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Las invasiones germánicas del siglo V

Introducción
El tema del presente trabajo hace referencia a las invasiones germánicas que afectaron al
Occidente europeo desde la época del Bajo Imperio, especialmente entre los siglos II y V.
Período decisivo en la historia de Occidente que sería imposible de comprender y de explicar
si no se considera la ocupación del territorio romano por los distintos pueblos que de manera
general agrupamos como “germánicos”. Las principales causas y consecuencias a nivel
económico, social, político e ideológico serán abordadas a lo largo de este trabajo que estará
dividido en cuatro secciones: la primera es una aproximación general a las causas de la crisis
del siglo III en Roma y sus más importantes transformaciones; la segunda es una descripción
de los principales movimientos de los pueblos germánicos sobre el territorio romano; la
tercera es una exposición del mapa político de Occidente luego de las invasiones con la
conformación de los reinos romano-germánicos; y por último, un acercamiento general a las
características centrales de estos reinos bárbaros considerando lo jurídico, político,
económico y religioso.
Por otro lado las valoraciones historiográficas acerca de este hecho se han dividido entre
quienes atribuyen una significación decisiva a los pueblos germánicos en la formación de la
temprana Edad Media, sobreestimando la importancia de las invasiones, y quienes, por el
contrario, consideran más importante la tradición romana y perciben su influencia sobre el
período que siguió a la caída del Imperio romano de Occidente, disminuyendo la
trascendencia e importancia de las invasiones. Otra cuestión sin resolver tiene que ver con el
grado de responsabilidad de las invasiones bárbaras en el proceso de desarticulación de todo
el sistema imperial romano. Dividiéndose las explicaciones entre quienes creen que las
invasiones bárbaras fueron el hecho primordial que signó la caída de Roma y quienes por otro
lado privilegian otros factores como la difusión del cristianismo o las periódicas crisis
financieras de Imperio.

Crisis de siglo III


El punto de partida de este trabajo, es, como dijimos anteriormente en la introducción; la
sociedad mediterránea antigua, tal como se configuró en el Imperio Romano. Ésta había
aparecido como una civilización de ciudades que dominaban al campo. Las ciudades antiguas
eran principalmente centros consumidores. Allí no solo vivían los grandes propietarios de
tierras sino también amplios sectores de la población (esclavos, libertos, asalariados libres,
comerciantes, etc.). En cambio, se considera generalmente que el campo fue esencialmente
un centro productor donde se concentraban los grandes latifundios esclavistas. La utilización
permanente y directa de mano de obra esclava fue el sostén básico y fundamental de la
economía romana, así como de su poderío y de su cultura. En todos los casos, los beneficios
de la explotación agraria revertían sobre todo en la ciudad, mejorando la calidad de vida de
las familias aristocráticas. Sin embargo Roma explota sin cesar, ya que hay muy pocas
innovaciones técnicas desde la época helenística. Por lo tanto la productividad del trabajo
apenas varió durante la época romana. A pesar de todo, la inversión en tierras era casi
siempre rentable ya que los costos de explotación eran relativamente bajos: una o dos
personas podían controlar fácilmente miles de esclavos. Esta enorme cantidad de mano de
obra esclava fue suministrada por la espectacular serie de campañas militares que dieron a
Roma el control del mundo mediterráneo.
Presenciamos a su vez en la estructura romana una sociedad política en la que el Estado
ejercía una autoridad de tipo público, basada en una Ley y un Derecho universales, a través
de los cuatro instrumentos que tiene el poder: fiscalidad, milicia, justicia y control de sus
funcionarios. No menos importante, existe una actitud religiosa caracterizada por el
politeísmo y la tolerancia de cultos. Toda esta gran obra que fue la civilización romana se vio
erosionada por presiones tanto internas como externas que provocaron la crisis del siglo III, y
tuvo como consecuencia el surgimiento de un nuevo modelo de sociedad.
