre, Tierra! –Inevitablemente todos se rieron ante la ocurrencia del niño.
–¡Yo sé!, es la tierra de mi madre, la que tiene debajo de la quinta en el
fondo del terreno.
–¡No! es lo que vio el marinero de Colón... nada más que solo, sin su
madre. –Cada niño decía lo que le parecía que significaba, todos escuchaban,
algunos sonreían, pero nadie se desenganchaba del tema.
–Tienen razón –dijo esa mujer y las maestras la miramos extrañadísimas–.
Madre Tierra es todo eso que ustedes dicen, el barro que traés en tus zapati-
llas, la tierra de la quinta de tu mamá, lo que vio el marinero de Colón, pero
141
es mucho más aún, Madre tierra, Mamül Mapú como la llamaron nuestros
aborígenes (tierra de leña), significa el amor y la valentía con la que cada uno
de ellos lucharon para defenderla hasta la muerte, es la dulzura del macachín,
fruta que crece en ella para que coma el que se atreva a encontrarla, es la
que vuela con el viento de agosto para hacer crecer un médano y secar una
inundación, es la que está cuidando los cimientos de sus casas, es la que hace
crecer belleza en los campos pampeanos y da seguridad a los seres vivos que
la habitan. La que le da fuerza al caldén, la que se riega de paciencia y paz, es
la que elegí, es la que mi mamá ama tanto que quiso que yo naciera en ella,
la que me enseñó a cuidar y proteger de quienes quieren venderla, ensuciarla,
estropearla o maltratar sus recursos. La Pampa, nuestra tierra, la que deja
huellas en quienes la pisan y por ello la recuerdan–.
Mi piel se puso de gallina, esa mujer que estaba de espaldas y a quien no
podía verle el rostro, robaba mis palabras, decía todo lo que yo pensaba y les
transmitía a diario a mis alumnos, estaba todo tan confuso... ¿quién podría
atreverse a robar mis palabras? ¿Con qué derecho? Uno de los niños se levantó
y preguntó: –Seño, ¿puedo ir al baño? Es hermosa tu hija y habla como vos, le
enseñaste muy bien. Gracias por traerla.
142
DONNA
Había una vez un dragón que vivía en una isla, en esa isla había un gran
castillo lleno de bibliotecas y esas bibliotecas tenían un montón de cuentos,
pero no había nadie en la isla, sólo el dragón. El dragón se aburría, pasaba sus
días mirando el horizonte, el castillo, los cuentos y sus sólidas bibliotecas de
pura madera de roble. Pero, un día mirando el horizonte vio llegar un barco.
En el barco venían un tigre, un elefante, un halcón y un mono muy inteligente.
Los visitantes desembarcaron, primero el tigre, miró las tierras y sus
alrededores y dijo: ¡Nadie a la vista!
Enseguida se bajó el elefante, gigante, con grandes pasos bajó del barco,
miró un poquito más alto que el tigre y dijo: ¡Nadie a la vista!
Sigue al tigre y al elefante, el halcón que sobrevuela la isla y dice: ¡Nadie
a la vista!
Por último se baja el mono muy inteligente, muy intelectual por cierto
con un libro en las manos, el libro tenía mapas y dice estamos en una isla, sin
lugar a dudas, poca tierra y mucho agua alrededor pero alguien se olvidó de
colocarla en el mapa, bien vamos a dibujarla y la llamaremos “Isla de Fuego”.
Todos se miraron y pensaron al mono muy inteligente se le ocurrió el
nombre porque aquí hace muchísimo calor. En estos pensamientos estaban
cuando en ese mismísimo instante el halcón grita: ¡Alerta! ¡Alerta! Fuego en
el castillo.
El tigre es el primero que se desplaza, por su velocidad y fuerza entra al
castillo rompiendo la gran puerta principal, de madera maciza y altísima. Lo
sigue el elefante que previamente cargó agua en el mar. El halcón los guía
donde es el incendio. El mono muy inteligente espera, tranquilo y abre otro
libro el de prevención de accidentes y allí está el capítulo de cómo apagar un
incendio de una isla perdida.
El elefante apaga el fuego con el agua de su inmensa trompa, agua salada
que sacó del mar, pero justo en ese momento otra alarma se hace escuchar.
