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1-

La peluquería está situada en una calle oscura, viciada por el humo de una fábrica que, aunque se
encuentra a cierta distancia, no deja de arrojar sus desperdicios a lo largo y ancho de la ciudad, de
tal modo que tampoco este oscuro callejón se salva de los efectos perniciosos de su sombra.
Indigentes, prostitutas y otros seres que no han sido anclados al tedioso devenir de la ciudad,
campan a sus anchas por los aledaños de estas calles siniestras, como planetas errantes sometidos a
una órbita demoníaca y criminal. El cielo, plomizo y asfixiante, se confunde con el humo de la
fábrica; los viandantes parecen trabajadores explotados en el suplicio de un horno industrial. Entre
ellos, camina un hombre de unos cuarenta años. Sus pasos son erráticos y dudosos; cada cierto
tiempo se detiene y mira a su alrededor, como si esperase, de algún lado, la llegada de un consejo o
de una iluminación, de una guía que pudiera aclararle hacia donde va, por qué va hacia allí, o por
qué sería mejor que retrocediese y tomase el camino que, en algún momento, podría haber
abandonado por equivocación.

El peluquero es un hombre de unos veinticinco años, de buen porte, rubio, alto, que va acompañado
a todos lados por una mujer quizá más joven, pero no menos bella, de senos voluminosos y cabello
largo que se pierde por la espalda. Corta el pelo a un anciano de unos setenta años: sus tijeras
parecen podadoras expertas sobre un campo de golf. El anciano cruza sus ojos con él de vez en
cuando, como pretendiendo asegurarse de que el peluquero no va a cometer un error y rebanarle una
oreja, o quizá simplemente dejarle un cabello suelto que le hará parecer ridículo delante de sus
clientes. El peluquero sube el volumen de la radio, guiña un ojo a su compañera y continúa con su
obra. Es como el encargado de mantenimiento de la apariencia, el supervisor de los fenómenos. Él
es el responsable de que los habitantes de la ciudad parezcan seres felices, piezas coherentes con
respecto del puzzle civilizatorio en el que viven. Todo sería mejor si también los mendigos, las
prostitutas de baja estofa y los delincuentes cuidaran su apariencia, vistieran a la mòde, se
esforzaran un poco más por arreglarse. Tal es la misión del peluquero- y no es poca-: conservar el
signo exterior a través del cual se manifiesta la esencia de la civilización. Ese signo es el que
comunica al extranjero, al otro, la fibra de la que está hecha el mundo que visita. Mediante ese
signo, sabemos desde fuera qué es lo que podemos esperar dentro.

Pero volvamos al hombre perdido en esta ciudad, hombre que no se sabe muy bien de donde viene,
que no disimula su inestabilidad, su falta de seguridad sobre el suelo que pisa. No se trata solo de
que se halle en una ciudad extraña- eso tampoco lo sabemos-; hay algo en él que sugiere una agonía
más profunda, una lucha interna en la que siempre sale perdiendo. Con angustia mira por doquier,
buscando algo, algo que no sabe muy bien qué es, pero que considera es determinante para su
existencia entera. Por otra parte, su apariencia es elocuente. Porta una camisa gris que se le escapa
por debajo de un jersey gris de lana, unos pantalones que se le caen hasta el suelo, un flequillo
blanco que se le escurre a través de la frente como queriendo huir de ella. Le pesa el cuerpo, de eso
no hay duda. Cada paso que ejecuta se asimila al del hombre herido en la batalla, al moribundo que
posee la certeza de que no llegará vivo al hospital. Su barba es más parecida a la de Moisés que a la
de un burgués de izquierdas del siglo XIX. La única diferencia con la del mendigo es que este
hombre parece bien alimentado, a pesar de las bolsas oscuras en sus ojos, y bien vestido, a pesar de
la sobriedad y el gris omnipresente de su ropa. Y entonces se detiene, ha visto algo, ha decidido
algo, y aunque le cuesta dar el paso- retrocede un par de veces hacia atrás-, toma carrera, como si se
tratara de un esfuerzo hercúleo, y penetra de improviso en la peluquería. Y una vez dentro, visible
ante los ojos innúmeros de los extraños que se hallan allí, duda de si entrar ha sido una idea feliz ,
intenta marcharse, pero es demasiado tarde, es demasiado tarde y además un muchacho rubio, con
una sonrisa de cabo a rabo y unos dientes blancos como la nieve, le ha invitado precisamente a
sentarse en una silla y él no puede, definitivamente no puede- no es capaz- de rechazar esa oferta.
Ni esa ni ninguna otra imaginable.

