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HISTORIADORES i!§
COLOMBIANOS
Y SU OFICIO ♦

Reflexiones desde el taller


de la historia

José David Cortés Guerrero


Helwar Hernando Figueroa Salamanca
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.
Editores
Alvaro Acevedo Tarazona
Alexander Betancourt Mendieta
Hernando Cepeda Sánchez
José David Cortés Guerrero
Helwar Hernando Figueroa Salamanca
Aimer Granados
Gilberto Loaiza Cano
Renzo Ramírez Bacca
Andrés Ríos Molina
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.
Natalia Silva Prada
Carlos Eduardo Valencia Villa
LOS H I S T O R I A D O R E S
C O L O M B I A N O S Y S U OF I C I O
Pontificia Universidad Javeriana

LOS H I S T O R I A D O R E S
C O L O M B I A N O S Y SU O F I C IO

Ref l exi ones desde el taller de la historia

José David Cortés Guerrero


Helwar Hernando Figueroa Salamanca
Jorge Enrique Salcedo Martínez; S. J.
Editores
Pontificia Universidad editorial
Pontificia Universidad
* f B » JAVERIANA JAVERIANA
---------- 25 A Ñ O S -----------

Reservados todos los derechos Corrección de estilo


© Pontificia Universidad Javeriana Juan Andrés Valderrama
© Alexander Betancourt Mendieta, Gilberto Diagramación
I.oaiza Cano, Aimer Granados, Renzo Ángela Vargas Ramírez
Ramírez Bacca, Natalia Silva Prada, José David
Cortés Guerrero, Helwar Hernando Figueroa Diseño de cubierta
Diego Mesa Quintero
Salamanca, Andrés Ríos Molina, Jorge Enrique
Salcedo Martínez, S. J., Alvaro Acevedo Impresión
Tarazona, Hernando Cepeda Sánchez, Carlos Javegraf
Eduardo Valencia Villa

Primera edición: Bogotá, D. C., octubre de 2017


ISBN: 978-958-781- 120-9
Número de ejemplares: 300
Impreso y hecho en Colombia
Printed and made in Colombia
Pontificia Universidad Javeriana | Vigilada
Mineducación. Reconocimiento como
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
Universidad: Decreto 1270 del 30 de mayo de
Carrera 7.a número 37 - 25 , oficina 13-01
1964. Reconocimiento de personería jurídica:
Edificio Lutaima Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del
Teléfonos: 320 8320 ext. 4752 Ministerio de Gobierno.
editorialpuj@javeriana.edu.co
www.javeriana.edu.co/editorial
Rl l) DE
Bogotá - Colombia E d II CRIALES
UNIVERSITARIAS
A L S JA L l d e A U SJA L

Los historiadores colombianos : reflexiones desde el taller de la historia /


editores académicos y autores José David Cortés Guerrero, Helwar
Hernando Figueroa Salamanca y Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J. ; autores
Alexander Betancourt Mendieta [y otros once]. -- Primera edición. -- Bogotá :
Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2017.

292 páginas ; 24 cm
Incluye referencias bibliográficas.
ISBN : 978-958-781-120-9

1. HISTORIADORES COLOMBIANOS 2. COLOMBIA - HISTORIA. 3. AM ÉRICA


- HISTORIA. 4. HISTORIA COM PARADA. I. Pontificia Universidad Javeriana.

CDD 928.861 edición 21

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana.


Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

inp. 1 9 / 0 9 / 2017

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito
de la Pontificia Universidad Javeriana.
CO N TEN ID O

Introducción 9

Una experiencia vivida: entre las ciencias sociales


y las humanidades 19
Alexander Betancourt Mendieta

Itinerario de mis prácticas de historiador 31


Gilberto Loaiza Cano

Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas


al campo académico y universitario.
El caso de una formación académica 49
Aimer Granados

Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar:


una versión de afuera hacia adentro 77
Renzo Ramírez Bacca

Encuentro con la historia cultural:


senderos recorridos desde el mundo hispanoamericano colonial 99
Natalia Silva Prada

El oficio del historiador: del hecho religioso


a la historia comparada y la historiografía decimonónica 131
José David Cortés Guerrero

El campo religioso en Colombia. Una experiencia investigativa


e interdisciplinas desde la historia 155
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

De la antropología de la religión en el Urabá


a la historia de la locura en M éxico 183
Andrés Ríos Molina
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús
en Colombia 199
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

Avatares y tránsitos de la historia regional


a la historia cultural: incertidumbres, extravíos y reencuentros 227
Alvaro Acevedo Tarazona

La experiencia investigativa en la historia de la juventud:


músicos colombianos en experiencias históricas comparativas 249
Hernando Cepeda Sánchez

Pistas de una historia microeconómica colonial 265


Carlos Eduardo Valencia Villa

Autores 287
IN TRO D U CCIÓ N

La idea de este libro surgió hace ocho años. En esa oportunidad se hizo una
primera convocatoria a los posibles autores, la cual, infortunadamente, no se
concretó. Seis años después se intentó de nuevo, dando como resultado esta
obra. En esta ocasión se invitó a más de veinte historiadores, de los cuales, al
final, doce respondieron con un texto publicable. El lector se preguntará por
qué un número tan reducido de académicos aceptó la invitación a participar
en este proyecto. Las respuestas son variadas. Consideramos la principal la
que aludía a los múltiples compromisos académicos como obstáculo para
tener tiempo disponible y escribir el texto. Esta respuesta nos generó, por
lo menos, dos inquietudes: la primera parecía indicar que el ejercicio que
proponíamos a los autores invitados no era académico y, por tanto, no podía
ser presentado a las universidades donde nuestros colegas y colaboradores
trabajan como un resultado de investigación y reflexión, asunto que como se
verá en las páginas del libro dista de la realidad. La segunda hace referencia a
las dificultades que se tienen para reflexionar no solo sobre la disciplina, sino
también sobre el quehacer profesional de cada uno. Es decir, y en relación con
la primera respuesta, parece que la única manera de mostrar la producción de
los historiadores es por medio de textos resultantes de investigaciones, con lo
cual se desconocen las reflexiones sobre los diversos caminos que los histo­
riadores han debido recorrer para formarse como investigadores y docentes.
Así, las universidades públicas y privadas, siguiendo directrices
de Colciencias, particularm ente para los historiadores que trabajan en
Colombia, que a su vez sigue parámetros internacionales orientados a medir
la productividad académica, solicitan a sus profesores e investigadores pu­
blicar constantemente, sobre todo artículos en revistas indexadas, no solo
para asegurar su continuidad en los centros educativos, sino también para
acreditar y fortalecer los programas de pregrado y posgrado. De esta forma,
vemos encuestan en donde el 15 % de los historiadores consultados afirmaron
escribir y publicar más de cinco artículos en dos años, y el 5 % más de diez
artículos en ese mismo periodo.1 Es decir, es cada vez más notorio que la1

1 Reporte B-ACH, 2016, Historiadores y profesión, mirada nacional (Bogotá: Asociación de His­
toriadores, 2016), 16.

9
Los historiadores colombianos y su oficio

producción histórica e historiográfica ha caído en el mecanismo de la produc­


ción industrial, en donde se escribe y se publica no por el bien de la disciplina,
sino para satisfacer requerimientos institucionales y necesidades económicas
de los historiadores. La gran paradoja es que sean las universidades las que
han blandido el discurso de la investigación de alta calidad, las que fomenten
este sistema de publicación masivo de los resultados de inyestigación, el cual
claramente va en contra de la calidad de las investigaciones, y a la vez no pro­
muevan la reflexión sobre el quehacer investigativo, de tal forma que para un
investigador no sea llamativo escribir un artículo como el que propusimos
para este libro.12
Las características básicas de los historiadores invitados a este pro­
yecto editorial son las siguientes: tener un promedio de edad de cuarenta y
cinco años, lo que significaba pertenecer a la tercera generación de historia­
dores profesionales del país; haber completado todos los niveles de estudios
profesionales, esto es, tener título de doctorado; y poseer una trayectoria
académica conocida en el medio, esto es, ser considerados por sus pares
como especialistas en el tema o los temas que trabajan.
De los autores reunidos en este texto solo hay una mujer, Natalia
Silva Prada, es decir, el 8 %. Esto es muestra de dos factores: el primero, re-
ferenciado atrás sobre la dificultad para aglutinar un número más sólido de
participantes; el segundo, el que la historia sea en el país una profesión
m ayoritariam ente m ascu lina. En el reporte de 2016 de la A sociación
Colombiana de Historiadores esto puede constatarse numéricamente. Según
los resultados de la encuesta que permitió elaborar el informe, el 31 % de los
profesores universitarios de historia son mujeres.3 Para nuestra obra nos
hubiera gustado que se reflejara ese porcentaje, es decir, que la tercera parte
de los autores fuesen historiadoras, pero no fue posible.
En cuanto a su origen, quisimos aglutinar a historiadores de todo el
país. En efecto, encontramos profesionales del centro, nororiente, suroccidente,

1 Los rankings internacionales sobre la calidad de las universidades basan sus resultados en gran
medida en el análisis de indicadores centrados en el impacto y número de investigaciones
dadas a conocer por medio de las publicaciones realizadas por sus profesores, que además se
tienen en cuenta para calcular sus salarios. Es decir, a mayor productividad mayor pago. De
igual manera, una mejor visibilidad para las instituciones donde laboran los investigadores se
logra con que estos publiquen masivamente. Esta política transformó la función formativa de
las universidades convirtiéndolas en empresas, con un alto número de profesores interesados
más en mejorar sus salarios que en reflexionar sobre su disciplina y labor docente.

3 Reporte B-ACH, 2016, Historiadores y profesión, mirada nacional, 8.

10
Introducción

Antioquia y el eje cafetero. Infortunadamente la costa Caribe no está repre­


sentada, por los mismos motivos expuestos antes. En cuanto a su lugar de
trabajo, además de Colombia, Estados Unidos, México y Brasil son los países
en donde los autores desempeñan su quehacer como historiadores.
A lem ania, Brasil, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra,
México y Suecia son los lugares escogidos por nuestros protagonistas para
hacer sus estudios de posgrado, y entre estos sobresale México, donde cua­
tro se formaron y tres decidieron establecerse permanentemente. El viaje,
el manejo de otra lengua y la confrontación con otras culturas y tradiciones
académicas se convierte en un reto, que al superarse redunda en una for­
mación académica mucho más sólida. Las escasas posibilidades de acceder
a una beca en Colombia para hacer estudios de posgrado y la m ínim a oferta
de estos, por lo menos hasta la década de 1990, obligaron a nuestros prota­
gonistas a buscar otros horizontes académicos. A l hablar con varios de ellos,
insistieron en que la principal razón para hacer los estudios en el extranjero
se debía a las escasas o nulas opciones ofrecidas en el país; además, el hecho
de que los estudios de posgrado se hicieran fuera les brindaba la posibilidad
de más ofertas laborales. Estas dificultades se convirtieron en una fortaleza
para el desarrollo de la historiografía colombiana, la cual no hemos logrado
medir suficientemente, pero esperamos que publicaciones como la presente
nos estimulen a reflexionar más sobre las nuevas posibilidades del desarrollo
historiográfico colombiano. Además, sobresale que cinco de nuestros cola­
boradores hacen sus carreras profesionales por fuera de Colombia, lo cual
redunda en el fortalecimiento intelectual del campo y abre nuevas opciones
historiográficas de análisis y comparación. Esta apertura al mundo por parte
de los historiadores comienza a verse reflejada en las publicaciones seriadas
nacionales, en las que se observa que los historiadores colombianos que v i­
ven en el extranjero hacen parte de los comités editoriales. Además, varios
de ellos permanentemente visitan el país para im partir cursos o participar
en eventos académicos.
En cuanto a las temáticas de investigación de los autores, si bien
advertimos que han consolidado sus carreras académicas profundizando
en sus respectiyos temas de investigación, es de anotar que muchos de estos
temas no eran los principales cuando comenzó la profesionalización de la
disciplina que, en esencia, privilegió la historia social y económica. Es po­
sible que en unos quince años los temas también sean otros pues, como se
observa hoy, escenarios como los estudios de género o la historia ambiental,
para mencionar solo un par, están tomando fuerza. La próxima generación
de historiadores será la que dé cuenta de sus propias experiencias.

11
Los historiadores colombianos y su oficio

Los autores de esta obra comenzamos a adquirir conciencia histórica


y profesional a principios de la década de 1990, época marcada por el desen­
canto y la desazón. La caída del muro de Berlín, el fin del llamado socialismo
real, la desintegración de la URSS, el subsecuente final de la guerra fría y la
crisis de los grandes paradigmas estaban a la orden del día. A pesar de esto,
y como puede verse en los ensayos aquí reunidos, la pesadez y el desánimo
no influyeron en nuestro quehacer profesional.
Atrás indicamos que pertenecemos a una generación, la tercera, desde
la profesionalización de la historia en el país. Nos formamos a la sombra y
bajo la influencia de la llamada nueva historia de Colombia, pero conside­
ramos que no pertenecemos a ella, aunque este texto no es una proclama de
ruptura. Creemos que las dinámicas de la historia en el país invitan a escri­
bir las características de una generación de historiadores que ha crecido en
medio de la historia profesional colombiana.
La profesionalización de la disciplina histórica en Colombia, esto es,
que los historiadores se formen en centros universitarios bajo claros pará­
metros de métodos, metodologías y corrientes historiográficas, se presentó
en la década de 1960. Esta profesionalización significó un corte drástico
con la forma como se concebía la investigación histórica en el país, la cual,
hasta ese momento, había privilegiado la historia política entendida como
el recuento pormenorizado de las acciones de los autoproclamados hombres
ilustres predestinados a guiar y gobernar al país. Era una historia política
destinada a justificar la forma como sectores de la sociedad habían conducido
a la sociedad colombiana. Esta forma de historia política influyó para que la
historia profesional en el país, desde sus inicios, se inclinara preferiblemente
por la historia social y económica. Esto con clara influencia de Anuales.
La prim era generación de historiadores profesionales agrupados
alrededor de la figura de Jaime Jaram illo Uribe (1917-2015) fue denominada
por el poeta Darío Jaramillo Agudelo como la nueva historia de Colombia. La
denominación de nueva ya indica la clara intención de romper con la inter­
pretación tradicional a la que se le relacionaba con las academias de historia.
Esta ruptura demuestra, además, que dos generaciones diferentes entraban
a disputarse la escritura e interpretación de la historia del país, la de los his­
toriadores profesionales y la de los integrantes de las academias de historia.
La nueva historia de Colombia, representante de la profesionali­
zación de la disciplina histórica en el país, se vio reflejada en dos obras de
divulgación general que querían dar cuenta de las recientes investigaciones
sobre historia colombiana. Ellas fueron el Manual de historia de Colombia
(publicado en 1978, en 3 volúmenes, por el Instituto Colombiano de Cultura,

12
Introducción

Colcultura) y la Nueva historia de Colombia (publicada en 1989, en 11 volú­


menes, por Planeta). Primaban en ellas la historia social y económica con al­
gunos visos de una historia política alejada de la visión heroica de la historia.
La profesionalización de la disciplina histórica en Colom bia no
solo constituyó una fractura en cuanto a la forma como se interpretaba el
pasado del país: significó también la aparición de espacios destinados a la
formación de historiadores, esto es, departamentos y escuelas de historia
adscritos a universidades públicas y privadas. Así, los historiadores que se
habían formado en el exterior y que constituyeron la primera generación de
historiadores profesionales se desempeñaron no solo como investigadores,
sino que también conformaron las primeras plantas de profesores universi­
tarios que formarían a nuevos colegas. Esto es importante tenerlo en cuenta
porque además de facilitar el afianzamiento de la historia como disciplina
profesional, aumentó el número de personas que se dedicaría a esa profesión,
incrementándose con ello las investigaciones y producciones académicas.
Siguiendo la dinámica anterior, y con el incremento de los profe­
sionales de la historia, también se presentaron cambios significativos en
cuanto a los temas de investigación. Si bien en los primeros años la historia
social y económica acaparó la mayoría de investigaciones, a finales del siglo
XX se presentó lo que podríam os llamar una “explosión temática”, una de
cuyas características fue alejarse no solo de la historia política, aspecto que,
como vimos, los primeros historiadores profesionales ya habían hecho, sino
también deslindarse de los enfoques sociales y económicos. Esta explosión
temática se vio reflejada en la aparición de múltiples historias y también de
diversas formas de hacer historia. Ejemplo de lo anterior son la historia del
hecho religioso, la del género, la cultural, la ambiental, la de la ciencia, la
historia intelectual, entre otras.
El aumento de profesionales de la historia, la aparición de centros de
formación de historiadores en diversos niveles (pregrado, maestría y docto­
rado), el incremento y sostenimiento de revistas especializadas en historia
(Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, Historia Crítica,
Fronteras de la Historia, Historia y Sociedad, Anuario de Historia Regional
y de las Fronteras, HiSTOReLo, Historia Caribe, para solo mencionar unas
cuantas) y la ampliación de materias de investigación, podrían ser muestras
de la robustez de la disciplina histórica en el país. Sin embargo, en el am ­
biente hay una discusión sobre el quehacer del historiador, es decir, sobre
las reflexiones que, como sujeto partícipe de la producción historiográfica,
hace sobre su oficio. Estas reflexiones se han abordado de manera poco sis­
temática y más bien dispersa: Las reuniones disciplinares como el Congreso

13
Los historiadores colombianos y su oficio

Colombiano de Historia no han contribuido eficientemente a afrontar este


problema.
Debido a lo anterior surgió la idea del presente libro: invitar a histo­
riadores colombianos que no pertenecieron a la nueva historia de Colombia
a reflexionar sobre el oficio a partir de su experiencia. Por ello, los ensayos
aquí reunidos no son textos que se pregunten por la historia en sí misma,
sino por la forma como los historiadores, desde su propia experiencia en el
día a día (formación académica, docencia, investigación), se asumen como
tales. Es decir, son textos que, en su forma, se asemejan más a los ensayos que
a los artículos de revistas especializadas, lo cual no significa que carezcan de
calidad académica o que esta sea cuestionable. Por el contrario, el ejercicio
de escritura de cada uno de los artículos que componen el libro significó un
esfuerzo intelectual elevado porque sacó a los autores de la zona de confort
en la que se han desenvuelto para ubicarlos frente a sí mismos y, en un plano
más amplio, frente a la disciplina histórica. Es decir, los textos muestran tanto
la reflexión de cada autor por su propio trabajo como al autor en el escenario
de la historia e historiografía colombianas.
Al analizar el proceso de formación intelectual de nuestros colabo­
radores, resulta llamativo que todos se hayan educado en universidades
públicas. Se podría afirmar, en un primer momento, que las redes utilizadas
para convocar a nuestros colaboradores se construyeron en las universidades
públicas, y posiblemente algo de razón haya en ello. No obstante, al observar
cuál ha sido el desempeño intelectual de cada uno de los ensayistas de esta
obra, se evidencia que sus problemas de investigación están lejos de cualquier
vestigio clasista o excluyente; por el contrario, sobresale su compromiso
académico, rigor científico e interés de aportar por medio de sus investiga­
ciones y trayectoria intelectual a la creación de una sociedad autocrítica y
respetuosa de la diversidad.
Otro elemento digno de mención, relacionado con los intereses aca­
démicos de quienes participan en esta obra, hace referencia a que en todos
ellos se observa un proceso de formación de largo aliento que comienza con
el pregrado y culmina con la realización de la tesis de doctorado, lo cual no
quiere decir que dejen de investigar. Por el contrario, se observa que en sus
lugares de trabajo continúan liderando procesos investigativos dirigidos a
profundizar lo realizado en la tesis o en anteriores proyectos. En cuanto a sus
influencias teóricas y metodologías de trabajo, es evidente la gran cantidad
de literatura, metodologías y propuestas teóricas a las que apelan para poder
construir su objeto de investigación.

14
Introducción

Ahora bien, a pesar de las dificultades que pueda presentar la disci­


plina histórica en el país y de los inconvenientes en la convocatoria para este
libro, consideramos que esa disciplina está alcanzando la madurez no solo
por lo que vimos atrás en el aumento de profesionales, programas académi­
cos y revistas especializadas, sino también porque los historiadores estamos
comenzando, así sea tímidamente, a reflexionar sobre nuestro quehacer.
Ejemplo de ello es este libro.
Como agenda de trabajo queda promover, por parte de los historia­
dores, la recuperación de la memoria histórica, m áxim e en una época en
la que las circunstancias y condiciones lo exigen. Para el caso colombiano
aludimos a los procesos de paz. Un escenario que traerá como resultado no
el fin del conflicto social, sino, por el contrario, la visibilización de infinidad
de problemas sociales por los que atraviesa el país y que el conflicto había
ocultado. A hí los historiadores tendremos el reto de continuar investigando
cómo fue posible que un conflicto político propio de un periodo reciente de
la historia haya devenido en una guerra que ha logrado mantenerse hasta
la actualidad, a pesar de que sus motivaciones ideológicas fueron puestas
en entredicho. Las víctimas de este conflicto, que superan la cifra de siete
millones, reclaman de la sociedad el no olvido y la reconstrucción de su
tragedia con el ánimo de conocer la verdad, hacer justicia, reparar y poder
perdonar. En este sentido, los historiadores estamos obligados a continuar
historiando la memoria del conflicto, con todos sus actores y variables.
Además, todavía faltan muchas explicaciones históricas relacionadas con la
diversidad regional y las dificultades del Estado para lograr hacer presencia
en todo el territorio nacional, lo cual redundaría en una mejor comprensión
del conflicto y en la búsqueda de salidas políticas y sociales coherentes con
el propósito de lograr construir un país en paz.
También es apremiante promover de manera activa el retorno de las
clases de historia a los colegios. La enseñanza de historia a ¡os niños y jóve­
nes colombianos no puede quedar en la buena voluntad de las instituciones
escolares, sino que debe ser parte de las áreas obligatorias. Sin embargo, esta
enseñanza no debe reducirse al listado de fechas, acontecimientos y nombres.
Debe promover la adquisición del pensamiento histórico —entendido como
la capacidad de comprender críticamente unos hechos sociales en continuo
movim iento— desde una perspectiva temporal que ayude a entender los
cambios y permanencias de la sociedad. Además, se requiere que los historia­
dores reflexionen sobre el aceleramiento del tiempo, consecuencia del vértigo
del consumo y de los avances tecnológicos depredadores de la vida, y sobre

15
Los historiadores colombianos y su oficio

las inéditas formas de comunicarse y crear, lo cual además está afectando la


forma como comprendemos el tiempo presente.

Reflexiones sobre el quehacer histórico en Colombia

Después de leer los textos compilados sobre el oficio del historiador, su


formación, aportes y desarrollos profesionales, sobresalen los esfuerzos
individuales de largo aliento, la diversidad temática e influencias teóricas.
Estas experiencias descritas autobiográficamente describen y analizan cómo
nuestros protagonistas se acercaron a sus objetos de investigación. Unos re­
latos cargados de referencias teóricas que demuestran el interés de dialogar
con otras disciplinas para enriquecer sus análisis. No se quedan en la mera
descripción de los hechos o en la colección y sistematización de las fuentes
prim arias; por el contrario, se observa en ellos una preocupación constante
por apropiarse de teorías y escuelas historiográficas diversas, esto en bene­
ficio de una historia mucho más compleja en interpretaciones y formas de
contarla, más imaginativas. Atrás quedó la historia positiva, la historia de
bronce y las historias estructuralistas (política y económica), por lo menos
ello se concluye al analizar las fuentes utilizadas por quienes suscriben es­
tas experiencias académicas. Se espera que esta apertura nos lleve a nuevos
campos investigativos y a interpretaciones históricas novedosas y totalizan­
tes. Tal vez esto sea una apuesta más cercana a la historia cultural, que se
está convirtiendo en una especie de recipiente donde confluyen diferentes
tradiciones teóricas e historiográficas. A l parecer, por lo descrito en esta
obra, se percibe en las interpretaciones de estos historiadores complejidades,
cargadas de sentido con explicaciones subjetivas y análisis de diversas repre­
sentaciones culturales. No obstante estos aparentes avances, se requiere un
debate permanente que permita hacer un balance de esta explosión temática
y totalizante, pues también se corre el riesgo de que se diluyan procesos sin­
crónicos, afectando las lecturas diacrónicas, fundamentales para aportarle
al pensamiento histórico del país.
La escritura de estas semblanzas intelectuales tiene por objeto narrar
el proceso de formación y la delimitación de las investigaciones que en la
mayoría de los casos comienzan con estudios monográficos, elaborados en
el pregrado, sobre personajes o hechos sociales circunscritos a una región o
localidad y temporalmente bien definidos, que en los estudios de posgrado
adquieren una perspectiva nacional, de comparación y de síntesis. No se
observa en estas trayectorias intelectuales demasiados saltos temáticos. En
todas ellas se percibe universalidad, profundidad y compromiso intelectual.

16
Introducción

Así, a un corto periodo se le complementa con más años, pero en el mismo


siglo o en un breve tránsito a otro; a un personaje se le encuentran más rela­
ciones y redes que pueden llegar a explicar una época; a un problema local o
regional se le contrasta con un contexto nacional y en diálogo con lo global.
Por cierto, resulta fascinante leer las explicaciones que dan los his­
toriadores a la hora de escoger sus primeras temáticas y que a la postre se
convierten en proyectos intelectuales de largo aliento. Algunos llegan a sus
problemas de investigación por lecturas previas, por intereses personales de
tipo social o político, por influencia de sus profesores, porque encontraron
algún documento revelador, porque detrás de tal huella llega una más signi­
ficativa que abre escenarios más complejos para el análisis. Así, lentamente
construyen sus objetos de estudio. Son pocos los que se aventuran a cambiar
de tema, y cuando lo hacen pareciera que este se agota o también puede ocu­
rrir que la vida profesional les exija asumir nuevos retos.
A pesar de que hoy se insiste en el trabajo académico colectivo y de
que los autores reconocen sus influencias teóricas y a quienes les ayudaron
en su formación, se puede concluir que los historiadores se forman indivi­
dualmente. Estudiar las formas culturales que asumía la política durante la
Colonia o la historia de las cofradías; leer a Luis Tejada, a Manuel Ancízar
y a los pensadores latinoamericanos; hacer historia regional e insistir en su
versión no tradicionalista a pesar de las fuentes tradicionales de las élites lo­
cales; reconstruir las relaciones sociales de una hacienda y contextualizarla
con la economía global; narrar el hecho religioso o historiar comunidades
religiosas e identificar a sus protagonistas y sociabilidades por fuera de las
instituciones; describir la historia de las comunidades religiosas no católi­
cas y saltar a la historia de la locura; o teorizar sobre la economía colonial,
sobre las identidades juveniles latinoamericanas y la cultura son esfuerzos
individuales que, en ocasiones, sus realizadores logran confrontar con otros
colegas, publicitar, publicar o compartir con sus estudiantes. El trabajo de
largo aliento de estas producciones evidencia un compromiso absoluto con
el oficio de historiar, que obliga a sus autores a recurrir a todas las estrategias
posibles en la búsqueda de fuentes prim arias, pero también a leer perma­
nentemente las diversas teorías relacionadas con el objeto de estudio y que
les ayudan a sofisticar los análisis históricos e historiográficos.
Esta diversidad temática debería obligar a pensar a los historiadores
que nuestro campo intelectual está en expansión, a pesar de que varios de
los colaboradores se lamentan de la precaria cultura histórica y de la pérdida
del sentido histórico, de pensar la sociedad desde una perspectiva histórica;
además, uno de ellos afirma que los recientes egresados en nuestro campo

17
Los historiadores colombianos y su oficio

carecen de un bagaje cultural elevado y no tienen una concepción global de


los problemas que investigan. Frente a esta realidad solo habría que decir
que ello ocurre en todas las disciplinas y que no es un problema solo de la
historia, dado que actualmente nos enfrentamos a una crisis estructural del
conocimiento, paradójicamente en un mundo interconectado y globalizado.
¿Qué significa ser historiador hoy en un país como Colombia? Des­
pués de leer detenidamente a los colegas y de compartir esceifarios académicos
con algunos de ellos, responder a este interrogante resulta todo un reto,
m áxime si en nuestro país la historia salió de los pénsum escolares hace casi
tres décadas y que, en los actuales momentos, el pensamiento histórico se
encuentra en retirada frente al vértigo de lo contingente y de la idea hege-
mónica de que hay un exceso de historia. Hoy se debe olvidar. Una respuesta
negativa ante tal afirmación es la que se espera por parte de los historiadores.
En este sentido, vale la pena insistir en que el papel de los historiadores es
recordarle a la gente lo que la sociedad le quiere hacer olvidar. Recordarle
los hechos, pero también los contextos, las injusticias, las exclusiones y las
arbitrariedades culturales, políticas y económicas que los poderosos de toda
laya intentan hacernos olvidar. Hacer una historia justa.
Por último, no queda otra cosa sino agradecer a los historiadores que
aceptaron nuestra invitación y colaboraron con un ensayo. Esperamos que
este esfuerzo redunde en un necesario diálogo entre historiadores y que m o­
tive a otros colegas a tomarse el tiempo para reflexionar sobre el oficio de his­
toriar en una sociedad cada vez más alejada del pensamiento histórico, una
inquietud explícita desde que se invitó a los colegas a participar en este libro.

LO S EDITORES

18
U N A E X P E R I E N C I A V I V I D A : E N T R E LAS C I E N C I A S
SOC IA LES Y LAS H U M A N I D A D E S

Alexander Betancourt Mendieta

Llegué a la historia por necesidad. Inicié mis estudios universitarios en la Fa­


cultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Caldas (Manizales) en 1987.
En aquellos años, los ciclistas colombianos en Europa ya habían ejecutado
las primeras hazañas; los medios de comunicación masiva promovían con
insistencia la presencia del rock en español, que abarcaba todo el espectro
hispanoamericano: Alaska y Dinarama, El Tri, Soda Stereo, Los Prisioneros,
Los Toreros Muertos, Kraken; las selecciones de fútbol mostraban los prim e­
ros logros y por primera vez un equipo colombiano triunfó en la Copa Liber­
tadores. En general, fue un periodo de una amplia efervescencia nacionalista.
En aquellos días descubrí la importancia de contar con un pensamiento
propio en lengua española. Eventualmente, entrevi también las dificultades
para justificar y demostrar la existencia de un pensamiento en lengua espa­
ñola, así como las implicaciones que suponía su respuesta, especialmente en
un medio académico como el que empezaba a conocer en la Universidad de
Caldas, que percibía como un hecho inviable la posibilidad de que la filosofía
encontrara formas inteligibles fuera de la lengua alemana, francesa o inglesa.
Me encontré entonces, de frente, con un problema vital: ¿hay filósofos en
América Latina?, ¿dónde estaban los grandes filósofos nacidos en América
Latina?, ¿cuáles eran las obras maestras de la filosofía en lengua española?,
¿había alguna posibilidad de hallar en América Latina una obra parecida a
los trabajos de Kant y Hegel?
La tensión ante las formas de expresión que podía llegar a tener la
filosofía se debía, quizás, a la situación de renovación que vivía la Facultad,
en donde no se sufría el peso de los dogmatismos de las izquierdas. Es decir,
M arx no era un referente bibliográfico omnímodo y la malla curricular
estaba cargada de materias y seminarios que hacían énfasis en problemas y
autores de la filosofía analítica que iban desde Ferdinand de Saussure, en los
primeros semestres, hasta Karl Popper y John L. Austin, al final de la carrera.
Además, desde mi perspectiva, seguramente sesgada por la ingenuidad, no
se manifestaban explícitamente las inquietudes que generaban los procesos
de negociación y desmovilización de los grupos guerrilleros con el Gobierno,
ni se padecían las consecuencias directas de la guerra sucia que sufrían los
militantes de la Unión Patriótica, ni se percibían los signos que anunciaban
a las izquierdas la dura prueba de 1989.

19
Alexander Betancourt Mendieta

En este contexto, plantear la posibilidad de pensar en español tenía el


mismo aspecto que puede ofrecer una pregunta capciosa, y ante ella no había
otra respuesta que adentrarse en las tradiciones culturales de América Latina.
:
De antemano, las probabilidades de obtener buenos frutos en la inmersión
en busca de una tradición filosófica propia en América Latina parecían con­
denadas al fracaso. No obstante, las propuestas historigistas alemanas de la
segunda mitad del siglo XIX encabezadas por la obra de Wilhelm Dilthey
brindaban algunas posibilidades: según él, la historia de la filosofía ofrecía
ejemplos sobre la existencia de modalidades sistemáticas y metódicas de la
filosofía —Kant, Hegel—, pero también filosofías centradas en la moral y
otros sectores de la cultura cuyas formas de expresión eran asistemáticas,
ametódicas y antimetafísicas, más cercanas a la expresión literaria y con un
claro sello relativista: las filosofías poshegelianas.
El historicismo alemán sería fundamental para los intereses inte­
lectuales que estarían en mi devenir profesional aun cuando no fue un área
de estudio abordada en las aulas. La difusión de estos planteamientos en
el ámbito hispanoamericano se debe a la obra de José Gaos (1900-1969), el
filósofo transterrado que trabajó en El Colegio de México y la Universidad
Nacional Autónoma de México (Unam) durante las décadas de 1940 a 1960.
Conocí las referencias a estos planteamientos mediante los testimonios de su
discípulo, y prolífico autor, Leopoldo Zea (1912-2004), cuando me inscribí en
la Licenciatura en Filosofía e Historia que ofrecía en Pereira la Universidad
Santo Tomás de Aquino (Usta) por medio de la modalidad a distancia. Esta
actividad la desarrollé de manera paralela a mis estudios presenciales en
la Universidad de Caldas. En la Santo Tomás leí y comprendí la propuesta
a favor de la urgencia y la necesidad de “pensar desde Colombia” que pro­
movían los profesores de la Usta: Germán Marquínez Argote, Jaime Rubio
Angulo, Luis José González, Eudoro Rodríguez, Daniel Herrera Restrepo,
Roberto Salazar Ramos, entre otros, con base en un discurso latinoameri-
canista que hacía un particular énfasis en la historia de las ideas y la filosofía
de la liberación.
El conjunto de profesores mencionados fue conocido como el Grupo
de Bogotá, el cual desarrolló una labor notable de discusión y difusión de
los problemas epistemológicos y políticos que le interesaba con la creación
de un Centro de Enseñanza Desescolarizada (CED) como dependencia de
la Universidad Santo Tomás. El CED tenía la tarea de coordinar las activida­
des de diferentes programas de formación de docentes, al que pertenecía la
licenciatura en la que me inscribí, y era un proyecto concreto de los plantea­
mientos filosóficos del Grupo de Bogotá mediante la enseñanza a distancia.

20
Una experiencia vivida: entre las ciencias sociales y las humanidades

Esta modalidad educativa hacía parte de las acciones fundadas en los prin­
cipios de la filosofía de la liberación porque este método pedagógico tenía
como supuesto que la desescolarización y descentralización de la educación
enfocada en las realidades de la periferia eran parte de un proceso de con-
cientización hacia la liberación. Las actividades de formación de docentes
tuvieron importantes acciones complementarias como la realización de los
congresos internacionales de filosofía latinoamericana que se desarrollaron
en la sede principal de la Universidad Santo Tomás entre 1980 y 1994, una
temática y un carácter que contrastaba con un país que no se caracteriza,
precisamente, por fomentar esta perspectiva en el ámbito político, con poca
presencia en sus tradiciones intelectuales.1
Las propuestas del Grupo de Bogotá invitaban de manera inequívoca
a trazar una historia de las tradiciones intelectuales de América Latina, cuyo
ejemplo concreto recaía en los estudios de Leopoldo Zea: El positivismo en
México: nacimiento, apogeo y decadencia (1943) y Dos etapas del pensamiento
en Hispanoamérica (1949),12 trabajos que abrían la puerta para estudiar di­
ferentes formas intelectuales en el pasado de los países de Am érica Latina.
Pero las publicaciones de Zea tenían un claro referente: los estudios históricos
sobre la filosofía en lengua española elaborados por José Gaos.
La obra de Gaos tiene una fase radicada en la década de los años 1940,
donde la lectura y el estudio de la filosofía tenían como objetivo demostrar la
existencia de la filosofía en lengua española en el viejo y el nuevo continente.
Gaos partía del planteamiento de Dilthey, quien consideraba que la filosofía
había cambiado paulatinamente en sus formas a lo largo del tiempo, y fue así
como en buena parte del siglo XIX empleó la forma de un sistema completo y
acabado, la metafísica, concretada en la obra de Hegel y M arx. Sin embargo,
las transformaciones políticas, sociales, económicas y los avances del conoci­
miento científico obligaron a la reflexión filosófica a estudiar nuevos proble­
mas y a hacer un énfasis particular en los problemas morales y estéticos; por
eso, en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, la filosofía tomó la
forma del pensamiento, es decir, adoptó explícitamente formas de expresión

1 La mayoría de los manuales que servían de base a la formación de los alumnos de la licenciatura
habían sido elaborados por estos profesores, los cuales tenían como complementos materiales
de lectura, especialmente antologías y algunas veces libros completos. Cfr. Marquínez Argote,
1981; Salazar, 1988; Castro-Gómez, 1996.

2 En los textos de la Santo Tomás debía leerse la tercera edición de este libro, que tenía por título
El pensamiento latinoamericano (1976).

21
Alexander Betancourt Mendieta

asistemáticas —Nietzsche, Bergson—. Por tanto, puede encontrarse en las


más variadas obras de la creación humana. Esta perspectiva de comprensión
del quehacer filosófico sustenta el horizonte de comprensión formulado y
practicado por Gaos para estudiar la filosofía en Hispanoamérica, ya que
para él la lengua española sería más apta para el pensamiento que para la
filosofía sistemática (Gaos, 1945a, 1945b; Kozel, 2012). ,
Las consecuencias de los planteamientos de Gaos aprehendidos a
través de los libros de Leopoldo Zea rápidamente se pueden entrever para
justificar la búsqueda que me había propuesto. Sin embargo, las propuestas
de Zea fueron contrastadas en el seno de la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad de Caldas con los problemas que planteaba el conocimiento de
otra tradición intelectual con más prestigio y arraigo que los referentes que
evocaban los trabajos del filósofo mexicano: la literatura latinoamericana.
En aquellos días, en la Facultad practicábamos la exploración bibliográfica
minuciosa a partir de una curiosidad intelectual efervescente que desataba
un ambiente muy vivaz cargado de manera permanente con las referencias
y contrastes entre Jorge Luis Borges, M ario Vargas Llosa, Octavio Paz, Julio
Cortázar, Ernesto Sábato, entre otros, con las novedades literarias de aquel
momento impulsadas por el principal referente cultural de aquellos días: el
suplemento literario Magazín Dominical del periódico El Espectador: M ilán
Kundera: La insoportable levedad del ser (1984); Umberto Eco: Apostillas a El
nombre de la rosa (1985); Patrick Süskind: El perfume (1985); Umberto Eco:
El péndulo de Foucault (1988). Discusiones en las que se daba por sentado el
carácter propositivo, universal y genuino de la literatura latinoamericana.
Obviamente, no de toda la literatura: Fernando Soto Aparicio, Germán Arci-
niegas, Eduardo Caballero Calderón, Tomás Carrasquilla y Germán Espinosa,
entre otros escritores colombianos, no hacían parte de esa universalidad.
Las referencias debían recaer sobre las figuras reconocidas por el entorno
mediático y la fama impulsada desde las aulas de clase que volvía sobre los
autores ya mencionados, a los que se añadía la sombra todopoderosa del
recién consagrado nobel de literatura Gabriel García Márquez que en aque­
llos años publicó El amor en los tiempos del cólera (1985) y El general en su
laberinto (1989).
Ante ese panoram a amplio, desconocido para mí, y sobre el que
debatían con autoridad mis compañeros de las diversas generaciones de la
Facultad, encontré un importante soporte para tratar de comprender los
temas que tanto anim aban aquellas discusiones: los trabajos de Rafael
Gutiérrez Girardot (1928-2005).

22
Una experiencia vivida: entre las ciencias sociales y las humanidades

A fines de 1987 vi por primera vez el nombre de Gutiérrez Girardot.


En una pared, a la entrada de la Facultad, había un aviso que invitaba a la
conferencia que iba a im partir un profesor colombiano que trabajaba en la
Universidad de Bonn, quien se presentaría en la tarde en algún auditorio de
la Universidad Nacional de Colombia, sede Manizales. Finalmente, no asistí
a la reunión y nunca vi en persona al afamado profesor. Meses después des­
cubriría la importancia de la obra de este ilustre boyacense. La obra de Rafael
Gutiérrez Girardot se convirtió en una guía sustancial, un apoyo necesario
que me brindó la posibilidad de asirme con fuerza en ciertos bastiones clave
para vislum brar el devenir de la historia de Am érica Latina, más allá de los
lugares comunes y la actitud dogmática, tan comunes en el medio univer­
sitario. Por supuesto, la insistencia en el poder de la actitud crítica llevó a
que la guía fuera solo un bordón para el camino, no una fuente de recetas y
de fórmulas ya hechas que se utilizaban como verdades absolutas a la hora
de emitir juicios.
Tuve que releer una y otra vez los textos de Gutiérrez Girardot. Sus
trabajos eran un reto que invitaba a superar la ignorancia. Además, su obra
hacía énfasis en la importancia del conocimiento histórico para comprender
fenómenos culturales como la literatura y la filosofía; sin un contexto claro y
preciso y un conocimiento básico de las tradiciones en las que se inscriben los
textos no se puede medir adecuadamente el valor de las obras y sus autores.
De allí que aproximarse a la obra de Gutiérrez Girardot fuera una prueba no
solo vinculada a mis conocimientos insuficientes, también estaba relacio­
nada con las debilidades de las instituciones de aquel entorno. Los textos de
los que hablaba el profesor boyacense no eran accesibles fácilmente, y tuve
que buscarlos de diferentes maneras. El primer paso obvio era ir a lo inm e­
diato: los anaqueles de las bibliotecas públicas y universitarias de Manizales
y Pereira, pero allí era muy difícil encontrar libros del dominicano Pedro
Henríquez Ureña (1884-1946) y del argentino José Luis Romero (1909-1977),
había algún texto desperdigado, pero la mayoría de las referencias que hacían
los trabajos de Gutiérrez estaban casi siempre ausentes de aquellos estantes.
Otra vía posible para enfrentar los vacíos bibliográficos era la posibi­
lidad de hacej un viaje a la lejana Bogotá. Era una verdadera aventura costosa
y azarosa porque implicaba atravesar las altas cordilleras durante siete horas
o más, sortear los riesgos del inseguro centro capitalino para después contar
con la suerte de poder dar con algún texto de la lista de referencias necesarias
entre los ficheros, todavía en papel, de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Como
saben los usuarios de las bibliotecas y los archivos de estantería cerrada, no
basta ubicar el texto en el fichero, es necesario tener la fortuna de encontrar

23
Alexander Betancourt Mendieta

un bibliotecario acucioso que se aplique en su labor. La travesía no concluía


allí, había que hacer cola y obtener un espacio en la larga fila de turnos en
las fotocopiadoras, que podían llegar a generar una espera de días. De aque­
llas incursiones aún guardo con cariño las fotocopias de Latinoamérica: las
ciudades y las ideas de José Luis Romero y de algunos libros de la colección
Estudios alemanes en la que participaban Victoria Ocampo, Rafael Gutiérrez
Girardot, Ernesto Garzón Valdéz, H. A. Murena, Helmut Arntz, Hans Bayer,
Geo T. M ary y Werner Rehfeld, entre los cuales destaco Histórica. Lecciones
sobre la Enciclopedia y metodología de la historia de Johann Gustav Droysen;
La filosofía de la historia después de Hegel. El problema del historicismo de
Herbert Schnádelbach; La historia como ciencia de Theodor Schieder; y Nuevos
caminos de la historia social y constitucional de Otto Brunner.
Casualmente podía encontrar la solidaridad bibliográfica en compañeros
de lectura urgidos por las búsquedas de textos que tenían la fortuna de contar
con recursos para asistir a las primeras ferias internacionales del libro que
se organizaron en Bogotá —la primera es de 1988—. Este era el momento
propicio para encargar novedades literarias y musicales, pero sus labores de
apoyo no se quedaban en la feria, estos mensajeros providenciales también
iban cargados de solicitudes para traer unas fotocopias de “ la Luis Ángel” o
a darse “ una vuelta” por la Librería Lerner. De esta manera adquirí El estudio
de la mentalidad burguesa (1987) de José Luis Romero, el importante histo­
riador argentino que planteó un horizonte novedoso de comprensión de los
procesos históricos de América Latina, y el Facundo de Domingo Faustino
Sarmiento en la edición de la Biblioteca Ayacucho, uno de los principales
proyectos culturales para referenciar obras clásicas de la cultura letrada en
América Latina, concebida y promovida por el crítico literario Ángel Rama y
financiada por el Gobierno de Venezuela desde 1974 hasta el presente, inen-
contrables en las pocas librerías de Pereira y Manizales.
Por una u otra casualidad algunos autores que mencionaba Gutiérrez
Girardot llegaron a mis manos por vías inverosímiles. Recuerdo cómo pude
leer por primera vez los Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928).
Un afortunado amigo encontró por casualidad, en alguna acera de Cali, un
ejemplar de la Obra crítica (1960) de Pedro Henríquez Ureña, y sin egoísmo,
me prestó el codiciado ejemplar para que pudiera fotocopiar algo del ma­
motreto de 844 páginas.
El relato de estas peripecias no puede desconocer los esfuerzos que
ya en aquel momento realizaba una bibliotecaria eficiente e interesada en las
necesidades de los lectores como Nidia Martínez, funcionaría de la Biblioteca
del Banco de la República en Pereira, que se daba “sus mañas” para conseguir

24
Una experiencia vivida: entre las ciencias sociales y las humanidades

libros mediante préstamos interbibliotecarios internos, poco usuales, entre


las sucursales de las bibliotecas del Banco de la República.
La dificultad para conocer las obras referenciadas en los textos de
Rafael Gutiérrez Girardot hacía más interesante la posibilidad de leerlos
porque al final el problema no solo era conseguir los libros. Había que poner
distancia con aquellos personajes que acostumbraban a hablar de libros ra­
ros, caros y difíciles de conseguir en aquella época como la obra de Nadine
Gordimer, Saúl Bellow o el Ulises de James Joyce. Sin embargo, los portadores
de estos objetos del deseo daban la sensación que conocer esos autores no
aportaba nada al saber, especialmente después de constatar la debilidad de
sus afirmaciones cada vez que se pusieron en frente de un grupo de ávidos
estudiantes o cuando se atrevieron a participar en los foros internos de la
Facultad. Con su ejemplo, que algunas veces padecí y otras más compadecí,
pude comprender claramente el alcance pernicioso de “ los asiduos practi­
cantes del rastacuerismo”, de los que se quejaba amargamente el ensayista
boyacense (Gutiérrez Girardot, 1989:334).
Vista en perspectiva, la experiencia como estudiante universitario
estuvo marcada por aquel brote nacionalista y latinoamericanista que ya
indiqué, pero también por la zozobra de los ataques de los carteles de la m a­
fia, que podían ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar, lo que
hace incomprensible para mí por qué en este presente sus figuras alcanzan la
popularidad mediática. Este periodo estuvo signado también sobre todo por
los asesinatos de los dirigentes políticos Jaime Pardo Leal, José Antequera,
Bernardo Jaram illo Ossa, Luis Carlos Galán y Carlos Pizarro Leongómez. El
de Antequera, por ejemplo, le dio mucho más sentido y fuerza a la participa­
ción política que tuvimos los estudiantes en la implementación de la séptima
papeleta durante las elecciones de marzo de 1990, pero fue mucho más con­
tundente el impulso que brindó la dolorosa muerte de Bernardo Jaram illo
para organizar la participación en la convocatoria de una Asamblea Nacional
Constituyente a partir de mayo de 1990. Al final de aquel año, después de las
campañas para integrar las listas que iban a ser votadas en diciembre y al ver
la integración final de la Asamblea Nacional Constituyente, tuve muchas sen­
saciones agridulces, marcadas sustancialmente por la presencia de los jefes
políticos más tradicionales al comando de la Asamblea, los esfuerzos cívicos
no vencieron a la cultura política arraigada y a las maquinarias electorales
iistahWiidxLS A l mútrno Liñtryyq yJ yÁroíts das .dfAvavate?, vñwVvfA?
euforia y la decepción, que dejó la participación de la selección de fútbol en
el mundial de Italia, después de veintiocho años de la primera intervención
en un mundial, y el disfrute de la novedosa música de Juan Luis Guerra. To­

25
Alexander Betancourt Mendieta

dos estos sentimientos contrastaban profundamente con las preocupaciones


sobre el futuro de un país sumido en la incertidumbre de los múltiples frentes
de batalla internos.
Después de muchos avatares personales elaboré una tesis para con­
cluir mis estudios universitarios: “Am érica en la interpretación filosófica de
Leopoldo Zea”, trabajo que dejó abierta para mí la necesidad de llenar las
enormes lagunas de conocimiento sobre el pasado de América Latina, lo cual
mantuvo viva la llama de hacer el esfuerzo para estudiar afuera del país y
realizar aquellas tareas pendientes. Francia, como era usual, era la primera
opción, y si bien fui aceptado en el Instituto de Altos Estudios para Am érica
Latina de la Sorbonne Nouvelle París III, la viabilidad económica no lo hizo
posible; por eso, la aceptación en la Maestría en Estudios Latinoamericanos
en la Universidad Nacional Autónoma de M éxico, en el papel, parecía más
viable. Si bien tenía alguna noción de las tradiciones culturales mexicanas
por el trabajo de titulación que había elaborado, ello no quería decir que
tuviera una idea precisa de lo que era el pasado reciente de México como lo
viví al llegar, justo cuando el país enfrentaba las tragedias generadas por la
crisis económica de diciembre de 1994, las discusiones sobre el asesinato de
Luis Donaldo Colosio, las consecuencias del levantamiento zapatista, las
implicaciones de la firma de los acuerdos de San Andrés sobre derechos y
cultura indígena y la matanza de Acteal.
Creo que este contexto autobiográfico, sin ningún interés de pre­
sunción, explica por qué la necesidad de la historia estaba más allá de las
discusiones sobre la metafísica. Además, las lecciones de Gutiérrez Girardot,
Romero y Gaos insistían en la importancia que tenía el conocimiento históri­
co para explicar y valorar el presente y los productos de la cultura letrada. A
esa tarea me entregué con un convencimiento que maduró paulatinamente a
medida que avanzaban las experiencias formativas del posgrado: los límites
de la nación son bidimensionales para la ciencia histórica, al mismo tiempo
que son la justificación de la historia como disciplina también son la fuente
de sus confinamientos y sus miopías.
La principal lección que aprendí en el posgrado de estudios lati­
noamericanos de la Unam fue la importancia de ver la historia desde una
perspectiva comparada y global. La convivencia cotidiana con alumnos
alemanes, coreanos, franceses, españoles, estadunidenses, chilenos, brasi­
leños, argentinos, peruanos; la circulación de profesores y actores políticos
de muchas partes del mundo durante todo el año en las instalaciones de la
Universidad Nacional Autónoma de México y los profesores con los que tomé
mis seminarios como Ignacio Sosa, Fran^oise Perus, Horacio Crespo, Alvaro

26
Una experiencia vivida: entre las ciencias sociales y las humanidades

Matute, me sirvieron para darme cuenta de todo lo que desconocía de mi


pasado nacional, del pasado de América Latina y, principalmente, me sirvió
para sopesar constantemente los alcances de la coyuntura colombiana, tan
ensimismada y convencida de estar en el centro de la atención mundial. Esta
es una de las sensaciones más difíciles de explicar porque se acentuaba cada
vez más con el acceso paulatino a los recursos informativos que permitía el
uso novedoso de internet, y las conversaciones con los connacionales. Claro,
también aprendí que este fenómeno no era una característica imputable solo
a los colombianos; por ejemplo, mientras en Colombia se vivía la dinámica de
los escándalos del proceso ocho mil, al mismo tiempo estalló la crisis consti­
tucional de Ecuador que desató la inhabilitación de Abdalá Bucaram (10 de
agosto de 1996-6 de febrero de 1997), lo que generó un periodo de inestabili­
dad política de diez años por lo menos. También se vivía la paulatina pérdida
de la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) con la derrota
electoral en la capital mexicana que presagiaba la pérdida de la presidencia.
En esta coyuntura, las noticias, los eventos académicos y las pocas menciones
que se hacía de Colombia estaban más ligadas al impacto que podría tener
su participación en el Plan Colombia en el preciso momento de la llegada
de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela (1999-2001,2001-2007, 2007-
2013) y cuando se desarrollaba la parte final de la presidencia de Fernando
Henrique Cardoso (1995-1998,1999-2002), antiguo profesor de la Unam y una
lectura recurrente en el pre y posgrado, que aventuraba la probable llegada a
la presidencia de Luis Inácio Lula da Silva (2003-2006, 2007-2010).
La coyuntura y el avance que tenía en mis conocimientos y expe­
riencias ratificaban la necesidad de ubicar la historia de Colombia en un
contexto general y no solo como una crónica de enfrentamientos entre
liberales y conservadores estructurada en una violencia patógena como ex­
plicación omnipresente de todos los sucesos contemporáneos. Sin embargo,
mi primer trabajo de grado no tuvo que ver con el caso colombiano. El in­
terés en la maestría estuvo centrado en comprender a cabalidad los aportes
que hizo la obra de José Luis Romero para el conocimiento de los procesos
históricos de Am érica Latina. Este esfuerzo me llevó a conocer de cerca la
vasta riqueza bibliográfica de las instituciones universitarias de la Ciudad de
México. Pasé semanas solazándome en las múltiples bibliotecas de la Unam,
especialmente en la colección hemerográfica del edificio recién inaugurado
de la biblioteca del Instituto de Investigaciones Filológicas, así como en la
inagotable fuente referencial que es la biblioteca de El Colegio de México.
La amplitud de la información disponible en aquellos acervos relacionada
con la historia argentina, así como el acceso a todas las publicaciones de José

27
Alexander Betancourt Mendieta

Luis Romero, cerró cualquier posibilidad de justificar un viaje de búsqueda


referencial en el lejano sur de América; además, había un ingrediente adicio­
nal: en la Unam había antiguos colegas y exalumnos de Romero. Los ubiqué
y entré paulatinamente en contacto con algunos de ellos, relaciones que me
sirvieron para enriquecer el trabajo y ponerlo en discusión, como ocurrió
con las muy interesantes conversaciones que tuve con el notable profesor
Sergio Bagú (1911-2002).
Superado el ejercicio de exploración de las tradiciones historiográ-
ficas latinoamericanas en la elaboración de la tesis de maestría, que dejaron
muchos problemas planteados más que resueltos, creo que pude saldar algu­
nas deudas intelectuales que había formulado vagamente en mi trabajo del
pregrado. Pero también se hicieron evidentes nuevos problemas por resolver.
La posibilidad de realizar los estudios de doctorado era la oportunidad de
abordar estas cuestiones abiertas, y era obvio para mí que esta era la opor­
tunidad de enfrentar el fantasma de mi propia memoria, de aquel pasado
que desconocía pero al que podía aproximarme ahora, armado con las he­
rramientas adquiridas, en particular con las enseñanzas que había obtenido
con la perspectiva comparada sobre los procesos históricos. Y fue desde este
objetivo que me di a la tarea de investigar y redactar Historia y nación (2007).
La perspectiva comparada sirve para dar una nueva dimensión a
la comprensión de los procesos históricos nacionales, aun cuando dicha
perspectiva todavía enfrente el peso de lo nacional como objeto de estudio.
De hecho, en la primera década del siglo XXI tuve muchas dificultades para
publicar mis primeros textos, el rechazo de los trabajos lo viví muchas ve­
ces con argumentos contundentes como “el trabajo es interesante pero no
se amolda a los intereses de la revista”; “estos asuntos ya los trató Alfonso
López Michelsen”; “no cita en la bibliografía a Marc Bloch que estudió temas
parecidos”. Los trabajos comparados no tenían fácil cabida en publicaciones
reconocidas de la disciplina histórica en aquellos momentos. Pero este no era
el único obstáculo por enfrentar, había otro más insospechado: la margina-
lidad de la historia de Colombia como un objeto de estudio en el campo de
los Area Studies (Ramírez Bacca, 2014:350-363).
Como ya lo indiqué en otro trabajo (Betancourt Mendieta, 2005:
15-22), me parece que se debe tener presente que a pesar de la importante
labor de colombianistas como David Bushnell, Malcolm Deas, Catherine
LeGrand, Daniel Pécaut, Jane Rausch, Frank Safford, entre otros más, el
espacio que tienen los estudios sobre Colombia en los estudios latinoameri­
canos es pequeño. Si bien se puede señalar con optimismo que cada año crece
la publicación de estudios rigurosos producidos en Colombia y aumenta la

28
Una experiencia vivida: entre las ciencias sociales y las humanidades

presencia de estos trabajos en los estantes de las bibliotecas extranjeras y en


las bases de datos, así como la presencia de historiadores colombianos y de
colombianistas en los eventos académicos y foros internacionales dedicados
a estudiar Am érica Latina, también es cierto que se recurre con demasiada
frecuencia a la excepcionalidad colombiana sin ser críticos sobre esta imagen.
El caso del argumento de la violencia como una fuente total de explicación
es una buena muestra de ello (Betancourt Mendieta, 2011:107-120).
Sin hablar desde el púlpito de la autoridad, pienso que los dentistas
sociales y los profesionales dedicados a las humanidades deben acentuar
la mirada comparativa en un momento en el cual las dinámicas globales
han puesto en aprietos los límites nacionales como marco explicativo, pero
también deben tener los ojos bien puestos en las tradiciones temáticas de la
disciplina particular a la que pertenecen, así como al desenvolvimiento de
las ciencias sociales y las humanidades en general. A llí radica mi escepti­
cismo sobre el argumento de la excepcionalidad nacional que no inicia ni
se agota en sí misma. Por el contrario, se produce y se explica en un proceso
mundial, global. Por eso, considero que los historiadores actuales tenemos
una tarea prioritaria: establecer la forma como nuestros países se integran en
una historia común marcada por la inserción en diversos procesos generales
como la implementación del modelo de desarrollo económico, la viabilidad
ambiental de nuestro planeta, el impacto de la guerra fría, la crisis de los pa­
radigmas de la homogeneidad, la emergencia de procesos de uniformidad
ideológica y cultural mediante la generalización del acceso al internet que
promueve, como una política nacional, la promoción del inglés como un
objetivo prioritario de los gobiernos y las instituciones actuales, un asunto
impensable en la pasada era de las hegemonías nacionales.
En la disciplina histórica vivim os ahora una situación paradójica. La
reconfiguración del contexto internacional con aquellos procesos novedosos
que acabo de mencionar ponen en tela de juicio el sentido y el papel de la
escritura de la historia en la época contemporánea, cuando el historiador en
su práctica pone solo el énfasis en el estudio, la conservación y la exaltación
del pasado nacional, precisamente cuando los procesos de globalización
económica y política han puesto a muchas democracias formales en un pe­
riodo de controversia mediante el conocimiento del pasado: comisiones de
la verdad, movilizaciones por la reparación de crímenes, polémicas públicas
acerca del pasado, reciente y lejano, desencuentros entre grupos culturales
llamados ahora a la convivencia “civilizada” (Sánchez León e Izquierdo
M artín, 2008; Mann, Nolte y Habermas, 2011). De ahí que esas corrientes
que hacen énfasis en las prácticas documentalistas, necesarias sin duda, no

29
Alexander Betancourt Mendieta

pueden ser ajenas a los ejercicios permanentes de reflexión teórica sobre este
movedizo escenario de transición sobre la función y el uso de la escritura
de la historia y la construcción de la memoria en una sociedad signada por
la inmediatez y la imagen.

Bibliografía

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Sánchez León, P. y J. Izquierdo M artín (eds.). 2008. Elfin de los historiadores.
Pensar históricamente en el siglo XXL Siglo XXI de España Editores.
Madrid.

30
I T I N E R A R I O DE MIS P R Á C T I C A S DE H I S T O R I A D O R

Gilberto Loaiza Cano

Introito

Durante la escritura de este ensayo intenté apegarme a las instrucciones de


los responsables de este proyecto editorial, entendiendo que se trataba, en
muy buena medida, de relatar una experiencia de tal modo que permita a un
auditorio más o menos amplio saber cómo una generación de historiadores
ha asumido los desafíos de la investigación en un ámbito institucional que,
hoy día, parece ser mucho más sólido que hace tres décadas. El otro efecto
inmediato de la invitación ha sido muy saludable también: obligar a pensar
el oficio en un acto reflexivo y en una actitud casi autobiográfica. Esta re­
flexión la hacemos en medio de una situación adversa para la difusión del
conocimiento histórico en Colombia: la historia no es asignatura corriente
en la formación de ciudadanos ni en la difusión de sentidos de pertenencia.
Lo que hacemos los historiadores parece confinado al mundo poco visible de
las revistas especializadas y los libros universitarios, poca es su trascendencia
en la escuela y en otras formas cotidianas de comunicación. En consecuencia,
tenemos por delante un desafío formativo muy grande.

En las ciencias humanas

M i formación profesional incluye los títulos de licenciado en filología, magís-


ter en historia y doctor en sociología. Los dos primeros títulos los obtuve en la
Universidad Nacional de Colombia, en 1990 y 1995; el último en la Universi­
dad Sorbonne Nouvelle-Paris 3, Instituto de Altos Estudios de América Latina
(Iheal), luego de haber hecho un DEA, una especie de versión francesa de
una maestría, en la Universidad de Strasbourg, todo esto entre 2002 y 2006.
M is estudios de licenciatura transcurrieron en años difíciles para
Colombia, noticias recurrentes sobre masacres, m agnicidios y desastres
naturales; la maestría, mientras tambaleaba casi todos los días el régimen
presidencial.de un señor involucrado con dineros del narcotráfico; y el
doctorado, en Francia, mientras había que soportar en Colombia el primer
cuatrienio de un presidente de extrema derecha.
Para mí fue un paréntesis delicioso, sumergido en las bibliotecas de
Strasbourg y París, pensando el país a lo lejos, en perspectiva comparada. Ir a
Europa es una enseñanza necesaria, porque nos ayuda a entender semejanzas
y diferencias en el desarrollo capitalista, en la adopción de valores de la vida

31
Gilberto Loaiza Cano

colectiva, en el peso y el tono de la convivencia con las creencias religiosas,


en la importancia atribuida al Estado y sus formas de influencia sobre los
individuos. La estadía en la Universidad Nacional de Colombia estuvo ado­
bada por algunas pérdidas irreparables para los estudiantes, desaparecieron
los servicios de cafetería y residencias universitarias y se impuso un modelo
de universidad centralizada y bogotana bajo la dirección de Marco Palacios
Rozo y luego se acentuaron algunos lemas de self-made con el exótico y
confuso Antanas Mockus. Hacer mis estudios de doctorado en Europa me
permitió entender mejor la diferencia entre una educación universitaria ga­
rantizada y controlada por el Estado a aquella donde el Estado ha preferido
eludir sus responsabilidades.
Filología, historia y sociología son los tres rótulos de mi formación
universitaria. No he sentido grandes distancias entre ellos y pasar de uno a
otro no fue traumático. A veces el auditorio desea explicaciones al respec­
to que, en realidad, no son muy necesarias. Lo que he notado, más bien, es
la contigüidad, la vecindad de las experiencias específicas que cada rótulo
disciplinar designa. En mi formación de filólogo aprendí a ser sensible en la
lectura de textos, en analizarlos e interpretarlos, algo que seguí haciendo en
la maestría en historia, en el doctorado en sociología y en lo que hago todavía
hoy. La necesidad de comprender textos, de desentrañar sus significados, de
situarlos en la relación con otros textos, con el autor y otros autores es algo
aprendido en las clases de literatura combinadas con algunos rudimentos
de semiótica, en aquellas donde hacíamos análisis de poemas, cuentos, no­
velas y, en general, de cualquier corpus textual. Explicar la génesis del texto,
explicar los vínculos con el creador de ese texto, con el grupo social al que
el autor perteneció, hizo parte de una discusión muy propia de las ciencias
humanas que provenía, además, de tradiciones intelectuales de decenios
precedentes. Nosotros, estudiantes y profesores colombianos de la década
de 1980, estábamos leyendo autores franceses, italianos, rusos cuyas im ­
prontas se fijaron dos o tres o cuatro decenios antes en la vieja Europa.
Leer a M ijaíl Bajtín, Antonio Gram sci, Roland Barthes, Michel Foucault
era, y sigue siendo, un acto de puesta al día con respecto a unas pesadas tra­
diciones de pensamiento en las ciencias humanas. Era, y sigue siendo, una
asimilación tardía de conceptos y debates que ya habían circulado y tenido
su desenlace en las universidades europeas.
La discusión más relevante, por lo decisiva, fue aquella acerca de la
inmanencia o no de los textos. Para la tradición de estudios del formalismo
lingüístico, estaba claro que todo texto era autosuficiente, autónomo, regido
por sus propias reglas de construcción y coherencia, por tanto, no necesitaba

32
Itinerario de mis prácticas de historiador

elementos externos para su comprensión. El análisis y la interpretación de­


bían ser el resultado de la observación y descripción de todos los aspectos
formales que le daban consistencia al texto; cualquier elemento proveniente
del exterior era una mancha en el ejercicio interpretativo, alteraba su com­
prensión y, en consecuencia, era una tergiversación. Por supuesto, esta opción
formalista estaba dotada de rigor pero era considerada, por algunos, como
incompleta. Así aparecía otra opción que contemplaba el análisis formal
como una etapa que suministraba datos significativos, pero que necesita­
ba el complemento de aquella en que el texto fuese puesto en relación, en
primera instancia, con el sujeto creador, lo cual admitía cierto componente
biográfico en el análisis. Luego, el sujeto creador debía ser vinculado con un
contexto discursivo más amplio, el de otros autores, el de su grupo social, el
de su generación intelectual, en fin.
Lo que alcanzo a exponer aquí de modo muy sucinto tiene que ver con
las implicaciones formativas del estructuralismo en las ciencias humanas.
Muy buena parte de lo que somos los oficiantes de las ciencias humanas en
el mundo tiene que ver con el sello del estructuralismo. Precisamente, en la
carrera de filología había una asignatura iniciática en que se leía el Curso de
lingüística general de Ferdinand de Saussure, tenido hasta hoy como docu­
mento fundacional de las principales categorías de análisis del estructura­
lismo en las ciencias humanas. El estructuralismo enseña a ver los hechos
sociales como elementos de estructuras y a descifrar las jerarquías entre esas
estructuras. Los signos constituyen enunciados, los enunciados constituyen
textos, los textos nos llevan a la estructura contextual de obras, individuos
creadores, grupos sociales. Leer a Barthes, Foucault, Bajtín, Bloch, Braudel
se volvió, así, muy familiar. Todos ellos se detuvieron, de un modo u otro,
en la estructura o las estructuras como elementos fundamentales para la
comprensión de lo social. Por eso, pasar de filología a historia y de historia
a sociología es apenas una fluctuación muy tenue dentro de un esquema
general de estudio de los hechos humanos.

La importancia del texto


«
Donde no hay texto, no hay objeto para la investigación
y el pensamiento en las ciencias humanas.
M i j a í l B a j t í n , 1982

Unos profesores de gramática española, de literatura francesa, de literatura


española e hispanoamericana, y algunas lecturas como las notas de M ijaíl

33
Gilberto Loaiza Cano

Bajtín reunidas en Estética de la creación verbal y las también sugestivas


notas de Antonio Gramsci en algunos apartes de Cuadernos de la cárcel me
afirmaron en la idea de asumir el desafío de reunir, clasificar, describir e
interpretar la obra de un escritor colombiano. Había que buscar un escritor
colombiano cuya obra fuese poco o mal conocida y de la cual fuesen necesa­
rios, en consecuencia, una compilación y un estudio. Eso, propuesto hace ya
más de veinte años, sigue siendo vigente hoy en día en los estudios literarios
en general y en una historia del pensamiento o de las ideas en la versión de
la denominada historia intelectual.
Sin embargo, hacia fines del decenio de 1980, hablar de una serie de
obras completas de autores nacionales parecía algo poco práctico para un
estudiante de pregrado. Por supuesto, aún lo es; un reto de esa naturaleza
es muy difícil de afrontar porque implica una enorme pesquisa que nunca
va estar suficientemente financiada por alguna institución cultural colom­
biana. Además, el objeto o asunto corre el riesgo de ser bastante deleznable.
Imagínense, pensar en reunir la obra de un intelectual; eso, hoy en día, pa­
rece una preocupación intelectualista en exceso; está teñida de un elitismo
cultural fácilmente aborrecible por las novedosas perspectivas de estudios
culturales de nuestros tiempos. Sin embargo, el propósito de aquel entonces
nos parecía bien justificado y bien encaminado porque se trataba de partir
de una premisa documental obvia; todo en las ciencias humanas está hecho
a partir de textos y, en este caso, un conjunto de textos producido por alguien
podría ayudarnos a descifrar lo que ese alguien pensaba y por qué lo pensaba.
No solo eso, nos ayudaría a establecer momentos de escritura, así fuese en la
órbita excluyente de los literatos. Antes de reunir y conocer la obra de un autor,
creíamos que la compilación de la obra de un autor nos dotaba de un corpus
documental significativo, descifrable, digno de ser estudiado para conocer
uno o varios momentos creativos en el proceso de un individuo. Pero, ade­
más, nos brindaba elementos de juicio acerca de lo que ciertos individuos
pudieron haber sentido, pensado y escrito. Es decir, la escritura era un hecho
social plasmado en textos cuya naturaleza era necesario conocer.
La compilación de las creaciones de un intelectual era, y sigue siendo,
una labor más o menos despreciable. El compilador es autor de la investiga­
ción que permite reunir todos los actos de escritura posibles de un intelec­
tual, pero no es creador de ninguno de esos actos de escritura, no remplaza
al escritor, simplemente lo reconstituye, lo vuelve tangible, le confiere una
noción de totalidad dotada de significados. Puede, claro, introducir altera­
ciones y tergiversaciones: adjudicación errónea de unas obras; clasificación
arbitraria de géneros; descuidos al establecer fechas originales de creación.

34
Itinerario de mis prácticas de historiador

Todas estas son operaciones preliminares, casi imperceptibles, pero decisivas


antes de asumir cualquier camino interpretativo, antes de cualquier juicio
de valor sobre la calidad estética de la obra. Y, de adehala, son operaciones
muy limitadas, concentradas en un solo nombre propio y sus obras, cuando
ya Michel Foucault, desde fines del decenio 1960, había relativizado, por no
decir que aniquilado, la figura aparentemente singular del autor (Foucault,
1970). La convicción, en aquel momento, estaba probablemente teñida de
ingenuidad y de algún grado de irrelevancia.
Pero, bien, qué le dio sustento a esa tarea. Primero, algo muy elemen­
tal, la necesidad de darle fundamento textual a cualquier intento ulterior de
análisis de un autor y su obra. Segundo, proponer un derrotero metodológico
consecuente con una formación apegada a los textos; cómo referirse a un
universo ausente o fragmentario o mal conocido; era indispensable dotar de
alguna responsabilidad el ejercicio del crítico y del historiador en la literatura.
Ahora bien, en ese entonces nuestra preocupación estaba circunscrita al uni­
verso estrictamente literario, a aquello que considerábamos propio del ámbi­
to de las escrituras creativas. Fue así como el autor escogido fue Luis Tejada
(1898-1924) luego de establecer, en una fase de exploración, que era un autor
cuya obra conocida o publicada en libro era muy inferior a lo que realmente
escribió en vida. Además, su corta existencia, no haber salido nunca del país
y el poco tiempo de escritura garantizaban cierto nivel de comodidad para
emprender una labor en las condiciones muy precarias de un estudiante de
pregrado de una universidad pública colombiana.1 Poder hacer un primer
ejercicio de compilación era, por supuesto, una manera de motivarnos para
desafíos más arduos con otras tareas. En el camino aprendimos de modo
despiadado que era una aventura sometida a muchos vaivenes, entre ellos la
capacidad institucional para mantener archivos accesibles y bien cataloga­
dos y la disposición fam iliar para conservar documentos y testimonios que
nos orientasen sobre la trayectoria vital y creadora del intelectual escogido.
Colecciones de prensa incompletas o destruidas; descuidos, olvidos y om i­
siones de amigos y parientes; hostilidades de autoridades académicas que
veían en el ejercicio compilador una rareza.
Fiecho el “rescate” o “recuperación” de la obra de un autor, hecho
el estudio preliminar de los contenidos y rasgos formales de esa obra, era

1 La compilación de la obra de Tejada la emprendimos María Cristina Orozco Escobar y yo.


Luego, ella hizo un ejercicio semejante con José Mar, otro escritor de la generación de Los
Nuevos.

