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ANTROPOLOGÍA

CRISTIANA

1º año de Filosofía

Facultades de Filosofía y Teología de San Miguel (USAL)

Alumno: Iván Alvarenga

2016
Introducción

Para Karl Rahner, en su texto “La palabra poética y el cristiano”1, la unicidad del hombre
estriba en su capacidad de escuchar la palabra. En un plano teológico, la calidad del
cristiano, supone su capacidad de escuchar la palabra que le viene de lo alto, que lo
constituye, la palabra otra, definida por el autor como la palabra poética. De no escuchar
tales palabras, según el autor, el hombre estaría relegado a lo ordinario y no habría
entendido una sola palabra del Cristianismo. En esa medida se desarrollará el texto y la
síntesis del presente trabajo.

La palabra poética y el cristiano

Se afirma al comienzo del texto que sólo el poeta puede darle real significado a la palabra.
Todos los poetas quieren decir algo, sin embargo, existe un problema: los poetas sólo
pueden hablar de poesía y se dirigen a los no-poetas: la palabra supone siempre un
destinatario. El hecho de que la palabra misma se fenomenalice implica la existencia de
otro para el cual fue creada. La palabra es dicha siempre para otros. Al ser escuchada se
fenomenaliza y es cuando entramos se entra en relación con quién la dice. La palabra
implica siempre una relación intersubjetiva y expresa esa relación. Es decir, la palabra
vislumbra la relación ante el otro que nos convoca y es en esa relación que somos lo que
somos. Quien la escucha, de no ser poeta, desea comprenderla y lo cierto es que puede.

El hombre es capaz de ser afectado por la palabra y esa capacidad audiente es lo que lo
hace ser cristiano. Ya que existe un presupuesto previo: en todo lo que llamamos humano
está actuando la gracia, indagar en lo humano, en lo respectivo al hombre, entonces, sería
desde ya hacer teología. Ser cristiano supone la capacidad de escuchar el misterio que
evocan todas las palabras. Y es la misma capacidad del hombre la que lo hace sensible y
perceptible a la palabra poética. En este sentido, el primer argumento, asimismo materia
del texto, el trasfondo, es antropológico, pero el punto de partida es teológico.

El autor parte del hombre y va a extenderse en el plano de cuatro supuestos


antropológicos. Pero toma impulso desde un punto de vista teológico. Señala el autor que
no existe realidad humana que no pueda ser interpretada a la luz del Espíritu. El teólogo
no puede excluir de la reflexión las horas altas del hombre ni tampoco las abyectas, por

1
RAHNER, Karl, “La palabra poética y el cristiano”, Escritos de Teología IV, Taurus, Madrid, 1962
extensión. Porque el teólogo reflexiona sobre aquello que el creyente cree y lo que lo
lleva a obrar en consecuencia, sobre aquello que el creyente presupone. Lo que se explica
señalando que no existe realidad humana que no haya sido asumida por la Encarnación.
Llegamos entonces a definir al hombre como aquél que es capaz escuchar la palabra y al
cristiano como aquél que escucha la palabra de Dios. El teólogo no es más que quien
reflexiona sobre realidades humanas.

Sin embargo, el autor sólo va a referirse sobre la palabra poética y no sobre la palabra en
general. En primer lugar, porque el tema ya supone el suficiente trabajo y oscuridad y, en
segundo lugar, porque entiende que el cristianismo es una religión de la palabra, una
religión audiente, dado que el cristianismo necesita proclamar y escuchar la Escritura para
que sea palabra de Dios, para que sea revelación y no un mero relato.

El autor se pregunta, entonces: ¿Qué necesita el hombre para ser un buen cristiano? ¿Qué
le exige el cristianismo?

En primer lugar, se establece que en la humanidad yace y actúa la gracia. El cristiano


reconoce en el Evangelio la palabra que le es previamente dicha, que le es consustancial.
La gracia, entonces, ya está actuando desde el principio, se anticipa: existe una inclinación
previa hacia el misterio, una predisposición en el hombre que es reconocida y cumple con
las expectativas una vez escuchada la palabra de Dios. Los medios de los que se sirve la
gracia para desenvolverse son las pequeñas experiencias que componen la gran
experiencia existencial: la experiencia de la humanidad, donde la humanidad confluye y
se acerca a lo que es en última instancia. Al indagar en el hombre, entonces, se le está
reconociendo gloria a Dios.

Para dar una respuesta se evalúan y desarrollan cuatro supuestos humanos para poder oír
la palabra poética:

1) El primer supuesto exige al hombre tener oídos abiertos para la palabra que nos
revela el misterio, la palabra que le diga lo que no puede ser nombrado más allá
de poseer oídos para lo que sí puede ser nombrado.
La palabra poética evoca la Palabra. Nuestra palabra, sin embargo, es finita,
fáctica, histórica, hace presentes hechos, objetos, cosas. En cambio, la palabra
poética es capaz de sondear el misterio. Y esa es la que debemos oír. La palabra
que evoca lo inaprensible, la que nombra el misterio.
Debemos escucharla nosotros mismos ya que si nos fuera impuesta no tendríamos
la libertad de hacerlo. De ser anterior e inevitable, la escucharíamos
necesariamente. De ahí la necesidad de que el trasfondo de las palabras fuese
misterioso.
En este aspecto, el autor nos presenta una dificultad: ¿cómo es que la palabra,
limitada, puede decir el misterio, lo sin nombre? Las palabras son limitadas y, sin
embargo, su finitud invoca la infinitud. Las palabras refieren todas algo que es el
origen, algo de donde todas provienen: un fondo que permanece oculto y que es
anterior. Toda palabra surge de algo que la precede: el silencio, que el autor llama
fondo o grund, el fundamento que todo lo abarca.
No estamos habituados a escuchar el silencio del que proceden las palabras, pero
más allá de que por escuchar la multiplicidad de palabras no escuchamos el
silencio, todas lo invocan. Y en el mismo sentido se justifica la multiplicidad de
palabras: existen incontables palabras porque existe algo de fondo que nunca
podrá ser nombrado, algo que ninguna podrá decir por completo por la sencilla
razón de que es anterior y todo lo abarca: el silencio, el misterio, la plenitud sin
límites.

2) El segundo supuesto exige oír palabras que toquen el corazón.


Dios quiere salvar a todo hombre, por ello es que le habla y se dirige a ese centro:
el corazón, que lo unifica con lo más hondo de su interioridad. El corazón del
hombre invoca su centro, su interior, la racionalidad del espíritu, lo más hondo
que posee. El centro, que es el lugar donde somos tomados por el misterio y somos
abarcados por él. Y es hacia ese centro que apuntan las palabras que debemos oír.
Proto-palabras, define el autor, en el sentido de palabras originarias, que surgen
del origen y se dirigen a él. Sacramentales, en el sentido de que realizan,
consagran el misterio al evocarlo.
Es menester ejercitar la capacidad de escuchar esas palabras para que no se
pierdan en el pseudo-objetivismo, en el falso objetivismo que define a algunos
hombres y que los inclina a considerarse en el sendero de la indiferencia. Ya que
las palabras que deben ser escuchadas van más allá de la racionalidad y la
pretendida objetividad del hombre. Tales palabras nos aciertan y atraviesan el
corazón.
3) El tercer supuesto exige la capacidad de oír la palabra que une, no en el sentido
de que unifican, sino en el sentido que nos hacen comulgar con todo hombre. Son
palabras que tocan lo más propio que poseemos.
Las palabras normalmente dividen. Pero existen palabras que unen y son las que
deben ser escuchadas, porque todas evocan el origen y reconcilian a la humanidad
con él.
Aunque las vivencias son individuales se tocan siempre vivencias existenciales.
Por ejemplo, cuando se trata de la muerte, se trata siempre de una muerte,
personificada, con nombre y apellido. Esto se explica en la medida que sólo
podemos entrar en relación con los otros como individuos, como particulares. Sin
embargo, propone el autor que al evocar una muerte, se evoca toda muerte. El
hombre, todo hombre, comulga en la muerte: una realidad común une a todo
hombre, sin necesariamente unificar. En el mismo orden, dice el autor que al
evocar una vivencia se evoca la de toda la humanidad. Comulgamos como
hombres en las vivencias que nos hacen, precisamente, ser hombres.
Sólo puede comprender el mensaje del cristianismo quien oye en las palabras que
dividen, palabras que unen, ya que se trata de las palabras auténticas.

4) El cuarto supuesto exige la capacidad de oír la palabra hecha carne. Si deseamos


realmente ser cristianos, en pocas palabras, debemos confesar que la Palabra de
Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Que la Palabra se hizo realidad
determinada sin dejar ser todo. Comprendiendo que por ello la palabra humana se
llenó de gracia y de verdad, que en el ámbito de la palabra humana, un ámbito
finito y determinado, la infinitud habitó, puso su tienda, su morada y se instaló
entre nosotros.

Conclusión

La palabra poética nos dispone, nos entrena, y nosotros necesitamos esa palabra que nos
saque de lo ordinario, necesitamos tal entrenamiento, tal aprehensión del misterio:
necesitamos ser tomados por él. Mientras no nos aprehenda la incomprensibilidad de Dios
no habremos comprendido una sola palabra del Cristianismo.

Cuesta aceptar lo incomprensible como incomprensible, captar el misterio como


misterioso. Por eso escuchar el fondo exige esfuerzo, un disponerse a escuchar la palabra
poética porque tales palabras hablan de Dios. Es la palabra poética la que nos saca de la
sordera, de la cotidianeidad de las palabras limitadas (las que denominan, enumeran,
clasifican, etc.), la que nos mueve a escuchar el silencio y en el silencio, la promesa. De
ahí la necesidad. Ese quiebre que se vuelve necesario, el que nos saca de la pequeña
morada íntima y familiar, un quiebre que nos desordena y nos indica lo realmente
relevante, que está en el origen. Ya que el cristianismo en sí es quiebre, es salida y es
promesa.

El cristiano, señala el autor, para oír realmente la palabra de Dios, debe estar capacitado,
ejercitado y agraciado. En pocas palabras, debe saber oír, necesariamente, la palabra que
hace presente el misterio silente. Y esa palabra es la palabra poética.

Sin los presupuestos que nos presenta el autor escucharíamos mal la palabra de Dios.

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