Hay fuego en otra sección según lo indica el halcón, el tigre corre, destruye
y despeja todo lo que se interpone y el elefante lleva el agua, en su gigante
trompa, el mono muy inteligente los acompaña y lleva otros libros con él.
145
EL PRESAGIO
Y aquí estoy otra vez, a los pies de la escalera. Esa que tantas veces me
sintió ansiosa, subirla a su encuentro. Encuentro furtivo, prohibido. En medio
de la cerrada noche, la escalera se abría hacia el claro de luna. Hacia sus ojos
cafés y sus brazos impacientes. Sabía que lo amaba y tal vez logró, con su
experiencia de siglos de piedra, presagiar el final de la historia.
Escalera que has visto pasar la historia misma por sobre tu cuerpo inerte,
has sido testigo directo de mi arrebato y mi locura.
Escalera que te has visto estremecida por estruendos de cañones, y has
albergado mis sueños más profundos.
Escalera que, sin vida ni movimiento, has sostenido el escape de los pue-
blos, has también asistido al fugaz brillo de mi repentina partida.
Estrecha escalera que se abre paso entre los muros de mi albergue de
niñez: te dejé atrás junto con mi inocencia y los sueños de convertirme en una
princesa de tu torre.
Tantas veces me casé, en tu descanso soleado con mi príncipe encantado.
Y tantas veces me quedé, apoyada en la baranda, esperando al hada ma-
drina que me lleve a parajes soñados.
Y tantas otras me viste subir corriendo y llorando, huyendo de mi infor-
tunio, con los piecitos sangrando.
Para que el príncipe me rescatara, me entregué a su designio.
Solos los dos recorrimos grandes distancias heladas.
Todo dejamos atrás, para abrirnos el camino, para escapar por el mundo
y contrariar al destino.
La vida no se hizo fácil y el camino, cuesta arriba. El frío caló los huesos
y el hambre, la barriga.
Y mi príncipe encantado, flaqueó en su primera batalla.
Sentí más frío esa noche y cerré más fuerte mis ojos para no ver su par-
tida en medio de aquel arrojo.
Entendí por las malas que las hadas madrinas no existen.
Que los príncipes encantados son sueños no despertados que algunos
padres acunan para hacerlo más liviano.
147
CITA EN EL BAR
BERRINCHE
DESPEDIDA
sado muchos años, has resguardado muchos sueños, has visto crecer y hacerse
hombre a muchos de tus dueños, ya es hora de ocupar tu lugar donde todos de
admirarán e imaginarán tu vida. Hoy estás junto a los mejores recuerdos que
atesoran otras épocas, donde te cuidan y reguardan, hoy estás en el “Museo
Histórico De Casares”, acunando al compás de un arrorró...
155
EL PORTAZO
PHOENIX
¿Cómo se hace para terminar con esto, para terminar, de una vez por to-
das, con esto? Existo desde el Paraíso Terrenal y como premio me dieron esto...
Él, que todo lo sabe, lo entiende como la mejor retribución por mi obediencia,
por haberme negado. ¡Y es que a mí las manzanas ni siquiera me gustan!
Yo no lo sabía, no podía imaginarme siquiera cómo sería. Todas estas mar-
cas en el alma, las cicatrices en las ganas y el significado. Vivía feliz, todos lo
éramos, sin conciencia del tiempo ni de la muerte y los demás eligieron dejarme
solo, solo en el mundo y en la eternidad. ¿O lo elegí yo?, ¿quién lo eligió?
Empujo mi voluntad cada mañana, busco incansable mi sentido pero son
tantos años que el tiempo se vuelve sepia, tanta realidad vista, tantas personas
más cerca de la oscuridad que de la luz; y la rueda de la vida que sigue girando
sin parar y la gente cada vez mira más abajo y hacia adentro. Ya no me ven,
no me ven en ellos, no me ven en su posibilidad de reinventarse, de renacer.
Siento el calor del sol, el calor del fuego y se me antoja ridículo e inútil
intentar y volver a intentar. No voy a morir, nunca voy a morir. Con los siglos
se volvió insoportable, aburrido y monótono esto de seguir sin terminar, de
vivir la eternidad. Tengo otra vez quinientos años y voy a morir.
Hago mi lecho de especias y plantas aromáticas, el sol llega al punto más
alto y lo miro fijo con una mezcla de desafío y angustia, de ira y cansancio.
