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ACOTACIONES AL CONTRATO SOCIAL DE J.-J.

ROUSSEAU
Alberto Ruano Miranda

Resumen:
Se trata de un comentario sobre el “Contrato Social” de Jean-Jacques Rousseau, en donde se rescatan al-
gunos aspectos que pueden guardar vigencia.
Ubicación ontológica de la obra (Soberanía popular. Noción de progreso y regresión.)
Ubicación epistemológica en relación con los teóricos del derecho anteriores (dialéctica interés-justicia y
fuerza-derecho). Limitaciones metodológicas del Contrato: vocación y posibilidad historicista.
Fundamentos del Contrato. Racionalismo y Razonabilidad política.
El pesimismo rousseauniano acerca del devenir del Estado y de la democracia. Figuras principales de la
crisis del Estado.

Ciertamente, la influencia ejercida por la teoría de El Contrato Social se debió al sentido que toma-
ba, bajo la pluma de Jean-Jacques Rousseau, el principio de Soberanía como fundamento de orga-
nización civil. Si bien otras doctrinas habían hablado ya de “contrato” o “pacto”, para justificar el
ordenamiento social, ninguna hasta entonces había establecido con suficiente energía que el princi-
pio de Soberanía reside en el pueblo de modo permanente. Para Rousseau - a diferencia de otros
autores - la comunidad no abandona su poder autodecisorio por el hecho de darse una forma cual-
quiera de gobierno, ni siquiera permaneciendo bajo su férula durante espacios seculares. La sobera-
nía es una potencia intransferible, por lo tanto cualquier revolución o cambio de sistema
gubernamental no es sino una forma de restitución del poder o, si se prefiere, de actualización, en
manos de su gestora, la masa societaria.
El optimismo impuesto por los jacobinos al curso de la revolución francesa a partir de 1791, con
todas sus consecuencias sobre los libertadores de América hispana, de algún modo puso en relieve
esta concepción esencial de retorno a las fuentes primigenias del poder, mientras otros aspectos de
la obra fueron desestimados, sino relegados, en las proyecciones sombrías que podrían haber echa-
do sobre las repúblicas incipientes. Que el hombre nace libre y que son las convenciones sociales
quienes le hacen “portar cadenas por doquier” eran, en principio, llamados destinados a gozar de
una buena acogida en la generación encargada de cumplir el desmantelamiento de la monarquía.
Bajo tales postulados de libertad humana y de soberanía popular, cimentados en un contrato volun-
tario, fue posible oficiar la transformación no ya como culminación de un fenómeno novedoso - la
Revolución - sino en tanto que restitución pura y simple de la Soberanía a sus verdaderos y anti-
quísimos depositarios, los ciudadanos. En tal contexto de optimismo histórico es apenas natural
que el proverbial escepticismo rousseauniano sobre el futuro de las formas de gobierno, a las cuales
dedica una parte del Contrato, haya pasado sino olvidado, al menos morigerado en sus últimas con-
secuencias.
No sorprenderá entonces que el apasionamiento por las ideas de Jean-Jacques, perdure tanto como
el lapso que dio nacimiento a las repúblicas modernas, desde la independencia norteamericana en
1776 a la restitución de la monarquía en Francia hacia 1815 y que, posteriormente, se le idolatrase
con premura para poder olvidarle cuanto antes. Ya para entonces los filósofos alemanes, Kant, Fi-
chte y Hegel, habían tratado al vicario ginebrino como un “clásico de la filosofía” y con ello le ha-
bían hecho transitar desde la agitación mundana y el fragor de las barricadas a las tranquilas arenas