No hay duda, para este peluquero joven, que a pesar de su belleza y juventud, oculta un trauma
indefinible, lejano y oscuro, este hombre desgarbado debe ser un ejecutivo despedido, un hombre de
finanzas que ha debido discutir con su mujer. Quizá haya bebido, aunque de momento no encuentra
un signo que le lleve a la certeza sobre esta suposición. En cualquier caso, hay en él un aire de
grandeza, como la de un dios caído en desgracia. Seguro que puede arreglar esta situación: cortar
primero ese flequillo desbandado y arreglar esa barba precipitada sobre el abismo. No hemos de
tener miedo a las grandes catástrofes, no habrá una revolución si logramos dominar ese cabello
enloquecido y someter a la precisión y al dominio de las tijeras la barba selvática que ha puesto en
riesgo los cimientos de nuestra civilización. De nada sirve mirar más allá de los muros de la ciudad:
lo que se pueda ver es, en todo caso, indigno del pensamiento. Solo lo que sucede aquí es relevante
y, por ello mismo, todo debe ser sometido a las reglas de lo que sucede aquí, todo debe ser fielmente
esculpido a imagen y semejanza de las leyes de la ciudad. Un buen corte de pelo es, sin duda, el
mejor de los pasaportes para conquistar la felicidad en la civilización.
Nuestro hombre despistado se acurruca, mientras tanto, en el último sillón que da a un patio interior,
cubierto de trastos viejos de limpieza y tuberías, mientras escucha el rumor de la lluvia que
comienza a alborotar en la calle. Ha elegido ese sillón, el más lejano de la estancia, el más oculto,
para protegerse de la sensación de peligro que le viene de todas partes, desde luego también del
peluquero que ha tomado la decisión de dirigirle la palabra, pero también de ese anciano con mirada
siniestra que no cesa de ponerle los ojos encima, y también de esa muchacha joven que a pesar de
su hermosura oculta algo extraño, algo que no le gusta en definitiva, algo que le podría perjudicar.
Siente poco a poco cómo se hunde en los muelles del sillón, y piensa cómo le gustaría desaparecer,
como a través de un agujero negro, en ese mismo sillón, hundirse junto a la revista de moda que
hojea una y otra vez, pasando las páginas a través de las que circulan improvisadas modelos de
largas piernas, personajes de la farándula y otras máscaras, y él siente el sudor de sus dedos y la
perseverante ansiedad de quien se halla perdido, confuso y enquistado en una selva ignota y
peligrosa. Se fija entonces en el muchacho rubio, en el que habrá de ser su peluquero, para darse
cuenta entonces de que siente una profunda vergüenza ante él. Un muchacho de éxito, un hombre
joven que poseerá todas las mujeres que quiera, que está en aquella edad de la vida en la cual no
solo la inteligencia, la fuerza y la juventud le acompañan a uno, sino también ese deseo indefinido
de fuerza a través del cual el joven logra imponerse ante el mundo, establecer sus propias reglas y
formarlo conforme a su deseo e inclinación.

Y al contrario: frente a esa manifestación mística de la sexualidad, frente a esa potencia


insobornable de la felicidad juvenil, se halla él, un hombre maduro que se ha perdido- simplemente
sucede eso: se ha perdido- que en algún momento ha aparecido en esa avenida de esa ciudad como
si hubiera sido abducido- pero no lo ha sido- por una nave extraterrestre, un hombre al que le cuesta
más cargar con su sombra que con su propio cuerpo, que no puede mirarse al espejo- que ha
llegado a Ítaca, desde luego, pero no a una Ítaca cualquiera, sino a la Ítaca de la imposibilidad, del
freno, de la impotencia, del silencio: simplemente no puede ya opinar sobre nada, simplemente se
encuentra demasiado abajo como para poder levantar la mirada y reconocer la luz del sol. Y cuando
mira hacia aquello que una vez le dio fuerza- esa fuerza que ahora ve él en su rubio peluquero-
comprende que todo eso está ardiendo en un viejo páramo, junto a juguetes de la infancia oxidados
y desparramados, y ni siquiera él es el que prende la llama, él solo mira desde lejos cómo un pastor
ciego arroja la leña al fuego y cómo ese pastor, con el rostro oscuro a causa de la ceniza, intenta
mirarlo, pero no puede...
-Señor, es su turno.

Helena de Troya- ¿quién si no?, le conduce al lavabo, le sienta sobre un sillón rotatorio y pone sus
manos sobre su cabello. Él siente que esto es un pecado, a él no le pertenece recibir semejante trato,
pero antes de que pueda seguir pensando siente el chorro caliente de agua sobre su amargo cabello,
siente las manos sedosas jugando con sus folículos como un niño que ha recibido sus regalos de
Navidad y entonces, antes de que cualquier pensamiento pueda ponerse en medio para detener el
desastre, antes siquiera de que el peluquero tenga noticia sobre ello, antes de que la mirada abrupta,
moralizante del anciano pueda dar cuenta de lo que está a punto de suceder, y que de hecho ya ha
sucedido, adviene como un rayo una poderosísima erección.