Me recuesto y extiendo todo lo que puedo las alas, más, más amplio, mucho
más amplio, intentando que los rayos lleguen hasta el último rincón de mi ser,
quizá así, a lo mejor... Cierro los ojos, los aprieto y espero con todas las ganas
que sea la última vez.
Y ahí viene el fuego... siento su calor rojo envolviéndome y confundién-
dose con mi plumaje increíble, unidos en una sola llamarada magnífica que
despide destellos infinitos de luces y colores; y entiendo de nuevo la inevi-
tabilidad de continuar existiendo luego de las cenizas y el dolor del fuego se
trueca en una mezcla agobiante de furia e impotencia.
Luego, otra vez el llanto.
157
Aquí estoy de nuevo, pequeño pero consciente, débil aún pero invencible.
Mañana tendré el plumaje intacto, las alas espléndidas, el pico y las garras
fuertes. Otra vez yo con esta amarga libertad... hasta que dentro de algún
tiempo una vez más me invada la desesperación de seguir vivo sin final y
vuelva a intentarlo.
158
PIEDRA LIBRE
I
El tubo fluorescente parpadea otra vez, y la penumbra absorbe la ha-
bitación. No siento miedo. Mis ojos ya se acostumbraron a esta oscuridad.
Aquí nada vale la pena. La celda de aislamiento del pabellón difiere de las
escenografías de las películas: no existen ni muros ni pisos cubiertos de cuero
blanco. Sólo una caja limitada por paredes sin revocar. Paredes salpicadas por
signos ilegibles, prolongaciones de dedos mugrientos de internos que intenta-
ron expiar su condena.
Un jergón húmedo yace en el suelo de hormigón. Mi cuerpo ya no se
distingue del polvo. Mi cuerpo envuelto en un pijama gris. Un cuerpo gris en
una mortaja gris.
La celda es mi universo. Un universo que me reduce a una repetición
cíclica de seis pasos. Dentro de este universo siento como si un agujero negro
se nutriera de los vestigios de mi cordura. Prefiero concentrarme en las cica-
trices de mi piel.
Esta habitación es infranqueable. O infranqueable sólo en apariencia para
aquellos que desde afuera me estudian, me espían. Ellos no comprenden que
el silencio burla las murallas del lugar. Y que ese silencio resuena en mi mente
y me transporta a aquel maldito jueves.
Santi, mi hijo. Me cubre los ojos con sus manitos. ¡Vení acá sinvergüen-
za, dame un abrazo! Entre estas paredes disfruto, como aquella vez, de esa
naricita chorreando hilitos de mocos. ¡Límpiate esa nariz, Santi! Y, cuando
regresa mi sonrisa, un estruendo que reconozco como ajeno me ensordece.
El suelo late, y el ventanal del jardín estalla proyectando una miríada de es-
quirlas. Un puño invisible nos golpea y nos catapulta contra el olmo. Luego
de un instantáneo paréntesis de calma, la casa se desmorona. Los restos del
derrumbe me atan, me aplastan, me torturan. El brazo que aún puedo mover
busca perforarlos y se desgarra. La presión cede, y abro un orificio entre los
escombros para respirar.
¿Dónde estás, hijo? No puedo gritar, ni siquiera susurrar. El esfuerzo so-
foca pero logro liberarme. La claridad del día se descarga sobre mí, enmarca
a aquella cabecita inerte castigada por trozos de cristales de sangre.
159
II
Por fin me habían asignado la casa. Lejos de los sucios escondrijos en
Bilbao, la campiña vasca inspiraba tranquilidad y confianza.
La mesa del garaje era ideal para ordenar mis herramientas y los com-
ponentes que el ensamblaje requería. Todo iba de acuerdo con lo planificado.
Todo, a excepción de mí.
Allí necesitaba autocontrolarme, no se permitían los errores. Desde que
ingresé en la organización, había hecho mías tales reglas. El peso de aquellos
quince años de combate me agobiaba, y yo sucumbía ante las distracciones
del pasado: la niñez de cada uno es un refugio difícil de abandonar. Me sedu-
cía revivir el aroma de las manchas de tinta en los cuadernos, el dolor de los
moretones en mis rodillas, la angustia ante los “desaprobados” en el boletín
del colegio.
Ya basta, me dije. Debo empezar de una vez.