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del pensamiento filosófico. A partir de entonces, las diversas lecturas que de su obra se hicieron,
han querido ver en Rousseau a veces un panegirista de la democracia directa; otras, al profeta de los
regímenes autoritarios y aun no falta quien ha descubierto en Rousseau un precursor de las ideas
anarquistas y socialistas. Empero, cualesquiera sean las ideologías con que se le presente, siempre
queda el resabio irreductible de una materia filosófica no agotada.
Al igual que Tucídides, Platón y Vico, Rousseau no podía comprender una sociedad con un sistema
de gobierno inalterable. Existe un devenir, mas éste tiene un costo y, por tanto, cada progreso en la
vida material trae consigo una regresión en otros aspectos. Proudhon diría más tarde “una rama
ascendente y otra descendente”. Si establecemos una comparación más audaz diremos que no supo
encontrar, como posteriormente Augusto Comte, un sentido progresivo en el avance de la historia
social. Si de alguna progresión se puede hablar, en su caso, debería referirse a un progreso material
(o civil, como él le llamaba) que involucra formas involutivas de las cualidades morales y naturales
del individuo humano.
Tan acendrado era su sentido de degeneramiento de las virtudes humanas en las sociedades moder-
nas que Voltaire, al recibir el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre
los hombres, comenzó por decirle: “He recibido, señor, vuestro nuevo libro contra el género hu-
mano; os lo agradezco.”1 Huelga casi decir que en su teoría desentonaría como un verdadero dis-
parate una alusión a cualquier “fin de la historia”, como se insiste en preconizar en la actualidad, ya
que la vida social se desenvuelve en una constante inquietud de formas y de contenidos, más sujetas
a los vaivenes de la voluntad y la conciencia subjetiva que a parámetros sobrenaturales y metasocia-
les.
De otra parte, el cambio social de una forma a otra de sistema de gobierno no implica necesaria-
mente una evolución hacia un sistema superior de organización. La formas democráticas pueden
muy fácilmente engendrar aristocracias, oligarquías, monarquías, tiranías de todo género, siendo el
proceso inverso, el pasaje de formas minoritarias de dominación a sistemas democráticos, de mu-
cha más compleja realización, según sus puntos de vista, ya que este proceso significa una recom-
posición de formas primitivas de organización societaria, difícilmente practicables en Estados
nacionales y en sociedades de masas. La Democracia sería un sistema que, primero, no se puede ya
presentar en estado puro, como democracia directa; segundo, posee una gran inestabilidad y está
sometido a todo tipo de asechanzas.
El Paraíso, para Rousseau, ha quedado sin duda atrás. La historia aparece entonces como una suite
de amenazas y acontecimientos nefastos y con ello parece anticiparse a un juicio que Hegel introdu-
jo más tarde: “Los momentos felices de la Historia son sus páginas blancas”2 y que ha dado lugar a
más de una reflexión.
Semejante escepticismo no dejaría de encontrar algunos oídos receptivos y nuestra sensibilidad, a
diferencia de los entusiastas gestores de nuestro sistema de gobierno, se ha preparado para recibir la
visión de Rousseau, sobre las sociedades humanas, en sus aspectos menos esplendorosos.