35
Gilberto Loaiza Cano

posible tener una visión de conjunto sobre una trayectoria intelectual de un


individuo. Sin embargo, no era fácil avizorar la solución más apropiada para
dar cuenta del autor y su obra en una visión integral.

La solución biográfica

Reunir un corpus documental, conocer la trayectoria intelectual de un es­


critor, leer y conocer los momentos fundamentales de su proceso creativo,
conocer aspectos de su vida que pudiesen tener algún influjo en su obra, nada
de eso es suficiente. A lo sumo, puede servir para escribir algunos ensayos
disgregados sobre aspectos puntuales, pero no permite hacer una recons­
titución general en la que vida, obra y época estén unidas por una relación
significativa. Esa relación significativa es el resultado de la interpretación, y
la interpretación de cualquier corpus documental es el hecho distintivo, es
el atributo central del historiador, es, mejor, su esencia creativa. Al menos así
me he sentido desde aquel momento decisivo en que resolví esa especie de
acertijo que me había impuesto aquella compilación del escritor Luis Tejada.
¿Qué hacer con los documentos, con esos testimonios escritos, publicados
en la prensa de los años 1917 a 1924 por un individuo que, como podía per­
cibirse, gozó de alguna audiencia mientras vivió? Saber qué hacer con unos
documentos, saber qué decir y cómo decir algo acerca de una experiencia
individual o colectiva del pasado es, quizás, el desafío que define al historia­
dor. El historiador es un intérprete del pasado y su ejercicio interpretativo
tiene su acto culminante con una escritura acerca de. El historiador construye
relaciones significativas en torno a asuntos pasados.
Hubo unas cuantas lecturas decisivas, durante la maestría en historia,
que me permitieron pensar que la solución era construir un relato que diera
cuenta de la vida y la obra de un escritor en relación con la época en que vivió.
La primera, muy sugerente, fue La cultura popular en la Edad Media y en el
Renacimiento. El contexto de Fran^ois Rabelais (1987), por Mijaíl Bajtín; y, casi
enseguida, por las alusiones del mismo Bajtín, el libro de Lucien Febvre, Le
probléme de l 'incroyance au XVIsiécle. La religión de Rabelais (1942). Ambos
autores coinciden en adjudicarle a un individuo creador una capacidad de
condensación de atributos colectivos; uno y otro veían en Rabelais la síntesis
expresiva de un hecho social; su obra daba cuenta del “utillaje mental”, del
“clima m oral” de una época, según la terminología del historiador francés.
Más agudo en su análisis, Bajtín conectaba la obra de Rabelais con “ la
cultura cómica popular” de su época. Su repertorio literario era un acervo
documental que informaba acerca de los rasgos fundamentales de la cultura

36
Itinerario de mis prácticas de historiador

popular. Es posible que el vínculo que establecía el investigador ruso fuese


muy mecánico y que le concediera, de modo hiperbólico, una alta capaci­
dad de condensación a la escritura de Rabelais; sin embargo, me pareció, y
aún me parece, que sugería una conversación entre los contenidos y rasgos
estilísticos de una obra singular y una situación cultural más general que no
era exclusiva de un escritor. En fin, Bajtín aportaba un modo de entender la
relación entre el microcosmos de un hecho creativo individual y un estado
de la cultura o, mejor, situaba la obra de un autor con tendencias sociales que
ayudaban a entender esa obra. Además de eso, volvía posible el diálogo entre
obra y época: la obra podía verse como documento que suministra indicios
sobre las tendencias de la época y, a su vez, la época suministra elementos
determinantes para comprender el significado de la obra.
A eso se añadió otro libro sustancial, La formación de la clase obrera
en Inglaterra (1989), por Edward Palmer Thompson. Este libro, que relata el
proceso de transición hacia el capitalismo industrial, me brindó en su m o­
mento unos pasajes que me permitían hacer asociaciones con la situación
de cambio cultural que narraba Luis Tejada en algunas de sus crónicas, por
ejemplo, las mutaciones en la vida urbana relacionadas con la llegada del au­
tomóvil, los primeros ensayos de aviación, la instalación de relojes en lugares
públicos. Y también me reveló la importancia ideológica y simbólica de de­
terminados intelectuales; su capítulo sobre W illiam Cobbett, especialmente,
sugería vínculos entre un pensador político y la fijación de ciertos valores en
la vida pública. Thompson aportó una motivación adicional, su trayectoria
de biógrafo. Leyendo su biografía sobre el poeta W illiam M orris percibí que
los historiadores ingleses no tenían los pudores que impiden interesarse por
la escritura. En Thompson, el acopio documental y la erudición van de la
mano con la bella prosa, el historiador no es solamente alguien experto en
archivos ni un buen lector de fuentes documentales: también puede y debe
ser un individuo que se preocupa por escribir bien, por construir un relato
convincente, legible y hasta, de ser posible, bello.
La biografía se aparecía entonces como una fórmula que lograba po­
ner en sintonía estos atributos muchas veces lejanos y dispersos, se ofrecía
como una forma de escritura acerca de alguien sustentada en un acervo do­
cumental rigurosamente reunido y sometido a un proceso de interpretación
que, a su vez, y así lo he entendido hasta ahora, es el resultado de la conversa­
ción de los datos suministrados por la trayectoria individual, por los rasgos
o tendencias dominantes de la época y por la estructura general de la obra.
Cuando la biografía se fue definiendo, con la ayuda de los autores
que acabo de mencionar, como la solución a problemas de documentación,

37
Gilberto Loaiza Cano

de interpretación y de narración en torno a la obra de un escritor, fueron


agregándose otras lecturas con las que buscaba la interpretación cabal del
biografiado. A llí hubo una tensión que, a mi modo de ver, es la tensión cru­
cial pero difícil de resolver que atraviesa cualquier ejercicio biográfico que
pretende ser el relato y explicación de una vida rigurosamente documentada.
¿Cómo situar una vida en el proceso de una época? ¿Qué relaciones signi­
ficativas puede haber entre un individuo y la época en que vivió? ¿En qué
grado el individuo tiene incidencia, con sus creaciones intelectuales y con sus
comportamientos, en la definición de la personalidad histórica de la época en
que habitó? ¿Y cómo otros individuos y otras creaciones intelectuales podían
incidir en la trayectoria del biografiado? Tratar de responder cabalmente a eso
implicaba, y sigue implicando, un diálogo entre la singularidad de la obra y
los rasgos generales de la época; implicaba, por ejemplo, una erudición sobre
la época y establecer qué hechos de ese contexto pudieron tener algún tipo
de relación con alguna etapa de la trayectoria vital del personaje.
Ante estos retos de interpretación, la biografía histórica, según el
bautizo que le concedió al género Jacques Le Goff, se impone como una cons­
trucción interpretativa y narrativa que busca algún grado de totalización,
siempre teniendo a un individuo como su eje o perspectiva fundamental.
Por eso, en la introducción de la hasta ahora única edición de mi biografía
de Luis Tejada (1995), acudí a las palabras de Jean-Paul Sartre en su prefacio
de L'idiot de lafamille. Para el filósofo y biógrafo francés, “ un hombre no es
jamás un individuo, prefiero llamarlos un universal singular: totalizado y,
en consecuencia, universalizado por su época, él la retotaliza reproducién­
dola como singularidad” (Sartre, 1971:7). Leyendo ahora el libro-manual de
Fran<¿ois Dosse, tentativa de síntesis histórica de lo que ha sido, en las cien­
cias humanas, la escritura biográfica (Dosse, 2007), puedo situar mi primera
biografía en lo que él llama el momento uno de la “edad hermenéutica” en
que, precisamente, las biografías de Sartre ocupan un lugar central.
Ahora bien, quizá lo más interesante de este prim er ejercicio bio­
gráfico fue haber comprendido que era un recurso de interpretación dotado
de su propia complejidad. Me explico, en la biografía debe haber una gran
hipótesis orientadora en que tratamos de entender el proceso general de exis­
tencia de un individuo, situándolo en las condiciones de posibilidad de una
época. Pero el relato de la trayectoria vital hace forzoso que cada momento
de vida esté guiado por una hipótesis particular. Dicho en otras palabras, la
vida es un hecho complejo que obliga al biógrafo a disponer de un repertorio
interpretativo para cada circunstancia vital. Los orígenes familiares de un
individuo necesitan una explicación diferenciada y pueden suministrarnos

38
Itinerario de mis prácticas de historiador

datos esenciales para comprender buena parte del resto de su vida; la relación
o no con un sistema escolar nos remite a otro nudo de relaciones que exige,
a su vez, otro marco explicativo posible. El uso de una fórmula retórica que
entrañó la definición de un estilo en un escritor también exige ir a otra zona
de interpretación, por ejemplo, cómo comprender en Luis Tejada el recurso
de la paradoja. Fue necesario leer autores de paradojas, leídos además por el
mismo Tejada, y conocer los mundos culturales en que vivieron para tratar
de entender la intencionalidad del uso de ese recurso retórico. En fin, todas
estas dificultades inherentes a la construcción del relato-explicación del
biógrafo pueden resumirse en la siguiente fórmula: el biografiado puede
vivir mundos diferentes y el biógrafo debe hallar el sentido de esos mundos
vividos, hasta lograr una explicación más o menos totalizante de la totalidad
de la vida vivida por ese individuo.
En el caso de mi biografía sobre Tejada, la visión totalizante provino
de la lectura de los apuntes de Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel.
Una de las preocupaciones más inmediatas que arrastraba conmigo a raíz
de la interpretación de la obra de Tejada era su carácter sistemáticamente
crítico en varios aspectos de la vida. Además, era una obra crítica inserta en
un periodo que nuestra historiografía acostumbró a caracterizar como una
época de transición, en los primeros decenios del siglo XX. Me pareció, en­
tonces, prudente indagar la relación entre una escritura crítica, los tiempos
de transición y el papel que cumplen las generaciones intelectuales en esos
momentos. En los apuntes gramscianos encontré aportes sustanciales, mas
no exclusivos, para entender esas relaciones y, sobre todo, para tener una
comprensión global de la obra de Tejada. Y debo insistir que yo entiendo
como comprensión global de una obra de un escritor tanto la explicación
de sus características de forma y contenido como el nexo de esa obra con la
época en que está situada. Y esa época estaba determinada por “ luchas cul­
turales”, por enfrentamientos entre concepciones del mundo antagónicas.
Gramsci, en efecto, me permitió entender que los periodos de transición
son periodos de luchas culturales y que hay luchas culturales porque hay
concepciones del mundo opuestas; eso me permitía entender, de adehala, la
propensión del escritor colombiano por ejercer lo que él llamaba “el espíritu
de contradicción” o por desnudar “ las grandes mentiras” o por concentrarse
en aquellas pequeñas cosas que desafiaban las, en apariencia, trascendentales
preocupaciones de los dirigentes políticos de entonces. Su escritura y varios
episodios de su vida exhibían una crítica de las convenciones culturales, una
permanente puesta en tela de juicio de lo que se consideraba, en ese entonces,
bueno, bello y verdadero. *

39
Gilberto Loaiza Cano

Yo recurrí a una especie de analogía. Cuando Gramsci contrastaba las


obras del filósofo Benedetto Croce y del historiador de la literatura Francesco
de Sanctis, me parecía encontrar el examen de una situación muy semejan­
te a la de la época en que vivió el cronista colombiano.2 Podía entender un
periodo de transición en la cultura como un periodo intenso de luchas de
concepciones del mundo. Gram sci hablaba exactamente, a propósito de la
obra de De Sanctis, de una crítica militante que no era simplemente crítica
literaria o artística, sino que además contenía crítica moral, crítica de las
costumbres y de los sentimientos, algo que hallaba muy evidente en la obra
de Tejada. Ese era el tipo de crítica propio de una lucha cultural en que la
obra de Tejada no pretendía solamente que naciera un nuevo arte, sino que
más bien le interesaba el nacimiento de una nueva cultura, un nuevo modo
de vivir la vida o, al menos de entenderla y representarla. Más adelante, en
el Cuaderno 9, Gram sci reitera que “se debe hablar de luchar por una nueva
cultura, o sea por una nueva vida moral que no puede dejar de estar íntim a­
mente ligada a una nueva concepción de la vida”.3
La vida del cronista colombiano terminé escribiéndola, en definitiva,
como un proceso muy semejante al que caracterizaba Gramsci, un proce­
so en que Tejada enunciaba un nuevo mundo cultural posible que, quizá,
correspondía con la utopía socialista a la que se adhirió al final de su corta
existencia. Pero, además, los apuntes sobre la dimensión varia de la crítica
literaria o artística militante, contenían un esbozo sugerente sobre el papel de
grupos creadores en ascenso que impugnan la estabilidad y la preeminencia
de grupos de intelectuales consolidados, un enfrentamiento que fue muy
intenso en la década de 1920 en Colombia. En efecto, Gram sci advierte que
“un nuevo grupo que entra en la vida histórica hegemónica”, que esa era, a mi
modo de ver, la pretensión de la generación de los Nuevos, “no puede dejar
de suscitar en su interior personalidades que antes no habrían encontrado
una fuerza suficiente para manifestarse”.4Afianzado en estas apreciaciones,
no fue difícil que me decidiera por titular mi estudio biográfico Luis Tejada
y la lucha por una nueva cultura.

2 Toda esta reflexión acerca de una lucha por una nueva cultura, en Gramsci, 1975, tomo 2,
Cuaderno 4:138.

3 Tomo 4, Cuaderno 9, Miscelánea, 1932: 97.

4 lbidem.

40
Itinerario de mis prácticas de historiador

De la biografía a la prosopografía,
del individuo a la acción colectiva

Como lo he dicho en otras ocasiones, tuve la fortuna de terminar la biografía


de Luis Tejada y comenzar otra de inmediato, gracias a un hallazgo documen­
tal. En un seminario de la maestría en historia, dedicado a la historiografía
política colombiana del siglo XIX, me tropecé con una breve biografía sobre
Manuel Ancízar (1812-1882) escrita por uno de sus descendientes, el profesor
de química de la Universidad Nacional, Jorge Ancízar Sordo (1985); el libro
no es un gran estudio biográfico, pero suministra una cronología básica de
alguien que había sido un político cuasi profesional en buena parte de aquel
siglo. Pero, más interesante, alude a un archivo personal que había sido cus­
todiado por la familia. Luego de unas pesquisas, con el apoyo del profesor
Fabio Zambrano, pude confirmar la existencia del archivo y la disponibi­
lidad para la consulta.5 Cada visita a ese archivo fue un descubrimiento y
me afirmó en la posibilidad de una reconstrucción biográfica. Su contenido
medular es el epistolario con el personal político hispanoamericano de buena
parte del siglo XIX: da cuenta de la conversación de Ancízar con coetáneos
cubanos, mexicanos, venezolanos, chilenos, ecuatorianos, peruanos y, por
supuesto, colombianos. Ese epistolario revela relaciones muy cercanas con
Andrés Bello y Tomás Cipriano de Mosquera, por ejemplo. Además, con­
tiene correspondencia íntima con su esposa, Agripina Samper. También de
inmenso valor son sus cuadernos de apuntes de la Comisión Corográfica,
del cual fue secretario en los dos primeros años de la expedición, a lo que se
suman manuscritos de sus Lecciones de psicolojía i moral, escritos durante
su estadía en Venezuela, antes del retorno definitivo a la Nueva Granada.
El siglo XIX es generoso en documentación oficial y no oficial; las
bibliotecas públicas y los archivos, tanto el general como los regionales,
conservan fondos de variada índole. La hemerografía de ese siglo también es
abundante. En nuestro caso, Ancízar fue de modo recurrente un funcionario
público que dejó impronta en mucha documentación oficial; como secre­
tario del Interior y de Relaciones Exteriores, cargos que ocupó con mucha
frecuencia, pudo legar una documentación oficial relativamente accesible.
Como periodista fue responsable de varios periódicos, especialmente de El
Neogranadino (a partir de 1848) cuya colección completa puede consultarse

5 Hoy, ese archivo de Manuel Ancízar reposa en el archivo central de la Universidad Nacional
de Colombia por donación de su klbacea, la señora Isabel Ancízar.

41
Gilberto Loaiza Cano

en la Biblioteca Nacional de Colombia. Sus actividades en misiones diplomá­


ticas al sur del continente quedaron registradas en el Archivo de la Canci­
llería que luego pasó a ser un fondo más sumido en el desorden del Archivo
General de la Nación. Los testimonios de sus amigos y enemigos políticos son
abundantes y, además, propio de una etapa de la vida republicana distinguida
por el predominio de la letra de molde, en que la imprenta.cumplió un papel
fundamental en la fijación y difusión de ideas. Este volumen documental y
algunas certezas sobre la trayectoria vital de Manuel Ancízar me impulsaron
a asum ir el reto de escribir, hacia 1995, la biografía de quien fue el primer
rector oficial de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia,
entre muchos otros cargos oficiales por designación y por representación.
La biografía de Manuel Ancízar (2004) estuvo guiada, en sus líneas
gruesas, por un libro leído y releído que me pareció y me sigue pareciendo un
tesoro de biografía intelectual de un hombre político, me refiero al estudio de
Pierre Rosanvallon, Le moment Guizot (1985).6 Ese libro me permitió poner
a mi biografía en la dimensión de un análisis del funcionamiento del poder
político: cómo era el acceso al poder y cómo era el ejercicio del poder, cómo
era el vínculo entre unas ideas y el intento de convertirlas en propósito de
Estado. Manuel Ancízar representaba una generación político-intelectual
que asumía una etapa organizativa del Estado, cuyos principales propósitos
tenían que ver con fabricar una idea de nación y volverla concreta mediante
la elaboración de los mapas del territorio, la expansión de un sistema escolar
como fundamento de ciudadanía y la formación de un personal político. El
libro de Rosanvallon revela que las élites del poder se organizan, se asocian
para satisfacer propósitos, para tener algún grado de control de la burocracia
estatal; el influjo de formas de sociabilidad que servían para reclutar una élite
y catapultarla a la administración estatal es uno de los análisis inspirado­
res de la obra del sociólogo francés. De adehala, su estudio sobre el político
Fran<;ois Guizot está en correspondencia con el predominio ideológico de
aquella tendencia que impuso la soberanía de las capacidades, o soberanía
de la razón, sobre la soberanía popular. En ese aspecto, Ancízar, como otros
políticos hispanoamericanos que, entre otras cosas, habían leído y seguido
la trayectoria del influyente Guizot, había sido conspicuo exponente de los
principios excluyentes de la soberanía de la razón según los cuales una élite
escogida y capacitada debía y podía asum ir la conducción de la sociedad.
Una minoría selecta debía y podía atribuirse funciones tutelares.

6 El libro ha conocido una reciente traducción al español en Argentina.

42
Itinerario de mis prácticas de historiador

El estudio sobre Ancízar tuvo un énfasis distinto al dedicado a Luis


Tejada: esta vez creí más importante describir el entorno de relaciones del
biografiado. Describir la vida de A ncízar era reconstruir el universo de
relaciones que hizo posible la vida de un político liberal, explicarlo a él era
explicar la organización del poder en el proceso de formación de un Estado-
nación. Sus acciones eran las acciones de una élite que se sentía predestinada
para cumplir funciones centrales; hasta su vida privada podía servir de m o­
delo de comprensión de las preocupaciones privadas de cualquier hombre
público de su tiempo: sus nociones acerca del matrimonio, la paternidad, la
infancia, el futuro, en fin. La biografía se volvió quizás, en este caso, en un
método de comprensión de los rasgos distintivos de una élite de la política
y de la cultura que intentó asumir las tareas de control social y de difusión
de ideales de vida en común.
Precisamente, fue un aspecto distintivo de la vida de Ancízar que
me hizo pensar en un mecanismo de acción colectiva utilizado por diver­
sos agentes sociales de su tiempo; me refiero a las prácticas asociativas. Un
agente políticamente activo del siglo XIX, como lo fue Ancízar, era, prim or­
dialmente, un individuo asociado. La voluntad de poder estaba relacionada
con formas profusas de sociabilidad, las relaciones familiares, de amistad,
de vecindad, de identidad gremial eran determinantes y a eso se agregaba la
movilidad asociativa, la intención de hacer parte de estructuras más o menos
formales de la vida asociativa: el club político, la asociación católica, la logia
masónica. Ese aspecto, examinado junto con otros en el estudio biográfico,
se volvió en un enigma digno de ser resuelto en una investigación ulterior,
pero esa preocupación obligaba a abandonar el ejercicio biográfico y aden­
trarse en otras prácticas de investigación, en otras formas de acumulación
de información. Había que pasar de la dimensión microcósmica de la vida de
un individuo a la dimensión macrocósmica de grupos de individuos activos e
inmersos en prácticas asociativas. La perspectiva del individuo tenía que ser
superada por la perspectiva de lo colectivo. En vez de documentar una vida,
había que documentar vidas, en plural, en vez de seguir una trayectoria, había
que seguir muchas. En vez de detenerse en detalles menudos, era necesario
construir visiones de conjunto, definir tendencias históricas. Desde el punto
de vista del acopio documental el cambio era rotundo: era necesario pensar
en la construcción de bases de datos, elaborar perfiles colectivos, situar en
el territorio prácticas asociativas y sus momentos históricos de auge o de
declive. En fin, de la biografía se pasaba a la prosopografía; del examen de
una vida se pasaba al estudio de una forma de comportamiento colectivo
encerrado en la noción de sociabilidad.

43
Gilberto Loaiza Cano

El paso a esa dimensión no fue sencillo, hay que admitirlo. Fue una
decisión tomada mientras hacía mis estudios de doctorado en Francia, mien­
tras leía en la Bibliothéque Nationale Universitaire de Strasbourg (la BNUS)
los clásicos de la historiografía política francesa y algunas tesis doctorales,
en Alemania y Francia principalmente, sobre formas específicas de sociabi­
lidad. Bajo la dirección del profesor Jean-Pierre Bastían fui definiendo los
contornos de un objeto de estudio que abarcaba el proceso político del siglo
XIX. También admito que fue gracias a mi experiencia biográfica con Ancízar
que podía tener a la mano, y a pesar de la distancia geográfica, una visión
general de los rasgos más sobresalientes de ese siglo que, en ciertos aspec­
tos, eran semejantes a los conflictos de la Francia posterior a la Revolución.
En esa búsqueda de precisión de los problemas dignos de ser abarcados en
una tesis doctoral leí un libro, por recomendación de mi director, que fue
decisivo y del cual tomé un esquema que, bien entendido, podía adaptarse
a la situación colombiana; me refiero a Émile Poulat y su libro Église contre
bourgeoisie (Introduction au devenir du catholicisme actuel) (1977). Su idea de
un “conflicto triangular” que colmó el campo de la acción política en Europa
me pareció aplicable en términos generales a lo que fueron los agentes y los
conflictos contenidos en la formación de la nación colombiana. Esos agentes
y conflictos estuvieron teñidos de motivaciones político-religiosas puesto
que se trató, en muy buena medida, de la definición del Estado y su relación
con la institución religiosa católica, y de los dispositivos de acción de todos
los agentes comprometidos en esa lucha por definir la naturaleza del Estado
en ese conflicto: un Estado laico o confesional.
El libro de Poulat fue leído junto con la historiografía francesa sobre
los fenómenos de sociabilidad, en que sobresale la obra de Maurice Agulhon.
Este autor aclimató historiográficamente un término propio de la sociología.
République au village (1970), quizá su libro culminante al respecto, describe
un proceso de cambio de la mentalidad política en una región francesa; las
mutaciones en las adhesiones políticas aparecen acompañadas por cambios
en las formas de comunicación y comunión alrededor de las novedades
ideológicas. La conexión entre la “gran política nacional” y la vida pública
aldeana, la conversación entre los pretendidos políticos nacionales y los pa­
tricios locales son brillantemente examinadas e inspiraron mi intención de
hacer una reconstitución de esos vínculos asociativos, de esos procesos de
comunicación que hicieron posible la existencia, así fuese de modo episó­
dico, de estructuras nacionales partidistas. El periódico, la escuela, el club
político se volvieron, entonces, elementos indispensables en el análisis del
funcionamiento de lo político. En la pretensión hegemónica de imponerse en

44
Itinerario de mis prácticas de historiador

el “conflicto triangular”, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, hubo
diversos dispositivos que intentaron contribuir eficazmente a la preponde­
rancia de uno u otro proyecto de nación. Así se fue precisando la necesidad
de concebir como objeto de estudio el proceso asociativo y los instrumentos
hegemónicos que los principales agentes políticos utilizaron en la lucha por
imponer tal o cual ideal de nación, siempre en la tonalidad político-religiosa
que distinguió al conflicto colombiano, y al de otros países de la América
española.
Ese objeto de estudio impuso el desafío metodológico de reunir y
elaborar una documentación masiva de largo aliento temporal. Había que
hacer inventarios de formas asociativas desde por lo menos el decenio de 1820
hasta fines del decenio 1880; había que situar esas formas asociativas en los
lugares y en los tiempos; había que elaborar los perfiles del personal político
inmiscuido en esas prácticas asociativas; había que caracterizar todos esos
inventarios, reconocer tendencias, diferencias y semejanzas. Fueron nece­
sarios listados, mapas, bases de datos, biografías colectivas. Quizás uno de
los resultados más ostensibles de ese esfuerzo documental fue el hallazgo
de un variado personal político; acostumbrados a unos cuantos nombres
propios recurrentes en nuestros relatos, esta vez surgían otros menos pre­
decibles, y hasta desconocidos, pero que fueron importantes en la fijación
de identidades políticas: artesanos autodidactas, curas párrocos, maestros
de escuela, mujeres politiqueras, un personal variopinto muy influyente en
las vidas locales y en la consolidación de bastiones de una u otra tendencia
asociativa, de una u otra filiación partidista. Eso significa que lo político,
como ahora acostumbra decirse, fue un universo social mucho más amplio
y, por tanto, nuestra contribución consistió en hacer una historia social de
lo político, más allá de la determinación del vínculo de esos agentes sociales
con los conflictos inherentes a la definición laica o confesional del Estado
colombiano. Eso está contenido, de modo parcial pero relativamente cohe­
rente, en mi libro Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación.
Colombia, 1820-1886 (2011).

Conclusión: en la historia intelectual

M i tesis doctoral, en versión francesa, es impublicable por la extensión;


pude hacer una traducción y adaptación a las exigencias editoriales, eso fue
lo que publicó la Universidad Externado de Colombia. La versión original
fue una tentativa de integración de la vida asociativa con los procesos histó­
ricos de la prensa, los libros y la'lectura. Esos procesos constituyen, ahora,

45
Gilberto Loaiza Cano

una unidad que intento resolver dentro de las coordenadas de lo que hoy
llam an historia intelectual. La historia del libro y la lectura suele ser vista
como una historia subsidiaria que contribuye a comprender la recepción
de determ inadas ideas y el marco general de producción y consumo de
determ inados discursos; m ientras tanto, el estudio de la prensa está más
relacionado con la historia de los lenguajes políticos, ccm la manera en que
grupos de individuos construyeron fórmulas de deliberación pública, una
especie de ethos de la discusión pública permanente. Todo eso creo que
puede agruparse, junto con las formas asociativas, en una historia de la
opinión pública.
Esa historia tiene fundamento en una premisa según la cual “nuestro
siglo XIX” es una categoría temporal sustentada en el predominio del político
letrado y del universo de los impresos que le sirvió de soporte general a la
comunicación política. El político letrado y la imprenta fueron catapultados
al control del campo político, en Colombia e Hispanoamérica, en la coyun­
tura de la Independencia. En ese trance emergió el criollo ilustrado como
el agente social idóneo para asum ir el control de un proceso político en que
fue el principal beneficiario. Su afianzamiento como el “representante del
pueblo” se basó, principalmente, en el uso permanente de los mecanismos
de difusión impresa; eso contribuyó a fabricar la ilusión del hombre letra­
do como el mejor capacitado para las tareas de gobierno. Así emergió y se
consolidó el político letrado. Su erosión o relativización en la vida pública
empezó a manifestarse durante las mutaciones tecnológicas agrupadas en
los decenios 1920 a 1950, cuando aparecieron la radio, el cine y la televisión
como nuevos instrumentos de comunicación masiva y que dieron origen,
además, a grupos específicos de intelectuales con su particular peso en la
vida pública. En un libro de ensayos de aproximación a este asunto, Poder
letrado (2014), traté de darle sustento a esa cesura temporal. Pero, sin duda,
la historia de la opinión pública en Colombia es tarea pendiente.

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46
Itinerario de mis prácticas de historiador

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47
DEL P R E G R A D O AL P O S G R A D O . E X P L O R A C I O N E S
C R Í T I C AS AL C A M P O A C A D É M I C O Y U N I V E R S I T A R I O .
EL C A S O D E U N A F O R M A C I Ó N A C A D É M I C A

Aim er Granados

Introducción

Los coordinadores de este libro definieron el objetivo de los estudios que


conforman este proyecto editorial colectivo en torno a dos grandes temas: la
experiencia en el oficio del historiador y la trayectoria en el campo histórico.
M i elección fue la de enfatizar en la segunda de estas líneas de investigación.
No obstante, abordar críticamente “ la trayectoria en el campo histórico”, y
en cualquier otra área de las ciencias sociales y las humanidades, es una labor
compleja, en tanto tal propósito implica reflexionar sobre muchas aristas,
menciono algunas de ellas: las motivaciones para definir un área específica
del conocimiento y, en un momento dado, decidirse por la carrera académica,
universitaria y de investigador; delimitar uno o varios objetos de estudio y sus
respectivas dimensiones espacio/temporales; la práctica docente y la forma­
ción de “recurso humano”; la inserción en redes académicas y la participación
en grupos de investigación. A estas líneas de trabajo, como efectivamente lo
han vislumbrado los coordinadores de este libro colectivo, se podría agregar
el fascinante campo del oficio del historiador. Esto es, reflexionar sobre la
experiencia de escribir y publicar historia. Y de contar el proceso de inves­
tigación, lo cual llevaría a hacerse las siguientes preguntas: ¿cómo se crea el
objeto de estudio? ¿Cuáles podrían ser sus fuentes prim arias, qué teorías y
metodologías emplear para estos objetos de estudio?
Todos estos aspectos, los de la trayectoria académica, así como los
atinentes al del oficio del historiador, conforman lo que pudiera enunciarse
como el “campo académico y universitario”, del cual en este ensayo se dan
algunas explicaciones, enfatizando mucho más, como ya se dijo, en la trayec­
toria en el campo académico que en la línea del oficio del historiador, aunque
algún señalamiento se da en este sentido. A no dudarlo, el conjunto de todos
estos asuntos empata directamente con un eje central en la historia intelectual
y de lo intelectual. Por una parte, el campo universitario/académico, y por otra
las condiciones institucionales y contextúales que inciden en la formación de
un académico, en este caso dentro de la disciplina de la historia. Este estudio
constituye un atisbo, a la vez que esbozo interpretativo, de una trayectoria
académica “ inconclusa” y en vías de seguir avanzando y creciendo. Debe
aclararse que, por falta de espacio, en esta reflexión de carácter académico

49
Aimer Granados

con tintes autobiográficos se han dejado por fuera algunos de los aspectos
señalados con anterioridad.
En este ejercicio académico se retoman algunos caminos analíticos
señalados por Bourdieu (2009) en su libro Homo academicus. Com o se
sabe, en Bourdieu la teoría de los “campos” aborda diferentes escenarios
sociales en términos del poder y de la posición de poder.que se tenga en un
“campo” determinado; estas premisas son aplicables al “campo académico
y universitario”. Pero no es esta la perspectiva que interesa desarrollar en
estas reflexiones. Más bien se trata de recuperar algunas de las diferentes
“especies de capital” que están presentes en la trayectoria de una carrera
académica que Bourdieu incorpora al análisis en su estudio ya citado. Se
mencionan algunas de ellas: el “capital del poder universitario”, el “ del poder
científico”, el “ del prestigio científico” y el “capital cultural”. Se insiste en
que, si bien estas categorías no están explícitamente en este ensayo, sí han
sido un referente permanente en su elaboración. Por otra parte, al análisis
se agregan una serie de circunstancias y condiciones institucionales y, por
qué no decirlo, de vida, que van moldeando una carrera académica. En este
sentido, el “ ideal ser” de este ensayo tendría que haber involucrado mucho
más sistemáticamente al análisis lo que se ha dado en llam ar “ historia de
lo intelectual”, que

tiene como ambición el hacer que se expresen al mismo tiempo


las obras, sus autores y el contexto que las ha visto nacer, de una
manera que [sel rechaza la alternativa empobrecedora entre una
lectura interna de las obras y una aproximación externa que prio-
rice únicamente las redes de sociabilidad. La historia intelectual
pretende dar cuenta de las obras, de los recorridos, de los itine­
rarios, más allá de las fronteras disciplinares. (Dosse, 2007:14)

En el caso de este trabajo se enfatiza más en las condiciones que


posibilitan una formación académica en un contexto de periferia en donde
las comunidades académicas y particularmente la de historiadores son re­
lativamente jóvenes. De los libros producidos en esta trayectoria académica
se habla menos, no por otra cosa que por falta de espacio. Tampoco se dice
mucho de las redes académicas construidas en esta trayectoria. No se tiene
en cuenta el factor “generacional” tan fam iliar a la historia intelectual y aca­
démica. En cambio, se insiste un poco más en las influencias recibidas de
los maestros, en algunas de las condiciones socioeconómicas que facilitan la
formación de un académico y se señalan instituciones y ciertas características
de las sociedades que la vieron forjar y crecer.

50
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

Colombia: neoliberalismo y universidad

En 1981 iniciaba lo que luego se dio en llamar la “ década perdida” para América
Latina, que designa especialmente la crisis económica que debieron enfren­
tar los países de la región durante los años de 1980. Fue particularmente
M éxico el que se vio más afectado por esta crisis cuando corría el año de
1982. En general, la crisis se componía de deudas externas impagables,
grandes déficits fiscales y volatilidades inflacionarias y de tipo de cambio,
que en la mayoría de los países de la región era fijo, además de altos niveles
de corrupción en el manejo de los dineros públicos por parte de políticos y
burócratas adscritos a diferentes áreas del Estado. En este contexto, y como
medida paliativa a la crisis, paralelamente a ella se fueron implementando
las llamadas “ políticas neoliberales”. Aun cuando habrá que aclarar que
ya las dictaduras del Cono Sur, particularmente la de Augusto Pinochet
(!973-i99o), habían implementado estas políticas económicas desde la dé­
cada de 1970.
En reciente ensayo con visos sociológicos, de historia económica y de
las ideas, y por supuesto de la ciencia económica, se ha definido el neolibera­
lismo en los siguientes términos: “ Es un programa intelectual, un conjunto
de ideas acerca de la sociedad, la economía, el derecho, y es un programa
político, derivado de esas ideas” (Escalante Gonzalbo, 2015: 17-23). De las
características básicas del neoliberalismo, entre las cuales se contempla “ la
idea de la superioridad técnica, moral, lógica, de lo privado sobre lo público”
(Escalante Gonzalbo, 2015:17-23), identifica unas “prácticas” neoliberales y
un “conjunto de reformas legales e institucionales”, más o menos implemen-
tadas por todo el mundo: privatización de activos públicos, liberalización del
comercio internacional y del movimiento global de capitales, introducción de
mecanismos de mercado o criterios empresariales para hacer más eficientes
los servicios públicos y reducción del gasto público, entre otras medidas, a
las que podría agregarse la de la reducción del tamaño del Estado.
La universidad pública colombiana se vio afectada por algunos de
esos preceptos del neoliberalismo. Particularmente por una reducción en
el gasto públiao de la educación universitaria de los colombianos, un re­
corte del bienestar universitario y el aumento en la matrícula semestral de
las universidades de carácter oficial. Debe mencionarse que además de las
políticas neoliberales que afectaron la educación superior en Colombia, por
la época también se vivía un ambiente de represión contra los movimientos
sociales de toda índole. Eran los tiempos del célebre “Estatuto de seguridad”
implementado por la administración del presidente Julio César Turbay Ayala

51
Aimer Granados

(1978-1982). Por otra parte, el decreto 80 de 1980 tuvo como objetivo refor­
mular la enseñanza universitaria en el país.
En la Universidad del Valle (Cali), mi primera alma máter, el decreto
80 implicó, acogiéndose a las nuevas denominaciones introducidas por él,
cambios de orden curricular orientados a organizar internamente las m o­
dalidades educativas; también ordenó modificaciones al Estatuto general
de la universidad para reorganizar la estructura académico-administrativa,
comenzando por la formación del Consejo Superior, que no funcionaba desde
1971, y la transformación del Consejo Directivo en Consejo Académico y las
divisiones en facultades (Ordóñez Burbano, 2007:146). En el ámbito nacio­
nal, el decreto 80, por el cual se reformaba la educación superior en el país,
fue visto como una imposición del presidente Turbay Ayala.
Al inicio de la década de 1980 la Universidad del Valle vivía una fuerte
crisis económica, combinada con una delicada situación de orden público na­
cional y local. El robo de cerca de cinco mil fusiles por parte del M-19 de una
unidad del ejército ubicada en el norte de Bogotá (el Cantón Norte), en enero
de 1979, y la “ toma” de la embajada de la República Dominicana, también
por parte de este grupo guerrillero en febrero de 1980, constituyen un ter­
mómetro de la situación de orden público que por ese entonces vivía el país.
En esa Universidad del Valle, institución a la que ingresé en los
primeros meses de 1981, la compleja situación de las residencias universita­
rias, junto con la muerte del estudiante Hernán Ávila, en hechos confusos
sucedidos en los alrededores de las residencias universitarias, así como el
allanamiento de la fuerza pública a las residencias universitarias la noche
del 18 de mayo de 1981, fueron el leitmotiv para que se decretara un receso
en todas las actividades universitarias (Ordóñez Burbano, 2007:145 y ss.).
La huelga estudiantil de la Universidad del Valle que refiero estaría incluida
en el periodo que Archila (2012: 84) llama “ Hacia el movimiento popular”
(1975-1990). El contexto nacional e internacional de esta etapa del movimien­
to estudiantil, y en general de los movimientos sociales en Colombia puede
seguirse en Archila (2008). Es importante destacar que justo una década
antes, el movimiento estudiantil de la Universidad de Valle había sido gran
protagonista del movimiento estudiantil colombiano de 1971 (Urrego y Pardo,
2003). Cabe señalar que en comunicado oficial el Consejo Académico afirmó
que la ocupación de la Universidad por parte de fuerzas del orden público no
había contado con la opinión de sus miembros ni la del rector Carlos Trujillo.
El receso de actividades se prolongó hasta septiembre de ese año. Después de
este paro de actividades el bienestar universitario se vio seriamente recor­
tado. Las residencias universitarias se cerraron definitivamente, el servicio

52
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

de restaurante universitario se limitó a una comida por día y la matrícula


semestral tuvo un incremento sustancial.1
En niveles diferenciados, a una persona que haya pasado por la
universidad, cualquiera que ella haya sido, se le han abierto los horizontes
cultural, político e ideológico. En este sentido, mis inicios en la Universi­
dad del Valle me permitieron ser mucho más consciente de realidades y
problemas nacionales, pluralidades culturales y un amplio panorama de
tendencias ideológicas a derecha e izquierda. Por ese entonces compartí
aulas y debates estudiantiles con el entrañable Adolfo Atehortúa, con Ornar
Moreno, miembro combativo y activista del Sindicato de Trabajadores de
la Universidad del Valle, con el “camarada” César Arturo Castillo Parra,
miembro de la Juventud Comunista (Juco, del Partido Comunista) y con
los también entrañables y así llamados “ los Tiernos” (Adriana Calero, Mi­
riam Echeverri, Jorge Cachiotis y Armando Baena). Con “ los Tiernos” nos
íbamos a ver las obras que montaba el Teatro Experimental de Cali (TEC),
dirigido en ese entonces por Enrique Buenaventura. También nos salíamos
a hurtadillas de las clases para lanzarnos a la Cinemateca de Cali, en donde
recuerdo haber visto fabulosos ciclos de la filmografía de Federico Fellini,
Ettore Scola, Martin Scorsese y Woody Alien, entre otros. ¡Y cómo no!, la
rumba caleña en los tradicionales bares de salsa y son cubano también es­
tuvieron presentes en mi vida universitaria. “Tin tín deo” y el “Bar de Rafa”
eran de nuestros bares favoritos.1 2
Fue en medio de este contexto social/cultural, político y económico
descrito a grandes trazos en donde inicié mi formación académica de pre­
grado. Efectivamente, mediante un cupo obtenido vía examen ingresé como
estudiante regular a la licenciatura en historia de la Universidad del Valle.
Había cursado el “bachillerato clásico” en el colegio “Ricardo Nieto” de Cali,
una institución educativa que atendía una población estudiantil proveniente
de sectores populares, no obstante, su carácter de entidad privada. Por esos

1 En 1982 el déficit de la Universidad era de 571 millones de pesos y el presupuesto con que se
contaba en ese mcfmento solo permitía atender el 60 % de los gastos de funcionamiento. Los
ingresos por matrículas no eran importantes y en una medida impopular el Consejo Superior
autorizó su aumento en un porcentaje superior al 500 %. La matrícula mínima pasó de $ 180
a $ 3705 y la máxima de $ 13 000 a $ 37 000 (Ordóñez Burbano, 2007:151).

2 Aquí es inevitable anotar la referencia bibliográfica a Ulloa (1992). Estudio este realizado
justamente durante mi ciclo de pregrado en la Universidad del Valle, que desde la antropología
y la cultura popular da cuenta de la “salsa” como un fenómeno de masas.

53
Aimer Granados

años de la década de 1970, el Gobierno había establecido convenios con este


tipo de colegios con el fin de que los estudiantes con buen promedio acce­
dieran a becas patrocinadas por el Estado. M i rendimiento académico me
permitió acceder a una de estas becas. El Gobierno pagaba un porcentaje de
la matrícula y el resto lo asumían la institución y los padres del estudiante.
Los estudios primarios los había hecho en la escuela oficial “José Eusebio
Caro” de Calcedonia, Valle, mi pueblo natal. Quiero destacar que mis ciclos
educativos de la primaria, el universitario de pregrado y el de posgrado los
hice en instituciones de carácter oficial, es decir, en la educación pública, la
cual, pese a sus múltiples carencias y falencias, en perspectiva histórica valoro
mucho. Esta apreciación positiva de la educación pública la he ratificado por
medio de mi ejercicio docente en universidades públicas en Colombia y en
México: la Universidad del Valle y la Universidad Autónoma Metropolitana,
Unidades Xochim ilco y Cuajimalpa, en Ciudad de México. En esta última
sede me desempeño en la actualidad como docente e investigador. En los
inicios de la década de 1990 también trabajé en la Universidad Javeriana, en
la Universidad Santiago de Cali y en la Universidad Autónoma de Occidente,
todas ellas instituciones de educación superior establecidas en Cali.

Cali: el alma máter-la Universidad del Valle

Tal vez uno de los mejores momentos en cuanto a calidad académica en el


Departamento de Historia de la Universidad del Valle haya sido la década de
1980. Adelanto que un segundo momento, cuando las circunstancias socio-
culturales y económicas permitieron un Departamento de Historia sólido allí
fue el inicio de la maestría en historia andina, en 1987, dirigida por Germán
Colmenares. Para mi fortuna, en ambos momentos estuve presente. Por los
años de 1980 los estudios en historia regional eran cultivados en varios cen­
tros universitarios del país como las universidades de Antioquia, del Cauca e
Industrial de Santander (UIS), además de las del eje cafetero y las del Caribe,
por mencionar algunas.3 Aunque en las líneas que siguen me detengo en los

3 Es imposible citar aquí la extensa bibliografía que sobre historia regional se ha producido en
un país que, en principio, está formado por regiones. Sin embargo, dado que tal vez sean de
los primeros textos críticos que reflexionaron sobre la importancia del problema histórico
nación-región, cito el trabajo de Marco Palacios (1986) y una célebre mesa redonda en la
que participaron Jaime Jaramillo, Malcolm Deas, Francisco Leal y Marco Palacios (1983), en
torno al tema regiones y nación en el siglo XIX colombiano. En el “sumario bibliográfico” que
Palacios (1986) presenta en su texto, afirma que los estudios modernos de historia regional

54
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

rumbos que esta historiografía regional tomó en el Departamento de H isto­


ria de la Universidad del Valle, cabe señalar que el esfuerzo de esta se dio en
muchas universidades del país. A la par que en la del Valle, el desarrollo de la
historiografía regional también fue notorio y notable, y lo sigue siendo, en la
Universidad Industrial de Santander de donde, por cierto, egresaron algu­
nos historiadores que participan en este libro. En relación con los estudios
regionales en perspectiva histórica adelantados en la UIS, habrá que señalar
que uno de sus más entusiastas impulsores fue Arm ando Martínez, aunque
no fue el único. Cabe destacar asimismo el impulso que en la Universidad
de Antioquia se les dio a los estudios regionales en perspectiva histórica, de
la mano del historiador Jorge Orlando Meló, aun cuando no solo él.
Durante la década de 1980 en la Universidad del Valle esta perspec­
tiva de historia regional vivía un momento de auge acaso porque al final de
la década anterior Germán Colmenares se había vinculado a ella y, bajo su
“pluma” y presencia, la historia regional tuvo un gran impulso en la insti­
tución. De acuerdo con Fajardo (1999: 57-58), Colmenares elaboró en torno
a los estudios regionales un conjunto de elementos para la construcción
conceptual de este enfoque metodológico. Como se sabe, esta metodología
la usó en sus estudios sobre la sociedad y economía coloniales de Pamplona,
Tunja, Cali y Popayán. Por otra parte, también hay que señalar que uno de
los momentos cumbre de la historia regional en el Departamento de H isto­
ria de la del Valle lo constituyó el proyecto editorial “ Sociedad y economía
en el Valle del Cauca”, patrocinado por la Universidad y el Banco Popular,
con aportes notables de Germ án Colm enares, Zam ira Díaz de Zuluaga,
José Escorcia, Richard Preston Hyland y José Manuel Rojas Garrido. Este
importante proyecto editorial fue publicado en cinco tomos, en 1983.4Otros
profesores que le han dado continuidad a la tradición de los estudios en his­
toria regional en el Departamento de Historia de la Universidad del Valle son
Francisco Zuluaga, M aría Teresa Findji, Alonso Valencia Llano, M argarita

en Colombia tienen como pioneros a Frank Safford, Roger Brew, Luis Ospina Vásquez, J. J.
Parsons, Orlando Fals Borda, Juan Friede y Margarita González.

4 La colección se titula Sociedad y economía en el Valle del Cauca y los cinco tomos fueron
editados en 1983 por el Banco Popular de Bogotá: Germán Colmenares. Cali: Terratenientes,
mineros y comerciantes, siglo XVIII; Zamira Díaz de Zuluaga. Guerra y economía en las
haciendas, Popayán, 1780-1830; José Escorcia. Desarrollo político, social y económico, 1800-
1854; Richard Preston Hyland. El crédito y la economía, 1851-1880; José María Rojas Garrido,
Empresarios y tecnología en la formación del sector azucarero en Colombia, 1860-1980.

55
Aimer Granados

Pacheco, Diego Romero y Eduardo Mejía. Esa tradición de la historia regional


en la Universidad del Valle ha seguido cultivándose en tesis de pregrado y
posgrado o en importantes proyectos investigativos y editoriales como el
recientemente liderado por Gilberto Loaiza (2012) en torno a la historia de
Cali en el siglo XX, en tres estupendos volúmenes.
En las clases de Germán Colmenares sobre economía y sociedad colo­
nial, además de historia como proceso, se aprendía teoría y metodología de la
historia. Recuerdo que, en una de ellas, con el fin de relacionar el espacio con
la historia y explicarnos la “ larga duración” de Fernand Braudel, apeló a un
plantío de caña de azúcar que a lo lejos se alcanzaba a avistar a través de las
ventanas de nuestro salón de clase. De allí derivó magistralmente a formas
de producción económica y de mano de obra, la estructura de la tierra, las
haciendas y su función económica y sociopolítica. Pero no solo era historia,
espacio y estructuras sociales y económicas, era también esa otra importante
variable: el hombre en sociedad. Y a partir de esta circunstancia, el maestro
Colmenares relacionaba con otras aristas explicativas: la economía, el tipo
de sociedad, la cultura y el régimen político, todo ello interactuando. Era la
“síntesis total” del régimen colonial, la tradición de la Escuela de los Armales
puesta al servicio de la estructuración de una nueva historia de Colombia.
Sobra decir que Colmenares había hecho sus estudios doctorales bajo la di­
rección del historiador francés Fernand Braudel.5
Otros profesores de la Universidad del Valle también fueron influ­
yentes en mi formación de pregrado. M aría Teresa Findji, socióloga francesa
devenida en historiadora, nos daba estupendas clases sobre la formación de
la nación y el Estado colombiano durante los siglos XIX y XX. Recuerdo que
la bibliografía que leíamos en sus clases, muy dinámicas, muy inteligentes,
eran los libros de Luis Eduardo Nieto Arteta, Luis Ospina Vázquez, Jaime
Jaram illo Uribe, M arco Palacios Rozo y Charles Bergquist, entre otros.6

5 Sobre la trayectoria académica e intelectual de Germán Colmenares véase Atehortúa Cruz


(2013). También son importantes los perfiles biográficos y académicos que de él se publicaron
en Jorge Orlando Meló. 1999. “Germán Colmenares: una memoria personal”. En Germán
Colmenares. Ensayos sobre su obra. Otra referencia bibliográfica importante para sopesar el
aporte historiográfico de Colmenares es el estudio de Almario García (2010). La misma Obra
completa de Germán Colmenares, editada en 1997 constituye uno de los ejes fundamentales
para conocer e interpretar su concepción de la historia.

6 Respectivamente me refiero a los siguientes libros de estos historiadores: Economía y cultura


en la historia de Colombia (1941); Industria y protección en Colombia, 1810-1930 (1955); El
pensamiento colombiano en el siglo XIX (1964); El café en Colombia, 1850-1970. Una historia

56
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

Como es sabido, en la profesionalización de cualquier disciplina, y


esto incluye a la historia, las revistas disciplinares son muy importantes en
tanto se convierten en espacios de diálogo, intercambio académico y de dis­
cusión (Granados, 2012). Entonces, es importante mencionar también ese
mundo de las revistas especializadas. Como dato curioso, actualmente en
Colombia el mayor número de revistas especializadas por áreas de conoci­
miento, al menos en las ciencias sociales y las humanidades, corresponde a
la historia, lo cual es un indicio de la relativa buena institucionalidad que ha
logrado la disciplina en el país. No obstante, ya desde la década de 1980 algu­
nas revistas de historia en Colombia habían abierto brecha. Por supuesto que
su consulta también fue importante en mi formación profesional. Hay que
destacar el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, publicado
desde 1963 por la Universidad Nacional de Colombia; los inolvidables Cua­
dernos Colombianos que bajo la dirección de M ario Arrubla Yepes produjo
doce números entre 1973 y 1979. Otra revista importante en ese momento
era Historia y Espacio, editada desde 1979 por el Departamento de Historia
de la Universidad del Valle. Y desde las ciencias sociales y las humanidades,
cómo no referenciar a Eco: Revista de la Cultura de Occidente, publicada por
la librería Buchholz de Bogotá entre 1960 y 1984, con 272 números. Recuerdo
que Germán Colmenares nos pasaba copia en offset de algunas de las tra­
ducciones al español que publicaba allí. En estos “adelantos” bibliográficos
recuerdo haber leído a Lawrence Stone y a James Lockhard, el historiador
estadounidense del mundo social colonial hispanoamericano.7 Colmenares

económica, social y política (1979); Café y conflicto en Colombia, 1886-1910: la guerra de los
Mil Días, sus antecedentes y consecuencias (1981). La lista de esta bibliografía es larga y solo
menciono algunas referencias. Es importante mencionar el Manual de historia de Colombia
(tres tomos, 1978,1979 y 1980), bajo la dirección científica de Jaime Jaramillo Uribe. En 1989
saldría ese otro colosal proyecto editorial que fue la Nueva historia de Colombia.

7 El texto de Stone al cual me refiero es el ahora famoso “El renacer de la narrativa. Reflexiones
sobre una nueva vieja historia”, que salió en Eco, 239, septiembre de 1981, pp. 449-478. En
1986, el Fondo de Cultura Económica publicó una compilación de artículos de Stone, bajo el
título El pasado y el presente, en la que se incluyó ese artículo. Pero insisto, antes que la revista
Eco y de la publicación del Fondo de Cultura Económica, Colmenares nos dio a conocer “ El
renacer de la narrativa”, en copia offset. Para bien de los estudiantes, ¡la piratería existía!, en
el buen sentido de su uso. Llamo la atención asimismo que el offset, a falta del uso masivo de
la fotocopiadora, era el medio más expedito para hacerse a material de lectura.

57
Aimer Granados

también nos insistía en que consultáramos periódicamente Armales y Ameri­


can Historical Review.6
Recuerdo también con mucho agrado y simpatía las inteligentes cla­
ses de M argarita Garrido, quien me parece en ese momento era la profesora
más joven del Departamento de Historia. M argarita nos daba Independen­
cia de América y aquí el principal libro de referencia era el de John Lynch,
Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1926. A mediados de la década
de 1980, ella se fue a la Universidad de Oxford, en donde obtuvo su Ph. D.
en historia moderna. A su regreso a la Universidad del Valle, a inicios de
la década de 1990, la profesora Garrido llegó con nuevos bríos a la cátedra
universitaria y con renovados e importantes conocimientos en torno a la
sociedad colonial tardía.
Lenin Flores y Juan Posada fueron otros dos profesores que quisiera
mencionar como referentes en mi formación, pues sus magistrales clases
sobre historia antigua, moderna y contemporánea de Europa completaban
un programa académico que, además de la historia como proceso en tres
espacios geográficos (Europa, América Latina, Colombia), se complemen­
taba con un bloque general de teoría de las ciencias sociales: antropología,
geografía, economía y sociología.
Un referente importante en este bloque teórico fue el profesor Humberto
Vélez, quien nos puso a leer a clásicos de la filosofía como Hegel y M arx, y a
clásicos de la sociología como Émile Durkheim, M ax Weber y Karl Manheim.
Con él también leimos a Marc Bloch (Introducción a la historia) y a Luden
Febvre (Combates por la historia). El programa de la licenciatura en historia
que cursé se complementaba con un bloque de educación y pedagogía que
tuvo en el profesor Guillerm o Sánchez, del Departamento de Educación,
otro referente trascendental. Recuerdo con mucho agrado las clases de Sán­
chez, quien nos introdujo en la lectura de Michel Foucault y su Arqueología
del saber.
Cuando corría el año de 1988 obtuve el título de licenciado en histo­
ria con una tesina titulada Partidos políticos en Colombia a finales del siglo
XIX que, para mi fortuna tuvo dos directores, Humberto Vélez y Margarita 8

8 Por cierto, la biblioteca Mario Carvajal de la Universidad del Valle tiene una colección
importante de la American Historical Review, y aun cuando la serie no está completa tiene el
número 1, que data del 31 de diciembre de 1918. Según consulta a esta biblioteca vía internet,
la seriación de la revista se interrumpe en el volumen 77, número 2, de octubre de 1997, lo
cual es de lamentar. En cuanto a Annales, la misma biblioteca tiene una muy buena seriación
desde 1964, que se interrumpe en 2005.

58
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

Garrido. Se trata de un trabajo menor, descriptivo, con cierta revisión de


fuentes prim arias, amplia revisión bibliográfica y sin mucha reflexión teó­
rica y metodológica. Esta tesina se pregunta por algunas dinámicas de la
formación de los partidos políticos en Colombia durante la segunda mitad
del siglo XIX, en función de la formación del Estado nación. Más allá de la
calidad académica de esta primera experiencia de investigación en historia que
es muy pobre, en la elaboración de este “ trabajito” me quedó una experiencia
muy enriquecedora: lograr plantear un objeto de estudio y perfilarlo dentro
de una área del conocimiento, en este caso la historia política; plantear una
hipótesis de trabajo al objeto de estudio y tener un m ínim o de reflexión teó­
rica y metodológica en relación con este; acercarse al archivo y a las fuentes
primarias y lograr sistematizar la información pertinente. En suma, iniciarse
en el habitus académico del ejercicio escritural, de la lectura permanente, la
investigación y la reflexión teórica y metodológica. Con el impulso puesto
en estos componentes del habitus del académico, y cuando el Departamento
de Historia de la Universidad del Valle impulsaba con gran éxito su maestría
en historia andina, a fines de la década de los 1980 postulé mi candidatura
para la segunda cohorte de este programa de posgrado.
En Colombia, en esa década eran pocos los posgrados que condu­
jeran a una maestría en historia. En 1990, en un ensayo muy sugerente y
auto reflexivo en torno a su profesión, Germán Colmenares (1991) trazó un
panorama general de enfoques y paradigmas en la investigación histórica
en Colombia, y además hizo una especie de mapeo de las fortalezas, debi­
lidades, falencias y dificultades de todo tipo por los que tenía que pasar la
investigación histórica en Colombia en ese momento: desde comunidades
académicas en las ciencias sociales y humanidades no consolidadas plena­
mente o muy jóvenes en el tiempo, estudiantes universitarios de medianos
conocimientos, desinterés del Estado en financiar la investigación histórica,
poca circulación de libros especializados, poco intercambio académico e
interuniversitario, hasta un relativo aislamiento de otras comunidades aca­
démicas, particularmente las de Latinoamérica. Pero a la vez, Colmenares
planteaba un próximo entorno institucional, universitario y académico favo­
rable al desarrollo de las ciencias sociales en Colombia que redundaría en una
importante cualificación de la historiografía colombiana. No se equivocó.
Como ya se ha dicho, es este un texto muy sugerente que incluso da muchas
pistas sobre la historia de la historiografía colombiana durante la década de
1980: sus influencias, sus perspectivas, sus enfoques y sus posibilidades reales
para seguir desarrollándose. Para Colmenares, el posgrado, aún en el nivel
de maestría debía formar investigadores. Y ese fue el sentido que le puso a la

59
Aimer Granados

maestría en historia andina que fundó y dirigió en la Universidad del Valle.


En el último tercio de la década de 1980, Germ án Colmenares con toda su
experiencia como investigador, una carrera docente y académica ya muy
consolidada, una obra sólida pero interrumpida por su temprana muerte en
1990 y una amplia red internacional de historiadores e instituciones, conci­
bió y dirigió la maestría en historia andina con el apoyp de la Flacso/Quito,
la Universidad del Valle y, tengo entendido, con recursos de fundaciones de
carácter internacional. Cabe señalar que el más antiguo de estos programas
de maestría en historia en Colombia es el de la Universidad Pedagógica y
Tecnológica de Colombia, en Tunja (UPTC), creada en 1973; en la década de
1980, la Universidad Externado de Colombia creó una maestría en historia;
la de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, data de 1984, y en
1987 inició labores la maestría en historia andina en la Universidad del Valle.
La primera generación de esta maestría en estudios andinos apor­
tó a la academia colombiana un importante contingente de historiadores,
algunos de los cuales ya habían recorrido algún camino en las lides de la
docencia universitaria e investigación histórica y otros se iniciaban en los
“combates por la historia”.9Además, fue una primera promoción que gozó de
cierta internacionalización, pues de ella hicieron parte algunos estudiantes
extranjeros, pero también porque Colmenares, gracias a su capital cultural
y red académica logró conjuntar a reconocidos andinistas y colombianistas
que se sumaron a los historiadores colombianos y lograron dar un perfil muy
interesante a esta maestría, entre otras cuestiones, el énfasis en la investiga­
ción, la reflexión teórica/metodológica y la consulta de archivos.10
En febrero de 1989 dio inicio la segunda cohorte de esta maestría
en historia andina, de la cual hice parte. De alguna manera, de la primera
promoción hice parte en calidad de “ becario asistente” en asuntos admi-
nistrativos/académicos. Poco más de un año después, el 27 de marzo de
1990 el maestro Germ án Colmenares falleció prematuramente a la edad

9 Del primer grupo menciono a Luis Javier Ortiz Mesa, Margarita Pacheco, Óscar Almario,
Beatriz Patiño, Roberto Luis Jaramillo y Guido Barona. Del segundo a Mario Diego Romero,
Germán Mejía, Luis Eduardo Lobato Paz y José Eduardo Rueda Enciso, entre otros.

10 Si mal no recuerdo hubo estudiantes de Ecuador, Perú y Chile. Como profesores visitantes
estuvieron, por ejemplo, el reconocido andinista Tristan Platt y el colombianista inglés
Malcolm Deas, y los ya en ese momento reconocidos historiadores peruanos Manuel Burga
Díaz y Heraclio Bonilla. Entre los profesores colombianos, además de Colmenares, dieron
clase Jorge Orlando Meló, Luis Antonio Restrepo Arango y Luis Carlos Arboleda, entre otros.

60
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

de cincuenta y dos años. Pero todavía tuve la fortuna de escucharlo en los


cursos que sobre teoría de la historia ofreció para la segunda generación
de la maestría en historia andina de la Universidad del Valle. Esta segunda
promoción no contó con el apoyo de la Flacso y, aunque tuvimos profesores
visitantes internacionales, no en la misma proporción que lo tuvo la primera
promoción.11 Creo estar seguro al afirmar que estas clases fueron las últimas
que el maestro Colmenares impartió en su corta pero muy productiva vida
académica. Tuve la fortuna de que él leyera mi proyecto de tesis de maes­
tría. Recuerdo que uno de los comentarios que me hizo en relación con este
proyecto fue que había quedado “entre las dos M argaritas”. Esto me lo dijo
en su siempre muy ingenioso humor, estando ambos a la salida de la cafe­
tería central de la Universidad del Valle, uno de los lugares de socialización
académica preferidos de Germán. Se refería a M argarita Pacheco, profesora
mía de pregrado, quien por esos años adelantaba su tesis de maestría, que
luego fue publicada bajo el título La fiesta liberal en Cali (Cali, Universidad
del Valle, 1992). Y a M argarita Garrido, quien también por esas fechas ade­
lantaba su tesis doctoral en la Universidad de Oxford, publicada luego como
Reclamos y representaciones. Variaciones sobre la política en el Nuevo Reino
de Granada, 1770-1815 (Bogotá, Banco de la República, 1993). Efectivamente, de
alguna manera mi proyecto de tesis de maestría, titulado “ Representaciones
y quejas en la cultura política de los sectores populares del Gran Cauca, 1880-
1915’V112guarda cierta perspectiva común con los trabajos de las “ M argaritas”
citados, pues en estas investigaciones se pregunta por los cruces de lo políti­
co y la cultura política entre las élites y los sectores populares. Dirigido por
M argarita Garrido, y presentado y aprobado en 1994, este trabajo de tesis de
maestría permanece inédito.13

11 Además de Colmenares recuerdo haber tenido clases con Jesús Martín Barbero, María Teresa
Findji, Augusto Díaz, Francisco Zuluaga, Luis Carlos Arboleda y Marcial Ocasio (profesor
de la Universidad de Puerto Rico), y conferencias con Malcolm Deas, Anthony McFarlane y
Georges Lomné.

12 Este trabajo contó con el apoyo financiero de la Fundación para la Promoción de la


Investigación y la Tecnología del Banco de la República.

13 No obstante, el carácter inédito de esta tesis de maestría, dos artículos fueron publicados como
avance de ella (Granados, 1992 y 1994/1997). Igualmente, desprendido de esta tesis y la consulta
de fuentes históricas que en torno a ella se realizó en el Archivo Histórico Municipal de Cali y
en algunos periódicos de la época, se publicó Granados (1995). Este libro ganó el premio Jorge
Isaacs, otorgado por la Gobernación del Valle, en la modalidad de “Temas vallecaucanos”.

61
Aimer Granados

Ciudad de México: El Colegio de México


y el horizonte cultural mexicano

El sábado 13 de septiembre de 1995, a eso de las quince horas, arribé a la Ciu­


dad de México en medio de un torrencial aguacero, con el propósito de hacer
estudios de doctorado en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de
México. Pocos días después, el 28 del mismo mes, falleció en dicha Ciudad
el afamado historiador Edmundo O’Gorman. En 1994 se había producido
una nueva crisis económica en México, conocida como el “efecto tequila” que
tuvo “ impacto internacional”. El 1 de enero de 1994 entró en vigor el Tratado
de libre comercio de América del Norte (TLCAN), a la par que el presidente
mexicano en turno, Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), temerariamente
anunciaba: “Compatriotas, México ya es un país del prim er mundo”. Tam ­
bién ese inicio de año de 1994, justo el día que entraba en vigor el TLCAN, 1
de enero, irrumpió en la escena y esfera pública nacional el Ejército Zapatista
de Liberación Nacional (EZLN), que declaró abiertamente una guerra al G o ­
bierno federal encabezado por Salinas de Gortari. Las demandas del EZLN
se resumían en democracia, libertad y justicia para los pueblos indígenas del
país. En marzo de 1994, Luis Donaldo Colosio, importante político miembro
del Partido Revolucionario Institucional (PRI), fue asesinado cuando era
candidato presidencial por este partido político.
Dos días después de haber llegado a la Ciudad de México, un amigo
me llevó al famoso Zócalo de la ciudad. El contexto de mi primer encuentro
con este espacio físico tan importante, simbólico y central para México y los
mexicanos fue la celebración del día patrio por excelencia, que es el 15/16 de
septiembre, cuando año tras año se celebra la Independencia de la m onar­
quía española. Lo que quiero señalar es que había llegado a un país con un
alto sentido de lo que O’Gorm an (2007) llamó “ tener conciencia histórica”.
Varios son los aspectos que denotan esa conciencia histórica, convertida en
nacionalismo, de una buena parte de los mexicanos cuando celebran el día de
la Independencia: largos pendones combinados con grades banderas y ador­
nos nacionalistas teñidos con los colores de la bandera nacional; desde una
de las ventanas del Palacio Nacional, el presidente de la república en turno
toca la misma campana con la que en su momento el cura Miguel Hidalgo
y Costilla convocó a la población de Dolores para que protestara contra la
monarquía española, dando así inicio al proceso independentista mexica­
no. Este ceremonial y ritual cívico que año tras año reproduce el famoso
“Grito de Dolores” (este ceremonial patriótico transcurre en la noche del 15
al 16 de septiembre) y que ha quedado indeleble en la memoria histórica de

62
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

México, se acompaña por un unísono grito nacional y nacionalista de “ ¡viva


México!”, vociferado por amplios sectores de la población a lo largo y ancho
de toda la república.14
Había llegado a un país cuya historia, parcialmente, se la había “apro­
piado” institucionalmente el Estado de la revolución primero, y posterior­
mente el régimen priista,15 pero que en contraste desarrollaba una historio­
grafía crítica y analítica. Ciertamente, la calidad y excelencia académica de
El Colegio de México, del Instituto de Investigaciones Históricas de la Unam
o del Instituto Mora, por solo mencionar tres de los centros educativos más
importantes del país en donde se forman historiadores, dan cuenta de una
historiografía con reconocimiento internacional. En el caso de El Colegio
de México, esta calidad académica le fue reconocida en 2001, cuando fue
galardonado con el premio Príncipe de Asturias en ciencias sociales, por la
excelencia y el prestigio adquiridos a lo largo de los años. Cuando en 2010
cumplió setenta años de existencia, su presidente Javier Garciadiego (2010)
sintetizó en mucho la labor académica, social, cultural y política de la insti­
tución en los siguientes términos:

Se ha centrado en la profesionalización y apoyo a la evolución po­


sitiva de la educación superior pública; en el diagnóstico de gran­
des problemas sociales y el diseño de políticas estatales para su
atención; en la creación de un aparato diplomático profesional
que fue decisivo para situar a México en el concierto de las nacio­
nes y darle un prestigio a la política exterior mexicana.

Varios factores han posicionado la historiografía mexicana como un


referente internacional importante, de los que menciono algunos: una soste­
nida producción historiográfica que abarca todos los periodos de la historia
de M éxico, sometida a “revisión” con cierta regularidad; esta producción
académica también incluye una reflexión sobre el oficio del historiador y
la escritura de la historia, sus métodos y teoría. Una circulación constante,
de ida y vuelta, de académicos provenientes de Europa, los Estados Unidos

14 Con motivo del bicentenario de la Independencia y del centenario de la revolución en 2010,


hubo una “avalancha” de trabajos, reinterpretaciones y revisiones historiográficas de estos
hitos en la historia de México. Solo por vía de ejemplo menciono tres referencias bibliográficas
de estos estudios: Gustavo Leyva et. al., 2010; Reina y Pérez Montfort, 2013; Giraud, Ramos
Izquierdo y Rodríguez, 2014.

15 Al respecto véase Benjamín, 20o'5; y Florescano, 2002.

63
Aimer Granados

y Asia, cuyas sedes académicas son centros de investigación social y hu­


manística de reconocido prestigio; a su vez, académicos mexicanos van de
intercambio justamente a estos importantes centros de investigación de sus
pares académicos. Una comunidad de historiadores que, como muchas otras
instancias de la cultura mexicana, constantemente se ha visto favorecida
por el Estado de la revolución y luego por el réginjen priista, sin que ello,
necesariamente, ni en todos los casos, implique una pérdida de autonomía
académica frente al Estado.
La Casa de España en M éxico creada en 1938, que en 1940 dio paso
a El Colegio de México, es ejemplo de esta circunstancia, por cierto muy
singular en el contexto latinoamericano. El Colegio de México se fundó
durante el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-1940) como uno de los proyec­
tos educativos, de investigación y de cultura más importantes del país. Por
supuesto, sin el aporte intelectual de Alfonso Reyes y Daniel Cossío Villegas
este proyecto educativo y de investigación en humanidades y ciencias sociales
no hubiera sido posible.16 Es importante mencionar asimismo un mercado de
libros editados por la estatal-editorial Fondo de Cultura Económica (FCE).17
La sección de “ Obras de historia” del FCE tiene un valor incalculable. La
producción editorial del Fondo se complementa con una buena cantidad y
calidad de libros editados por sellos universitarios y de otras dependencias
del Estado. Y por supuesto, una tradición editorial concebida como industria
privada que existe desde el siglo XIX (Suárez de la Torre, 2003), y que durante
el XX siguió creciendo hasta consolidar a M éxico como uno de los centros
editoriales en lengua castellana más importantes del mundo, lo cual sigue
siendo. Aun cuando, como lo ha señalado Escalante Gonzalbo (2007:10), los
libros de literatura, filosofía, ciencias sociales permanecen “a la sombra” de
una industria editorial que privilegia la producción de libros de gran venta.
Para Escalante Gonzalbo esta concentración en el libro que vende mucho
plantea muchos asuntos de análisis a la sociología del libro y de la lectura.
Entre estos, la calidad de lo que se produce y lo que se lee.
En este panorama muy general sobre aspectos que posibilitaron el
posicionamiento internacional de la historiografía mexicana debe señalarse
un programa consolidado de posgrados en diferentes áreas del conocimiento.

16 Los referentes bibliográficos obligados sobre la historia de estas dos instituciones son Lida,
1992 y 1993; Vásquez, 1990.

17 Una buena parte de la trayectoria institucional de esta importante casa editorial ha sido
contada por Díaz Arciniega, 1994.