Dos Rivotril me permitirían enfocarme mejor en la tarea. Pero pasaron
treinta minutos, y la situación empeoraba: la voz de la señorita Irene, mi
maestra de cuarto grado, reverberaba en el ambiente: “No te preocupes, Mikel,
de los errores se aprende”. Vieja de mierda. Levanté el volumen del equipo
de audio para ahuyentarla. Ahora sí, el clonazepam estaba haciendo efecto.
Recobraba mi habilidad, y poco a poco el circuito comenzaba a tomar forma:
cables, temporizador, bloques plásticos compactos. Pero el ruido de fondo no
cesaba: la vieja arpía se salía con la suya.
Debía tomar un descanso. Un poco de aire fresco me caería muy bien.
En el jardín, Santi jugaba con sus autitos. Pasé silbando a su lado, fingí
ignorarlo. Me detuve y me agazapé. Santi se acercó por detrás y me cubrió los
ojos con sus manitos.
En el garaje, el detonador rodaba y los filamentos de mercurio vibraban
cerrando el circuito.
Ni siquiera un novato hubiese olvidado colocar el estabilizador.
III
¡Piedra libre para Santi y Mikel! grita una voz dentro de mí.
Y es la señal de que he perdido el juego. Otra vez.
160
ETÉREO
Mi nombre es Azael.
Nadie sabe que existo. O si lo saben, ni los de allá arriba ni los de allá
abajo quieren admitir que soy tan real como ellos. Nadie quiere admitir que
sobrevuelo entre los mortales más que ningún otro ser etéreo; y por más que
odie decirlo, les doy la razón. ¿Por qué?
Es por mi deber.
Yo, soy el ángel de los suicidas.
Lamento quebrar sus expectativas, pero hagan a un lado la primera im-
presión. No evito que esas almas dejen sus cuerpos por propia voluntad. Yo
me encargo de esperar a que se liberen. Luego las sopeso, las paso entre mis
manos, y decido que hacer con ellas. Por algo habían decidido dejar su anterior
existencia, y eso no es algo que pueda tomarse a la ligera.
Dicho esto, ya sabrán por qué nadie habla sobre mí. Es obvio que a los
humanos les generaría aversión saber que un ángel hace un trabajo tan dudoso.
Cuando alguien está al borde de su final, me presento como una exha-
lación. Cruzo un par de miradas con la Muerte, y entonces entramos en el
momento decisivo. Debemos enfrentarnos para saber quién de los dos se queda
con el alma del suicida.
La Muerte me observa desde sus ojos oscuros. Con una mano huesuda se
arranca una pluma negra. Yo hago lo mismo con una de mis plumas rojas, y la
dejo flotando en esa distancia solemne que hay entre nosotros.
La muerte espera.
Yo espero.
Segundo a segundo, una vida elige extinguirse. Las plumas no parecen
hacer nada especial hasta que una de las dos desprende una gota de sangre. La
gota se estrella contra el piso.
Esta vez, perdió la Muerte.
La sangre derramada demostró que pese a sus cientos de milenios de
disciplinada frialdad, todavía quedaba en ella la sombra de una luminosa
humanidad.
Victorioso, procedí con mi trabajo mientras ella se disolvía en el aire tal
como había llegado.
162
Según la pantalla gigante del LCD hoy es un día soleado; pero, como mi
casa quedó incrustada entre dos edificios inteligentes, siento que me cubre la
sombra de los avances tecnológicos...
Estoy inquieto, ¡no aburrido!, pero sí inquieto; no hay manera ni argu-
mentos para aburrirme en esta casa, donde nací y he vivido y vivo todas las
lecciones de la vida (con alegrías y tristezas); y donde siempre encuentro algo
para hacer.
Para saciar mi inquietud me esfumo de mi lugar común, me deslizo sigi-
losamente entre los muebles y vuelo al desván donde aprovecho para limpiar y
acomodar algunas cajas, entre las cuales encuentro una con fotos que me sirve
para revivir hermosos recuerdos; recuerdos que flotan junto a mí ayudándome
a disfrutar el presente...
Veo una foto del viejo patio, con el piso de ladrillos y la glicina apoyada
sobre una glorieta, observo a mi Abuelo parado, portando su bicicleta junto
a mi Abuela que luce un batón oscuro, y... varios enanitos (criaturas) que los
rodean, entre los cuales está mi hermano, unos primos y también yo. Veo y
me imagino escuchar la campanita que anunciaba la presencia de alguien en
la puerta de alambre de la entrada.