La crisis fue total, y se puso de manifiesto en la catastrófica situación política exterior del
Imperio. Si bien es del todo imposible reducir a un simple denominador común las causas de
la crisis del Imperio Romano, es plausible considerar la creciente presión de los bárbaros
sobre las fronteras del Imperio como un factor decisivo que desencadena la crisis: las
invasiones bárbaras encontraron al Imperio Romano en un momento en que sus debilidades
comenzaron a hacerse más agudas, y lo golpearon con una dureza para la que no estaban
debidamente preparadas las estructuras internas de Roma. Este desajuste se ponía de
manifiesto en que el Imperio habría precisado de más soldados que antes en una época como
esta de ataques constantes desde el exterior, de más dinero y de más productos, y de una
mano de obra esclava más abundante. Todos estos factores son relevantes a la hora de
analizar la crisis.
En los años comprendidos entre 235 y 284 los romanos sufrieron repetidas derrotas que les
infligieron los invasores persas y germanos, a lo que se sumó la secesión de varias provincias,
una crisis financiera que redujo notablemente el valor del denario, guerras civiles y
usurpaciones del poder que fueron prácticamente ininterrumpidas durante este período. Los
francos y otras tribus germánicas asolaron repetidamente la Galia y llegaron con sus saqueos
hasta Hispania, los alamanes marcharon sobre Italia, los godos cruzaron el mar para saquear
el Asia menor, etc. Estas incursiones tempranas van a dejar campos devastados, ciudades en
ruina y un descenso demográfico, además los campesinos (colonos) buscan cada vez mapas el
amparo de los grandes propietarios. Y a su vez, la miseria campesina se transforma en
levantamientos como los bagaudas galos en los siglos IV y V.
Paralelamente se visibiliza la inclinación de Roma hacia Oriente con la fundación de
Constantinopla por parte de Constantino (324-330). También la monarquía romana se
orientalizó: de Aureliano en adelante el emperador reclamó arbitrariamente la adoración
como un dios. Por último durante la crisis el antiguo sistema de valores y referencias: el
tradicionalismo, la ética política y el culto al emperador ya no bastaban para infundir ánimo y
orientación moral a una sociedad agotada por el hambre y las guerras. Fue así que crecieron
día a día en el seno del Imperio religiones provenientes de Oriente. Éstas prometían no solo
consuelo y salvación sino que también satisfacían necesidades teológicas, morales y litúrgicas
más profundas. De esta manera bajo la renovación constantiniana los emperadores estarán
bajo la tutela del Dios nuevo de los cristianos.
En síntesis, los rasgos más destacados de esta crisis fueron: el debilitamiento de las
ciudades, la ruralización de la vida, revueltas sociales, amenazas de los bárbaros y difusión
del cristianismo.
Invasiones germánicas al Imperio Romano
El tiempo que siguió a la crisis del siglo III se denomina Bajo Imperio. Se trató de una
directa continuación de aquel proceso de transformación iniciado durante la crisis. La
declaración de confesionalidad cristiana del Imperio Romano en el año 380, su partición entre
Oriente y Occidente y la entrada de pueblos germanos en el 406 sirven de umbral para esta
sección del trabajo.
Antes de comenzar a resumir en líneas generales los desplazamientos de los germanos en
el Imperio hay ciertos aspectos de las invasiones del siglo V que tienen una importancia
especial. En primer lugar las invasiones son casi siempre una huida hacia delante. Los
invasores son presionados por algo más fuerte y amenazador que ellos (por ejemplo los
hunos) y su aspiración era hallar un lugar en donde instalarse y desarrollar una agricultura
sedentaria combinada con la ganadería vacuna. En segundo lugar, relacionado con lo anterior,
los bárbaros que se instalaron en el siglo V en el Imperio Romano ya no eran esos pueblos
jóvenes y “salvajes”, salidos de sus bosques donde la vida es dura según lo retratado por los
autores romanos de la época. Ya habían tenido contacto con culturas y civilizaciones, de las
que aceptaron sus costumbres, artes y técnicas sea del mundo iranio, asiático e incluso
grecorromano. Poseían técnicas metalúrgicas avanzadas: arte del cuero, orfebrería, etc.
Además a pesar de que una parte de las invasiones bárbaras había permanecido pagana, otra
se había convertido al cristianismo. En efecto, los godos fueron los primeros en iniciar el
proceso de conversión a la religión cristiana predicada por el obispo arriano Ulfilas.