Del hecho al derecho

1 Carta del 30 de agosto de 1755.


2 Hegel, G.W.F “La Raison dans l’histoire. Introduction à la Philosophie de l’Histoire”

2
Un concepto fundamental, de carácter epistemológico, nos impone Rousseau desde las primeras
páginas de su obra. Mientras las escuelas de juristas monárquicos habían pretendido, durante todo
el medioevo hasta bien entrada la modernidad, justificar los hechos cumplidos, la situación existen-
te, a través de las normas jurídicas, el autor de El Contrato Social se ocupa de diferenciar nítida-
mente dos planos de la realidad social, aunque no incompatibles, sí distintos en su naturaleza y que
se trata precisamente de armonizar.
“Yo quiero buscar si en el orden civil puede haber alguna regla de administración legítima y segu-
ra, tomando a los hombres tales como son y a las leyes tales como pueden ser. Trataré de aliar
siempre, en esta búsqueda, aquello permitido por el derecho con aquello que el interés prescribe,
con el fin de que la justicia y la utilidad no se encuentren divididas.” (pág. 27 - Du Contrat Social)
Uno de los planos, la existencia material, económica, con toda su seguidilla de injusticias y de-
sigualdades, sometida al imperio del arbitrario espontáneo y aquí englobada en la esfera de “la uti-
lidad”, si bien debe aceptarse como situación de hecho, no sabría ser fundamento para aquella otra
esfera signada por el “puede ser” de las leyes, la Razón, y que constituye el segundo de los planos
destacados. Se refiere entonces a “la justicia”, un bien del cual, según Rousseau, la humanidad po-
see un sentido innato. Ahora ¿cuál de ellos es preeminente en el ordenamiento social?, ¿y en la
formulación del Derecho?
Y es aquí donde se establece un rompimiento metodológico pronunciado con los juristas y filósofos
del Derecho anteriores, salvo el caso insigne de Montesquieu en El espíritu de las leyes, y a quienes
Rousseau designa nominalmente, Grotius y Hobbes. Éstos tendían a dar existencia jurídica a lo
irracional de la vida social, justificando el orden material dominante y reservando para el Derecho,
la administración reglamentada de las iniquidades establecidas por el uso. Por el contrario, para
Rousseau, el derecho no debe ser una pasiva consagración de las situaciones de hecho sino una
fuerza activa y transformadora. De algún modo el derecho, modelando la educación del hombre,
debe contribuir a organizar por principios racionales las actividades económicas, vale decir trans-
formar el hecho por el norma legal. En la crítica a Grotius destaca:
“Su más constante manera de razonar es la de establecer siempre el derecho por el hecho. Se po-
dría emplear un método más consecuente, pero no más favorable a los tiranos” (pág. 30 - Du Contrat
Social)
Muchos juristas, comentaristas y apologistas contemporáneos actúan a la manera de Grotius. No es
raro hallar señalamientos que dan como un postulado de universal aceptación que las acciones de
fuerza y la dominación forzada engendran, por la sola circunstancia de ser relaciones consumadas,
un derecho correspondiente y que legitima per se la dominación de unos grupos sobre los demás, de
unas naciones sobre otras. Contra tal lógica acomodaticia, Rousseau opuso un razonamiento ejem-
plar:
“El más fuerte no es jamás lo bastante fuerte como para ser siempre el amo si él no transforma su
fuerza en derecho y la obediencia en deber. (...) La fuerza es una potencia física; yo no veo en ab-
soluto qué moral puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de
voluntad; es a lo sumo un acto de prudencia. ¿En qué sentido podría ser un deber?” (pág. 32 - Du
Contrat Social)
Agrega enseguida, a propósito de la dominación por la fuerza:
“Apenas se pueda desobedecer impunemente se lo puede legítimamente, y ya que el más fuerte tie-
ne siempre razón, no se trata sino de hacer de tal manera que uno sea el más fuerte. Entonces ¿qué
clase de derecho es éste que perece cuando la fuerza cesa? Si hay que obedecer por fuerza no se
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tiene necesidad de obedecer por deber y si uno no está forzado a obedecer tampoco está obligado a
hacerlo. Se ve entonces que esta palabra de derecho no agrega nada a la fuerza; no significa aquí
nada de nada.
Obedeced a las potencias. Eso quiere decir, ceded a la fuerza, el precepto es bueno pero superfluo,
yo respondo que él no será jamás violado. (...)” (pág. 32 - Du Contrat Social)
Parece determinarse una diferencia muy nítida entre la dominación y el sometimiento. Una, la do-
minación, representa un estado de fuerzas simplemente materiales, la otra, el sometimiento, mues-
tra una disposición de la voluntad para mantenerse bajo tal estado de dominación. Este juicio viene
a culminar otra proposición atinente a la fuerza y al derecho:
“Si yo no considerase más que la fuerza y el efecto que de ella deriva, diría: En tanto que un pue-
blo está forzado a obedecer y él obedece, hace bien; apenas él puede sacudir su yugo y él lo sacu-
de, hace todavía mejor (...)” (pág. 29 - Du Contrat Social)
La actualidad de estos planteamientos podría llamar la atención del lector desprevenido. La dialéc-
tica de fuerza-derecho es un problema crucial del Contrato Social y es retomada en varias instancias
como complemento de otras duplas de oposición como orden natural y orden civil, imposición y
voluntad. La síntesis, si acaso se realiza, aparece como conjunción de las voluntades particulares,
siempre en pugna por imponerse sobre las demás, en una voluntad general - decisión soberana - y
la cristalización de una persona moral: el Estado.