64
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

En buena medida, este sistema de posgrados en el país está avalado por el


Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), el homólogo de Col-
ciencias en Colombia, que por medio de su “ Programa nacional de posgrados
de calidad” asegura a los que logren ingresar al mismo programa, entre otras
prestaciones, becas para los estudiantes mexicanos y extranjeros que sean
aceptados en tales posgrados.
En el caso del doctorado en historia de El Colegio de M éxico, desde
hace algún tiempo tiene el reconocimiento del Conacyt en la categoría de
“ Programa de competencia internacional”. Este doctorado recibe perma­
nentemente estudiantes y profesores extranjeros de América Latina, Europa
y Estados Unidos. También el pregrado en diferentes áreas de las ciencias
sociales y las humanidades, incluida la historia, goza de relativo apoyo por
parte del Estado. Incluso algunos estudiantes de pregrado cuentan con el
apoyo de la Secretaría de Educación mediante su programa de becas “ Prona-
bes”, destinado a estudiantes que inscritos en cualquier universidad oficial
cursen cualquier pregrado. Promedio académico y provenir de hogares cuyo
ingreso sea igual o menor a cuatro salarios mínimos per cápita mensuales
son las condiciones para acceder a las becas Pronabe.18 Sin embargo, a pesar
de estos aspectos de gran impacto positivo en el posgrado en humanidades
y ciencias sociales en M éxico, habrá que señalar que por supuesto este país
no es el “paraíso total” para hacer investigación social y humanística.
Otro de los factores que han incidido para que en México haya un
avance sostenido de la investigación y formación de cuadros académicos en
ciencias sociales y humanas son las revistas. A “vuelo de pájaro” recuento
algunas de ellas: Historia mexicana (Colmex), Estudios de historia moderna
y contemporánea (IIH-Unam), Secuencia (Instituto Mora), Historia & Grafía
(U. Iberoamericana) e Istor (Cide). También, como en el caso de los posgrados
de calidad, el Conacyt tiene un programa de “ índice de revistas mexicanas
de investigación científica y tecnológica”. Las revistas que logran ingresar a
este “ índice”, tras cumplir ciertos requisitos de excelencia, reciben recursos
económicos destinados a su financiamiento.
No obstante que las circunstancias descritas en los párrafos anterio­
res han favorecido la buena calidad del posgrado en historia en México, y
que como producto de tales circunstancias se puede afirmar que en el con­
texto latinoamericano e internacional las condiciones de la investigación

18 Para más información sobre las becas de manutención, véase la página web de Becas México
(2017).

65
Aimer Granados

histórica, así como la formación de historiadores en este país resaltan por su


calidad, como ya se advirtió, no debe entenderse que M éxico sea el paraíso
para la investigación. Todavía hay problemas y dificultades que entre otros
aspectos tienen que ver con que a pesar de la vigencia y el constante aumen­
to proporcional de los recursos del Estado destinados a la investigación en
ciencias sociales y humanidades, y en general a la educación pública en el
país, esta constantemente se ha visto afectada por recortes en su presupuesto
económico.19
Uno de los requisitos que el doctorado en historia de El Colegio de
M éxico exige a sus posibles estudiantes es la presentación de una propuesta
preliminar de investigación para la tesis doctoral. Mi candidatura entonces
fue acompañada por una propuesta que titulé “Construcción nacional-estatal
y resistencia campesina en Colombia, 1850-1920”. Finalmente me doctoré con
una tesis titulada “ Los debates sobre España: el hispanoamericanismo en
M éxico a finales del siglo XIX”,20 dirigida por Clara E. Lida y sustentada en
junio de 2002. El cambio de tema es significativo, no porque la propuesta ini­
cial desmerezca ser considerada como materia de una tesis doctoral, aunque
tal y como en ese momento la formulé el tema resultaba muy amplio y poco
definido. Más bien lo característico del giro en la materia de la investigación
doctoral tuvo que ver con un asunto relacionado con el “ horizonte cultural
y académico”. El desplazamiento al extranjero en calidad de estudiante que
sabe que se radicará en un país diferente al suyo por algunos años, abre la
posibilidad de explorar, a la vez que apropiarse, en mucho, de una nueva
cultura. Es un proceso que suele terminar con la adopción de otra naciona­
lidad diferente a la que se tiene al momento de migrar, cual fue mi caso: me
naturalicé mexicano en 2008. Cabe señalar que el emigrado, cualquiera haya
sido su causa, no acaba de apropiarse completamente de una nacionalidad
adoptada, aun una tan cercana a la colombiana como la mexicana. Hay una
serie de códigos culturales que el naturalizado no alcanza a comprender del

19 Por ejemplo, por las fechas en que este trabajo fue escrito, hubo diferentes movilizaciones de
estudiantes de posgrado en contra de recortes a sus becas Conacyt. Al respecto véanse los
artículos “ Protestan por recorte a becas del Conacyt” (SDPnoticias.com, 16 de marzo de 2017)
y “Concluye marcha de estudiantes de posgrado contra recorte en becas” (Poy Solano, 10 de
febrero de 2017).

20 Esta tesis fue convertida en libro que, a la fecha ha tenido dos ediciones: Granados, 2005/2010.
El libro, en coedición con la Universidad Autónoma Metropolitana, inauguró la colección
editorial Ambas Orillas de El Colegio de México, creada y dirigida por Clara E. Lida.

66
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

todo. Y también juega que el naturalizado no logra del todo “soltarse” de


ciertos códigos culturales de su nacionalidad de origen.
La Ciudad de México es una ciudad que en todo momento “arde” en
oferta cultural y que por otra parte tiene un pasado histórico muy denso.
Prueba de ello es la arquitectura del centro histórico, que tiene rastros y edi­
ficaciones que van desde el mundo prehispánico, pasando por la Colonia y
la República hasta llegar al siglo XX y lo que va del XXI. En el XIX la ciudad
fue conocida como “ la Ciudad de los Palacios”, y de ello queda mucha arqui­
tectura en el centro histórico que, en el presente, alberga instituciones cultu­
rales y gubernamentales. Bibliotecas, librerías, museos, periódicos de todas
las tendencias, revistas de todo tipo, y una televisión e internet que “ todo”
lo invade; archivos, librerías de viejo (de segunda, toda una tradición en la
ciudad de México); editores, editoriales, muchas instituciones dedicadas a
la cultura; centros de investigación y formación de historiadores (la Escuela
Nacional de Antropología e Historia, la Universidad Nacional Autónoma de
México, el Instituto Mora, El Colegio de México, la Universidad Autónoma
Metropolitana y la Universidad Iberoamericana); conferencias, seminarios,
encuentros académicos, presentación de libros, apertura de exposiciones,
feria del libro, espectáculos de todo tipo, teatro, cine (la Cineteca Nacional es
una maravilla). Por otra parte, una historia hasta cierto punto institucionali­
zada, politizada y con usos políticos. Una historia de bronce21 oficializada en
monumentos a héroes, calles que adoptan el nombre de personajes históricos,
líneas de metro que, en su simbología están cargadas de la historia del México
antiguo, de la Nueva España, de la Independencia, del trágico siglo XIX, de la

21 González y González (1998) es uno de los textos más conocidos del maestro Luis González
y González, en el que intentó una clasificación de la historia. Una de estas clasificaciones fue
justamente la “historia de bronce”, que retoma de Cicerón: la historia como maestra de la vi­
da. La labor realizada por González y González en el campo de la historiografía y en favor de
una historia profesional y académica en México es comparable con la realizada por Germán
Colmenares en Colombia en los mismos campos y más o menos por la misma época. Don
Luis era mayor por trece años, aunque vivió más que Colmenares: murió en 2003 a la edad
de setenta y ocho años. No tenemos muchos estudios que hagan historia comparada de las
historiografías latinoamericanas contemporáneas, digamos desde la apertura a la llamada
“nueva historia” hasta el cierre del siglo XX, por establecer alguna periodización. Lo hizo estu-
í
pendamente Colmenares (1989) para el XIX. La referencia a la labor en la profesionalización de
la historia, trayectoria académica y obra historiográfica de González y González y de Germán
Colmenares en México y Colombia, respectivamente, abriría un campo de investigación en
historiografía comparada muy interesante.

67
Aimer Granados

revolución y del M éxico contemporáneo. En relación a todo lo señalado, se


podría afirmar románticamente que la Ciudad de M éxico es la ciudad de la
“república de las letras”, pero no es así del todo, también es una ciudad muy
insegura. Pues bien, esa “república de las letras” y el país entero ampliaron
profundamente mi “ horizonte cultural y académico”.
En El Colegio de México tomé estupendos cursos/seminarios que
cubrían un amplio espectro de materias y temporalidades sobre México,
América Latina y Europa. Paralelamente asistía a seminarios que abordaban
asuntos sobre teoría y metodología de la historia y en general de las ciencias
sociales. El Colegio posee una estupenda biblioteca considerada como una
de las mejores en ciencias sociales y humanidades. En ese entonces, como en
el presente, la planta profesoral del Centro de Estudios Históricos constituía
una comunidad de historiadores sólida, con reconocimiento internacional,
redes académicas tendidas hacia los cuatro puntos cardinales, una línea edi­
torial permanente y con seminarios permanentes de discusión y presentación
de avances de investigación.
En un proceso de formación académica hay personalidades que mar­
can al estudiante en sus líneas de investigación, en la concepción de su área de
conocimiento y en la selección de temas; tratándose del área de los estudios
históricos, estas personalidades suelen influir también en la selección de las
temporalidades y espacios objetos de estudio y, muy importante, aunque no
siempre, en la decisión de elegir el tema de tesis. En retrospectiva, puedo seña­
lar que desde un inicio fui optando por una serie de seminarios que digamos
apuntaban a dos grandes áreas de la historia: un bloque en torno a cultura,
ideas y pensamiento; y un segundo bloque concentrado en historia política.
En el primer bloque destaco los cursos/seminarios impartidos por
los investigadores Abelardo Villegas, investigador de la Facultad de Filosofía
y Letras de la Unam, “ Filosofía de la historia”; Alvaro Matute, del Instituto
de Investigaciones Históricas de la Unam, “ Historia de las ideas en México.
Pensamiento historiográfico mexicano 1910-1968”; Andrés Lira, del Centro
de Estudios Históricos (CEH), de El Colegio de México (Colmex), “ Ideas e
instituciones políticas en México, siglo XIX”.
En el segundo bloque destaco los cursos/seminarios impartidos por
Javier Garciadiego, investigador del CEH del Colmex, “ Historia sociopolítica
de la revolución mexicana”; Romana Falcón, del CEH del Colmex, “ Dominio,
resistencia, y rebelión. Del Imperio a la revolución mexicana”; Soledad Loaeza,
investigadora del Centro de Estudios Internacionales del Colmex, “ Historia
política del México contemporáneo 1920-1982”. El curso que tomé con Carlos
Marichal, investigador del CEH del Colmex, “ Relaciones internacionales de

68
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

América Latina. Siglos XIX y XX”, definió en mucho una de mis líneas actua­
les de investigación: la historia intelectual. Lorenzo Meyer, investigador del
Centro de Estudios Internacionales del Colmex, “México y los legados impe­
riales. Las relaciones hispano-mexicanas en el siglo XX”, pero especialmente
el seminario dictado por Clara E. Lida, investigadora del CEH del Colmex,
“ Lecturas de historia de España, 1808-1898”, fueron muy importantes en la
definición del tema de la tesis doctoral y de la segunda línea de investigación
que actualmente desarrollo: las relaciones culturales España-América Latina.
Paralelo a los nuevos horizontes culturales llegaron los nuevos hori­
zontes historiográficos. Efectivamente, en los seminarios cursados durante el
doctorado encontré no solo una bibliografía histórica nueva para mí: igual­
mente topé con unos temas no completamente nuevos, que sí tenía en mi
perspectiva de novel historiador pero que no había transitado por ellos más
allá de lectura generales. Me refiero concretamente a la historia de América
Latina y de España, en lo que los cursos citados del maestro Carlos Marichal
y de la profesora Clara E. Lida fueron fundamentales. Pero también en estos
cursos encontré lo que pudiera enunciarse como una de las principales vías de
entrada al análisis histórico que, por cierto, no se practica mucho en nuestro
medio. Me refiero a la historia comparada y la historia nacional estudiada en
perspectiva continental iberoamericana, latinoamericana y norteamericana.
Por supuesto que como objeto de estudio las historias nacionales siguen sien­
do un terreno fértil para la reflexión histórica; sus temas y archivos siguen
inquietando a los historiadores y todavía queda mucho por investigar. Sin
embargo, llega un momento en que el estado de la cuestión de la historiogra­
fía que ha dado cuenta de esas historias nacionales raya en “ la historia total”.
Ello no quiere decir que estos contextos nacionales estén sobre estudiados
o que ya no interesen como objeto de estudio. Estas historiografías se verán
enriquecidas si buscan otros referentes de explicación y en eso la historia
comparada, así como la historia nacional en perspectiva continental aportan
muchas variables temáticas, posibilidades de reinterpretación histórica y
revisión historiográfica. En este proceso de definición de líneas de investi­
gación más allá de las “ historias nacionales”, también me percaté que si bien
la historiografía«económica, social y política latinoamericana cuentan con
tesis y explicaciones más o menos abarcadoras de sus ritmos, temporalida­
des, temas, métodos y características más generales, en contraste, la historia
cultural e intelectual del continente necesitan ser pensadas, periodizadas y
estudiadas más sistemáticamente, aún en sus relaciones con otras áreas del
conocimiento. No obstante, el terreno de esta historia/historiografía cultural
e intelectual no es tan desalentador, atendiendo a los aportes de Rama (1998),

69
Aimer Granados

Romero (1976), Ramos (2009) y Altamirano (2008/2010), por solo mencionar


algunos autores.
El tema de la tesis doctoral lo concebí durante el curso ya referenciado
que tomé con Lorenzo Meyer y lo estructuré en el curso ofrecido por Clara E.
Lida sobre lecturas de historia de España, siglo XIX. El estudio es un análisis
sobre los imaginarios que “unos” tenían de los “otj*os”, léase mexicanos y
españoles, a fines del XIX. Fobias y filias en torno al indio y al conquistador;
imaginarios de una España que aparecía como fundadora de una civilización
fraguada desde la Conquista y no antes, y hombres de letras estableciendo
redes trasatlánticas, son más o menos las entradas de análisis en esta tesis
de doctorado. Desde la perspectiva metodológica, en este estudio puse en
práctica lo que en el párrafo anterior esbocé como historia comparada e his­
toria nacional en perspectiva iberoamericana. Aunque no es exactamente
un estudio de historia comparada, mi tesis doctoral, luego vuelta libro como
ya se señaló, tiene un trasfondo comparativo. Son dos historias nacionales,
México y España, que corren en paralelo en un periodo acotado a la década
de 1890 y que son interpretadas a la luz de ciertos procesos mancomunados:
imaginarios culturales y nacionalistas en torno a las figuras del conquistador
y del indio, procesos históricos que involucraron a ambas orillas del Atlántico
como la guerra hispano-cubano-estadounidense de 1898, la celebración del
IV centenario del descubrimiento de América en 1892, intereses imperiales
de España sobre Hispanoamérica, no de carácter territorial, más bien del
ámbito cultural/espiritual y un ideal de sociedad altamente jerarquizada y
permeada por el racismo que compartían las élites políticas e intelectuales
de uno y otro país, le dan a este estudio una perspectiva iberoamericana, con
tintes de historia comparada.22

Notas finales

Como se afirmó en la introducción, la intención de este trabajo era la de


reflexionar en torno a algunos de los aspectos que conforman el campo
universitario/académico y, paralelamente, sopesar el rol de lo institucional

22 Granados (2011) es un ejercicio metodológicamente parecido pero referido a Colombia-


España. Granados (2005a) sí que es un ejercicio de historia comparada. En consonancia con
la metodología de la historia nacional vista en perspectiva continental, actualmente adelanto
una investigación sobre la red intelectual de Alfonso Reyes en América Latina durante el
periodo comprendido entre 1927 y 1939.

70
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

y lo contextual en la formación de una carrera académica. Desde estas pers­


pectivas de análisis, el trabajo se inscribe en la historia intelectual.
Parte de ese campo universitario y académico, al menos en mi for­
mación como historiador, tiene que ver con las formas de hacer historia
con las cuales me encontré en diferentes etapas de mi formación. Una de
ellas fue la historia regional vista en relación con los procesos de formación
del Estado nacional. En mis estudios doctorales me percaté que el estudio
y análisis del estado nacional en perspectiva continental y com parada
ofrece muchas otras formas y posibilidades de hacer historia, enriquece el
debate historiográfico, amplía los temas a estudiar y permite un constante
revisionismo de los marcos que ofrece el análisis de una historia nacional
acotada a sus fronteras. Esto no quiere decir que el marco del estudio de la
formación estatal y nacional, en el marco de “una historia nacional”, haya
perdido importancia o se haya agotado temática y metodológicamente. En
mi trayectoria académica como historiador celebro el momento en que pude
“romper” los marcos de “ la historia nacional”, para pensarla en relación con
otras historias nacionales y, como haciendo parte de una historia continental,
léase Am érica Latina. Insisto en que ello no quiere decir que las historias
nacionales hayan caducado o que estén sobre estudiadas.
A l menos en el caso de mi formación académica como historiador,
haber salido del país redundó en lo que en este texto se ha esbozado como
“abrir el horizonte cultural y académico”. Ello implicó insertarse en la di­
námica cultural de una megalópolis como lo es la Ciudad de M éxico, algo
cercano a la “república de las letras”, sin perder de vista la complejidad de
una ciudad con muchos problemas sociales y económicos. Pero también fue
involucrarse en el conocimiento de una historia/historiografía (la de M éxi­
co y de América Latina) que, justamente, en consonancia con lo planteado,
permitió abrir el espectro del análisis histórico hacia la comparación, hacia
lo trasatlántico y continental latinoamericano.
“Del pregrado al posgrado”, que es parte del título de este trabajo,
entre otras cosas significó en mi caso trasladarse de una universidad de la
provincia colombiana, con todas las implicancias que ello trae consigo, a
una “capital cultural” con mucha dinámica, para bien y para mal, como la
Ciudad de México. Retomo esta circunstancia porque remite a los contextos.
Y a las condiciones de posibilidad que se tienen para alcanzar logros aca­
démicos. No quiere decir que los que se quedaron en sus lugares de origen
provincial o en Bogotá, no hubieran alcanzado sus objetivos académicos,
por supuesto que los han alcanzado, y con creces. Lo que se quiere plantear
es que en la perspectiva de una carrera académica tener la percepción de

71
Aimer Granados

diferentes contextos académicos, de distintas tradiciones académicas, de


ámbitos institucionales y educativos dispares, así como de culturas disímiles,
pero cercanas como la colombiana y la mexicana, enriquece la perspectiva
académica y la fortalece. Aunque insisto que este no es el único camino para
alcanzar los fines académicos.
Como dijera George Gurdjieff, todos, en deferentes niveles, hemos
tenido Encuentros con hombres notables. Si lo de notabilidad lo entendemos
como sinónimo de conocimiento racional y crítico, como generación de
conocimiento, pienso que en una carrera académica estos encuentros nota­
bles son más prolíficos y productivos, justamente porque se está inserto en
el mundo de las ideas y del pensamiento. Con esto quiero decir que en una
formación académica se tienen y reciben influencias que marcan derroteros
en cuanto a líneas de investigación y formas de concebir el conocimiento. Sin
reivindicarme plenamente alumno o formado académicamente por Germán
Colmenares, con sus enseñanzas, su cátedra y libros encuentro un punto de
inflexión importante en mi formación académica. El maestro Colmenares era
distante y creo que sus alumnos, los formados por él, se cuentan con los dedos
de una mano y no se llega a cinco. En la tesis de licenciatura y maestría en la
Universidad del Valle, M argarita Garrido me pulió en algunas de las artes
del oficio del historiador: definir y delimitar temas, escribir con precisión
(aunque los colombianos tendemos a escribir barrocamente), encontrar el
matiz, no generalizar, hacerle la pregunta pertinente a las fuentes históricas.
Con “M argarrido”, como le decía, aprendí el “abecé” del oficio.
En El Colegio de México, y en general en mi carrera académica ten­
go dos referentes muy importantes: Carlos M arichal y Clara Eugenia Lida.
La calidad académica de ambos y su empeño por concebir las “ historias
nacionales” más allá de sus fronteras pusieron una impronta en mi actual
concepción de la historia. Por otra parte, fueron influencia fundamental
para definir mis actuales líneas de investigación. La historia intelectual y las
relaciones culturales en el mundo iberoamericano. “ Jugar” heurísticamente
con un objeto de estudio, leer su bibliografía pertinente, consultar sus fuentes
de archivo, sistematizar la información, reflexionar, argumentar y volver a
reflexionar, escribir sobre él, son algunas de las dimensiones que le ponen
pasión a la investigación social. Y cuando este proceso académico e inves-
tigativo es acompañado por una incisiva orientación académica, la pasión
por la investigación entonces se torna doblemente formativa y placentera.
Esto me pasó con Carlos y Clara. Su calidad académica y calidez humana,
su rigurosidad hasta en el más m ínim o detalle bibliográfico, semántico,
gramatical, de sintaxis y de interpretación crítica, su conocimiento histórico

72
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

en perspectiva trasatlántica y continental, su amplio conocimiento de la


historiografía europea en sus respectivos campos y líneas de investigación
fueron decisivos en mi formación académica.
Muchos temas quedan por fuera de este esbozo de la formación de un
académico en el recorrido que va del pregrado al posgrado (maestría/docto-
rado). Recientemente tuve la oportunidad de hacer un posdoctorado en la
Universidad Andina Simón Bolívar, sede Quito. La experiencia quiteña fue
estupenda, pues compartir académicamente con Guillermo Bustos, Galaxis
Borja y ese otro notable Juan Maiguashca, miembros del área de historia de
la “Andina”, me permitió reafirmar mi apuesta por una historia sí nacional,
pero en perspectiva continental. Incursionar en la historia intelectual de
América Latina ha sido un revulsivo en mi práctica como investigador y
como tal tendría que contarse. Por ejemplo, la posibilidad de insertarse en
esta línea de investigación me ha abierto la posibilidad de relacionarme en
“red” con un buen número de historiadores que en el continente escriben
sobre historia intelectual, asistir a sus congresos. Participar en reuniones
académicas y seminarios en donde se discuten la metodología y la teoría de
la historia intelectual ha sido una experiencia académica muy enriquecedo-
ra. Aquí menciono mi relación con Jorge Myers del grupo de historia inte­
lectual de la Universidad Nacional de Quilmes, y cómo no, el “ Seminario
sobre metodología de la historia intelectual y del pensamiento”, que en la
Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Cuajimalpa, comparto con
mis colegas Alejandro Araujo y Alejandro Estrella. Cabe señalar que este se­
minario y la concepción de una línea de investigación en historia intelectual
en la UAM-Cuajimalpa fue iniciativa de Carlos Illades.
La práctica docente y la formación de nuevos cuadros académicos
es un aspecto del cual no se habló en este texto. Sin haberlos conocido
personalmente, más bien a través de sus libros, en mi formación han exis­
tido otros encuentros con historiadores notables de los cuales también he
recibido influencias muy positivas. Y para una segunda parte de este trabajo
que no se sabe cuándo saldrá, queda por contar mucho más específicamente
los avatares y las alegrías del oficio del historiador, o como dice Michel de
Certeau, de “ la operación historiográfica”

Bibliografía
,#

A lm ario García, Ó. 2010. “ Germ án Colmenares: un historiador visto en


fragmentos”. Procesos. Revista Ecuatoriana de Historia. 32.

73
Del pregrado al posgrado. Exploraciones críticas al campo académico y universitario

en perspectiva trasatlántica y continental, su amplio conocimiento de la


historiografía europea en sus respectivos campos y líneas de investigación
fueron decisivos en mi formación académica.
Muchos temas quedan por fuera de este esbozo de la formación de un
académico en el recorrido que va del pregrado al posgrado (maestría/docto-
rado). Recientemente tuve la oportunidad de hacer un posdoctorado en la
Universidad Andina Simón Bolívar, sede Quito. La experiencia quiteña fue
estupenda, pues compartir académicamente con Guillermo Bustos, G alaxis
Borja y ese otro notable Juan Maiguashca, miembros del área de historia de
la “Andina”, me permitió reafirmar mi apuesta por una historia sí nacional,
pero en perspectiva continental. Incursionar en la historia intelectual de
Am érica Latina ha sido un revulsivo en mi práctica como investigador y
como tal tendría que contarse. Por ejemplo, la posibilidad de insertarse en
esta línea de investigación me ha abierto la posibilidad de relacionarme en
“red” con un buen número de historiadores que en el continente escriben
sobre historia intelectual, asistir a sus congresos. Participar en reuniones
académicas y seminarios en donde se discuten la metodología y la teoría de
la historia intelectual ha sido una experiencia académica muy enriquecedo-
ra. Aquí menciono mi relación con Jorge Myers del grupo de historia inte­
lectual de la Universidad Nacional de Quilm es, y cómo no, el “ Seminario
sobre metodología de la historia intelectual y del pensamiento”, que en la
Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Cuajimalpa, comparto con
mis colegas Alejandro Araujo y Alejandro Estrella. Cabe señalar que este se­
minario y la concepción de una línea de investigación en historia intelectual
en la UAM-Cuajimalpa fue iniciativa de Carlos Illades.
La práctica docente y la formación de nuevos cuadros académicos
es un aspecto del cual no se habló en este texto. Sin haberlos conocido
personalmente, más bien a través de sus libros, en mi formación han exis­
tido otros encuentros con historiadores notables de los cuales también he
recibido influencias muy positivas. Y para una segunda parte de este trabajo
que no se sabe cuándo saldrá, queda por contar mucho más específicamente
los avatares y las alegrías del oficio del historiador, o como dice Michel de
Certeau, de “ la operación historiográfica”.

Bibliografía
jt

A lm ario García, Ó. 2010. “ Germ án Colmenares: un historiador visto en


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76
FORMACIÓN DISCIPLINAR
Y P R Á C T I C A S DEL O F I C I O DE H I S T O R I A R :
U NA V E R S I Ó N DE A F U E R A H A C I A A D E N T R O

Renzo Ramírez Bacca

Profesionalización en la estepa eslaviana

La profesionalización de la historia —aprobación de program as de pregra­


do en el sistema universitario nacional— se inicia en Bogotá y C ali en la
década 1960. Sin embargo, el ciclo de formación de los primeros cuadros
profesionales se hizo lento y tardío. Profesores universitarios de esos años
debieron viajar a Europa, Estados Unidos y M éxico para iniciar su ciclo
de formación investigativa, toda vez que el concepto de universidad de in­
vestigación no existía y, por tanto, las posibilidades de nuestros científicos
sociales de continuar la formación estaba por fuera del país.
En mi ciudad natal (Bucaramanga) no había un pregrado en his­
toria, lo cual fue el motivo para explorar posibilidades de formación fuera
del país.1 En pleno contexto de la guerra fría, la antigua Unión Soviética era
una opción. Logré obtener una beca por méritos propios, sin ninguna filia­
ción partidista, y me trasladé a un escenario completamente desconocido.
Durante el prim er año cursé la Facultad Preparatoria de Idioma Ruso en el
Instituto de Lenguas Extranjeras de M insk (Bielorrusia), luego fui traslada­
do a la Universidad Estatal de Voronozh en Rusia, adscrito a la Facultad de
Historia Universal.
La Universidad había sido fundada por el emperador Alejandro I en
1802, pero tenía relación con la Universidad Imperial de Yuriev en Estonia.
Sus raíces eran suecas y su relación decimonónica se dio con la Alemania
prusiana, de hecho, la totalidad del profesorado era oriundo de Alemania o
eran alemanes del Báltico. En 1918 fue trasladada a la ciudad de Voronezh por
decisión de la Gran Comisión Estatal. Durante muchos años fue considerada
la primera universidad que nacionalizó V ladim ir I. Lenin, de hecho, llevaba 1

1 En 1962, en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, se creó el primer plan de


estudios de pregrado. El programa, adscrito a la Facultad de Ciencias Humanas, funcionó
hasta 1968 y se reabrió veinticuatro años después. Hacia 1965 se creó el segundo programa en
la Universidad del Valle (Cali). Luego se aprobaron los pregrados en historia de la Universidad
Pontificia Javeriana (Bogotá) en 1969, la de Antioquia (Medellín) en 1975, la Nacional, sede
Medellín en 1978, la Industrial de Santander (Bucaramanga) en 1987 y la Universidad de
Cartagena (Cartagena de Indias) ert 1991. Cfr. Ramírez Bacca, 2011:150.

77
Renzo Ramírez Bacca

su nombre, y la intención inicial era crear un gran centro universitario en el


“mar de tierras negras”, como se conoce a esta parte de la estepa rusa. Era una
Facultad con ocho departamentos que tenían énfasis en historia del mundo
occidental, incluida América Latina, pero también Asia y África, lo cual se
evidencia entre 1918 y 1940.
El concepto de clase magistral a cargo de u n profesor titular del
departamento se vivía a plenitud. Esta se complementaba con el seminario,
generalmente a cargo de un profesor asociado o asistente. Era el reflejo de
la verdadera escuela prusiana de la historia. Nada había cambiado. Pero, a
diferencia de las clases magistrales empíricas y eruditas, el soporte teórico
fue el marxismo ortodoxo y su rusificación. Prevalecían los conceptos de
clase, revolución, movimientos sociales e historia partidista e institucional.
El devenir histórico de la humanidad se explicaba por medio de la lucha de
clases, pero también según el papel del Estado y el del partido. Un legado
historicista germano. Teníamos además cursos de latín y pedagogía. Existía
la posibilidad de la doble titulación si se profundizaba en un idioma distinto
al latín y el ruso.
Los exámenes eran orales frente a una comisión, integrada por el
profesor titular y uno o dos profesores asociados, cuyos evaluadores eran
estos últimos. Había que preparar respuestas para un promedio de ciento
veinte preguntas por asignatura. Cada semestre cursábamos entre cuatro o
cinco, pero cada respuesta a una pregunta era como prepararse para dictar
una clase magistral.
El trabajo o monografía de grado se iniciaba prácticamente desde el
primer semestre con el acompañamiento de un profesor, y al finalizar el pri­
mer año de escolaridad se debía tener claro a cuál departamento se inscribi­
rían los ensayos o tesinas anuales durante el resto de la carrera. Me recomen­
daron el Área de América Latina y fue positivo. Así, la primera aproximación
investigativa fue estudiar las relaciones de los países latinoamericanos y los
Estados Unidos en el marco de la Organización de los Estados Americanos
(OEA). Poco o nada tenía de fuentes primarias y secundarias occidentales, ex­
ceptuando que podía leer, escribir y comprender desde uno de los polos de la
guerra fría, y comprendiendo que el mundo estaba viviendo una lucha ideo­
lógica entre superpotencias y visiones de desarrollo capitalista y socialista.
La negación de la historiografía occidental, en especial de la Escuela
de Anuales (francesa), la escuela historicista (alemana), y de otras corrientes
del marxismo (británico y francés), me decepcionaron. La interpretación de
la historia era ortodoxa, dentro de su lógica teórica. Los grandes debates ad­
quirían ribetes de ideologización o de un politizado nacionalismo histórico.

78
Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar

Sin embargo, en la formación profesional logramos adoptar y aprender lo


mejor del sistema: la disciplina en el trabajo académico, la aproximación a la
investigación, el aprendizaje de un segundo idioma, la valoración en calidad
de estudiante-huésped de una nación que había vivido dos guerras mundiales
y había cambiado de un régimen monárquico a otro de orden socialista; pero
también habíamos logrado una mirada comprensiva de la historia univer­
sal en toda su plenitud y marcos cronológicos contemporáneos. En fin, una
mirada de la vieja Europa y el devenir histórico de la humanidad reciente.
En el primer ciclo obtuve un diploma como historiador y Master o f
Arts en historia. Gracias al rendimiento académico también recibí una beca
para iniciar estudios de doctorado. En el Instituto Colombiano para el Fo­
mento de la Educación Superior (Icfes) no convalidaron el grado de máster. El
asunto no importaba, puesto entendía que para convertirme realmente en un
investigador de la historia debía continuar un nuevo ciclo de formación, que
tomaría muchos años. El país aún no ofrecía las condiciones. No existía aún
un doctorado en historia, pero a su regreso de El Colegio de México, Javier
Ocampo López, en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia
en Tunja (Boyacá), había dado un paso importante con la creación de una
maestría en historia. A finales de los ochenta, tanto Colombia como la URSS
vivían cambios. Colombia permeada por el narcotráfico, el paramilitarismo
y movimientos de insurgencia o grupos guerrilleros. Y el país de los soviets
vivía el colapso económico causado por la tragedia de Chernóbil, pero tam ­
bién la Perestroika (reestructuración del estado) y la Glasnost (transparencia
política), lideradas por M ijaíl Serguéyevich Gorbachov. Éramos testigos de
esos cambios, cuando ya se avecinaba el fin de la guerra fría y el inicio de las
políticas de neoliberales en el mundo occidental.

Formación investigativa escandinava

En medio de ese contexto nos propusimos saltar el muro de Berlín y llegar a


Europa occidental, la otra Europa, que ya conocía como estudiante-viajero.
Renuncié entonces a la beca de doctorado y buscamos otro país que nos
albergara. Así llegué con Yanet y Pedro, mi esposa y primer hijo, a Escandi-
navia. Busqué entonces al prim er latinoamericanista europeo del siglo XX,
M agnus Mórner, después de haber cursado varios niveles de sueco e inglés
en la Escuela Popular Superior de Vaxjo en Suecia. Tener la certificación
en dos idiomas era un requisito para ingresar a la universidad. Asimismo,
convalidé nuevamente el diploma. En efecto, el sistema universitario escan­
dinavo valoró muy bien la formación prusiana lograda en la estepa rusa y me

79
Renzo Ramírez Bacca

otorgaron ciento cincuenta créditos. Para ingresar a la formación investiga-


tiva — estudios doctorales— se requerían ciento veinte. Mórner era profesor
titular de la Escuela de Historia de la Universidad de Gotemburgo (Góteborgs
Universitet, Suecia), pero ya adportas de su jubilación me recomendó tomar
contacto con uno de sus discípulos: Roland Anrup.
En Suecia me formé como investigador en historia. La escolaridad
no era intensa, pero el trabajo individual era absoluto. Una asignatura era
suficiente para cursar todo el semestre. A llí comprendí que la teoría, el mé­
todo y la historiografía son los componentes disciplinares de la historia. En
el debate histórico no tenían cabida la ideologización ni la politización. Eso
me motivó. La tendencia de la Escuela era la historia regional (suroccidente
escandinavo), pero existía la Sección de Historia de Países del Tercer Mundo
que había creado el profesor Mórner. A l ingresar a la “ línea de investigación”
me propusieron hacer un ensayo del nivel “ D ”, algo equivalente a una m o­
nografía de grado. Fue un semestre de prueba, hasta cuando una comisión
consideró que tenía la actitud y habilidad para iniciar la formación como
investigador (doctorado). M i primer acercamiento escandinavo con la his­
toria local colombiana fue con El Líbano (Tolima).
En realidad, aposté a ser colombianista teniendo a mi esposa y dos
hijos al lado: A nnika ya había nacido. En un escenario donde la red social
era muy débil, generalmente compuesta por emigrantes de primera genera­
ción, y donde por doquier leía problemas de discriminación laboral y étnica,
participé en momentos con la Asociación de Colombianos de Goteborg y
realicé etnografías para entender la realidad de nuestros compatriotas. De
esa experiencia se escribió y publicó en 2005 “ Sociedad, familia y género. El
caso de los emigrantes y exiliados colombianos en Suecia”, en la Revista de
Estudios Sociales de la Universidad de los Andes.

La tesis, el director y el seminario:


aprendiendo a plantear y responder preguntas

En todo caso, tener libertad y ser individual es una característica del medio.
En ese proceso se gestionaron recursos para hacer el trabajo de campo y conté
con excelentes apoyos bibliográficos e infraestructura tecnológica. Compren­
dí que en este oficio se es autodidacta por naturaleza. El estudiante mismo
plantea las preguntas y debe encontrar las respuestas. El director es sin duda
un respaldo académico importante para ser admitido, pero finalmente es
más su acompañamiento lo que vale. Los seminarios, dirigidos por Roland
Anrup (director de tesis) y Chister Winberg (director de escuela), fueron

80
Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar

espacios de aprendizaje y conocimiento en esos años. Laboratorios idóneos


para discutir sobre los avances de la investigación. La escuela rankiana estaba
de nuevo presente. Los papeles de ponente, oponente y amanuense se vivían
a plenitud cada semana. Entendía que eran escenarios que permitían desa­
rrollar las habilidades críticas y analíticas de un investigador en formación,
en cualquiera de sus dos roles. A l mismo tiempo, una estrategia de trabajo
grupal, en el que los doctorandos son los principales protagonistas con la
coordinación de su director, quien programa, modera, sintetiza y motiva.
Fue gracias a ese ambiente y en esos diálogos iniciales con el director
de tesis que surgió la idea de dedicarme a las “estructuras agrarias” especia­
lizadas en la producción de café. Desde Escandinavia se puede visualizar
un conjunto de países en ciertas áreas continentales. La problemática de las
estructuras agrarias tenía sus antecedentes de los años sesenta y setenta con
las perspectivas del reformismo agrario en América Latina en cabeza de
Mórner, quien ya había trazado un derrotero circunscrito a la zona andina.
En tal sentido, continuar su obra era un legado válido. El camino inicial se
abrió gracias a un documento sobre una hacienda —empresa— cafetera
tolimense (La Aurora), de los años treinta, y que habían utilizado Mariano
Arango, Absalón Machado, Darío Fajardo, Roland Anrup, entre otros. Ahora
se ve sencillo. Pero inicié con un documento y finalicé con una tesis doctoral.
Un caso concreto, un análisis con profundidad y rigor, pero siempre con su
debida contextualización histórica son la clave para la formación doctoral.
Profundizar, eso sí, con una concepción ética sobre la investigación: hacer
un aporte en términos disciplinares.
Entonces había autores que problematizaban las “estructuras agra­
rias”, pero nadie había hecho una propuesta sobre la historia laboral de
una hacienda cafetera a la luz de las dinámicas y circunstancias locales,
regionales, nacionales e internacionales. Ese fue el reto y en total me tomó
nueve años, de los cuales tres fueron de campo con más de ciento cincuenta
entrevistas y consultas en cincuenta y un archivos y bibliotecas nacionales
e internacionales.
El primer viaje al Tolima lo hice con recursos propios, sin fuentes
prim arias no me sentía bien; el segundo fue gracias a un estipendio de Col-
ciencias, un apoyo tan importante que dejé a un lado un curso semestral
de inglés en Gran Bretaña que tenía aprobado. Los cinco viajes restantes
fueron financiados por la Universidad de Goteborg. Suecia tiene algo muy
importante y es que apoya a los investigadores en formación, y cuando tienen
fam ilia los apoya para que viajen con ella a realizar sus trabajos de campo.
Así que con Yanet y los pequeños viajaba siempre a hacer trabajo de campo

81
Renzo Ramírez Bacca

a Colombia. La beca escandinava más importante que recibí fue la del Ins­
tituto Sueco, y gracias a ella debo mi último momento: sentarme a escribir
el prim er manuscrito doctoral en el Centro de Estudios Sociales (CES) de
la Universidad Nacional de Colombia. Posteriormente, recibí una beca de
investigación del M inisterio de Cultura, que resultó mi beca postdoctoral
en 2002, cuando ya se comenzaba a hablar de posdoctorados en el mundo
académico y el mercado laboral europeo. Lo anterior es para señalar que la
gestión de recursos en el proceso de formación investigativa es vital y forma
parte de una actividad que se debe hacer de modo permanente durante la
carrera, y después como profesor-investigador.
La internacionalización, en función de pensar el país desde afue­
ra, y, en particular, el respaldo que me ofreció la Universidad Nacional de
Colombia fue decisivo. Ese contacto y generosidad de los profesores en Bo­
gotá me estimularon a pensar en el retorno. Recuerdo en especial a Donny
Meertens, Gonzalo Sánchez, Diana Obregón, Jorge Orlando Meló, Jaime
Arocha, M auricio Archila y Bernardo Tovar.
Ya señalé que la influencia germana también era evidente en Escandi-
navia. Un país que fue ayudado por los alemanes en su organización socioestatal.
Un Estado con una excelente organización administrativa e institucional. Una
sociedad práctica y moderna. Experimenté entonces el derrumbamiento de
la llamada tercera vía o el Estado social de bienestar, una concepción social-
demócrata, y, de cierto modo, el decaimiento de la latinoamericanística es­
candinava en los años noventa. Pero lo interesante para los tiempos actuales
fue vivir la revolución de la informática y las comunicaciones. Cambie mi
máquina de escribir por el computador a comienzos de los años noventa. Todo
se hizo más práctico para el ejercicio de escritura. Incursioné en el mundo
de las redes sociales, inicialmente gracias a Colciencias, con colombianos
que estudiaban en el exterior, y luego en la Internet. Toda una revolución.
Atrás quedaron los años en que escuchábamos o leíamos noticias nacionales
de vez en cuando, ahora se hacía a diario; inicialmente, por la iniciativa de
un grupo de estudiantes de la Universidad de los Andes, que elaboraron un
periódico virtual. El correo electrónico se convirtió en una herramienta de
comunicación y de trabajo. Atrás quedó la correspondencia escrita en papel,
que casi siempre no era respondida.
El manuscrito de tesis —History of Labour on a Coffee Plantation:
La Aurora Plantation, Tolima-Colombia, 1882-1982— debía ser publicado,
previo a la sustentación, según la tradición escandinava. Entonces también
comprendí que un investigador debe aprender a editar sus libros. Pero, previo
a la sustentación, una vez tuviera listo el primer ejemplar del libro, debía ir a

82
Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar

la puerta principal de la Universidad, y allí con un martillo y un puntillón,


clavar esa tesis en un tablero dispuesto para tal uso. La tesis debía estar allí
un mes esperando por alguien que refutara su contenido, solo entonces se
podía aprobar la programación de la sustentación. Así fue que en mayo de
2002 llegué con Yanet, Pedro y Annika y apuntillé la tesis. Lo anterior es un
momento simbólico, que evoca aquel 31 de octubre de 1517 cuando M artin
Lutero clavó sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia del Palacio
de Wittenberg como una invitación abierta a debatirlas, en protesta contra
los abusos de poder del mundo católico romano.
Años antes, con la ayuda de mi director de tesis hicimos la primera
publicación en el Anuario de Estudios Americanos (España). Luego, en el
Centro de Estudios Sociales publiqué el primer avance doctoral en Cuadernos
de Trabajo editado por ese Centro. El Anuario Colombiano de Historia Social
y de la Cultura y Cuadernos de Desarrollo Rural también fueron espacios de
socialización de la investigación doctoral en Colombia. Disfrutaba grata­
mente cuando la publicación era una realidad, sin mayor intención que la de
difundir el conocimiento. Aun no existían los formatos electrónicos. Tam ­
poco había ninguna intención económica, pues publicar es parte del oficio.
Aprendí a escribir gracias a las lecturas de libros de texto sobre técnicas de
redacción científica publicados especialmente por anglosajones. En realidad,
viviendo fuera del país, mi interés era dar a conocer el trabajo en Colombia.
Poco o nada me interesaba que se conocieran en Europa o Estados Unidos,
exceptuando el primer libro que resultó de la tesis.
La sustentación es el escenario simbólico y final del proceso. M i
oponente fue Birgitta Genberg, quien trabajó el caso de la hacienda peruana.
Fue un escenario inolvidable. El público, en su mayoría, eran colombianos
amigos. Me convertí en uno de los primeros latinoamericanos en obtener un
Ph. D. en historia en Suecia. Es un honor como colombiano, pero un esfuerzo
que hasta hoy pocos conocen.
En la primera experiencia investigativa considero que fueron varios
los temas que trabajé. Si bien partí de un documento para ubicarme en la
caficultura colombiana, y después lo limité al caso concreto de una hacien­
da, en la búsqueda de información empírica encontré que debía conocer los
antecedentes del documento inicial datado en 1937. Por eso, me remonté a los
tiempos en que se tituló la propiedad y descubrí que sobre esa temporalidad
nada se había escrito. La hacienda estaba ubicada en El Líbano (Tolima). Los
únicos referentes bibliográficos eran los trabajos de otro de mis maestros,
Eduardo Santa, quien se apoyó en la “ tradición oral” y logró un enfoque
local orientado a la fundación de la localidad. En tal sentido, debí investigar

83
Renzo Ramírez Bacca

sobre cómo llegaron los primeros pobladores, cómo se distribuyeron esas


tierras baldías, cuáles fenómenos o circunstancias influyeron en el proceso
de colonización, cómo fue el proceso de “colonización” y vulgarización de
la caficultura. Como entenderán surgieron otras preguntas. En fin, había
que indagar, comprender y representar esa temporalidad previa desde una
perspectiva local y regional. De allí surgió el interés por los fenómenos de
colonización y poblamiento en la zona andina, pero además por la historia
local y regional. El contacto con los archivos contribuyó a que, mediante
la documentación prim aria, conociera una parte de la historia de la actual
Colombia. Además de todos los aportes de nuestros pioneros de la his­
toriografía reciente como M arco Palacios, Darío Fajardo, Jesús Antonio
Bejarano, Salomón Kalm anovitz, M ariano A rango, Absalón Machado,
entre otros, algunos orientados a la historia económica, y otros a la historia
social y política.
Fueron realmente cerca de ciento treinta años de historia con di­
ferentes matices, pero cuyo énfasis principal fue la historia laboral de una
hacienda colombiana. En esa dinámica, y porque el trabajo llega hasta los
ochenta del siglo XX, entendí que una investigación histórica requiere de
ciencias auxiliares para el manejo de diversas técnicas y renovación con­
ceptual. La interdisciplinariedad es necesaria cuando se quiere superar el
relato descriptivo, empírico, erudito y monodisciplinar. Entonces acudí a la
antropología, la etnografía, la geografía, la sociología y la historia. Pero, de
igual modo a la comparación del objeto de estudio con una perspectiva dia-
crónica. Así como la crítica de fuentes es la principal herramienta técnica de
un historiador, lo es también la comparación. Es sencillo. Tomar un objeto
de estudio en un punto específico y m irar cómo se transforma a través del
tiempo, según el impacto de procesos y circunstancias externas, a partir de
ciertos factores de análisis. En tal sentido la etiqueta “estructura agraria” fue
útil para el ejercicio hermenéutico.
Había discusiones teóricas relacionadas con el desarrollo y las m i­
radas funcionalistas de tales estructuras. Anrup insistía en que analizara
los cambios laborales para superar dichas estructuras bajo el concepto de
“estructuras de disposición”. Una invención teórica que proponía a todos
sus pupilos. En algo tenía razón. Ya por la funcionalidad en torno al proceso
de producción de los actores históricos estudiados —peones, arrendatarios,
administradores o hacendados— o por las relaciones de poder que existían.
Abordar el poder requirió necesariamente hacer lecturas de los textos de
Michel Foucault e incluso de Pierre Bourdieu, muy de moda este último
en nuestra generación. Sociólogos franceses que sin duda proponen relatos

84
Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar

que ayudan a comprender en abstracto ciertas lógicas, pero que no siempre


explican la causalidad de los fenómenos en otras “escalas de observación”.
Y aquí, de igual modo, como tendencia de la época fue discutir si estaba
haciendo una “microhistoria” con los aportes de Luis González y González
o los de Giovanni Levi y Cario Ginzburg, entre otros, o si estaba haciendo
una historia local o regional.
El mismo Mórner me ayudó a entender que estábamos frente a tres
experiencias distintas, que podían generar discusiones sin consensos como
ha sucedido hasta la fecha. Lo mejor era m irar la problemática desde una
perspectiva de historia local, pero aun con sus limitaciones y advertencias. Lo
local era lo concreto. El concepto y técnica que superaba toda esa discusión
era el término y la técnica del “estudio de caso”, que bien lo define Robert
Stake. Un modo de avanzar en la investigación empírica sin distraerse en los
disentimientos de los debates teóricos o metodológicos. Lo que se mantuvo
fue la noción de “ disposición” a partir de las relaciones de poder o la función
sociolaboral que cumplen los actores históricos.
Pero sin duda, en medio de esta discusión, lo relevante es la histo­
ricidad del objeto de estudio. En otras palabras, el contexto histórico, sin
el cual es imposible ofrecer una comprensión histórica, hacer el ejercicio
hermenéutico, ver los cambios en su tiempo, y a través del mismo lograr
una interpretación. Los actores deben entenderse según su propio contexto
sociocultural. A llí es donde la descripción se hace interesante y se siente que
la historia es una ciencia del espíritu, como la llamó W ilhelm Dilthey, don­
de hay que apoyarse y dialogar con las fuentes primarias, porque es en ellas
donde logramos la comprensión sobre el devenir del hombre y también ci­
mentar la fundamentación del conocimiento. Y, por lo cual, podemos entrar
a discutir datos o hipótesis en la disciplina, ya estando fuera de ese círculo
hermenéutico que el historiador propone.

Diñcultades y desafíos

Durante el proceso de formación investigativa aprendí a elaborar un pro­


yecto de investigación, que fue resultado de una intencionalidad: escribir
la introducción de la tesis. Por eso pienso que un proyecto es una buena
carta de navegación, que se puede convertir al final en la introducción de
un trabajo con sus correspondientes ajustes. Eñ esa introducción necesa­
riamente debí m irar ese ABC de la historia: la teoría, historiografía y me­
todología —relacionada con la pregunta de investigación—. Agregándole
problematización, justificación, objetivos, disposición y advertencias. Al

85
Renzo Ramírez Bacca

ingresar al program a no se nos pidió dicho formato, era más flexible e in­
formal. Hoy observo ese proceso de formación investigativo de un modo
más claro, pero la verdad mis comienzos fueron nebulosos y difíciles. No
es fácil aterrizar un tema de investigación a una pregunta concreta. Es por
lo cual años después, en 2009, propuse escribir y publicar el texto Introduc­
ción teórica y práctica a la investigación histórica. Guía para historiaren las
ciencias sociales, durante un periodo sabático de seis meses en la Escuela
de Estudios Globales de la Universidad de Goteborg. Albergue logrado
gracias a la invitación de Edmé Domínguez, siendo ya profesor asociado a
la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.
Lograda la formación investigativa y aprendiendo a diseñar un pro­
yecto de investigación, el historiador debe tener la capacidad para apostarle
a nuevas propuestas o programas de investigación. Algunos con frecuencia
se cierran a una temática y temporalidad. No comparten o integran grupos
interdisciplinarios. Piensan que es un riesgo asumir problemáticas recientes.
En fin, un historiador-investigador debe estar apto y tener la capacidad para
dirigir e incursionar en nuevos temas, aquellos que demande las necesidades
de la sociedad y su tiempo. Y, de ese modo, tener la competencia para hacer
evaluaciones de proyectos de investigación y publicación, indistintamente
del componente empírico, ya que representan nuevos retos y contribuyen
a enriquecer el conocimiento. En la actualidad existen muchas opciones
temáticas que son válidas, pero ojalá estuvieran relacionadas con políticas
públicas, para que estas lograran un mayor impacto a mediano y largo plazo
en función de la consolidación de una nueva línea de investigación para el
ámbito académico, pero sobre todo de apoyar a la solución de los problemas
contemporáneos y lograr una mejor sociedad.
La otra dificultad en el proceso de formación investigativa fue lograr
a plenitud una comunicación escrita académica. En esto no hay técnicas,
pero sí principios. Siempre pensé en apostar por un lenguaje sencillo y sin
mayores abstracciones. Esa búsqueda me acercó a la literatura, a explorar
cómo se formaban los escritores, a m irar si realmente es válido utilizar
fuentes literarias y la ficción para mi trabajo. Son habilidades que se desa­
rrollan con la práctica, pero debo reconocer que quien más me inspiró en
la escritura fue Mórner, de quien aprendí que publicar es parte del oficio,
mejor aún en diferentes idiomas, y que la edad no es un límite para la ac­
tualización y adaptación de nuevas herramientas de trabajo. En cualquier
caso, el camino fue complejo, porque andaba en el cruce de cuatro idiomas.
Uno para dialogar (entre español, sueco o ruso), otro para leer (entre es­
pañol, inglés o sueco), y otro para escribir (español o inglés). Finalmente,

86
Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar

para doctorarme, aposté por mi lengua materna —la mayor parte de las
fuentes estaban en castellano— pero con una comunicación escrita de la
tesis en inglés, que escribimos conjuntamente con Leslie Carm ichael para
incursionar al mundo anglosajón y lograr una mayor difusión del trabajo.
Y una sustentación oral en sueco en concordancia con la sociedad e ins­
titución donde me formé. En realidad, el idioma representa un modo de
pensar. En el mundo occidental, el inglés resulta ser una herramienta de
trabajo y socialización del campo académico.
En los comienzos del siglo XXI, el Sistema Nacional de Publicaciones
(Publindex) de Colciencias consideró las diversas modalidades de comuni­
caciones académicas, una de ellas la revisión, con un mínimo de cincuenta
referencias. El primer estado del arte (balance historiográfico) lo hice años
después de defender la tesis doctoral, en 2010. Lo hice como un ejercicio de
síntesis sobre el caso colombiano, necesario para futuros estudios o inves­
tigaciones sobre la caficultura latinoamericana. Hoy es sugerente que nues­
tros estudiantes de posgrado realicen dichos balances desde el comienzo
de su formación de modo riguroso y que lo publiquen. En la investigación
doctoral llegué a consultar centenares de publicaciones y documentos, pe­
ro observé que en nuestro medio carecíamos de balances historiográficos.
Estos contribuyen al trabajo de las nuevas o futuras generaciones de inves­
tigadores, y cualquier proyecto de investigación debe incluir un mínimo de
referencias. Es, sin duda, el diálogo con la literatura precedente que hay que
tener de modo crítico desde los aportes teórico, metodológico o empírico.
Por ejemplo, en el primer balance sobre la caficultura —“ Estudios e histo­
riografía del café en Colombia, 1970-2008. Una revisión crítica”—, advertí
de las ligerezas de algunos historiadores-economistas en el uso de fuentes
primarias, y de cómo esas visiones de desarrollo nos habían puesto en una
visión dicotómica orientada a un desarrollo lineal o funcionalista. En la
actualidad y con la ayuda de las bases de datos bibliográficas, los estados del
arte tienden a ser más universales. Hay que superar la barrera del idioma,
pues debemos observar lo que se publica en Europa, Norteamérica y Asia:
ello contribuye a tener una mirada universal, de mayor alcance si se quiere.
La advertencia es que si hacemos solo revisiones historiográficas con libros
impresos, que encontremos en los anaqueles de nuestras bibliotecas, el dis­
curso histórico será diferente; de igual modo, si nos enfocamos solo a una
región, algo frecuente en nuestro medio. Revisar significa tener una mirada
crítica disciplinar a partir de los antecedentes historiográficos, no personal,
que puede lograrse, sobre cualquier tema o libro.

87
Renzo Ramírez Bacca

Era digital y publicaciones

Nuestros estudiantes deben desarrollar destrezas en la edición y publicación


de sus resultados de investigación. Asunto que no siempre está escolarizado
en los procesos de formación investigativa. Puede ser un ejercicio práctico
en función de un requisito previo a la sustentación.^Esa primera experiencia
permite entender el campo de la redacción, corrección, edición, publicación
y circulación del conocimiento. Poco o nada sirve si los textos no se leen o
mejor si no tienen impacto. Identificar cuánto tiempo requiere un libro para
que tenga impacto socioacadémico es difícil, pero antes de la revolución de
la informática se decía que podía tomar cerca de diez años. Hoy, en la era
digital, el asunto se puede valorar con otras técnicas y toma menos tiempo. Se
habla de cuántas veces el libro o artículo es citado en otros textos e incluso de
cuántas veces se ha descargado en redes o blogs académicos. Es la evidencia
de nuevas tendencias en la valoración y medición.
En realidad, hay dos experiencias gratificantes, que tienen que ver con
la virtualidad del formato digital. La primera fue la obtención del segundo
Premio nacional de objetos virtuales, gracias a los contenidos y al diseño de
un curso de historiografía americana que realicé en 2004. Un historiador
compitiendo con físicos y matemáticos. Había retornado al país y pensaba en
la importancia de la tecnología como herramienta de enseñanza-aprendizaje.
El medio académico aún conservador no utilizaba el correo electrónico, no
todos los profesores tenían un computador y había quienes se rehusaban a
utilizarlos. El estímulo y reconocimiento llegó de nuevo desde el Ministerio
de Cultura de Colombia. Los derechos patrimoniales fueron cedidos a este.
Sin embargo, no logré implementar el objeto virtual en el medio a falta de una
infraestructura adecuada en las aulas. En la actualidad, observo que algunos
historiadores procuran tener blogs para difundir sus escritos académicos e
incluso de opinión. Es una tendencia importante que debe considerarse y
apreciarse. Pero son pocos los que utilizan plataformas académicas, como
Moodle, por ejemplo, para el ejercicio docente.
El otro logro en el campo de la virtualidad, fue crear, con el apoyo
académico de un grupo de historiadores, la primera revista digital colombia­
na de historia: HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local.2Un proyecto

2 En especial con el apoyo de Alvaro Acevedo Tarazona, Alexander Bentacourt Mendieta,


Zamira Díaz, Antonio Echeverri, Armando Martínez Garnica, Manuel Miño, Javier Ocampo
López, Eduardo Santa, Pablo Serrano y Alonso Valencia Llano, quienes conformaron el comité
editorial y científico en los primeros años.

88
Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar

que se pensó inicialmente como órgano de la Asociación Colombiana de


Historia Regional y Local y que después se convirtió en un resultado de un
periodo sabático. Fue en la Universidad de Goteborg (Suecia), donde tuvimos
la oportunidad de conocer el Open Journal Systems, proyecto realizado por
iniciativa de Public Knowledge Project de la University o f British Columbia,
el Canadian Center for Studies in Publishing y la Simón Fraser University
Library en 2009; y que en ese momento empezaba a ser tendencia global en
revistas académicas. Siete años parecen poco, pero en las redes de inform á­
tica es toda una eternidad. Logramos en poco tiempo y muy limitados con la
infraestructura llegar a la categoría A 2 del Sistema Nacional de Indexación
(Publindex) en Colciencias. Prácticamente desde sus inicios la idea era hacer
una revista con calidad académica. Hoy es el proyecto editorial digital más
visible de los historiadores colombianos, tanto por su tiempo de creación,
su categoría en los sistemas de medición, como por su internacionalización.
Esa experiencia se puede observar como un cúmulo de esfuerzos y
resultado de un trabajo en red, pero también como un modo de conocer y
dinam izar las prácticas profesionales e investigativas en nuestro medio. Es
un privilegio poder conocer, de primera mano, los resultados preliminares
de investigación de las nuevas generaciones de historiadores en calidad de
director-editor de una revista. También, dar los veredictos finales del proceso
de revisión a ciegas de pares nacionales e internacionales. El crear y mantener
un proyecto editorial requiere de una estructura administrativa y editorial
que en el medio no siempre se tiene. Se observa en cambio que el trabajo recae
en un director o editor, a quien no siempre se le reconoce su labor, porque el
oficio del editor no se ha profesionalizado. Somos empíricos o autodidactas.
Es una experiencia sim ilar a la de los historiadores que empezaron a orga­
nizar los archivos locales y regionales hace varios decenios, que, con pocas
nociones de archivística, se convirtieron en archiveros profesionales. En fin,
la filosofía del autodidacta y la vocación es la que ha prevalecido. Lograr me­
jorar la calidad del proyecto en términos de la excelencia académica requiere
de capacitación y actualización permanente, además de gerenciar y gestionar
recursos, y tener un respaldo académico de un equipo editorial, científico y
revisor. Lo ideal es que sea un trabajo en contravía a lo tradicional, es decir
exogámico, y en lo posible un espacio para desarrollar cierta pedagogía con
profesores y estudiantes.
~La s jeyj&ta s.ba^n.ro/úarado.raunbo^oer^degttu? LroadoJa tüígencrjac
son mayores. Cuando las revistas implementan una política exogámica y
de internacionalización, y en las universidades se les exige a los profesores-
investigadores publicar textos en revistas de alta calidad, llegan decenas de

89
Renzo Ramírez Bacca

propuestas a las manos del director-editor. La selección de textos es compleja


y no siempre entendida por los investigadores, en especial por aquellos que
no pasan el filtro de la revisión. En cualquier caso, la revisión a ciegas es ne­
cesaria para mejorar la calidad de cualquier comunicación escrita. Irrita a
muchos, porque lo que prevalece en el medio es que no tenemos una cultura
crítica académica de la investigación. Las valoraciones, cuando se conocen
los pares, se toman de modo personal. Sucede también que no siempre se
hace una crítica constructiva, especialmente cuando no hay lincamientos
claros de valoración. Evaluar de modo crítico es parte del oficio de un his­
toriador vinculado a cualquier institución e identificar la calidad teórica,
metodológica e historiográfica de una comunicación académica es parte
de las funciones de un investigador. Por fortuna, una nueva generación de
autores considera el ejercicio como parte de su oficio y se sienten honrados
al recibir una invitación para revisar el trabajo de otro colega.
Los libros impresos hace unos años tenían muchos problemas para
su circulación. No existía la experiencia de ir más allá del proceso de edición
e incluso del manuscrito inicial, creo que aun hoy falta mucho camino por
recorrer. Pero, por lo menos, ya existe la necesidad de que un libro también
tenga un ISBN para el formato electrónico. Ello da mayor posibilidad de
circulación a la información. Además, del papel que están adquiriendo los
repositorios digitales universitarios, que en conjunto conforman redes de
carácter global. A llí hay otro escenario para la difusión por parte de estu­
diantes y profesores en función de la circulación del conocimiento. Y, de igual
manera, se están creando centros editoriales en las facultades para lograr
adoptar criterios de calidad en cuanto a la revisión académica y los procesos
de edición de libros. Poco a poco se han venido aceptando e implementando
en el medio universitario.
En este escenario publicar es parte del oficio, pero la responsabili­
dad está en nosotros mismos. Incluso en torno al proceso de circulación.
Hay que advertir que no se trata de una cuestión de lucro con respecto al
mercado. La filosofía es que el conocimiento sea de acceso libre y gratuito,
y por lo tanto las instituciones son las llamadas a fortalecer y financiar los
proyectos de investigación, sus productos y publicaciones, pero con la gestión
interna o externa de los investigadores. Sin embargo, existe la orilla opuesta,
de aquellos que consideran que los autores deben pagar para publicar, y, de
igual modo, las revistas e instituciones para lograr un mayor impacto de su
proyecto editorial e institución.
También, quiero contrapuntear con la afirmación por la cual se con­
sidera que la generación actual de profesores-investigadores solo se preocupa

90
Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar

por publicar en función de mejorar su asignación salarial. Lo que observo


es que hay profesores que no investigan ni publican y otros que sí lo hacen.
Pero también se perciben escenarios donde se evidencia cierta corrupción
académico-administrativa, especialmente cuando se considera cualquier tipo
de escrito para lograr el crédito. Asimismo, hay profesores-investigadores que
no forman doctores, es decir investigadores en historia, ya porque no existe
el programa doctoral o porque aún no se tiene la formación académica para
tal fin. En todo caso, no se observa que se descuide el trabajo de la enseñanza
y la transmisión del conocimiento en los auditorios.

Ejercicio docente y enseñanza de la historia

La juventud de nuestros estudiantes revitaliza el ejercicio de la enseñanza


de la historia. Es vocacional. Hay una intención de que nuestros estudiantes
obtengan los mejores resultados y que sean excelentes. Pero no siempre se
logra. Existe un requerimiento de aprendizaje, actualización y autoevalua-
ción permanente, no solo con los contenidos, sino también con el papel del
profesor o investigador. Como profesor se observa que no todos los estudian­
tes pretenden ser profesores o investigadores, y como investigador que no
todos quieren ser investigadores. En los estudiantes hay una gran presión.
Es el exceso de asignaturas. Algunos pretenden hacer dos carreras al mismo
tiempo con el fin de lograr competir de mejor manera en el mercado laboral.
Pero no todos cumplen con las exigencias. Las cohortes son diferentes. Hay
dispersión en los intereses temáticos. M uchos de ellos están interesados
más en cuestiones económicas y efímeras que en lograr una proyección
académica. Hablando de los estudiantes de pregrado. Advirtiendo que de­
pende mucho de la malla curricular de cada programa e incluso de la región
o la ciudad. Y en los estudiantes de posgrado es posible identificar los que
solo aspiran a obtener un diploma o que no tienen dedicación exclusiva,
porque trabajan para su sobrevivencia, sin la claridad y conciencia de lo que
significa ser investigador.
En el campo de la docencia-investigación es importante conformar o
hacer parte de un^rupo de investigación y semilleros. Son los espacios en los
que confluyen los estudiantes de los distintos niveles de formación. El mejor
logro es ver estudiantes convertidos en doctores, magísteres o profesionales.
Lo anterior poco ayuda a olvidar lo complejo que es formar historiadores-
investigadores (doctores). Colciencias recientemente le ha dado un gran
valor a esa labor y pienso que gracias a ello se diferencia a un investigador-
senior de un investigador-asociado. Formar un doctor en un país donde no

91
Renzo Ramírez Bacca

hay muchos recursos para los estudiantes y apoyos para su formación es


una labor titánica. El gran logro es convertir ese sueño en realidad. Pero, en
especial, contribuir al reconocimiento académico institucional de quienes
aspiran a ser doctores y cuentan solo con recursos propios. Lo ideal es que
todos los aspirantes sean becarios, para así tener igualdad de condiciones y
dedicación exclusiva. *
El ejercicio docente y formativo depende de muchos factores. El ideal
es lograr m otivar a los estudiantes a creer en la disciplina y la investigación.
La historia es investigación e información, pero también es enseñar y di­
fundir esas representaciones sobre el pasado, que se logran después de años
de trabajo en soledad y rigor. Advirtiendo que es un oficio que requiere de
disciplina, paciencia y humildad. Pero, del mismo modo, actualización per­
manente sobre el conocimiento que se transmite y las estrategias didácticas
que se adopten. Ver el oficio del historiador como profesor-investigador im ­
plica retos y nuevos liderazgos. Por, ejemplo, crear programas de formación
investigativa donde no los hay.

Nuevos retos: creación de programas de posgrado


y formación de investigadores

Ese fue uno de los retos propuestos recién me vinculé de planta a la univer­
sidad pública colombiana en 2003. Así resultó el proyecto del programa de
maestría en historia, el apoyo al proyecto de maestría en antropología y el
doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Antioquia. En la Uni­
versidad Nacional de Colombia me propuse diseñar y apoyar en especial los
programas de la maestría en archivística, estudios políticos y el programa de
doctorado en ciencias humanas y sociales. Este último fue una experiencia
valiosa. Primero, porque se trataba de diseñar un proyecto en función de
superar la tradicional mirada monodisciplinar; segundo, para dinam izar a
los doctores de otras carreras en función del diálogo interdisciplinario y, en
especial, en la formación de cuadros doctorales; y tercero porque así como era
un reto para el profesorado, el proyecto era pertinente para muchos cuadros
profesionales del país. Hasta ese momento la única alternativa de doctorase
en Medellín era con el programa de historia. Los estudiantes llegaban de
otras disciplinas, quejosos de la historia, y no siempre lograban las destrezas
disciplinarias. El programa de doctorado en ciencias humanas y sociales con­
tribuiría a que en tales casos se hicieran proyectos Ínter o transdiciplinares,
e incluso por los mismos historiadores. El apoyo académico se dio gracias
a un grupo de colegas de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas

92
Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar

de la Universidad Nacional, sede Medellín, así como con investigadores del


Centro de Estudios Sociales (CES) sede Bogotá. Entonces el doctorado se hizo
ínter e transdisciplinario, para ambas sedes. Algo inédito en la tradicional
competencia localista de Medellín y centralista de Bogotá, y en la burocracia
académica universitaria de la Universidad Nacional de Colombia. El primer
llamado evidenció resultados muy gratos. En Bogotá se inscribieron más de
ochenta aspirantes y en Medellín cerca de cuarenta. Hoy varias universidades
ya tienen su programa de doctorado en ciencias sociales y humanas.
Cuando retorné al país también se empezaron a conformar grupos
de investigación con la intención de lograr visibilidad en el Sistema Nacional
de Investigación de Colciencias. Entendí su importancia desde el Grupo de
Historia Social, mi primer nicho, en la Universidad de Antioquia. Logramos la
categoría B, algo inédito. Era un asunto de visibilidad y poner la información
completa de la vida académica de cada profesor en el CvLac de Colciencias. No
todo el mundo lo hacía y creo que tampoco sabían cómo hacerlo. Luego, en la
Universidad Nacional de Colombia creamos un cuerpo académico: historia,
trabajo, sociedad y cultura.3 Logramos pronto la visibilidad. Nos propusimos
conformar un semillero con estudiantes del pregrado y luego crear un semi­
nario interno de investigación. Del primero decenas se beneficiaron del pro­
grama Jóvenes Investigadores e Innovadores de Colciencias, y con el segundo
hemos logrado mantener el proceso de formación investigativa en el nivel de
doctorado y maestría, apoyando a los programas de doctorado en historia y
ciencias humanas y sociales, y las maestrías de historia y estudios políticos.
Además, nos proyectamos hacia la internacionalización, entendida
como el intercambio de conocimiento en el ámbito latinoamericano. Con
la vinculación, apoyo e iniciativa de Alexander Betancourt Mendieta en la
Universidad Autónoma de San Luís Potosí de México, logramos experien­
cias inéditas de intercambio y movilidad entre estudiantes y profesores. En
nuestra área y disciplina es un convenio exitoso de cooperación. Gracias a
los señalamientos de Malcolm Deas entendíamos que los colombianos no
nos comparábamos con otros países, y precisamente esa fue la intención, de
allí han surgido tres compilaciones. Nos pusimos a hacer ese ejercicio y por
ello se publicó Estudios comparados de historia moderna y contemporánea. El
caso de México y Colombia con el sello editorial de la Universidad Nacional de
Colombia en 2011. También publicamos las conferencias realizadas en México

3 En el grupo participaron inicialmente Alexander Betancourt Mendieta, Fernando Botero,


Yobenj Chicangana, Juan Guillermo Gómez y Susana González.

93
Renzo Ramírez Bacca

y Colombia, y los resultados de nuestros estudiantes en su estancia. El cuerpo


académico entendió desde el comienzo la importancia de la internaciona­
lización y a eso le apostamos. Todos nos habíamos formado en el exterior.
Gracias al respaldo institucional del grupo de investigación, muchos de nues­
tros estudiantes lograron conseguir apoyos durante o después del pregrado.
La intención es que los jóvenes hagan pasantías en el exterior y se
proyecten hacia una formación doctoral. No todos lo han logrado, pero
algunos lo han intentado y son doctores o magísteres. Un caso de esa ge­
neración del prim er semillero es M aría Cristina Pérez, quien se doctoró en
el program a de historia de la Universidad de los Andes y hoy es editora de
la revista Historia Crítica , la revista de la disciplina con mayor impacto y
visibilidad del país. En todo caso, en pocos años llegamos a ser uno de los
mejores grupos de investigación en el ámbito nacional. El cuerpo apoyó la
idea inicial del doctorado en ciencias humanas y sociales, la maestría en
archivística y la primera revista digital de historia en el país. En el reciente
revolcón al sistema de investigación, que hizo Colciencias, mantuvimos la
categoría A i y con otro profesor (Yobenj Aucardo Chicangana) nos visibi-
lizamos, por lo menos hasta el 2018, como investigadores-senior.

El gremio y otras dinámicas de profesionalización

Los historiadores también necesitamos agremiarnos y es lo que nos motiva


a participar en las asociaciones, redes y eventos académicos. Recuerdo a
Mauricio Archila, quien me sugirió participar en los eventos convocados por
la Asociación Colombiana de Historiadores. Es indiscutible que los eventos
académicos convocados por historiadores nos retroalimentan y contribu­
yen a conocernos, en términos de nuestros aportes y avances investigativos.
Gracias a los congresos de historia he podido conocer a muchos historiado­
res profesionales y profesores-investigadores, y, de igual modo, el estado de
nuestra cuestión profesional en el ámbito nacional.
Surgió entonces la idea de crear el primer Simposio Colombiano de
Historia Local y Regional, liderando el grupo de historia social en la Universi­
dad de Antioquia. Nos pusimos a la tarea de invitar a historiadores locales y
regionales.4 Pero también, de modo conjunto —profesores y estudiantes—,
hacer un balance historiográfico sobre la historia local en Antioquia.

4 Recuerdo a Alvaro Acevedo, Víctor Álvarez, Jorge Conde, Zamira Díaz, Armando Martínez,
Amparo Murillo, Beatriz Patiño, Eduardo Santa, Fabio Zambrano, Francisco Zuluaga y Víctor

94
Formación disciplinar y prácticas del oficio de historiar

Fue el comienzo de un proceso del cual surgió la publicación Historia


local. Experiencias, métodos y enfoques (2005), luego la institucionalización
de Simposio Colombiano de Historia Local y Regional, cuya sexta versión
tuvo lugar en 2017, la Asociación Colombiana de Historia Regional y Local,
creada en 2008, y el ya mencionado proyecto editorial, HiSTOReLo. Revista
de Historia Regional y Local, con edición fundacional del primer semestre
de 2009. En todo este proceso han estado vinculados los profesores que ini­
cialmente invitamos al primer simposio colombiano, pero también Alonso
Valencia Llano, Albeiro Valencia Llano, Javier Ocampo López, y academias
de historia como la Medellín, Pereira y Bucaramanga. Hablar de asociación
hoy es hablar también de una red académica de historiadores, que han permi­
tido la participación de nuevas generaciones de historiadores, especialmente
del Eje Cafetero, Antioquia, Santander, Cundinamarca, Tolima y el surocci-
dente colombiano. Todos “guerreros prusianos de la disciplina” dispuestos
a apoyar y ofrecer su respaldo académico y disciplinar. Igualmente, con la
intención de apoyar las dinámicas de los nuevos programas de pregrado y
posgrado en el país.
Lo anterior parece una buena historia, pero debo reconocer que
ha sido un recorrido complejo. El mundo académico es competitivo, aún
endogámico y a veces violento. Todas esas iniciativas chocaron, en algún
momento, sin ser la intención, con egos de los cuales se percibieron celos,
indiferencias o acosos, que al final agradezco porque me estimularon a creer
que lo más importante eran los resultados académicos. Es mucho lo que
falta. Colombia es un territorio baldío donde aún todo está por hacer y cada
historiador puede contribuir, si respeta y valora el trabajo de sus colegas y
estudiantes. Solo así se pueden superar las barreras de la indiferencia y la
subvaloración. Por fortuna existen las universidades públicas, que tratan
de modernizarse, donde aún se puede mantener vivo el ideal de historiar y
proyectar una mejor sociedad. Falta, sin duda, un apoyo más decidido por
parte del Estado y la clase gobernante; y olvidarnos que lo privado solo res­
ponde a las prácticas capitalistas y al ánimo de lucro sin ningún aporte a la
sociedad a la cual nos debemos.