Los godos entraron al Imperio en el año 376 presionados por los hunos y cruzaron el río
Danubio. Los godos fueron aceptados por el emperador, pero dos años más tarde, en el 378,
infligieron al ejército imperial oriental una sangrienta derrota en Andrinópolis (actual
Turquía). La derrota y la muerte del propio emperador Valente en el campo de batalla fueron
decisivas para que su sucesor, Teodosio, estableciera un pacto con los godos. La situación se
serenó durante catorce años pero en el 396 la entrada de los hunos en la cuenca de Panonia
perturbó la existencia de otros pueblos germanos, que, a su vez, presionaron y entraron en el
Imperio. Y así se abrió un período de grandes dificultades para el Imperio occidental,
gravemente agudizadas cuando a finales del 406 una confederación de tres tribus germanas
(suevos, vándalos y alanos) cruzaron el Rin y dieron inicio a una devastadora invasión de la
Galia. Tras aquello, ya siempre hubo ejércitos germanos dentro de las fronteras del Imperio,
que paulatinamente fueron adquiriendo más poder y territorios.
En unos pocos años, en el 410, los visigodos habían saqueado Roma al mando de Alarico.
En términos militares y de pérdida de recursos, este suceso tuvo poca repercusión y desde
luego no implicaba el fin inmediato del Imperio occidental. Pero Roma seguía siendo en la
mente de los romanos el bastión de la civilización. La respuesta inicial a las noticias del
saqueo de la ciudad fue de aturdimiento y desconcierto. Muestra de ello es la reacción
registrada por Jerónimo, que vivía en Palestina:
“La más brillante luz del orbe entero se ha extinguido; le ha cortado, de hecho, la cabeza al Imperio Romano.
Por así decirlo claramente, el mundo entero ha muerto con una ciudad. ¿Quién habría pensado que Roma, que se
edificó sobre victorias sobre el mundo entero, iba a caer de forma que se convirtiera a la vez en madre y tumba
de todos los pueblos?”
La caída de Roma, sin embargo, no supuso el final del Imperio. Así que la respuesta
cristiana a este hecho tuvo que ser más sutil y sostenible que la consternación de Jerónimo.
La respuesta más clarividente y sofisticada a este problema la ofreció San Agustín de Hipona,
que en el 413 (inicialmente como reacción directa ante el saqueo de Roma) empezó su
monumental obra La Ciudad de Dios. Para San Agustín, las invasiones podían ser tanto un
instrumento que permitiera a otros pueblos conocer la verdadera fe como una prueba que
recordara a los cristianos que no debían poner su esperanza en la ciudad del hombre (terrenal)
sino en la celeste (la de Dios).
Dado que la situación militar del gobierno imperial era débil en el siglo V para aplacar a
los invasores germanos. Los romanos firmaron tratados con grupos concretos concediéndoles
a cambio de una alianza, un territorio donde establecerse. Tenemos registrado un acuerdo de
este tipo con los visigodos a quienes se les dio una parte de Aquitania. Ello supuso el
reconocimiento imperial del primer “reino” bárbaro de Occidente, que veremos más adelante.
Sin embargo la solución del problema visigodo no evitó que otros pueblos germanos
continuaran con sus desplazamientos. Sobre el Imperio de Occidente se cernían dos amenazas
graves: la primera venía del sur y eran los vándalos. Habían cruzado en el 429 el estrecho de
Gibraltar recorriendo África y un año después conquistaron Cartago. El dominio del litoral
norteafricano permitió interrumpir las relaciones marítimas entre Roma y el norte de África.
Incapaz de dominarlos el emperador accedió con los vándalos a realizar un nuevo acuerdo, de
esta forma nacía un segundo “reino” bárbaro.
La segunda amenaza vino de norte y la protagonizaron los hunos. Al frente de ellos se
encontraba su jefe más famoso: Atila. Éste había unificado hacia el 434 a las tribus mongolas.
Dispuestos a lanzarse, avanzaron hacia el oeste, cruzaron el Rin y se internaron en la Galia.
Pero en el 451 el ejército occidental comandado por el general Aecio le detuvo en la batalla
de los Campos Cataláunicos. El Imperio huno se deshace y las hordas se repliegan hacia el
este tras la muerte de su jefe, Atila, en el 453.