2-

Pero la música ha desaparecido de la radio. La voz de un hombre grave- un hombre que podría estar
cansado, o simplemente con resaca- comunica que la gran revolución está próxima. Solo dura un
segundo: el tiempo necesario para que el mundo conozca que está a punto de celebrarse un gran
cambio. Pero ese segundo ha determinado ya una modificación sutil en la órbita de la tijera, la
cuchilla se ha desplazado menos de un milímetro a través de la oreja y ha penetrado en la carne
deteriorada del anciano. Esa oreja que ha escuchado durante más de setenta años, que ha tenido su
propia historia, una oreja que comenzó escuchando quizá los propios llantos de su dueño junto con
el ruido infame de los misiles en la Segunda Guerra Mundial, una oreja que pudo ser besada por
muchas mujeres, algunas de las cuales llegaron a formar su propia familia y otras se abandonaron a
los infiernos del alcohol, la soledad o la prostitución, una oreja embestida -quizá- por los continuos
llantos, exigencias y agresiones de un matrimonio infructífero, esa oreja tiene ahora la desgracia no
solo de escuchar el advenimiento de una revolución comunista, sino que además tiene que soportar
la herida siniestra de unas tijeras sobre su carne, y esto ya es demasiado, el anciano está a punto de
estallar, pero no estalla: agarra sus manos a la silla como si se tratase de un asiento en el avión que
va a atravesar un mar de turbulencias, y se esfuerza por no gritar. Ya hay otra muchacha, de todos
modos, que va a curar la herida, que se desliza como una serpiente a través de la peluquería- aunque
ahora parece un hospital- y que rápidamente coloca la gasa sobre ese anciano ante el que parece
sentir tanta compasión como miedo, y esto calma un poco el ambiente de guerra que se vive, esto
hace incluso que el peluquero, preso del pánico, pueda reclinarse un momento y secarse el sudor de
la frente.
Y entonces lo ve: ve la erección indeseable, monstruosa, criminal en el pantalón del 'ejecutivo
fracasado', ve el objeto que durante tanto tiempo ha intentado eliminar de su mente, que le ha
causado tantos problemas en la vida, y lo ve no directamente, sino a través de un velo, como Maya
y la filosofía india; y de fondo la revolución, la revolución y el sexo masculino, el sexo masculino y
la revolución. Todo junto ahí, y al otro lado, como desde lo alto de una mezquita, su madre, los
sermones del Domingo y el peligro del demonio. Todo ello junto en ese espacio, en esa pequeña
peluquería, es sin duda un exceso para él, pervierte el espacio común en el que es posible
desarrollar el espíritu - puesto que él siempre quiso eso: un mero trabajo, un horario de oficina, una
vida simple y sencilla- y sin embargo todo eso es terrible, es algo perteneciente a las brujas y a los
monstruos, la erección como si su causa estribase en el anuncio de la revolución venidera, esto sin
duda es mucho más de lo que él como peluquero está dispuesto a soportar. Pero no puede
manifestarlo. Ha de conservar la calma, ha de arreglarse ese cabello que, en cualquier caso, está
fuera de sí, y que, en ese su desarreglo, no hace sino evidenciar que la revolución es posible, que
definitivamente hemos perdido el control de nuestros actos, y que un virus mortal amenaza el
corazón de la máquina. Por eso era tan importante- y Elise estaba allí para darse cuenta y arreglarlo
de inmediato- curar la oreja de aquel anciano, que ahora parecía, de todos modos, venir de la guerra,
pero cuya herida había dejado de sangrar, porque Elise, con su gasa, había evitado que el pequeño
rasguño se convirtiera en una sangría, que el agujero se convirtiera en un abismo. Y por eso él
también se introducía en la habitación privada ahora, para mirarse al espejo y arreglarse el flequillo,
y con aquellos dedos suaves y delgados reparar su peinado, que ahora luciría mejor con el nuevo gel
que estaba colocando sobre su cabeza. Y de ese modo este peluquero arreglaba los estragos de la
guerra, curaba al enfermo y extraía, con un golpe de tijera, el virus que podía infectar el corazón de
esa sagrada máquina llamada civilización.

-Señor, ya está listo.

Pero nuestro hombre no está listo. Se encuentra tan confuso, tan perdido como el resto de los que
habitan aquella estancia. Como el anciano, por ejemplo, que aún se toca la oreja como para asegurar
se de que el corte no es grave; como la muchacha que le ha puesto la gasa, quien no deja de mirar al
anciano para asegurarse de que no abandone el lugar sin pagar primero; como el peluquero, quien-
no se sabe por qué- se ha marchado después de cometer el error que ha cometido y como Helena,
quien detuvo sus manos cuando se anunció por la radio la llegada inminente de la revolución. Y, sin
embargo, todo esto es verdad a medias. Porque frente a todos sus compañeros de la peluquería, que
han recibido la noticia como si se tratase de la erupción de un volcán, este hombre triste, gris y
perdido ha encontrado, de alguna manera, la esperanza que le va a permitir seguir viviendo o,
cuanto menos, poder mirarse al espejo de nuevo. Un cambio, como una ducha fría. Como el éxtasis
psilocíbico. Como un viaje. Todo esto era la esperanza de la revolución pero en otro nivel, en un
nivel espiritual, filosófico, existencial, vital en suma. No le importaba pensar que podía ser barrido
por esta fiera- todas las revoluciones son fieras- e incluso esperaba eso de ella: ser barrido, ser
renacido, ser bautizado por ella. No era una ilusión juvenil, una pasión madura, sino la esperanza
del moribundo al encontrarse a un samaritano en el camino que le promete drogarlo para que deje
de sufrir. Algo así, pensaba. En cualquier caso, el bautismo que iba a realizar la revolución sobre los
ciudadanos, era mucho más y mucho más significativo que lo que pudiera realizar sobre sí mismo, y
eso era muy importante para él. Pues la revolución es como el parto de la Historia, el embrión de un
nuevo mundo que arrastra consigo, como una tormenta, todo lo que era antiguo, todo lo que se
había difuminado y había perdido su densidad espiritual. Una nueva reescritura de la realidad, como
la de Adán y Eva poniendo los nombres a los animales, un nuevo aprendizaje desde cero, como el
niño que tiene que memorizar los números, las letras, el vocabulario. Todo eso prometía la
revolución en ciernes. Y él no la recibía con pasión romántica ni con convicción teórica, sino como
el Cristo ante Pilatos y su presentación ante el pueblo de Roma: 'He aquí el hombre'.