......................................................................................... j .......................................
Zuluaga. También nos apoyaron Rodrigo García, María Mercedes Molina y Marta Ospina,
entre otros, además de un nutrido grupo de estudiantes que llegaron de la Universidad de
Caldas y de historiadores del Centro de Historia de Casanare.

95
Renzo Ramírez Bacca

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98
E N C U E N T R O C O N LA H I S T O R I A C U L T U R A L :
S E N D E R O S R E C O R R I D O S D E S D E EL M U N D O
HISPANOAMERICANO C O L O N I A L '

Natalia Silva Prada

M i formación profesional como historiadora comenzó hace veinticinco años


y el camino que me condujo a convertirme en una especialista en asuntos
de historia cultural de la política no ha estado desprovisto de dificultades.
M i encuentro con la historia ocurrió en la Universidad Industrial de
Santander, en Bucaramanga, en donde formé parte de la primera generación
de futuros historiadores. Los profesores de aquel entonces nos trataron como
lo hacen los padres con sus hijos primogénitos: con rigor, pero con un fuer­
te instinto paternal. Nos hicieron sentir parte de un experimento y piezas
importantes del proceso de legitimación de una nueva carrera. En ese lugar
nació mi amor eterno por la historia y en particular por el conocimiento de la
historia colonial. Muy temprano fui integrada a un proyecto de catalogación
de archivos.1 Además de tener mi primer contacto estrecho con documentos
antiguos, el profesor Arm ando Martínez Garnica, gestor del proyecto y hoy
director del Archivo General de la Nación, nos dio generosamente lecciones
adicionales de paleografía al grupo de estudiantes involucrados en el rescate
documental de los archivos judiciales y municipales de Girón. A pesar de
que lo miembros de ese grupo éramos aprendices, las tareas de catalogación
nos fueron remuneradas justamente gracias a la financiación del proyecto
por parte del Banco de la República. El panorama para un estudiante de se­
gundo año parecía promisorio y atenuaba el mal augurio que una profesora
había expresado en una de sus clases. Su frase sarcástica era un llamado a
tomar conciencia del tipo de carrera, poco lucrativa, que habíamos escogido.
Palabras más, palabras menos, nos dijo: “ Si creen que con la historia pueden
enriquecerse es mejor que pongan desde ahora un puesto de empanadas
afuera de la Universidad”.

* En la introducción de mi libro más reciente (Silva Prada, 2014) expongo la crítica al concepto
colonial para la definición del periodo de gobierno español en América. Véase especialmente
el capítulo 3.
1 En el Centro de Documentación e Investigación Histórica Regional (CDIHR-U 1S). Banco de la
República. Bucaramanga. “Catalogación de documentos pertenecientes al archivo municipal
y judicial de Girón (Santander). 1750-1970”.

99
N a t a lia S ilv a P r a d a

Recuerdo con cariño el entusiasmo que logró despertarme la “nueva


historia de Colombia”2y las propuestas que planteaba frente a la historiografía
positivista. A llí debe encontrarse el origen más remoto de la inquietud que
surgió en mí hacia la problematización y reconceptualización de la historia.
Los textos leídos y las enseñanzas de muchos profesores me animaron desde
entonces a asum ir el riesgo de formular enfoques^originales, aun cuando
en los momentos en los que debí enfrentar algunos retos de definición con­
ceptual no tenía muchos asideros intelectuales cercanos. Debo mencionar
también que, aunque mi llegada a la Universidad del Valle, situación que
explicaré más adelante, coincidió con el deceso del profesor Germán Colm e­
nares (1938-1990), tuve la suerte de recibir clases de algunos de sus exalumnos
y colegas cercanos. La idea de cuestionar permanentemente a los objetos de
estudio y la cercanía con las nuevas corrientes historiográficas me las trans­
mitieron con gran entusiasmo M argarita Pacheco y quien posteriormente
se convertiría en mi director de tesis, Francisco Zuluaga. Él, en particular,
me ‘torturaba’ con la definición de los conceptos y de su mano penetré en el
mundo de las cofradías, más de lo que hubiera podido imaginar.
Desde entonces, nunca estuve inmersa en una escuela histórica espe­
cífica, quizá por la falta de perspectivas concretas en los espacios académicos
que frecuenté y por el temor que me causaba la idea de ser encasillada. Esto
para nada tuvo que ver con una ausencia de método. Al contrario, mis in­
vestigaciones históricas se han beneficiado de la conceptualización y contex-
tualización permanente de los objetos historiados y desde algunas esquinas
comunes a la llamada “nueva historia cultural”, a la que llegué prácticamente
de forma autodidacta e impulsada por mis inquietudes, primero de investiga­
ción y luego en el campo docente. Este último espacio me permitió construir
un interesante corpus bibliográfico, sustento de los seminarios de historia
social y cultural impartidos en la Universidad Autónoma Metropolitana
(Iztapalapa, México, D. F.), en donde trabajé durante trece años.
El origen de las temáticas que estudio hoy y que estudiaba en Colombia
antes de irme del país es curiosamente el mismo: no nacen de una búsqueda

2 Nombre con el que se conoció en Colombia a la perspectiva historiográfica que se rebeló


contra la historia de bronce. Marca el momento de la profesionalización de la historia como
disciplina en el país. A este proceso contribuyeron publicaciones con una nueva orientación
y sensibilidad hacia las temáticas sociales y económicas como el Anuario Colombiano de
Historia Social y de la Cultura fundado por el pionero del proceso, Jaime Jaramillo Uribe, el
Manual de historia de Colombia (1979), la Nueva historia de Colombia (1989-1998) y la Historia
económica y social de Colombia (1973).

10 0
E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

consciente del objeto y sí, más bien, forzadas por las circunstancias que me
han rodeado: el desempeño académico o los problemas derivados de ubica­
ción personal. Aun cuando parezca un cliché, es importante mencionar que,
en momentos importantes de mi carrera formativa, como lo fueron la fase
de escritura de tesis, hubo siempre más escollos que caminos trazados. M en­
ciono esta circunstancia desprovista de intenciones metafísicas, porque fue
esa particularidad la que me impulsó a enfrentar a los objetos historiados de
formas peculiares. Al problema humano se sumaron numerosas dificultades
en la búsqueda de fuentes. En relación a las asesorías, al comienzo de cada
tesis —la de licenciatura y la del doctorado— me encontraba en un lugar
poco fam iliar y del cual no tenía ningún referente natural, ni la región, ni el
país, ni el profesor amigo, y a veces tampoco referentes culturales, objetos a
los que a menudo acuden los historiadores regionales. Respecto a las fuentes,
porque mis propios enfoques han hecho muy difícil que el corpus documental
haya antecedido a la delimitación de la investigación.
Estas circunstancias se convirtieron con el tiempo en adversidades
positivas puesto que me forzaron a encontrar fuentes históricas alternati­
vas y a explotarlas al máximo, en tanto casi siempre eran escasas. Cuando
comencé mi tesis de licenciatura en la Universidad del Valle (Cali) en 1991,
apenas conocía la realidad vallecaucana. Terminé estudiando la última fase
de mi carrera en esa ciudad por avatares del destino, el destino que la vio ­
lencia colombiana nos impuso a comienzos de los años noventa. Mi familia
debió dejar Bucaramanga para evitar la extorsión.
Por causas muy diferentes, al momento de la definición de mi tesis
doctoral, en 1995, me encontré nuevamente frente a un espacio poco co­
nocido. Ningún asesor de El Colegio de México tenía alguna inclinación
particular por dirigir una tesis sobre la Nueva Granada y debí enfrentarme
definitivamente a la historia e historiografía mexicana, todo y pese a las
advertencias que en un encuentro en México me hiciera mi antiguo amigo
Pablo Rodríguez,3 consejero desde los tiempos en que nos cruzamos en Cali.
Como soy una santandereana obstinada, comencé mi tesis doctoral aseso­
rada por el reconocido historiador Carlos M arichal, quien se ha dedicado
sobre todo a la historia económica latinoamericana y a algunas temáticas
de historia intelectual que ha cultivado en tiempos recientes, pero que no

3 Pionero de los estudios de historia de las mentalidades en Colombia. De su autoría son


Rodríguez, 1991,1992 y Rodríguez (coord.), 2004.

10 1
N a t a lia S ilv a P r a d a

es, en sentido estricto, un historiador del periodo colonial.4Digamos que él


decidió “adoptarme” ante las imposibilidades de dirección que por uno u
otro motivo expresaron los que hubieran sido naturales directores de mi tesis
en aquel espacio académico en el que posteriormente obtuve mi doctorado,
El Colegio de México.
Solo un caso merece ser recordado porque ejemplifica a qué nivel
los obstáculos pueden haber sido vulnerados por su propia inconsistencia.
Una profesora de cuyo nombre no debo hacer mención, parafraseando a don
Miguel de Cervantes, se negó a dirigir mi tesis doctoral. Según ella, el hablar
de cultura política en el siglo XVII era una postura totalmente anacrónica. Ni
siquiera me ofreció la posibilidad de replantear mi proyecto señalando algún
plan alternativo. Aún para esa época (1995), dicha objeción representaba una
percepción errática e ignorancia sobre los avances de la historia cultural
y de la nueva historia política en el contexto historiográfico internacional.
Volvamos al comienzo, ¿cómo me convertí yo misma en historia­
dora del periodo colonial? Creo que eso ocurrió por un verdadero enam o­
ramiento del periodo colonial en el segundo semestre de mi carrera en la
Universidad Industrial de Santander. Desde los primeros cursos allí, asumí
que era una época apasionante, quizá porque me parecía bastante ignota y
por la misma razón, mágica. En esa elección fue fundamental el entusiasmo
que en sus clases expresaron queridos profesores de aquella época como
el ya mencionado Arm ando M artínez Garnica y Jairo Gutiérrez Ramos,
quienes nos señalaron a sus estudiantes los enormes vacíos de conocimien­
to sobre el periodo.5 Con los años decidí irme adentrando en los que eran
los siglos menos estudiados y empezó a nacer una pasión por el XVII. Los
primeros asuntos que atrajeron mi atención fueron aquellos relacionados
con la religiosidad y, sin embargo, en un determinado punto, los estudios de
mentalidades en los cuales los podía inscribir en aquella época me parecían
tediosamente reiterativos y descriptivos, además de muy generalizantes.
Sin embargo, por ese camino fui encontrando un objeto que atraía
aún más mi atención, el de las relaciones políticas intrínsecas a muchos

4 Una de sus obras más recientes es Marichal, 2007, la cual ha recibido el premio Jaume Vicens
Vives por el mejor libro publicado de historia económica de España y Latinoamérica en el
bienio 2007-2008: Bankruptcy of Empire. Mexican Silverand the Wars between Spain, Britain
and France, 1760-1810. Cambridge University Press. Cambridge.

5 Ambos profesores tienen una numerosa cantidad de publicaciones sobre formas de


poblamiento, resguardos, cabildos, minería y élites coloniales.

102
E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

estratos de las realidades sociales de aquellos siglos, sugeridos en los cursos


doctorales del historiador italiano Marcello Carm agnani.6Fue así como del
estudio de las cofradías —materia de mis primeras investigaciones7— me
lancé abruptamente en el tema central que me ocupa desde 1995, el de la com­
prensión de las formas culturales que asumía la política en los mal llamados
siglos coloniales. En una palabra, debía acercarme al complejo y debatido
concepto de cultura política. El gran salto fue mediado por un artículo que
titulé “Cruce de jurisdicciones” (1998), el cual me permitió articular de ma­
nera más consciente los estratos políticos y religiosos del mundo colonial.
Ese artículo, que nació como un trabajo de un seminario doctoral conducido
por Carm agnani y que después se nutrió de una reflexión con la que gané el
concurso docente en la Universidad Autónoma Metropolitana de México en
1997, es el origen de un camino más amplio y para mí mucho más original.
Un intento sim ilar lo realicé en un proyecto de colaboración institucional
dos años después, en el que reflexioné sobre las respuestas de las cofradías
indígenas novohispanas ante el proceso de control de sus bienes, inaugurado
por las reformas borbónicas (2003c).
Después de asumir una nueva perspectiva analítica, el primer gran
reto fue estudiar una rebelión india novohispana, no como un hecho más
a ser descrito, sino como un texto y como una fuente. En ese momento la
perspectiva politológica de la historiografía italiana volvió a tener una in­
fluencia positiva en mí. Las preguntas incisivas de mi colega Riccardo Forte,8
fueron en esa etapa un incentivo hacia la formulación de nuevas preguntas.
Con el peligroso objeto del tumulto indio de 1692 (en la ciudad de México)
entre manos,9 partí a la búsqueda de un concepto que debería ser, primero

6 En particular, para mis investigaciones fueron muy útiles sus textos, Carmagnani, 1972,1992
y 1993-
7 Sobre este asunto hice mi tesis de licenciatura, Silva Prada (1992) haciendo alusión a cofradías
de la Gobernación de Popayán y publiqué algunos artículos como Silva Prada, 1993 y 2001a.

8 Y sobre todo, amigo y esposo. Cito de su autoría, Forte, 2001, Forte y Guajardo (coords.), 2002
y Forte, 2003. «

9 Varios reconocidos historiadores económicos a quienes mostré mi proyecto lo definieron así,


como un objeto de estudio peligroso, pues las rebeliones eran sobre todo explicadas a partir
de los vectores económicos. Puedo recordar las objeciones del querido Ruggiero Romano
o de Thomas Calvo. Quien al contrario mostró más entusiasmo al respecto y me ayudó a
formularme nuevas preguntas fue Hermes Tovar Zambrano, quien en una visita mía a Bogotá
dedicó generosamente unas horas'de su tiempo a comentar mi proyecto.

103
N a t a lia S ilv a P r a d a

constituido y después explicado, para desde esa esquina nutrir las explica­
ciones al levantamiento violento, explicaciones que debían trascender al
economicismo imperante. Fue allí cuando mi imaginación empezó a trabajar
al máxim o y cuando me enfrenté a nuevas lecturas y a nuevas inquietudes
que crearon el sustento de mi trabajo actual, particularmente centrado en
la historización de las formas del disenso en la Hispanqamérica de los siglos
XVI y XVII. Los cinco años de escritura de la tesis doctoral constituyeron
un gran aprendizaje, no solo en los archivos mexicanos y en los españoles,
sino durante la impartición de clases. Con sus inquietudes, mis estudiantes
ayudaron a enriquecer la experiencia investigativa.
Después de concluir la fase doctoral me dediqué a trabajar en una
definición más concreta del concepto de cultura política, la cual se fue afi­
nando en el proceso de publicación de la tesis doctoral —el cual me tomó
otros cuatro años101— y en la concreción de una serie de temáticas particulares
trabajadas en el último decenio. Las herramientas para esa nueva empresa
las fui descubriendo, sobre todo, en una amplia gama de investigaciones de
historia de la cultura política del periodo moderno europeo y en los textos
existentes para Fíispanoamérica.11
Cuando comencé mi tesis doctoral debí enfrentar el primer escollo:
el concepto de cultura política había sido definido sobre todo desde disci­
plinas como la antropología, la sociología y la ciencia política, pero no desde
la propia disciplina histórica. El texto crítico de Ronald Formisano (2001)
es posterior a la etapa de definición conceptual que tuve que enfrentar en
1995 y que de cualquier manera parecía demasiado contemporáneo a los
historiadores del periodo colonial formados en la escuela positivista, en la

10 Los mismos cuatro años en que nació mi hija y alterné la crianza con la docencia y con la
investigación.

11 Me refiero a importantes aportaciones de la historiografía europea, am ericana y


latinoamericana, los cuales serán citados por fecha de publicación en orden ascendente.
Solo como ejemplos de los trabajos historiográficos que abordan la historia de la cultura
política premoderna, pensamos en obras como las de Ginzburg, 1999; Lake y Sharpe, 1983;
Hunt, 1984; Underdown, 1985; Harline, 1987; Baker, 1987; Grendi, 1989; Kagan, 1990; Farge,
1991: Farge y Revel, 1991; Burke, 1991; Chartier, 1992 y 1995; Garrido, 1993; Carmagnani, 1993;
Farge, 1994; Lorandi, 1997; Bouza Álvarez, 1998; Thompson, 1999; MacKay, 1999; Zaret, 2000;
Feros, 2000; Van Young, 2001; Bellany, 2002; Burke y Briggs, 2002; Corteguera, 2002; Nubola
y Würgler (coords.), 2002; Peacey, 2004; Cañeque, 2004; Niccoli, 2005; Rosas Lauro (ed.),
2005; Guardino, 2005; Knighst, 2005; Serulnikov, 2006; Campbell, 2006; De Vivo, 2007; Mazín
Gómez, 2007; Osorio, 2008.

10 4
E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

reconocida historia económica, o que eran cultores de aquella historia de las


mentalidades tan acudida por nuestros profesores al final de los años ochenta.
En América Latina, al comienzo de la década de 1990 existían algunos
trabajos relacionados con la historia de la cultura política, pero sus autores
no le dedicaban mucho espacio al análisis específico de los problemas de
orden conceptual.12 En otros contextos históricos primaba la relación entre
la existencia de la cultura política y el proceso de racionalización y secula­
rización de la historia. La Revolución Francesa resultaba, por lo menos en
mis búsquedas bibliográficas y a partir de los recursos que tenía al alcance
en esa época, como el acontecimiento icónico mediante el cual se había
analizado el concepto de cultura política desde una perspectiva histórica.
Entre los trabajos más significativos de las dos últimas décadas del siglo XX
se encontraban las investigaciones de Lynn Hunt (1984), Keith Baker (1990) y
Arlette Farge (1995). En el ámbito de la historia hispanoamericana, las inves­
tigaciones de Erick van Young (1993) y M argarita Garrido (1993) resultaban
novedades aisladas pero muy importantes aportaciones al conocimiento de
los siglos XVIII y XIX.
El relegamiento de esta subdisciplina emerge todavía hoy en uno de
los libros de Peter Burke (2004), quien dedicó tan solo dos páginas a la temá­
tica específica, aunque él mismo escribió un interesante artículo al respecto
(2002), y pese a que esta perspectiva es una de sus vetas de investigación,
aun desde los tiempos de su estudio sobre la cultura popular en la Europa
moderna (1991).
La gran explosión de investigaciones relativas a la historia de la cul­
tura política es posterior al momento en el que yo me acerqué al concepto.
Para constatar esta aserción pueden revisarse las fechas de publicación de
las investigaciones que cité en la nota 11. El mismo Peter Burke data la emer­
gencia de la intersección entre cultura y política en la historiografía para el
final de los años ochenta del siglo XX (2006:129). Por esos años, muchas de
las publicaciones sobre historia de la cultura política se estaban apenas inte­

12 Véase, por ejemplo, el caso de las rebeliones estudiadas por McFarlane, 1989 y 1995. El
autor partía de la contraposición entre las explicaciones socioeconómicas y la cultura
política, y a partir de una serie de preguntas generales (ideas, creencias, actitudes, ideología,
comportamientos) que atañían a la definición de la cultura política, estudiaba el caso de la
rebelión de los barrios de Quito en 1765. Sin embargo, aunque en el análisis de la rebelión
emergía la existencia de un tipo de cultura política, esta no se estudiaba en detalle y
confrontando Jns j a u r í a s .matwjatetf y etementes qv.\? se expOcüsim t err d desstvsSs d d
fenómeno rebelde, aun cuando ellos estaban presentes en la narrativa del hecho.

10 5
N a t a lia S ilv a P r a d a

grando a las grandes bibliotecas, ya que las investigaciones pioneras habían


sido publicadas entre mediados de los ochenta y en los primeros años de la
década posterior.
En América Latina a principios de esa misma década parecían ser las
orientaciones de la sociología las que habían empujado la reflexión sobre la
importancia del estudio histórico de la cultura política. En el libro coordi­
nado por Hugo Zemelman (1990) se incluían ensayos que estaban orientados
“ incluso dentro de un marco histórico” (13) y unos pocos en donde el enfoque
“ histórico-genético” (13) era el eje conductor. Pero el periodo privilegiado
en todos estos ensayos era el siglo XX. Esto seguramente refleja el estrecho
vínculo existente entre cultura política y cultura democrática que enfatiza­
ron los trabajos pioneros de Gabriel Almond, Sidney Verba, Robert Putnam
y Lucían Pye desde finales de los años cincuenta.
Las primeras señales concretas de las posibilidades de estudio de
la cultura política en sistemas no democráticos las obtuve leyendo a Keith
Michael Baker (1990), cuyos análisis conceptuales fueron bien recibidos por
otros historiadores de la cultura política. En una etapa inicial me fueron de
gran utilidad las aproximaciones de Eric van Young (1993), Roger Chartier
(1992) y Arlette Farge (1992 y 1995). Excluida M argarita Garrido, a cuyo libro
(1993) tuve acceso tardíamente y quien a su vez se apoyó, entre otros, en los
conceptos de cultura política utilizados por Keith Baker (1990) y Orest Ranum
(1975); fueron justamente los textos de Keith Baker, Erick van Young, Arlette
Farge y Roger Chartier los que me iluminaron el camino. Muy importantes
también fueron investigaciones novedosas o muy reconocidas en aquel enton­
ces sobre el significado de diversos tipos de revueltas. En especial debo men­
cionar los trabajos de Hugues Neveux (1997) y Rosario V illari (1992 y 1994).
Por curiosidades del destino y aun cuando M argarita Garrido era
docente cuando yo llegué a la Universidad del Valle, no seguí sus cursos
porque las materias equivalentes a las que ella impartía ya las había segui­
do en la UIS. Igualmente, Germán Colmenares, cuyos escritos fueron tan
sugestivos e importantes en su momento para todos nosotros, falleció en la
misma semana en la que yo puse pie en el edificio de Humanidades en donde
él enseñó a algunos de quienes serían mis maestros. Si alguien trazó una im ­
pronta que luego recordaría en mis análisis fue Margarita Pacheco, dedicada
en ese tiempo al estudio de las fiestas cívicas y profundamente comprome­
tida con sus alumnos, así como quien después sería mi director de tesis, el

106
E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

querido Francisco Zuluaga,'3 tan empeñado siempre en que no considerara


obvios los conceptos y el más serio en hacernos entender en sus cursos de
metodología histórica la importancia de las aportaciones historiográficas
del siglo XX. Por su parte, M argarita Pacheco1314 nos mostró la importancia
de los trabajos de E. P. Thompson15 y de historiadores andinos como Marie-
Danielle Demélas16 y Tristan Platt.17
El vacío dejado por Germ án Colmenares me pareció terriblemente
injusto en un momento en que necesitaba reinsertarme en una nueva reali­
dad generada por uno de esos desplazamientos colombianos forzados y que
seguramente me habría proporcionado algo de la seguridad que me faltaba
para seguir adelante. Muchos de sus colegas y amigos sufrieron también su
pérdida y en el ambiente universitario flotaba una especie de pesimismo
bastante palpable.
No obstante, los libros siempre quedan y alguna impronta im por­
tante me dejó el análisis de Las convenciones contra la cultura (Colmenares,
1987), texto que afortunadamente me hicieron leer y analizar para rendir un
examen de homologación, así como su texto en la colección de Historia de
Colombia publicada por el Banco Popular (1983) y el tomo de Popayán de su
Historia económica y social de Colombia (1979).
La otra experiencia que me marcó como historiadora naciente fue
el reconocimiento brindado por Alonso Valencia Llano,18 quien premió mis
esfuerzos de la licenciatura invitándome como ponente a una reunión inter­
nacional del mundo andino, en la que por primera vez pude confrontar mis
conocimientos a una escala mayor y aprender de las experiencias de los que
habían comenzado la carrera varias décadas antes. El encuentro en Quito

13 El conjunto de su obra puede consultarse en la página del Centro Virtual Isaacs dedicada a
su obra.

14 Señalo su importante libro La fiesta liberal en Cali, 1848-1854 (Pacheco, 1992).

15 En particular su famoso texto “ La economía moral de las multitudes” (Thompson, 1993).

16 Historiadora francesa experta en insurrecciones andinas del siglo XIX. Por aquel tiempo habré
leído un artículo suyo muy interesante sobre el darwinismo social en Bolivia.

17 Historiador, antropólogo y lingüista comprometido con la historia de los pueblos andinos.


Es muy conocida su obra Estado boliviano y ayllu andino (1982). En 2006 publicó Qaraqara-
Charka. Mallku, inka y rey en la provincia de Charcas (siglos XV-XVI1) con Thérése Bouysse-
Cassagne, Olivia Harris y Thierry Saignés.

18 Sus publicaciones pueden revisarse en la página web de la Universidad del Valle.

10 7
N a t a lia S ilv a P r a d a

a mediados de 1992 y en C ali en 1993 fueron experiencias fundamentales


para apreciar de cerca cómo se construía la colección Historia de América
Andina, posteriormente publicada por la Universidad Andina Simón Bolívar
de Ecuador.19
Volvamos al tema específico de la cultura política. Para la sistemati­
zación del concepto me fueron de gran ayuda los ensayos de Serge Berstein
(1999) y Antoine Prost (1999), que conocí casi finalizando mi tesis doctoral, y
la importante obra Los espacios públicos en Iberoamérica en la cual participó
Franc^ois-Xavier Guerra (1998). Así, y en un recorrido poco preciso, ya que
los trabajos que me generaron las primeras preguntas provenían del campo
politológico y antropológico (Inglehart, 1988; Welch, 1993; Badie y Hermet,
1993; López de la Roche, 1997/2000) expuse públicamente y por escrito mi
comprensión del concepto en tres artículos publicados casi contemporá­
neamente en el año 2003 (Silva Prada, 2003a, 2003b, 2003d). Considero,
sin lugar a dudas, que ese fue mi primer aporte a un área de estudio apenas
abierto en el caso neogranadino por el libro pionero de M argarita Garrido
(1993), Reclamos y representaciones, y totalmente ausente en la historiografía
novohispana del siglo XVII. Estas comunicaciones escritas fueron precedi­
das en diciembre del año 2002 por la oportunidad que tuve de presentar las
versiones preliminares de estos textos en una conferencia ante los asistentes
a la Primera Reunión de la Cátedra Andina de Historia de Iberoamérica
organizada por la OEI.20
Algunas aproximaciones al tema de estudio que estaba introduciendo
las publiqué un año antes en el artículo “ La ironía en la historia”, en donde
a través de una comunicación epistolar del siglo XVII entre dos religiosos
mostraba cómo el concepto de justicia se encontraba en el centro de los
valores de antiguo régimen y cómo tanto la concepción de la política y del
poder estaban dirigidas a la función pública de la obtención del bien común.
También se destacó el estrecho nexo entre la concepción religiosa del mundo
y la concepción política de la sociedad, característica intrínseca a las socie­
dades del mundo alto moderno, bien ejemplificadas por la historiografía
española de los años ochenta, gran parte de ella deudora de las reflexiones

19 Los volúmenes actualmente publicados son: Lumbreras (ed.), 1999; Burga (ed.), 2000; Garrido
(ed.), 2001; Carrera (ed.), 2002; Maiguashca (ed.), 2003.

20 Organización de los Estados Iberoamericanos para la educación, la ciencia y la cultura. A


este evento fui invitada por mi antiguo maestro, Armando Martínez Garnica, organizador
del mismo.

10 8
E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

de José Antonio M aravall.21 Es curioso que el origen de este artículo fue la


exploración de uno de los tropos del lenguaje, preocupación que me trans­
mitió en sus eruditos cursos doctorales el profesor Elias Trabulse22 y que
posteriormente se convirtió en una nueva ventana para abordar la lectura
de los documentos.
Después del experimento que culm inó con mi tesis doctoral y gra­
cias a mi prim er periodo sabático, en 2004-2005 puede volver a reflexionar
sobre los avances del concepto y de la historiografía del periodo, teniendo al
alcance de la mano las importantes colecciones bibliográficas de la Library
o f Congress en Washington. En ese espacio logré darle los toques finales
a la obra que finalmente saldría publicada en 2007. Siete años después de
su publicación, debo reconocer con orgullo y de manera entusiasta que ha
tenido una amplia acogida y reconocimiento en el medio académico, si
nos atenemos al premio,23 las reseñas (Lorandi, 2008; Rodríguez González,
2008 y 2009; Ruiz M edrano, 2008; Connell, 2009; Giudicelli, 2009; Calvo,
2009; De Lúea, 2010), citaciones24 y observaciones verbales que he recibido
por parte de académicos norteamericanos que he conocido recientemente.
Otra ventaja derivada del periodo sabático que comentaba ante­
riormente me llevó, junto con Riccardo Forte, a pensar en la manera de
profundizar en estas temáticas y de difundirlas en el medio académico, y
fue así como nació la idea de crear un grupo de estudio dedicado a la re­
flexión sobre la historia de la cultura política en Am érica (GEHCPA: Grupo
de Estudio de Historia de la Cultura Política en América). El experimento
fue de gran riqueza para ubicar a otros historiadores latinoamericanos y
latinoamericanistas que trabajaban en contextos diversos, con muchos de
los cuales logramos realizar algunos sem inarios y editar dos obras colecti­
vas cuyo eje temático es la historia de la cultura política en un amplio arco

21 Véase, por ejemplo, Fernández Albaladejo, 1986.

22 Reconocido químico e historiador de la ciencia mexicano con una brillante carrera académica.
Sería imposible reducir su obra a una citación. Su trayectoria intelectual y aportaciones pueden
consultarse en la página de Geo Crítica, 2002.

23 Esta obra (Silva Prada, 2007a) recibió el Premio a la Investigación 2009 otorgado por la
Universidad Autónoma Metropolitana a las investigaciones en todas las áreas del conocimiento
publicadas entre 2007 y 2008.

24 Algunas de estas citaciones pueden revisarse en Google Scholar.

10 9
N a t a lia S ilv a P r a d a

temporal.25 De ese esfuerzo queda testimonio en los libros, Cultura política


en América: variaciones temporales y regionales (Forte y Silva Prada, 2006)
y Tradición y modernidad en la historia de la cultura política (Forte y Silva
Prada, 2009).26
En el periodo de transición entre el final de mi tesis doctoral y la co­
rrección de mi libro La política de una rebelión: Ips indígenasfrente al tumulto
de 1692, nació el tema particular que centra hoy mi atención y que mencioné
al principio del ensayo, el de las formas del disenso político.
En el libro La política de una rebelión planteé la urgencia de estudios
que permitieran la comprensión de la dinámica gobernantes-gobernados y
los intereses de las partes en el proceso de administración del espacio público.
Las búsquedas bibliográficas me fueron acercando, en este caso concreto y
de manera natural, a las variadas formas en las que la esfera pública se iba
constituyendo. Las dinámicas internas se fueron delimitando mediante la
dilucidación de prácticas, entre las cuales fui ubicando la escritura y publica­
ción de pasquines o panfletos anónimos, la difusión de rumores, la predicación
de sermones, las canciones y versos, así como la promoción de profecías.
A partir de la individuación de estas prácticas he comenzado con el
estudio de la naturaleza de los pasquines de tipo político y he continuado
con el estudio de los rumores27y de la promoción de profecías de naturaleza
política.
Así, en los últim os diez años he estado explorando y buscando
comprender la presencia en las calles o en espacios internos de las ciudades
hispanoamericanas del periodo Fíabsburgo de diversas expresiones escritas
de protesta y su inmersión en una sociedad mayoritariamente analfabeta.
De igual manera, he estudiado la circulación oral y en ocasiones escrita de
rumores y profecías. Producto de estas incursiones han sido los textos especí­
ficos que sobre la materia he publicado entre los años 2005 y 2012 en revistas

25 Para el periodo de mi competencia quiero mencionar la importante colaboración de Luis R.


Corteguera, profesor de la Universidad de Kansas, Alejandra Osorio, profesora del Wellesley
College y Patricia Fogelman, profesora de la Universidad de Buenos Aires.

26 Estos dos libros se publicaron como parte de las actividades del Cuerpo Académico de Historia
Institucional y Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Ambos fueron
editados por la Universidad Autónoma Metropolitana y por la editorial Juan Pablos con apoyo
económico del Promep (Programa de la Secretaría de Educación Pública de México).

27 Sobre la mecánica del rumor y su papel en el control de las conductas podemos citar el libro
pionero de Cebados, 2002.
E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

especializadas y libros de Argentina, México, Colombia, Irlanda, España y


Francia: “ La escritura anónima” (2005); “ El disenso en el siglo XVII hispa­
noamericano ” (2006a); “ La pasión y el bien común en la literatura efímera”
(2006b); “ Placer y dolor en la escritura de reclamo político” (2007b); “ La
oposición a la Inquisición como expresión de la herejía” (2008); “Cultura po­
lítica tradicional y opinión crítica” (2009a); “ Irish News in the New Spanish
Kingdoms” (2009b); “ Pasquines contra visitadores reales” (2010); ‘Con piel
de oveja en lo exterior y siendo lobo rapante’” (2012a); “ ‘El año de los seises’”
(2012b); “ Los sueños de expulsión” (2012c); “ Profecía y política” (20i2d).
En la etapa actual de mi carrera como historiadora me he concen­
trado en las diversas manifestaciones del conflicto que llevan a conceder
significado al disenso y de modo particular a las críticas al ser de la política
en la etapa del gobierno español hispanoamericano y a las formas de opi­
nión acerca del deber ser de la política. Este acercamiento busca promover
un nuevo frente de investigación del periodo en estudio e inevitablemente
me enfrenta con conceptos todavía más espinosos que el de cultura política
como los de opinión y esfera públicas.
El estudio de los pasquines hace emerger la importancia de la comu­
nicación política en una época en la que cualquier opinión contraria a las
ideas estatuidas podía considerarse como un gesto de disidencia, connotando
simultáneamente, graves consecuencias para el emisor. Este tema implica
consustancialmente al de la formación de la opinión pública.
En esta fase ha sido fundamental mi acercamiento a la historiografía
euroamericana, en especial a las investigaciones de historiadores ingleses,
españoles, italianos y franceses. Entre ellos los enfoques varían, algunos se
enmarcan en la historia de la cultura política (en especial los ingleses), otros en
la historia de la cultura escrita (los franceses y españoles) y otros en la historia
cultural de la comunicación (los italianos). Este abanico de corrientes me ha
aportado una gran cantidad de ideas y perspectivas de gran utilidad. Para­
lelamente, me han generado mucha envidia, pues la innumerable cantidad
de fuentes a su disposición en los archivos europeos es incomparable a las
que tenemos para el mundo hispanoamericano. Además de las consultas que
comencé en la Library o f Congress en 2004, el año 2008-2009 puede acceder
a una mayor información en fondos bibliográficos italianos, en especial en
la Fondazione Luigi Einaudi y en la Fondazione Filippo Firpo de Turín, es­
tancia complementada en mi regreso a la Library o f Congress en el mismo
año de 2009 y prolongada desde 2011 hasta la fecha.
En algunos de los textos que he publicado en este periodo he disen­
tido de los enfoques de la historiografía latinoamericana. Por una parte,

ni
N a t a lia S ilv a P r a d a

con aquellos autores que han considerado al pasquín como una expresión
de la cultura popular —sin negar que en la apropiación de los textos podía
ser importante el consumo por parte de los sectores no privilegiados y aún,
no alfabetizados— y por la otra, con quienes consideran que el proceso de
formación de una esfera pública y por ende de una esfera de la comunicación
es un producto del racionalismo ilustrado. „
El uso del concepto esfera pública —espacio en donde se da el inter­
cambio de ideas y se describe la materialidad de los lugares en los cuales las
discusiones se desarrollan— ha estado sometido a un álgido debate en los
últimos cincuenta años, entre quienes asumen como una verdad ya probada
los planteamientos iniciales en los años sesenta del siglo XX del filósofo Jürgen
Habermas y quienes consideran de vital importancia revisar, no su ausencia
o existencia a partir de características típicas como la del debate razonado
de ideas, sino las formas que históricamente pudo asumir en las diversas
culturas. Este es el ejercicio que justamente vengo realizando.
En un escrito del sociólogo e historiador colombiano Renán Silva
Olarte el problema se plantea, siguiendo a Habermas, en términos de la
“existencia de una esfera de la comunicación” frente a la “existencia de una
esfera de la información”. Solo la existencia de la esfera de la comunicación
—recíproca y no unidireccional— permitiría el nacimiento de la verdadera
opinión pública. Para Silva Olarte, antes del siglo XVIII solo existiría una
esfera de la información (2003), contradiciendo de alguna manera su impor­
tante aporte en el texto precedente relativo al sermón como forma de comu­
nicación y como estrategia de movilización (2001). Una perspectiva similar
puede verse en el trabajo de Víctor Manuel Uribe-Urán (2000).
Debe tomarse en cuenta que la esfera pública se hacía patente cuando
los escritos críticos —manuscritos o impresos— no solo se perseguían sino
que generaban “guerras” de palabras, tinta y papel, que hacen manifiesto un
proceso comunicativo, es decir, donde la información circulaba en varias di­
recciones: gobierno-disidente(s)-gobierno/disidente(s)-público-disidente(s)
y en varios sentidos: a veces el disidente era parte de las mismas instancias
de policía de donde el censurador podía también resultar censurado. Quien
disentía era, por otra parte, casi siempre, la punta visible de una corporación
o de un grupo de interés. El pasquín —cuya práctica se ha perpetuado hasta
nuestros días— (Silva Téllez, 1986) puede ser analizado como una estrategia
habitual de comunicación en el acto de reclamo político en el periodo del
gobierno hispánico en América, para lo cual resulta urgente ponerlo en un
prim er plano con el fin de revelar su papel en la canalización o externación
de tensiones y en la apropiación contestataria del espacio público.

112
E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

En el periodo borbónico, pero sobre todo en el de los Habsburgo, el


conocimiento de las dinámicas en las que nacían los pasquines es muy escaso
y ha permitido la configuración de un cierto tipo de imaginario. Existe una
fuerte tendencia a pensar la difusión de libelos como un típico producto del
siglo XVIII y muy vinculado al movimiento Ilustrado. En un extremo están
las investigaciones que consideran que la sociabilidad y el debate en el perio­
do colonial —y aún en el XVIII— eran más privados que públicos y que esto
habría impedido el surgimiento de una verdadera esfera pública (Earle, 1997),
y en otro los trabajos moderados que tímidamente declaran un desarrollo
incipiente de una esfera pública en el último periodo colonial (Uribe Urán,
2000; Silva Olarte, 2001 y 2003).
La escritura de pasquines es una práctica muy antigua que no fue
producto ni de la Ilustración ni del nacimiento de la esfera pública, si bien
su difusión masiva —en el caso de los territorios hispanoamericanos— tu­
vo por contexto la inconformidad con el plan reformista borbónico patente
a partir de 1760 y las noticias sobre la revolución americana, la revolución
francesa y el levantamiento de Haití que se materializaron en las guerras de
pasquines de 1780-1781 y de 1794 y 1795, desde el virreinato de Nueva España
hasta el del Río de la Plata.
Rebecca Earle, por ejemplo, defiende la tesis de que la cultura política
de este periodo fue más oral que escrita y que la fuerza del rumor fue más
efectiva que la difusión de las noticias escritas. No obstante lo oportuna que
pueda ser esta observación, no debemos descuidar la importante vinculación
existente entre la cultura oral y la escrita, puesto que no eran manifestaciones
dicotómicas, como lo han mostrado las recientes investigaciones de Peter
Burke y Asa Briggs (2002); M ario Infelise (2002); Filippo de Vivo (2005 y
2007), Antonio Castillo Gómez (2006); y Tim Thornton (2006), por ejemplo.
Los rumores, siempre considerados peligrosos y subversivos, se evidenciaban
en los sermones y en los pasquines y estos a su vez generaban nuevas informa­
ciones orales. En el sugestivo artículo de Renán Silva (2001) se hacía evidente
esta importante y estrecha relación en el temprano siglo XVII. Los escritos
clandestinos de la naturaleza de los pasquines no eran una expresión anec­
dótica del pleitisijio, ellos formaban parte de la configuración que asumió la
vida política en el XVI y el XVII y eran una de las más acudidas expresiones
de la cultura política de la época, la cual se potenció en el siglo XVIII.
El pasquín en sus variadas manifestaciones resulta hoy una especie
de glifo que permite descubrir momentos fundamentales de crítica política
vinculados a los procesos de formación de opinión pública. Igualmente, de­
vela el papel jugado en la exacerbación de tensiones originadas en la defensa

113
N a t a lia S ilv a P r a d a

de las autonomías locales y en el encubrimiento de prácticas contra el bien


común. En varios casos ocurridos en Hispanoamérica entre los siglos XVI
y XVII hemos registrado una interesante conexión entre la publicación de
pasquines y el ejercicio del derecho de la cabeza de la monarquía a la visita
de los funcionarios reales (Silva Prada, 2010).
El estudio de casos en un arco temporal amplio nos ha permitido
apreciar que el uso del pasquín era una práctica política e histórica bien
asimilada entre la población de origen ibérico, y establecer que no era una
novedad derivada del supuesto “nacimiento de la opinión pública en el siglo
XVIII” (Habermas, 1994).
Al adentrarnos en la lógica del significado de lo que era “público” en
los siglos XVI y XVII,28vemos que las críticas nacidas de tensiones sociopo-
líticas eran capaces de generar un ambiente de discusión alrededor de los
sucesos que afectaban la vida de una localidad y que muchas veces llevaban
incluso a modificar las decisiones tomadas desde la Corte real, el Consejo
de Indias o el Supremo Consejo de la Inquisición. Si bien las “opiniones”
tendían a ser acalladas, y esto explica en parte el uso del pasquín, el escena­
rio era mucho más complejo del imaginado hasta hace unos años, cuando
empezaron a ver la luz importantes investigaciones, las cuales han ido mos­
trando la existencia de esferas públicas alternativas a la “esfera burguesa” y
definiciones paralelas del concepto de lo público, no exclusivas al concepto
de lo público vinculado a la “república de las letras”.29
El acercamiento a las circunstancias que dieron origen a escritos pu­
blicados en las paredes de las ciudades con diversas opiniones, injuriosas casi
siempre, son solo la punta del iceberg del fenómeno. Los pasquines nos abren la
puerta a un complejo mundo de movimientos, facciones, sediciones y posturas
sobre el manejo de una corporación o sobre una política específica y permiten

28 Son muy ilustrativos los artículos de Lempériére, 1998 y Schaub, 1998.

29 Las variaciones de la esfera pública burguesa fueron propuestas en trabajos como los de
Arlette Farge, Keith Michael Baker, Daniel Gordon y Sara Mazah, quienes para el caso francés
hacen un llamado a estudiar la opinión pública popular y la opinión pública femenina en el
siglo XVIII. Véase una detallada bibliografía en Ravel (1999). Para el caso americano es muy
sugestiva la discusión y el contrapunto establecido por Thompson (1999). Por otra parte,
muchos historiadores han argumentado la existencia de muchos públicos o de la variación
de lo público y han proyectado la existencia del fenómeno de la opinión pública a un periodo
anterior al de la Revolución Francesa, e incluso se han remontado al comienzo del siglo XVII.
Véanse, Hughes, 1995; Sawyer, 1990; Peacey, 2004; Zaret, 1994 y 2000; Kagan, 1990; Weil, 1995;
Schaub, 1998; Bell, 1994.

114
E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

intuir una agitada vida política, lejana de la tan acudida pax republicana o
del secreto, que habrían contribuido a promover la idea de la inexistencia
de la opinión pública antes del siglo ilustrado. Vale la pena, según recuerda
Ottavia Niccoli, explorar el conjunto de juicios y actitudes comunes por
parte de sectores amplios del público citadino, que pudieron tener un peso
cultural, religioso o político significativo y que se formaron mediante una
variedad de medios de comunicación (2005:14).
Por otro lado, el tema de la opinión pública en el Antiguo Régimen
guarda estrecha relación con la regulación de las relaciones de poder entre
los diversos actores del sistema político, en donde la censura tendía a impedir
que se explicitara el conflicto político. Además, en esa época eran justamente
los conflictos la base del debate, el cual giraba en torno a la administración
del bien común.
Mis últimas reflexiones sobre las prácticas que dinamizaban la po­
lítica durante el periodo Habsburgo americano no pueden obviar la fuerza
de la oralidad, pero no entendida como una práctica desvinculada de la de
la escritura. Es justamente por los registros escritos que sabemos de su exis­
tencia. De esta manera me he acercado a los rumores y a las profecías. Estas
dos prácticas, así como la publicación de pasquines, casi siempre estaban
vinculadas a las noticias de conspiraciones y levantamientos violentos. En
las fuentes que registran estos acontecimientos es en donde es más fácil en­
terarse de su existencia, la cual de otra forma es muy difícil de ubicar en los
catálogos de los archivos.
Profecías, extraños anuncios, predicciones, apariciones monstruosas,
conspiraciones, eran todos fenómenos culturales completamente normales
en el mundo moderno. Igualmente, y como parte de una herencia multicul­
tural, la Hispanoamérica de los siglos XVI al XVIII tiene una viva impronta
de ellos.
Para los historiadores del medioevo y del mundo moderno, la profecía
es una práctica que atañe a la búsqueda de legitimación social y política.30
Por ejemplo, ciertas tradiciones proféticas demuestran la vitalidad de una
cultura política oral autónoma que se revitalizaba en momentos de dificultad
(Thornton, 2006). «
En este sentido, para mí resulta de gran interés recuperar la profecía
como una de las prácticas implícitas a la comunicación política de aquellos

30 Sobre este aspecto la bibliografía es abundante. Véanse, por ejemplo, Niccoli, 1987; Thornton,
2006; Caffiero, 2000; Milhou, 2000; Corteguera, 2003; Castaño, 2003; Rubial García, 2006.

115
N a t a lia S ilv a P r a d a

tiempos, en tanto su aparición no era conspicua ya que formaba parte de las


formas de planificar un mejor futuro y de la interacción política y religiosa.
Lo considero, asimismo, un excelente medio para acercarme al tema
de la publicística. Francesca Cantó nos recuerda cómo desde mediados del
siglo XIX varios estudiosos ya habían señalado el carácter político de las
profecías medievales y subrayado la importancia de la literatura profético-
astrológica en la edad de la reforma protestante.31 Incluso entre los sectores
privados de la instrucción, la profecía podía ser un medio para atraer la
atención y en general la propaganda radical transitaba a través de la profecía
religiosa (Thomas, 1985).
En fechas recientes me he acercado a casos en donde se mencionan
anuncios de tipo profético divulgados por personajes religiosos y laicos
pertenecientes a sectores acomodados y populares. Este aspecto resulta un
espacio poco explorado por la historiografía del periodo colonial. Los casos
deberán tratarse como un todo y no como informaciones curiosas aisladas.
Si bien ya existe una abundante literatura dedicada a las mujeres visionarias,
sobre todo religiosas, y a ermitaños y frailes,32 no se han trabajado para los
virreinatos americanos en clave laica y desde la perspectiva política una serie
de interesantes casos vinculados a problemáticas comunes que marcaron los
siglos XVI al XVIII y en donde la profecía se utilizó como herramienta de
comunicación política.
M i esfuerzo por difundir los avances en el estudio de las profecías y
de los pasquines se ha concretado en mi más reciente publicación, Los reinos
de las Indias y el lenguaje de denuncia política en el mundo Atlántico (2014).
Este libro se ha formado a partir de mis experiencias como gestora de un blog
académico titulado Los Reinos de las Indias en el Nuevo Mundo.

31 Para este tema son útiles referencias los libros de Cantú, 2001; Miegge, 1999; Andrew C. Fix,
1991.

32 Señalo solo algunos ejemplos de una larga lista: Kagan, 1990; Mañero Sorolla, 1994 y 1999;
Zarri, 1977; Caro Baroja, 1978; BilinkofF, 1992; Corteguera y Velasco, 2008; Corteguera, 2003;
Caffiero, 1999 y 2005; Cueto, 1994; Keitt, 2002. En el libro de A. Rubial García (2006) se rescatan
algunos aspectos de las críticas políticas hechas por beatas y beatos de la Nueva España. Para
la América colonial existe una numerosa literatura histórica que recupera casos de monjas,
ermitaños, beatas y beatos falsos y verdaderos, pero son estudios de historia social y de las
mentalidades que casi nunca refieren las relaciones de estos personajes con la vida cotidiana
política local, razón por la cual no los incluyo aquí.

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E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

A este trabajo divulgativo le precedieron otras experiencias en la


década anterior. La primera fue la publicación de un libro de texto universi­
tario de paleografía y diplomática hispanoamericana (Silva Prada, 2001b). El
libro contiene doce sesiones de clase, algunas lecturas y variados ejercicios
paleográficos basados en documentos del Archivo de Indias de Sevilla y del
Archivo General de la Nación de México. El manual —ya agotado—33 me
ha traído muchas satisfacciones inesperadas por la aceptación que ha teni­
do entre docentes y estudiantes de América Latina que lo han incorporado
como libro de texto para sus clases. Esta es una prueba de la necesidad de
difundir nuestras investigaciones a diversos niveles y del impacto que pue­
den llegar a tener.
La segunda experiencia tuvo que ver con la difusión de textos entre
un público joven. Alm a Mejía, una colega de literatura de la Universidad
Autónoma Metropolitana, me invitó a participar en la colección que ella
creó llamada “ Déjame que te cuente”, destinada a acercar a los niños y a los
jóvenes a las obras de literatura e historia de todos los tiempos. En la serie
“Clásicos novohispanos” recuperé la historia de vida de un irlandés quema­
do por la Inquisición en la Nueva España, haciendo uso de su “ discurso de
vida”,34 de los archivos inquisitoriales y de otros papeles como su “cristiano
desagravio”,35 dirigido a los propios inquisidores. En el libro se cuentan sus
aventuras en Europa y las circunstancias que lo llevaron a México, en don­
de pronto cayó en manos del Tribunal de la Inquisición. Se vio envuelto en
prácticas de adivinación, conspiración y denuncias políticas, publicación
de pasquines y defensa de los judeoconversos novohispanos. Su vida termi­
nó en la hoguera, pero dejó múltiples testimonios de su existencia y de sus
composiciones literarias en los manuscritos que escribió en los diecisiete
largos años que pasó en los calabozos de la Inquisición desde 1642 hasta 1659
(Silva Prada, 2009c).

33 En mi nuevo blog, Paleografías americanas, estoy publicando periódicamente una actualización


electrónica de este manual.

34 Expresión usada para conocer el pasado genealógico de los procesados por la Inquisición, de
los que siempre se sospechaba tenían manchas de sangre que afectaban sus creencias católicas.
Hace referencia al “discurrir” de la vida y hoy se ha convertido en una excelente fuente de
reconstrucción biográfica.

35 Así tituló William Lamport un escrito de 38 folios dirigido a los inquisidores para exculparse
por sus agravios, una especie de retractación escrita en la que aspiraba a ser restituido en su
honor y fama. AGN (México), Inquisición, v! 506.

117
N a t a lia S ilv a P r a d a

La última de las experiencias de mi vida me ha convertido en una


blogger de la historia. Hace casi siete años dejé definitivamente a mi país de
acogida y desde entonces y como una vía paralela a la investigación y a la
publicación científica me he dedicado además a la difusión de la historia y a
la creación de un aula virtual a través de un blog estrictamente académico,
Los Reinos de las Indias en el Nuevo Mundo y de#un blog más ligero en el
que se habla de gastronomía histórica llamado Love Cooking, Love History,
huésped del periódico El Tiempo de Bogotá. De manera amena busco acercar
a los lectores a los aspectos curiosos del mundo de la comida, del consumo
alimenticio y de las interesantes prácticas que lo han caracterizado a través
de la historia, haciendo uso de documentos originales y de las numerosas
aportaciones bibliográficas ya existentes.
El blog Los Reinos de las Indias en el Nuevo Mundo se encuentra aloja­
do en la plataforma francesa Hypotheses, una de las plataformas de blogging
científico en ciencias sociales y humanidades más importante de Europa.
Hace tres años, la Biblioteca Nacional de España le concedió la categoría de
publicación periódica mediante la asignación de su correspondiente ISSN.
En este blog se publican pequeñas píldoras sobre el tema del disenso político
en Iberoamérica y ocasionalmente sobre algunos países europeos del mundo
mediterráneo. Los temas claves de los tres últimos años han sido los pas­
quines, las profecías y la proclamación de reyes no legítimos. Los primeros
dos años del blog fueron convertidos en el libro mencionado anteriormente
y tengo el propósito de crear una colección a partir de la publicación de un
volumen cada dos años.
Con estas últimas experiencias cierro este ensayo en el que he podido
reflexionar sobre los avatares de mi propio desarrollo como historiadora y de
la influencia y aporte de muchas personas que se han cruzado en mi camino.
Igualmente, he podido constatar el relevante peso que tiene el background
que se construye mediante la lectura de diversas fuentes historiográficas
consultadas en una gran variedad de acervos, tanto bibliográficos como
archivísticos. No hice especial referencia a mi experiencia personal de pu­
blicación, pero creo que ella trasluce a lo largo del texto. Debo manifestar
un especial agradecimiento por la acogida que mis textos han tenido en los
diversos y variados espacios en donde he enviado mis investigaciones. Ha
implicado muchísimo trabajo, seriedad y dedicación. La ventaja de la m ovili­
dad geográfica obligada por las circunstancias, pero también ocasionalmente
elegida, ha tenido un reflejo muy positivo en mi trayecto como historiadora.
Sin temor a equivocarme, puedo decir hoy que los contactos profesionales y

118
E n c u e n t r o c o n la h is t o r ia c u lt u r a l

las experiencias de vida en diversos lugares han enriquecido profundamente


mi carrera, el amor por la escritura y mi capacidad analítica

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EL O F I C I O D E L H I S T O R I A D O R :
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Y LA H I S T O R I O G R A F Í A D E C I M O N Ó N I C A

José David Cortés Guerrero

En este texto pretendo mostrar, a partir de mi experiencia como historiador,


qué significa formarse como historiador profesional que ha trabajado varios
temas, especialmente el hecho religioso, en un país como Colombia donde el
valor de la historia y el de la memoria rayan en la insignificancia. A modo de
mezcla de taller del historiador y memorias académicas, mostraré el camino
seguido para ser un historiador formado dentro de los métodos, las meto­
dologías, las teorías y los cánones de la historia como disciplina profesional.
Así, es claro que el recuento de la trayectoria personal debe entrelazarse con
la descripción del surgimiento, crecimiento y auge de la historia profesional
en Colombia.

La profesionalización de la historia

La profesionalización de la historia comenzó en Colombia en los albores de


la década de 1960. Varios son los hitos que permiten demostrarlo: el esfuerzo
emprendido por Jaime Jaram illo Uribe para darle ese sentido profesional a
la historia promoviendo la formación disciplinar en el país; la creación de
un departamento o unidad académica dedicado a ese fin en la Universidad
Nacional de Colombia comenzando esa década; la aparición de la revista
Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura (1963), con el objeto
de difundir el resultado de investigaciones históricas (Jaramillo Uribe, 2007;
Tovar Zambrano, 1996).
La profesionalización de la historia tenía, entre otros objetivos, el de
romper con las explicaciones que las academias de historia habían dado desde
comienzos del siglo XX sobre la historia colombiana, en la que se privilegiaba la
historia política tradicional exaltando el papel de las élites políticas, econó­
micas y sociales. Esas explicaciones heredaban las que historiadores decimo­
nónicos como José Manuel Restrepo (1827), José Manuel Groot (1869), Juan
Pablo Restrepo (1885), José M aría Samper (1853,1861,1881), José Antonio de
Plaza (1850), Joaquín Acosta (1848), José M aría Quijano Otero (1872) y M a­
nuel Briceño (1880), entre otros, habían elaborado sobre los primeros años
de vida republicana, constituyendo lo que Germán Colmenares denominó
“prisiones historiográficas” (Colmenares, 1986). De igual manera, a la pro­
fesionalización de la historia y a la investigación histórica relacionada con

131
José David Cortés Guerrero

ella se le querían dar contenidos teóricos, conceptuales y metodológicos. No


es un secreto que en ello tuvo papel importante la influencia de la Escuela de
los Anales, debido a que varios de los primeros historiadores profesionales
colombianos se formaron bajo su sombra.
Siguiendo con lo anterior, puede observarse que comenzaron a apa­
recer estudios de historia económica y social, en detrimento de la historia
política a la que se le relacionaba con la historia de bronce elaborada en las
academias de historia, la cual se decía justificaba el ordenamiento político,
económico y social imperante. De esta forma, durante casi dos décadas,
la investigación histórica en el país, guiada por la profesionalización de la
disciplina, privilegió los factores económico y social dejando de lado otros
de igual importancia. Según Gonzalo Sánchez, se dejó de lado el estudio de
las instituciones que conservaban, por ejemplo, los partidos políticos, la
estructura agraria, la Iglesia (Sánchez, 1993).
La profesionalización delineó lo que se dio a conocer como la nueva
historia de Colombia, que si bien no se conformó como un grupo homogéneo
de historiadores, sí buscó darles forma y diferenciación a las investigaciones
históricas las cuales, como era de suponerse, se distanciaban de las explica­
ciones históricas elaboradas por las academias. Propuestas interpretativas
de la historia de Colombia producidas por la nueva historia, nombre dado
por el poeta Darío Jaram illo Agudelo (1976), pueden verse en dos obras que
aglutinaron a los más reconocidos historiadores profesionales de esa época:
el Manual de historia de Colombia dirigido por Jaime Jaram illo Uribe (1978)
y la Nueva historia de Colombia (1989).
Ahora bien, la década de 1980 significó el comienzo de la fractura
de esa hegemonía, si se quiere, de la historia económica y social, abriéndose
paso la fragmentación temática, muy criticada por historiadores como Jesús
Antonio Bejarano, para quien la investigación histórica en el país había per­
dido su rumbo (Bejarano, 1997). La paradoja de esa fractura, así la critique
Bejarano, es que permitió que aspectos como el hecho religioso fueran exa­
minados desde la historia profesional. Aquí es importante anotar que en esa
aproximación al hecho religioso fue necesario valerse de herramientas que
brindaban la sociología, la antropología, la filosofía, la teología y la historia
del arte, entre otras disciplinas. Esto, obviamente, a historiadores como
Bejarano no les sentó bien, pues decían que las interpretaciones históricas
habían caído en campos especulativos. Sin embargo, para los historiadores
que nos acercamos al hecho religioso sería impensable no valernos de la
sociología de la religión, de la antropología religiosa, de la historia de las
religiones y de la teología.

132
El oficio del historiador: del hecho religioso a la historia comparada

Así como la profesionalización de la historia buscó desplazar inter­


pretaciones tradicionales con la investigación del hecho religioso pasó algo
similar, y es que se quiso ir más allá de las explicaciones que reducían a ese
hecho religioso a la historia de la religión y la Iglesia católicas elaboradas
por integrantes de la misma Iglesia o, en confrontación, por aquellos que
consideraban que tanto religión como Iglesia eran responsables de los males
que padecía el país. A pesar de lo anterior, solo hasta comienzos del siglo
XXI es notorio el interés, aunque infortunadamente no muy creciente, por
la investigación histórica del hecho religioso.
Ahora bien, más allá de las discusiones disciplinares la profesiona­
lización de la historia en el país se ve reflejada en la aparición de programas
de historia de diverso nivel: pregrado,1 maestría2 y doctorado,3 así como la
aparición y consolidación de revistas académicas especializadas en historia.4
De igual forma, la creación de la Asociación Colombiana de Historiadores

1 A mediados de 2015 había programas de historia en las siguientes universidades: del Rosario,
Bogotá; Javeriana, Bogotá; de los Andes, Bogotá; de Caldas, Manizales; Externado de Colombia,
Bogotá; Autónoma de Colombia, Bogotá; Nacional de Colombia, Bogotá; de Antioquia,
Medellín; Nacional de Colombia, Medellín; Pontificia Bolivariana, Medellín; Industrial de
Santander, Bucaramanga; del Valle, Cali; de Cartagena; del Atlántico, Barranquilla; y del
Cauca, Popayán.

2 A mediados de 2015 en las siguientes universidades había maestrías en historia: de los Andes,
Bogotá; Nacional de Colombia, Bogotá y Medellín; Javeriana, Bogotá; del Norte, Barranquilla;
Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja; del Cauca, Popayán; Tecnológica de Pereira;
del Valle, Cali; de Antioquia, Medellín; Industrial de Santander, Bucaramanga.

3 Estas son las universidades, que, a mediados de 2015, ofrecían doctorados en historia: Nacional
de Colombia, Bogotá y Medellín; de los Andes, Bogotá; Pedagógica y Tecnológica de Colombia,
Tunja; Industrial de Santander, Bucaramanga.

4 Anuario Colombiano de Historia Social y de ¡a Cultura, Universidad Nacional de Colombia,


sede Bogotá; Historia y Espacio, Universidad del Valle; Historia Crítica, Universidad de los
Andes; Anuario de Historia Regional y de las Fronteras, Universidad Industrial de Santander;
Historia y Memoria, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja; Fronteras de
la Historia, Instituto Colombiano de Antropología e Historia; HiSTOReLo, Revista Digital,
Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín; Memoria y Sociedad, Universidad
Javeriana, Bogotá; Historia y Sociedad, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín;
Historia Caribe, Universidad del Atlántico, Barranquilla; Revista Trashumante, Universidad
de Antioquia y Universidad Autónoma Metropolitana, Cuajimalpa, México; El Taller de la
Historia, Universidad de Cartagena. Sin contar revistas más amplias como Historia de la
Educación Colombiana, Universidad de Nariño, Pasto.

133
José David Cortés Guerrero

y la realización de los congresos colombianos de historia, han generado es­


pacios de discusión para el cada vez más grande gremio de historiadores.
Aquí debe anotarse una gran paradoja, y es que a pesar del incremento en
los indicadores que muestran el auge de la profesionalización de la historia
en el país, desde comienzos de la década de 1990 se abandonó la enseñanza
de la historia, en el sentido de que no era obligatorio hacerlo, en las escuelas
y colegios de Colombia, lo que tuvo como consecuencia la pérdida de una
mínima cultura histórica por parte de los estudiantes colombianos.

La historia del hecho religioso en Colombia

Al comenzar la década de 1990, el estudio del hecho religioso en el país se


reducía casi exclusivamente al estudio de la Iglesia católica como institución,
es decir, al de los administradores de lo sagrado (Caillois, 1942; Eliade, 1967;
Weber, 1944). Esto se debía, esencialmente, a la tradición católica en el país.
En ese estudio pueden verse dos grandes tendencias: la apologética, en la que
se ensalzaba el papel que supuestamente había cumplido la Iglesia, como ins­
titución, por el bien del país. Allí destacaban, esencialmente, eclesiásticos o
laicos comprometidos con la institución. Incluso, en el clero regular podemos
afirmar que casi todas las comunidades religiosas tenían en su interior un
“ historiador o ficia l”. Por ejemplo, Juan M anuel Pacheco en los jesuitas,
Alberto Ariza entre los dominicos, Luis Carlos M antilla entre los francis­
canos. Esta tendencia seguía la línea explicativa de obras decimonónicas
escritas en medio del fragor de las reformas liberales y radicales del siglo
XIX (Groot, 1869; Restrepo, 1885). Es decir, continuaban el eje explicativo de
acuerdo con el cual el peso y la importancia de la construcción nacional re­
caían sobre la religión y la Iglesia católicas. En ese sentido, también se valían
de las explicaciones hispanistas que tuvieron mucha fuerza en la segunda
mitad del siglo XIX, para las que la religión, junto con el idioma, parecían
ser las bases fundamentales de la identidad nacional y del sentido de la his­
toria común de los colombianos (Arboleda, 1869; Vergara y Vergara, 1867).
La otra tendencia, con rasgos de diatriba, mostraba a la Iglesia y
religión católicas como responsables de los males del país. Esta línea inter­
pretativa también hunde sus raíces en la historiografía liberal del siglo XIX,
en la que los publicistas, más como hombres públicos y políticos comprome­
tidos con los proyectos liberales, explicaron, inmersos en la leyenda negra
contra España, que la Iglesia católica era la responsable, junto con el legado
español dejado por tres siglos de dominio colonial, del atraso y la barbarie
colombianas (Samper, 1853).

134
El oficio del historiador: del hecho religioso a la historia comparada

Es importante indicar que las universidades públicas poco o nada


tenían que ver en el estudio del fenómeno religioso, y cuando sí, se optaba
por la tendencia que criticaba ese fenómeno, aludiendo a una esquemática y
burda interpretación de la frase “ la religión es el opio del pueblo”. Esto tiene
varias explicaciones. Se ve a historiadores de tendencia liberal o de izquier­
da, sobre todo desde la década de 1960, que consideraban que la Iglesia y la
religión aprisionaron mentalmente a la población, y, si se permite la expre­
sión, la enajenaron (Betancourt, 2007). De esta forma, y con una tendencia
anacrónica exaltada, parecía que todo en la historia de la Iglesia católica, para
mencionar solo ese caso, estaba atravesado por la Inquisición,5 como si los
siglos XIX y XX fueran lo mismo que el mundo colonial y como si este fuera
homogéneo. Esto significa que, por diversos motivos, muy ideologizados,
muy politizados, y poco académicos, las explicaciones generales y esque­
máticas que se tienen sobre la historia del país parecieran estar atravesadas
por una visión reducida del papel que tuvieron la religión e Iglesia católicas.
Así, en lugar de revisar detalladamente los procesos históricos y valorar su
complejidad, las interpretaciones de la historia del país se reducen a una
visión negativa de lo sagrado y sus administradores.
Siguiendo con lo anterior, es claro que desde una perspectiva de la
historia profesional el estudio del hecho religioso debía desprenderse ini­
cialmente de esas dos grandes tendencias, no solo totalizadoras sino esque­
máticas. Sin embargo, eso no fue fácil por varios motivos: primero, por lo
que podría llamarse un momento de transición. Las universidades y centros
de formación de historiadores profesionales no contaban con profesores
especialistas en el estudio del hecho religioso, y si los había eran vistos no
como académicos sino como profesantes de una fe que empleaban los es­
pacios educativos para hacer misión religiosa. De esta forma, fue necesario
el surgimiento de otra generación de historiadores profesionales, el relevo
generacional necesario, para que el estudio de la historia del hecho religioso
pudiera desprenderse de los prejuicios existentes. Esto es de reciente datación,
de comienzos del siglo XXI.
Un segundo aspecto es la dificultad para salirse del objeto de estudio
que había sido pceviamente definido. Me explico. A principios de la década
de 1990 se entendía por hecho religioso casi que exclusivamente la religión

5 Casualmente, en varios eventos en donde he presentado trabajos sobre el siglo XIX, me han
preguntado por los crímenes de la Inquisición, con un matiz tan limitado que en el mismo
tono de la pregunta se nota no solo la ignorancia sobre esa institución, sino también el odio
por lo sagrado.

135
José David Cortés Guerrero

e Iglesia católicas, por lo que quienes se avocaban a su estudio deberían


desprenderse de las discusiones, más que académicas, ideológicas, que
dicho tema despertaba. De igual manera, con la Constitución Política de
1991 el incentivo por el estudio del hecho religioso se amplió, aunque con
dificultades, pues abrir el campo de acción de ese hecho requería la forma­
ción profesional previa, casi inexistente en ese rpomento en el país. Todo
lo anterior va dirigido a explicar que estudiar el hecho religioso desde la
óptica de la profesionalización disciplinar no solo es reciente, sino que
tropezó con las dificultades inherentes a la ampliación de los campos de
acción investigativa.

La experiencia personal

No quiero hacer un recuento exclusivo de mi experiencia como historia­


dor, desde la formación profesional hasta hoy, sino a partir de ese recuento
reflexionar sobre el oficio de historiador en el país. Es decir, a partir de un
caso, el mío, preguntarme por lo que significa ser historiador profesional en
Colombia dedicado al estudio del hecho religioso.
Mi interés inicial no era la historia. Por diversos motivos —presión
familiar, presión social, la idea de que hay carreras más importantes y acep­
tadas que otras— me incliné por estudiar ingeniería mecánica en la Universi­
dad Nacional de Colombia. Sin embargo, muy temprano observé que eso no
era lo que quería, no solo como profesional, sino en toda mi vida. Así, antes
de la mitad de la carrera deserté, pues tenía alguna claridad de que deseaba
estudiar historia.6 En la segunda mitad de la década de 1980 en las univer­
sidades públicas bogotanas no se ofrecía historia, siendo lo más cercano la
licenciatura en ciencias sociales en la Universidad Pedagógica Nacional.
A comienzos de la década de 1990, esa licenciatura de ciencias so­
ciales ofrecía un programa abigarrado de historia y geografía con retoques
de economía, pedagogía, filosofía, ética y sociología. Esto, a diferencia de lo
que puede creerse, me fue muy útil, pues me permitió acercarme de manera

6 El mío es lo que se llama un caso de deserción temprana institucional, es decir que se presentó
antes de mitad de la carrera y hubo, además, un cambio de programa educativo y de institución
universitaria. Cfr. Deserción estudiantil en la educación superior colombiana. Metodología de
seguimiento, diagnóstico y elementos para su prevención. Ministerio de Educación Nacional.
Bogotá. 2009: 23-25.

136
El oficio del historiador: del hecho religioso a la historia comparada

profunda a los procesos históricos de Colombia y América Latina.7De acuer­


do con el esquema clásico de ubicar los procesos históricos en una línea del
tiempo, primero examinamos, en los casos de Colombia y América Latina,
el mundo prehispánico, luego la Conquista y la Colonia, para terminar con
la República (siglos XIX y XX). En perspectiva, y con la mirada que dan tanto
el tiempo como el sosiego, varios son los aportes relevantes de la licenciatura
en mi formación.
Como ejemplo está el conocimiento de los procesos históricos, tal
como lo mencioné atrás. El hecho de aproximarse a la historia de espacios
específicos, por ejemplo, Colombia, permitió el conocimiento de los pro­
blemas históricos, la historiografía relevante, los vacíos existentes en cuan­
to a tópicos de investigación, las preguntas pertinentes que era necesario
responder. A llí tuve mi primer contacto con los historiadores clásicos de la
historia profesional colombiana.8Fue allí donde leí dos libros que marcaron
mi formación como historiador, aun cuando en ese momento no lo supe. Me
refiero a Las convenciones contra la cultura de Germán Colmenares (1987)
y El pensamiento colombiano del siglo XIX de Jaime Jaram illo Uribe (1964).
Igualmente conocí un texto que llama la atención sobre los vacíos historio-
gráficos sobre la primera mitad del siglo XIX, escrito por M aría Teresa Uribe
y Jesús M aría Álvarez (1987). Además, tuve acceso a autores como Gonzalo
Sánchez y Donny Meertens (1983), Renán Vega Cantor (1988), D arío Be-
tancourt (1991), entre otros.9En cuanto a los asuntos que me atraerían más
tarde, pude conocer obras de Jorge Villegas (1977), Fernán González (1977)
y Christopher Abel (1987).
Sin embargo, mi prim er interés investigativo como historiador en
formación fue La Violencia.10 Como suele suceder, me dejé obnubilar no
solo por lo más reciente en mi formación profesional (recordemos la línea
del tiempo según la cual en los últimos semestres de la carrera se estudian

7 A diferencia de hoy, cuando los programas de formación de docentes de ciencias sociales


carecen de una aproximación profunda a la historia, privilegiando la pedagogía.
4
8 Al aludir a clásicos me refiero, entre otros, en el mismo sentido que lo hace Italo Calvino, es
decir, a los textos que ejercen influencia tanto en el individuo como en el colectivo (Calvino,
1993)-
9 Varios de mis profesores eran egresados de las primeras promociones de la maestría en historia
de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, creada en 1984.