Sin embargo la desaparición de la amenaza de los hunos pareció dejar sin funciones al
Imperio, ya que en la práctica los jefes bárbaros mandaban, y desde 455, en que murió
Valentiniano, dispusieron del trono para otorgarlo a sus protegidos. El Imperio no era sino ya
una sombra, y en el 476, Odoacro, jefe hérulo, del conglomerado huno, depuso al emperador
Rómulo Augústulo y envió las insignias imperiales a Constantinopla. Con ese gesto
desaparecía el Imperio Romano de Occidente. En su lugar, una serie de reinos bárbaros
parecían heredar su autoridad y legado.
Los reinos romano-germánicos
A causa de las invasiones, el mapa político de Occidente adquiere una fisonomía
radicalmente distinta, originada por la disgregación política de la antigua unidad imperial.
Pues al final del siglo V no quedaba nada del antiguo Imperio de Occidente, sino un conjunto
de reinos autónomos, generalmente hostiles entre sí y empeñados en asegurar su hegemonía.
En general, cada pueblo había tendido a concentrarse en un espacio lo que le permitía
asegurar el dominio de la minoría de sus guerreros sobre la mayoría de la población
provincial romana.
De estos reinos no todos tuvieron la misma importancia, ni subsistieron todos durante el
mismo tiempo. Algunos de ellos desaparecieron rápidamente y otros en cambio perduraron
durante largos siglos. Los destinos de los reinos se fraguaron en la combinación de cuatro
factores: a) los germanos, con la dificultad de acomodar sus bandas a los territorios, con una
monarquía en proceso de consolidación y con una desigual actitud de respeto o rechazo hacia
la herencia romana; b) los romanos, con su pérdida de sentido del territorio y la autoridad y
su diferente convicción respecto a su propia tradición cultural; c) la Iglesia, que se dispuso a
aceptar la germanidad, siempre que fueran bautizados; d) el Imperio Romano de Oriente, ya
convertido en Imperio Bizantino. La mezcla de estos cuatro elementos en proporciones
desiguales en cada uno de los territorios contribuye a explicar la variedad de sus destinos.
De un lado estaban aquellos reinos que dejaron escasas huellas en el espacio en que se
instalaron: vándalos, suevos, ostrogodos y lombardos. De otro lado, los que constituyeron el
embrión de futuros desarrollos nacionales: francos, anglosajones, o fijaron una larga memoria
de unidad perdida como los visigodos.
Los primeros en desaparecer fueron los reinos de los suevos y alanos, que cayeron bajo los
golpes de los visigodos. A éstos últimos se debió también la emigración de los vándalos, que
salieron del sur de España y establecieron un reino en el norte de África. Desde allí, como
dijimos anteriormente, interrumpieron el abastecimiento y tráfico marítimo de Roma y
acabaron por saquear su capital. Las acciones de los vándalos fueron producto de un
deliberado germanismo, enemigo a muerte de la romanidad y del catolicismo, y terminaron
por provocar la desarticulación total de las estructuras económicas y políticas de la antigua
provincia norteafricana. En el año 534, las tropas bizantinas enviadas por el emperador de
Oriente Justiniano acabaron con el reino de los vándalos. Tras su desaparición solo quedó un
gentilicio que aún hoy sigue siendo sinónimo de barbarie. Estos estados (suevos, vándalos y
alanos) dejaron poca huella en los territorios sobre los que se establecieron.
Cosa distinta ocurrió con el reino de los ostrogodos que aunque fue efímero influyó
notablemente en su época y constituyó en cierto modo un modelo para sus vecinos. Fundado
por el caudillo ostrogodo Teodorico en el 493, el reino ostrogodo se instaló principalmente en
el norte de Italia. Teodorico, miembro de una de las parentelas más distinguidas de los godos
y defensor de la tradición romana, aseguró su prestigio a ojos tanto de los restantes pueblos
germanos como del Imperio de Oriente. Más tarde, su ascendiente respecto a otros reyes
bárbaros comenzó a suscitar recelo entre los bizantinos, sumado a que su tolerancia a la
mayoría católica de Italia y su respeto por la tradición romana no eran compartidos por
algunos de los jefes ostrogodos.
La hostilidad contra la población romana creció poco a poco y el Imperio Bizantino, que
había adquirido un renovado esplendor con Justiniano, emprendió una larga campaña contra
el reino ostrogodo que terminó, al cabo de veinte años, con su caída. La Italia se transformó
entonces en una provincia bizantina y el reino ostrogodo no dejó sino la huella de una sabia
política de asimilación con los sometidos, que trataron de imitar en diversa medida los reyes
bárbaros de los otros estados romanogermánicos.