Y es que, en efecto, 'he aquí el hombre': el hombre que desprovisto, por fin, de todo amago de
ilusión y de sentido por vivir, desprovisto de todo afecto y compañía, desprovisto incluso de sí
mismo, ha llegado a convertirse en El Hombre- no por exceso de humanidad, sino por su falta
misma, no a causa de representar lo más valioso que hay en los hombres, sino a causa de una
vacuidad tan grande que podríamos decir justo eso, ' es un hombre', y poco más, o nada más, porque
nada más hay en él ni nada más se puede decir excepto que es un hombre, y en ese sentido es
universal- y este hombre, que sufre como Cristo ante Pilatos, pero que no sufre con pasión, sino con
la debilidad anímica del esclavo al que se le ha amputado la lengua, este hombre tiene ahora que
cortarse el pelo, ya se encuentra de hecho en la silla, y sin embargo, no puede mirarse al espejo- no
aún, quizá con la revolución cambie todo: en cualquier caso, él desea que la revolución se lleve
todo, también a él- y delante suya aquel camarero de París- bien podría serlo- aquel joven que acaba
de salir de su despacho provisto de energía pero al que aún le tiembla la tijera, pues hace no mucho
había herido la oreja del anciano burgués que se encuentra a su lado. Pero había una diferencia
fundamental, había un hecho innegable: y es que a todo el mundo le atemoriza que su peluquero
pueda herirle con la tijera. No era el caso de este Cristo, quien solo quiere dejar caer su peso muerto
sobre un hombro, sea este el de un peluquero o el de un revolucionario. Solo quiere eso: regresar a
casa, descansar, pues se encuentra agotado. Aunque no pueda saber por qué. Y es que este hombre
no tiene miedo a que su peluquero pueda cortarle la oreja. Es el único hombre en el mundo que no
teme semejante cosa.

Así que- ¿por qué no? Llamemos a este hombre justo de ese modo, El Hombre, con pleno derecho.
He ahí su título, el nombre que le convierte en algo visible. El Hombre no ha venido aquí – a esta
peluquería, en la que ha sonado una voz en la radio que ha anunciado la revolución- por casualidad:
ha venido porque era necesario que llegara aquí. Y, sin embargo, esto no importa, el lugar -la
peluquería- podía haber sido una vulgar cervecería, y Helena su camarera, y el joven apuesto su jefe
o quizá un empleado. El Hombre estaría aquí, sentado bebiendo una cerveza, con su traje gris y su
flequillo desgarbado. Era igual para El Hombre: todos los lugares son universales, puesto que él es
universal: es un esquema universal, despojado de carne, de espacio: por eso él es también todos los
espacios. Por eso él no puede ser contingente ni cometer nada por error. Está ahí porque debe estar
ahí. Incluso junto a la erección de la que aún no tiene noticia.

Pero mentimos si decimos que el ambiente de la peluquería sigue siendo el mismo tras la noticia de
la revolución inminente. Una voz ebria- ¿o era una voz con resaca?- ha hablado, como Yahveh
desde las montañas nevadas del Ararat, y con ello ha abierto el suelo, ha convertido a una triste
peluquería de un barrio industrial perteneciente a una ciudad que no conocemos, en el escenario
más significativo imaginable- y ello porque los que han recibido esa noticia son partícipes del
Acontecimiento, son los elegidos por la historia para participar en uno de sus momentos decisivos,
ellos – hombres grises, inexistentes, prescindibles- han pasado a ser, en cuestión de minutos,
protagonistas de la Historia misma desarrollándose- ahí, delante de sus ojos-. Y eso ha provocado
ya una serie de fenómenos que indican la proximidad de la violencia. El corte en la oreja del
anciano burgués es uno de esos fenómenos. La primera gota de sangre del volcán que se avecina. La
tijera del peluquero tiene una tarea titánica por delante, si aún persevera en la obsesión de devolver
al mundo su orden perdido.

Ella es Helena, una mujer corriente pero con ese halo de misterio que solo algunas mujeres
corrientes poseen- y que puede deberse, quién sabe, a ese perfume con olor a fresas, champán o
alguna especie de planta que solo crece en los sitios exóticos- que no lee la prensa, pero que la
utiliza cuando le conviene, por ejemplo para posar las tijeras, la última crema de champú que ha
comprado la peluquería, o cualquier otra cosa que sea útil para realizar su trabajo. Posee unas
manos delicadas, muy hábiles, que se desplazan con valentía a lo largo del cabello- ese cabello
que nunca es el mismo, aunque siempre pertenece a lo mismo, a saber, el variopinto reino de los
folículos-; he aquí una cabellera de mujer lacia, rubia, fuerte, cuya dueña es sin duda a una dama de
la alta sociedad, orgullosa de sí misma y emprendedora; he aquí el cabello ya caído – en su gran
parte- de un joven que no llega a los cuarenta años, pero cuya escasez de pelo no es motivo para que
su espíritu colapse- aún-; y luego vienen los calvos, que también se peinan, y las amas de casa que
llevan esa especie de champiñones y setas gigantes en sus cráneos, como si se trataran de cascos
aeronáuticos; y los muchachos, los jóvenes, que deciden destrozar su cabello con arreglos exóticos,
como trenzas africanas o champús que violentan el cuero cabelludo; luego están los niños, que,
inquietos en la silla, son más propensos a recibir el filo de la tijera en la oreja, y los que
simplemente quieren, como los antiguos egipcios y Alejandro Magno cuando perdió a su amado
Hefestión, raparse el pelo al cero, no dejar ni un asomo de cabello en su testa ahora resplandeciente,
porque piensan- quizá- que resulte atractivo, o porque el cabello rapado parece formar parte de un
rasgo evolutivamente más adelantado que la greña prehistórica y la coleta enmarañada. Así pues,
esta Helena de calle, de barrio tercermundista y al mismo tiempo industrial, de guetto levantado
sobre ruinas, pasa por decenas de cabezas al día, y en esas cabezas habitan los más variados
universos, que dan lugar al incomprensible y desatado puzzle que llamamos mundo o civilización:
pensamientos de hombres dañados por la vida gris y rutinaria, pensamientos de mujeres exitosas y
amadas, pensamientos de locos, de suicidas, de jóvenes inventores y científicos, de peligrosos
proxenetas o delincuentes, de adictos al sexo, al alcohol, al juego, de médicos, profesionales del
mundo público y que viven al servicio de la sociedad, de ascetas, filósofos, místicos o mistagogos,
que aparecen por ahí como casuales visitantes en hospedaje de una sola noche, y también, claro que
sí, hombres como nuestro Hombre, que puede perfectamente representar a todos los demás por
haberse vaciado de sí mismo, por haber dejado de sí tan solo lo que se puede observar desde el
exterior: un conjunto de carne viviente arropada con una chaqueta, una camisa y un pantalón gris.
Un decorado, sobre el que cabe colocar cualquier cosa, cualquier herramienta escénica, como una
máscara, un instrumento de música, un telón de teatro.