10 Con ese nombre se conoce el periodo comprendido, más o menos, entre 1945 y 1965.

137
José David Cortés Guerrero

los tiempos recientes), sino porque para esa época la llamada violentología11
estaba en pleno furor y porque el plan de estudios hacía mucho más énfasis
en el siglo XX que en el XIX o la Colonia. En el estudio de La Violencia me
preguntaba, siguiendo la “moda” o tendencia que significaron las mentalida­
des, por las mentalidades religiosas durante esa Violencia. Las formas como
se acudía a símbolos religiosos y a la religiosidad para justificar la elim ina­
ción del contrario llamaron mi atención.1112 Sin embargo, al final dediqué mi
primer esfuerzo de investigación, la monografía de pregrado, a un hecho
muy trabajado para ese momento, El Bogotazo. Me preguntaba por todas
las mentalidades que pudieron fluir ese día de abril de 1948.
Revisando mi formación profesional en perspectiva, y desde mi acti­
vidad como docente, cuando en mis cursos de maestría y doctorado recibo
estudiantes provenientes de la licenciatura en ciencias sociales noto las di­
ferencias. Si bien han pasado más de veinte años, me preocupa y cuestiona
la carencia de “cultura histórica” en cuanto a conocimientos históricos e
historiográficos de esos estudiantes. No solo desconocen los procesos, sino
que no tienen referencias sobre los historiadores colombianos cuya produc­
ción es base de la disciplina histórica en el país. Pero hay explicaciones para
ello. Los programas curriculares de ciencias sociales erradicaron a la histo­
ria como disciplina, dejándola como un elemento accesorio. Además, como
se mencionó, desde hace más de dos décadas la clase de historia perdió su
obligatoriedad en los colegios y escuelas, siendo potestativo de ellos tenerla
o no. Así, los profesores de historia no parecen necesarios en la formación
básica y media.
Ingresé a la Maestría en Historia de la Universidad Nacional de C o ­
lombia, sede Bogotá, en 1993. Era la quinta promoción y el programa se ofrecía
cada dos años. El programa académico, a diferencia de hoy, era rígido y no
había la posibilidad de escoger entre una gran variedad de cursos. Pero ello,
a pesar de lo que podría creerse, fue positivo, pues me permitió centrarme en
la historia como disciplina. Así, pude dedicarme a la historiografía colom­
biana (colonial y republicana), a la investigación en historia y a los procesos
históricos y a la teoría de la historia, sin descuidar la aproximación con otras

11 Nombre casi coloquial con el que se denominó a los estudios sobre La Violencia en Colombia.

12 Para esa época, comienzo de la década de 1990, había muy poco sobre el tema. Destacan los
textos de Rodolfo de Roux (1981). Era la literatura la que mejor expresaba la relación Iglesia-
religión-violencia bipartidista, por ejemplo, Caballero Calderón (1952), Silvia Galvis (1991).

138
El oficio del historiador: del hecho religioso a la historia comparada

disciplinas como la antropología. Fue así como se planteó el proyecto de


investigación para la tesis.
Con la influencia del pregrado decidí proponer como tema de inves­
tigación las mentalidades religiosas en la época de La Violencia en Boyacá.
Y digo influencia por dos motivos: la fuerte incidencia de los historiadores
especialistas en el siglo XX como docentes y la moda de las mentalidades que
se pavoneaba por las universidades colombianas.13 Hay además otro factor
que influye mucho en la decisión de los temas de investigación, pero que
pocas veces se reconoce: la experiencia de vida. Pertenezco a una familia
de migrantes campesinos a la ciudad, con fuertes tradiciones religiosas. Mi
padre y su fam ilia fueron perseguidos durante La Violencia y en él siempre
vi una adhesión casi sagrada al Partido Liberal.
En la propuesta inicial de tesis de maestría deseaba rastrear las men­
talidades religiosas presentes en La Violencia; el empleo de los símbolos re­
ligiosos como Cristo Rey, y el papel de la Iglesia católica en ese periodo. Me
cuestionaba el fervor religioso, rayando casi que en el fanatismo, muy ligado
con la eliminación del oponente como solución al conflicto. Esa paradoja
llamaba mi atención.
Fue en un seminario de investigación donde al exponer mi proyecto
de tesis, un violentólogo y profesor de la maestría, Carlos Miguel Ortiz, me
propuso indagar por las raíces de la intolerancia que permeaba el discurso
religioso en Boyacá. Así, al retroceder en el tiempo me encontré con la fun­
dación de la diócesis de Tunja en 1881, pero más importante, con el siglo XIX
colombiano, al cual ya me había acercado como estudiante en el pregrado.
De esta forma, ese espacio temporal se convirtió en el que dedicaría mis
esfuerzos investigativos por más de dos décadas.
Un principio fundamental en la investigación es que ella se haga en
comunidades científicas. En ese sentido, fue importante la conformación de
la línea de investigación en historia de las religiones en el Departamento de H is­
toria de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá. Con la dirección
de Ana María Bidegain se pretendía estudiar las corrientes político-religiosas
en el catolicismo colombiano, y ese fue un paso importante porque, por lo
menos para el siglo XIX, fueron detectables tres de esas corrientes: la utópica,
la liberal y la intransigente.

13 Los textos de Michel Vovelle (1985,1989) eran manuales obligados de consulta. Para esa época,
estos son algunos de los textos colombianos que aludían a mentalidades: Vega y Aguilera,
1991; Uribe Celis, 1992; Arango, 1993.

139
José David Cortés Guerrero

En la tesis de maestría, en el espacio de la diócesis de Tunja, mezclé


dos tópicos que me interesaban: las mentalidades religiosas por lo que expli­
qué antes de la aproximación a la historia de las mentalidades; y la historia
política relacionada con el hecho religioso a partir de la intransigencia. En
esa tesis se demostró cómo en un espacio regional de carácter eclesiástico,
la diócesis de Tunja, confluían discursos que estaban relacionados no solo
con las dinámicas propias de ese espacio geográfico, sino también con los
escenarios nacional y mundial.14 De esta forma se demostró que la Regene­
ración no podía entenderse sin comprender procesos históricos como los
que vivía Occidente en relación con la Iglesia católica y el Vaticano. Lo cual
indicaba también que la Iglesia como institución no podía seguir siendo
entendida como un actor aislado, pues su centro no se encontraba en el país
sino en la Santa Sede.
De igual manera, se demostró que la Regeneración no podía seguir
siendo entendida como un proceso en el que la Iglesia como institución
controlaba a los políticos. Fue, mejor, un régimen de cristiandad en el cual
esa institución pudo aproximarse a la sociedad por medio del Estado, que
puso a su disposición escenarios como la educación, el control poblacional,
el manejo de la pobreza por medio de la caridad, entre otros.15
Con la investigación para la tesis, y la tesis misma, fueron más las
inquietudes que surgieron que las preguntas que se respondieron. Unas
dudas tenían que ver con los supuestos sobre la Regeneración, y otras con
los procesos históricos precedentes, es decir, el dominio liberal en el país,
pues se afirmaba que la Regeneración surgió como reacción al reformismo
liberal de mediados del siglo XIX. Por ello, el paso siguiente era estudiar
ese periodo para repensar y replantear las interpretaciones que sobre él se
habían elaborado.

14 Para mí, desde el principio fue claro que cada tema de investigación tiene espacios y tiempos
que le son específicos. Así, a pesar de investigar historia política, sabía que no podía limitar el
tiempo al de esa historia política, por ejemplo, la Regeneración y la hegemonía conservadora,
sino que debía moverme en el tiempo propio de la diócesis, y ello me llevó al año de su creación
y puesta en marcha, 1881. Igual sucedía con el espacio. No podía limitarme a, por ejemplo, el
departamento de Boyacá. Tenía que estudiar el espacio propio de la diócesis, definido en el
momento de su creación.

15 Resultado de esta investigación es el libro Curas y políticos, que en 1997 mereció el Premio
Nacional de Historia del Ministerio de Cultura. Los jurados del premio (Anthony McFarlane,
Aída Martínez Carreño y Eduardo Posada Carbó) consideraron que la obra contenía una
novedosa interpretación de la Regeneración. Cfr. Cortés, 1998.

140
El oficio del historiador: del hecho religioso a la historia comparada

Siguiendo con lo anterior, mi tesis doctoral se centró en las reformas


liberales de mediados del siglo XIX. Desde el principio noté que las inter­
pretaciones sobre ellas seguían basándose en las que hicieran tanto liberales
como conservadores en el siglo XIX, y que los historiadores del XX habían
reproducido sin juicio ni criterio. Y también observé muchos vacíos inves-
tigativos. Veamos por partes.
Los publicistas e historiadores liberales de mediados de siglo XIX
mostraron las reformas liberales como las que conducirían al país al progreso
y la civilización en contravía de las estructuras materiales y mentales que
habían quedado desde el dominio colonial español y que la Independencia
no había logrado romper. En ese sentido parecía que tanto las estructuras
materiales como la sociedad en general, incluyendo la élite dirigente, se trans­
formarían por el impulso liberal de las reformas. Así, los historiadores del
siglo XX han indicado que, en efecto, esas reformas movieron al país hacia
adelante como si del progreso indefinido se tratara, y cuando la evidencia
indicaba que el reformismo se estancó o fracasó se responsabilizó de ello a
factores externos y conservadores, por ejemplo, la Iglesia católica.
Siguiendo con lo anterior, los historiadores conservadores del siglo
XIX construyeron su discurso histórico en contravía del elaborado por los
liberales. Para ellos, las reformas liberales de mediados del siglo XIX preten­
dían romper con la tradición histórica del país consistente en la base moral
que la Iglesia y religión católicas habían asentado durante la Colonia. Así,
elaboraron su interpretación histórica en contravía y oposición de la que
escribían los liberales. Esta lógica de oposición resulta comprensible en la
medida que se requería tener un contrincante con el cual discutir modelos
políticos y sociales, y porque además permitía elaborar una actitud de defensa
ante el embate liberal. Además, ese sistema binario de confrontación entre el
bien y el mal facilitaría que la población entendiera con mayor facilidad los
estragos que traería, supuestamente, el reformismo liberal.
En cuanto a los vacíos, fueron varios los encontrados. Lo paradójico
es que muchos de ellos obedecen, más bien, a las interpretaciones que se han
dado por sentadas y que fueron elaboradas desde el siglo XIX. Así, algunos de
los temas abordadosjio es que fuesen inéditos, sino que sus interpretaciones,
insisto, obedecían a las prisiones historiográficas del XIX. La primera de ellas
se relaciona con las reformas mismas. Como se ha mencionado, ellas han sido
sobrevaloradas por los historiadores de ese siglo, tanto liberales como conser­
vadores, y por las generaciones posteriores. Pero más allá del sobredimensio-
namiento de las reformas, algunos puntos nos indican que en su estudio los
vacíos son varios. El primero consiste en que las interpretaciones sobre esas

141
José David Cortés Guerrero

reformas, elaboradas desde el siglo XIX, se han aceptado sin mayores discu­
siones contribuyendo, incluso, a reforzar la división del tiempo que desde el
XIX se ha elaborado para la historia colombiana. El segundo radica en ver
esas reformas como primigenias, originales, punto de partida de la presunta
transformación del país. Esto obedece a la interpretación decimonónica que
indicaba que ellas eran el punto cero de la historia colombiana republicana
(Samper, 1853). Una visión que impide ver que muchas de esas reformas ya
habían sido aplicadas, incluso en la Colonia, y otras estaban cimentándose
en los primeros años republicanos, es decir, se pierde la mirada de mediana
y larga duración. Y, además, como lo denunciaron en su momento Álvarez y
Uribe, dejó en la mayor orfandad investigativa las primeras décadas de vida
independiente (Uribe de Hincapié y Álvarez, 1987:11-12).
Una segunda prisión historiográfica que se relaciona con vacíos
investigativos está vinculada con las ideas y conformaciones políticas de
mediados de siglo XIX. Así, si se habla del papel político, social y económico
que pudo tener la Iglesia católica y las formas como se reconfiguró a medida
que la institucionalidad política se transformaba, es necesario aludir no solo
a las ideas políticas, sino también a las instituciones en las que ellas pudieran
tomar forma: partidos políticos, asociaciones, Estado. Pero la historia de las
ideas políticas en Colombia poco ha trascendido la obra de Jaram illo Uribe
(1964). Y si hablamos de los partidos políticos se acepta la historia formal
de los mismos, indicando, por ejemplo, su año de nacimiento y su historia
vinculada con las administraciones públicas, de tal forma que constituyen
historias apologéticas (Puentes, 1942; Molina, 1970). Además, se acepta la
afirmación de que la gestación de los partidos políticos se ubica en la guerra
de los supremos. Aquí cabe la pregunta de qué pasó en la década de 1840
en cuanto a las ideas políticas y a la conformación primigenia de las colec­
tividades políticas, pues parece la idea providencial de que los programas
publicados en El Aviso (1848) y La Civilización (1849) surgieron de la nada y
sus contenidos no tenían raíces, y las ideas allí plasmadas no provenían de
parte alguna.
La tercera prisión alude a la Iglesia como institución. Si bien la se­
paración Estado e Iglesia se decretó en 1853 y buena parte de las reformas de
mitad de siglo afectaron el poder económico, político y social de esa institu­
ción, debe recordarse que la Iglesia es supranacional y obedece a la cabeza de
una jerarquía que se encuentra fuera del país. Es decir, entender la reacción
de la Iglesia ante las reformas obedece no solo a las dinámicas nacionales,
incluyendo las locales y regionales, sino también a las que se presentaban,
sobre todo, en Occidente. Además, guste o no, la Iglesia es la única institución

142
El oficio del historiador: del hecho religioso a la historia comparada

existente desde la Colonia, por lo que su estudio en la larga duración es más


que obligatorio. De esta forma, y en cuanto a la Iglesia en el orden republica­
no, limitarla a las reformas de mitad de siglo no permite ver, por ejemplo, su
dinámica desde que el Vaticano aceptó la Independencia de la naciente repú­
blica en 1835 o cómo se configuró a partir de que el naciente Estado decidiera
heredar el patronato y convertirlo en una institución republicana en 1824.
Lo anterior es importante porque muestra cómo la Iglesia como institución
se reconfiguró desde la Independencia. La sola aceptación de la misma por
parte del papa significó, entre otros aspectos, debilitar la posibilidad de una
Iglesia alejada de Roma como lo planteó el modelo del galicanismo.
Además de estos tres ejes gruesos, hay otros temas importantes para
nuestro interés investigativo y que estaban prácticamente sin investigar. El
primero de ellos era el de la tolerancia y libertad religiosas. La Constitución
Política de 1853 había decretado esa libertad. En 1856 se estableció en el
país continental la primera Iglesia no católica, la presbiteriana. Y hablo de
continental pues aún está por hacerse la historia de la misión bautista en el
archipiélago. Desde la Independencia se abrió la posibilidad de tolerancia y
libertad religiosas por diversos motivos, algunos de ellos muy prácticos co­
mo la puesta en marcha de tratados de comercio con países cuya población
no era católica. Sin embargo, la historia de la presencia de denominaciones
religiosas diferentes a la católica en el siglo XIX es casi inexistente, a pesar
de que las condiciones legales lo permitían (Figueroa, 2009).
El siguiente grupo de asuntos que poco o nada se han investigado
tiene que ver con el supuesto procedente desde el siglo XIX, erróneo, claro
está, de la incompatibilidad entre el liberalismo, ya sea como ideario o como
colectividad política, con el catolicismo. Dicha incompatibilidad la argu­
mentaban y defendían tanto la Iglesia católica como sectores conservadores
amparados, entre otros, en el Syllabus Errorum Prohibitorum promulgado
por Pío IX en diciembre de 1864. Sin embargo, esa presunta incompatibilidad
fue esencialmente discursiva, pues estos sectores buscaron apropiarse de los
lemas, no tanto del ideario y del contenido, del liberalismo. Ejemplo de lo
anterior son las discusiones por el lema “ libertad, igualdad y fraternidad”
en las que un personaje como Manuel M aría Madiedo quiso involucrar no
solo al catolicismo sino también al conservatismo. Igualmente puede verse
la discusión por la república como forma de gobierno compatible con el con­
servatismo al que se le relacionaba con la monarquía (Arboleda, 1869). Más
allá de estos ejemplos, es de resaltar que las discusiones que se presentaron
por los escenarios en los cuales los distintos sectores políticos y sociales
deberían desenvolverse aún no han sido abordadas en investigaciones

143
José David Cortés Guerrero

sistemáticas. Seguimos creyendo que, en efecto, el mundo era tal como nos
lo representaron algunos historiadores y publicistas decimonónicos, es decir
binario y, si se quiere, maniqueo.
Otro asunto tenía que ver con la aparición de derechos y garantías
individuales inherentes al proyecto de formación de la ciudadanía. En la
Constitución Política de 1853 quedó legislado, entje otros derechos, el su­
fragio universal. Este tópico es importante porque muestra cómo el pueblo
asumía la soberanía y obtenía para sí un principio vinculado con la liber­
tad de conciencia. Este punto es importante porque ejemplifica el ideario
liberal de mediados de siglo XIX no ha sido estudiado con la importancia
que merece. Además, está vinculado con problemas de larga duración y
estructurales como lo son la creación de un Estado laico y la formación de
una sociedad secular.
Como sucedió años antes con la tesis de maestría, el ejercicio docto­
ral, además de responder algunos interrogantes me planteó muchos más. Así,
en la estrategia investigativa que fui construyendo con el tiempo, el siguiente
paso era buscar las respuestas a esas preguntas, por lo que me dirigí a los
primeros años republicanos y la Independencia. Con motivo del Bicentenario
de la Independencia fui apoyado por la Universidad Nacional de Colombia
para una investigación sobre el papel de las ideas religiosas en el proceso
emancipador. La idea inicial era trabajar desde finales del siglo XVIII hasta
mediados del XIX momento en el cual, ya en la República, el Estado y la Iglesia
se separaron. Sin embargo, varios aspectos de esa investigación me hicieron
reflexionar no solo sobre el papel de las ideas religiosas en la Independencia,
sino sobre cómo se estaba estudiando el papel de la Iglesia y de la religión en
la historia colombiana, por lo que el campo de estudio se redujo hasta 1835,
año en el que la Santa Sede aceptó la Independencia de la Nueva Granada.

El ejercicio historiográfico

Uno de los escenarios en los que el historiador se mueve, además de la in­


vestigación de los procesos históricos, es el de la historiografía. Parece una
verdad más que evidente, pero son pocos los historiadores que reflexionan
sobre la forma cómo se ha escrito la historia y sobre cómo se han abordado
los asuntos que cada quien investiga.
Comenzando la década de 1990 no se conocían balances historiográ-
ficos sobre el fenómeno religioso en Colombia. En 1996 publiqué el primero
de los balances sobre la Iglesia católica en el país y me pareció pertinente
agrupar las obras por el lugar de producción o enunciación (Certeau, 1999).

144
El oficio del historiador: del hecho religioso a la historia comparada

Así, se determinaron los textos de acuerdo a si habían sido producidos por


la Iglesia, laicos comprometidos, la producción liberal y las nuevas visiones
sobre la institución (Cortés, 1996). En 2010 publiqué el segundo de los ba­
lances sobre la temática. Centrado esencialmente en el siglo XIX, desde la
Independencia, pretendía enfatizar la producción que se había elaborado
desde ese siglo hasta la actualidad sobre el fenómeno religioso en Colombia
(Cortés, 2010). Lo importante es que para esa fecha ya habían aparecido
otros balances que indagaban por la producción académica sobre el hecho
religioso en Colombia, lo cual puede ser entendido como ejemplo de aumen­
to no solo en el interés por el estudio de ese hecho en el país, sino también
de la reflexión sobre la producción historiográfica (Grupo de Investigación
Religión, Cultura y Sociedad, 2001; Arias, 2003; Plata, 2010; Figueroa, 2010).
Para mí esto es satisfactorio, pues soy consciente de haber iniciado el camino
de reflexión historiográfica sobre la materia.
Pero más allá del aumento en el número de los balances lo que sig­
nificaría, supuestamente, el incremento en las publicaciones sobre el hecho
religioso, es útil preguntarse por el estado actual de la producción académi­
ca. Es indudable que la religión e Iglesia católicas ya no acaparan el interés
investigativo, que no necesariamente se ha dirigido al estudio de fenómenos
como las otras religiones monoteístas, sino que también se ha diversificado
hacia otras formas del creer. Ahora, más allá de esto la fragmentación sigue
imperando. No hay diálogos entre investigadores, los resultados de inves­
tigación publicados no son reseñados, debatidos ni respondidos. Esto, no
obstante, es común a todos los temas de investigación histórica en el país.
Al hablar de fragmentación no me refiero exclusivamente a la te­
mática, considero que si bien el estudio monográfico es importante porque
permite conocer casos puntuales, la simple sumatoria de esas monografías
no me facilita elaborar una visión de conjunto. Esta visión es importante
porque incluye el ejercicio sistematizador de la producción, lo cual permite
cuestionarse sobre el estado actual de esa producción mostrando los puntos
sobre los cuales se ha trabajado y otros que siguen constituyendo vacíos. Es
decir, además de los trabajos puntuales de corte monográfico es importante
reflexionar por la«totalidad.
Ahora bien, mi reflexión historiográfica no se reduce al hecho reli­
gioso. Al estudiar el siglo XIX noté la necesidad de estudiar las formas de
escritura de la historia. Esto suponía, por lo menos, dos caminos. El prim e­
ro es el de indagar por formas de escritura de la historia en el XIX, mucho
antes de la profesionalización de la disciplina. Esto significa preguntarse
por las maneras como se entendía la historia en ese siglo, alejadas del rigor

145
José David Cortés Guerrero

cientificista que quiso dársele desde la década de 1960. No quiero decir que
este ejercicio no se hubiera hecho con anterioridad, pero se limitaba a lo que
llamo la historia canónica, la de los considerados padres de la historia en
la república, José Manuel Restrepo, José Manuel Groot, entre otros, esen­
cialmente a las obras fundacionales, por ejemplo, Historia de la revolución
de la Nueva Granada y la Historia eclesiástica y civ[l de la Nueva Granada.
Así, partiendo de la hipótesis de que en el siglo XIX la historia y la literatura
tenían límites difusos, me preocupé por estudiar esas formas literarias que
contienen interpretaciones históricas. Por ejemplo, la cronología (Restrepo,
1954; Caballero, 1974); las memorias: algunas conocidas son: López, 1857;
Samper, 1881; Camacho Roldán, 1894; Galindo, 1900; Parra, 1912; el ensayo,
entre estos están Samper, 1853; Samper, 1861; Arboleda, 1869; Rivas, 1899
(véase Cortés, 2009); la literatura costumbrista: Museo de cuadros de cos­
tumbres, 1866 (véase Cortés, 2013); y los diarios de viaje (Ancízar, 1850-1851),
entre otros. E importante resaltar que la historia no se entendía como un
ejercicio de revisión del pasado, sino que tenía fuertes connotaciones polí­
ticas e ideológicas. El discurso histórico, entendido como la producción de
los que se proclamaban como historiadores, era empleado para sustentar
proyectos políticos y propuestas de futuro, es decir, algo así como la guía o
camino que deberían seguir las sociedades. En ese discurso histórico subyace
la dicotomía experiencia-expectativa en donde la historia era, y lo repetimos,
más que el pasado, era, incluso, la lectura que se tenía sobre el futuro. Este
acercamiento a diferentes formas de escritura de la historia que comenzó en
mis estudios doctorales se ha reforzado en cursos que he impartido en los
posgrados de historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá.
El segundo camino tiene que ver la historiografía desde la profesio-
nalización de la disciplina histórica en Colombia. En un curso que impartí
en la carrera de historia de la Universidad Nacional de Colombia, al solici­
tar a los estudiantes que su trabajo final fuese un ejercicio historiográfico
noté la dificultad que tenían para realizarlo. Algunos de ellos ni siquiera
sabían lo que significaba no solo la historiografía sino también lo que era
un balance historiográfico. Esto me invitó a proponer un curso sobre histo­
riografía colombiana sobre el siglo XIX, en el que se abordara la producción
elaborada desde la década de 1960. Allí, como era de suponer, no solo nos
preguntábamos por el XIX en conjunto, las producciones englobantes del
proceso, sino que también examinaos asuntos puntuales indagando por la
producción histórica sobre ellos. De esta experiencia se desprenden varias
conclusiones. Tal vez la más importante es la explosión temática sobre ese
siglo, la cual está directamente relacionada con la cada vez más abundante

14 6
El oficio del historiador: del hecho religioso a la historia comparada

producción historiográfica. Una segunda conclusión nos indica que si bien


la producción ha aumentado, la revisión historiográfica no lo ha hecho en la
misma proporción. Muy pocos historiadores se han preocupado por elaborar
balances historiográficos sobre los temas que han tratado del siglo XIX, por
lo que los balances también son pocos.16 La explicación sobre esta ausencia
es evidente: a los historiadores colombianos poco les gusta reflexionar sobre
su quehacer. Rehúyen debates y discusiones.

La historia comparada

Mi propuesta inicial de tesis doctoral era historia comparada entre M éxico y


Colombia. Inicialmente deseaba trabajar las reformas liberales de mediados
del siglo XIX en ambos países, y cómo ellas habían afectado a la Iglesia ca­
tólica. Sin embargo, recomendaciones de varios profesores de El Colegio de
México me hicieron ver que el trabajo de historia comparada para una tesis
doctoral era muy dispendioso y requería de mucho tiempo. Y tenían razón.
El ejercicio de historia comparada necesita no solo el conocimiento de los
procesos históricos por comparar, sino también el manejo de una bibliografía
amplia, variada y actualizada, así como el acceso a fuentes.
Pasada la elaboración de la tesis el interés por la historia comparada
no desapareció, por el contrario, se incrementó en la medida en que fue vista
como un ejercicio de largo aliento que requiere de mayor tiempo, dedicación
y esfuerzo intelectual. Así, la idea de comparar las reformas liberales imple-
mentadas en México y en Colombia a mediados del siglo XIX se ha concretado
en varios textos que dejan ver, además de los puntos en común, también las
diferencias que muestran que los dos casos no son tan parecidos como en
una primera aproximación superficial podría verse. De igual forma, puede
observarse cómo, dependiendo de las circunstancias, una experiencia, ya
fuese la mexicana o la colombiana, podía influenciar o ser tomada como re­
ferencia por la otra (Cortés, 2013; Cortés, 2009b; Cortés, 2007). Por ejemplo,
la desamortización emprendida por Tomás Cipriano de Mosquera en 1861
basaba algunos de sus puntos en la que comenzó a ejecutarse en México cin­
co años antes. De igpal forma, en la discusión por la libertad religiosa en la
constituyente mexicana de 1856-1857 varios de los constituyentes de tendencia

16 En el país existen variados balances historiográficos, sin embargo, quiero referirme a los
esfuerzos de mayor aliento. Resalta el trabajo emprendido por profesores del Departamento
de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, y compilado por Bernardo
Tovar Zambrano, 1994.

147
José David Cortés Guerrero

liberal mostraban al caso colombiano, en cuanto a esa materia, como uno


digno de ser imitado (Cortés, 2006).
Ahora bien, es importante recalcar que la discusión puede enca­
minarse a resolver la pregunta de si es historia comparada o historia com ­
partida (Cano, Trejo, Suárez, 2010). Es decir, que dos espacios, en este caso
México y Colombia, tienen rasgos comunes que pueden verse en compartir
escenarios históricos. Por ejemplo, ambos fueron colonias españolas y por lo
tanto compartían un pasado hispánico común. De igual forma, a mediados
del siglo XIX los liberales de ambos países se dieron a la tarea de asim ilar el
ideario liberal occidental y emprender reformas que deseaban, entre otros
aspectos, romper con el pasado colonial que aún pervivía, lo que significaba
afectar a instituciones como la Iglesia católica. Estas reformas comparten
aspectos comunes que invitan a preguntarse si lo que debe emprenderse es
una historia comparada o una historia compartida.

Conclusiones

Las reflexiones finales de un ensayo como este deben estar relacionadas con
el mismo ejercicio de su escritura, es decir, con la revisión de lo que significa
ser historiador en un país donde la historia puede ser utilizada para muchas
cosas como, por ejemplo, la justificación de decisiones políticas, pero cuyo
estatus social es bajo y limitado. Parece que formarse profesionalmente
como historiador en Colom bia significa nadar contracorriente, debido,
esencialmente, al poco peso social que tienen la historia y la memoria, lo
que puede ejemplificarse con los limitantes para la enseñanza de la historia
de los colegios.
A l hacer una revisión de la formación profesional es preocupante
la súper especialización temprana. Me refiero a cómo en los pregrados los
estudiantes de historia, la mayoría de ellos menores de veinte años, ya han
definido una agenda de investigación para los próximos años desechando
cualquier posibilidad de explorar otros temas de investigación. Esto se re­
laciona directamente con la baja cultura histórica de los egresados de las
carreras de historia. Se cumple así lo que en alguna oportunidad expresó
Alan Knight al indicar que cada vez hay más historiadores que saben cada
vez más sobre cada vez menos. Es decir, pueden dar cuenta de su tema de
investigación de una manera que raya en la erudición sin sentido, pero no
pueden brindar m ínim as interpretaciones sobre problemas más amplios
ni establecer interrelaciones de su propio asunto de interés con otros que le
puedan ser adyacentes. Menciono esto porque una de las cosas que aprendí

148
El oficio del historiador: del hecho religioso a la historia comparada

en los años que llevo en la disciplina histórica es a explorar diversos temas


de investigación. Si bien se me puede encasillar como un historiador del
hecho religioso, pienso que textos recientes también me muestran como un
historiador interesado en las formas de escritura de la historia, sobre todo
en el siglo XIX, además de la historia comparada y la historia compartida,
especialmente entre México y Colombia.
Siguiendo con lo anterior, considero más que válido, conveniente,
reexam inar la producción historiográfica colombiana, porque ese afán re­
visionista permitirá no solo revaluar las explicaciones sobre nuestro pasado,
sino también abrir nuevos temas de investigación.

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E I N T E R D I S C I P L I N A R D ES D E LA H I S T O R I A

Helwar Hernando Figueroa Salamanca

El recuerdo más lejano respecto de mi acercamiento a la historia de Colom ­


bia se remonta a mediados de la década de 1970, en la escuela prim aria, y
es a propósito de la dramatización de los acontecimientos en torno a la que
por aquellos años se conocía con el nombre de la “ revolución de los comu­
neros”. En esa pequeña obra interpreté a José Antonio Galán porque según
mi profesora Rita él era moreno. M i paso por las tablas escolares fue corto y
desastroso. Olvidé el libreto. No recuerdo las palabras, pero sí que mi diálogo
no era muy largo. Los protagonistas principales eran otros: Salvador Plata
y el arzobispo virrey Caballero y Góngora. Manuela Beltrán solo tuvo una
pequeña participación en el comienzo del drama cuando arrancaba y rom ­
pía los consabidos carteles que anunciaban nuevos impuestos. Yo hice mi
fallida aparición al final, cuando descuartizaban a Galán. Al año siguiente
y en vista del éxito de la obrita los profesores organizaron una nueva repre­
sentación patria, el 20 de julio de 1810; en esa ocasión no hice ningún papel,
solo ayudé a sostener algunos carteles. Una obra que se presentó después de la
tradicional misa que se oficiaba para esas ocasiones, aun cuando no recuerdo
que lo religioso les preocupara particularmente. Me parece extraño, porque
años después, durante los estudios de bachillerato, también realizados en un
colegio público, en las clases de religión era obligatorio leer un manual de
catcquesis, y las directivas no solo organizaban misas en las fiestas patrias
sino con cualquier motivo. Es más, recuerdo el excesivo interés religioso por
parte de algunas profesoras beatas, que constantemente presionaban a las
directivas de colegio para que hiciesen esos ritos más seguido.
Pasaron los años de mi tortuosa vida escolar y en la secundaria me
encontré una vez más con la historia, pero esta vez de la mano de un profe­
sor formado en las ciencias sociales: el profesor Francisco Gómez, Pachito,
como cariñosamente se le decía. Sus historias eran diferentes: por primera
vez escuché hablar de los indígenas, de los negros y de los mestizos. En sus
relatos, las alusiones a la Independencia no existían. Para él, la historia de
Colombia comenzaba con el movimiento de los artesanos. El énfasis de sus
charlas y lecturas estaba en la violencia de mediados del siglo XX, en el Frente
Nacional y cómo este dio origen a las guerrillas comunistas, y en la lectura
de la prensa nacional, a la cual le dedicaba bastante tiempo, sobre todo a las
columnas de opinión, con las que nunca estaba de acuerdo. Siempre terminaba

155
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

vociferando en contra de los medios. De la historia que por aquellos años se


llamaba universal, solo se concentraba en la segunda guerra mundial. De
América Latina, la única referencia que recuerdo haberle escuchado fueron
algunos comentarios críticos a las dictaduras del Cono Sur, sobre cómo
Chile fue el único país donde se había dado una revolución socialista por
vía democrática y cómo su líder había sido asesinado.
Al analizar los manuales que unos vendedores acuciosos nos hacían
comprar —todavía los conservo en buen estado— con el beneplácito y cierta
presión de la directora del colegio, sobresalen los elaborados por las edito­
riales Norma, Voluntad, Educar y Santillana. Aunque, la verdad, Pachito
no los utilizaba mucho, prefería llevar otros libros más provocativos, leer la
prensa o hablar de la coyuntura política, como él mismo la llamaba. Pachito
era profesor de ciencias sociales, de una cátedra sobre democracia y en algu­
nas ocasiones de la clase de religión — esa sí basada en los textos elaborados
por Isabel Corpas, con quien trabaje muchos años después—. Alguna vez,
también habló sobre educación sexual en la clase de nutrición y salud. De
todos modos, los relatos sobre el movimiento de los artesanos, la violencia
de los años cincuenta, las críticas al Frente Nacional y su forma de leer la
prensa fueron sus mejores clases. A la hora de elegir qué estudiar y como
consecuencia de mi precoz militancia política, estaba claro, mi elección no
podía ser otra: estudiar la licenciatura en ciencias sociales.
Resulta inevitable no romper este relato para mencionar que, en mi
proceso de formación doctoral, descubrí que durante los años en que Pachito
contaba su versión de la historia, lo hacía siguiendo manuales alternativos,
como el escrito por esos años por quien sería tiempo después mi director de
tesis, el historiador Rodolfo de Roux. Un manual que le costó el exilio en me­
dio de una nueva ola de violencia en Colombia. Rodolfo de Roux había escrito
Nuestra historia (1984), en el cual los actores eran de los que hablaba Pachito:
indios, negros, mujeres y los sectores populares. A llí se contaba la historia
atravesada por los conflictos sociales en oposición a una historia patria de­
dicada solo a mencionar a los héroes blanqueados, de talante señorial, y que
los profesores se apresuraban en hacernos representar. Infortunadamente,
la reacción intransigente por parte de la Academia Colombiana de Historia,
en cabeza de Germán Arciniegas, terminó por ocasionarle a Rodolfo el exilio
en Francia (1985). Es así como la cultura intransigente y tradicionalista que
el mismo Rodolfo había estudiado y cuestionado se posó sobre él, con su
manto de venganza y muerte, por su atrevimiento de llevar a las aulas esco­
lares la historia social escrita en las universidades desde hacía tiempo y que
buscaba reconocer al otro, al diferente, al excluido, y desde ahí contribuir

15 6
El campo religioso en Colombia

a su reconocimiento y a la construcción de una democracia incluyente, con


justicia social y respetuosa de la diferencia (Figueroa, 2011).
Pero volvamos al relato de mi formación —pasados los años de ado­
lescencia y de precocidad política—. En 1991 comencé los estudios universi­
tarios en la Universidad Pedagógica Nacional (Bogotá), una institución de
la cual guardo gratos recuerdos por la interdisciplinariedad del currículo
y, sobre todo, por la insistencia de los profesores en comprender la respon­
sabilidad social que significaba ser docente. Un compromiso acompañado
además de precariedades económicas y de la discriminación permanente por
parte del Estado y de otros profesionales. Esa franqueza irónica me llevaría
con más ahínco por los caminos de la docencia y la defensa de la educación
pública (Figueroa, 2002), a la que le debo todos mis estudios, formación aca­
démica e intelectual. En la Pedagógica, la historia la enseñaban profesores
beligerantes, escépticos y muy críticos de los historiadores profesionales que,
según ellos, descuidaban su enseñanza. Por esos años en Bogotá todavía no
existía como tal la profesión de historiador; sobresalía más bien la maestría en
historia de la Universidad Nacional de Colombia, donde algunos profesores
de la Pedagógica habían estudiado. En particular recuerdo con gran respeto
al corrosivo Renán Vega y al desparpajado y alegre Darío Betancur, víctima
de desaparición forzada y asesinato en 1998. Pero sobre todo recuerdo la im ­
portancia que debe tener la pedagogía en los procesos de la enseñanza, que,
a pesar de los profesores de la Universidad Nacional, es fundamental, si se
quiere incidir en serio positiva y críticamente en el acto educativo (Jiménez
y Figueroa, 2001; Figueroa, 2002).
No obstante mi interés por la docencia, quería conocer y escuchar a
los profesores de la Universidad Nacional de Colombia, pero sobre todo leer
historia. Dar el paso a esta universidad significó alejarme de la pedagogía,
vista por los profesores de la Nacional como una técnica de segundo orden
(una posición que padecí en clase), dado que para ellos los licenciados no
investigaban y si escribían no eran rigurosos. Reiteradamente, se justificaban
diciendo que lo importante era el saber en sí. Con los años comprendí que las
licenciaturas y en particular la pedagogía para los profesores de la Universi­
dad Nacional de Colombia no eran disciplinas pues no tenían claro su objeto
de estudio, su epistemología era débil y su cientificidad cuestionada; de ahí
que en la Nacional haya sido fácil el desmantelamiento, a finales de la década
de 1970, del Departamento de Educación, antigua Facultad de Educación,
además de desterrar la pedagogía de las otras facultades. Entiendo que hoy
este planteamiento arbitrario cambió por la cada vez más evidente puesta
en cuestión de la trasmisión del conocimiento (su sentido y función), de la

157
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

labor docente y de las propias universidades, que frente al mundo global solo
sirven en la medida de su supuesta rentabilidad. En este nuevo escenario, el
conocimiento es secundario y el profesor solo es un mediadór, fácilmente
sustituible por la virtualidad y la política pública; igual para los estudiantes
de hoy que descargan infinidad de información con solo oprim ir un botón.
Por cierto, actualmente escucho a los colegas de la Universidad Nacional que­
jarse de esa pérdida de la función social de la docencia y observo en ellos un
interés epistemológico renovado en torno a la labor docente y a los procesos
de aprendizaje. Tal vez por ello desde la Nacional se lideren investigaciones
sobre el análisis de la política pública en el campo de la educación, su epis­
temología y estatus científico.
Mi llegada a la Universidad Nacional de Colombia se dio 1993, cuan­
do se abrió el programa de pregrado en historia. De los primeros años en
dicha casa de estudios añoro con aprecio y admiración a varios profesores
que marcaron mi vida profesional gracias a su compromiso con el saber
científico. Pienso que fueron muchos y por ello me siento muy afortunado.
La lectura voraz de los historiadores de la Escuela de los Anuales, con toda
su producción científica, debates historiográficos y sus luminarias, m ar­
caron mi formación como historiador y me señalaron el camino a seguir,
dado que gran parte de los profesores eran fervientes lectores de la academia
francesa. El estudio de los movimientos sociales y de los marxistas británicos
me abrieron las puertas a los grandes retos de los historiadores: elaborar la
historia de los excluidos y de la otredad. Una historia de la otredad que tam ­
bién puede ser vista en los desarrollos posteriores de esta escuela y puesta en
escena pioneramente y en clave de “estudios culturales” por autores como
Raymond W illiams, quien en su libro Cultura y sociedad. 1780-1950. De Co-
leridge a Orwell, explícita como una teoría marxista bien utilizada permite
estudiar la cultura, sin desconocer lo económico (1958). Aunque fue la reno­
vada historia política, comprometida con el estudio crítico del poder, de las
diferentes sociabilidades que lo atraviesan y de cómo lo negocian y ejercen
los sectores populares, la que selló mis intereses investigativos. Por supuesto,
mi inclinación ideológica me llevó al estudio del campo de la política y sus
relaciones con las creencias religiosas y sus representaciones; igualmente,
a comprender el funcionamiento de las organizaciones sociales y cómo se
constituyen los liderazgos carismáticos. Así, emprendí mi acercamiento al
estudio de la religión y de las instituciones religiosas, comenzando, claro,
con la más representativa en Colombia, la Iglesia católica.
Las lecturas de los historiadores y de las obras clásicas, base de mi
formación como historiador, corresponden a la literatura clásica existente en

158
El campo religioso en Colombia

una buena biblioteca que se precie de contar con una colección respetable en
el campo de la historia y de las ciencias sociales. Hoy todavía sigo adquirien­
do y releyendo esos libros que por aquellas épocas de estudiante solo podía
leer en la biblioteca o soñar con adquirirlos asaltando las bibliotecas de los
profesores; en las noches de desvelo la biblioteca más deseada era la del pro­
fesor Abel López, la cual imaginaba magnífica en su colección de los clásicos
de Anuales. En fin, el estudio de la filosofía de la historia, del pensamiento
histórico, de la metodologia de la historia y de los estudios historiográficos,
me ayudó a estar en la vanguardia de las discusiones historiográficas del
momento, o por lo menos así lo creían los profesores. Por cierto, cinco de
ellos participaron en la Historia alfinal del milenio. Ensayos de historiografía
colombiana y latinoamericana (Tovar Z., 1994), un balance que dio cuenta de
cómo se constituyó el campo del pensamiento historiográfico colombiano.
A pesar de las críticas a algunos de los ensayos que lo componen, todavía
hoy no ha sido superado.1 Aún más, es posible que no vuelva a hacerse un
esfuerzo colectivo de ese tipo, puesto que en la actualidad la historiografía
o los estados del arte parecen no importarle a la mayoría de los nuevos his­
toriadores y mucho menos la elaboración de obras colectivas.
A pesar de haber contado con profesores preocupados por el oficio
de historiador y de tener una visión integral de esta, debo decir que para los
maestros de la Nacional la historia de Colombia comenzaba solo a mediados
del siglo XIX, al igual que para mi profesor Pachito. La escasa metodología
que enseñaban la justificaban con las palabras del gran historiador colom­
biano Jaime Jaram illo Uribe, quien tenía una posición despectiva frente a
los métodos formales de investigación. Según ellos, él se preciaba de no tener
método, de lo cual hoy no estoy tan seguro. Además, como estaban haciendo
historiografía, muchos de los hechos históricos tuve que aprenderlos por mi
cuenta. Todavía hoy sigo intentado estudiar historia económica, desterrada
por aquellos años de la Nacional. El periodo colonial hacía parte de la his­
toria cultural y me la enseñaron antropólogos o profesores que estaban de
retirada. Un vacío más en mi formación universitaria fue el estudio de la
historia regional. Una situación de la cual eran conscientes, pues sus relatos
resultaban ser demasiado centralizados, dado que desconocían lo regional,
la diversidad de los territorios y los trabajos que allí se hacían cada vez más

1 Cuatro años después, un pequeño grupo de estos historiadores centró sus esfuerzos intelec­
tuales en teorizar sobre el papel de la historia en la sociedad colombiana y sus perspectivas.
Archivo General de la Nación. 1997. Pensar el pasado. Universidad Nacional de Colombia.
Bogotá.

159
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

con mayor rigor. Preocupación acompañada también de sus temores frente


al escaso o nulo conocimiento de la historia de los países latinoamericanos
y de los Estados Unidos, África, la India, etcétera. La historia comparada
no existía.
Al leer y comparar los programas académicos de esa época con los
míos encuentro que todos ellos están presentes. Desdejos años noventa hasta
la actualidad la producción historiográfica ha crecido ostensiblemente, mis
profesores continúan publicando libros y las nuevas generaciones de histo­
riadores, artículos.
Desde el comienzo de mi estadía en la Universidad Nacional de C o ­
lombia, los profesores insistían en la importancia de la lectura, presentándose
el caso en que para una misma semana debía dar cuenta de cuatro libros
completos. Asimismo, estimulaban permanentemente a escribir, pues esa
iba a ser nuestra principal labor. Todavía sigo aprendiendo ese difícil oficio.
Tal vez ante esta presión y el ejemplo de los profesores, los estudiantes de
esa época creamos la revista Goliardos, que hasta donde sé en 2015 editó su
número dieciséis, en veinte años de historia. El mismo nombre de la revista
y el artículo que escribí, “Jugando con la historia” (1993), en el cual especu­
laba sobre el milenarismo a finales de la década de 1990, dan cuenta de esa
generación y el gusto por los libros producidos por la escuela francesa y por
las clases del profesor Abelito, como sus colegas acostumbran decirle. En el
número dos de la revista no me publicaron una entrevista que le había hecho
a Daniel Pécaut, seguramente por lo mal escrita. Volví a publicar en el tercer
número un breve artículo sobre el mestizaje en la Colonia, basado en un
documento en el que un blanco quería pasar por mestizo para no tributar.

La construcción de un campo de investigación

A consecuencia de la militancia política, siempre me preocupé por identifi­


car cuáles podían ser las estrategias más adecuadas para trasmitir la idea del
cambio y convencer a las personas discursivamente. Con el ánimo de encon­
trar alguna respuesta a este dilema, me pareció oportuno estudiar cómo las
iglesias lograban enganchar a sus fieles, dado que observaba que las personas
más o menos actúan en grupo de la misma manera y obedecen a criterios
identitarios similares. Esa fue la razón militante para elegir el objeto de mi
tesis de pregrado. La intelectual, era lograr comprender por qué la sociedad
colombiana era tan conservadora e intransigente. Y la pragmática me la dio
mi estimado profesor Medófilo Medina: haga un trabajo regional donde us­
ted pueda llegarfácilmente, existan documentos y tenga donde quedarse. Le

16 0
El campo religioso en Colombia

hice caso. El tema de mi tesis fue sobre los chulavitas y su relación con los
curas intransigentes en Boyacá durante el periodo 1930-1948, labor dirigida
por Ana M aría Bidegain, con quien emprendí mi experiencia en los grupos
de investigación, que por aquellos años comenzaban a formarse.
Sin siquiera sospecharlo, ese tema de investigación ha sido el que
más he logrado desarrollar en mi formación como historiador. La mayoría
de proyectos, publicaciones y grupos de investigación en los cuales he tra­
bajado siempre han girado en torno a la relación religión, política y violen­
cia en Colombia, con algunas entradas a la historia de la Iglesia católica en
América Latina y al estudio de las otras creencias religiosas practicadas en
el continente. Las tesis de maestría y doctorado ampliaron, profundizaron
y teorizaron esos primeros esfuerzos académicos que intentaban explicar el
significado de la intransigencia católica y cómo los curas daban el salto del
campo religioso al político. Un tránsito en el que privilegian su adscripción
partidista sobre sus creencias religiosas, instigando a sus feligreses a la vio ­
lencia (Figueroa y Cifuentes, 2005), como lo demostré en mi tesis. Estudiar
la intransigencia clerical (Figueroa, 2009) me permitió también ver a la Iglesia
católica como una institución diversa, con múltiples corrientes, además de
comprender su dogma y teología, asumidas por los actores religiosos de
diferentes maneras. Los estudiados por mí eran intelectuales católicos de
provincia, de finales del siglo XIX y de la primera mitad del XX, que bebían
de las fuentes del neotomismo (defensa del orden existente, sin cambios y
crítico de la modernidad) y se habían formado teológica y doctrinariamente
(Figueroa, 2016) en el proceso de romanización de la Iglesia, la cual intentaba
mantener o recuperar su poder temporal frente al surgimiento de los esta­
dos nacionales, a las ideas de la Ilustración y a los avances de la modernidad
(Figueroa, 2003). Esta versión de la historia me generó las consabidas críticas
derivadas del predominio de una historiografía liberal que todavía sentía
muchos resquemores frente al estudio del hecho religioso (como acción que
determina al creyente y le crea un sentido a su existencia), puesto que desde
una pretendida secularización del conocimiento veían todo lo relacionado
con la Iglesia católica como dogma o, peor aún, como proselitismo.
Por el contrario, las investigaciones en torno a la religión me abrieron
el camino a la cultura y sus estudios originarios en torno al hecho religioso;
así me acerqué a James Frazer (1890), M ax Weber (1905), Émile Durkheim
(1912), Sigmund Freud (1913), Mircea Eliade (1965), Clifford Geertz (1973) y
Pierre Bourdieu (1971). Científicos sociales que permanentemente aparecen
en mis textos y que crearon sus primeras teorías a propósito de los estudios
del hecho religioso. Con ellos aprendí el significado de la religión y lo sagrado
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

de ella; la manera como las personas se agrupan para creer y darle sentido
a sus vidas colectivamente; las interpretaciones de las representaciones
religiosas, expresadas en símbolos y las formas como estos se manifiestan
(hierofanías) en espacios sacralizados; y el significado del carisma, la buro-
cratización de los ritos y creencias religiosas y su concreción en instituciones
religiosas establecidas. Particularmente, precisé que comprendo por campo
religioso sus vínculos con otros campos, el propio concepto de religión y de
lo sagrado y la función del carisma en la lucha por los fieles. Teorías y con­
ceptos que logré desarrollar en trabajos en torno al crecimiento en Colombia
y América Latina de grupos religiosos no católicos. De esta manera, me abrí
en la práctica investigativa al trabajo en equipo con antropólogos y sociólo­
gos. Tal vez ese es el mayor logro de mi vida académica: sensibilizarme en
la práctica investigativa frente a la integralidad de los problemas sociales y
humanos y comprender lo perjudicial que ha sido fragmentarlos desde las
propias disciplinas encargadas de estudiarlos.
Así, con Pierre Bourdieu asimilé y caractericé el campo religioso
como un escenario social donde los actores religiosos asumen unos roles que
les permiten moverse estratégicamente para conservar o acceder al poder
(Bourdieu, 1971: 295-334). Unas posiciones defendidas gracias al dominio
de bienes simbólicos, en este caso relacionados con la salvación, que, para
Bourdieu, hacen referencia al capital cultural que poseen los individuos
para sobrevivir en el juego social de lo sagrado. Es decir, este autor afirma
que el capital cultural le permite a su poseedor comprender de forma na­
tural las reglas de juego, lo que le facilita al jugador, el iniciado que en este
caso sería el sacerdote ungido, moverse con destreza y naturalidad en los
diferentes campos sociales (sacros y profanos). Una posesión que es legí­
tima cuando se ha heredado, en este caso trasmitida ritualmente, lo cual
Bourdieu definió como habitus.
Con estas precisiones y de la mano del sociólogo francés comprendí
por campo una

red o configuración de relaciones objetivas entre posiciones. Estas


posiciones se definen objetivamente en su existencia y en las de­
terminaciones que imponen a sus ocupantes, ya sean agentes o
instituciones, por su situación actual y potencial en la estructura
de la distribución de las diferentes especies de poder —cuya po­
sesión implica el acceso a las ganancias específicas que están en
juego dentro del campo— y, de paso, por sus relaciones objetivas
con las demás posiciones. (Bourdieu y Wacquant, 1995: 64)

162
El campo religioso en Colombia

En relación con el campo religioso, el habitus de una burocracia


sacerdotal le permite perpetuar su posición privilegiada y trasmitirla sim ­
bólicamente mediante ritos de consagración: una perpetuación que se logra
mantener por medio de la administración privilegiada de unos ritos, símbo­
los y dogmas y de la idea de la salvación.
La noción de campo religioso es adecuada también para explicar
cómo en Am érica Latina desde mediados del siglo XIX los protestantes
históricos ocuparon un espacio social que cuestionaba la hegemonía de la
Iglesia católica. Por otro lado, aprendí que la denominación de protestantes
históricos designa a los movimientos religiosos surgidos de la reforma pro­
testante del XVI, encabezados por M artin Lutero y Juan Calvino, que devi­
nieron principalmente en luteranos, calvinistas, anglicanos, anabaptistas y
presbiterianos (Figueroa, 2010). Estos últimos llegaron a Colombia en 1856,
su culto estuvo inicialmente dirigido a los miembros de las embajadas esta­
dounidense e inglesa y a los comerciantes extranjeros. Igualmente descubrí
que estas religiones a mediados del siglo XX derivaron en grupos pentecos-
tales y carismáticos de carácter nacional que gracias a este desdoblamiento
y nacionalización crecieron más rápidamente (Figueroa, 2016b).
Estas precisiones conceptuales me permitieron comprender asim is­
mo cómo el capital de un campo se puede homologar con otros, en este caso
el capital religioso de los clérigos se convierte en político. De ahí lo fácil que
para los clérigos decimonónicos y de la primera mitad del siglo XX era pasar
del campo religioso al político. De estos personajes sobresalen los obispos
conservadores: Manuel José Mosquera (1800-1853), Carlos Bermúdez (1869-
1886), Manuel Canuto Restrepo (1825-1891), Vicente Arbeláez (1822-1884),
Bernardo Herrera Restrepo (1844-1928), Ezequiel Moreno Díaz (1864-1906),
Miguel Ángel Builes (1888-1971), Crisanto Luque (1889-1859) y Juan Manuel
González Arbeláez (1892-1966); y clérigos como Rafael María Carrasquilla
(1857-1930), Cayo Leónidas Peñuela (1864-1946), Fray Mora Díaz (1891-1953) y
Daniel Jordán (1899-1979), por solo mencionar a los más representativos o más
bien a los que dejaron escritos. Su participación política en épocas de elecciones
les permitía aconsejar a los fieles votar por los candidatos conservadores que
defendían los intereses y los privilegios de la Iglesia católica (Figueroa, 2009).
En efecto, la lucha por mantener o adquirir posiciones de poder por parte del
clero católico y en menor medida de los protestantes históricos dinamizó el
í
campo “político-religioso” durante gran parte de la historia colombiana (Bas­
tían, 1993; Arias, 2003, Figueroa, 2010a; Loaiza, 2011; Cortés, 2016), a pesar de
que existía una minoría de indígenas y comunidades afrodescendientes que
practicaban sus creencias, pero no estaban institucionalizadas. Sin embargo,

163
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

desde la década de 1920 poco a poco surgieron nuevos actores religiosos que
a finales del siglo adquirieron una presencia incuestionable en el mundo de la
política: los pentecostales y los carismáticos.2A l ahondar esta problemática
poco trabajada por los historiadores, advertí que el pentecostalismo es un
movimiento de nacionalización del protestantismo y que está en proceso de
institucionalización, movimiento donde el líder, administrador de los bie­
nes simbólicos de salvación, por medio de su carisma aglutina a un número
importante de seguidores (Figueroa, 2016a). Por cierto, para explicar el con­
cepto de carisma recurrí a M ax Weber (2004:193). Ahora bien, para que un
movimiento carismático se convierta en Iglesia se requiere de la existencia
de una burocracia que administre adecuadamente los bienes simbólicos de
salvación, los cuales reproducen el poder carismático de su creador. Vol­
viendo a Pierre Bourdieu y su teoría de los campos, los nuevos movimientos
pentecostales de mediados del siglo XX en Colombia comenzaron a ocupar
un lugar destacado dentro del campo religioso ya que se burocratizaron por
medio de iglesias nacionales que en el mercado de las creencias entraron a
competir efectivamente por nuevos feligreses.
Al estudiar estas relaciones me preocupaba entender en qué momento
existe una verdadera autonomía del campo religioso, y llegué a la conclusión
de que esta solo se logra cuando los actores religiosos tienen la capacidad de
constituirse como un grupo cerrado (secta), cuando adquieren la misión de
salvaguardar un saber y unas prácticas religiosas trasmitidas mágicamente a
su burocracia y feligresía. Una situación que por lo menos en Colombia solo
pudo darse en las escasas comunidades religiosas de clausura y en algunos
sectores protestantes o en los testigos de Jehová. La transmisión simbólica
de la salvación puede diferirse al campo religioso en forma de “capital sim­
bólico”. En Am érica Latina esto ocurre por el papel protagónico ocupado

2 Por pentecostal se comprende a los protestantes que tienen en la presencia del Espíritu Santo
su mayor dogma y basan su teología en el carisma de un líder que logra aglutinar alrededor
suyo a una feligresía que es bendecida por el Espíritu Santo y, por tanto, puede hablar en
lenguas (glosolalia); ser favorecida por sanaciones celestiales (taumaturgia); cuando se hace
necesario, exorcizar a sus creyentes; o ve en la prosperidad el favor de Dios. Un movimiento
que provenía del protestantismo establecido en el sur de los Estados Unidos, el cual devino
en carismático, con profundas connotaciones teológicas de tipo vivencial, producidas por
una especie de arrobamiento purificador y catártico, que daba sentido a sus practicantes en
momentos de anomia social (Bastían, 2003). Las referencias teológicas al significado del tér­
mino pentecostal hacen referencia a los múltiples relatos bíblicos en los que el Espíritu Santo
hace una aparición como un derramamiento del dios celestial sobre su pueblo (Ryrie, 1978).

164
El campo religioso en Colombia

por la Iglesia católica en la creación de sociabilidades mediadoras y dadoras


de sentido. Aún más, el sociólogo Michael Lówy, estudiando el origen de la
teología de la liberación, concluye que en Latinoamérica la relación política-
religión crea un ethos latinoamericano que dificulta su separación (Lówy,
1998: 5). Es decir, que el capital religioso acumulado se traslada al político,
haciendo del capital religioso un capital homologable en otros campos, ge­
nerando tensiones y fricciones entre los dos campos.
Además, las anteriores distinciones pretendían resaltar cómo dos
instituciones, el Estado y la institución clerical católica, han permanecido
vigentes durante un periodo extenso de la historia occidental y cómo existe
un tránsito de una sociedad sacra a un mundo en apariencia más seculari­
zado, en el cual los estados modernos se han convertido en imprescindibles,
y la institución clerical, a pesar de su declive y divisiones, sigue ocupando
un lugar privilegiado. En este sentido, la epistemología adoptada en mis
investigaciones siempre ha hecho énfasis en el carácter hegemónico y tra-
dicionalista de la Iglesia católica, entendida como una institución clerical
compuesta a su vez por corrientes ideológicas (Figueroa, 2009), las cuales en
su versión historiográfica (dentro de la misma institución católica) intentan
sobredimensionar un catolicismo laico y comprometido con los sectores
populares o privilegiar unas corrientes minoritarias dentro de la Iglesia, a
la que hay que entender como un órgano corporativo compacto, a pesar de
sus posibles fisuras.3
Ahora bien, la institución eclesiástica está afectada por las transfor­
maciones culturales, ya que en ella influyen los cambios de la sociedad y no
es ajena a su contexto. De ahí que cuando estudio su historia política y social
evidencio también sus cambios, así sean muy lentos en comparación con el
conjunto de la sociedad, una característica propia de las instituciones sociales
que por naturaleza son conservadoras (Chartier, 1995: x). De igual modo me
acerqué al complejo concepto de religión. Durante el siglo XX los trabajos
más prominentes en torno a las religiones parten del concepto básico dado
por Émile Durkheim, quien comprende por religión un sistema de creen­
cias directamente relacionadas con representaciones sagradas (separadas,
prohibidas). Una simbología que genera acciones de carácter sacro (ritos),
representadas en creencias y ritos interiorizados colectivamente, los cuales

3 En este sentido, hay que entender los trabajos de Rafael Ávila, quien con su estudio demuestra
cómo la institución eclesiástica reproduce el poder del Estado, mediante la homogeneización
de la sociedad civil, y la investigación de Christian Parker, quien señala cómo a la par de la
hegemonía eclesiástica se desarrolla ün catolicismo popular (Ávila, 1998; Parker, 1996).

165
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

se organizan en una comunidad o Iglesia, de la cual sacerdotes y creyentes


hacen parte, en un escenario dicotómico entre lo sagrado y lo profano, dos
espacios relacionados por medio de ritos de paso (Durkheim, 1992: 42-44).
Aunque será con Mircea Eliade que este tránsito de lo profano a lo sacro será
más evidente en el análisis. En efecto, sus estudios demuestran que lo sagra­
do se manifiesta por medio de una realidad que conciba lo natural con lo
transcendental. El acto dialéctico permanece. La manifestación de lo sagrado
(hierofanía) aparece en objetos, mitos o símbolos, pero nunca completo, ni
de modo inmediato, ni en su totalidad (Eliade, 1988). A estas apropiaciones
conceptuales le siguieron los trabajos de Clifford Geertz y el privilegio que
este le da a las representaciones (Geertz, 1996: 88).
Teniendo en cuenta lo anterior, por institución eclesiástica compren­
do una organización de carácter jerárquico que no incluye al sector laico, ya
que el concepto clásico de Iglesia tradicionalmente abarca a toda la organi­
zación, incluidos sus feligreses (bautizados). En otras palabras, la institución
eclesiástica hace referencia a la jerarquía clerical, administración eclesial y
comunidades religiosas, y no a toda la comunidad católica, pues esta última
incluye a laicos y a la organización eclesial global. Esta definición se llenó de
sentido en el Grupo Interdisciplinario de Estudios Sociales de las Religiones,
creado por Ana M aría Bidegain a comienzos de la década de 1990 en la Uni­
versidad Nacional de Colombia.
U n a a g e n d a d e in v e s t ig a c ió n q u e c o n t in u é e n la U n iv e r s id a d d e S a n
B u e n a v e n t u r a p o r m e d io d e la d ir e c c ió n d e l G r u p o I n t e r d is c ip lin a r io d e E s ­
t u d io s d e R e lig ió n , S o c ie d a d y p o lít ic a (GIERSP), d o n d e lid e r é la p u b lic a c ió n
d e n u e v e lib r o s s o b r e lo s e s tu d io s d el h e c h o r e lig io s o e n C o lo m b ia ,4d e r iv a d o s
d e in v e s t ig a c io n e s c o le c t iv a s , te s is d e g r a d o y e n c u e n t r o s a c a d é m ic o s , u n a
la b o r a c a d é m ic a r e a liz a d a c o n u n e q u ip o d e in v e s t ig a c ió n c o n fo r m a d o p o r
a n t r o p ó lo g o s , s o c ió lo g o s , p o lit ó lo g o s , t e ó lo g o s e h is t o r ia d o r e s . A d e m á s , c o n
la te ó lo g a Is a b e l C o r p a s c o la b o r é en la c r e a c ió n d e la m a e s t r ía e n e s t u d io s d e l
h e c h o r e lig io s o . A c t u a lm e n t e , e s ta s p r e o c u p a c io n e s in v e s t ig a t iv a s la s lle v o

4 Las publicaciones que aparecen auspiciadas por la Universidad de San Buenaventura


comenzaron a editarse desde 2004 y culminaron en 2013. En la mayoría de ellas se muestra
la complejidad del hecho religioso, su diversidad y cambios permanentes, siempre apelando
a una mirada interdisciplinar (Beltrán, 2006; Cepeda, 2006; González, 2007; Figueroa,
2009; GIERSP, 2009a; GIERSP, 2009b; Barbosa, 2010; Valderrama, 2013). De estos estudios
también sobresale una encuesta realizada en Bogotá dirigida a analizar los cambios en las
creencias y prácticas religiosas, publicada en la revista Franciscanum (GIERSP, 2009c).

166
El campo religioso en Colombia

a c a b o d e s d e e l g r u p o d e in v e s t ig a c ió n S a g r a d o y P r o fa n o , lid e r a d o p o r m i
c o le g a W i l l i a m P la ta e n la U n iv e r s id a d I n d u s t r ia l d e S a n t a n d e r .
Por último, el estudio de la relación religión-política me llevó a inves­
tigar qué es la laicidad y la secularización. Un problema al que me acerqué al
investigar cómo estas expresiones adquieren el significado actual, paradóji­
camente al emerger de la propia matriz etimológica que cuestiona o recha­
za, la Iglesia católica. Es decir, en principio estas expresiones eran propias
del mundo clerical y hacían referencia al mundo temporal de los religiosos
(secular) y la no consagración de los feligreses (laicos). Siglos después, la
laicidad se convirtió en una propuesta política de los liberales franceses que
pretendía separar la Iglesia del Estado; en Colombia fue puesta en práctica,
pioneramente con respecto al resto del continente, por los liberales radicales
en 1854, que con su derrota en la guerra de los mil días (1899-1902) tuvieron
que esperar treinta y seis años más para intentar ponerla nuevamente en
práctica (reformas liberales de 1936). Una política que rápidamente fue des­
montada una vez más por los conservadores en 1947. El complemento ideal
de esta propuesta política es la secularización de la cultura, que en Colombia
ante el poder confesional hegemónico solo se comenzó a percibir parcial­
mente desde la segunda mitad del siglo XX y se asocia más a la urbanización
creciente del país, a la incipiente diversificación del campo religioso y a los
aires secularizadores presentados por la ampliación de la oferta cultural que
comenzaban a ofrecer masivamente los medios de comunicación a mediados
del siglo XX (Figueroa, 2017). Esta situación contribuyó a crear una cultura
tradicionalista en la que los visos modernos se asocian a las fallidas reformas
modernizantes liberales, al incipiente desarrollo de la economía y al precario
proceso de creación de un estado nunca logrado plenamente. De ahí que los
investigadores que estudian la modernidad en Colombia la hayan adjetivado
de múltiples maneras: modernidad confesional, modernidad tradicionalista,
modernidad postergada, modernidad paradójica, todas ellas conducentes a
explicar que nuestra modernidad es ambivalente, como todas en el mundo
(Figueroa, 2017).

La tesis: la cultura religiosa colombiana y lo político

C o m o se o b s e r v a , lle g u é a la te s is d e d o c t o r a d o p o r u n c a m in o q u e r e c o r r í d e
la m a n o d e m a e s tr o s y d e m is p r o p ia s p r e o c u p a c io n e s s o b r e la c u lt u r a c o lo m ­
b ia n a , la s c u a le s t a m b ié n tu v e la fo r t u n a d e r e s o lv e r e n el t r a b a jo e t n o g r á fic o
p o r m e d io d e l e s t u d io y t r a b a jo c o n c o m u n id a d e s r e lig io s a s , t a n to c a t ó lic a s
c o m o p e n te c o s ta le s , y a s is t ie n d o a e n c u e n t r o s in t e r n a c io n a le s s o b r e el h e c h o

16 7
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

religioso donde conocí a los especialistas más destacados de este campo en


Am érica Latina. De esta manera, las conceptualizaciones, investigaciones
y publicaciones se sintetizaron y fortalecieron analíticamente en mi tesis
doctoral, “Confessionnalisme, Hispanisme et Corporatisme en Colombie.
Une idéologie Réactionnaire (1930-1952)”, dirigida por Rodolfo de Roux en
la Université Toulouse-Le M irad (Francia), y defendida en 2010, en la que
desde una perspectiva interdisciplinar analicé cómo el confesionalismo lo­
gró hacer de Colombia uno de los países más tradicionalistas del continente
latinoamericano. Un tradicionalismo social y político de hondas repercu­
siones culturales que todavía hoy no ha sido estudiado con suficiencia. Para
lograr aportar en la comprensión de los orígenes de dicha problemática narré
y contextualicé los conflictos políticos y sociales más importantes, ocurri­
dos durante los años 1854-1952, periodo en el cual el discurso y las acciones
políticas del clero intransigente contribuyeron a la radicalización de la en­
démica violencia colombiana. No obstante, la existencia predominante de
esta intransigencia católica, al mismo tiempo surgía una postura ideológica
minoritaria que comenzaba a distanciarse del poder por medio del catoli­
cismo social propuesto por León XIII, origen del corporativismo confesional
de las décadas de 1930 a 1950. Aunque en Colombia, a pesar de esta postura
modernizante, pesó más la intransigencia de Pío IX, interpretada anacróni­
camente en la década de 1930 por los sectores más conservadores de la Iglesia
católica, una respuesta a las reformas que los liberales proponían por esos
años. Una situación facilitada porque durante la hegemonía conservadora
(1886-1930) la educación pública, las obras sociales, gran parte del territorio
nacional (misiones) y el poder político estuvieron bajo el control de la Iglesia
católica o en el mejor de los casos esta tuvo algún tipo de influencia religiosa
(Cifuentes y Figueroa, 2008); al igual que la moral de los ciudadanos y las
políticas públicas que afectaban los intereses clericales.
Dada la universalidad de la institución eclesiástica y sus similitudes
con el resto del continente latinoamericano, en la tesis se hicieron breves
entradas a problemas similares en México, Argentina y España, lo cual con­
tribuyó a mejorar el análisis interpretativo. Por otro lado, y en diálogo con
lo regional estudié la vida política de varios clérigos de los departamentos
de Antioquia, Boyacá y Santander. Por cierto, para llevar a cabo este análi­
sis describí densamente el papel de la Iglesia católica, basado en la revisión
de archivos parroquiales, en periódicos confesionales y conservadores, en
escritos y documentos clericales y en entrevistas a párrocos y feligreses.
Este análisis histórico-narrativo se centró en comprender cómo
funcionaba el discurso intransigente confesional (propuesta política) en

16 8
El campo religioso en Colombia

la creación de las ideas hispanistas (propuesta cultural) y corporativistas


(propuesta económica) (Figueroa, 2016b), como respuesta a los movim ien­
tos sociales, a la creciente modernización de la sociedad y a la influencia del
Partido Comunista de Colombia (1930) en el movimiento obrero, en las ligas
campesinas y en los sectores subalternos de la ciudad, que ya habían sido
agitados por las ideas liberales radicales y socialistas (Figueroa, 2005). Ade­
más, en comprender por qué durante el siglo XIX y la primera mitad del XX
la Iglesia católica fue considerada la única institución capaz de contribuir a
la creación de una identidad nacional. Una propuesta política, económica
y cultural que pone de relieve la hegemonía clerical que, en asocio con un
sector de la oligarquía colombiana, dificultó la creación de una sociedad
democrática, respetuosa del pluralismo religioso y de la diversidad cultural.
A hora bien, estudiar el corporativism o fue una preocupación
personal que surgió en el contexto de los años noventa, cuando tomaron
fuerza los aires privatizadores de achicar los estados nacionales latinoa­
m ericanos, una situación que en Colom bia ya tenía unos antecedentes
históricos, puesto que en este país siempre ha existido un predom inio del
interés privado por encima de lo público. Por cierto, en aquellos años me
preguntaba ¿cómo era posible privatizar un estado privatizado? (Figueroa,
2002a: 82-87). Así, al estudiar el origen de la idea corporativa encontré que
esta tenía su fundamento en un sector de la institución eclesiástica que desde
finales del siglo XIX buscaba alternativas frente al capitalismo depredador o la
lucha de clases. No ha ocurrido el fin de los estados nacionales y menos de la
historia, como lo pronosticaban los defensores del mercado libre y del fin de
las fronteras nacionales. Sin embargo, actualmente, las multinacionales y el
derecho internacional (en sus vertientes de la defensa de los derechos huma­
nos y del derecho comercial internacional) cada vez cuestionan con mayor
vehemencia o ponen en duda las soberanías nacionales. Ciertamente, la no
prescripción de los delitos de lesa humanidad y el juzgamiento a criminales
que violaron los derechos humanos por parte de las cortes internacionales
son un alivio para la humanidad. Por el contrario, en el campo económico
el debilitamiento efectivo y escalonado de los estados nacionales ante las
corporaciones y una política pública corporativista, disfrazada de pequeñas
reformas liberales, logró, por la puerta de atrás, desregularizar la economía
y liberalizar capitales trasnacionales. Para las multinacionales o los capitales
trasnacionales, m axim izar las ganancias significa estar por encima de los
derechos nacionales. Si en la década de 1990 en América Latina se apelaba a
la privatización o disminución de las funciones de los estados con el argu­
mento de hacerlos más eficientes y menos burocráticos, hoy, además de esta

16 9
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

ola privatizadora los países más pobres deben enfrentarse a las demandas
de las multinacionales.
En el caso colombiano no ocurrió de esta manera o, por lo menos, no
causó sorpresa, posiblemente porque, como argumentaba en mi tesis (Figue­
roa, 2010b), la legislación y las políticas estatales siempre han privilegiado
los intereses del capital privado. Es decir, tradicionqlmente las inversiones
extranjeras y del capital privado colombiano han gozado de todas las exencio­
nes tributarias posibles, además de estímulos referidos a la seguridad jurídica
y policial. Más aún, en Colombia las multinacionales o grandes capitales
nacionales no requieren demandar porque la normativa siempre ha estado
a favor del capital privado, bajo la consigna de la confianza inversionista.
Con el objeto de comprender el peso que tienen en Colombia los inte­
reses particulares por encima del interés general, en la tesis desarrollé algunas
hipótesis de carácter histórico que ayudan a explicar por qué Colombia es un
país donde el “corporativismo societal” tiene tanta fuerza. Para ello describí
cómo durante el periodo de 1934 a 1952 se dieron las condiciones políticas y
sociales que le permitieron a los nacientes gremios económicos y a un sector
importante de la Iglesia católica ponerse de acuerdo para intentar crear un
estado de talante corporativo.
Por último, al hacer un balance de lo investigado en el campo del he­
cho religioso, tanto de la Iglesia católica como de otras denominaciones, con­
sidero que los principales aportes hechos en mis investigaciones se pueden
agrupar en las siguientes conclusiones: 1) los primeros estudios (sociología y
antropología) y definiciones sobre la religión, centrados en su colectivización,
institucionalización y representaciones de lo sagrado, siguen siendo válidos
a la hora de usarlos para explicar la organización de las diferentes iglesias y
su incidencia en el mundo de la cultura; 2) el tradicionalismo de la cultura
colombiana puede explicarse hasta cierto punto por el predominio clerical
que solo comenzó a dism inuir desde la década de 1960, lo cual ha obligado
a los cientistas sociales que analizan el proceso modernizador tardío en
Colombia a hablar de una especie de modernidad tradicionalista, yo diría
confesional o católica; 3) la permanencia de la corriente intransigente del
catolicismo, estructurada decimonónicamente, contribuyó hasta mediados
del siglo XX al tradicionalismo cultural de Colombia y fue caldo de cultivo
de nuestras guerras civiles, incluida la de mediados del XX; 4) cuando la po­
lítica comienza a secularizarse, la institución eclesiástica tiene dificultades
para incidir directamente en los feligreses, por lo cual en muchas ocasiones
prefiere privilegiar lo político por encima de sus compromisos religiosos; 5)
la nacionalización de los diferentes protestantismos en Colombia le abrió

170
El campo religioso en Colombia

paso a cierto proceso de diversificación del campo religioso; 6) la diversifi­


cación del campo religioso latinoamericano más o menos se ha presentado
de la misma manera en todo el continente, porque los feligreses católicos
latinoamericanos migran a otras expresiones religiosas cristianas y se mue­
ven permanentemente entre ellas, dependiendo de la oferta religiosa ofrecida
por líderes carismáticos, que en la década de 1990 lograron llegar a la política
en varios países con el ánimo de alcanzar los derechos que históricamente
la institución clerical tuvo; 7) el predominio histórico de los intereses pri­
vados (corporativismo) en la cultura colombiana le debe su base ideológica
al pensamiento organicista de la Iglesia católica, en su intento de evitar la
lucha de clases e imponer un modelo alternativo al capitalismo depredador;
8) finalmente, el debate intelectual sobre la tardía o precaria secularización
de la sociedad colombiana parte del hecho de considerar que la modernidad
europea es homogénea y progresiva. Esta falacia ya ha sido desvirtuada pues
su centro (Europa occidental) también es contradictorio y hacia fuera es aún
más tradicionalista.
Como se observa, el camino recorrido ha sido largo y no exento de
tropiezos. Todavía se requiere profundizar más en los temas investigados
y que ellos logren impactar de algún modo a la sociedad con el ánimo de
crear verdaderos escenarios pluralistas y seculares (Figueroa, 2017). Además,
demuestran que aún hay mucho que investigar en la historia nacional y dar
a conocer a los ciudadanos. No obstante estas aspiraciones, la sociedad con­
temporánea al parecer va por otros caminos. Recientemente les pregunté a
mis sobrinos adolescentes qué les enseñaban de historia en sus colegios, lo
pensaron mucho y la respuesta fueron vaguedades y silencio. El mismo que
percibo con más incomodidad en las clases con los estudiantes de los pri­
meros semestres de historia, que desconocen los hechos más representativos
de la historia colombiana, que ayudarían a ubicarlos temporalmente en los
problemas sociales a estudiar. A l parecer, cada vez hay menos profesores
como mi viejo profesor Pachito o menos escuelitas como la de doña Rita,
consecuencia a mi parecer de las políticas públicas en torno a la educación
y al vértigo del ahora. Al parecer estos dispositivos han logrado su cometi­
do: llevar a su m ínim a expresión el pensamiento histórico. Una situación
recreada por personajes mediáticos que sin ningún remordimiento escriben
libros con títulos bastante ilustrativos de la actual situación, como Basta de
historias de Andrés Hoppenheimer, uno de los libros más vendidos en C o ­
lombia cuando salió al mercado en 2010 y best seller en Argentina. Bueno,
en realidad existen en el mercado cientos de decenas de libros que desde el
comienzo del siglo auguraban el fin-de la historia o el exceso de ella.