También fue efímero el reino burgundio, que se manifestó como el más afín con el
Imperio. También allí los reyes trataron de asimilar a los dos grupos sociales en contacto
(conquistados y conquistadores) y su legislación es la prueba de ello. Pero el reino burgundio,
que estaba limitado a la Provenza, era demasiado débil para resistir los ataques del pueblo
franco, que instalado en la Galia septentrional, trató luego de reunir toda la región bajo sus
dominios. De esta forma, uno de los hijos de Clodoveo (rey franco) consiguió apoderarse de
la Provenza en el 534, anexándola a sus dominios.
No menos efímero fue el reino de los lombardos, que se había instalado en Panonia hacia
el año 520, cuando sus antiguos ocupantes habían avanzado hacia el oeste. Pero a su vez, la
irrupción de los ávaros los obligó a buscar refugio en la arruinada Italia. Los lombardos
carecían de influencia romana alguna, hasta su organización política seguía basada en la
existencia de bandas dirigidas por jefes guerreros y no en una monarquía propia de los otros
reinos germanos. Bajo estas condiciones administrativas de los ostrogodos, sumado a la
presión de los bizantinos y con el poder papal emergiendo en Roma, la realidad mostraba una
aguda fragmentación política del espacio italiano.
Como retaguardia, el reino visigodo duró más tiempo. Extendido al principio sobre la
Galia y Espala, se vio circunscripto a esta última región tras la derrota que sufrió en el 507
frente a los francos. Su capital fue desde entonces Toledo. Los visigodos constituían el
pueblo más romanizado de los que habían entrado en el Imperio Romano, ya que habían
pasado más de un siglo recorriendo las tierras del Imperio y familiarizándose con sus
estructuras. Una vez que se instalaron en la península ibérica, comenzaron a integrarse con la
población provincial. Los síntomas de la fusión de ambas sociedades fueron: los matrimonios
entre visigodos e hispanorromanos, un único sistema administrativo y judicial y la defensa
del territorio tanto frente a los francos que atacaban los Pirineos, como frente a las tropas
bizantinas de Justiniano, que en 554 consiguieron instalarse en algunos territorios como
Murcia y Andalucía oriental, y al cabo de un tiempo los visigodos lograron expulsar. El reino
subsistió hasta principios del siglo VIII en que sucumbió a causa de la invasión de los
musulmanes victoriosos en la Batalla de Guadalete, tras de la cual ocuparon el territorio
visigodo (713).
También podemos mencionar a los reinos bretones, compuestos por anglos, sajones y
jutos, que fundaron numerosos estados autónomos, pero muy pronto se agruparon en tres
núcleos bien definidos: Northumbria, Mercia y Wessex, que se sucedieron en la hegemonía
hasta el siglo IX, momento de las incursiones vikingas.
En cuanto al reino franco, fundado por Clovis, se repartió entre sus descendientes a su
muerte (521), y surgieron de él varios estados que lucharon frecuentemente entre sí y fueron a
su vez disgregándose en señoríos cuyos jefes adquirieron más y más autonomía. La dinastía
de Clovis, conocida también como dinastía merovingia, mantuvo el poder tras la muerte de
Clodoveo, pero vio decrecer su autoridad debido a su ineficacia. Poco a poco, desde fines del
siglo VII, adquirieron mayor poder los condes de Austrasia. La condición de frontera de este
reino frente a los bávaros otorgó a aquellos un poder militar y una autoridad política
superiores a los de los otros territorios. El predominio de estos condes de Austrasia empezó a
ser evidente, uno de los cuales, Carlos Martel, adquirió una gloria singular al detener a los
musulmanes en la Batalla de Poitiers (732). Su hijo, Pipino el Breve, depuso finalmente al
último rey merovingio y se hizo coronar como rey, inaugurando la dinastía carolingia, en la
que brotaría muy pronto su hijo Carlomagno, a quién se debió la restauración del Imperio de
Occidente, con algunas limitaciones.