La polémica en torno al Contrato


La idea de un “contrato” como origen del orden civil y del Estado ha sido en varias oportunidades
motivo de crítica y aun de sarcasmo. En sensu stricto la estipulación de un contrato cualquiera pre-
supone la existencia de un Estado que le dé validez, por lo tanto, la tesis principal de Rousseau se
vería reducida al absurdo. ¿Se necesita un Estado para generar un Estado a través de un Contrato?,
la teoría se desmorona como un castillo de naipes.
Este argumento opositor adolece ciertamente de formalismo jurídico pero es cierto que si logra ha-
cer mella en el cuerpo doctrinario del Contrato Social puede serlo porque también éste ofrece se-
mejante deficiencia formal. Se nos puede ocurrir que un tratamiento histórico hubiese sido más
eficiente en la explicación de la génesis de la sociedad y el Estado. Habría que considerar si esa
alternativa se hallaba por entonces a su alcance a riesgo de no caer, nosotros mismos, en un anacro-
nismo imperdonable.
Si bien Rousseau posee una idea histórica precisa acerca de los modelos de Estados soberanos, en
concreto las polis y cités pertenecientes al mundo grecorromano, del cual se declara sin tapujos un
ferviente admirador, también es cierto que otorga a dichos modelos el mismo origen que a los gran-
des Estados europeos, un contrato tácito entre sus miembros, lo cual no hace sino remitirnos al pun-
to de partida.
La preocupación historicista de los filósofos éclairés de la Ilustración, es más limitada de lo que a
menudo se cree o, dicho en otros términos, existió sobre todo como preocupación mas no como
posibilidad real y concreta. Las ciencias auxiliares de una historia social y política, eminentemente
necesarias para dar cuerpo a dicha posibilidad, apenas comenzaban a vislumbrarse como áreas de
estudio independiente. Los fisiócratas, en particular Turgot y Quesnay, se esforzaban aún por edifi-
car una ciencia económica independiente de la Ética y que alcanzará su madurez con las Investiga-
ciones sobre la naturaleza y las causas de las riquezas de las naciones de Adam Smith y publicadas
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en 1776. Un proceso semejante acontece en el albor de la Sociología, donde los trabajos de sus fun-
dadores no verán la luz sino hasta el siglo siguiente. El “método experimental” tan en boga y al que
había apelado el mismo Hume, apenas comenzaba a pisar los umbrales de las disciplinas sociales,
aunque es innegable que sus reales aplicaciones las encontraría en dominios más idóneos, como en
los trabajos del naturalista Buffon, por supuesto también de Linneo, y en los trabajos de Condorcet
y el geómetra D’Alembert. Es interesante poner en relieve el esfuerzo desplegado por Rousseau en
El Contrato Social por dotar sus afirmaciones de fundamentos geométricos y matemáticos 3. No
hablemos aún de historia documental, en el sentido contemporáneo del término, pues se habrá de
esperar hasta finales de siglo para apreciar el surgimiento de una historia, librada del pesado fardo
de los hagiógrafos y la apelación continua a la fe de los milagros.
De modo que la historia aparece entre los filósofos coetáneos al autor del Contrato, es el caso de
Voltaire, Helvetius y Diderot, como ejemplos más o menos dispersos destinados a ilustrar con colo-
ridos exóticos, a veces idealizados, las especulaciones “gris sobre gris” de la Razón; pero el método
histórico capaz de mostrar la génesis empírica de las sociedades no estaba aún desarrollado ni sus
materiales dispuestos.