171
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

Una agenda para la historia: decadencia versus justicia

La referencia a un texto de segundo orden y que podríam os ubicar como


literatura chatarra no es fortuita. Me refiero a Basta de historias, texto en el
que se sostiene grandilocuente y tendenciosamente que hay un exceso de his­
toria y se incita a m irar hacia adelante con una mirada prospectiva; aunque
el lenguaje utilizado más bien recuerda a los libros de autoayuda y de actitud
positiva, lo cual afortunadamente previene del engaño. Una invitación irres­
petuosa y fuera de lugar, que por supuesto los historiadores rechazamos por
insolente, cínica e ingenua. Además, con dicha mención quiero reiterar que
la historia siempre ha estado en tensión, puesta en duda su metodología y
su forma de narrar; aún más, su objeto de estudio y realidad social también
son cuestionadas permanentemente.
Siempre me he preocupado por explicarles a las personas sobre la
importancia de conocer y no olvidar el pasado, del porqué de la actual reali­
dad y de que esta solo se puede explicar de manera adecuada si se analiza en
perspectiva histórica. No por hacer eco a la tradicional expresión de “quien
no conoce la historia está condenada a repetirla”, sino porque la identidad
(individual o colectiva) se construye por medio de un cúmulo de experien­
cias sobrepuestas. Una especie de capas geológicas acumuladas diacrónica-
mente que tienen la capacidad de moverse como ondas: brotando del pasado
al presente y diluyéndose en él, donde la humanidad pone recurrentemente
los recuerdos en acción, en el ser y en el actuar. Somos memoria. Aún más,
el pasado determina hasta cierto punto las decisiones, sentires e ideas de un
futuro deseado. Muchas veces me he visto en la necesidad de explicarlo y
pocas veces quedo satisfecho, pues creo entender que la gente no tiene tiempo
de reflexionar sobre su historia. Hoy el tiempo solo alcanza para sobreaguar
un presente alienado.
Es posible que estemos en una especie de estado catalítico, que encie­
rra un sentimiento de desgaste (entropía) y de quietismo social, manifestado
en la duda recurrente de la lucidez y de la grandeza del pensamiento occiden­
tal —su historia positiva pero también la de la desfachatez y del cinism o—.
No es la primera vez que ello ocurre. Por no ir muy lejos, Friedrich Nietzsche,
M arx ya lo había hecho en la primera parte del siglo XIX, puso en cuestión
en la segunda mitad del XIX los supuestos avances de la cultura occidental
y el exceso del pensamiento histórico, una vía que continuaron autores tan
disimiles como Sigmund Freud, Alexander Kojéve, Oswald Spencer, Walter
Benjamín, Daniel Bell, Cari Popper, Franc^ois Furet, Hayden White y, por
supuesto, el tristemente célebre Francis Fukuyama. Todos ellos autores muy

172
El campo religioso en Colombia

diferentes: es más, decididamente de tradiciones intelectuales opuestas, aun


cuando coinciden en debatir la supuesta grandeza de la cultura occidental:
el peso de la historia, sus falsedades, sus contradicciones y decadencia. Pero
entonces a qué historia se refieren ellos: a la cíclica, a la monumental, a la
anticuaría, a la positivista, a la heroica, a la suma de hechos, a la magistra
vitae, a la progresista o por el contrario a la decadente, o a la que anuncia la
llegada de un estadio en el que ya no es posible avanzar, al fin de la historia.
En este sentido, considero con Pierre Chanu que el pensamiento histórico
cuestionado es el construido — con una perspectiva vectorial de suma de
segmentos temporales, espacialmente lineales y en apariencia cíclica, se­
gún Hegel— con el pegamento de la cultura judeocristiana, basado en una
teología de suma de acontecimientos heroicos de carácter sagrado y en la
esperanza de la resurrección, de la salvación y del paraíso celestial (Chanu,
1983). En efecto, la creación del mundo, de origen vectorial, el miedo a la
muerte o al fin de todos los tiempos y la linealidad en camino a un paraíso,
cimentaron la idea de que vamos en ascenso a la salvación o en progreso. Pero
cuando el progreso no llega hay ambigüedad, desasosiego e incertidumbre
(Chanu, 1983:18).
Con la idea del progreso (lineal, vectorial, en espiral o cíclico), el
espacio para la entropía no tiene cabida. Por cierto, el tiempo pagano de los
griegos o de las culturas indígenas no occidentales (americanas, hindúes,
asiáticas, etcétera) carece de comienzo y final, no es vectorial. A llí la de­
cadencia o la entropía, por tanto, no es vista como apocalipsis, como el fin
de los tiempos, posiblemente puede ser el “comienzo” de un nuevo ciclo o
sencillamente el “fin” de otro.
En este escenario de contradicción, ambigüedad y arbitrariedad,
surge la pregunta: ¿con cuál sentido de la historia o tiempo elaboramos los
relatos históricos? Las respuestas posibles son contradictorias y hasta cierto
punto meras ilusiones. A pesar de ello, el papel de los historiadores inevita­
blemente debe ser el de continuar trabajando en explicaciones contextúales
de los hechos (“significantes” ) considerados dignos de historiar y que la m e­
moria de las sociedades no quiere olvidar, o, más aún, que la humanidad está
en la obligación de recordar. Ello a pesar del silencio de los poderosos, de la
subjetividad del mismo historiador y de la arbitrariedad del dios Cronos y sus
cuestionamientos sobre el ser, la permanencia, el devenir y el cambio. ¿Pero
podemos aprehender realmente la historia? Paul Ricoeur (2008) recuerda que
tal vez no, que en los relatos solo estaríamos dando a conocer una versión
de la historia; de ahí que invite a los historiadores a hacer una historia justa
donde no haya abusos de la memoria. En este sentido, Robín Collingwood

173
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

en su obra Idea de la Historia (1974) ya había afirmado magistralmente que la


historia es una disciplina del autoconocimiento humano por medio del cual
se conoce la memoria de los pueblos. Pero entonces, qué es la memoria: un
acumulado de remembranzas individuales y de representaciones colectivas
del pasado, con la cual el historiador debe construir un discurso crítico de
lo acaecido, yo diría además con Walter Bejamin, p#ra hacer una historia a
contrapelo (Benjamín, 2010).
En fin, las diferentes formas de comprender el tiempo, la historia y la
memoria permanecen en tensión y luchan por imponerse; evidentemente, la
partida la va ganando el tiempo occidental con su etnocentrismo y su ilusión
de progreso. En efecto, el pensamiento histórico occidental se niega a pen­
sar que existan otras maneras de comprender el tiempo, es más, no permite
otros análisis, se resiste y lucha por continuar imaginando un progreso en
espiral, porque el espíritu de la historia es occidental (Dios), es creador, no
destructor. ¿Dialéctico? ¡Ambiguo! Unas interpretaciones que todavía no se
han resuelto. Lo que sí sabemos hasta el momento es que el “espíritu de la
historia” corre hoy a toda velocidad sobre el vértigo de lo contingente y cada
vez le cuesta más ocultar las memorias y los tiempos de las otras culturas.
En el mundo de la vida, los problemas ambientales (entropía), las
inmigraciones desbordadas, la concentración de la riqueza y el desequilibrio
global, por solo mencionar algunos de los males que amenazan la existencia
del mundo, demuestran la crisis de la cultura occidental (su idea de la razón
y del individuo), del pensamiento histórico, de la secularización del mundo
y de la ética humanista. Ciertamente, la capacidad del hombre contempo­
ráneo para transformar la naturaleza lo ha llevado a producir infinitamente
mercancías y un bienestar que podría resolver las necesidades básicas de
la población mundial. Sin embargo, ocurre lo contrario: la producción
de la humanidad está dirigida solo a satisfacer los deseos de quien está en
posibilidad de consumirlos insaciablemente y a toda velocidad. El tiempo
se vuelve vértigo y la historia y la cultura un lastre. Qué deberíamos decir
los historiadores frente a esta situación. Tal vez para encontrar una posible
respuesta lo mejor sea dialogar con los filósofos y los sociólogos contem­
poráneos. Por ejemplo, Gilíes Lipovetsky (2010) describe cómo el hombre
contemporáneo está alienado por el vértigo del consumo y de la inmediatez,
allí no hay espacio para el pasado, solo importa el ahora y la felicidad que
se adquiere comprando y desechando: ¿olvidando las tradiciones? Está por
verse. Pero hay más, en este vértigo los valores humanos también se trasmu­
tan y desechan. Ante esta forma de producir y flexibilizar la ética, el hombre
se acerca a un estado de incertidumbre que lo obliga a pensar en un futuro

174
El campo religioso en Colombia

incierto, desesperanzador y en decadencia. Si ello ocurre así, entonces cuál


debe ser el papel del historiador para que la gente “se tome su tiempo”, no
olvide y tenga esperanza. Además, esta velocidad termina por flexibilizar la
vida: los hábitos, las profesiones y el sentir se transforman rápidamente para
poder ajustarse a los nuevos tiempos del vértigo, de la transitoriedad y de lo
desechable. En efecto, el carácter como escenario de construcción de hábi­
tos y progreso ya no es funcional para el actual modelo económico, ahora se
requiere la flexibilidad absoluta y aprender a vivir en la incertidumbre. Las
tradiciones y los saberes adquiridos históricamente por medio de la cultura
pierden vigencia, ahora el pensamiento adquirido históricamente puede ser
una carga para lograr el éxito, pasajero y volátil. En efecto, hay que reinver­
tirse todos los días a costa de nuestra propia identidad, de la historia y de los
juicios morales (Sennet, 2012).
¡Ah! ¿Entonces en esta versión del capitalismo, el carácter, los valo­
res éticos y el pensamiento histórico ya no son útiles? Más aún, Zygmunt
Bauman afirma que es el mercado el que recrea la identidad, la homogeneiza
y licuefacciona, además, insiste en que toda la ética moderna fue impuesta,
por ello mismo se diluye: se licúa la vida del hombre, el amor, la familia, el
creer, la idea del Estado, lo público y la ética. La flexibilización del mercado
y de las relaciones es una constante que amenaza con dejarnos en un eterno
consumo y con el deseo no satisfecho (hedonismo). Yo diría, con M arx, que
este absurdo solo se lleva a cabo en quienes pueden consumir, las mayorías
están por fuera de ese mercado. ¿Qué pasa con ellas? Paradójicamente, gra­
cias a esa liquidez hoy tenemos la esperanza, según sus propias palabras,
de elaborar unos nuevos principios: incluyentes, respetuosos de la otredad,
autocríticos y con una idea de la historia, de la justicia social y de una cul­
tura en la que primen la ecuanimidad y la estética. Entonces la labor del
historiador allí no ha perdido vigencia, debe hacer una historia justa, como
la propuesta por Paul Ricoeur.
Ahora bien, en una mirada de larga duración sobre la ética occidental
es posible observar cambios: de la pagana se pasó a la judeocristiana, basada
en la fe del creyente; y de la católica a la secular, cimentada en la razón del
ciudadano (Bauman, 2004). Ambas sostenidas por un principio de autori­
dad: la celestial (la Torah y la Biblia), para los creyentes, y la que el hombre
le cedió a un soberano, la democracia de las mayorías. Actualmente, estas
éticas se cuestionan, porque se relativizan las creencias, los derechos, los
hábitos y las tradiciones, una relativización acompañada, como se afirmó,
de la crisis del pensamiento histórico, de la deontología y de la ética que los
acompaña. Unos principios éticós, se insiste, impuestos arbitrariamente y

175
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

muchas veces vistos solo como una ilusión. Por tal motivo es posible que el
hombre vuelva a crear otros principios más incluyentes; indiscutiblemente
si logra sobrevivir a la ética del consumo y del vértigo que ello le produce:
a él mismo, como hombre, y a la propia naturaleza (entropía). Insisto, allí
los historiadores tenemos el deber de guardar la memoria para oponerla a
esos nuevos principios e intentar rescatar lo mejoi; de esos procesos, pero
no para coleccionarlos ni para ponerlos de ejemplo, sino para recordar que
están allí, que la cultura se ha movido en el tiempo por la capacidad que tiene
la humanidad de hacer historia. Esto ¡para saber que hay un pasado y que
todavía es posible imaginar un futuro!
Por otra parte, con Bauman considero que todavía existe la oportuni­
dad de cuestionarse hasta dónde los principios de la modernidad fueron los
más adecuados a la hora de hacer más viable la condición humana. Comparto
además su propuesta de utilizar el “enfoque posmoderno” de la ética —es
decir reconociendo el pluralismo de las normas morales—, para cuestionar
el etnocentrismo y superar la idea agustiniana del libre albedrío, según la
cual la elección se limita a dos opciones: el bien o el mal. Ser fiel o pecador. En
la sociedad moderna ser un ciudadano ejemplar o un anarquista. Aún más,
el cambio de la ética confesional por una secular obligó a los legisladores a
enfrentar el egoísmo y la relativización de las normas, con criterios morales
absolutos basados en una razón pura. En otras palabras, fue el tránsito de
la fe religiosa a la razón, todopoderosa y omnipresente. Por cierto, a esta se
le creó un altar, el dios positivista de Hume, que también hoy afortunada­
mente entró en crisis ante la relativización de la verdad o más bien gracias
a la entrada victoriosa de la subjetivación y la otredad. Pero a pesar de este
interés racionalista, la modernidad no logró superar a su propia creación:
un individuo libre que se resiste a dejarse oprim ir por un sistema de valores
que lo enjaula en una instrumentalización de la razón. De ahí que como his­
toriadores no podamos hacer juicios a la manera como lo hacen los jueces,
dictando un veredicto. Por el contrario, estamos en la obligación moral de
cuestionar, publicitar y revisitar nuestras propias conclusiones con miras a
comprender la subjetividad del individuo (Ricoeur, 2008). Aunque autores
como Peter Sloterdijk recuerdan que esas ideas de un hombre autónomo,
libre y que ejerce sus derechos y que va en búsqueda del progreso es una in­
vención de unas minorías ilustradas, la mayoría de la población se encuentra
enajenada, alienada, cosificada y lucha por sobrevivir.
Aún más, este sistema, creado por unos filósofos ilustrados, parte del
hecho de desconfiar ambiguamente de un hombre emanado del pueblo, ya
que lo consideraba ignorante, esclavo de sus pasiones mundanas y, en algunos

17 6
El campo religioso en Colombia

casos, interpretando su propia existencia como bárbara. Por supuesto esta


lectura era la elaborada por unos letrados: hombres, blancos y europeos, que
le tenían miedo a ese hombre que decían defender, el de la otredad y el de la
explotación. Paradójicamente, a pesar de esta lectura naturalista y negativa
del hombre, es desde ahí que se construye un ideal de humanidad, que los
filósofos creían se podía unlversalizar arbitrariamente. El mismo Bauman
se cuestiona: ¿la moralidad ha llegado a su fin? ¿El hombre puede vivir sin
ética? ¿Hay un tránsito a una nueva ética pluralista? Para intentar responder
estos interrogantes el pensador contemporáneo sugiere acercarse a esta pro­
blemática desde una perspectiva posmoderna de crítica a la modernidad.5
En otras palabras, existe hoy la oportunidad de hacer un balance de la forma
arbitraria como se impusieron unos principios que los filósofos ilustrados
vendieron como verdades universales e incuestionables y lo impusieron por
medio de un modelo económico que hoy amenaza con destruir la vida que
conocemos (Lówy, 2014). Además, comparto con Bauman su invitación a
no perder la esperanza en un hombre capaz de crear sus propios principios
éticos dentro de la diversidad porque en la condición humana hay cierto
sentido ético que es anterior a cualquier norma, lo cual le ha permitido ha­
cer historia. No obstante, al mismo tiempo considero fundamental que en
cualquier agenda de un historiador de la llamada “periferia” o del “ tercer
mundo” (Fanón, 1961; Escobar, 1996; Said, 1997; Todorov, 2009) es necesario
tener presente que estas categorías fueron impuestas por los colonizadores en
su intento de restringir nuestra libertad, autonomía y forma de pensamiento
(cultura). De ahí que es el momento de aceptar la invitación de los pensadores
europeos para volvernos a pensar utilizando críticamente las herramientas
construidas por la humanidad en su conjunto.
I m p o s ib le t e r m i n a r e s t a p e q u e ñ a a g e n d a h is t ó r ic a s in d e c ir u n a s
b r e v e s p a la b r a s d e lo q u e a c o n t e c e e n e s ta t r is t e p a t r ia q u e n o s to c ó p o r
s u e r t e , C o lo m b ia : h o y , q u e se h a b la d e u n p o s ib le fin d e l c o n flic t o — d o n d e
se h a c e a lu s ió n a la s c o m is io n e s d e la v e r d a d , d e la h is t o r ia d e l c o n flic t o , d e
la s v í c t i m a s , d e l p e r d ó n y el o lv id o , d e la ju s t ic ia y la n o r e p e t ic ió n — e s u n a

5 Al culminar este escrito llegó a mis manos uno de los últimos libros de Bauman, titulado
Ceguera moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad (2015), en el cual retoma, con
Leónidas Donskis, el problema de la decadencia europea bajo la alegoría de Oswald Spengler.
Allí afirman que Europa vive una crisis similar a la primera posguerra, pero hoy la dictadura
la tienen burócratas (tecnócratas) grises que nadie eligió y ni son conocidos. No obstante el
mismo título del libro, Bauman sostiene que todavía hay esperanza de que Europa, gracias a
su liquidez, pueda enseñarle cosas al nrundo... Está por verse.

177
Helwar Hernando Figueroa Salamanca

obligación ética y moral aportarle esfuerzos intelectuales a la posibilidad de


construir relatos incluyentes, en los que la memoria de todas las partes salga
a flote y se reconozca la verdad, con justicia social y respeto del otro.

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182
D E L A A N T R O P O L O G Í A D E L A R E L I G I Ó N E N EL U R A B Á
A LA H I S T O R I A DE LA L O C U R A EN M É X I C O

Andrés Ríos Molina

Cuando los colegas coordinadores de este libro me invitaron a participar de­


cidí aceptar, sin dudarlo. Pensé que era una posibilidad para escribir algunas
ideas y reflexiones sobre el quehacer del historiador a partir de mi propia
experiencia. Es bien sabido que la construcción del saber historiográfico está
mediada por el entorno social, cultural y económico del historiador. A sim is­
mo, la elección de la universidad para recibir formación, los temas o periodos
para especializarse y las líneas historiográficas a seguir también dependen
de la trayectoria personal del académico. Con estas ideas de sentido común
escribí un primer borrador que rápido descarté: era la historia triunfal de
quien salió del barrio Galán en Bogotá hace dieciocho años y ahora es in­
vestigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Históricas
de la Universidad Nacional Autónoma de México (IIH-Unam). Después de
varios borradores sobre cómo historizar la relación del mundo del historiador
con el mío propio, opté por una selección de eventos elegidos por capricho
personal cuyos recuerdos me permiten hilvanar lo personal con lo gremial.
Comienzo por el lugar de enunciación. Después de haber estudiado
antropología en la Universidad Nacional de Colombia opté por México pa­
ra hacer una maestría y actualmente trabajo en uno de los mejores espacios
en el mundo para hacer investigación histórica. Me considero privilegiado
porque tengo acceso a recursos para organizar eventos e invitar a colegas
extranjeros, tengo una baja carga docente que me permite dedicar tiempo a
la investigación y mi instituto está ubicado en medio de los bellos jardines
de la Zona Cultural de la Unam. Llevo algo más de ocho años trabajando en
dichas condiciones, sin embargo, no soy el historiador de alta producción
según los estándares de evaluación que rigen a México. No he recibido pre­
mios, aunque tampoco me he presentado a muchos, y según la evaluación en
la Unam mi cantidad de publicaciones me ubica en un nivel bajo frente a mis
colegas. Tampoco he brillado por mi presencia en eventos internacionales y
en todos estos años.solo he salido de México a un congreso en Lima (Perú)
en 2006. En cuanto a mi producción académica, puedo sumar una docena
de artículos científicos, tres libros de autor y algunos trabajos coordinados.1

1 Los libros son: Andrés Ríos Molina. 2009. La locura durante la Revolución mexicana. Los
primeros años del Manicomio La Castañeda, 1910-1920. El Colegio de México. México; 2010.

183
Andrés Ríos Molina

Dirijo tesis, un grupo de investigación, imparto clases, dictamino tesis y


artículos, he sido editor adjunto de la revista Estudios de Historia Moderna
y Contemporánea de México, actualmente coordino un grupo de investiga­
ción financiado por la Unam y mi área de especialización es la historia de la
locura en el siglo XX.
*
La antropología en Bogotá como recuerdo fragmentado

Cuando llegué a estudiar antropología lo único que sabía era que los indios
despertaban mi curiosidad y fascinación. Estudié en la Universidad Nacional
de Colombia entre 1993 y 1998. Llegué a la antropología de la misma forma en
que arribé a la historia en 2001: sin tener claro en qué me estaba metiendo.
Estudié el bachillerato en el Instituto Técnico Central de La Salle de Bogotá y
la mayoría de mis compañeros eligieron algún tipo de ingeniería. Al terminar
la secundaria trabajé en una empresa metalmecánica en el sector de Puente
Aranda de la misma ciudad como dibujante técnico. Afortunadamente,
durante días enteros no había trabajo pero debía estar frente a mi mesa de
dibujo, y en esos ratos descubrí mi gusto por la lectura gracias a los tomos de
enciclopedias que me prestaba mi gran amigo Édgar Pinzón. Allí comenzó
mi fascinación por las culturas indígenas. No conocía a nadie que hubiese
estudiado humanidades; es más, en mi fam ilia cercana nadie había ido a la
universidad. Un buen día fui a la Biblioteca Luis Ángel Arango y pedí un
libro de antropología cuyo título no recuerdo: pasé todo el día leyendo sobre
tótems canadienses y los modelos de parentesco narrados por los primeros
antropólogos a inicios de siglo X X . Tenía diecisiete años y con ese libro puse
la antropología en mi radar. Además, debo confesarlo, soy de la generación
cuya infancia quedó marcada por Indiana Jones. Ese arqueólogo creado por
Steven Spielberg no solo alimentó las fantasías infantiles, sino que fue parte
de esas causas inconscientes que me llevaron a las puertas de la Universidad
Nacional de Colombia.
El primer libro que leí fue La interpretación de las culturas de Clifford
Geertz (1996), que marcó el inicio de una serie de lecturas, muchas en desor­
den, que significaron el acceso a un espacio de reflexión totalmente novedo­
so para mí. Sin embargo, el sueño de ser el antropólogo que investigaba en
comunidades remotas comenzó a desvanecerse debido a que hacer trabajo

Memorias de un loco anormal. El caso de Goyo Cárdenas. Debate. México; y 2016. Cómo
prevenir la locura. Psiquiatría e higiene mental en México. Siglo XXI Editores/Unam. México.

184
De la antropología de la religión en el Urabá a la historia de la locura en México

d e c a m p o e n c o m u n id a d e s in d íg e n a s e r a m u y d i f í c i l p o r lo s p r o b le m a s d e l
c o n flic t o a r m a d o e n tr e g r u p o s g u e r r i lle r o s , p a r a m i lit a r e s y, o , e jé r c ito e n
z o n a s d e p o b la c ió n in d íg e n a . D e h e c h o , m u c h o s t a lle r e s y s e m in a r io s q u e
h a b ía n s id o b á s ic o s p a r a g e n e r a c io n e s a n t e r io r e s a la m ía , n o e x is t ie r o n e n
m i é p o c a d e e s t u d ia n t e . S i b ie n t u v im o s s a lid a s d e c a m p o , n o t e n ía n n a d a
q u e v e r c o n a q u e lla s q u e d é c a d a s a t r á s d u r a b a n t r e s m e s e s e n el S ib u n d o y o
e n a lg u n a p a r t e d e l A m a z o n a s .
R á p id a m e n t e m e in te r e s é p o r la a n t r o p o lo g ía d e la r e lig ió n , p o r u n a
m u y c la r a r a z ó n s u b je t iv a : h a b ía e s t u d ia d o e n u n c o le g io c a t ó lic o , la m ita d
d e m i fa m i lia e r a m u y c a t ó lic a , m ie n t r a s q u e la m á s c e r c a n a e r a t e s tig o d e
J e h o v á . .., d e m a n e r a q u e c r e c í e n tr e d o s fla n c o s o p u e s t o s . E n la s m a ñ a n a s
e s c u c h a b a a l c a t o lic is m o y e n la s n o c h e s a s is t ía c o n lo s te s tig o s . T a m b ié n
r á p id a m e n t e c o m p r e n d í q u e e s to n o e r a s o lo a s u n t o d e v e r d a d e s , s in o d e
c o m p le ja s c o n s t r u c c io n e s c u lt u r a le s , lo c u a l q u is e in d a g a r d e s d e la a n t r o ­
p o lo g ía . C u a n d o p r o p u s e e s te te m a p a r a m i te s is , lo s p r o fe s o r e s q u e p o d ía n
a s e s o r a r m e e s t a b a n fu e r a d e l p a ís : R o b e r t o P in e d a y C a r lo s Z a m b r a n o . A s í
q u e m e fu i a l In s titu to C o lo m b ia n o d e A n t r o p o lo g ía e H is t o r ia , d o n d e c o n o c í
a G e r m á n F e r r o M e d in a , q u ie n e n a q u e llo s d ía s t r a b a ja b a e n la o r g a n iz a c ió n
d e l c o n g r e s o d e la A s o c i a c ió n L a t i n o a m e r i c a n a p a r a e l E s t u d io d e la s R e li­
g io n e s . F u i d e l g r u p o d e e s t u d ia n t e s q u e p a r t i c i p ó a p o y a n d o a G e r m á n e n
la o r g a n iz a c ió n . É l e s u n a n t r o p ó lo g o c o n u n a p e r s p e c t iv a h is t ó r ic a n ít id a
p a r a c o m p r e n d e r la r e lig io s id a d p o p u la r . E s c u c h a r lo e r a u n p la c e r y a q u e
n o se p e r d ía e n d is q u is ic io n e s t e ó r ic a s o e n c ita s in t e r m in a b le s d e a u to r e s ,
s in o e n d a t o s c o n c r e t o s q u e le p e r m i t ía n e x p lic a r el p o r q u é d e la s c a t e g o r ía s
q u e p r o p o n ía .
E l g i r o d e la a n t r o p o lo g ía a la h is t o r ia n o fu e r a r o e n m i g e n e r a c ió n :
P a b lo A n d r é s N ie t o , M a r t a S a a d e y G u s t a v o G o n z á le z t a m b ié n lo h ic ie r o n .
Y o fu i d e lo s q u e e n a lg ú n m o m e n to d e la fo r m a c ió n se in te re s ó e n el c o n flic t o
a r m a d o c o m o m a t e r ia d e e s t u d i o ... la v i o le n t o lo g ía . íb a m o s a l I e p r i ( I n s t i­
tu to d e E s t u d io s P o lít ic o s y R e la c io n e s I n t e r n a c io n a le s , d e la U n iv e r s id a d
N a c io n a l d e C o lo m b ia ) a e s c u c h a r c o n fe r e n c ia s y e v e n t o s s o b r e el c o n flic t o .
P e r o lo m á s c u r i o s o e s q u e t u v im o s g r a n d e s p r o fe s o r e s d e h is t o r ia q u e i m ­
p a r t ía n c la s e e n a n t r o p o lo g ía : D ia n a O b r e g ó n , A b e l L ó p e z , M a u r ic io A r c h ila
y A le ja n d r o C a s t ille jo , c o n q u ie n to m é c la s e . T a m b ié n íb a m o s a c o n fe r e n c ia s
d e C é s a r A y a la , C a r lo s M ig u e l O r t iz , Ja im e J a r a m i llo y A n a M a r í a B id e g a in ,
c o n q u ie n to m é c la s e p o r m i in te r é s e n lo r e lig io s o . S ie m p r e m e h a lla m a d o
la a t e n c ió n q u e e s ta m o v i li d a d d e la a n t r o p o lo g ía a la h is t o r ia , lo c u a l e s r e ­
c u r r e n t e e n C o lo m b ia , r a r a v e z o c u r r e e n M é x ic o .

185
Andrés Ríos Molina

En cuanto a las materias que cursé y a los autores que leí, recuerdo que
con Carlos Pinzón leimos autores como Michel Foucault, Jacques Derrida,
Gilíes Deleuze, Herbert Marcuse, Erich Fromm, y a latinoamericanos co­
mo Néstor García Canclini y Renato Ortiz. Es un hecho de que buena parte
de los estudiantes colom bianos que después llegam os a la Universidad
Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa (UAM-J) habíamos quedado
deslumbrados por los libros de García Canclini, quien reflexionaba sobre la
cultura en la era de la globalización, lectura determinante en mi elección de
maestría. Pero me parece que los cursos más importantes en mis años en la
Nacional fueron los que tomé con Luis Guillermo Vasco, Fran<;ois Correa
y en sociología con Fernando Uricoechea. Todavía no sé qué era lo que me
gustaba de Vasco: nos contagiaba su posición crítica frente a la antropología
carente de compromiso social y al servicio de la teoría, además de que tenía
un gran don escénico. Nunca sonreía. Su voz retumbaba en salones llenos
de estudiantes que lo admirábamos en silencio. ¿Será acaso que veíamos en
ese gran antropólogo de dirty look a nuestro Indiana Jones maoísta? Con
Fran^ois aprendí a leer de forma ordenada y con Uricoechea entendí la teoría
de Émile Durkheim. Comprendí en qué consistía una teoría, lo cual fue un
gran avance, ya que los cursos teóricos que tomé en antropología fueron de
dudosa calidad, con excepción del impartido por Sonia Uruburu.
A l final de la carrera no tenía duda de que si quería vivir de la antro­
pología el camino a seguir era una maestría. Siempre carecí de suerte para
conseguir buenos trabajos. Varios am igos trabajaron en arqueología de
rescate y otros con Antanas M ockus y Paul Bromberg en el Observatorio de
Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Bogotá. Yo trabajé en un colegio m ili­
tar como profesor de historia. Fue una experiencia interesante, agotadora y
breve: trabajé ocho meses lidiando adolescentes. Renuncié y tomé un avión
para México una vez aceptado en una maestría en antropología.

La antropología en la UAM-I

Desde Colombia veía a México como el sitio ideal para estudiar antropología
en América Latina. Solicité información a ocho universidades y recibí rápida
respuesta de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa
(UAM-I) y al ver que entre los profesores estaba García Canclini no dudé en
iniciar los trámites administrativos. Fueron muchos los latinoamericanos que
llegamos a este posgrado buscando tomar clases con tan brillante argentino.
Envié mis documentos y un proyecto, por fax, fui aceptado y llegué al D. F a
mis veintidós años a vivir en la zona del Ajusco con una familia veracruzana

18 6
De la antropología de la religión en el Urabá a la historia de la locura en México

que literalmente me adoptó. Fueron fuente de cariño y generosidad que me


permitió conocer la inagotable hospitalidad mexicana. Estuve un año toman­
do materias que me ayudaron a cubrir los vacíos en teoría antropológica,
principalmente gracias al gran profesor Roberto Varela (q.e.p.d). En cambio,
las clases con García Canclini fueron una decepción total: gran investiga­
dor pero docente muy limitado. Con Luis Reygadas tomé un curso llamado
“ Historia y cultura”, el cual se encargó de abrirme los ojos a la historiografía.
Allí leimos a historiadores que escribían sobre cultura y a antropólogos que
se acercaban a la historia. Esas lecturas fueron para mí una gran novedad.2
Fue la primera vez que pude contrastar dos formas de abordar los fenómenos
culturales: desde la historia y desde la antropología. Tomaba pocas materias
y tenía mucho tiempo para leer. Después de un año en la maestría comencé
a dar clases en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). En
aquella época se manejaba un sistema democrático para dar clase. C ual­
quiera que tuviera la licenciatura podía ofrecer un curso y si se inscribían
cinco estudiantes se impartía. A llí estaba un profesor de veinticuatro años
enseñando antropología de la religión.
A l ver que la maestría concluiría pronto, lo único que tenía seguro
era mi inestabilidad laboral, la cual podría mejorar solamente si hacía un
doctorado. Sin embargo, necesitaba de una institución que me ofreciera
una beca, ya los días de la maestría habían sido muy difíciles. En aquella
época, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) no ofrecía
becas a extranjeros, razón por la cual quedaban las muy competidas becas
de la Secretaría de Relaciones Exteriores y otras que daba la Organización
de los Estados Americanos (OEA). Me postulé a todas y no gané ninguna.
Los doctorados en antropología no me interesaban porque la mayoría eran
tutoriales y pensaba que aún tenía mucho por aprender, de manera que
necesitaba asistir a clases. Este modelo tutorial de doctorado fue impulsa­
do en México para promover que la planta docente de sus instituciones se
doctorara. De manera que quienes llegaban a cursarlo eran investigadores
con trayectoria que no necesitaban tomar materias, lo cual no era mi caso.
Se ha hecho evidente que la gente llega muy joven y con poca experiencia a
cursar un doctorado, razón por la cual tomar cursos y seminarios es cada vez
más prioritario en los posgrados y considero que el modelo tutorial carece
de utilidad, sobre todo cuando se recibe a candidatos de diferentes carreras.

2 Leimos a Robert Darnton, 1987; Cario Ginzburg, 1991; y Marshall Sahlins, 1988.

187
Andrés Ríos Molina

Un día, mientras caminaba por la EHAH vi un cartel informando


de la convocatoria para el doctorado en historia en El Colegio de México.
Un doctorado en historia sonaba bien y, pese a llevar dos años viviendo en
M éxico, no sabía nada sobre dicha institución. Lo único que conocía era la
biblioteca donde leía horas enteras. Llamé entonces al Colegio y le pregunté
a la secretaria si ofrecían becas, ella me dijo que sí,y me senté a hacer el pro­
yecto: quería trabajar una historia de las minorías religiosas en Colombia,
siguiendo las huellas de los trabajos de Jean-Pierre Bastian. Fui aceptado para
ingresar al doctorado un año después. Con la tranquilidad de una beca ase­
gurada, volví a Urabá con financiamiento del Banco de la República y estuve
un año completo terminando mi tesis de maestría con base en un análisis
del campo religioso. Entrevisté a miembros de diferentes denominaciones
religiosas e hice una tesis en la que propuse comprender estas instituciones
como espacios de reconfiguración parental. M i primer trabajo de archivo fue
en la notaría de Chigorodó. Recuerdo que no había luz porque la guerrilla
había volado unas torres en Dabeiba y todo el Urabá estuvo en penumbras
por cinco meses. Al lado de la notaría había bailaderos que funcionaban en
las noches gracias a las plantas de gasolina, y como se requería energía para
usar las computadoras y las máquinas de escribir eléctricas, la Notaría hizo
un trato con los vecinos y durante varias semanas funcionó con el horario
de los bailaderos: a partir de las 6 p.m.
Regresé a México en septiembre de 2001 con una tesis de maestría
terminada, lista para ser defendida, un hijo en camino, una maleta con ropa
y algunos libros, listo para entrar a un doctorado en historia.

El salto a la historia: seis años en El Colegio de México

La felicidad de tener una beca me hacía ver a El Colegio de México como la


institución perfecta: gran biblioteca, comedor (alimentación diaria garan­
tizada), clases de inglés, una gran oferta de cursos, profesores de amplia tra­
yectoria, y todo gratuito. Lo complicado fue comprender cómo piensan los
historiadores. Antes de llegar a la historia, era de los antropólogos que con
sus colegas se reía en privado de los títulos de los libros de los historiadores,
porque nos parecían excesivamente acotados, ya fuere a un espacio o en
periodización. Considerábamos ridículo un libro dedicado a una hacienda,
por ejemplo, entre “1770 y 1818”. Nosotros los antropólogos indagábamos
por asuntos más “complejos” como la identidad, la cultura, la subjetivación,
la dinámica del poder, la modernidad, la posmodernidad, etcétera, y a los
historiadores les interesaba una hacienda en un lapso diminuto. Además, el

188
De la antropología de la religión en el Urabá a la historia de la locura en México

miedo a la teorización por parte del historiador nos parecía excesivo, aunado
a la impronta positivista evidenciada a la hora de hacer interminables des­
cripciones. Aunque esto último no lo compartía del todo por dos razones: en
primer lugar, porque después de leer las etnografías clásicas, particularmente
a Evans-Pritchard (1950,1977,1982), me di cuenta de la necesidad de buenas
descripciones. Asimismo, tampoco me consideré nunca muy “teórico”, es
decir: si serlo significaba repetir autores, me parecía muy aburrido, y tener
la posibilidad de hacer una “propuesta” teórica lo consideraba, y lo sigo con­
siderando, como algo a años luz de mis intereses y capacidades.
Por todo lo anterior, mis primeros meses en el doctorado fueron
de confusión total: no entendía cómo planteaban los problemas y temas de
investigación, me parecía que se quedaban discutiendo cosas sumamente
específicas, algunas de las cuales encontré fascinantes. Además, me enfer­
mé en el primer semestre: hepatitis A y salmonelosis, dupla que según me
explicó un médico del hospital de Xoco era bastante común en la capital
mexicana. Además, ese mismo semestre murió mi amigo Carlos Rodríguez.
En un intento por organizar mi cabeza decidí que, en lugar de tratar de com­
binar la antropología con la historia, me debía esmerar por comprender la
lógica con que funcionaban los historiadores. Así, en las clases y fiestas con
mis queridos compañeros de generación (en la Casa del Terror regenteada
por René de León), me comportaba como el antropólogo que observa a los
nativos. Todo se aclaró para mí cuando entendí el significado de la palabra
historiografía. Comprendí que los historiadores planteaban sus temas a
partir de problemáticas que no son necesariamente teóricas, sociológicas o
antropológicas, sino a partir de campos y problemas historiográficos. Me
enfoqué en los cursos sobre siglo XX, ya que siempre me ha costado imaginar
el mundo antes de Baudelaire.
Pasé dos años tomando materias y pensando en el tema de tesis. Los
seminarios que considero fundamentales en mi formación como historiador
los cursé con Elias Trabulse, de quien admiré la pasión por la historia; con
M arco Palacios comprendí la importancia del método; y con Javier G arda-
diego, Engracia Loyo y Romana Falcón aprendí mucho sobre la historia de
México. Una vez concluida la etapa escolarizada tuve cuatro años de beca
para hacer la tesis. Los doctorados con beca por seis años ya no existen en
México. Sin embargo, considero que es el tiempo prudencial para hacer una
tesis doctoral de calidad. Con la reducción del tiempo de beca y el aumento
de presión a las instituciones por titular la mayor cantidad de personas,
inevitablemente se reduce la calidad de estas.

18 9
Andrés Ríos Molina

Un buen día, mientras comía con mis compañeros de clase, alguien


hizo un chiste sobre un profesor que parecía “salido de La Castañeda”. Cuan­
do pregunté qué era La Castañeda, me enteré de que había sido el m anico­
mio más importante de México durante el siglo XX. Indagando sobre dicha
institución encontré el número 51 de la revista Secuencia, coordinado por
Cristina Sacristán, publicación que me abrió la puerta a ja historiografía de
la psiquiatría. Mi primera incursión a la historiografía de la locura tuvo lugar
cuando tomé un curso sobre métodos cuantitativos con Graciela Márquez.
A llí decidí hacer algo que continúo haciendo: integrar lo cuantitativo como
una herramienta para el análisis de la locura. Este ejercicio me permitió
cuestionar ideas generalizadas sobre La Castañeda. La primera idea que se
tenía era que la mayoría de los que entraban fallecían después de muchos
años de encierro, idea que se desdibujó ante la cantidad de pacientes que
entraban durante estancias cortas y salían “curados”. Este hecho me llevó
a ver el manicomio no solo como un sitio de encierro, sino también como
un sitio de paso.3 En segundo lugar, gracias a la herencia foucaultiana, hubo
una tendencia a comprender los manicomios como el brazo biopolítico del
Estado y su funcionamiento bajo la lógica del control social. Pero al revisar
los expedientes de los pacientes encontré que el poder ejercido no era pro­
piamente el estatal sino el familiar, ya que los parientes eran los que tomaban
la decisión de encerrar a quien ellos consideraban “ loco” y merecedor del
encierro terapéutico. En la historiografía encontré que varios autores habían
analizado el papel de la familia en el proceso de internación psiquiátrica, lo
cual me abrió la puerta a un enfoque que articulara lo clínico con lo cultural.4
Mientras trabajábamos nuestras respectivas tesis, comenzó el roman­
ce con M aría, el cual continúa. Compañera de mil batallas y protagonista de
todo lo narrado de aquí en adelante. M aría y yo nos amamos, nos peleamos
y somos un buen equipo.

La historiografía de la locura y la psiquiatría

Me doctoré con una tesis hecha con los expedientes clínicos de los pacientes
de La Castañeda. Revisé miles de ellos: unos muy bien documentados y otros

3 Esto lo desarrollo en el artículo “El Manicomio General La Castañeda en México. Sitio de


paso para una multitud errante”. Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Debates, en línea desde el 17
de enero de 2009.

4 Mark Finnane, 1985; Constance McGovern, 1986; Patricia Prestwich, 1994.

190
De la antropología de la religión en el Urabá a la historia de la locura en México

con casi nada de información, algunos con descripciones muy extensas de


los médicos, además de cartas de los familiares, reportes de enfermeros o
vigilantes y, en algunos casos, cartas escritas por los mismos pacientes que
eran decomisadas ya que estaba prohibido que los internos mantuvieran
correspondencia. A llí se me ocurrió comenzar a ver los expedientes clínicos
como documentos “polifónicos”, ya que contienen numerosas voces frente
a un internamiento. Además, si bien era una historia clínica, también eran
narraciones de conflictos domésticos: peleas o acciones “ impropias” del loco
aparecían como trasgresiones que lo patologizaban y motivaban el encierro.
Esto implicaba que cada internamiento tenía detrás una trama de relacio­
nes de poder dentro de la fam ilia, mas no del Estado, que los expedientes
nos permitían abordar. Además, ¿qué “poder del Estado” existió durante
la revolución mexicana? Esta investigación me permitió acercarme a una
bibliografía extensísima al respecto que, para sorpresa mía, no acababa con
Foucault. Por esa razón, cuando los estudiantes me llegan con proyectos cuyo
único fundamento son un par de citas de Foucault, recuerdo que también
pasé por ahí.
El campo historiográfico de la psiquiatría y la locura se ha diver­
sificado en las últimas tres décadas, lo cual ha abierto numerosos temas y
fuentes. A partir de mi propio recorrido por el asunto, propongo que hay
cuatro abordajes historiográficos más o menos diferenciados. El primero
es el liderado Germán Berrios, que consiste en historizar las enfermedades
mentales desde una perspectiva clínica, desde lo que se conoce como la
Escuela de Cambridge.5 A esta perspectiva no me acerqué en su momento,
aunque recientemente sí. Desde esta línea de trabajo, el saber psiquiátrico es
entendido como la construcción de modelos y paradigmas construidos para
comprender la dinámica interna de las diferentes enfermedades mentales.
Una segunda vertiente tiene que ver con la historia de las institucio­
nes psiquiátricas en el marco de las políticas de salud. En México, diversos
artículos de Cristina Sacristán examinan la dinámica de las instituciones de
encierro terapéutico en el marco de las diversas políticas públicas (Sacristán,
20 10 ,200 8,200 5,2005a, 2003). Esta es una ruta que nos permite comprender
dichas instituciones en el marco de procesos administrativos, burocráticos,
económicos, etcétera.

5 Germán Berrios es el editor de la revista History of Psychiatry y su libro más importante es The
History of Mental Symptoms. Descriptive Psychopathology since Nineteenth Century. Cambridge
University Press. Cambridge. 1996.

191
Andrés Ríos Molina

La tercera busca analizar el mundo psiquiátrico a partir de la pers­


pectiva de los pacientes, lo cual nos permite incursionar en una dimensión
dialógica que nos lleva a replantear la imagen del paciente psiquiátrico como
un ser pasivo, medicado, dominado y hasta aplastado por el poder de la psi­
quiatría. Por el contrario, permite ver a los pacientes como actores sociales
con la capacidad para debatir, cuestionar dictámenes, fingir cordura, y ne­
gociar con la institución.
La cuarta faceta tiene que ver con lo jurídico. Desde mediados del
siglo X IX , al tiempo de la codificación del derecho, la presencia de los psi­
quiatras en calidad de peritos en los juzgados se hace relevante. Fueron
abundantes los procesos judiciales, ya sea en el terreno de lo civil o de lo
penal, en los que se solicitaba la presencia de psiquiatras en calidad de pe­
ritos para definir si alguien era capaz o no de ejercer sus derechos civiles o
el supuesto loco era irresponsable penalmente. En consecuencia, el papel
de lo psiquiátrico en el terreno jurídico ha sido una de las principales rutas
de análisis. Así, encontré que la historia de la psiquiatría no se reducía a sus
instituciones o al ejercicio del poder y mi intento ha ido enfocado a transitar
las cuatro rutas mencionadas.

Difundir la historia y otros proyectos frustrados

Uno de los rubros que debemos cubrir quienes trabajamos en la Unam es la


difusión, además de la investigación y la docencia. Cuando hice el doctorado
estaba muy seguro de la obligación que tenemos los historiadores de llevar los
resultados de nuestras investigaciones a un público no especializado. C on­
vencido de ello comencé a trabajar en dos proyectos. El primero tiene que ver
con el asesino serial más famoso en México en el siglo XX: Goyo Cárdenas.
Cuando conocí el caso y al mismo tiempo me di cuenta de que no había un
libro donde historiador o antropólogo tratara tan interesante caso, decidí
hacerlo. Sin embargo, escribir un libro en formato académico impedía que
numerosos detalles absurdos e hilarantes de la historia brillaran como yo
quería. Así que decidí escribir un ensayo en lugar de un artículo científico
para revista indexada. Estuve dos años recogiendo información y tomando
notas. M i beca del doctorado estaba por terminar y necesitaba sobrevivir, así
que me postulé al programa de becas jóvenes creadores del Fondo Nacional
para la Cultura y las Artes (Fonca) en la categoría ensayo. Envié mi proyec­
to y los documentos y fui rechazado; al año siguiente lo intenté de nuevo
y la obtuve. El formato me pareció fascinante: fuimos cuatro los becados
en la categoría ensayo y tuvimos como tutor al gran ensayista y patólogo

192
De la antropología de la religión en el Urabá a la historia de la locura en México

Francisco González Crussi. Tuvimos tres sesiones de trabajo a lo largo de


un año; cada sesión duraba tres días y tenía lugar en un hotel fuera de la ca­
pital mexicana. Tres días trabajando con los compañeros y el tutor, durante
los cuales leíamos nuestros avances y todos nos hacíamos sugerencias. Fue
una experiencia importante en mi vida. Por una parte, quité de mi cabeza la
absurda idea que se maneja entre los historiadores de que un “ensayo” es un
texto menor en comparación con un riguroso artículo científico. Me enteré
que era un género literario en sí mismo, me puse a leer a George Steiner y a
Guy de Mauppasant. Aprendí de literatura en aquellas sesiones. A la hora de
revisar mi texto, González Crussi solía decir: “ En este párrafo salió el profe­
sor”, lo cual quería decir que el texto se había tornado aburrido, hiperespe-
cializado y tedioso. Aprendí que una investigación rigurosa no está peleada
con una amable escritura. Comprendí entonces que el trabajo de difusión que
hacemos los historiadores no consiste en escribir una historia más sencilla
para un público no especializado, sino que implica un aquilatamiento en la
escritura para que el lector disfrute la lectura, para lo cual es necesario atra­
par la atención del público, lo cual se puede hacer desde el ensayo y no desde
el texto académico. Hice dos años de investigación y otros dos de escritura.
Fueron cien páginas que escribí una y otra vez, que al final fue publicado por
el sello Debate, de Random House Mondadori, y debo confesar que de todo lo
que he escrito es lo que más me gusta (Ríos, 2010). No obstante, el desenlace
no fue el esperado: se imprimieron cuatro mil ejemplares, aun cuando para
un editorial del tamaño de Random House se espera que todo el tiraje de
“un buen libro” se venda en seis meses. De este se vendieron mil en un año,
es decir, un fracaso en ventas. Así que publicar con una editorial grande y
famosa no garantiza mucho. He recibido muchos correos de personas que
han leído el libro y me manifiestan haberlo disfrutado.
En 2010 muchos historiadores en México nos vimos involucrados
en alguno de los muchos eventos o publicaciones organizadas en el marco
de los bicentenarios. Por mi parte, se me ocurrió organizar una exposición
fotográfica sobre el manicomio La Castañeda, el cual había sido inaugurado
en 1910 en el marco de los festejos del centenario de la independencia. Con
el apoyo de Roberto Mejía del INAH conseguimos un espacio inmejorable:
el Museo de la Fotografía, localizado en una esquina del Zócalo, al este de la
Catedral. La directora nos facilitó los tres pisos del museo y el apoyo de su
personal. Con Eduardo Ancira aprendí bastante de museografía. Las diseña­
doras me ayudaron a retocar casi cien fotografías. Hubo miles de asistentes
a la exposición “ Imágenes de la locura. La Castañeda: 100 años después”, me
hicieron muchas entrevistas para radio, prensa y televisión, quince minutos

193
Andrés Ríos Molina

d e fa m a . P e r o h u b o a lg o c u r io s o : e n to d a s la s c h a r la s y e n t r e v is t a s d e c ía m á s
o m e n o s lo m is m o , p o r q u e m e p r e g u n t a b a n s ie m p r e lo m is m o . P e r o a lg o
q u e s ie m p r e e n f a t iz a b a e r a la n e c e s id a d d e d e s m o n t a r la le y e n d a n e g r a d e
L a C a s t a ñ e d a . S i b ie n h u b o h a c in a m ie n t o , m a lt r a t o s y e v e n t u a le s e x c e s o s ,
n o p o d e m o s q u e d a r n o s a h í: fu e la c u n a d e la p s iq u ia t r í a y la n e u r o lo g ía e n
M é x ic o . S i h u b o p r o b le m a s fu e p o r la fa lt a d e r e c u r s o s , y a q u e la s fu e n t e s
d e a r c h iv o n o s h a b la n d e n u m e r o s o s in te n to s p o r m e jo r a r la s c o n d ic io n e s d e
v i d a d e lo s p a c ie n t e s . S in e m b a r g o , g r a n d e c e p c ió n s e n t ía c u a n d o a l fin a l
d e a l g u n a c o n fe r e n c ia v a r i o s s e m e a c e r c a b a n p a r a a g r a d e c e r m e p o r h a b e r
n a r r a d o la s c o n d ic io n e s ta n t e r r ib le s e n la s q u e v i v í a n lo s in t e r n o s . Y o n o
h a b ía h a b la d o d e e s o , p e r o e ra lo q u e la g e n te e s t a b a e s p e r a n d o . A l p r e s e n te
m e b u s c a n p a r a d o c u m e n t a le s s o b r e L a C a s t a ñ e d a , y s u e le p a s a r q u e d e s ­
p u é s d e c a s i u n a h o r a d e e n t r e v is t a , e d it a n u n m in u t o o u n p o c o m á s , ju s t o
d o n d e y o m e n c io n a b a a lg ú n p r o b le m a d e la in s t it u c ió n . O t r o e je m p lo : n u ­
m e r o s o s a r t íc u lo s p e r io d ís t ic o s y d o c u m e n t a le s d e te le v is ió n s u e le n a f i r m a r
q u e e n L a C a s t a ñ e d a in t e r n a b a n h o m o s e x u a le s y p r o s t it u t a s . E s m á s , h e
r e c ib id o v a r i a s lla m a d a s d e p e r i o d is t a s q u e m e s o lic it a n la lis t a d e in t e r n o s
d e L a C a s t a ñ e d a q u e in g r e s a r o n p o r p r o s t it u c ió n y h o m o s e x u a lid a d . E n lo s
m ile s d e e x p e d ie n t e s e n c o n tr é c in c o p r o s t it u t a s y u n h o m o s e x u a l q u e fu e r o n
r e c lu id o s p o r q u e e s t a b a n lo c o s . S in e m b a r g o , p e s e a q u e lle g u é a lo s m e d io s y
d i c o n fe r e n c ia s , lo s d o c u m e n t a le s , lo s b lo g s y la s r e s e ñ a s p e r io d ís t ic a s s o b r e
L a C a s t a ñ e d a c o n t in ú a n e n f a t iz a n d o e n la le y e n d a n e g r a y, p a r t i c u l a r m e n ­
te , s ig u e n e n f a t iz a n d o , s in s u s te n to a lg u n o , la a lta p o b la c ió n d e p r o s t it u t a s
y h o m o s e x u a le s . E l lib r o d e Goyo y la e x p o s ic ió n d e L a C a s t a ñ e d a fu e r o n
e x p e r ie n c ia s m u y g r a t if ic a n t e s e n el t e r r e n o d e la d ifu s ió n ; p e r o la s a lid a d e
c ir c u la c ió n d e l lib r o y la d e fo r m a c ió n m e d iá t ic a d e la s id e a s c e n t r a le s d e la
e x p o s ic ió n m e lle v a r o n a t o m a r d is t a n c ia d e la d ifu s ió n . S i b ie n im p a r t o
c o n fe r e n c ia s e n el m a r c o d e lo s e v e n t o s d e d if u s i ó n o r g a n iz a d o s t a n to e n m i
in s tit u t o c o m o e n o t r a s p a r t e s d e la U n a m , y a n o m e e m b a r c o e n p r o y e c t o s
ta n a m b ic io s o s c o m o e s to s d o s.

El acceso a los expedientes clínicos y la burocracia mexicana

D e s p u é s d e h a c e r la te s is d e c id í s e g u i r t r a b a ja n d o c o n lo s e x p e d ie n t e s c l í n i ­
c o s d e lo s p a c ie n t e s d e L a C a s t a ñ e d a . D e b id o a q u e el a r c h iv o c o n t e n ía m á s
d e s e s e n ta m il, a r m é u n p r o y e c t o p a r a t r a b a ja r a lo la r g o d e tr e s a ñ o s c o n
u n e q u ip o d e c o le g a s e n a r a s d e h a c e r u n a n á li s is g lo b a l d e d ic h a s fu e n te s ,
a p a r t i r d e la c o m b in a c ió n d e lo c u a n t it a t iv o c o n lo c u a lit a t iv o . E l p r o y e c t o
fu e a p r o b a d o y a llí t u v e el g u s t o d e t r a b a ja r c o n m i c o le g a C r i s t i n a S a c r is t á n

19 4
De la antropología de la religión en el Urabá a la historia de la locura en México

y mis primeros estudiantes, ahora colegas: Ximena López Carrillo, Daniel


Vicencio, Alejandro Giraldo, Alejandro Salazar, José Antonio Maya y José
Luis Pérez.
El problema apareció cuando quisimos revisar expedientes posterio­
res a 1944 ya que, por la recién emitida ley federal de archivos, los expedientes
clínicos son información confidencial con menos de setenta años, no podían
revisarse. Si bien la ley dice que dichos documentos pueden ser consultados
para efecto de investigaciones académicas, no se emitió el correspondiente
reglamento que le dijera a las autoridades del Archivo Histórico de la Secreta­
ría de Salud con qué criterios definir si una investigación era o no académica.
Después de que las autoridades del Archivo me sugirieron cruzar los brazos
hasta que se emitiera el Reglamento, entré en contacto con la entonces direc­
tora del Archivo General de la Nación, Aurora Gómez Galvarriato, con quien
coincidía en la mesa directiva del Comité Mexicano de Ciencias Históricas.
Ella me puso en contacto con abogados del Instituto Federal de Acceso a la
Información (Ifai) a quienes les expuse mi caso. Después de muchas con­
versaciones explicándole a los abogados en qué consistía el asunto, se logró,
por gestión de Aurora, un procedimiento para agilizar las solicitudes de los
historiadores: presentar una solicitud formal ante el Ifai. El proceso tardó
siete meses. Dicha institución me entregó un documento de ochenta páginas
a renglón seguido donde hacía una investigación detallada de mi proyecto,
analizaban legislaciones de otros países, detallaban exactamente qué instan­
cia de la Unam me estaba financiando, etcétera. Estaba en Bogotá visitando
a mi familia cuando Marcela Agudelo me mandó un link del periódico El
Universal y otro de La Jornada donde se informaba que los comisionados
del Ifai habían aprobado que yo accediera a los archivos de La Castañeda. Se
manejó en los periódicos que era algo nunca antes visto: la apertura de los
expedientes clínicos a un investigador de la Unam.6

Para concluir

Cuando llegué a la UAM a estudiar la maestría, tenía un proyecto gigante


atiborrado de numerosas citas de muy diversos autores sobre la antropolo­
gía de la religión. Pensaba, erróneamente, que entre más “ teórico” fuera un

6 Véanse los artículos "Ssa otorga acceso a expedientes clínicos de 'La Castañeda" de Alberto
Morales, 2014, y "Autoriza el Ifai acceso a los datos personales de los pacientes de La
Castañeda", de Ciro Pérez Silva, 2013. El debate puede verse en la página del Ifai, 2013.

195
Andrés Ríos Molina

texto, sería de mayor calidad. Es más: era de aquellos estudiantes que entre
más enredado e ininteligible encontrara un texto, más admiración me desper­
taba. Mientras que encontraba “ descriptivos” y “positivistas” los textos con
narraciones entendibles y coherentes, como la mayoría de la producción his-
toriográfica. Pero la clave está en saber deshacerse de las bridas intelectuales
que las subculturas académicas generan. En este proceso fue importante una
frase de Carlos Garma, quien fuera mi director de tesis en la UAM. Cuando
vio semejante texto en el que citaba una retahila de autores sin método alguno
sonrió y me dijo: “ Las teorías pasan, pero las etnografías se quedan. Ponte a
hacer una buena etnografía y agarra la teoría que te sirva para organizar las
ideas”. Tan sencilla sugerencia me llevó a leer y a disfrutar la lectura de las
etnografías clásicas, las cuales me enseñaron que el etnógrafo debe esmerarse
por comprender realidades culturales, y las teorías son herramientas para la
interpretación. Quien quiera hacer de la teoría el principio y el final de su
quehacer como antropólogo, sin lugar a dudas podrá hacerlo y escribirá y
venderá muchos libros. Pero yo voy por otro camino: considero que entender
la realidad cultural es más apasionante, complejo y enriquecedor que cual­
quier teoría. Por ello no fue tan difícil el salto a la historia: así como fui el
antropólogo que reunía datos metódicamente en su trabajo de campo, llegué
a ser el historiador que en el archivo reúne información sobre otros momen­
tos históricos. Si bien encontré una cercanía en el método, ambas disciplinas
son muy diferentes epistemológicamente. Solo cuando pude comprender qué
significaba la conformación de un debate historiográfico, me di cuenta que
la historia no podía ser solamente “ juntar datos”. Frecuentemente llegan a
mis manos trabajos de antropólogos que se acercan a la historia en busca de
“ datos” que les permitan comprobar teorías sobre la biopolítica y sobre el
control social, donde las narraciones están con Foucault, contra Foucault,
pero nunca sin Foucault.
El próximo año cumpliré veinte años desde que llegué a México. Mis
recuerdos de Colombia son lejanos y fragmentados. Entre mis más nebulosos
recuerdos de infancia está aquella sonora voz informativa que me despertaba
cada mañana con la frase “ -Alerta Bogotá!” Actualmente, mis estudiantes
colombianos están en la obligación de traerme Pony Malta y Chocoramo
cada vez que viajan a mi tierra. Elíxires que saboreo en soledad, cual ritual
que me permite traer esos recuerdos que definen lo que soy y lo que seré.

19 6
De la antropología de la religión en el Urabá a la historia de la locura en México

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Andrés Ríos Molina

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19 8
EL T A L L E R D E L H I S T O R I A D O R : L A H I S T O R I A
D E LA C O M P A Ñ Í A D E J E S Ú S E N C O L O M B I A

Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

¿Por qué escribir la historia


de la Compañía de Jesús en Colombia?

Para nadie es un secreto que la institución católica ha desempeñado un papel


importante en el desarrollo histórico de Colombia. Dentro de esa institución
una orden religiosa ha sido relevante, la Compañía de Jesús, más conocida
como la orden de los jesuítas. Desde su arribo al Nuevo Reino de Granada
en 1604 hasta la actualidad, el influjo de la Compañía (jesuítas) no puede ser
menospreciado. El estudio de su historia en Colombia desde 1604, pasando
por los siglos XIX y XX, contribuye a esclarecer los motivos de las expulsiones
de los jesuitas en la época colonial y las dos expulsiones del XIX.
En 1767 se puso en vigor la Pragmática de Carlos III rey de España.
Esta expulsión obedeció a un conjunto de factores políticos, económicos, so­
ciales, culturales y religiosos del siglo del regalismo europeo. En el siglo XIX el
contexto fue la naciente república y los proyectos de nación que se empezaron
a forjar. Los jesuitas arribaron al país en plena conformación de la nación y
su presencia fue vista como un obstáculo al proyecto de nación que se puso
en marcha desde 1849. Fueron impugnados, criticados, desacreditados en el
Congreso de la República por una fracción del Partido Liberal que utilizó la
propaganda antijesuita que circuló en el mundo europeo desde el XVII y la
que surgió en Europa y especialmente en Francia del XIX. Con estas publi­
caciones se acumularon una serie de argumentos que esbozaron la mayoría
de congresistas que presentaron en un proyecto de ley para expulsarlos del
país, propuesta que recurrió a un argumento bastante paradójico, pues un
Gobierno republicano y antihispano aseveró que la Pragmática de Carlos
III estaba vigente en la República por lo cual la presencia de los religiosos
era ilegal. En la segunda expulsión del siglo XIX, en 1861, se argumentó que
los jesuitas habían apoyado a los ejércitos conservadores en la guerra civil
iniciada en 1859 y que habían adquirido algunos bienes sin el permiso del G o ­
bierno. Esta medida forma parte de un contexto más general de persecución
y de distanciamiento entre el Estado y la Iglesia. A fines del XIX, en 1884, los
jesuitas regresaron al país para establecerse definitivamente, amparados, en
parte, por el proyecto conservador denominado Regeneración.
Desde ese entonces hasta nuestros días, han sido un aporte signifi­
cativo en el campo de la educación y eñ las áreas sociales. En el campo de la

199
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

educación han contribuido con sus colegios y universidad a la formación de


la clase dirigente del país y al campo científico. En el social son significativas
sus acciones en la gestación del Círculo de Obreros, del sindicalismo católico,
de las misiones, especialmente la del Magdalena medio, y desde la década
del setenta han sido pioneros con el Centro de Investigación y Educación
Popular (Cinep, Bogotá), el Instituto M ayor Campesino (Imca, Buga, Valle
del Cauca), el movimiento de Fe y Alegría. Esta opción de la Compañía de
Jesús en Colombia por el área social ocasionará divisiones en los jesuítas en
la década del sesenta y ochenta del siglo pasado y algunas estigmatizaciones
desde dentro y fuera de la institución eclesiástica.
Conocer y entender esta historia llevará al esclarecimiento de algu­
nos aspectos en la historia de Colombia y a la historia de la Iglesia en el país.
Como es obvio, en esta historia hay luces y sombras, defensores y detracto­
res, aciertos y desaciertos que deben historiarse para ayudar a comprender
mejor las dinámicas políticas, sociales y culturales que se han presentado.
Desde hace dos décadas se comenzó un proyecto de investigación
que ha dado sus primeros frutos al sum inistrar a la comunidad académi­
ca una primera obra de lo que será un proyecto de largo alcance (Salcedo
Martínez, 2014). El siguiente paso en la investigación elaborará una historia
de la Compañía de Jesús en Colombia desde 1884, año en el que regresó al
país tras su expulsión en 1861, hasta la actualidad. Queremos que no sea una
historia exclusivamente institucional, es decir indagar por las dinámicas
propias, tanto en el tiempo como en el espacio de un actor específico, en este
caso la Compañía de Jesús. Se pretende investigar la historia de la Compañía
imbricándola y relacionándola con la del país, de tal forma que podamos
entender las dinámicas propias de la orden religiosa a la luz de los procesos
históricos que vivía la sociedad colombiana.
Con lo anterior no deseamos reducir la investigación a observar có­
mo funcionaban los jesuítas y sus componentes en dinámicas internas, sino
cómo en sus diversas actividades estaban relacionados con las dinámicas del
país. Por ejemplo, la relación de los jesuítas con los gremios económicos, los
partidos políticos, los sectores educativos, los sectores populares y con las
organizaciones de campesinos y de afrocolombianos. Esto significa entender
en qué medida la historia de la Compañía se ha relacionado con la historia
del país en aspectos políticos, económicos, sociales, culturales, educativos,
entre otros. El periodo de esta investigación está dividido en tres etapas:1

1. 1884-1925: desde el arribo de los jesuítas al país, hasta la creación de la


Provincia Colombiana.

200
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

2. 1925-1965: desde la creación de la Provincia hasta el final del Concilio


Vaticano II (1962-1965).
3. 1965 a la actualidad: la Compañía al adaptarse al Concilio Vaticano II
tuvo que vivir una serie de cambios internos y adaptarse a la Congrega­
ción General 32 que eligió al padre Pedro Arrupe como superior general
de la orden religiosa. Este órgano de gobierno de los jesuítas optó por la
promoción de la fe y la justicia. Esta opción de la Compañía de Jesús le
ha acarreado estigmatizaciones tanto desde dentro de la Iglesia como
desde fuera.

Hemos querido aproximarnos a la historia de la Compañía de Je­


sús interrelacionándola con la historia del país para tener un acercamiento
desde los im aginarios y las representaciones. Lo cual significa contestar a
la pregunta de cómo la orden se imaginaba y se representaba su accionar en
la sociedad colombiana y cómo desde esa sociedad se imaginaba y se repre­
sentaba el papel desempeñado por los jesuítas.

Algunas fuentes para escribir la historia de los jesuítas

Una de las órdenes religiosas católicas más estudiadas en el mundo ha sido


la Compañía de Jesús. Esto debido a que existe un acervo bibliográfico sig­
nificativo y fuentes para su estudio que datan desde su fundación en 1540
por Ignacio de Loyola y otros compañeros hasta nuestros días. En la parte
octava de las Constituciones de la Compañía de Jesús, “ De lo que ayuda para
la unión de los ánim os”, san Ignacio pide que los jesuitas se mantengan en
comunicación y contacto permanente con sus superiores mediante la corres­
pondencia, y que sus colegios, residencias, elaboren las historias de sus obras,
con el fin de enviarlas cada año a Roma (Loyola, 1997: 606-612). Desde muy
temprano en la historia de la orden y gracias a estas recomendaciones del
fundador y a los postulados de los jesuitas en las Congregaciones Generales,
máxim o órgano de gobierno de la Compañía de Jesús, se ha podido escribir
la historia de los religiosos en Europa, América del Norte, Sudamérica, Asia,
Á frica y Oceanía.4
En Roma los jesuitas cuentan con un archivo histórico que preserva
y guarda las Cartas Annuas. Estas cartas se escriben desde aquellos lugares
donde los jesuitas trabajan pastoralmente y están dirigidas al superior general
en Roma para informarle del estado de las respectivas provincias. En ellas
se relacionan los documentos sobre las fundaciones de colegios, residencias,
misiones, la vida cotidiana de las comunidades durante el año, etcétera. En

201
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S . }.

este archivo cada provincia cuenta con un fondo, en donde se pueden en­
contrar las copias de la correspondencia entre los jesuítas y sus superiores en
Roma. Además, existen documentos y cartas de los treinta y un superiores
generales que han liderado la orden desde 1540. El quinto, Claudio Aquaviva,
ordenó por el año de 1581 que se enviasen a Roma las historias de cada uno
de los colegios o domicilios de la Compañía con el fin de preservar y escribir
la historia de la orden (Padberg, O’Keefe y McCarthy, 1994:178). Aquaviva
insistió en que en dichas cartas se enfatizara en las dimensiones religiosas y
edificantes de sus miembros.1
Desde 1957 hasta su muerte, en 2001, el jesuíta László Polgár publicó
sistemáticamente una bibliografía sobre la Compañía de Jesús.12 Esta biblio­
grafía recoge los estudios históricos publicados sobre los jesuítas a nivel
general, por países en donde están presentes, de aquellos jesuítas destaca­
dos en teología, filosofía, literatura, historia, matemáticas, física, etcétera.
Desde el deceso de Polgár, esta tarea la ha continuado el jesuita holandés
Paul Begheyn.
Entre 1892 y 1906 el superior general, Luis M artín, emprendió una
de las iniciativas más valiosas en la m oderna com pañía, consistente en
la producción y en la publicación de documentos como las cartas de san
Ignacio y aquellos documentos que trataban sobre el origen y la historia de
la Compañía (Revuelta, 1988). Este fue el comienzo de la Monumento. Histó­
rica Societatis Jesús (MHSI), que comenzó a publicarse en Madrid en 1894 y
luego se trasladó a Roma en 1934 para dar origen al Instituto Histórico de la
Compañía de Jesús. En 1930, el vigésimo sexto superior general, W lodim ir
Ledochowski, fundó un colegio de escritores de historia de la Compañía que
hacía parte de la curia y que en 1935 comenzó a llamarse Instituto Histórico
de la Compañía de Jesús. El objetivo de este instituto era continuar con la
labor de la Monumento Histórica Societatis Jesús, en Roma desde 1934. Más

1 Para Aquaviva y otros generales, cfr. M. Fois et al. 2001. “Generales”, en O’Neill y Domínguez
(eds.). 2001. Vol. 2: 1614-1621. En sus cuatrocientos setenta años de historia los jesuítas han
tenido treinta superiores generales. Después de la restauración de la orden en 1814, y hasta
comienzos del siglo XX fueron: Tadeuz Brzozowski del 7 de agosto de 1814 al 5 de febrero de
1820, Luigi Fortis del 18 de octubre de 1820 al 27 de enero de 1829, Jan Roothaan del 9 de julio
de 1829 al 8 de mayo de 1853, Pieter Beckx del 2 de agosto de 1853 al 4 de marzo de 1887, Antón
Anderledy del 4 de marzo de 1887 al 18 de enero de 1892 y Luis Martin García del 2 de octubre
de 1892 al 18 de abril de 1906.