En síntesis, en esta parte observamos el período que transcurre entre los últimos tiempos
del Bajo Imperio y la constitución del nuevo Imperio Carolingio (hacia el 800), caracterizado
por la presencia y desarrollo de los reinos romano-germánicos. En la próxima sección
veremos la fisonomía general de estos reinos en cuanto a lo político, jurídico, económico y
religioso. En general, todos estos reinos tuvieron que afrontar los mismos problemas
derivados de la ocupación de una antigua civilización en el que debían coexistir vencedores y
vencidos dentro de un mismo orden. El resultado de esta política puesta en práctica por los
conquistadores fue beneficioso, y de ella se asentaron las bases de la Edad Media occidental.
Los siglos que separan la crisis del siglo III de la coronación de Carlomagno había nacido un
nuevo mundo en Occidente, salido de la lenta fusión del mundo romano y del mundo
germano.
Los caracteres generales de Occidente tras las invasiones del siglo
V
Ese mundo medieval es el resultado del encuentro y de la fusión de dos mundos en
evolución. De una convergencia de las estructuras romanas y de los bárbaros en plena
transformación. El mundo romano, desde el siglo III al menos, se alejaba de sí mismo.
En cuanto construcción unitaria, no cesaba de fragmentarse. La desaparición del Imperio
Romano de Occidente en 476 dejó ver la existencia en su seno de varias regiones autónomas.
En ellas la autoridad imperial había sido sustituida por la de un rey germano y los recién
llegados contribuyeron a modificar el poblamiento, la actividad económica y la valoración de
los espacios agrícolas y ganaderos siguiendo una tendencia que, iniciada antes de su llegada,
se fortalecerá en los siglos VI y VII.
El carácter de las invasiones germánicas del siglo V fue muy complejo y contradictorio,
porque fue al mismo tiempo el ataque más destructor de los pueblos germánicos contra el
Occidente romano y el más conservador en su respeto hacia el legado latino.
Y si bien en la primera mitad del siglo V el orden imperial había sido asolado por la
irrupción de los bárbaros en todo el occidente, las tribus germánicas que hicieron pedazos al
Imperio Romano de Occidente no eran capaces de sustituirlo por un orden político
completamente nuevo.
En consecuencia, se apoyaban fuertemente en las preexistentes estructuras imperiales, que
de forma paradójica conservaron, en combinación con las estructuras propias de los germanos
para formar un sistemático dualismo institucional.
Políticamente, se constituyeron monarquías en las que la tradición estatal romana
desempeño un papel decisivo. El absolutismo del Bajo Imperio y las tradiciones jurídicas y
administrativas germánicas que lo acompañaban triunfaron poco a poco sobre las tradiciones
germánicas que por el momento empalidecieron, pero volverían a resurgir en la época feudal.
De esta manera la forma política y jurídica de los nuevos estados germánicos estaba fundada
en un dualismo oficial que legal y administrativamente dividía al reino en dos órdenes
distintos. Esto constituye una prueba clara de la incapacidad de los invasores para dominar a
la vieja sociedad y organizar un sistema político coherente que la abarcara. Los reinos
germánicos de esta fase eran todavía monarquías con inseguras normas sucesorias, basados
en los cuerpos de la guardia real o en los séquitos domésticos. Debajo de éstos se situaban los
guerreros y los campesinos del común, separados del resto de la población romana.
Por su parte la comunidad romana mantuvo su estructura administrativa y su propio
sistema jurídico. Este dualismo se encuentra presente sobre todo en la Italia ostrogoda, donde
se impuso un aparato militar germánico y una burocracia civil romana durante el gobierno de
Teodorico. Normalmente en este período subsistieron dos códigos legales diferentes,
aplicables a cada población: un derecho germánico derivado de las tradiciones
consuetudinarias (multas, jurados, vínculos de parentesco, juramentos, etc.), cuya práctica a
la hora de juzgar a un acusado no se basaba en las pruebas testificadas sino en la credibilidad
del reo, que dependía del escalón que ocupara en la jerarquía social. Los daños físicos
personales se sancionaban con multas, distintas aún para los mismos delitos, dependiendo del
estatus social del reo y de la víctima. A su vez la víctima tenía derecho a una indemnización
privada que podía revestir la forma de venganza por parte de parientes y allegados, ejerciendo
la ley del talión. Estas tradiciones, fueron también puestas en escrito. Así sucedió con el
Código de Eurico, texto legal de los visigodos, la Ley Sálica, de los francos, o la Ley
Gundobada de los burgundios.