Estado y Soberanía
Es entonces que la idea de un Contrato tácito para justificar el surgimiento del Estado, aun con la
limitación ya formulada, aparece como la tesis más racional a la cual podía aspirar. La primera
constitución escrita en Francia surge con la Revolución, en 1791. Hasta entonces el derecho consti-
tucional era costumbrista, mal hubiese podido Rousseau llamar “Constitución Social” a su Contra-
to, pues la palabra no había adquirido aún un contenido propio, pero el sentido que él dio al término
“contrato” encierra el de un acto constitutivo de la sociedad. En principio - y esto le distingue de
los diversos pactos a los que apelaron los antiguos juristas - no se trata de un acuerdo entre dos
partes (verbigracia: pueblo y monarca), sino de un acto constitutivo - y por ende creador - que el
pueblo adopta consigo mismo, generando “un cuerpo moral y colectivo”.
“Esta persona pública que así se forma por la unión de todas las otras tomaba antes el nombre de
Cité y toma ahora aquél de República o de Cuerpo político, el cual es llamado por sus miembros
Estado, cuando es pasivo, Soberano, cuando es activo, Potencia, cuando es comparado con sus
semejantes. Con respecto a los asociados ellos toman colectivamente el nombre de Pueblo y se lla-
man en particular ciudadanos como participantes de la autoridad soberana y sujetos como someti-
dos a las leyes del Estado” (pág. 40 - Du Contrat Social)
Cada miembro participa de modo indivisible en la gestión de la voluntad general y de los poderes
del Estado, forjados en el acto soberano. El Ejecutivo, a quien Rousseau da el nombre genérico de
Príncipe, o el funcionariato del Estado, de tipo judicial, a quien llama Magistratura, son sólo figu-
ras dependientes y cambiantes de esa Voluntad general y que de algún modo es dueña de sí misma.
Los miembros de la sociedad deben, en derecho, darse sus propias leyes como ciudadanos para ser
obedecidas por ellos mismos en tanto que sujetos o súbditos. El mismo Contrato Social puede ser
disuelto por la Voluntad general, el sistema de gobierno puede ser cambiado, se puede optar por las
monarquías de diversos tipos (electivas o hereditarias), por diferentes tipos de regímenes aristocrá-

3 Véase, por ejemplo: “Si en los diferentes Estados el número de magistrados supremos debe estar en razón inversa de aquél de los
ciudadanos, de allí se sigue que, en general, el gobierno democrático conviene a los Estados pequeños, el aristocrático a los
medianos y el monárquico a los grandes (...)” pág. 94 de “El Contrato Social”

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ticos y aún oligárquicos, en fin por la democracia directa. Al pueblo, en asamblea por el Contrato
Social, le está permitido absolutamente todo, porque en él reside la Soberanía.
Vale decir, y ésta constituye una de tantas paradojas del pensamiento de Rousseau, el Soberano -el
pueblo- es tan libre en todas sus determinaciones, goza de tal nivel de decisión que le es posible aun
atiborrase de yugos y cadenas, si así lo desea o si se equivoca en su elección. En todo caso siempre
podría ser esclavo de sí mismo, si ésa es su voluntad como emperador de sí mismo, mas no por un
hecho de fuerza o una intrusión extranjera, que no debe jugar, según los cánones empleados, ningún
papel determinante. Según deja entender, se puede ser soberano sin disponerse para sí un régimen
democrático, pero, por el contrario, no se puede configurar un régimen democrático sin poseer so-
beranía y libre determinación. La disposición de la Voluntad general, autodecisoria, y la capacidad
soberana son condiciones sine qua non de la Democracia.

Sinsabores del Contrato


“El metafísico, viajando sobre un mapamundi, atraviesa todo sin esfuerzo, no se incomoda ni con montañas
ni con desiertos, tampoco con los ríos o los abismos; pero cuando uno quiere realizar el viaje, cuando uno
quiere llegar a la meta, hay que recordar sin cesar que se camina sobre la tierra y que ya no se está más en
el mundo ideal.” Mirabeau
El racionalismo optimista de un Leibniz pudo ser ridiculizado por Voltaire en la persona de Pan-
gloss. Los filósofos de la Ilustración si bien buscaron y opusieron la Razón al devenir caótico de la
existencia empírica y a la obnubilación del fanatismo religioso, no por ello se conformaron con las
exigencias de una racionalidad desnuda y descarnada. Una abisal doble pulsión subsiste en el Con-
trato Social y para destacarla debería establecerse antes una distinción entre dos conceptos que pese
a compartir una misma raíz lingüística, acusan por sus desinencias un sentido diferente. Hablo de lo
racional y de lo razonable.
Si llamamos racional al pensamiento universal y transmisible, por ende objetivo, surgido de las
actividades del entendimiento y que opera mediante categorías depuradas de elementos sólo empí-
ricos y sobrenaturales, es decir, por conceptos; lo razonable conforma una categoría aún más am-
plia. Lo razonable no obstante considerar la Razón, no desea obviar el constituyente subjetivo e
irracional de las creencias, aun erradas, los elementos caóticos, las crudos servilismos que la exis-
tencia humana rinde a la barbarie. Lo razonable es el tipo de pensamiento que busca una transición
entre Razón y existencia mundana, es la cualidad que permite a la Razón convivir con el medio,
educarlo, adaptarse a él pero no para someterse a su imperio sino, por el contrario, para llevar a éste
a un terreno común de entendimiento y facilitar de este modo su tarea.
Ambos tipos de pensamiento conviven en las páginas de El Contrato Social. En ocasiones prevale-
ce el Rousseau autor clásico, aquél que se sentía un héroe grecorromano leyendo a Plutarco, y es
entonces cuando lo racional domina la escena. La construcción del modelo de cité, los conceptos
que definen al Estado, los sistemas de Gobierno, el funcionamiento de las asambleas de democracia
directa, en todos los detalles, llamémosles, de ejecución, matizados de ejemplos extraídos de las
curias romanas, podrían hacernos creer que recorremos algunos párrafos de Tomás Moro o de Char-
les Fourier, describiendo hasta la minucia su Falansterio. Es este autor quien formula “las leyes
tales como pueden ser”. Este idealismo racional ha fogueado la fama de utopista de Jean-Jacques
Rousseau.
En otras situaciones, por el contrario, es un Rousseau furiosamente realista quien salta a la palestra.
Se torna entonces contemporizador con la miseria moral que le rodea. Es el pensamiento razonable