2 Durante esos cuarenta y cuatro años, Polgár recogió pacientemente todo lo publicado sobre
jesuítas entre 1901 y 1980. Cfr. Polgár, 1967 y 1990.

202
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

adelante, a la MHSI se unieron la revista Historicum Societatis Iesuy revista


semestral que había comenzado en 1932 con algunos jesuítas que escribían
sobre la historia de la Compañía, y en 1940 la Bibliotheca Instituti historici
S. I. (Colpo, 2001: 2049). Para apoyar y complementar este proyecto que
recoge las fuentes de la historia de la Compañía, se fomentó la escritura de
la historia de los jesuítas en varios países. La invitación que hizo M artín
dio como resultado el estudio y la publicación de la obra la Compañía en la
Asistencia de España, escrita por Antonio Astrain. Este historiador redactó
siete volúmenes, muy bien documentados, que abarcan los generalatos desde
san Ignacio de Loyola hasta la supresión de la orden por el papa Clemente
XIV en 1773 en la Asistencia de España (Astrain, 1902-1925). En el prólogo
del primer volumen explicó acerca de lo que se entendió por la figura de la
Asistencia. Según Astrain (1902-1925) en la primera Congregación General
de la Compañía en 1558 se siguió lo prescrito por Ignacio en las Constitucio­
nes en la parte novena, capítulo quinto, al nombrar cuatro padres llamados
Asistentes, para que ayudasen al general en el gobierno de toda la orden, y
para que fuesen sus consultores ordinarios en los asuntos concernientes al
buen gobierno de la orden en aquellas regiones que la Compañía les asignaba.
A esta figura se le llamó Asistencia.

De estos cuatro Asistentes, el uno representaba a Portugal, con


todas las provincias y misiones dependientes de aquel reino. El se­
gundo a España, al cual correspondían las provincias y misiones
que luego se fueron fundando en los dominios españoles. El terce­
ro era para Italia, y el cuarto para el Septentrión. Bajo este nombre
se comprendía entonces a Alemania, Flandes, Francia y Polonia.
(Astrain, 1902-1925, vol. I: vii-viii)

Esta misma iniciativa fue seguida por los jesuítas de la asistencia


de A lem ania con Bernhard Duhr, quien se propuso abarcar todos los
lugares de lengua alemana en donde los jesuítas hicieron presencia entre
la fundación de la Compañía y la supresión (Duhr, 1907-1928). Esta historia
“contiene una gran cantidad de información valiosa sobre la renovación de
la vida católica en los siglos XVI y XVII. Su fuerte es la objetividad, el uso y la
cita copiosa de las fuentes”.3

3 Klaus Schatz. “ Bernhard Duhr”. En Diccionario histórico de la Compañía de Jesús. Vol. 2:1165.
En 2013 salieron publicados cuatro tomos de la Historia de los jesuítas alemanes, obra que
no ha sido publicada en otra lengua. Su título: Klaus Schatz. 2013. Geschichte der deutschen
Jesuiten. Band í-V. Münster.

203
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

La historia de la Asistencia de Portugal fue escrita por Francisco


Rodrigues y se caracteriza por ser muy exhaustiva y de gran erudición. Sin
embargo, le faltó estudiar el papel que desempeñó el marqués de Pombal en
el proceso de la expulsión de Portugal y sus colonias (Rodrigues, 1931-1950).
Con motivo de la conmemoración de los doscientos años de la restauración
de la Compañía de Jesús, los jesuitas portugueses han publicado una serie de
estudios en los que se trata de llenar estos vacíos (Vaz Pinto, 2009:111-510).
En cuanto a la historia de la Asistencia de Italia, fue escrita por Pietro
Tacchi Venturi, quien no logró su cometido pues su obra solo abarcó la histo­
ria del periodo de vida de san Ignacio de Loyola (Tacchi Venturi, 1910-1951).4
Estos estudios abarcan desde las fundaciones de los colegios, residen­
cias y misiones en estas asistencias, hasta la supresión de los jesuitas en 1773.
La iniciativa del superior general M artín fue una respuesta a las leyendas
antijesuitas antiguas y nuevas que circularon abundantemente en Europa
e Hispanoamérica en la segunda mitad del siglo XIX. A este grupo de his­
toriadores también estaban vinculados otros jesuitas como Lesmes Frías y
Rafael Pérez. Al primero se le encomendó investigar y escribir la historia de la
Asistencia de España después de la restauración y al segundo que escribiera la
historia de la Compañía en Sudamérica. En 1923, Frías publicó el primer tomo
de su historia que abarca desde 1815 hasta 1835, fecha en que fue suprimida la
Compañía en España. Después de la muerte de este historiador se publicó el
segundo volumen que abarca de 1835 a 1868 (Frías, 1923). Estos dos volúmenes
solo describieron las regiones de España y Portugal. Sin embargo, Frías dejó
un manuscrito inédito sobre las regiones de ultram ar y misiones que no se
ha publicado y que reposa en el archivo histórico de Roma.
En su momento todos estos escritos describieron la historia de la
Compañía, con la ayuda de fuentes primarias. Ellas surgieron con dos ob­
jetivos, el primero, mostrar y defender la labor de los jesuitas en sus cuatro
siglos de historia, y el segundo, responder a la propaganda antijesuita que se
publicó en Europa dentro y fuera de la Iglesia. Dichas obras se caracterizaron
por ser manuales oficiales de historia de la orden, y se utilizaron en las casas
de formación de los nuevos estudiantes jesuitas y para el interés de quienes
deseaban conocer la historia de tan “controvertidos” hombres. Es pertinente
recordar que desde su restauración oficial en 1814, los jesuitas fueron el punto
de ataque de muchos pensadores y políticos europeos liberales en Francia

4 Cabe anotar que en estos dos volúmenes Tacchi solo abarca la historia del periodo de vida de
san Ignacio de Loyola.

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El taller dd historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

(Cubitt, 1993:1-18), España (Alabrús, 2010: 219-250), Alemania (Healy, 2003:


1-20), Suiza, Portugal e Italia. Los jesuitas fueron expulsados de estos países
a lo largo del siglo diecinueve y allí se publicó toda serie de folletos, panfletos
y periódicos con propaganda antijesuita.
Después de la restauración de la orden por el papa Pió VII, el 7 de
agosto de 1814, uno de los superiores generales más dinámicos e im portan­
tes fue Juan Felipe Roothaan, llamado por algunos historiadores el segun­
do fundador de la orden (Pirri, 1934: v-x; Ligthart, 1978: xiii-xv). Roothaan
dinam izó el espíritu apostólico de la orden, traduciendo del castellano
antiguo al latín los Ejercicios espirituales de San Ignacio, actualizó la Ratio
Studiorum e impulsó el espíritu misionero de la orden. Estos tres propósitos
fueron sugeridos en la Congregación General 22 que lo eligió como superior
general de la orden.5
Adm inistrativam ente, los jesuitas se encuentran organizados en
Asistencias, Provincias y Regiones. En estos entes administrativos cuentan
con archivos provinciales que generalmente se ubican en la curia, sede del
gobierno de cada provincia. En su gran mayoría se conservan en buen estado,
lo que permite al investigador obtener información sobre la vida cotidiana
de las comunidades, las relaciones entre los miembros de una comunidad y
sus superiores, los problemas y tensiones que surgen con el día a día, las per­
cepciones de los jesuitas sobre la vida política, económica, social, religiosa,
cultural del lugar en el que se encuentran. Para nuestra investigación hemos
contado con la ayuda del Archivo Histórico de San Bartolomé en la ciudad
de Bogotá, el Archivo Histórico Juan Manuel Pacheco de la Universidad
Javeriana y el Archivo de la Provincia Colombiana.6

5 Roothaan fue el vigésimo primer superior general. Elegido superior a los cuarenta y cuatro
años, del 9 de julio de 1829 hasta el 8 de mayo de 1853, fue testigo de muchas expulsiones
de los jesuitas en diferentes países europeos y en Latinoamérica. Durante su generalato el
número de jesuitas creció considerablemente, de 2137 a 5 209. De 727 sacerdotes a 2.429; de
777 estudiantes a 1 365; de 633 hermanos coadjutores a 1 415. Los colegios jesuitas crecieron
de cincuenta a cien entre 1844 a 1854. La Compañía de Jesús se expandió geográficamente
a Norte y Sudamérica, Asia, África y Australia. El número de jesuitas en ultramar aumentó
significativamente, de 119 en 1829 a 1 014 en 1853 (Chappin, 2001, vol. 2:1665-1671).

6 En la época colonial, el actual territorio de Colombia, junto con Venezuela, Ecuador, Panamá
y República Dominicana formaron la llamada antigua provincia de la Compañía de Jesús del
Nuevo Reino y Quito. En 1604, el superior general Claudio Aquaviva había determinado la
erección de la viceprovincia de Nuevo Reino de Granada, dependiente de la provincia del Perú.
La nueva viceprovincia debía formarse con el colegio de Quito, la residencia de Panamá y las

205
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

En 1997 un grupo de jesuítas y laicos de habla inglesa realizaron un


congreso internacional titulado The Jesuits: Culture, Learning, and the Arts,
154 0 -177 3 en Boston. En dicho evento los académicos de distintas disciplinas
se aproximaron a la historia de la Compañía de Jesús con nuevas preguntas y
métodos. En los treinta y cinco ensayos se estudió a la antigua Compañía des­
de 154 0 a 1773. En estos ensayos se examinó el aporte de Iqs jesuítas al campo
de la música, el arte, la arquitectura, los escritos devocionales, las matemá­
ticas, la astronomía, la física, la historia natural y la educación. Además, en
sus trabajos se quiso mostrar la interacción de los jesuítas con otras culturas
distintas a la europea. Entre ellas se estudiaron los casos, de Norteamérica
y Sudamérica, China, India y las Filipinas (O’M alley et al., 1999: xiii; 20 0 6 ).
Existe una bibliografía exhaustiva que se ha publicado en la revista
Archivum Historicum Societatis Iesu, a la cual tendríamos que remitirnos
para conocer detalles más específicos. Además, siguiendo la tradición his­
tórica e interesados en dar a conocer una historia general de la orden, los
jesuitas publicaron el Diccionario histórico de la Compañía de Jesús en len­
gua castellana en 2001, una obra que contiene seis mil artículos y en la que
participaron setecientos autores, casi todos ellos jesuitas. Con esta obra se
pretendió sintetizar la historia de la Compañía desde 1540 a 1990. Según sus
autores, la obra colectiva “ intenta alejarse del menologio laudatorio y presenta
al jesuíta en sus varios aspectos, sin excluir el negativo; asimismo incluyendo
a ex jesuitas, y a no-jesuitas, que han mantenido una relación notable, positiva
o negativa, con la Compañía de Jesús” (O’Neill y Domínguez (eds.), 2001,
vol. 1: xv). Esta obra colectiva fue el fruto del esfuerzo de muchos miembros
de la orden en el mundo.
Es importante mencionar que, desde su restauración en 1814 hasta
nuestros días, un número significativo de historiadores no pertenecientes a
la orden religiosa han escrito historias generales sobre los jesuitas, unas veces
para alabar sus aportes al conjunto de la Iglesia en aspectos tales como la
teología, la educación, la cultura y la ciencia, y otras veces para criticarlos. Por
ejemplo, en el siglo XIX, se cuenta con una historia de un reconocido defensor

casas que se fundaran en el Nuevo Reino de Granada. Debido a las distancias entre Santafé
de Bogotá y Quito, el 3 de febrero de 1609 Aquaviva escribió un decreto en el que separa el
colegio de Quito de la viceprovincia del Nuevo Reino. En 1610, como respuesta a uno de los
postulados enviados por los jesuitas de la viceprovincia, reunidos en Cartagena, de que la
constituyera formalmente en provincia y que se les dieran las mismas facultades que a los
provinciales de Perú y México, Aquaviva le otorgó al provincial del Nuevo Reino todos los
derechos que tenían los provinciales de Perú y México. Cfr. Pacheco. 1959. Vol. 1:146.

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El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

de los jesuítas en Francia, Crétineau-Joly (Crétineau-Joly, 1844-1846)7 y un


crítico de la orden en Italia, Gioberti (1848-1861). En el siglo XX, después del
Concilio Vaticano II, han aparecido publicaciones en francés traducidas al
español y al inglés, es el caso de Lacouture (1991-1992). Desde la perspectiva
inglesa la obra de Wright (2004) entre otros muchos estudios.

Historiografía de los jesuítas en Hispanoamérica

Las historias generales sobre los jesuitas en Hispanoamérica han sido más
bien escasas.8 En algunas provincias jesuíticas se encuentran obras que
describen su historia, pero hacen falta estudios generales que ayuden a
entender más globalmente el trabajo educativo, pastoral y misionero de la
orden. Hace algunos años salieron a la luz pública dos historias generales
sobre los jesuitas que estudian el periodo colonial. Una de ellas es Soldiers of
God. The Jesuit in Colonial America, 1565-1767 (Cushner, 2006). La otra, Los
jesuitas en América, que contiene un ensayo bibliográfico sobre los jesuitas
en la época colonial (Santos, 1992). Recientemente se editó una obra sobre
los jesuitas en América Latina, que recoge cuatrocientos cincuenta años. En
esta última su autor, Jeffrey Klaiber no pretende relatar toda la historia de
los jesuitas en Hispanoamérica desde el siglo XVI hasta nuestros días, sino
mostrar los hitos más esenciales de ella. Es decir, quiere “ destacar las líneas
de continuidad que conectan a los jesuitas del siglo XVI con los del siglo XX.
Para hacerlo centra su enfoque en ciertas figuras, situaciones y regiones que le
permiten ilustrar el cuadro mayor” (Klaiber, 2007: ix). Esta obra se distancia
de las lecturas “ institucionales”, de los manuales de Astrain y de Pérez y de
las obras apologéticas porque utiliza variables interpretativas resaltando tres
aspectos que son los hilos conductores de una época a otra. Estos aspectos
son: “ la inculturación, la defensa de los pueblos nativos y otros grupos mar­
ginados y la capacidad creativa para adaptarse a nuevos tiempos” (Klaiber,
20 0 7 :1; López-Gay, 2001, vol. 3: 2696-2711). Algunos historiadores jesuitas
han escrito manuales de historia que se caracterizan por una riqueza de fuen­

7 Se debe mencionar asimismo la obra de Gustave-Xavier de la Croix Ravignan. 1845. De la


existencia i del instituto de los Jesuitas. Imprenta de Nicolás Gómez, 1845. Bogotá.

8 Con motivo de la conmemoración de los doscientos años de la restauración de la Compañía


de Jesús se reunió un significativo número de académicos en donde se reflexionó sobre la
restauración de la Compañía de Jesús en Latinoamérica en el siglo XIX. Cfr. Salcedo Martínez,
2014.

207
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

tes prim arias y secundarias pero carentes de variables interpretativas y con


cierta visión providencialista del aporte de los jesuitas en América Latina.
Existen algunas historias particulares modernas de los jesuitas en América
Latina durante la Colonia y el siglo XIX y el XX, algunas de ellas escritas
por miembros de la orden y otras por laicos. Entre ellas se destacan varias
obras en M éxico, Perú, Centro Am érica, República D om inicana, Cuba,
Nicaragua, Ecuador, Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina.9En 1901, Rafael
Pérez escribió una obra que cubre la presencia de los jesuitas en Argentina
y Chile, el Uruguay y el Brasil durante el siglo XIX (Pérez, 1901). Hace unos
pocos meses salió para la comunidad académica una obra, fruto del primer
Encuentro internacional sobre la restauración de la Compañía de Jesús, en
donde dieciséis historiadores jesuitas y laicos se dieron cita para presentar
sus trabajos sobre la historia de la Compañía de Jesús en Am érica Latina y
Europa (Salcedo M artínez (ed.), 2014).

Balance historiográfico sobre la historia


de la Compañía de Jesús en Colombia: 1604-1767

Las obras generales que se han escrito sobre la Compañía de Jesús durante
el periodo colonial nos muestran el importante papel desempeñado por los
religiosos en dicho periodo. Una de las obras generales más exhaustivas y
eruditas escritas en el siglo XX sobre la historia de la Compañía de Jesús en
el actual territorio de Colombia durante el periodo colonial es la de Juan
Manuel Pacheco (1959-1988,3 vols.). Este historiador tuvo la oportunidad de
consultar los archivos de la Compañía de Jesús en Roma, Madrid, Loyola,
Quito y Bogotá, el Archivo General de Indias, en Sevilla, España, el Archivo
Nacional de Bogotá, el Archivo Histórico de Tunja, el Archivo del Cauca, en
Popayán, y el archivo histórico de Antioquia, en Medellín. Pacheco se valió de
la Historia de la provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús,
una obra escrita por Pedro de Mercado, jesuíta riobambeño.10

9 Para México, cfr. Gutiérrez, 1972; Decorme, 1941 y 1959 y Pérez, 1972. Para Perú, cfr. Vargas, 1963.
Para Centroamérica, cfr. Sariego, 1999. Para República Dominicana, cfr. Sáez, 1988-1990. Para
Cuba, Sáez, 2016. Para Nicaragua, cfr. Cerutti, 1984. Para Ecuador, cfr. Loor, 1959 y Jouanen
y Villalba, 2003. Para Brasil, cfr. Leite, 1938-1950. Para Paraguay cfr. Pastells, 1912-1949. Para
Uruguay, cfr. Fernández, 2007. Para Argentina, cfr. Furlong, 1944 y 1946.

10 El trabajo de Mercado fue escrito en 1689 pero permaneció inédito hasta 1957, cuando se
publicó por primera vez en la Biblioteca de la Presidencia de Colombia. El historiador José

208
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

Pacheco tuvo en cuenta además las obras de Juan de Rivero (1956)


y de Astrain, quien en su Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia
de España estudió las provincias de Castilla, Aragón, Toledo y Andalucía,
de acuerdo con la manera administrativa en la cual estaban distribuidos los
jesuítas en dicha época.11
Otro de los expertos contemporáneos del periodo colonial es José
del Rey Fajardo, quien ha publicado una extensa obra de los jesuítas en los
territorios coloniales de lo que hoy son Colombia y Venezuela. Fajardo se ha
dedicado a estudiar la historia de los colegios coloniales de Bogotá (Fajardo,
2004a y 2005), Antioquia (Fajardo, 2008), Cartagena,12 Tunja (2010, 2 vols.),
M om pox (Fajardo, 2013), de la Universidad Javeriana y sus catedráticos
(Fajardo, 2002 y 2003a) en Colombia y de los colegios de Mérida (Fajardo,
2003b, 3 vols.), Coro (Fajardo, 2005a), M aracaibo (Fajardo, 2003), en Ve­
nezuela (Fajardo, 2006-2007, 6 vols.), sus bibliotecas (Fajardo, 2004), los
jesuítas insignes (Fajardo y M arquínez Argote, 2002 y 2007) y sus escritos.
Las misiones y las haciendas en los Llanos del Casanare y la Orinoquia
(Fajardo, 1992 y 1998). Este historiador, a diferencia de Pacheco, analiza de

Cassani escribió una nueva historia de la Compañía que corrigió y pulió la de Mercado. Este
es el origen de la Historia de la provincia de la Compañía de Jesús del Nuevo Reino de Granada
publicada en 1741. Cassani resumió la obra de Mercado y omitió lo referente a la Compañía de
Jesús en Quito, porque en la época en que escribió su obra ya estaban divididas las provincias
del Nuevo Reino de Granada y la de Quito.

11 Astrain describió los aportes y sucesos de estas cuatro provincias. Además, estudió las nuevas
provincias y misiones que se fundaron en ultramar. Desde el tercer tomo de su obra se dedica
a analizar el trabajo que se llevó a cabo en las antiguas provincias de México, Perú, Paraguay,
Chile, Nuevo Reino, Quito y Filipinas. Sin embargo, en lo que se refiere a la Nueva Granada,
su visión de dicha historia es providencialista, al dar unas explicaciones sobrenaturales a las
experiencias vividas por los religiosos en las misiones. Finalmente destaca las falencias de los
jesuítas en algunos periodos y no ofrece los contextos políticos, económicos y sociales en los
cuales intervino la Compañía de Jesús.

12 En la introducción a su obra, Fajardo describe la labor realizada por los jesuítas en Cartagena.
“Dentro del sistema jesuítico el ‘Colegio de Cartagena actuaba a través de tres grandes
estructuras: el ‘Colegio’ que atendía a la juventud para formarla en virtud y letras; el
‘templo’ que servía tanto al culto divino como a la vida sacramental y organizaba en su seno
congregaciones por estamentos, sermones, procesiones y demás actos religiosos; y finalmente
la ‘Residencia’ en la que laboraban los ‘operarios’ y en el caso específico que nos atañe el trabajo
con la raza negra esclavizada. Todo este complejo entramado era dirigido por una autoridad
única que residía en el rector”. Cfr. Fajardo, 2004b: 18.

209
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

manera más comprensiva cómo la presencia de los jesuitas ayudó a forjar la


cultura colonial. Según él:

Al asumir los jesuitas la educación de las juventudes en Santafé


de Bogotá y en otras ciudades se situaron obligatoriamente en las
encrucijadas de la historia civil, social, intelectual y económica;
y de forma paralela dentro del ámbito de la historia religiosa de
Colombia. La genuina historia de los pueblos granadinos quedaría
motilada sin la voz de la Compañía de Jesús. (Fajardo, 2004:32-41)

Balance historiográfico de los jesuitas en Colombia, 1842-1861

Sobre este periodo histórico se encuentra una producción significativa que


data desde de finales del siglo XIX y del XX.
La primera de ellas es la obra inédita manuscrita de José Joaquín
Cotanilla, que reposa en el archivo de la provincia de Castilla, en Alcalá
de Henares. Dividida en cuatro volúmenes, el primer tomo, que consta de
treinta y un capítulos, describe el periodo de la restauración por el papa Pió
VII, la restauración en España por el rey Fernando VII y la situación que vivió
la Compañía en España hasta 1835. El segundo tomo, de treinta capítulos,
narra la presencia de los jesuitas en la Nueva Granada hasta su expulsión en
1850. El tercero relata el itinerario seguido por los jesuitas dispersos: unos
fueron hacia Panamá, Ecuador, Jamaica, México, Cuba y Guatemala. Los
religiosos fueron acogidos en el Ecuador, pero dos años más tarde sufrieron
la expulsión de ese país. Desde allí se establecieron en Guatemala. El tomo
cuarto describe el restablecimiento de los jesuitas en Colombia entre 1858
y 1861 y las políticas anticlericales de Tomás Cipriano de M osquera.13 Al
parecer, estos cuatro tomos manuscritos eran los borradores inéditos de
Cotanilla, cuyo manuscrito se caracteriza por describir cronológicamente
el arribo de los jesuitas a la Nueva Granada en 1844. Está fechado muy cerca
a los acontecimientos de 1861, y en él se observa un sentimiento de malestar
con las políticas del general Tomás Cipriano de Mosquera.14

13 Archivo Histórico de la Provincia de Castilla de la Compañía de Jesús (Alcalá de Henares),


AHPCSJ. “ Historia de la Misión colombiana de la Compañía de Jesús”. C-92. 4 vols.

14 En el archivo existe otro manuscrito de 1029 páginas, que recoge la misma información de
estos cuatro tomos con significativas correcciones a la primera redacción. La obra fue escrita
en La Habana entre 1864 y 1869, pues los cuatro tomos están fechados en 1864 y el segundo
manuscrito, en la primera hoja y en la última página, en 1869. Existen asimismo cuatro

210
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

La segunda obra es la de José Joaquín Borda, quien fue alumno de los


jesuítas. Su escrito es una apología de la Compañía de Jesús (Borda, 1872: viii).
Para la redacción del primer tomo, que corresponde a la época colonial, tu­
vo en cuenta las obras de Cassani, de Rivero y de Manuel Rodríguez, quien
escribió El Marañon y Amazonas (Rodríguez, 1684). Para el segundo, que
abarca el siglo XIX, consultó periódicos y panfletos de la época. Según Borda,
con su obra se propuso ampliar la obra de Cassani, de cuya lectura estuvo
insatisfecho, y para tener un gesto de agradecimiento, con sus maestros,
quienes habían desempeñado una importante labor en estos territorios. Para
él, esta labor no había sido tenida en cuenta y se ignoraba en la prensa y en
los escritos de los gobiernos liberales. Pretendía de manera objetiva poner
en claro la verdad acerca de la orden y de su obra apostólica en Colombia,
tanto en el periodo de la Colonia como en el de la República. Según Borda,
con este estudio desmintió las falsas diatribas que proclamaban los enemigos
de la Compañía de Jesús.
La tercera obra fue escrita por Rafael Pérez, un jesuita guatemalteco
que trabajó en Colombia por breves año en el periodo de la Regeneración.
Este escribió la historia de la Compañía en Colombia y en Centroamérica
desde mediados del siglo XIX. Pérez formó parte del grupo de historiadores
a los que el superior general Luis M artín encomendó el estudio y la publi­
cación de historias de la Compañía en las asistencias de ese tiempo (Pérez,
1896-1898, vol. 1: vii). Su obra está colmada de apologías para la fracción po­
lítica y para los miembros de la sociedad que hicieron posible el retorno y la
presencia de los religiosos. Según él, todas aquellas obras realizadas por los
jesuitas fueron buenas y prudentes, mientras que las medidas tomadas por
los gobiernos liberales de mediados de siglo son vistas como obras del mal
espíritu liberal decimonónico. Se podría aseverar que la obra es una respuesta
a toda aquella leyenda antijesuita que se difundió no solo en Colombia, sino
en Latinoamérica (Sáez, 2001: 3092).
Los historiadores del siglo XIX utilizan un significativo número de
fuentes, pero nunca suministran el lugar en el cual están ubicadas. En las
introducciones a sus obras mencionan los documentos consultados para sus
obras monumentales. Cabe anotar que los archivos del siglo XIX no estaban

pequeños manuscritos de su Diario, que se compilan en un solo volumen titulado Diario


1834-1866 y Viaje a Italia 1883. Suponemos que se valió de este diario para escribir la historia
de la Misión colombiana. En este diario va registrando experiencias personales acompañadas
de los acontecimientos ordinarios y extraordinarios tanto de la orden religiosa como de los
hechos políticos y sociales de los países por donde pasa.

211
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

organizados y catalogados. Pérez efectuó un laborioso trabajo de archivos,


pero infortunadamente no citó su procedencia. A l confrontar estos docu­
mentos con las cartas y los documentos encontrados en los archivos de la
Compañía de Jesús en Roma y en las bibliotecas y archivos colombianos
encontramos que coinciden con estos. Su honestidad en el manejo de las
fuentes se refleja en la bibliografía que consigna al final 4e sus escritos. Por
ejemplo, Pérez narra que en Guatemala conoció la obra inédita del padre
Rafael Cáceres, quien escribió Historia latina de la Misión de Guatemala.
Pérez escribió en un contexto de persecución y de anticlericalismo de parte
de los gobiernos liberales, tanto en Europa como en Sudamérica. Su obra
es una defensa de la institución eclesiástica y de la Com pañía de Jesús, pues
según él: “ los gobiernos se proponen como fin último oprim ir a la Iglesia,
coartar sus libertades, poner toda clase de óbices a su acción salvadora, pri­
var a los pueblos de los consuelos de la religión” (Pérez, 1896-1898, vol. 1: xx).
La cuarta obra es la de José Manuel Groot. En ella se presenta la
historia de la Iglesia desde la época de la Colonia hasta 1856 (Groot, 1889-
1893, 5 vols.). Su objetivo fue mostrar a la obra civilizadora de la Iglesia en la
época de la colonia (Groot, 1889-1893, vol. 1: xi). Esta obra fue una respuesta
al descrédito que sufrió la institución eclesiástica a mediados del siglo XIX y
un intento por construir una historia nacional desde las élites (Mejía, 2009).
Estos estudios también se efectuaron en otras repúblicas como Brasil, Chile
y México (Cortés, s. f.: 26).
La quinta obra fue escrita a finales del siglo XIX por el historiador
Juan Pablo Restrepo. En su trabajo se dedican varios capítulos a mostrar las
leyes que permitieron el establecimiento de los jesuítas en Colombia desde
1842 hasta 1861. Su obra, escrita en el periodo de la Regeneración, trata sobre
el contexto de enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado. Su estudio es muy
bien documentado de la posición, situación y cosmovisión de la Iglesia. Sin
embargo, es una apología a la obra civilizadora de esta en Colombia. Sin duda
alguna, esta obra ha sido de consulta obligada para todos los miembros de la
institución (Restrepo, 1885: vi).
La sexta data de 1914. Su autor, Luis Javier Muñoz, un jesuíta gua­
temalteco, escribió para conmemorar el centenario de la restauración de la
orden. Muñoz fue uno de los pioneros en la Misión de la Provincia de Castilla
en Colombia. De su experiencia publicó un pequeño texto en el que resume
a Rafael Pérez (Santos, 2001, vol. 3: 2768-2769).
Por último, la séptima se remonta a 1940, año en el que se conme­
moraron los cuatrocientos años de historia de la Compañía de Jesús en el
mundo. Aprovechando esta efeméride, Daniel Restrepo escribió una síntesis

212
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

de la historia de los jesuítas en Colombia que abarca desde los años de la fun­
dación en tiempos coloniales hasta 1940. Su obra está dividida en cuarenta
capítulos. Los primeros catorce se dedican a los tiempos coloniales que van
desde 1589 hasta 1767. Del capítulo quince al veintiocho describe la restau­
ración de la orden en 1814 y su regreso en 1844 y las expulsiones de 1850 y
1861. Del veintinueve al cuarenta narra los años de 1884 a 1940. Finalmente
hay una sesión titulada “Galería de varones ilustres”, en la que proporciona
un acervo bibliográfico sobre los jesuítas en Colombia hasta 1940 y reconoce
que las obras escritas en los siglos anteriores “ distan mucho de ceñirse a las
normas que la crítica moderna impone a la obra histórica” (Restrepo, 1940:8).

Artículos sobre los jesuítas del siglo XIX

Después de esta producción de libros se han encontrado una serie de artícu­


los publicados en las revistas fundadas y publicadas por los jesuítas una vez
establecieron su residencia en Colombia. Estos escritos se elaboraron para
conmemorar celebraciones especiales.
El primero de estos artículos data de 1944. Su autor, Daniel Restrepo,
introduce un nuevo dato que desconocen los historiadores del siglo XIX. En
este texto expone dos iniciativas que se presentaron antes de 1842: la primera
de ellas muestra cómo, desde 1817, el Cabildo secular de Santafé de Bogotá
en un memorial firmado por Juan Sámano le pidió al rey que restableciera
la Compañía de Jesús en estos territorios y que enviase algunos jesuítas al
Nuevo Reino de Granada. En uno de los apartes del memorial decía:

remitir a esta ciudad y a todo el Nuevo Reino de Granada una Mi­


sión de jesuitas, porque con su frecuencia en el púlpito y asidui­
dad al confesionario, etc., mantenían el buen orden, y todo este
Nuevo Reino pacato y dócil estaba en una racional, gustosa y justa
subordinación, a la cual subrogó después una loca y mal entendi­
da libertad. (Restrepo, 1944:195-200)

Como se puede apreciar, se requería a los jesuitas para que asegura­


ran la armonía y Ayudaran a encaminar nuevamente a los súbditos hacia la
sumisión y respeto del rey. La segunda iniciativa se presentó en 1820, cuando
el provisor del arzobispado de Santafé, Nicolás Cuervo, escribió al papa Pío
VII urgiéndole que les enviase una misión de jesuitas, preferiblemente que
no fueran de nacionalidad española. A la vez exhortaba a Francisco Antonio
Zea, diplomático en Europa, para que buscara por todos los medios el retorno

213
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

de los religiosos, quienes ayudarían a afianzar el estado de la República


(Restrepo, 1944:196).
El segundo es un artículo publicado por la Academia de Historia
Eclesiástica. En este escrito Pacheco hace una síntesis del retorno de los je ­
suítas en el siglo XIX. De manera sistemática y diligente se citan fuentes que
provienen de los archivos de la Compañía de Jesús. En este artículo Pacheco
sigue los argumentos de Cotanilla, Pérez, Borja y los dos historiadores ape­
llidados Restrepo. Estos arguyen que los gobiernos de José Hilario López
(1849-1853) y Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849,1861-1863,1863-1864,
1866-1867), procedieron con los jesuitas de manera regalista, es decir se atri­
buyeron poderes por el hecho de ser presidentes y ejercieron su autoridad de
manera unilateral. El general Mosquera quiso sujetar y tratar a los jesuitas
como empleados oficiales de los cuales se podía disponer cuando quisiera,
desconociendo las directrices y normas internas de la orden (Pacheco, 1974:
81-97).
En todas estas obras y artículos redactados por miembros de la orden
y algunos de sus amigos laicos, se quiso mostrar los dos bandos en los cuales
se dividió la sociedad neogranadina ante la presencia de los jesuitas. Por un
lado, se hacía referencia a los enemigos liberales, que reprodujeron propaganda
antijesuita de los siglos XVI al XVIII, y de la que empezó a publicarse en el
siglo XIX, proveniente de Europa, especialmente de Francia. Los liberales son
llamados también volterianos, impíos y enemigos de la religión a los cuales
hay que frenar para que no reinen la irreligión, el desorden y el libertinaje.
Sin embargo, no se contextualiza ni se profundiza en las razones que tuvie­
ron estos “enemigos” para expulsarlos. A su vez, los “ liberales” veían a los
jesuitas como propagadores de “ doctrinas”, “enseñanzas” que retrasaban
las reformas y el progreso de la nación y cuestionaban el que los religiosos
se responsabilizaran de la educación de la juventud porque mediante ella
introducían doctrinas perniciosas y corruptoras que luego reproducirían
en las reuniones en las asociaciones de los conservadores.15 En el otro bando
estaban los amigos de los jesuitas en la Nueva Granada. Estos, mediante leyes,
hicieron posible el regreso de los religiosos, los acogieron, les prestaron toda
clase de ayuda material y les responsabilizaron de importantes obras. Esto se
constata en el número de representaciones que escribieron a los gobernantes
civiles y eclesiásticos.

15 Gaceta Oficial. 1123, mayo 1850.

214
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

Ahora bien, tanto los jesuítas historiadores del siglo XIX como los
que escriben antes del Concilio Vaticano II fueron formados en un contex­
to histórico de antiliberalismo. En la encíclica Quanta Cura y el Syllabus o
Compilación de los errores del mundo moderno del papa Pió IX del 8 de di­
ciembre de 1864 se condena el liberalismo (Papa Pió IX, 1962, vol. 1:899-904).
En el Syllabus se formulan ochenta anatemas que finalizan con la condena
de quien considere que “el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y
entenderse con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moder­
na” (Papa Pió IX, 1962a, vol. 1:905-911). La postura antimoderna promovida
por el papa no fue acogida por buena parte de pensadores católicos, pese a
que quiso imponer su indiscutida potestad con la definición de un m agis­
terio infalible por parte del Concilio Vaticano I, celebrado entre 1869 y 1870
(Bentué, 2010, vol. 4: 220).
Rafael Pérez escribe su obra en este contexto del Syllabus y del Con­
cilio Vaticano I, lo mismo pasa con los historiadores Restrepo y Pacheco.
Sus posturas antiliberales obedecen a esa posición que asumió la institución
eclesiástica europea del siglo XIX y que durará hasta el Concilio Vaticano II.
Recordemos que un número significativo de miembros estuvieron ligados
a las corrientes restauracionistas y tradicionalistas que reaccionaron en
Europa contra la Revolución Francesa. Aquellos miembros de la sociedad
y de la institución eclesiástica que pretendieron reconciliarse con las ideas
de progreso, liberalismo y nueva civilización fueron condenados por dichos
documentos. Ahora bien, en el caso de la Nueva Granada los miembros del
Partido Liberal que criticaron, desacreditaron y denigraron eran católicos y
hasta familiares de los conservadores, pero esto no impidió que se ensañaran
contra los jesuítas y los expulsaran en 1850 y 1861.
Ahora bien, los jesuítas como miembros de la institución eclesiástica
defendieron las doctrinas católicas, los derechos de la Iglesia y las labores
propias de su instituto, como eran la catequización y propagación de la doc­
trina cristiana. Esta se realizaba por medio de los colegios, las misiones que
desarrollaron en el Caquetá y Putumayo y en general mediante las congre­
gaciones de católicos que ayudaron a forjar. En este apostolado experimen­
taron conflictos y malentendidos con algunos miembros de la sociedad y de
la institución eclesiástica.

215
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

Otros intentos de aproximación


a la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

Aparte de estas historias “ institucionales”, como las ha clasificado Cortés


Guerrero en tesis de doctorado y su reciente libro, algunos historiadores lai­
cos han intentado abordar esta historia con nuevos yistrumentos teóricos.
El primero de ellos es una tesis de pregrado redactado en 1980 por Daniel
Turriago, en un estudio centrado en la expulsión de los jesuitas de 1850.
Turriago analizó el contexto regalista del gobierno de José Hilario López
y el deseo del Partido Liberal de separar la Iglesia y el Estado. Su trabajo es
una buena síntesis de las fuentes secundarias, sin embargo, es muy limitado
pues ignora y omite las fuentes prim arias de este periodo. En estos años se
publicaron diversos periódicos, folletos, panfletos y hojas sueltas que suelen
ser de gran utilidad para entender la época (Turriago, 1980).
El segundo trabajo se produjo con motivo de la celebración de los
cien años de presencia de los jesuitas en Colombia en 1984 (González, 1984:
271-280). En esta obra fueron publicados una serie de artículos entre los que
se destaca el de Fernán González, miembro de la orden, quien se sale de los
esquemas tradicionales para explicar la historia de los jesuitas en el siglo XIX
y con la ayuda de las ciencias políticas explica el contexto político y social del
periodo y la actitud intransigente tanto de la institución eclesiástica como
de los partidos políticos Liberal y Conservador. Para explicar el conflicto
entre los religiosos y algunos estadistas liberales se ayuda de la teoría de
León Poliakov, quien estudia las motivaciones detrás de las persecuciones
comparando la leyenda antijesuita con el antisemitismo (Poliakov, 1982:49-
66). Según González,

la polémica con la Reforma protestante y con la Ilustración fue


generando una jesuitofobia, que se expresó en una serie de fábu­
las y novelas anti jesuitas: una de las más conocidas es la llamada
M ó n it a S e c re ta , que pretendía ser una colección de instrucciones
secretas para afianzar el dominio universal de la Compañía y de
las que se conocen más de 300 ediciones. (González, 1984: 276)

González analiza cómo en la primera mitad del siglo XIX la jesui­


tofobia alcanzó su punto culminante en París, donde los jesuitas fueron
asociados con la restauración y el absolutismo borbónico. Desde ese m o­
mento empezaron a publicarse en los pasquines liberales leyendas populares
antijesuitas como El Judío errante de Eugenio Sue (González, 1984: 277). El
asunto projesuita y antijesuita llegó a tal polarización en 1849 que en entre

216
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

los idearios del primer programa del Partido Liberal colombiano redactado
por Ezequiel Rojas estaba la expulsión de los jesuitas.16 Para Fernán González,
el liberalismo de hoy se ha despojado de su anticlericalismo decimonónico
y “ ha descubierto las limitaciones sociales y económicas que se oponen al
optimismo decimonónico del progreso limitado y se ha hecho consciente
del espíritu de tolerancia que lleva implícita su propia doctrina” (González,
1984: 271-272).
El tercer trabajo es una tesis de maestría de Floriberto Sánchez de
1988. En ella se analiza de manera exhaustiva la expulsión de los jesuitas en
1861, siendo lo novedoso de esta tesis el intento de recopilación de la historia
de las acusaciones contra los jesuitas desde su origen. Estas acusaciones van
desde su moral laxa hasta la severidad de sus doctrinas, desde sus riquezas
económicas hasta sus influencias en las cortes y en las monarquías. Se hace
referencia al cuarto voto de obediencia que algunos jesuitas le hacen al papa.
Para Sánchez, este voto dio herramientas a los enciclopedistas y a los libe­
rales para desprestigiar a la orden y luego para descristianizar a Occidente
e imponer el racionalismo.
La cuarta obra que menciona la presencia de los jesuitas en el siglo
XIX es la de los historiadores estadounidenses. Una es del profesor David
Bushnell, en la que muestra cómo la cuestión jesuíta fue la que determinó la
división entre los partidos políticos Liberal y Conservador (Bushnell, 1993).
Idea defendida también por la quinta obra, de Frank Safford y Marco Palacios
(2002: 385-386). Estos estudios han mencionado el papel desempeñado por
los jesuitas en la configuración del Partido Conservador. Para estos autores,
uno de los puntos en donde se encuentran diferencias entre estos dos parti­
dos es en la cuestión jesuíta.
El sexto trabajo es del profesor Francisco Javier Gómez, historiador
de la Universidad Complutense de Madrid. Gómez publicó un texto en 2007
en el que caracteriza la actividad desarrollada por la Compañía de Jesús en la
segunda mitad del siglo XIX en la Nueva Granada, Ecuador, Centroamérica
y las Antillas. El estudio evidencia la dimensión misionera de los jesuitas que
retornaron a América del Sur. Según Gómez, los jesuitas

se sabían,*antes que ninguna otra cosa, misioneros y tenían la ilu­


sión, mucho más que el objetivo, de restablecer la presencia de la

16 Ezequiel Rojas. “ La razón de mi voto”. El Aviso, julio 1848.

217
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

Compañía en los límites definidos a lo largo de casi doscien­


tos años hasta la expulsión decretada por Carlos III. (Gómez,
2007:10)

Este novedoso estudio se realiza a partir de la documentación pri­


m aria conservada en tres archivos: el Archivo Histórico de la Provincia de
Castilla de la Compañía de Jesús en Alcalá de Henares, el Archivo Histórico
Nacional de M adrid y Archivo Romano de la Compañía de Jesús. Sin embar­
go, consideramos que su visión de la problemática antijesuítica queda sesgada
porque no tiene en cuenta la información que proporcionan los artículos de
periódicos y los folletos que se publicaron en la Nueva Granada y en otras
repúblicas con motivo de la presencia de los jesuítas.
Finalmente, una séptima obra es la del profesor José David Cortés
Guerrero del año 2016. En ella se ofrece una nueva lectura ponderada y ex­
haustiva de las relaciones Estado-Iglesia desde mediados del siglo diecinueve
hasta 1877. La obra es muy consistente por el uso de fuentes prim arias y por
el análisis crítico de este periodo. En la segunda parte de su estudio analiza
el regreso de los jesuítas en 1844 y su expulsión en 1850 y 1861. Para Cortés,
la llamada persecución a la institución eclesiástica en el periodo liberal del
siglo XIX, que va desde 1849 a 1877,

no debe ser entendida como tal, es decir, como un acorralamiento


de liberales anticatólicos hacia la Iglesia, sino que esa persecución,
que parece darse, no es más que el resultado del enfrentamiento
entre el ideal de un Estado liberal modernizador y el mundo tra­
dicional, característico de la sociedad colombiana a mediados del
siglo XIX, donde la institución eclesiástica jugaba un papel funda­
mental en el control sociopolítico y económico. (Cortés, s. f.: 21)17

En ella se examina cómo se fueron configurando las relaciones entre


el Estado y la Iglesia católica a partir de 1849 hasta 1853, fecha en la cual se
redactó una nueva constitución y en la que oficialmente se separaron el Es­
tado y la Iglesia católica. Cortés en este periodo analizó cómo se ensalzó el 7
de marzo de 1849 como una fecha en la cual se iniciaron una seria de refor­
mas que abrirían a la Nueva Granada hacia el progreso. Para ello estudia las
reformas con su defensa y sus oposiciones. Dentro de estas reformas dedica
una parte de su trabajo a la expulsión de los jesuítas, porque considera que
este evento significativo

17 Véase asimismo, Cortés, 2016a: 115-315.

218
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

le permite ver la forma como los liberales delinearon su posición


respecto a la institución eclesiástica. Por ejemplo, expulsaron a
los jesuítas por ser extranjeros y obedecer al papa con lo que pre­
tendían, quienes los expulsaron, dar a entender que todos los ha­
bitantes de la Nueva Granada debían, ante todo, obedecer a las
leyes y las autoridades del país. (Cortés, s. f.: 57)

Igualmente, le dedica una parte a mostrar cómo fue expulsado el


arzobispo Mosquera por sus detractores y la defensa que tuvo por parte de
sus amigos. Esta tesis ofrece el contexto político y social, sin los cuales no
se entienden las motivaciones que tuvieron los gobiernos de José Hilario
López y el de Tomás Cipriano de Mosquera para expulsar los religiosos. Por
otra parte, nos brinda herramientas para entender por qué los conservado­
res apoyaron a los religiosos, pues los consideraban idóneos para educar y
evangelizar a la juventud neogranadina.

A manera de conclusión

Desde mis tiempos de estudiante de secundaria he investigado sobre la his­


toria de los jesuítas en Colombia porque me ha interesado cómo esta orden
religiosa, fundada en 1540, se ha ido adaptando a las diversas sociedades y ha
protagonizado momentos decisivos en la historia de la Iglesia católica univer­
sal. Esta orden fue expulsada de Portugal y todas sus colonias en 1759, supri­
mida en Francia en 1764, expulsada de España y todas sus colonias en 1767, y
suprimida por el papa Clemente XIV en 1733. Fue restaurada nuevamente en
1814, sus miembros se expandieron por todo el mundo y hoy siguen tenien­
do un papel significativo en las distintas sociedades. En esta orden religiosa
sus miembros no tienen hábito, no rezan en coro, como las otras órdenes y
congregaciones religiosas. Sus miembros desde el comienzo se lanzaron a la
tarea de la evangelización y el diálogo con otras sociedades como la china, la
japonesa, la india, las africanas, americanas. En Hispanoamérica propusie­
ron un modelo novedoso de sociedad que tuvo en cuenta aspectos sociales,
económicos, políticos, culturales en las llamadas reducciones que abarcaban
regiones que actualmente conforman Paraguay, Argentina y Brasil. En el
siglo XIX afrontaron la expulsión de numerosos países, latinoamericanos y
europeos. En el XX, especialmente desde hace cincuenta años cuando finalizó
el Concilio Vaticano II, han dado de que hablar en los medios de comunica­
ción y en los principales periódicos del mundo por sus posiciones teológicas
y filosóficas. Ha habido jesuítas teólogos, filósofos, historiadores, sociólogos,
educadores, antropólogos, médicos, abogados, literatos, artistas, científicos,

219
Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.

exploradores, defensores de los derechos humanos y últimamente un jesuíta


fue elegido papa y con su manera de hacer teología ha mostrado un rostro
de la Iglesia más acorde con la realidad del siglo XXI.
Soy jesuíta desde hace veintitrés años, licenciado en ciencias sociales
de la Universidad Pedagógica Nacional, en donde me formaron historiadores
que venían de la Universidad Nacional de Colombia: Renán Vega Cantor,
Darío Betancourt, Jorge Meléndez y Jorge Mora, entre otros, de los cuales
estoy muy agradecido porque me ayudaron a pensar críticamente como
historiador. Soy magister en filosofía y teólogo de la Pontificia Universidad
Javeriana, en donde con maestros de la talla de Ángela Calvo, Gerardo Re­
molina Vargas, Carlos Gaitán, Alberto Parra, Gustavo Baena, José Alfredo
Noratto y Fidel Oñoro, entre otros, aprendí de la metodología de pensar en
categorías filosóficas y teológicas. Soy doctor en historia de la Universidad de
Oxford. Mi tutor en esa universidad fue el experto en historia de Colombia y
maestro M alcolm Deas, quien con sus sabios consejos me sugirió leer fuen­
tes, obras de autores y memorias de los viajeros tanto colombianos como
ingleses, franceses del siglo XIX para poder entender este complejo periodo.
En la medida de lo posible, con mis investigaciones he pretendido
ofrecer una historia que muestra las luces y sombras, los aciertos y desaciertos
que ha tenido la orden en estos siglos. He prescindido de las visiones apolo­
géticas y he mostrado cómo esta historia no se da sin contextos históricos
nacionales e internacionales. Pienso que estamos en mora de escribir una his­
toria de las órdenes y congregaciones religiosas que salgan de los parámetros
apologéticos para mostrar su papel significativo en la sociedad colombiana.
He tenido la oportunidad de investigar en todos los archivos con los
que cuentan los jesuítas en Roma, Alcalá de Henares, el Santuario de Loyola,
en los archivos de San Bartolomé Mayor, Juan Manuel Pacheco de la Univer­
sidad Javeriana, en el Archivo General de la Nación, en el de la Curia jesuíta
de Bogotá, en las bibliotecas Nacional de Colombia y Luis Ángel Arango, y
en la M ario Valenzuela de la Universidad Javeriana.
Escribir la historia de la Compañía de Jesús en Colombia desde una
perspectiva de larga duración es de suma importancia. Con todo esto, ex­
perimento que todavía falta incursionar en aspectos contemporáneos y en
hacer una historia comparativa, que involucre los contextos sociales, cultu­
rales, políticos y religiosos en los que esta orden religiosa ha incursionado.
Sería muy pertinente mostrar los acercamientos que desde el comienzo de la
fundación de los jesuítas se tuvo con otras religiones y órdenes religiosas ca­
tólicas. Y para el caso de Colombia, nos falta investigar su papel protagónico
en la agitada historia política, social y cultural desde 1884 hasta nuestros días.

220
El taller del historiador: la historia de la Compañía de Jesús en Colombia

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A L A H I S T O R I A C U L T U R A L : I N C E R T I D U M B RE S ,
EXTRAVÍOS Y REENCUENTROS

Alvaro Acevedo Tarazona

Para la historiografía es una fortuna que la musa Clío nos permita transitar
por caminos sinuosos a lo largo de nuestra vida académica. Estos caminos
tan inciertos son los que nos han permitido ir de la historia regional a la
historia cultural con el fin de llegar a un puerto que nos permita anclar y
hacer amarras para aprontar energías y volver a partir. Se hace camino al
andar y de puerto en puerto este camino ha estado fabulado por momentos
de reflexión, de dudas, de incertidumbres, de encarnaciones y de transiciones
con tropiezos y dificultades para llegar hasta aquí.
Un camino en el que los grandes metarrelatos ya no movilizan a
la sociedad. Ni siquiera la innovación tecnológica ha logrado cumplir sus
promesas de un futuro mejor. En esta etapa acelerada del espacio-tiempo
el porvenir nos arroja a un acontecer cada vez más difícil de llevar a una
fábula crítica de la naturaleza social con inferencias explicativas sobre esta
misma naturaleza social. En otras palabras, cada vez nos resulta más difícil
leer y comprender la rapidez del acontecer que, a su vez, nos conduce a la
imposibilidad, cada vez más creciente también, para leer y comprender la
historia escrita de este acontecer. Sobre todo a partir de 1989 con la caída
del muro de Berlín, por ponerle un ancla y amarre a este punto de partida,
pues luego de mayo del 68 no se había presentado otro acontecimiento que
se constituyera en un punto de quiebre del acontecer. Desde entonces, puede
ser cierto, que los dos extremos del pesimismo y el triunfalismo se expanden
en una explosión por ahora sin retorno. Es probable que estemos asistiendo
al fin de este sistema mundo y al tránsito de uno nuevo, y lo único claro del
cambio es que este, advierte Immanuel Wallerstein, será muy turbulento
(Wallerstein, 1997).

Primer avatar: la historia regional


4

Hoy adquiere otra vez vigencia preguntarse por la historia regional en un


escenario en el que lo glocal y global emerge para acotar que todo acontecer
tiene una temporalidad y una espacialidad, y que así como es posible propo­
ner historias regionales temáticas también lo es estudiar regiones históricas. La
historia regional es ante todo la historia de seres humanos desenvolviéndose

227
Alvaro Acevedo Tarazona

en un territorio. Por ende, ella es deudora de la geografía y, más específi­


camente, de la geografía humana. En consecuencia, la historia regional, al
focalizar el análisis, puede derivar a la historia total y, de la misma manera,
correlacionarse con una historia más general, llámese nacional, universal
o global. En últimas, lo que se quiere indicar es que toda historia temática
debería derivar a una historia a secas, sin adjetivos ni agregados. Lo cual, en
el mismo sentido, quiere decir que todo historiador debería aspirar a hacer
historia total (global) así sea consciente que no puede llegar a hacer historia
total (global).
Si la historia regional busca preguntarse por el acontecer de indivi­
duos desenvolviéndose en territorios particulares, su estudio emerge como
complemento que da especificidad a los grandes procesos históricos. En
otras palabras, la historia regional se aproxima a la comprensión de seres
humanos que dan origen a formaciones sociales, productivas (ambientales)
e institucionales-administrativas interconectadas con estos mismos proce­
sos a mayor escala.
Como es conocido, durante mucho tiempo la historiografía tradi­
cional de América Latina se dirigió a construir y difundir una historia pa­
tria en la cual se resaltaban personajes heroicos como el hombre virtuoso y
emprendedor de corte castellano y sus acciones épicas, es decir, se dirigió a
una historia hecha solo por un pequeño grupo de varones blancos, pudien­
tes, políticos o militares. No había espacio para más actores sociales, salvo
para algunos contradictores del poder. Esta visión excluyente de una historia
crítica, escrita siempre por los vencedores, creó la conciencia histórica de
un perdedor tanto en el campo de batalla como en la conciencia colectiva.
Estas narrativas de los orígenes o fundacionales obedecieron a con­
diciones de producción y de poder en contextos muy específicos en los que
se emitieron. Las ideas, prejuicios, creencias, ideologías, condicionamientos
desde el poder y censuras incidieron sobre los autores del relato y mostraron
una sola cara de la moneda: la de los vencedores. La intencionalidad derivada
de la necesidad de darle legitimidad al desenvolvimiento de una élite gober­
nante para consolidar y legalizar el poder vigente, dejó a la vera del camino
las historias cotidianas de campesinos, pobladores urbanos y, en general, de
la mayoría de individuos de la sociedad, que, quizá por su menor visibilidad
económica y política, no fueron valorados con sus pensamientos y experien­
cias en la historia nacional. En este sentido, la historia patria tradicional creó
un importante problema para los historiadores posteriores, íntimamente
vinculados a la consideración de construir nuevos criterios de validez sobre
el acontecer. Esta renovación ha tenido impacto en las diferentes corrientes

228
Avatares y tránsitos de la historia regional a la historia cultural

de investigación histórica al orientar los estudios hacia la búsqueda de un


complejo de variables en el cual se puedan basar las explicaciones sobre los
procesos históricos, asumiendo aspectos importantes como lo racional, lo
emotivo, lo imaginario, lo inconsciente y la conducta. Motivaciones hasta
llegar a lo que se conoce como historia cultural o historia de la cultura. No
obstante, el camino ha sido largo y ha estado cargado de avatares. Hoy pode­
mos afirmar que la historia de la cultura tiene un amplio espectro temático
de posibilidades, entre las que se destacan la historia intelectual, la de los
conceptos y representaciones, la de las sociabilidades, la de la educación y la
historia de las ciencias e institucionalización de las profesiones. Lo cierto es
que estas derivaciones de la historia cultural ya tienen su propia tradición his-
toriográfica con un desarrollo de teorías, métodos y técnicas de investigación.
Hasta hace algunos años la historia cultural era impensable. La his­
toria regional, incluso, ha pasado por distintas etapas desde que en los años
ochenta adquiriera un origen y auge para declinar a mediados de los años
noventa bajo una premisa de Germán Colmenares que hizo carrera en algu­
nas universidades regionales de Colombia con programas de historia como
en la Universidad Industrial de Santander (UIS): toda historia regional es
historia nacional. Como testigo de excepción en mi proceso formativo como
historiador asistí a este debate. El declive de esta historia regional tampoco
estuvo exento de un debate teórico y metodológico a esta forma de hacer
historia (Acevedo Tarazona, 2005).
A partir de las críticas realizadas a la historia heroica o patria, la
forma de hacer historia en Colombia ha cambiado a lo largo de las últimas
tres décadas. Los primeros propósitos de cambio estuvieron dirigidos a la
comprensión de la historia social, la regional y la económica. Los trabajos de
Jaime Jaramillo Uribe marcaron una pauta en el país. Precisamente, el primer
libro que intentó romper con la tendencia historiográfica de la historia patria
se remonta a 1963, cuando el Club Rotario de Pereira, en cabeza de Jorge Roa
Martínez, decidió llamar a Jaramillo Uribe, Juan Friede y Luis Duque Gómez
para que en el corto tiempo de tres meses hicieran una historia de la ciudad con
motivo de su primer centenario. Los primeros propósitos de cambio también
estuvieron dirigidos a la comprensión de una historia económica de la historia
nacional. Investigadores como Salomón Kalmanovitz, Jesús Antonio Bejarano
o José Antonio Ocampo estudiaron la historia económica de Colombia con
la finalidad de comprender los procesos que se llevaron a cabo durante el
periodo colonial o régimen indiano y la República con respecto a proyectos
agroexportadores, industriales y comerciales tanto en lo regional como en
lo nacional, para contrastarlos, a su vez, con las variabilidades internas y

229
Alvaro Acevedo Tarazona

los procesos económicos de Am érica Latina, Estados Unidos y Europa. De


este modo, los cambios trascurridos en la historiografía después de la mitad
del siglo XX permitieron un rompimiento paulatino con la historia patria.
En los años ochenta continuó el rompimiento con la historia patria
por intermedio de una apuesta por la historia regional en los trabajos de
Víctor Álvarez, Arm ando M artínez Garnica, Francisco^Zuluaga y otros
historiadores, quienes desde las regiones y en un diálogo con la corriente de
Armales y la tradición historiográfica de El Colegio de México empezaron por
recuperar las historias y vivencias de las sociedades de su entorno, comen­
zando así el surgimiento y la consolidación de la historia regional a partir de
las producciones historiográficas de los programas académicos de historia
impulsados en algunas universidades colombianas alejadas de la capital.
Un caso fue el surgimiento de la Escuela de Historia de la Universi­
dad Industrial de Santander, que logró fundarse en 1987 con bases teóricas
y metodológicas de la Escuela de los Armales y de algunas tendencias histo­
riográficas practicadas en El Colegio de México, dando suma importancia a
la historia regional para la comprensión de las particularidades de la región
santandereana con relación a los procesos nacionales. Precisamente, para dar
solvencia a esta particularidad del enfoque regional se convocó a un evento
académico para tratar el asunto en cuestión. Por la Universidad Industrial
de Santander el profesor M artínez Garnica participó con un texto titulado
“ Hipótesis constitutivas del espacio regional santandereano como objeto de
investigación” (Martínez Garnica, 1991). En esta disertación, el joven historia­
dor de aquel entonces expresaría algunas consideraciones conceptuales para
la problematización del trabajo en la historia regional de Santander. En los
argumentos, consideró necesario definir al historiador regional como todo
aquel que se ocupa del pasado de las gentes que lo anteceden en el territorio
donde este mismo historiador se desenvuelve en su cotidianidad (Martínez
Garnica, 1991: 87). Así, el historiador, aclaraba, tenía el deber ético con sus
contemporáneos de explicar “el sentido del pasado de la sociedad regional,
apropiado como conocimiento y puesto en prosa como evocación poética”
(Martínez Garnica, 1991: 87).
Además, M artínez G arnica acotaba que imitando a nuestros an­
tepasados de la provincia de Soto, y de otras provincias de Santander, ter­
minábamos invitando a los historiadores a que nos acompañaran con el
siguiente epígrafe en la tarjeta: “ todo aquel que contribuya al conocimiento
de Santander es santandereano” (Martínez Garnica, 1991:92), es decir, que el
historiador regional de Santander era todo aquel que ocupaba su indagación
en torno a aquellas gentes que en el pasado vivieron su cotidianidad en el

230
Avalares y tránsitos de la historia regional a la historia cultural

mismo territorio santandereano donde este, en su actualidad, vivía. Pero no


habrían de pasar cinco años para que el mismo profesor M artínez señalara,
en sintonía con Germán Colmenares, que toda historia regional es historia
nacional, y que, en consecuencia, a partir de la segunda generación de estu­
diantes de la maestría en historia, los proyectos y las tesis de investigación
se dirigirían a la historia política y, en particular, a la historia de la génesis y
consolidación del Estado nación en Colombia desde que este se constituyó
como una república de ciudadanos.
Por supuesto, la primera generación de estudiantes de la maestría,
entre los que me encontraba, quedamos sin piso. ¿Qué implicó quedarme sin
piso? Un horror al vacío inicialmente, luego la incertidumbre y finalmente
la alternativa de seguir avanzando autónomamente en la investigación. La
formación como historiador me había conducido por teorías, métodos y
técnicas de investigación que no dominaba pero que ya eran parte de mi
formación investigativa, sin descontar que había entrado en el mundo de la
investigación observando cómo mis maestros investigaban, en particular,
mi maestro Arm ando M artínez, quien hoy, puedo decir, es colega y amigo,
pero que en aquellos tiempos de neófito fui de los primeros que, como un
pararrayos, debí aguantar sus descargas, la mayoría de veces, disciplinadas,
mordaces o hirientes, y una que otra de empatia, a la mejor usanza de la
exigente formación impartida en El Colegio de México. Y como el náufra­
go de ahí me agarré. Lo mejor que me pudo pasar en esta transición fue la
incertidumbre. Hoy, en la distancia, puedo estar de acuerdo con Immanuel
Wallerstein cuando en su conocido texto “ Incertidumbre y creatividad” ar­
gumenta que toda certeza ciega y mutila (Wallerstein, 1997). Por fortuna, la
maestría en historia su momento también había propuesto una formación
interdisciplinaria en la cual la historia, como en la propuesta de Anuales , se
enriquecía en el diálogo con las ciencias sociales. Así, entre tantos recono­
cidos historiadores e investigadores sociales invitados tuvimos la fortuna
de escuchar a M argarita Garrido, Virginia Gutiérrez de Pineda o Alberto
Mayor Mora.
No obsta decir que en el pregrado en historia tuvimos también una
enriquecedora formación interdisciplinaria en cursos desarrollados por los
profesores Ariel Díaz Osorio, Blanca Inés Prada Márquez, Liliana Cajiao,
Jairo Gutiérrez Ramos, Juan Alberto Rueda, Leonardo Moreno, W illiam
Buendía Acevedo, Susana Valdivieso Canal y Am ado Antonio Guerrero.
Meses después se sumaría al equipo de la planta docente de profesores de
tiempo completo del programa de maestría en historia de la UIS, conforma­
da por Arm ando M artínez Garnica y Jairo Gutiérrez, el profesor Heraclio

231
Alvaro Acevedo Tarazona

Bonilla, quien durante dos largos semestres complementó nuestra formación


historiográfica. De este oportuno diálogo interdisciplinario debo decir que
el profesor Alberto Mayor Mora dirigió mi tesis de maestría titulada “ La
UIS: historia de un proyecto técnico-científico” (Acevedo Tarazona, 1997).
Cabe destacar también que esta formación interdisciplinaria en el pregrado
y en la maestría en historia de la UIS me permitiría sobrevivir como profesor
hora cátedra en distintas universidades, durante varios años, dictando cur­
sos de metodología de la investigación y un variopinto paquete de cursos de
humanidades, entre ellos, el más querido curso dictado allí: historia social
de la ciencia. Un curso impartido gracias a la generosidad de la profesora
Blanca Inés Prada Márquez que, siendo apenas un proyecto de historiador,
me entregó sus cursos de humanidades con la esperanza de convertirme
en un relevo generacional en la enseñanza de la historia de las ciencias y
profesiones. Lo cierto es que hoy ya casi no se imparten cursos de historia
social de la ciencia en la UIS y que los cursos de historia social de la ciencia
e historia social de la ciencia en Colombia desaparecieron del plan de estu­
dios del actual programa de historia y archivística de la Escuela de Historia
de la UIS. Además de esta valiosa formación interdisciplinaria, las primeras
generaciones de historiadores de dicha universidad también asistimos a los
cursos de historia universal impartidos por la entrañable profesora Gloria
Rey y por el incomprendido profesor Mauricio Navarrete. Y detrás de todo
este proyecto de formación historiográfica, aunque no fueron nuestros pro­
fesores, Ernesto Rueda Suárez, Libardo León Guarín y Serafín Martínez.
Para ellos, todo mi afecto y consideración como profesores que entregaron
sus mejores años a la enseñanza de la historia. De igual manera, para Juan
Alberto Rueda, que nos dio las bases filosóficas y teóricas de la historia, ade­
más de ser el mejor ejemplo de lo que significa ser un profesor universitario
en el más amplio sentido de este significado. Y, por supuesto, para W illiam
Buendía Acevedo, quien nos enseñó los fundamentos de la geografía y la
historia que se hace con documentos. Y en esta lisonja de agradecimientos,
probablemente empalagosa para un lector desprevenido y fuera de contexto,
todos los reconocimientos a los colegas actuales y en especial a los profesores
fundadores del programa de historia y que han hecho posible un doctorado
en historia, los siempre recordados Arm ando Gómez Ortiz, Jairo Gutiérrez
Ramos, Liliana Cajiao y Arm ando M artínez Garnica.
Años más tarde, esta formación interdisciplinaria y, de alguna ma­
nera, universal y filosófica me permitiría crear y dirigir desde el año 2000 el
grupo de investigación denominado hasta hoy “ Políticas, sociabilidades y
representaciones histórico-educativas (PSORHE)”, adscrito, en un comienzo,

232
Avalares y tránsitos de la historia regional a la historia cultural

a la Facultad de Educación de la Universidad Tecnológica de Pereira (UTP)


y en la actualidad adscrito interinstitucionalmente tanto a la Universidad
Industrial de Santander como a la Universidad Tecnológica de Pereira. Desde
entonces he sido un historiador formado para hacer historia regional antes
que nada, pero la interdisciplinariedad en mi formación y en mi necesidad
me permitió derivar mi tesis de maestría sobre la institucionalidad educa­
tiva y profesional a los movimientos estudiantiles en el marco del proyecto
modernizador educativo de Colombia en la segunda mitad del siglo XX. Y de
ahí que transitar por otras derivaciones historiográficas cada vez me fueron
acercando más a la historia cultural: la educación como una historia de la
cultura, la protesta estudiantil colombiana en el marco de la memoria social
y de la revolución cultural planetaria de los años sesenta del siglo pasado, la
violencia armada en el marco de la cultura política colombiana, las sociabili­
dades en las interrelaciones de la historia intelectual y la prosopografía como
una apuesta por la forma narrativa y literaria. Todo ello, sin dejar de lado
la historia regional con su sentido de apropiación formativa en sus diálogos
con la historia ambiental, institucional y urbana.
Empero el particular origen académico y profesional de la historia
regional en Santander, que formó a las primeras generaciones de estudiantes
del programa de historia de la UIS en este departamento, tiene sus inicios,
por lo menos, desde el tercer decenio del siglo XX. Mucho antes de formarse
los historiadores profesionales en la Escuela de Historia de la Universidad In­
dustrial de Santander, desde la Academia de Historia de Santander se pensó
y creó la historia de los actores que perfilaron esta región histórica. Esta es
otra historia que por ahora ha empezado a construir el nobel y prometedor
historiador Gabriel David Samacá Alonso (Samacá Alonso, 2015), formado
también en el pregrado y en la maestría en historia de la UIS y apoyado irres­
trictamente en sus últimos años de formación por el grupo de investigación
PSORHE. A quien le han seguido los también prometedores historiadores
Rolando Malte Arévalo y Sol Alejandra Calderón.
En la búsqueda de nuevos caminos que permitieran entender las
continuidades, trasformaciones y permanencias sociales, en la primera y
segunda generación de la maestría en historia de la UIS el profesor Heraclio
Bonilla hizo gala en sus cursos de una muy seria formación interdisciplinaria
en economía, antropología y ciencia política y de un renovado acento teóri­
co y metodológico de la propia disciplina historiográfica, la cual iba desde
M arx y los historiadores marxistas de las nuevas generaciones, especialmente
ingleses, pasando revista a un análisis crítico de la Escuela de los Armales

233
Alvaro Acevedo Tarazona

hasta desembocar en la historia económica, la historia política y las nuevas


tendencias de la historia cultural.
Cabe señalar que en sus orígenes uno de los propósitos de Anuales
era construir enfoques innovadores para el análisis de la historia social y,
entre ellos, de la historia regional. Una de las propuestas planteadas por esta
escuela consistió en dar cuenta de la complejidad de la realidad social por
medio de una escala de análisis más micro. Sin embargo, a la hora de hacer
historia regional se debe tener mucho cuidado, ya que esta historia no se
puede convertir en un particularismo relativista en el que todo es válido y
posible, lo cual sería muy preocupante para el acumulado de la disciplina
historiográfica. Por el contrario, la historia regional, que tiene rasgos dis­
tintivos muy difusos con la historia local y la microhistoria, adquiere todo
su valor, como ya se expresó, si se vincula a procesos explicativos, es decir,
a procesos que conduzcan hacia historias generales. Sobre este particular,
veamos lo que dice Carlos Antonio Aguirre:

Desde hace varios años ya ha venido consolidándose, en la histo­


ria de Latinoamérica, un interesante ámbito de reflexión en torno
a cuestiones tales como los principios que articulan las recons­
trucciones históricas regionales, o sobre la operatividad del con­
cepto de región para dar cuenta de la complejidad de la realidad
social. (Aguirre Rojas, 2015)

Así, para este historiador los primeros y segundos Anuales —por de­
nominarlos de alguna manera— dan fundamento a la historia regional. Marc
Bloch, fundador de esta corriente de pensamiento, define la historia regional
como la reconstrucción científica de la evolución histórica de una región que
sea ella misma una verdadera región histórica. Estas ideas posteriormente se
complementarían con la de otros teóricos como Vidal de La Blache, uno de los
primeros autores en darle una definición a la región. La Blache funda el tér­
mino de “geografía humana” basándose un poco en la teoría de Ratzel, quien
planteó de manera un tanto determinista que es la configuración geográfica
de un espacio, a partir de las tesis de las fronteras naturales, la que determina
la sociedad que sobre dicho espacio se construye, además de configurar el
tipo de Estado que allí se forma (Aguirre Rojas, 2015). En este sentido, para
Ratzel, la geografía humana es paisaje, es decir que el objeto principal de la
geografía humana es el paisaje, pues este incluye el clima, el relieve, la morfo­
logía terrestre, los recursos minerales, las montañas y el subsuelo, lo mismo
que los recursos vegetales, la flora, la fauna, incluyendo, por supuesto, el
factor más importante: el factor humano (Aguirre Rojas, 2015: 280). De este

234
Avatares y tránsitos de la historia regional a la historia cultural

último, argumenta su importancia, ya que es el que configura el territorio.