Pero ese decorado de carne le ha puesto los pelos de punta a nuestra peluquera. Ella no es amiga de
revoluciones, como su colega de trabajo; y ese hombre gris, que se ha movido un poco al recibir la
noticia de la radio- también ella lo ha hecho, todos, y sin embargo, en ellos no había todavía esa
extraña violencia que, aunque consistiera en un movimiento de nuca de un milímetro, ha parecido
transmitir la sensación de regocijo, de alegría o de algo aún peor, de una pasión visceral, como el
perro hambriento que en medio de una calle devora la basura de un contenedor. Así había hecho el
hombre gris y, por eso, se había alejado un instante de allí, dejando al peluquero y a Elise que se
ocuparan 'de esa fiera', que probablemente sea ascendida a ministro cuando penetre el ejército gris y
comience a expropiar los bienes de toda la población. No es algo distinto de lo que piensa el
peluquero. Solo que él tiene aún más miedo, pues es más débil, más sensible que Helena, y además
ha sentido, desde el primer instante, el latigazo del deseo prohibido sobre su carne desnuda, al
mismo tiempo que ha recibido el latigazo del horror en sus oídos, al mismo tiempo que ya imagina
-tiene capacidad para hacerlo- los tanques y las cárceles, el fuego endiablado en las calles y las
noches en vela a causa de la incertidumbre.

La misión del peluquero- una misión desesperada, pues se trata de un tiempo histórico desesperado-
es por tanto esencial y cobra una importancia mayúscula. Sin siquiera despedirse del anciano -que,
lento como un caracol, circula inopinadamente hacia el exterior del recinto pero que, sin saberse por
qué, se detiene, da la vuelta y se queda mirando con estupor al peluquero- toma las tijeras, toma una
gasa, se limpia las manos, vuelve a las tijeras, se mira al espejo, intenta evitar los ojos de su cliente,
vuelve a las tijeras, se limpia la frente con la gasa, y, por fin, dice, con una voz apagada y sombría:

-¿Cómo quiere que le corte, caballero?

El Hombre está expuesto. Pilatos ha hablado y el Hombre está expuesto, como un pedazo de carne
en un aparador. Tiene un elevado sentido del ridículo, pero nada le parece más ridículo que gastar el
tiempo en cosas como ésa – es decir, cortarse el cabello- cosas a un tiempo inesenciales e
inevitables. Se siente profundamente estúpido, como si se encontrara desnudo delante de una
multitud o como si se tratase de un enfermo mental. El problema es que tampoco él puede mirarse
al espejo- solo puede fijarse, por un momento, en su cabello, ese matojo asqueroso que le cae como
una palmera podrida sobre la frente- de modo que ha de inventarse cualquier cosa; podría sacar una
foto, la última foto que se hizo hace ya dos años, pero en todo caso tampoco se siente a gusto con
eso, así que intentará decir cualquier cosa, para que esa tijera comience a podar en la dirección que
sea y -Dios salve a la Revolución- mañana será otro día, mañana no importará si hace frío o calor o
si él parece ridículo con el nuevo peinado- de lo cual hay garantías, pues él no es un hombre
moderno y su peluquero sí lo es, etc- y así con todo. De modo que dice algo, algo que solo
escucha él mismo, y a pesar de ello el peluquero comienza a podar, con violencia, con estrépito, él
no tiene miedo- 'que hagan conmigo lo que quieran'- y se deja llevar, aunque siente el extraño
comportamiento del peluquero, que viene y se aleja en vaivenes, como un barco ebrio o un pájaro
que ha perdido el rumbo.

Y es que el ambiente ya es prebélico. No por casualidad los senos voluminosos de Helena son ahora
como misiles, que se colocan en la trinchera, amenazadores, detrás del lavabo; el Hombre no puede
dejar de observarlos, de degustarlos con cierta precaución, pues siente la inflamación, la redondez
cada vez más pronunciada de los pezones, unos pezones que no están celebrando nada, sino que se
limitan a erguirse como señales en el bosque, aunque señales incomprensibles, como el lenguaje no
materno. Pero también el peluquero, inquieto, que cambia continuamente los instrumentos de su
trabajo- hay aquí cierto olvido de lo rutinario, de lo mecánico: las cosas comienzan a sugerir nuevos
significados, y en esto, hay que decirlo, los propios objetos toman ahora posiciones distintas sobre
la nueva tarima que se está elevando: las tijeras, en efecto, ya no son las mismas después del
anuncio de la revolución-, manifiesta su avidez e incertidumbre, y por fin ha perdido el dominio de
su instrumento, de tal modo que ahora su propio oficio se le presenta algo inaudito, extraño y
lejano: toma las tijeras como si se tratasen de un escalpelo, él es el médico cirujano y su maletín
está lleno de aparatos quirúrgicos. Y eso es así- debe ser, piensa nuestro peluquero- porque la
operación que debe acometer sobre el Hombre es una operación de gran calado. Solo ha tocado las
puntas- y sintió la electricidad sobre ellas como el anuncio de una poderosa eyaculación-; mientras
gesticula, reflexiona, pondera la estrategia, aplaza también el corte decisivo, la intervención
necesaria sobre el Hombre que, considera, es tan importante como difícil, y más difícil incluso que
importante. La cuestión es cómo introducirse ahí, en ese lecho de cabello que parece más bien un
incendio que un montón de pelo, la cuestión es qué pasará si él decide intervenir, qué táctica
utilizar, qué método seguir, y de todo esto no tiene ni idea, por la sencilla razón de que hace unos
minutos, ya no está cortando el cabello, sino realizando una operación, de tipo quirúrgico, una
operación difícil en la que lo que hay que hacer -sea como sea- es extirpar un espantoso tumor.