También existía un derecho romano que se mantuvo un prácticamente sin cambios desde
el Imperio. Al mismo tiempo hubo pocas intenciones de alterar la legalidad latina que regía la
vida de la población romana. De esta manera en muchos aspectos las estructuras jurídicas y
políticas de Roma se mantuvieron intactas dentro de estos primeros reinos bárbaros.
En cuanto a la estructura económica, la instalación de los pueblos bárbaros en el Imperio
Romano no la modificó. Salvo en el caso de los vándalos, y en menor medida, de los anglos y
sajones, los recién llegados se adaptaron a las circunstancias de las regiones ocupadas.
Uno de los rasgos de los reinos que sucedieron al Imperio Romano fue la frágil
pervivencia de las ciudades que desde la crisis del siglo III estaban en decadencia a favor del
campo. Las ciudades desde ese siglo habían ido perdiendo población. Y con la población
perdieron sus funciones. Además fueron presas de incursiones y saqueos por el cebo de sus
riquezas acumuladas. Pero si las ciudades no pudieron reponerse fue porque la evolución
alejaba de ellos la población que había quedado. Y esta huida de las ciudades no era más que
una consecuencia de la huida de las mercancías que iban dejando de alimentar el mercado
urbano. Cuando la huida del dinero deja a la gente de la ciudad sin poder adquisitivo, cuando
las rutas comerciales dejan de irrigar los centros urbanos, los ciudadanos se ven obligados a
refugiarse cerca de los grandes centros de producción. Así es como se instalaron en el campo
en pequeñas unidades y reducidas aldeas, muchas de ellas integradas en las villae o grandes
explotaciones. Aquí, las invasiones bárbaras, al desorganizar las redes económicas, al
dislocar las rutas comerciales, aceleran la ruralización de las poblaciones.
La disminución de la actividad mercantil fue consecuencia de la desaparición de las
antiguas ciudades. Las rutas del comercio subsistían, aunque las calzadas se fueron
deteriorando. El comercio no solo disminuyó en cantidad sino que también cambió su
carácter. Ya no se trataba como en el Imperio de abastecer a la población de las grandes
ciudades, sino de proveer objetos pequeños de elevado valor: joyas, libros, marfiles, sedas,
etc, a una minoría de ricos. Este tipo de comercio que apenas utilizaba la moneda
caracterizaba los intercambios que se realizaban en el interior de los reinos bárbaros. Esto
sucedía por dos razones: por la tendencia a la autosubsistencia de las villae o grandes
explotaciones latifundarias y por la obligación de “dar, entregar y consagrar” los objetos
suntuarios como regalos.
Otro de los rasgos centrales en la fisonomía económica de Occidente durante este período
es la pérdida de importancia del ager (espacios cultivables) en beneficio del saltus (bosque).
Mientras que en el norte del antiguo Imperio Romano se afirmó un paisaje más boscoso y
ganadero, más rico en proteínas animales, manteca, cerveza y sidra. En el sur, la tradición y el
clima mediterráneos mantuvieron la hegemonía del cereal, la vid y el olivo. Sin embargo en
las dos grandes zonas se evidencia una explotación cada vez mayor del saltus (bosque),
propia de los germanos, donde se desarrollaban actividades como la recolección de frutos, la
pesca fluvial o la caza de pequeños animales.
La revitalización del campo explica la estructuración de la sociedad en torno a las
propiedades rurales. Esta tendencia había sido clara desde la crisis del siglo III y la prueba de
ello la constituyen las villas del siglo IV y V. Si bien la llegada de los germanos estimuló
algunos repartos de tierras en las zonas en que se establecieron, las aristocracias (romana,
germánica y eclesiástica) procuraron concentrar la propiedad de la tierra. Dentro de estos
latifundios se encontraban esclavos, siervos y colonos. Además las aristocracias disponían de
competencias militares, judiciales y fiscales que anteriormente eran públicas en manos del
Estado romano. Los dominios o villae se fueron configurando poco a poco como auténticos
señoríos.
Por otro lado un elemento que no debemos olvidar es el religioso, que en este momento se
caracteriza por la conversión ideológica de los germanos paganos al cristianismo por parte del
papado del siglo VI, en concreto, por la labor de Gregorio Magno en adelante.