En frente del patio, sobre la vereda que da a la zanja de la calle de tierra,
había dos árboles que se transformaban en un arco de fútbol y donde Buticce
(mi ídolo de aquel momento) cada vez que le hacían un gol tenía que ir a bus-
car la pelota entre las flores del jardín de la Abuela y, por supuesto, tenía que
bancarse los retos de la Abuela primero y de la Madre después...
Sigo ordenando fotos y encuentro una que me trae las imágenes de un
cumpleaños, era el festejo de los 18 años de mi hermano mayor.
Algo que movilizó a toda la familia, a todo el barrio... Los tachos de 200
litros cargados con Crush, Coca, cerveza Quilmes y sidra, desbordados por
los pedazos de las barras de hielo gigantes partidas a mazazos.
El patio cubierto con las lonas del camión del Tío, y todos bailando al
ritmo de los LP de Música en Libertad y del Cuarteto Imperial que brotaban
del WINCO a todo volumen...
166
LA OTRA OPCIÓN
¿Y usted qué cree, Sánchez, que yo estoy acá por mero gusto personal?
La duda me apretó siempre la garganta y quiero evitar un edema de glotis,
decía mi amigo D’Amico, con la mirada atenta a todos los movimientos de la
exposición, y con esa extraña descortesía para con un evento semejante. Y yo
pensé que se venía una confesión de hipocondríaco en una galería de arte. Lo
que definimos, decía, como proyección de una imagen para capturarla a través
de una cámara no es más que apoderarse de la realidad y reducirla a una lente.
Es el poder que ejerce el hombre, mi querido Sánchez. Sí, como lo escucha, el
poder tiene una diversificación casi inimaginable. ¡O usted cree que el poder
es privativo de políticos y eruditos! No, no se equivoque, Sánchez. El poder
está instalado en la esencia misma del ser humano; a veces se disfraza de soli-
daridad, otras, de discurso, y en ocasiones como estas, de fotografía. Sírvase
el vinito que le ofrecen y acérquese. Yo no bebo, cuido mi hígado. Aproveche,
usted, me dijo. Mire esta foto, continuó ¿Ve usted lo mismo que yo? Lo supo-
nía: un niño en cuclillas. Sí, muy humilde, estamos de acuerdo. Esa camisa
despojada color marrón que apenas le cubre las rodillas lo indica todo. No,
no está abotonada. Es como si se la hubiese puesto para no salir desnudo y
presiento que, debajo de ella, si el niño se incorpora un poco asomarían las
costillas. Pero no se incorpora; sólo mira las migajas de pan caídas en el piso
que le quedan por comer. Sí, por supuesto que tiene su atención puesta ahí,
diría yo que el estómago, más que la atención. ¿No le parece? Y me indica,
usted, Sánchez, que ignora el lugar donde se encuentra el niño. Un piso de
cemento ya deteriorado, supongo que por erosiones climáticas; y si se tratara
de eso puede contextualizarse en cualquier lugar del mundo. Me dice que el
piso está así por abandono de poderosos. Puede ser. Y de poderosos era que
estábamos hablando. Pero mi observación apuntaba hacia otro lado. Si ese niño
en cuclillas con camisa despojada, desprendida, que apenas le tapa las rodillas
y deja ver sus cobrizos pies descalzos sobre un piso de cemento erosionado por
el clima o dejado al abandono por los poderosos, osara levantar la cabeza y lo
mirara a los ojos, a usted, fotógrafo, póngase en ese lugar, hágame el favor....si
él lo mirara: ¿qué leería, Sánchez, en esos ojos?... ¿Qué interrogante aparecería
en esa mente frente a la lente firme y con dirección hacia un solo destino? No
me corra con otra pregunta y no me diga que el interrogante lo tiene usted.
Ese chico sabía que le estaban tomando la foto. ¡Pero cómo que no! Sí, lo
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La Chamana elevó las ofrendas al cielo y las arrojo al fuego. Temblaron las
entrañas de la montaña, una ráfaga de viento huracanado se coló en la caverna,
este pequeño huracán toco tierra a los pies de Nahuela, quien serenamente mi-
raba lo que sucedía. A sus pies vio un cofre, sintió algo frió que colgaba de su
cuello y daba suaves golpecitos a la altura del corazón, era una llave.