Y allí sigue. El anciano no quiere irse de la peluquería.

-¿Disculpe, tienen alguna revista por aquí para leer?


*

Solo un hombre totalmente vacío, totalmente vaciado, puede llenarse por completo de nuevo y
desde el principio. Ese es el Hombre. El Hombre no es simplemente un sujeto que pasaba por allí
para cortarse el pelo- aunque también es eso-. El Hombre se ha presentado ante el mundo con el
menor de los ropajes posibles, con los efectos visiblesde una larga y dificultosa amputación del
pensamiento. Puede parecer una ruina, pero también los cimientos son ruinas cuando apenas se
encuentran apilados en el vasto solar sobre el que más tarde habrán de ser colocados. Puede parecer
angustiado, preocupado, pero esa preocupación es un efecto tardío, secundario, una especie de tick
de un pasado que ya no se encuentra. Todo en él es efecto, consecuencia, y en ese sentido es casi
futuro, algo que proviene de algo que ya no está y cuyo ser entero se restringe a esa misma
enunciación. Por eso el Hombre no puede estar preocupado por su corte de pelo. No es una víctima
de sus pensamientos, de su forma de vivir, es una víctima de la objetividad que, sin saber cómo, se
ha posado sobre él y lo ha hecho suyo. No puede opinar, no puede maldecir, no puede esperar. Y
como es simplemente el reflejo de una cosa que está ahí afuera, a la vista de todos, también ha de
ser el que mejor encarne la nueva situación que ha transformado de pronto el mundo. Él es la
Revolución.

En suma, su caso es totalmente distinto del caso del peluquero. Su ser es tan concreto, tan evidente,
tan práctico, que se reduce al hecho de ejercer una función en una sociedad: cortar el cabello de los
ciudadanos que acuden a su servicio. Él lo hace- o lo ha hecho hasta ahora- no como medio de
ganarse la vida, no con el objetivo de conservar un salario, sino como el contenido propio de su vida
toda, si se permite la expresión. Por otra parte, es pura carne, pura sensualidad: una sensualidad que
lo hace sentir culpable y una sensualidad de la que él no es dueño, y por ello sufre: sufre como
jamás podría sufrir el Hombre, el gran ausente, el universal. El peluquero ha sufrido, y sufre, sufre
ahora como un animal con una herida abierta y sangrante por la vecindad de la revolución, no solo
porque eso trastoca todo su mundo, sino porque no sabe qué hacer con ella, como relacionarse con
ella, y la teme como un nuevo lenguaje agresivo y extranjero, y de algún modo el cabello del
Hombre es, eso sí, su representante en esta tierra, a él se le han dado las llaves de Pedro y él va a
abrir- y no quiere imaginarse cómo- el vientre del mundo tal y como lo hemos conocido. No sabe
qué hacer, por tanto, con la revolución, ni tampoco con el deseo -violentísimo- que le ha atado a ese
hombre pérfido y terrible, gris como el hierro, que encarna al tiempo los valores morales más
elevados y el caos más atroz, como un cazarecompensas en el Oeste
o un vengador surgido de las tinieblas. Quizá por eso siente esta doble violencia, que lo lleva a un
callejón sin salida: tiene la oportunidad de evitar la llegada del Anticristo, y de paso salvarse de sus
pecados más ocultos. Puede arrancar de cuajo la erección revolucionaria- monstruo ante el que se
avergüenza la Gorgona- haciendo algo, algo en lo cual sus tijeras pueden ser tan importantes que
incluso desplacen por importancia a las armas, las leyes, las ciudades y sus legisladores. Pero su
pensamiento no está maduro, tan es así que ni siquiera puede enfrentarlo ni darse cuenta de ello,
aunque tiene claro que su tarea ha mutado, terriblemente además, como un salto imprevisto de la
evolución, y ahora se halla en extremo perdido y asustado, porque sabe, intuye, que el Kairós está
cruzando justo delante de sus ojos. Como lo sabe Helena y el Hombre, y todos los que ahora se
encuentran en la peluquería junto al anciano que ahora, sentado, hojea sin prisa una revista de
moda- aunque esto en un sentido muy distinto.

4-

Cinco horas más tarde, cinco horas después de que la noticia fuera reproducida a través de las
señales radiofónicas, la prensa internacional se hacía eco de acontecimientos diversos y extraños,
todos aparentemente relacionados con la inminencia de la revolución.

New Yorker Trade and Co.

Virginia. Un extraño objeto volante ha conmocionado a la población de Landers County, en el sur


del estado. Los testigos, que al parecer se cuentan por cientos, avisaron a todas las televisiones al
mismo tiempo y reportaron diversas experiencias, a las que sumaron documentos como cintas de
vídeo y grabaciones diversas. La policía examina toda la documentación adjunta y los testimonios
de los sujetos con científico escepticismo, no obstante el volumen de informaciones aportadas...