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que aflora. Ahí Rousseau parece comprender a los hombres realmente “tales como ellos son”, vale
decir poderosamente ambiciosos y egoístas, cuando no corruptos. Vale decir “tales como” los co-
noció siendo secretario del embajador de Francia en Venecia a la edad de 31 años. Frente a las cos-
tumbres pervertidas y el mal gobierno de los venecianos, Rousseau llega a la conclusión de que
“(...) todo depende radicalmente de la política”4, o sea del arte de lo posible y con lo que se tiene,
o sea de esos hombres imperfectos de las cortes europeas, tan parecidos a los héroes de Plutarco,
como un liliputiense al gigante Gulliver. En esas circunstancias Rousseau abraza a Maquiavelo,
elogia a El Príncipe como una obra “para republicanos” porque, pese al personaje odioso que
construye en la persona del gobernante, nadie supo como él describir la corrupción ilimitada de la
corte de los Borgia.
Este último Rousseau, razonable, realista y escéptico, va a proceder como el señor Linneo clasifi-
cando sus especies, a describir los diferentes tipos de crisis y declives que deberán afrontar los re-
gímenes políticos y los Estados del futuro.

Las vías de la ruina


Bajo el sugerente título: Del abuso del gobierno y de su pendiente a degenerar, Rousseau traza el
derrotero que sigue la diferenciación del gobierno en cuanto voluntad particular (a la que hoy lla-
maríamos interés de la clase política) enfrentando a la voluntad general y la soberanía:
“Como la voluntad particular actúa sin cesar contra la voluntad general, así el gobierno hace un
esfuerzo continuo contra la soberanía. Más este esfuerzo aumenta, más la constitución se altera, y
como no hay en absoluto aquí otra voluntad de cuerpo que resistiendo a la del príncipe (poder eje-
cutivo) haga equilibrio con ella, debe suceder temprano o tarde que el príncipe oprima en fin al
soberano y rompa el tratado social. Está allí el vicio inherente e inevitable que desde el nacimiento
del cuerpo político tiende sin descanso a destruirle, de igual modo que la vejez y la muerte destru-
yen el cuerpo del hombre” (p.113 - Du Contrat Social)
El problema radica entonces en que las funciones del ejecutivo tienden a fortalecer los intereses
corporativos en desmedro de la voluntad general. El ejercicio de la autoridad gubernamental es una
fuente de diferenciación y esta discriminación termina por crear un interés de cuerpo. Insensible-
mente el hábito de poder en los grupos gobernantes genera una voluntad distinta a la voluntad gene-
ral. El Estado aparece, en situación de declive, como un particular entre los particulares que
conforman la sociedad civil. La falta de movilidad en las funciones dominantes conlleva el enquis-
tamiento de un interés corporativo, quien terminará por “oprimir al soberano”, ya que su propia
preservación así lo indica.
El sistema de democracia representativa (al cual Rousseau se opone) y que prevalece en nuestros
tiempos, facilita este proceso al crear sustitutos, bastante cuestionables por cierto, a la “voluntad
general” en las personas del funcionario profesional y del diputado de carrera, adscriptos por lo
regular a poderosos partidos.
Las vías de degeneración del gobierno son de dos tipos: la concentración del poder y la disolución
del Estado.
Como caso de concentración menciona el pasaje “del gran número al pequeño, es decir de la de-
mocracia a la aristocracia y de la aristocracia a la realeza”. Para librarnos tal vez de cualquier