La Chamana le indicó que usara la llave para abrir el cofre.
Así lo hizo, tomo con manos temblorosa la llave y la deslizo delicada-
mente en la cerradura, giro la llave, inspiró profundamente y levanto la tapa.
Una brillante luz dorada la cegó por unos momentos, luego pudo distin-
guir en el fondo del cofre dos objetos, los tomó y los llevó ante Bazalinda
B: –Querida Nahuela ¿qué tiene ahí m´hija?
N: –Es una piedra verde y un sobre.
B: Tomó la piedra entre sus manos y le dijo: –Este es tu Don... Ketrawe te
ha entregado el “Don de Sanar Corazones”.
N: –Pero Bazalinda, yo solo sé de plantas... ¿Y si no puedo cumplir lo que
me pide la Gran Señora?
B: –Tranquila abre el sobre y lee.
Nahuela, entre lágrimas, abrió el sobre; para su sorpresa era una carta de
su madre. Que decía así:
Querida hija, qué feliz estoy de que leas estas palabras, estoy bien. Estoy
contigo a cada paso. No temas, has recibido el Don de Sanar Corazones, yo
lo recibí también a tu edad en este lugar pero por miedo decidí guardarlo,
cuando el Gran espíritu me anuncio tu venida al mundo, me previno que no
te vería crecer, y que serías tu quien habitaría el Don.
Estas bendita hija, no temas. Cuando me necesites toca tu pecho y escucha.
Con Amor Mama.
Enjuagando sus lágrimas irguió su pecho y mirando a Bazalinda a los ojos dijo:
N: –Acepto habitar el Don.
Al decir esto una Estela de luz, iluminó la caverna y elevándose se con-
virtió en estrella.
Cuenta la leyenda que desde ese día Nahuela dejó de ser una niña diferen-
te. Desde ese día caminó por el Valle Grande ayudando y sanando corazones.
Desde ese día la llamaron India Blanca Mujer Medicina.
También cuenta la leyenda que, cada estrella del firmamento nace cuando
una mujer acepta habitar su don.
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Prólogo. .......................................................................................................... 7
Fernando Aiduc - Un viernes por la noche .................................................. 9
María Elvira Alvarez - A destiempo ..........................................................11
Teresa Amitrano - Como acequia del desierto .......................................... 12
Tomás Alva Andrei - Lejos de mis manos ....................................................14
Ana Belén Bedetti - Tres .............................................................................16
Facundo José Beltrán - La pared de hielo ..................................................17
Jorge Benito - Tantos .................................................................................. 19
Marcos Bongiovanni - Giovanni morapio, poeta menor ............................ 20
Fernando Bustos Odzomek - Ayer vi a Claudia en el subte ....................... 22
K aren Abril Cáceres Aguirre - Funeral ................................................... 24
Daniel Calcagni - Dimensiones .................................................................. 25
Elsa Fabiana Cantero - Celos y fracaso ..................................................... 26
María Claudia Capelli - La muchacha en el río ........................................ 28
Silvia Beatriz Cecchi - Dolor ..................................................................... 30
María Mercedes Chasampi - La humana .....................................................31
Cristian Nicolás Chazarreta - El caserón maldito ................................... 32
Flavia Ciarlariello - Correspondencia ..................................................... 34
Verónica Civale - Mister Black ................................................................... 36
Marcelo Colussi - Arenga ........................................................................... 38
Juan Manuel Cuello - La moneda ............................................................. 39
Ana Maria Damico - Un cuento maravilloso ...............................................41
Nora Ángela Dantas - El Arte y Yo ............................................................ 43
Ana Clara Del Teglia - La carta de amor más bella ................................ 45
Lidia Dellacasa - El apuntador .................................................................. 47
Juan Andrés Duro - Carlos y Boxer ........................................................... 49
Heriberto Victorio Etcheverry - La procesión ......................................... 51
Walter Francisco Faul - Reencuentro anacrónico .................................... 53
Zulma Fedrizzi - Bicicleta de bruma ........................................................... 55
Osvaldo Fernandez - Persecución .............................................................. 57
Silvana Ferrari - La figura en la tormenta ................................................ 59
Carlos Ferreyra - Soledad ......................................................................... 61
Sonia Figueras - Cita en “el catedrático” ................................................... 63
Virginia Fontela - La Odisea de Ernesto ................................................... 65
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