Los paganos constituían un extenso grupo formado tanto por poblaciones del mundo
romano, a los que todavía no había llegado el mensaje de los obispos, como por los germanos
instalados en el antiguo Imperio, que habían traído consigo su propio panteón y conjunto de
creencias de carácter animista. Por lo tanto el mensaje de conversión de la Iglesia tendía a ser
mucho más simple, con la intención de que pueda ser entendido por las gentes de culturas
muy distintas. San Agustín ya había sintetizado los principios teológicos de la religión
cristiana en tres grandes aristas: el del misterio de la Trinidad y su papel en la historia de la
Salvación, el de las relaciones entre gracia, naturaleza y libre albedrío y el de los comienzos
de una teología de los sacramentos y del purgatorio.
A pesar de ello la simplificación del mensaje cristiano difundido por los misioneros
sumergió al cristianismo en cierta forma en un proceso de folklorización ​y germanización.
Además de transmitir el mensaje, el cristianismo incluía una declaración de fe personal en los
misterios nucleares de la religión y una representación mental y visual de la misma a través
del culto a los santos, la formalización de algunos sacramentos y la celebración de misa.
En cuanto a la declaración de fe, los misioneros proponían un Credo tal como se había
formado en el Concilio de Nicea del año 325. Esta declaración de fe se apoyaba en tres
instrumentos básicos. El primero es el culto a los santos, éstos eran hombres y mujeres de
vida ejemplar que en muchos casos se convertían en mártires de su fe, es decir habían
preferido la muerte a renunciar a sus creencias. Los fieles cristianos esperaban de los santos
la protección contra la desdicha y en última instancia el milagro. Su culto se generalizaba en
Occidente a través de las reliquias o veneración de las tumbas. El segundo instrumento de
apoyo a la difusión del mensaje cristiano fue la misa, el modelo de misa fue obra de los papas
de esta época, de León Magno a Gregorio Magno. A comienzos del siglo VII la misa había
alcanzado la forma de un canon fijo, con la selección de lecturas y la redacción de oraciones,
que la convertían en un verdadero compendio de la fe. El tercer instrumento con que contaron
los misioneros fue la formalización de algunos sacramentos, signos sensibles que dispensaban
la Gracia de Dios. Los sacramentos que tomaron forma de manera más prematura fueron el
bautismo y la penitencia.
Empero, la cristianización de los reinos bárbaros, pese al esfuerzo de los obispos, monjes y
misioneros, fue una empresa muy larga y ardua. Las circunstancias no permitían una
aceleración del proceso de evangelización. Los primeros pasos de esta conversión de Europa
comenzó con la de los suevos a mediados del siglo V, aunque más tarde estos regresaron al
arrianismo, una popular herejía durante este período. Solo con el bautismo de Clodoveo, rey
de los francos, hacia el año 490, puede hablarse de un primer empujón decisivo en la
catolización de los germanos. Un siglo después, la conversión del rey godo Recaredo en el
Concilio III de Toledo, revestía el mismo carácter para la España visigoda. En cambio, en
Italia, el proceso de conversión fue ralentizado por la irrupción de los lombardos en el 568 y
hubo que esperar un siglo para su conversión. Por otro lado, en Inglaterra, la presencia
anglosajona había arruinado la empresa evangelizadora. Con lo cual esta empresa se abordó
desde dos frentes. El noroeste, donde actuaban los monjes irlandeses y el sudeste donde
empezaron a hacerlo los monjes romanos, hasta que en el sínodo de Whitby de 664, ambos
grupos llegaron a un acuerdo en el que los monjes irlandeses se comprometían a aceptar la
autoridad de la sede romana y su liturgia.
Luego de ese acuerdo y tras algunas decenas de años aparece San Bonifacio, cuya tarea
fue doble: reformar la Iglesia franca, completando la expansión del benedictismo y difundir el
mensaje de Cristo más allá del Rin. Lo destacable de Bonifacio es que reconoció la
importancia del poder secular en la estrategia de evangelización: según él, sin el respaldo del
príncipe franco Carlos Martel, no se podría impedir los ritos paganos y el culto de ídolos en
Germania, verdadero problema que tuvo la Iglesia en esta época.

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