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Lc 4, 1-13

Iniciamos este primer Domingo de Cuaresma con un texto muy motivador para la celebración
de ese período litúrgico: las tentaciones de Jesús en el tercer evangelio. Conviene recalcar
que el (los) relato(s) de las tentaciones no son una descripción de sucesos de la vida de Jesús,
sino son teología y también fina antropología. Tienen que ver con el Dios de Jesús y también
con el Dios de cada uno de nosotros y con lo que nos divide y separa.

Jesús, lleno de Espíritu santo después de su bautismo en el Jordán, se retira al desierto durante
40 días, cifra simbólica de los 40 años de los Israelitas en el desierto. Al terminar ese largo
período de oración – purificación – ayuno - es confrontado con el Diablo. “Diábolo” viene
del griego y significa “él que separa”. Por tres veces vendrá la tentación de ser separado de
su misión y de su ser más profundo: la plenitud del Espíritu santo en él. El Dios de Jesús no
va a ser un “Dios en las alturas”, sino un Dios que es Buena Nueva cuyo Reinado se
manifestará en la cercanía y acogida de Jesús de todas las personas consideradas pecadoras
por no poder cumplir con las 613 prescripciones de la Ley, por ser pobres, enfermos y
marginados. A Jesús se le clarifica su misión durante ese período en el desierto y así lo hace
ver Lucas cuando llega a continuación a la sinagoga de su pueblo Nazaret y se aplicará el
pasaje del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para
que dé la Buena Noticia a los pobres…a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los
ciegos, para poner en libertad a los oprimidos…” (4, 18-19) “Hoy, en presencia de ustedes,
se ha cumplido este pasaje de la Escritura” (21). Resume admirablemente la vida de Jesús
con el Espíritu que lo anima y que no es otro que devolver la dignidad a todo ser humano,
preferentemente a todas y todos aquellos privados injustamente de la oportunidad de una vida
como Dios quiere para todos sus hijos.

Leyendo ahora las tentaciones con ese telón de fondo, las vamos a entender mejor.

La primera tentación es dejarnos llevar por los impulsos y las necesidades de nuestro cuerpo.
Es inevitable sentir las pulsiones para pasarlo bien y definitivamente cuando se siente
hambre. Debiéramos comer lo suficiente para vivir, pero ciertamente no vivimos para llenar
el estómago. Para crecer en humanidad al estilo de Jesús, es necesario dominar mis instintos
y aprender a relacionarme de manera liberadora conmigo mismo y con mi cuerpo. Todos
estamos llamados a crecer en humanidad y eso requiere esfuerzo y disciplina. “No solo de
pan vive el hombre”. Hoy la comodidad nos acecha por todos lados. En Chile tenemos un
serio problema de sobrealimentación. 50 % de nuestros niños ya sufren de obesidad. Por otro
lado, en los países en desarrollo, 13% de la población sufre de desnutrición. ¡Mientras 40 %
de los alimentos producidos terminan en la basura, el hambre ha ido en aumento en el mundo!
Preferimos tener en abundancia y acumular. Un viejo dicho reza: “lo que poseemos, nos
posee. Somos libres de todo aquello que soltamos y esclavos de todo aquello a lo que nos
apegamos”.

La segunda tentación “si me adoras…todo será tuyo”, tiene que ver con el poder bajo
cualquiera de sus formas. Cuando se dan riendas sueltas al “ego”, éste necesita imponerse a
como dé lugar para mantenerse en control y afirmarse. El “ego” es insaciable. Busca
conquistar a los demás: mi punto de vista, lo que yo digo que hay que hacer, lo que me
conviene también conviene a los demás, etc. Es todo lo opuesto a la atención, a la delicadeza,
a la solidaridad, a sentir con un corazón amoroso y misericordioso. El “Diablo” del poder
nos separa de nuestro ser profundo e impide relacionarnos con los demás desde lo que
estamos todos llamados a ser y no desde la dominación de unos sobre otros. Aquí se requiere
trabajar la dimensión de la gratuidad, la paciencia, el apaciguamiento, la tolerancia. El
ejercicio más fundamental es aprender y lograr observar las ambiciones de mi “ego”.

La tercera tentación es la del éxito y de la espectacularidad en la apariencia para ganarse el


aprecio de los demás. Es el mal espíritu de la búsqueda de “vano honor del mundo y crecida
soberbia” [EE 142]. Es el duro aprendizaje a vivir la Vida en el “aquí y ahora” con plena
presencia a mí mismo y a los demás, pues es el único espacio donde se hace presente y se
vive el Reinado de Dios. Tomar consciencia de aquello es una experiencia de profunda
libertad. Pero ignorarlo es seguir con la confusión de lo que es pecado. La sabiduría de san
Ignacio dejó una herramienta muy útil para calibrar si vivo la enajenación o la libertad. Es el
conocido “examen de conciencia”. Su correcta práctica puede ser una gran ayuda para el
progreso espiritual durante la Cuaresma que se inicia.

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