4 Pintor Ramos, Antonio - Estudio preliminar del “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”

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atisbo optimista, en seguida nos aclara: “Es ésta su inclinación natural. Si él (el gobierno) retroce-
diera del pequeño número al grande, se podría decir que se expande, pero ese progreso inverso es
imposible”. Y esta declaratoria equivale a decir que no guardaba ninguna clase de expectativas en
cuanto a una posible democratización progresiva de las sociedades políticas. Por el contrario, pare-
ce presentar como inexorable un proceso de orden contrapuesto en esta vía degenerativa de la con-
centración del gobierno.
Como dos figuras de disolución estatal, Rousseau enuncia el caso de que el ejecutivo no gobierne
según las leyes constitucionales y, de este modo, usurpe el poder soberano. Como las leyes (a dife-
rencia de los simples decretos) sólo pueden ser dictadas por el propio soberano, es decir el pueblo,
cualquier desconocimiento de dichos dictados legislativos acarrearía la disolución del Estado, fun-
dado mediante el pacto social, y en su sustitución se generaría un Estado más estrecho, conformado
por los mismos miembros del gobierno.
Sería el caso de las dictaduras y la típica “invasión” de los cargos estatales, centralizando así la
gestión de decisiones en función de su interés de cuerpo. El cuerpo gobernante da carácter de ley a
sus decretos y de este modo, se apropia de la facultad soberana. Se excluyen las mayorías de las
decisiones del poder y el Contrato queda, de hecho, disuelto.
Como segunda alternativa de disolución del Estado menciona la usurpación, por separado, por parte
de los miembros del ejecutivo del poder que ellos no deberían ejercer sino en tanto Gobierno, lo
cual produce, como es de imaginar, un gran desorden. “Entonces se tiene, por así decir, tantos
príncipes como hay de magistrados (funcionarios), y el Estado, no menos dividido que el gobierno,
perece o cambia de forma”
(p.115 - Du Contrat Social)
Aparecen, en ese momento, no ya un interés de cuerpo, sino varios intereses de cuerpos particula-
res. Uno por cada institución estatal, todos relativamente autónomos y gobernando cada uno por su
lado, cual si fuesen estamentos societarios independientes. Este sistema de disolución del Estado y
que transforma en Principados los órganos de poder lleva a un divorcio radical entre la voluntad
general y dichos cuerpos de gobierno. El pueblo pasa a ser mero espectador de diferentes potencias
estatales enfrentadas entre sí.
Por supuesto existen posibilidades según Rousseau, si no de desmontar, al menos sí de contener y
amortiguar la caída ruinosa del Estado. Las asambleas de intervención directa de los todos los ciu-
dadanos, sin ningún tipo de intermediario, al estilo de las asambleas atenienses, de carácter legisla-
tivo, es el modo de reforzar el poder de la voluntad general y, por ende, de generar un factor de
contrapeso y equilibrio, tanto a la concentración como a la disolución del poder estatal.

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Bibliografía

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MAY, Georges “Rousseau par lui-même” Éditions du Seuil, París -1967.

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1984.

ROUSSEAU, Jean-Jacques “Les confessions” (2 vol.) Prefacio de J.-B. PONTALIS


Gallimard, París - Edición de 1986.

ROUSSEAU, Jean-Jacques “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los
hombres y otros escritos. Jean-Jacques Rousseau”
Estudio preliminar, traducción y notas de Antonio PINTOR RAMOS
Rei Andes Ltda., Santafé de Bogotá - Edición de 1995.

ROUSSEAU, Jean-Jacques “Du contrat social” - Introducción y notas de Pierre BURGELIN


GF-Flammarion, París - Edición de 1992.

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