Deutsche Nachrichten.

Berlín. `Los nuevos tiempos exigen nuevas percepciones y una nueva sensibilidad capaz de
incorporarlos.' Es la tesis del filósofo X,Y,W, residente de Berlín que intenta explicar los recientes
sucesos que han sacudido a la capital alemana, del cual el más relevante es la aparición de
alucinaciones colectivas en torno al viejo muro. Ludwig Ohren ha padecido esta clase de extrañas
visiones. Ohren, un obrero de fábrica jubilado, nos lo cuenta
en primera persona: 'Vi un soldado de la RDA asentado en la vieja torre de guardia de Berlín Este.
Me miraba con odio y desprecio, sentí su ira y su dolor. Venía para vengarse, eso está
perfectamente claro'. Algo similar relata Juna Wesserkopf, ejecutiva de 28 años que vive en
Hamburgo. 'Vine a una reunión de negocios en Berlín y cuando salí al balcón a fumarme un
cigarro observé un movimiento extraño al otro lado...entonces un fulgor de luz me cegó, y aún me
cuesta orientarme en la luz, debo andar a todos lados con gafas y tengo miedo, mucho miedo de la
oscuridad...'

Indian Reports, S,L.

Nueva Delhi. Los nuevos acontecimientos políticos que sacuden el suelo de nuestro mundo
globalizado comienzan a generar extrañas reacciones en la población mundial. A los episodios de
Nueva York, Dresde, Berlín y Virginia en Estados Unidos y Alemania hay que sumar las
apariciones de hombres-zombi de Guinea Ecuatorial, los high-head de Nueva Zelanda y los
sucesos extraños de nuestro propio país, protagonizados por la milenaria secta aghur. Los aghur
han empezado a raparse sus cabellos y han proclamado el colapso civilizatorio inmediato, amén de
unas supuestas visiones que han derivado en una auténtica epidemia. Centenares de personas en
Delhi y Bangalore reportan apariciones apocalípticas, cambios en el color de las casas, los
paisajes, los animales y las personas. Todas estas experiencias tienen en común, según el profesor
Utrarupa Ibayala, el carácter de la psicosis paranoica y colectiva...'un profundo sentimiento de
unión, al tiempo que el deseo de huir y la sensación de un peligro inminente y continuo...'

Nada de esto saben nuestros protagonistas en la peluquería. La radio se ha callado como una tumba,
como si su última noticia, la última noticia que fuera a dar al mundo, hubiera sido dicha ya en el
anuncio de la revolución inminente. Cinco horas llevan nuestros hombres y mujeres en ese
establecimiento. Una cortina de tiempo congelado se ha echado sobre ellos, convirtiendo lo otrora el
espacio del acontecimiento definitivo en un satélite gélido y estático, que rota sobre sí mismo en
trayectoria errante. El anciano, con gesto simiesco, manipula las páginas del diario, o la revista, o lo
que sea que está leyendo que evidentemente desprecia e ignora, mientras fija su vista en algún lugar
entre los dos o tres espejos ante los que se miran, como insectos extraños, los personajes de esa obra
macabra que no saben a donde huir o cómo hacerlo.
También El Hombre se halla en un estado de postración terminal, como si una fatiga demoledora se
hubiera adueñado de su cuerpo. Ese Hombre que ahora es mera cáscara, tuvo una vez una vida de
verdad, una vida de carne y hueso. En la búsqueda de esa carne hacia su propia conciencia, en la
necesaria y deseada trascendencia que todo sujeto de carne y hueso padece alguna vez a lo largo de
su vida, se puso a buscar. Con el aliento del detective, con la ingenuidad del adolescente y con la
incierta esperanza que convocan las cosas imposibles, este hombre naufragó, se batió, luchó, pensó,
amó, trituró, destruyó y construyó miles, millones de cosas con sustancia, que bien podrían ser
mujeres, ciudades, poemas o estrellas. Ese hombre intentó tanto el bien como el mal: el bien por la
fuerza que todo bien posee; el mal por la profundidad que todo mal conlleva. Como una especie de
Fausto pero sin las recompensas del maestro alemán, el hombre, casi sin darse cuenta, fue dejando
caer piel tras piel, como Nietzsche el filósofo, y también como Nietzsche su resultado fue quedarse
sin nada propio, perderse a sí mismo y dejar en lo visible lo meramente visible: la apariencia
inmediata, el físico avejentado y decaído. Brilló una vez y en ese brillo suyó se dio fuego a sí
mismo, como los que dicen de sí ser grandes o representar lo grande. Luego, también como el
sifilítico, quedó once, doce años quizá paralizado en la silla de ese mundo gris e insignificante,
incomprensible para él, con la mirada perdida, sabedor de haber tocado algunas de las cosas que se
dicen verdades universales, pero consciente también de que había tomado un camino sin fondo y
que, una vez pudo darse cuenta de ello, se había olvidado de quién era ése que había tomado tal
camino. Y por eso este hombre nuestro se encuentra ahora ante un espejo, no acaso porque deba
cortarse el cabello- como afirma- sino por observar y, en cierto modo, reverenciar, aquella figura
que tiene ahora frente a él y que se parece más a un animal de otro mundo que a un mero ser
humano.

Y sin embargo, ese hombre gris y terrible que ha cruzado todos los puentes, remado en todas
direcciones, excavado túneles y minas, rodado acantilados y géiseres, ese hombre gris y terrible
enfrascado en su atuendo húmedo y frío, el hombre con ojos grises detrás de los que parece haberse
esfumado un universo entero, el hombre, en suma, triste como un mineral, tuvo una existencia y
tuvo una vida. Una vida que arruinó la de muchos otros; una vida tan real como la de cualquiera de
nosotros, que tiene que enfrentarse a la dureza de la existencia un día tras otro y una jornada
agotadora tras otra, en este mundo a duras penas comprensible en el que vivimos, con sus pesares y
sus fatalidades; una vida tan real como la que llevas tú con tu pareja, con unas pasiones tan reales
como esas que os llevan, a ti y a tu mujer, al éxtasis sexual y a la discusión sin reglas y sin
argumentos, esas peleas de naturaleza animal en las que tú conoces muy bien las debilidades del
otro y las utilizas en su contra, del mismo modo como ella o él o quien te acompañe te ataca, te
hiere, o busca herirte, y entonces arrojáis un mueble por la ventana, o, desesperados, enviáis vuestra
vida al infierno o a las llamas- que es lo mismo- arribáis en el bar de una gasolinera y os atrancáis
de whiskies, uno tras otro hasta caer rendidos, volvéis a casa y dormís en el sofá, alejados de
vuestra amada, de vuestra compañera de viaje, y os decis: mañana será distinto.

Todo eso estuvo en este hombre, en el Hombre, que gozó de la experiencia de ser un padre, de criar
a un hijo y luego perderlo, de volver a ser padre y volver a perder otro hijo, de gozar con su mujer
bajo la lúcida certeza de la juventud y el vigor, y de acostarse con quién sabe quién en una celda
oscura, marchito ya tras los golpes de la vida, arruinado por el coste de intentar llevar una existencia
verdadera. Todo eso estuvo en este hombrecillo que, a pesar, de todo, viene hoy a cortarse el pelo,
quizá sin grandes esperanzas, y de pronto es testigo de la poderosa, inminente revolución.

Apenas un par de metros separan al Hombre de el Anciano, el extraño anciano que, a pesar de que
ya ha sido atendido- la barba afeitada, el cabello aceitado y peinado- se ha dado la vuelta y se ha
sentado, ha tomado una revista como excusa y se ha puesto a meditar. Nadie duda de que algo
turbulento está sucediendo en su cerebro. Pero si pudiéramos examinarlo con una especie de
detector de pensamientos, encontraríamos en seguida que lo que predomina en ese archipiélago de
imágenes siniestras y pensamientos inconexos es la figura fotográfica de nuestra peluquera, Helena.
Pero esta Helena no es la Helena de El Hombre, santa, pura, inocente o ingenua. Es una Helena más
bien sanguinaria, que personifica el mal y la decrepitud, y que, en medio de este cambio histórico
imprevisible, ha decidido tomar el báculo y erigirse como reina. La emperatriz del mal -Babilonia,
la llama el Anciano en su interior- ha decidido arruinar los antiguos mandamientos que garantizaban
la estabilidad de la nación, y ahora quiere llenarlo todo de peinados extravagantes, de faldas cortas,
de carmín y lúpulo, de sexo y embriaguez. Esa prostituta- no se puede definir de otra manera-
aplaude la nueva civilización que está por llegar, pues sabe que allí podrá desnudarse sin necesidad
de pedir permiso, y porque sabe, intuye a causa de su intención de zorra primitiva, que podrá vender
su cuerpo sin que esto resulte un escándalo. En efecto, para el Anciano Helena es Babilonia.
Y Babilonia 'bebe la sangre de los justos', como sucederá cuando los anarquistas del futuro- que ya
es presente- comiencen a desatar su furia contra los defensores de la ley y las costumbres que salvan
a los hombres justos. ¿No es esta la razón por la que el Anciano ha decidido volver a entrar en la
peluquería, a saber, no irse sin detener a Babilonia, sin plantarle cara, sin hacer algo que es preciso
hacer justo en este momento? 'Fíjense, justos de la tierra, con qué descaro realza sus sangrientos
pechos esta víbora con ínfulas de eternidad. Fíjense, cómo aprovecha el desconcierto de los santos
para blandir su vagina de hierro, con la que pretende esparcir el inhumano desconsuelo del sexo'.
'Pues estos son los 'logros de la revolución': convertir a una pobre peluquera de un barrio pobre e
industrial en una reina de la sangre y la prostitución, que no cesará hasta que los grandes santos y
las grandes mujeres acaben manchadas y exhibidas, como trofeos para los nuevos bárbaros que
vienen a por nosotros, que no tendrán compasión con el rico y el ciudadano honrado, porque no
conocen las buenas costumbres y porque solo tienen pasiones oscuras en su cerebro injusto y
animal.'

-¿Le podría ayudar en algo?- dice ahora Helena-Babilonia, y aunque se dirige al Anciano, este ha
abandonado ya este lugar- como los demás, por cierto- y solo sus dedos, dubitativos e insistentes a
un tiempo, siguen en este espacio de la realidad abortado por el anuncio fatal, solo sus dedos
pliegan y despliegan, en eterno y horrifico retorno, las ahumadas páginas de una revista de moda en
la que una multitud de famosos alemanes pasan sus vacaciones en la soleada y pacífica isla de
Mallorca. Pero también el peluquero se ha fijado de pronto en la presencia del Anciano. En sus
manos siguen erectas, como garfios del ultramundo, los instrumentos de limpieza. Es que nuestro
peluquero tiene un nuevo nombre. Y su nuevo nombre- lo sabemos- es El Cirujano.

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