Pero en últimas, son todos los anteriores elementos, en conjunto, los que
definen la región.
En este orden de propósitos es posible inferir que la historia regional
tiene pretensiones de historia total y con tendencias explicativas que permi­
ten ir de lo particular a lo general y viceversa. La pretensión de hacer historia
total es un acto de honestidad intelectual. Una premisa a la cual anteceden
dos más: historiador que no describe no existe, historiador que no recurre a
la teoría no explica. ¿Pero, entonces, en esta perspectiva de la historia total,
cuál es la diferencia entre la historia regional y la historia local? Las diferen­
cias son mínim as, incluso diría que sus límites son borrosos, pues tal vez su
única diferencia es la escala espacio-temporal de observación. Precisamente
este concepto de historia total o historia global permite situar otro punto de
giro en este recorrido.

Segundo avatar: el tránsito de la historia regional


a la historia cultural

Aunque hemos considerado que las fronteras entre la historia regional y


local son muy borrosas, algunos resultados, muy bien logrados, de histo­
rias locales con un enfoque eminentemente cultural se pueden observar
en las obras de Giovanni Levi (1990), La herencia inmaterial. La historia
de un exorcista piamontés del siglo XVII, Emmanuel Le Roy Ladurie (1981),
Montaillou. Aldea occitana de 1294 a 1324 y Luis González (1999), Pueblo
en vilo. La validez explicativa a cada una de estas obras permite entender,
en los dos primeros casos y sin entrar en detalles, formas de vida de algunos
particularismos europeos; en el tercero permite entender la historia local de
una población —San José de Gracia— y la historia nacional de México. En
cada uno de estos libros se presentan historias humanas que no se enfocan
específicamente en la historia económica, social o política, sino en todo su
acontecer.
En estas obras se puede sentir la preocupación persistente de los
autores por dar cuenta de la diversidad del paisaje y de sus pobladores des­
de los tiempos más remotos pero también y, sobre todo, por saber y tejer la
trama de las historias regionales y extenderlas a los procesos más amplios
que ayudan a explicarla y hacerla verosímil sin llegar a la narración épica y
heroica. Además, mantienen la manera “particular de imbricar la geogra­
fía, la historia, las peculiaridades y costumbres de la gente en los diferentes
espacios donde cada quien tuvo que aprender a v iv ir” (Arias, 2006: 185).

235
Alvaro Acevedo Tarazona

Todas estas historias estudiadas a nivel regional pueden revelar lo que a una
escala mayor no se conseguiría ver. Y no obstante, las inferencias que de allí
se extrapolen darán luces a una historia general. Las escalas reducidas de
análisis permiten plantearse problemas generales o, lo contrario, las escalas
amplias de análisis permiten planearse problemas particulares. No obstante,
como lo señala Giovanni Levi, no hay historia total, pues “uno puede seguir a
los actores más allá de las acumulaciones más amplias y probables de docu­
mentos”, pero en el intento siempre existirán lagunas, vacíos, imprecisiones
porque el autor debe recurrir a la “reconstrucción de los acontecimientos y
de las biografías (y) deberá ser a menudo impresionista, alusiva, quizás ima­
ginaria” (Levi, 1990:47-48). Es decir que la historia requiere del esfuerzo por
parte del lector, quien con su imaginación enriquece el momento histórico
descrito y, a su vez, con su participación se convierte en coautor del texto.
Al respecto, el profesor Martínez Garnica indica que la historia regio­
nal es, de alguna manera, la imbricación de varias historias temáticas, es decir
que para hacer historia regional se tienen que ver la economía, la política,
las relaciones personales. El profesor M artínez argumenta que existen tres
regímenes: el régimen personal, el régimen político y el régimen ambiental,
y entre estos, de alguna manera, el tercero es el de la geografía humana. Es­
tos regímenes, a su vez, se encuentran conectados a una historia nacional.
Carlos Aguirre, por su parte, en la perspectiva Anuales, señala que la historia
regional, que es la suma de muchas historias temáticas, tiene que llevarnos a
una historia general explicativa, de lo contrario no tendría ningún sentido.
Esta distinción de la historia regional implica reconocer que esta
historia de los individuos que trasforman su entorno es una historia en m o­
vimiento o en permanente cambio. En esta perspectiva, asimismo, una región
pudo existir en la historia y transformarse o puede ya no existir porque toda
región es dinámica, ya que tiene un origen, un desarrollo y, posiblemente,
un final. Por otro lado, es posible afirmar que toda historia regional es el
estudio de los individuos que trasforman un lugar, es decir, la historia re­
gional define el estudio del paisaje, el cual es un componente de la geografía
humana. Esta historia regional implica, entonces, la capacidad de hacer una
historia total con el propósito de hacer historia general o historia explicativa
de procesos más amplios.
Cada uno de los historiadores que han construido historia regional
en las últimas décadas destaca que esta forma de hacer historia de los grupos
humanos no solo rescata la memoria de los pueblos, comunidades y regiones
olvidadas de Colombia, sino que, al tratar de describir toda su historia, debe
existir una interdisciplinariedad y un diálogo constante con otras ciencias

236
Avatares y tránsitos de la historia regional a la historia cultural

sociales. Posibilidad que la historia regional permite y que cada historiador


está llamado a considerar a la hora de relatar las vivencias de unos individuos
inmersos en un tiempo y un espacio.
La geografía, la economía, la antropología, la etnohistoria, entre otras
disciplinas sociales, se unen con la historiografía para comprender de manera
profunda a los seres humanos. Estas inmersiones trasforman las perspectivas
teóricas y metodológicas con las que se ha hecho la historia en Colombia y en
América Latina. La historia regional, pese a detractores y cuestionamientos,
se ha fortalecido en el país y en Latinoamérica porque comprende el devenir
histórico de los grupos humanos desde su génesis hasta su posible desapa­
rición en el tiempo, es decir, vislumbra cada proceso desarrollado por los
individuos en un espacio-tiempo. Sin embargo, la única forma para que se
cumpla con este propósito es que la historia regional tenga la pretensión de
historia total o global, ya planteada desde la Escuela de los Anuales, puesto
que es necesario percibir las esferas en las que diariamente se desenvuelven
los seres humanos para crear un conjunto que permita entender sus formas
de vida; de lo contrario, solo se vislumbraría un solo ámbito, tematizando
al grupo humano.
Asimismo, el fortalecimiento de la historia regional en Colombia es
posible porque rompe con la historia heroica que por años se había realiza­
do en el país y la cual no rescataba las historias de todos los colombianos,
sino que se enmarcaba en los procesos independentistas y la lucha de una
élite por la trasformación social de Colombia sin recuperar la memoria de
comunidades étnicas olvidadas que también hicieron y hacen parte del país.
La historia regional promueve consensos y debates con las ciencias sociales
para estudiar los grupos humanos que lo habitan y para que las disciplinas,
desde bases teóricas y metodológicas, ofrezcan aportes al estudio de las ciu­
dades, pueblos y comunidades. Por tanto, el surgimiento y la consolidación
de la historia regional en un país como Colombia, donde la diversidad étnica
y cultural necesita el estudio de los individuos desde la particularidad y lo
general, debe tener como finalidad comprender los diferentes procesos que
se han gestado y desenvuelto en el país.
Desde el inicio de la denominada Escuela de los Anuales, en su pri­
mera generación, se ha considerado la historia como la relación de todos los
componentes sociales, en los que se deben implicar otras disciplinas como la
economía, la antropología, la sociología, la geografía, entre otras, con el fin
de ir más allá del discurso unidimensional e institucional, demarcado por el
quehacer del poder que configura un relato hegemónico y totalizador. Así,
la escuela de los Anuales empezó a elaborar una historia que contemplaba al

237
Alvaro Acevedo Tarazona

hombre en sociedad en tiempo y espacio determinados, pero en movimiento


y en continuo cambio y trasformación.
Los años ochenta y noventa del siglo XX significaron una renovación
de la historiografía. En la mayoría de nuestro territorio nacional el oficio
era todavía una punta ancilar de las historias patrias en las academias, cuya
función había sido, principalmente, la de legitimar el proyecto republicano
independentista por intermedio de una producción heroica y de gesta. No
está de más decir que la historia regional en Colombia, a partir de los años
ochenta, igualmente entabló un diálogo abierto y de ruptura con aquella
historia anclada en las estructuras y superestructuras deterministas del ma­
terialismo histórico, cuya tendencia por encontrar modelos teóricos afines
y semejantes a los modos de producción asiáticos y europeos convirtió las
historiografías nacionales en recetarios de una profunda fuerza explicativa,
pero poco creíbles al contrastarlos con el particular desenvolvimiento his­
tórico de las sociedades (Acevedo Tarazona, 2004:121-145).

Tercer avatar: la historia cultural

Si la historiografía supone la comprensión del pasado a partir de preguntas


y teorías que adquieren vigencia en el presente, las concepciones históricas
implican la exploración previa de las concepciones sociales (Carretero, s. f.: 9).
Este primer enunciado implica reconocer un segundo: la historiografía cam­
bia según las influencias ideológicas y políticas de quienes hacen el oficio, y
no solo se trata de establecer una distinción entre historia oficial y no oficial,
sino de explorar tantas versiones históricas como sea posible. En consecuen­
cia, de la misma manera que las posiciones historiográficas son diferentes
según los presupuestos teóricos, metodológicos o las fuentes que se utilizan
para su elaboración, son distintas las ideas y actitudes que los interlocutores
tienen sobre la sociedad. Más aún, tales ideas no son fáciles de cambiar en
estos, así sean posiciones deformadas (Carretero, s. f.: 23-24).
Un propósito de la historiografía es formular hipótesis para gene­
rar y apropiar el conocimiento (saber), establecer relaciones con el entorno
(hacer) y formar integralmente al estudiante (ser) en procesos de autono­
mía, ética y la puesta en común del saber, partiendo de las diferenciaciones
propias y niveles alcanzados tanto por el maestro como por el estudiante.
La historiografía también implica desarrollar estrategias de pensamiento y
metodologías de orden deductivo e inductivo y establecer comparativos en­
tre estados sociales, con el fin de encontrar ciertas regularidades o modelos
explicativos de síntesis.

238
Avalares y tránsitos de la historia regional a la historia cultural

No se puede desconocer tampoco el carácter narrativo del cono­


cimiento histórico y las distintas y válidas formas de narrar un mismo
acontecimiento o proceso social. En la historiografía se recurre tanto a las
explicaciones causales (socioeconómicas, políticas) como intencionales de
los agentes individuales o grupales. De ahí el carácter científico y narrativo
de la historiografía. Tal vez de ahí deriva la importancia de la narrativa y la
literatura como mediación y fuente para la historia cultural.
Las representaciones artísticas con una alta carga emocional y cul­
tural de los rasgos más representativos y a su vez ocultos de una sociedad
comenzaron a hacerse visibles en las nuevas corrientes de la historiografía a
partir de la segunda generación de Anuales. En la literatura se tocan temas
históricos, los cuales se relacionan con personajes históricos reales que do­
tan de información significativa para el contexto histórico. Sin embargo, la
literatura como fuente, por mucho tiempo, fue dejada al margen a pesar de
su pretensión de verdad. Esto porque la verosimilitud de la realidad queda­
ba en entredicho, en tanto la literatura era considerada imaginación y, en
consecuencia, ello afectaría la búsqueda de la verdad y de la objetividad que
pretende encontrar la ciencia histórica. Y no obstante ya lo remarcaba John
Lukacs: “ los temas de la historia encajan mejor en la literatura que en la cien­
cia” (Lukacs, 2011:29). No obstante, para algunos historiadores de las nuevas
corrientes historiográficas la literatura es una de las mejores maneras en las
que una sociedad expresa su forma de pensar. Así, todo tipo de literatura tiene
siempre un trasfondo que resulta de sumo interés para los historiadores de
la cultura. Las similitudes entre un novelista y un historiador se hacen más
evidentes durante esta etapa de reencuentro: ambos géneros buscan crear
narraciones coherentes que se sustenten en datos y esta labor de crear un hilo
conductor requiere de la imaginación.
El redescubrimiento de las fuentes por parte del historiador tiene
lugar al mismo tiempo que se revalorizan las fuentes culturales que antes
eran consideradas menores como la prensa, la fotografía, la literatura, las
crónicas, las artes con sus posibilidades interpretativas iconográficas e ico-
nológicas (monumentos, estatuas, murales, arquitectura, cine, panfletos,
volantes) y las fuentes geográficas y sus vestigios materiales, porque el paisaje
y su trasformación, junto con los utensilios y los objetos cotidianos parti­
culares, son incorporados también para conocer los cambios de un grupo
humano. Asimismo, es importante la incorporación de la fuente oral y los
documentos personales que hasta ese momento no se consideraban como
fuentes históricas válidas. En la historia cultural se pueden emplear gran
variedad de fuentes que permitan contemplar distintos vestigios históricos

239
Alvaro Acevedo Tarazona

en diferentes formatos que otorgan información valiosa de los testimonios


de los imaginarios y las percepciones en torno a expresiones que son muy
complejas de percibir en las fuentes escritas. De igual manera, se pueden
exam inar las creencias y formas de actuar de los hombres y mujeres en
determinada época histórica, lo que permite aislar el aspecto teórico y el
“ fetichismo” del documento, como lo demuestra Huizinga aljeconstruir las
manifestaciones culturales, los ideales e im aginarios de la sociedad medie­
val a partir del arte pictórico de los hermanos Van Eyck (Huizinga, 1994). A
partir de la iconografía y los simbolismos, Huizinga analiza la pobreza y las
enfermedades, recrea la época medieval y demuestra que la historia cultural
va de lo simple a lo complejo y que es una forma de hacer historia desde un
carácter diferente ya que, como diría el mismo autor, “ la historia de la cultura
debe interesarse tanto por los sueños de belleza y por la ilusión de una vida
noble, como por las cifras de población y de tributación” (Huizinga, 1994:
133). Años después, esta sentencia tendría mayor validez al expresar Lukacs
que “ la historia no es solo el pasado registrado en documentos” (Lukacs,
2011:38), pues si bien el registro escrito permite la reconstrucción histórica,
la descripción, que es objetivo prim ordial de la historia, es posible desde el
análisis de diversas fuentes orales, iconográficas o artísticas. Sin embargo, lo
importante es tener un análisis crítico riguroso de las fuentes, que apunte a
reafirmar su veracidad y pertinencia para la investigación histórica.
Es precisamente en la fuente que es posible encontrar un diálogo
enriquecedor con las humanidades y las ciencias sociales, tan necesarias pa­
ra escribir historia. Las fuentes arqueológicas, los vestigios en la piedra, las
lápidas, las monedas, las recetas de cocina permiten reconstruir la historia
cotidiana, la del pueblo del común, la de aquellos personajes sin pretensiones
heroicas pero que igualmente formaron parte de una sociedad en un tiempo
y una región, una localidad. La actividad humana, las palabras, sus gestos,
los grandes hechos, colectivos y personales, entrarían a formar parte de la
historia de la cultura como una historia subjetiva, porque cada acto humano
está acompañado del entorno mental, con sus motivaciones, con sus cone­
xiones con otros actos y sus efectos. En la mentalidad se integran el pensar,
el sentir, la imaginación y las acciones.
Ante la amplitud de fuentes y la curiosidad de los historiadores apare­
ció el estudio de asuntos tan diversos como el vocabulario, la vida cotidiana
o privada, la violencia cotidiana a la manera explicativa de la antropología
social, la violencia como crim inalidad y como represión, la violencia colec­
tiva (historia de los conflictos, las revueltas y las revoluciones), la familia, el
matrimonio, la sexualidad, la fiesta, el cuerpo, los gestos, la alimentación,

240
Avalares y tránsitos de la historia regional a la historia cultural

la enfermedad, el ritual, el mito, la leyenda, la tradición oral, la brujería, la


cultura popular, los modelos de comportamiento, las representaciones socia­
les, las prácticas, las actitudes, los valores y las creencias colectivas en general,
las cuales han dado paso a líneas de investigación. En países como Francia
y España han sido abordados objetos de investigación mental y psicológica
tales como la imagen del rey, la justicia, la criminalidad y violencia, conflictos
y revueltas, caballeros y clérigos, religiosidad popular, historia de las ideas,
historia del amor, la muerte, el miedo, la mujer, la guerra, el llanto, el folclor,
el género. Todo lo anterior ha ocasionado una eclosión de temáticas.
Hoy la historia cultural se ha renovado y ha propuesto una diferencia­
ción analítica con la historia de las mentalidades. Lo fundamental de la historia
de la cultura que conduce al divorcio con la historia de las mentalidades tiene
que ver con el propósito de la primera de no renunciar al análisis de lo mental
pero sí a la exigencia determinante de indagar en el inconsciente colectivo. La
historia cultural se aferra a sus fuentes para escudriñar nuevos campos de in­
vestigación. Si bien estas fuentes son mucho menos útiles para el estudio de
los hechos políticos y socioeconómicos, son terreno propicio para estudios
relacionados con la literatura, la lectura, la alfabetización, el arte, la filoso­
fía, la religión, la educación y la ciencia.1 Este diálogo conceptual y meto­
dológico es evidente en la historia cultural porque centra su mirada en las
representaciones mentales sobre hechos históricos, con el fin de comprender
la experiencia subjetiva de una sociedad a lo largo del tiempo. A hí radica la
semilla para establecer las derivaciones de la historia cultural: historia de
las sociabilidades, intelectual, conceptual, de la cultura política, iconología e
iconografía, historia de la ciencia, de la educación e historia de las religiones.
¿Por qué se da el paso de la historia de las mentalidades a la historia
cultural? La crítica al método y a los postulados teóricos de la historia de las
mentalidades iniciada a mediados de la década de 1980 tuvo como conse­
cuencia el desarrollo de una nueva corriente historiográfica conocida con el
nombre de historia cultural, la cual integró elementos propios de la sociología
y del giro lingüístico, y hoy de la historia conceptual. La historia cultural, por
su parte, ha tenido como principales cultivadores a historiadores europeos
como Brown, Dajmton, Nora y Chartier, los cuales lograron romper con
los rígidos esquemas del materialismo histórico y terminaron con la ambi­
güedad del concepto “m entalidad” al plantear la idea de que una sociedad

1 En épocas pretéritas la historia de la ciencia era inseparable de la historia de las mentalidades.


Cfr. Vicquers, 1990.

241
Alvaro Acevedo Tarazona

está conformada por distintos grupos que son capaces de crear y recrear
sentidos propios a partir de una realidad determinada y de dotar de signi­
ficados particulares a los objetos y a los discursos, especialmente a aquellos
de naturaleza histórica.
En este sentido, los cultivadores de la historia cultural recuperaron
las formulaciones elaboradas por Maurice Halbwachs acere# de la memoria
colectiva con el fin de comprender de manera más clara los procesos por me­
dio de los cuales la memoria de un grupo termina convirtiéndose en discurso
historiográfico. La historia cultural se desenvuelve y estudia generalmente
desde las élites de la sociedad, ya que es en este lugar donde los investigado­
res tienen más facilidades de acceso a las diferentes fuentes, además de tener
una posición más cómoda desde la cual analizar el objeto a estudiar. Y como
diría Huizinga, los temas de la ciencia histórica “son innumerables y solo
unos cuantos tienen por qué conocerlos por separado” (Huizinga, 1994a: 15).
Para la historia cultural los hechos históricos a interpretarse son co­
mo textos en los que hay un contenido simbólico y de representación mental
de los objetos culturales. Se debe recordar que la representación es el camino
por el cual los individuos y grupos dotan de sentido a su mundo. Ejemplo
de esto son los textos ya mencionados de Emmanuel Le Roy Ladurie, Luis
González y Giovanni Levi. Se puede pensar que en Pueblo en vilo se pretende
mostrar un ejemplo de esa vida cotidiana de una comunidad concreta, es de­
cir, esbozar las actuaciones humanas en una comunidad política particular.
Como menciona González, “el área histórica seleccionada no es influyente ni
trascendente, pero sí representativa. Vale como botón de muestra de lo que
son y han sido muchas comunidades minúsculas, mestizas y huérfanas de
las regiones montañosas del México central” (González, 1999:16).
El autor de Pueblo en vilo, mediante fuentes como la documentación
manuscrita, archivos notariales, archivos parroquiales, colecciones tradicio­
nales y algunas fuentes de tradición oral como las encuestas, reconstruye la
historia universal de San José de Gracia, una localidad que estudia durante
un siglo, y, a su vez, crea un retrato con la fuerza de una imagen panorá­
mica de la realidad social en los contextos olvidados por las corrientes más
deterministas y ortodoxas del quehacer histórico. González da pinceladas
a una historia viva que enfoca a los actores de carne y hueso por encima de
los proceres de bronce para crear un relato historiográfico más cercano al
lector en una atmósfera cultural en todo el sentido de la palabra.
En el caso de Pueblo en vilo existe un retrato de la realidad social,
por lo que el historiador es un participante activo del trabajo de campo que
registra por medio de entrevistas, documentos y sus propias experiencias,

242
Avalares y tránsitos de la historia regional a la historia cultural

segmentos importantes de la vida de una localidad y una región. El ejercicio


de la historiografía circunscrita a una pequeña zona tiene que echar mano
de todos los recursos de la metodología histórica y de varios más.
Otro ejemplo de historia cultural a una escala reducida de análisis es
el texto La herencia inmaterial: la historia de un exorcista piamontés del siglo
XVII. El texto estudia diferentes momentos de la cotidianidad en Santena.
El registro documental permite la interpretación de la historia de este lugar
como un ejemplo a partir de los acontecimientos registrados por los habitan­
tes del pueblo. El texto aborda las cuestiones metodológicas planteadas por
el autor a propósito de la fuente utilizada y las derivaciones de una historia
local y regional a partir de los procesos de exorcismos en el siglo XVII. Levi
sugiere en su obra un enfoque potencialmente abierto a novedosas variables
de análisis a partir de la construcción y escogencia de categorías útiles para
la comprensión y la explicación investigativa. Es así como a partir de los
procesos de exorcismos analizados, el autor reconstruye temas tan disímiles
como las relaciones de parentesco, la economía y el poder en Santena. De
igual manera, describe la innovación tecnológica y los comportamientos
religiosos en una sociedad aparentemente inmóvil. La reconstrucción del
ambiente social y cultural del pueblo permite reconocer la percepción de
sus habitantes en cuanto a lo sagrado, la autoridad, la crisis económica, so­
cial y demográfica, las conductas familiares y su actitud hacia la tierra y su
comercialización. Es decir, muestra “ las relaciones sociales, las reglas econó­
micas y las reacciones psicológicas de un pueblo normal que le permiten al
autor contar las cosas relevantes que suceden cuando aparentemente no pasa
nada” (Levi, 1990:13). Si bien el autor argumenta que su metodología se basa
en una “reconstrucción biográfica de cada habitante de Santena que haya
dejado algún resto documental” (Levi, 1990:11), es muy valioso el aporte y
el análisis historiográfico que realiza de los procesos de ruptura y división
entre las clases dominantes y las populares, que aun cuando inmóviles y
atrasadas dentro de una economía limitada de recursos disponibles llevan
a un conflicto que se refleja también en el ámbito religioso. Es así como el
autor consigue desde lo simple llegar a lo complejo: a partir de la explicación
de los comporta'mientos individuales de los habitantes del pequeño poblado
logra trasmitir cómo ese comportamiento subjetivo, que es el deseado para
la época, llega a ser el socialmente requerido.
Por su parte, Emmanuel Le Roy Ladurie se adentra en la descripción
de una pequeña aldea: Montaillou. El autor describe la vida campesina y la
vida de las mujeres en un microcosmos fascinante, lo que permite al lector
reconstruir imaginariamente esta aldea europea, tal vez la mejor conocida

243
Alvaro Acevedo Tarazona

de la Edad Media. Le Roy Ladurie enseña que un ojo paciente y minucioso,


una mente despierta y aguda, y una capacidad de comprensión no exenta
de crítica, permiten innumerables oportunidades para el estudio historio-
gráfico de pueblos y aldeas. El texto es una investigación histórica realizada
desde una monografía aldeana (historia regional) enmarcada dentro de las
posturas teórico-metodológicas de la historia de la cultur^, la cual basa su
atención en una aldea que para el medioevo era el centro activo de una secta
del cristianismo (catarismo) considerada “ hereje” por el catolicismo francés,
hecho del que se toma referencia para interpretar y reconstruir lo que fue la
cotidianidad, la mentalidad y la cultura de las personas que allí habitaron
un territorio y que desaparecieron para siempre, condenadas, si no es por la
fuente y el trabajo del historiador, al olvido. Por último, cabría decir que si
bien no exenta de la crítica historiográfica, la obra de Le Roy Ladurie consti­
tuye un ejemplo idóneo del quehacer del historiador y, en especial, de aquel
que se dedica a la historia cultural a partir de la historia regional y local. Es
un modelo en el tratamiento de fuentes históricas y su vigencia demuestra la
posibilidad de apostar a descubrir las riquezas culturales de la cotidianidad.
Una obra que no puede dejar de mencionarse en este recuento acerca
de la historia cultural es El otoño de la Edad Media (Huizinga, 1994). El texto
no es una historia de las pasiones y excesos humanos y, no obstante, advierte
Huizinga que la política medieval se explica en el capricho personal:

La vida y conducta de los príncipes tiene además muchas veces


una dimensión de fantasía que nos recuerda a los califas de Las

m il y u n a n o c h e s. En medio de las empresas políticas fríamente


calculadas obran muchas veces con una impetuosidad temeraria
que pone en peligro su vida y su obra por un simple capricho per­
sonal. (Huizinga, 1994: 24-26)

La interpretación que hace Huizinga es un análisis profundo de un


variado conjunto de fuentes que no dan cuenta de un fondo documental
homogéneo. Por emplear una expresión que décadas después se haría co­
mún, Huizinga construyó su archivo, y a partir de él un análisis de la cultura
medieval que iba mucho más allá de la tradicional organización y narración
cronológica de los hechos. No es una obra común, es un trabajo que sirve
como ejemplo de la posibilidad de hacer historia cultural si se valoran las
distintas fuentes de estudio. Seguramente el vasto conocimiento sobre el
periodo le brindó al autor la suficiencia erudita que muestra la obra.

244
Avalares y tránsitos de la historia regional a la historia cultural

A manera de cierre

La historiografía regional será siempre un campo temático en construcción


descriptiva y teórica (Zermeño Padilla, 1998). Así en determinados momentos
se abuse de los modelos explicativos, no hay historiografía sin teoría. El cre­
cimiento de la historiografía como disciplina y su enseñanza debe reconocer
que los denominados hechos del pasado son análisis con pretensiones de ve­
racidad para atender a respuestas de nuestro presente y futuro. En la historio­
grafía mexicana, la tradición investigativa de la “ historia matria”, en cabeza
de Luis González, arremetió en su momento contra todas las explicaciones
y privilegió la comprensión de los actores del terruño, de la comunidad que
construía su propia historia y sus visiones de mundo (Huizinga, 1994a: 15).
Aquí se podría unir a lo expuesto por Huizinga cuando dice que “ la ciencia
histórica es un proceso de cultura, una función universal, una casa patriarcal
con muchas moradas” (Huizinga, 1994a: 15); es decir, la historia es tan rica en
fuentes y acontecimientos que permite pasar de una historia regional a una
cultural para comprender y describir el acontecer de culturas y sociedades.
Sin desconocer la contribución de la historia regional, las aporta­
ciones teóricas y narrativas de la disciplina son hoy fundamentales para la
enseñanza de la historiografía. Es importante retomar la historia regional y
darle un vuelco hacia la historia cultural para reconocer a las regiones como
potencialidades culturales representadas en un patrimonio arquitectónico
de calles, plazoletas, casas e iglesias y en su riqueza cultural expresada en
tradiciones, fiestas y vida cotidiana. Una historia que está en mora de ser
valorada y recreada para la región santandereana, pues como afirma John
Lukacs: “ la Historia tiene futuro [...] existe un hambre de historia novedosa
y muy extendida” (Lukacs, 2011: 127). Y agregaríamos: pese a tiempos tan
menesterosos de afán y ausencia de atención.

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L A E X P E R I E N C I A I N V E S T I G A T I VA E N L A H I S T O R I A
DE LA J U V E N T U D : M Ú S I C O S C O L O M B I A N O S
EN E X P E R I E N C I A S H I S T Ó R I C A S C O M P A R A T I V A S

Hernando Cepeda Sánchez

El estudio profesional de la historia en Colombia se fortaleció a comienzos


de los años noventa. Anteriormente, destacados investigadores desarrollaron
sus pesquisas históricas en las licenciaturas asociadas a las ciencias socia­
les o en campos relacionados con el estudio del pasado. Estos suplieron la
carencia de un programa profesional en estudios históricos. Los primeros
intentos por profesionalizar la disciplina histórica nacieron de la iniciativa
adelantada por Jaime Jaram illo Uribe, materializados en la institucionali-
zación de programas de pregrado y posgrado en historia, ofrecidos por las
principales universidades del país.
Pronto, la nueva disciplina social en Colombia renovó sus prácticas
investigativas habituales, participó de nuevos debates historiográficos y se
esforzó por estar a la altura de las academias de historia internacionales.
En los tres últimos decenios surgieron formas de cultivar el saber histórico,
enfoques analíticos, conceptuales, metódicos y metodológicos inspirados
en corrientes de pensamiento europeo y estadounidense, enfocados en la
investigación de la historia nacional. El surgimiento de la nueva historia,
diferente de las nuevas historias que la precedieron, llegó a Colombia con
varios investigadores formados en centros destacados de pensamiento histó­
rico a nivel mundial. Muchos regresaron de Rusia, Francia, Estados Unidos
e Inglaterra, con ideas frescas sobre la producción histórica e historiográ-
fica. Quienes no retornaron produjeron desde sus centros de investigación
paradigmas del pensamiento histórico influyentes en la profesionalización
de la disciplina en Colombia.
La nueva centuria trajo consigo nuevas inquietudes al seno de la
disciplina histórica. Seguramente, hacer historia desde el siglo XXI brindó
nuevos horizontes sobre el carácter histórico del XX, traducido en numerosas
investigaciones propias del campo de la historia contemporánea. Además,
entre los historiadores recientemente incorporados a las universidades loca­
les circularon enfoques teóricos novedosos provenientes de la psicología, la
sociología, la antropología, la ciencia política y las ciencias naturales, entre
otras, que aportaron nuevos derroteros, indispensables para suplir las in­
quietudes propias de una nueva historia.

249
Hernando Cepeda Sánchez

De la historia local a la historia transnacional:


usos y desusos de la historia comparada

La disciplina histórica estudia el pasado en términos y escalas nacionales.


Como legado del positivismo decimonónico inscrito en las estructuras del
modelo científico europeo, el saber histórico se enfoca en los aspectos relacio­
nados con la formación y el desarrollo de las naciones modernas (Tilly, 1991).
Los estudios profesionales en el campo histórico desarrollados en Colombia
mantienen los lincamientos propios de las prácticas históricas convencio­
nales. Sin embargo, desde hace varios años se han abierto los cerrojos del
modelo histórico tradicional. El giro lingüístico de los setenta impactó con
notoriedad las investigaciones en Colombia a comienzos del XXI. En conse­
cuencia, el análisis de discurso y contenido cobraron enorme importancia
en las investigaciones basadas en las estructuras narrativas. Animado por
las posibilidades en los nuevos modelos historiográficos, presenté la inves­
tigación sobre Ingermina o la Hija del calamar, novela escrita en 1854 por el
intelectual costeño Juan José Nieto, utilizada como recurso primario para
investigar la representación de las mujeres en la historia colombiana. Esta
primera pesquisa, desarrollada en conjunto con José Manuel González, se
presentó en la Pontificia Universidad Católica de Lima en el año 2000.
Este prim er acercamiento a la producción historiográfica en C o ­
lombia compartió la preocupación general de reconocidos historiadores,
interesados en problemáticas amplias, relacionadas con la formación de la
nación, incluso desde una óptica particularmente ortodoxa.1 Las investiga­
ciones personales inaugurales, producto del ambiente académico concerni­
do por las dinámicas nacionales, proveyeron de categorías analíticas sobre
sectores poblacionales de menor visibilidad en las investigaciones históricas
tradicionales. Problemáticas alrededor de las representaciones e im agina­
rios sociales adquirieron preponderancia en esta y futuras investigaciones,
enfocadas a la población juvenil, literalmente desconocida en los estudios de
carácter histórico. En seguida se abordó un campo de acción relacionado con
las bases epistemológicas implementadas en esta primera investigación: uso
del análisis de contenido, conceptos analíticos propios de la historia cultural
y el interés por estudiar grupos sociales de reciente aparición en la historia.

x Los últimos años del siglo XX arrojaron destacadas obras, producidas en los centros
universitarios extranjeros, centradas en asuntos relacionados con imaginarios nacionales,
indispensables en la producción historiográfica local. Entre las principales obras sobresalen:
Bushnell, 1996; Guerra, 1994; Safford, 1989.

250
La experiencia investigativa en la historia de la juventud

El paisaje bogotano de los años noventa se transformó por la presen­


cia de contraculturas y subculturas juveniles.2Esta colectividad heterogénea
adquirió protagonismo a consecuencia de la visibilidad otorgada por destaca­
dos eventos culturales, promovidos por políticas culturales nacionales, dise­
ñadas un par de décadas atrás (Ochoa Gautier, 2003; Yúdice y Miller, 2004);
además, la juventud, como sujeto histórico, se convirtió en un personaje
asiduo de la historia contemporánea.3 Aunque los jóvenes participaron en
destacados eventos de la historia nacional, la categoría sociológica juventud se
utilizó para referir los acontecimientos interesados en la formación cultural
de adolescentes, expresada mediante prácticas culturales manifestadas en
shows musicales, demostraciones artísticas y performances protagonizados
por este segmento poblacional.
Alrededor del concepto juventud sobresalieron acciones demos­
trativas de la ruptura generacional, evidenciada por consumos de música
juvenil, principalmente cantada en inglés y producida en Estados Unidos.
Esta premisa sociológica fundamentó nuevas investigaciones, basadas en el
sustrato analítico de la historia cultural, en los términos de representaciones
e imaginarios sociales, experimentados por medio de métodos discursivos
y argumentados con fuentes de archivo, principalmente diarios nacionales.
“ Entre el recuerdo y el olvido. La música de los sesenta en Colombia”, presen­
tada en el XII Congreso de Colombianistas en Urbana, Illinois, se constituyó
en la investigación originaria de un campo de acción particular orientado
hacia la historia de los jóvenes en relación a sus prácticas musicales.
El campo de la historia de la juventud se suscribió como escenario
de larga duración en las investigaciones personales. De las experiencias des­
critas despuntaron la juventud y la música como objetos propios del estudio
histórico. Debido a la proximidad con investigaciones inscritas en el campo
histórico de los movimientos sociales, la juventud apareció como protagonis­
ta activo de cambios sociales, acaecidos principalmente en la segunda mitad
del siglo XX (Eyerman y Jamison, 1998; Garofalo, 1992). Aunque de menor
impacto, la aproximación histórica sobre la juventud de los años sesenta tam­
bién explicó las gestas irreverentes protagonizadas por jóvenes oriundos de

2 Sobre la aproximación conceptual ver Hannerz, 1992; Hodkinson y Deicke, 2009.

3 La producción historiográfica sobre la juventud en Colombia es escasa (Arango, 2006), aunque


este vacío se complementa con trabajos latinoamericanos importantes como Cubides C.,
1998; Feixa, 2002; Margulis, 1996; Matta, 2002; y Reguillo Cruz, 2000, y aportes europeos y
estadunidenses Marafioti, 1996; Eyerman y Jamison, 1998; y Epstein, 1994.

251
Hernando Cepeda Sánchez

las principales ciudades colombianas. La categoría protesta social se ofreció


como base analítica de las acciones juveniles, sin embargo, investigaciones
posteriores constataron la necesidad de un campo histórico exclusivo para
los jóvenes, distante de preceptos historiográficos propuestos desde el es­
cenario de los movimientos sociales. Así, la historia cultural, formada por
referentes conceptuales tales como representaciones e imaginarios sociales,
abrigó el estudio de la música juvenil producida por rockeros colombianos en
la década del sesenta.4Esta investigación produjo la monografía de pregrado
en la Universidad Nacional de Colombia, Imágenes en la música juvenil de
Colombia en la década del sesenta, interesada en el análisis histórico de las
relaciones entre imaginarios sociales y realidad cotidiana de los jóvenes bo­
gotanos. Su base empírica se construyó en archivos personales y documentos
musicales tomados del Centro de Documentación Musical de la Biblioteca
Nacional, las revistas Semana, Flash, La Nueva Prensa y Cromos, habiendo
sido utilizada también la historia oral.
Como se señaló, la relación entre jóvenes y música cautivó el interés
de las investigaciones posteriores, discutidas en escenarios universitarios y
presentadas en espacios académicos. Nuevos problemas conceptuales, ligados
a corrientes de pensamiento importantes en las academias colombianas de
historia en el primer decenio del siglo XXI, incidieron en la construcción de
paradigm as historiográficos tomados desde la sociología comportamental
francesa, encabezados por Pierre Bourdieu, desde los constructos teóricos
habitus y sujeto (Bourdieu, 1986). También participó del nuevo entramado
analítico Michel de Certeau (Certeau, 1996), con estrategias y resistencias,
analizadas en conjunto con derroteros sociológicos proveídos por James Scott
(Scott, 1990 y 2000) principal exponente del paradigma sociológico de las
resistencias cotidianas. Así, la pregunta por las experiencias históricas de los
jóvenes bogotanos demandó al mismo tiempo nuevos recursos documentales
y marcos de interpretación.
La investigación de largo aliento —posible gracias al apoyo económi­
co y logístico de instituciones científicas (DAAD-CNPq) en países donde la
educación pública de calidad es un derecho—, suscribió cambios sustanciales
en el periodo de análisis, enfocado ahora sobre los años transcurridos entre
1965 y 1995, fundamentales para comprender el complejo proceso de apari­
ción, consolidación y desarrollo de la cultura juvenil local. Información de

4 Se destacarán las obras más importantes en la historiografía de la música juvenil en Colombia:


Reina Rodríguez, 2004; Pérez, 2007; y Urán, 1996.

252
La experiencia investigativa en la historia de la juventud

orden cuantitativa sobre costos de producción de la música juvenil moderna


explicó las nociones de lugares de producción, esenciales en el estudio de las
prácticas culturales y hábitos de consumo de los jóvenes colombianos. Esta
fase investigativa, interesada en el análisis estructural de las bases socioeco­
nómicas juveniles y las identidades político-culturales de sus protagonistas,
encuentra feliz término con la presentación del trabajo “Estrategias de resis­
tencia de la juventud colombiana: 1965-1995” en el marco del XXVIILASSA en
la ciudad de Austin, y más adelante como disertación de posgrado en historia,
con el nombre de “Combates por el rock. Una historia socio-cultural de los
jóvenes colombianos y la música rock desde sus inicios (1965-1995)”.
Los alcances más sobresalientes en materia conceptual, analítica y
operativa derivados de esta investigación consistieron en el establecimiento
de alianzas con los paradigm as historiográficos de la historia social; la apli­
cación de métodos narratológicos, iconográficos y seriales; además del per­
feccionamiento en el trabajo heurístico. El análisis de contenido, desarrollado
someramente en las investigaciones previas, se complementó con presupues­
tos metodológicos tomados de la iconografía, puestas en práctica sobre los
productos visuales de la música juvenil. La investigación socioeconómica
se diseñó con base en la historia serial de compra y venta de instrumentos
musicales, registrados en avisos clasificados de circulación continua en la
prensa local. Finalmente se recopilaron notas periodísticas concernientes a
eventos culturales locales y entrevistas a sus principales protagonistas. La
hipótesis principal identificó la relación entre consumo, prácticas culturales
y gustos, formados por la interacción del individuo en círculos sociales espe­
cíficos, junto a ofertas culturales promocionadas con ahínco por la industria
cultural y la permisividad de las políticas culturales.
Bibliografía sobre la juventud en Colombia, aunque limitada a tra­
bajos sociológicos y psicológicos, contaban su existencia, sin promover su
protagonismo histórico. Los primeros artículos indexados destacaron la
existencia de la juventud como categoría sociológica; antes, los jóvenes habían
engrosado la historiografía desde un lugar específico de acción y producción:
estudiantes, obreros y revolucionarios. Con los escritos personales se redimió
el papel histórico de la juventud, desde la observación de prácticas juveniles
localizadas en espacios y tiempos destinados a la producción de su subjeti­
vidad.5En este aspecto, la música juvenil, principalmente el rock, obró como

5 Las categorías de movimientos culturales y movimientos históricos, expuestas ampliamente


por Touraine, orientaron la investigación sobre los jóvenes hacia la lucha del individuo por

253
Hernando Cepeda Sánchez

fuente de conocimiento de experiencias históricas individuales y colectivas


de los jóvenes. Las investigaciones coinciden en enm arcar el nacimiento
de la juventud colombiana hacia los años sesenta, en correspondencia a la
tendencia historiográfica de los estudios de la juventud en el mundo entero.
“Los jóvenes durante el Frente Nacional. Rock y política en Colombia
en la década del sesenta”, promueve el estudio histórico de los jóvenes en
Colombia (Cepeda Sánchez, 2008c). Aunque centralizado en Bogotá y Me-
dellín debido a la orientación conceptual del trabajo, interesado en aspectos
relacionados con parámetros de modernidad y progreso apropiados por
jóvenes de clases medias y altas, asentados particularmente en las urbes
más industrializadas de Colombia, esta investigación muestra esfuerzos
colectivos y particulares de la juventud local por aproximarse a imaginarios
y representaciones, elaborados por ellos mismos, sobre el mundo cultural
de los países más desarrollados. Inspirado en la historiografía argentina
y mexicana, aventajadas en temáticas juveniles, la pesquisa examinó as­
pectos relacionados con resistencias políticas juveniles frente a demandas
provenientes de los sectores hegemónicos.6 Los primeros hallazgos m os­
traron la pertinencia de la historia cultural, con base en la yuxtaposición
de proyectos políticos nacionales e im aginarios juveniles. A diferencia del
caso argentino, el cual reiteradamente atravesó por coyunturas políticas
autoritarias, influyentes en la composición narrativa y estética de la música
juvenil moderna, en Colombia el ambiente político, anodino por ocasiones,
pasó inadvertido por la juventud inclinada al consumo de ritmos juveniles
derivados del rock internacional. Por supuesto, paralelo al proyecto de la
música exclusivamente juvenil, omnipresente en la investigación referida,
existieron corrientes artísticas de música protesta, inspiradas en las gestas
revolucionarias centroamericanas, las cuales acogieron hábitos de consumo
del público juvenil, principalmente localizado en centros universitarios de
las grandes ciudades colombianas.
Cercana en térm inos metodológicos y teóricos, la investigación
denominada “ El eslabón perdido de la juventud colombiana. Rock, cultura
y política en los años setenta” (Cepeda Sánchez, 2008a), incursionó en un
campo de análisis inadvertido por la historiografía local. Investigaciones

el encuentro consigo mismo, entendido como la formación del sujeto. Cfr., Touraine, 2000;
y Touraine y Khosrokhavar, 2002.

6 También acá serán reconocidas algunas obras primordiales: Alabarces, 1993; Beltrán Fuentes,
1989; Garay Sánchez, 1993; Pujol, 2005; Vila, 1987; y Díaz, 2005.

254
La experiencia investigativa en la historia de la juventud

precedentes, algunas inéditas, constataron la desidia de la historia hacia el


estudio de las culturas juveniles colombianas en los setenta. La explicación
radica en su marcado interés por el imaginario sobre jóvenes rebeldes e irre­
verentes, desencantados con la política contemporánea e inclinados por el
altruismo basado en consignas de paz y amor, característicos de la generación
del sesenta. Desde una perspectiva opuesta, la segunda mitad de los setenta
y los primeros ochenta también fascinaron la mirada de científicos sociales,
atraídos por nuevos códigos comportamentales de la juventud contemporá­
nea, traducidos en gestos, lenguajes y actitudes, relacionados con los términos
del desencanto, alusivos al proceso histórico de “ la década perdida”. Así, los
setenta pasaron inadvertidos por la historia. La investigación citada indaga
un periodo trascendental en la historia de Colombia, aunque desconocido
por las razones señaladas. Sin embargo, el eslabón busca el pasado de una
generación desatendida por estudios históricos, a pesar de la reconocida
producción artística registrada en la misma investigación. Los resultados
señalan al periodo como un momento prolífico en la cultura juvenil local:
cientos de jóvenes, consumidores de música internacional, llegada al país a
través de medios radiales y televisivos, presentaron producciones origina­
les, auténticas, congruentes con las tendencias juveniles contemporáneas.
El proyecto artístico juvenil indagó el papel histórico de la nación,
particularmente adscrito a representaciones sobre el subcontinente am eri­
cano. Los análisis iniciales sugieren un latinoamericanismo prim ario, ba­
sado en sonoridades, instrumentaciones y prácticas musicales de la región
andina y el Caribe, rescatada por los artistas juveniles de inicios del setenta.
Los resultados conjeturados indujeron las siguientes investigaciones hacia
la profundización en los periodos históricos analizados, desde la mirada
inquisitiva del comparativismo histórico.

La percepción de las subculturas juveniles


de Colombia y Argentina desde Berlín

Los estudios históricos comparativos, escasamente promocionados entre


el saber de la disciplina histórica, orientaron las investigaciones personales
posteriores. Procesualmente fueron homogeneizados productos musicales
derivados de la apropiación cultural, ofrecidos indiscriminadamente por
la industria cultural en países latinoamericanos. M otivado por la literatura
teórica sobre los mass media , globalización y los efectos del capitalismo en
las discursividades del nacionalismo, además de incursionar en los estudios

255
Hernando Cepeda Sánchez

culturales latinoamericanos,7 se propuso la mirada histórica de las culturas


juveniles desde la perspectiva histórica comparativa. Alejarse, literalmente,
de los objetos de estudio ofrece nuevas concepciones sobre la historia; en ese
caso, la realización de estudios doctorales en el Instituto Latinoamericano
de la Universidad Libre de Berlín (LAI), sumado a las investigaciones ade­
lantadas en el Ibero-Amerikanisches Instituí de la misma,ciudad, alentó la
exploración de estudios históricos comparativos, desarrollados principal­
mente por científicos sociales alemanes, formados en una tradición episte­
mológica que reconoce en la historia comparada un importante aporte a las
ciencias sociales.8
Aspectos semejantes en los procesos de colonización, sumados a la
coyuntura independentista compartida por las naciones del subcontinente,
sugieren un pasado común latinoamericano, propio del terreno de la histó­
rica comparativa. Además, prácticas religiosas, lenguaje y caracteres raciales
inducen la comparación hacia miradas preponderantemente homogéneas,
apoyadas en grandes estructuras propias de los andamiajes nacionalistas.
Las investigaciones inspiradas en las corrientes comparativistas decantaron
la mirada equidistante, a partir del reconocimiento de la intimidad nacional
y regional. El modelo principal consistió en la observación del tiempo y el
espacio de forma estructural, de manera que el acontecimiento se sobrepu­
siera a la diacronía. En este sentido, “ Entre los orígenes del rock argentino y
colombiano. Bases para una historia comparada”, inauguró las publicaciones
e investigaciones interesadas en entenderlos procesos endógenos de apropia­
ción (Cepeda Sánchez, 2008b). Con un discurso fuertemente entronizado en
ideas del imperialismo cultural, dominación y rumores de la conspiración
capitalista, se aplicaron métodos históricos comparativos, diseñados para el
registro de semejanzas y diferencias entre las prácticas de producir rock en
los dos países señalados. Previamente, se había adelantado una investigación
en los términos de la historia comparada. No obstante, la necesidad de tras­
lados, visita a archivos locales y acercamiento real a los objetos destinados a
la comparación procrastinaron los primeros hallazgos.

7 Bell, 1992; Martín B., 2001; Martín B. y López de la Roche, 1998; Brunner, 1998.

8 Además de las obras clásicas en los estudios históricos comparativos (Moore, Bloch y Elliot,
entre otros) sobresalen los estudios realizados en la academia alemana: Kaelble, 1999; Haupt y
Kocka, 1996; y los estudios sobre esclavitud y raza producidos en Estados Unidos: Fredrickson,
1996 y 1997.

256
La experiencia investigativa en la historia de la juventud

La historia comparada exige al investigador tomar distancias pru­


dentes con el objeto que induce al análisis histórico comparativo. Por este
motivo, los prim eros escritos ofrecieron estudios abstractos, fundam enta­
dos en presupuestos teóricos, pensados como insumos necesarios para la
discusión futura, concentrada en la historia comparada de las subculturas
juveniles en Bogotá y Buenos Aires. La cercanía con la academia alemana
influenció el andamiaje teórico, al punto de incidir en la organización de los
hallazgos sobre fuentes prim arias en términos de industrias culturales. El
mismo soporte conceptual y analítico, tomado del tradicional m aterialis­
mo histórico, enmarcó a las apropiaciones culturales, a partir de nociones
de clases, antes que de naciones. “ Industria, política y movimientos cultu­
rales: una lectura desde el fenómeno comercial del rock y el pop” antecede
las investigaciones desarrolladas directamente en Argentina y Colombia
(Cepeda Sánchez, 2009). Desde un sistem a tríadico, la investigación
agrupa a la industria cultural, alumbrada claramente por la influencia de
Frankfurt, al lado de las políticas culturales, inspiradas mayormente por
estudios culturales desarrollados en universidades estadunidenses, junto al
constructo teórico francés, proveniente de la sociología de la acción, en los
términos de movimientos culturales (Touraine, 2000). El aporte consistió
en el análisis de la producción musical juvenil en Colombia y Argentina en
la década del sesenta, entendida como resultado de confrontaciones dia­
lécticas entre sectores dominantes de la información, la presencia notoria
de políticas culturales locales y las estrategias de resistencia de la juventud,
para producir bienes musicales auténticos.
La aproximación comparativista de estas investigaciones propuso una
lectura histórica referida a los procesos de construcción de la modernidad
en Latinoamérica, sobreentendida como el cam ino de los distintos Esta­
dos nacionales para identificarse a sí mismos como comunidad nacional.
Con la mirada orientada hacia el caso argentino, se indagó en las formas
de representación de sus orígenes nacionales. En prim er lugar, se valoró
la representación de la historia nacional para las generaciones de músicos
en el decenio del sesenta y la prim era parte del setenta. Después de varias
investigaciones sobre el caso colombiano, se observó la tendencia juvenil
hacia la recuperación del folclor local. Las agrupaciones de música juvenil,
denominadas etnorock o rock colombiano —incluso se habló de rock an­
dino y tropical—, reconocieron el valor artístico de sus orígenes culturales.
Las sonoridades andinas y caribeñas predominaron, aunque la represen­
tación del Pacífico también incentivó a los jóvenes artistas. Anim ado por
los hallazgos en el caso colombiano, se dispuso un análisis semejante en la

257
Hernando Cepeda Sánchez

historia argentina, para apreciar la hipótesis sobre el retorno a los orígenes


culturales y el folclor, entendido como un fenómeno propio de la juventud
internacional, y no una característica exclusiva de la juventud colombiana.
Entre las constataciones predomina el discurso sobre una apropiación
compartida por ambos países. Tanto Argentina como Colombia atravesaron
por coyunturas semejantes, favorables a la aproximación corqparativista, en
tanto existieron móviles culturales similares, sumados a luchas institucionales
orientadas por el reconocimiento juvenil, esenciales en la construcción de
im aginarios sociales basados en la nación real contra la nación imaginada.
Un primer problema, aún irresuelto, fue la representación de los artistas ju ­
veniles sobre las independencias locales. A partir del análisis de contenido
aplicado en sus narrativas e imágenes, se conjeturó la inclinación por identi­
ficarse como latinoamericanos, aunque no necesariamente como argentinos
o colombianos. En la ponencia presentada en Toulouse, “ Reinvenciones del
discurso cultural de la nación. La juventud de Bogotá y Buenos Aires de cara
al bicentenario de la independencia (1966-1976)”, se fortaleció la constatación
sobre el giro juvenil hacia el folclor. Sin embargo, la representación nacio­
nal permaneció inconclusa, debido al mayor protagonismo de las culturas
prehispánicas en el fomento de los im aginarios juveniles latinoamericanos.
La ponencia adscrita incentivó una mayor profundización, basada en casos
particulares, relacionados con los procesos identitarios conducentes a la
formación de la representación nacional.
El acercamiento a la historia comparada se complementó con cons-
tructos analíticos vertidos hacia la problemática de la modernidad (Cepeda
Sánchez, 2013a). Inscrito en los términos ofrecidos por la escuela de las indus­
trias culturales, se defendió la pertinencia de modelos semejantes de apropia­
ción, necesarios para entender la promoción de bienes artísticos propios de
cada nación. La modernidad de la juventud colombiana y argentina se cons­
truía desde la apropiación de productos juveniles culturales internacionales,
entreverados con condiciones objetivas locales, requeridas para el contorno
del producto musical final. En Imaginarios sociales, política y resistencia.
Las culturas juveniles de la música ‘rock’ en Argentina y Colombia desde 1966
hasta 1986 (Cepeda Sánchez, 2012), se arriesgó una aproximación global,
interesada en aspectos relacionados con identidades políticas y resistencias
culturales. De esta forma, la historia comparada arrojó un nuevo objeto de
estudio, enmarcado en las gestas protagonizadas por la juventud local en
relación al ambiente político y social, definido por el carácter hegemónico
de los regímenes respectivos. La modernidad nivela las distancias existentes
entre la modernización de ambos países; al final de cuentas, la construcción

258
La experiencia investigativa en la historia de la juventud

del nuevo objeto histórico obtenido desde la aproximación comparativista


desestima las diferencias cuantitativas y privilegia los hallazgos cualitati­
vos. Aspectos tales como identidad nacional y regional, unidos a la empre­
sa común de construir la tradición local, se superpusieron a las marcadas
diferencias entre una mayor plataforma comercial de la música en Buenos
Aires que en Colombia.
La prelación de los métodos exclusivos de la historia comparada
favoreció la construcción de objetos históricos transnacionales, entendidos
como elementos que superan las limitaciones impuestas por las fronteras na­
cionales. En este sentido, aspectos analíticos devenidos de categorías concep­
tuales ofrecen amplias posibilidades para el desarrollo del comparativismo
histórico. En América Latina se conocen tentativas, sugeridas por la ciencia
política y la economía, de realizar estudios históricos comparativos entre los
modelos populistas más reconocidos. Peronismo y varguismo encabezan los
listados de investigaciones encaminadas al análisis de dos sistemas políticos
semejantes o diferentes, en relación al ángulo de observación. Otras temáticas
tienen lugar desde la historia económica, la historia laboral y estudios sobre
movimientos sociales, aunque no sean terreno exclusivo de la disciplina his­
tórica. Recientemente se han inaugurado tendencias originadas en la historia
cultural, interesadas en las comparaciones de los sectores populares. Hacia
esta última tendencia se adscriben las investigaciones en curso, encaminadas
al fortalecimiento de los estudios históricos comparativos, basados en los
análisis de la historia juvenil elaborada previamente, junto a la implemen-
tación del nuevo caso de estudio, guiado por las prácticas de sociabilidad
encontradas en las manifestaciones culturales de la música juvenil en Brasil.

La experiencia de la historia comparada

Como se ha destacado a lo largo de la exposición, la investigación de la


historia comparada ha ganado nuevas perspectivas, valiosos trabajos in-
vestigativos y, sobre todo, ha demostrado la pertinencia de suscribirse a su
implementación y realización. Fructíferos encuentros entre las disciplinas
sociales muestran la importancia de fortalecer el uso de métodos compara­
tivos, y si es posible, hacer historia comparada. La disciplina histórica con­
temporánea analiza las bondades de la historia comparada, basada en los
encuentros transdisciplinares con la sociología, la antropología, la ciencia
política y, principalmente, la geografía. Sobresalen la importancia de obser­
vaciones múltiples, confrontaciones entre casos semejantes y nivelaciones
en asuntos disímiles. Con base en esta mirada transdisciplinar, el equipo

259
Hernando Cepeda Sánchez

de investigación Territorio e cidadania de la Universidad Federal do Rio de


Janeiro observó la relación entre el espacio público y los valores de la demo­
cracia en tres ciudades latinoamericanas: Bogotá, Río de Janeiro y Quito.
Más adelante surgieron nuevas investigaciones relacionadas con el proyecto
urbano y las prácticas de sociabilidad en los espacios públicos.9
Afortunados encuentros con el grupo de Estudios Latinoamericanos
del Instituto Latinoamericano (LAI) de la Universidad de Berlín, unidos a la
experiencia acumulada con los estudios provenientes del campo de la geogra­
fía en la Universidad Federal do Rio de Janeiro, motivaron la persistencia in-
vestigativa en los estudios históricos comparativos. A partir del análisis sobre
las prácticas de apropiación de la música juvenil en Argentina y Colombia, se
avanzó hacia otro caso comparativo, basado en el estudio de la misma práctica
de apropiación en Brasil. El caso de los músicos tropicalistas brasileros con­
firma perfectamente el interés de la historia transnacional, diferente en gran
medida de los hallazgos sobresalientes del modelo paralelo encontrado en la
comparación entre Argentina y Colombia. También merece reconocimiento
el encuentro con categorías de análisis propias de la geografía, importantes
para promover estudios de sociabilidad pública e implementación de métodos
de observación, adscritos a prácticas antropológicas, basados en la explora­
ción etnográfica, notoriamente ajenos al saber histórico.

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9 Cepeda Sánchez, 2013b. También destaco el trabajo: “A construyo de bairro da Lapa como
lugar central para a sociabilidade noturna: Urna análise dos projetos de espatos públicos”
(2013) y “Appropriation o f the U.S. American culture: modernity and transnational identities
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La experiencia investigativa en la historia de la juventud

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263
P I S T A S DE U N A H I S T O R I A
MICROECONÓMICACOLONIAL

Carlos Eduardo Valencia Villa

La construcción de la autonomía

H a c e m u c h o tie m p o q u e la h is t o r io g r a fía a b a n d o n ó la id e a q u e la s e c o n o m ía s
d e la s A m é r i c a s e n el p e r io d o c o lo n ia l e r a n d e p e n d ie n t e s o s im p le s c o r r e la ­
to s d e l r it m o e c o n ó m ic o d e la s m e t r ó p o lis e u r o p e a s . E n e s e s e n t id o , fu e r o n
s u p e r a d a s , p o r e je m p lo , la s o b r a s c lá s ic a s b r a s ile r a s d e C a io P r a d o (1976) y
C e ls o F u r t a d o (1959), la s q u e se o c u p a b a n d e c o n t e x t o s m á s g e n e r a le s c o m o
la s d e E a r l H a m ilt o n (1984) o S id n e y M in t z (1986) o la d e la h is t o r ia d e l t e ­
r r it o r io q u e o c u p a C o lo m b i a d e J a im e J a r a m i llo U r ib e (1989).
Esas obras son reconocidas hoy como clásicos historiográficos, como
ensayos generales que antecedieron, inspiraron e incentivaron investigacio­
nes más cuidadosas, específicas y robustas. En ese ámbito, su valor es incues­
tionable, pero sus interpretaciones generales de América como derivación
de Europa difícilmente son aceptadas por la historiografía contemporánea.
Los seis autores nombrados son solo un ejemplo de un conjunto
mayor que reúne muchos otros, por eso no es necesario entrar en detalles
sobre la verificación de su condición de clásicos, suficiente con decir que,
por ejemplo, cuando buscamos en el Google Académico en portugués por la
expresión: historia económica colonial do Brasil la primera obra que apareció
fue la de Celso Furtado, Formando Económica do Brasil, citada 4 066 veces
en diecisiete versiones.1 Para la búsqueda por historia económica colonial de
América Latina, en español,12el primer resultado es el clásico de Ciro Cardoso
y Héctor Pérez Brignoli, Historia económica de América Latina (1979), que
también seguía la idea general de Am érica como correlato.
E n t r e lo s e le m e n to s d e e se c o n ju n t o , q u e d e n o m in a m o s d e c lá s ic o s ,
h a b ía c la r a s d iv e r g e n c ia s y a lg u n o s p o d r ía n d e c ir q u e n o e s v á l id o a g r u p a r
e s o s a u to r e s e n u n ú n ic o g r u p o . A s í q u e a c la r e m o s q u e la a g r u p a c ió n e s s o lo
p a r a d e fi n i r u n g r u p o d e t e x t o s e s c r it o s e n u n a é p o c a e s p e c ífic a , q u e p r o c u ­
r a b a n d is c u t ic s o b r e a m p lia s r e g io n e s d e la s A m é r i c a s , q u e d e u n a fo r m a u
o t r a a s u m ía n c o m o p r in c ip io f u n d a m e n t a l d e e x p lic a c ió n el v í n c u l o e n tr e

1 Véase la página del libro Formando Económica do Brasil de Google Scholar.

2 Véase la búsqueda que aparece en Google Scholar de ‘historia económica colonial de América
Latina’.

265
Carlos Eduardo Valencia Villa

la colonia y la metrópoli y definían que ese vínculo estaba pautado por lo


que sucedía en el lado norte del océano. Además, esos textos influyeron e
influyen en investigaciones posteriores.
También otros podrían refutar nuestra afirmación que las interpre­
taciones generales de esos clásicos fueron superadas. Demostrar esa supera­
ción tampoco es difícil y, en general, es aceptada. La primera £orma de veri­
ficación, la más simple, es numérica. Por ejemplo, la obra de Celso Furtado
empezó a ser citada en libros en español en los inicios de los años sesenta y
amplió su número de citaciones desde ese momento hasta comienzos de los
ochenta, cuando alcanzó el máximo. Después, ese número de citaciones se
redujo paulatinamente hasta desaparecer en el último lustro de la década de
1990 y solo gana, de nuevo, alguna visibilidad después de 2007, notoriedad
que fue menor que la recibida al comienzo de su obra en los años sesenta.3
La segunda forma de comprobar la superación de estos clásicos es
mediante la lectura de los textos que pretenden demostrar que tal superación
no ocurre y que las interpretaciones de los clásicos aún están vigentes, esto
porque generalmente parten del presupuesto explícito que desean mantener
o reivindicar los antiguos argumentos, por lo tanto, ellos aceptan que exis­
ten voces, mayoritarias, que afirman la superación de esas interpretaciones.
En esa vía, un ejemplo elocuente es el artículo de Joáo Paulo A. de
Souza (2008), en el que pretendía mostrar explícitamente que la interpre­
tación de Caio Prado sobre el sentido de la colonización aún estaba vigente
y podía ser conciliada con las duras críticas que se le hicieron a partir evi­
dencias empíricas. La forma de afirm ar esa vigencia y conciliar la crítica se
condensa en la siguiente afirmación:

O sentido [en la acepción de Caio Prado] deve negarse. Afinal


muitas vezes é através da realizado de seu contrário, ou seja, do
desenvolvimento do mercado interno, de urna economía relativa­
mente complexa e em alguma medida autónoma, e de urna elite

3 Véase en Google Books cuando se introduce ‘Celso Furtado’ en la búsqueda por términos el
Ngram Viewer.
Con la serie suavizada con parámetro 3 y media centrada, el máximo se alcanzó en 1981 y el
cero en 1994. Sin suavizar, la serie es irregular y no permite interpretación, pero, para satisfacer
la curiosidad de los lectores, podemos decir que la primera citación es de 1964, el máximo de
citaciones llegó en 1978 y el número cero de citaciones va desde 1992 hasta 2004. Acceso, 10
de junio de 2015.

266
Pistas de una historia microeconómica colonial

colonial absentada no capital residente, que o Sentido realiza-se de


forma plena. (Prado, 2008:198)

El artículo afirma que las evidencias niegan la existencia del sentido


a la manera del paradigma pradiano, pero, al final, eso no interesa, pues esa
negación puede verse como prueba de su existencia. Esta argumentación es
de tal ingenuidad que se me podría acusar de estar usando un ejemplo irre­
levante para ilustrar mi hipótesis. A mi favor puedo decir que este artículo
apareció en la revista Estudos Económicos de la Universidad de Sao Paulo y
el autor, en esa época doctorando, agradecía a varios profesores asociados de
esa universidad, lo que muestra que no es exactamente un texto periférico
en la defensa del sentido de la colonización.
Sin embargo, como decimos, en su conjunto, la defensa de los clásicos
es periférica y en general demuestra que esas interpretaciones fueron supe­
radas. La tercera forma de observar esa superación es mediante la lectura
de las obras que enfrentaron y desmitificaron esos clásicos que enfatizaban
que la historia de América era un correlato de la europea.
Uno de los autores más importantes e influyentes que contribuyeron
a discutir esa interpretación fue Carlos Sempat Assadourian. La importancia
de sus investigaciones y el enfoque sobre la circulación al interior del espa­
cio peruano es bien conocida por la historiografía y no es necesario que nos
detengamos en los detalles. Pero si fuese necesario llamar la atención sobre
la condición de ruptura de las tesis de Assadourian, se puede citar la intro­
ducción del sistema de la economía colonial (Assadourian, 1982) en la que
él afirmaba que “ la elección de las fuentes [...] contenía ya, desde sus inicios,
un principio de ruptura con la ‘historia tradicional’ entonces dominante”
(1982:12).
L a r u p t u r a q u e p r o p o n ía e r a e x p lic it a d a u n p a r d e p á g i n a s m á s a d e ­
la n t e s , c u a n d o a fir m a b a :

En momentos en que imperaba la moda de concebir a la minería


como un enclave, cuando la producción de plata se continuaba
analizando, mirando únicamente los efectos que había ocasiona­
do en fa economía europea y en la formación del mercado mun­
dial, intenté precisar la calidad de los procesos que había desenca­
denado la producción de metales preciosos en el espacio colonial
andino. (Assadourian, 1982:15)

De esa forma, Assadourian desplazaba el foco del vínculo unidi­


reccional entre Europa y América para observar con cuidado los procesos

267
Pistas de una historia microeconómica colonial

colonial assentada no capital residente, que o Sentido realiza-se de


forma plena. (Prado, 2008:198)

El artículo afirma que las evidencias niegan la existencia del sentido


a la manera del paradigma pradiano, pero, al final, eso no interesa, pues esa
negación puede verse como prueba de su existencia. Esta argumentación es
de tal ingenuidad que se me podría acusar de estar usando un ejemplo irre­
levante para ilustrar mi hipótesis. A mi favor puedo decir que este artículo
apareció en la revista Estudos Económicos de la Universidad de Sao Paulo y
el autor, en esa época doctorando, agradecía a varios profesores asociados de
esa universidad, lo que muestra que no es exactamente un texto periférico
en la defensa del sentido de la colonización.
Sin embargo, como decimos, en su conjunto, la defensa de los clásicos
es periférica y en general demuestra que esas interpretaciones fueron supe­
radas. La tercera forma de observar esa superación es mediante la lectura
de las obras que enfrentaron y desmitificaron esos clásicos que enfatizaban
que la historia de América era un correlato de la europea.
Uno de los autores más importantes e influyentes que contribuyeron
a discutir esa interpretación fue Carlos Sempat Assadourian. La importancia
de sus investigaciones y el enfoque sobre la circulación al interior del espa­
cio peruano es bien conocida por la historiografía y no es necesario que nos
detengamos en los detalles. Pero si fuese necesario llamar la atención sobre
la condición de ruptura de las tesis de Assadourian, se puede citar la intro­
ducción del sistema de la economía colonial (Assadourian, 1982) en la que
él afirmaba que “ la elección de las fuentes [...] contenía ya, desde sus inicios,
un principio de ruptura con la ‘ historia tradicional’ entonces dominante”
(1982:12).
La ruptura que proponía era explicitada un par de páginas más ade­
lantes, cuando afirmaba:

En momentos en que imperaba la moda de concebir a la minería


como un enclave, cuando la producción de plata se continuaba
analizando, mirando únicamente los efectos que había ocasiona­
do en la economía europea y en la formación del mercado mun­
dial, intenté precisar la calidad de los procesos que había desenca­
denado la producción de metales preciosos en el espacio colonial
andino. (Assadourian, 1982:15)

De esa forma, Assadourian desplazaba el foco del vínculo unidi­


reccional entre Europa y'Am érica para observar con cuidado los procesos

267
Carlos Eduardo Valencia Villa

internos del espacio colonial, que estarían demarcados por el ciclo de circu­
lación del capital minero, pues este era preeminente en la reproducción de
la economía colonial ya que determinaba los volúmenes de producción
regional que se realizaban en el mercado interno. Este mercado interno
era, en las palabras del autor, olvidado y no estudiado por los historiadores
(Assadourian, 1982:15). .
Con esta visión, la interpretación de la dependencia o la condición
de correlato de América frente a Europa era cuestionada hasta su raíz, pues
la economía de la colonia era determinada por el ciclo minero que le era
interno, no por la pauta que se le imponía desde el otro lado del Atlántico.
Así, frente a la dependencia, se afirmaba la autonomía ya en el siglo XVII.
La interpretación que se establecía en la afirmación de la autonomía
americana incluía múltiples historiadores que trabajaban diferentes contex­
tos, espaciales o temporales. Por ejemplo, en la introducción al estudio sobre
la economía neogranadina del siglo XVIII, Germ án Colmenares afirmaba
que la sociedad que se articulaba a partir de la producción aurífera y que
especialmente coincidía, a grandes rasgos, con la gobernación de Popayán
tenía una: “ fuerte tendencia a la autonomía política” (1997: xxiii).
La hipótesis que Colmenares proponía en 1979 (1997), para explicar
el montaje y dinamismo de la sociedad esclavista que producía grandes vo ­
lúmenes de oro en el siglo XVIII en esa amplia región, era la alianza fam iliar
entre la primitiva élite de encomenderos y terratenientes con mercaderes y
comerciantes. Esa hipótesis, que afirma el vínculo constantemente renova­
do entre élites locales ancladas a la tierra con dinámicos comerciantes, pasó
a ser frecuentemente usada para entender, o proponer, la autonomía de las
sociedades coloniales.
En el último párrafo de la introducción del primer volumen de esa
obra, aquel que se ocupa de los siglos XVI y XVII neogranadinos, Colm e­
nares agradecía a un número grande de colegas, investigadores y estudian­
tes. Entre los que recibían ese agradecimiento estaba el profesor Marcelo
Carm agnani, que también apareció entre los tres profesores que recibieron
agradecimientos de Carlos Sempat Assadourian por la publicación de El
sistema de la economía colonial. Así que aprovechemos esa coincidencia y
citemos al autor italiano cuando insistía en la importancia de la autonomía
en la sociedad colonial:

En los dos primeros capítulos de este libro mostramos los elemen­


tos y los mecanismos que permiten a las sociedades indias de la re­
gión de Oaxaca recuperar y recrear una dimensión étnica diferente

268
Pistas de una historia microeconómica colonial

a la hispánica, susceptible de asegurarle una larga autonomía en


la sociedad colonial. (Carmagnani, 1988:109)

No debe ser sorpresa para los historiadores nuestra afirmación de


la existencia de un fuerte y entrelazado grupo de historiadores que comba­
tían la idea de América como correlato de Europa que fue formulada por
los clásicos y que, en ese combate, afirmaban la autonomía de las colonias.
Podríamos seguir citando decenas de autores que mantuvieron esa perspec­
tiva, no solo para Nueva España como el caso de Carm agnani o de la Nueva
Granada de Colmenares o del espacio peruano de Assadourian. Pero, para
no quedarnos páginas y páginas en esas citaciones, es suficiente con recor­
dar la perspectiva para Hispanoamérica del profesor Ruggiero Romano,
cuyo último libro, postumo por cierto, parafraseaba la cita de Carm agnani
que acabamos de enunciar: Mecanismos y elementos del sistema económico
colonial americano (2004).
En este libro Romano ampliaba y detallaba las hipótesis que defendía
desde décadas antes de su muerte. Por ejemplo, en la introducción, dando
respuesta al interrogante sobre la separación o vínculo entre economía na­
tural y economía monetaria que tanto le interesó, afirmaba:

En las páginas que siguen repetí [...] que se trata de esferas econó­
micas distintas, pero no separadas. Por otra parte, ya desde 1961 y
hasta mi último trabajo de 1999 sobre las monedas mexicanas he
tomado [...] [que] la complementariedad entre economía rural y
economía monetaria es evidente. (Romano, 2004: 32)

Esto significa que desde la década de 1960 Romano batallaba para


que los historiadores percibieran la importancia de la economía natural para
la sociedad colonial, que no era marginal como lo pensaban los clásicos de
aquella época que insistían en la dependencia americana del cuadro europeo.
Para el autor italiano, la economía natural participaba de forma esporádica
del mercado y debido a esa condición de esporádico terminaba por influirlo
de forma decisiva o, incluso, lo determinaba. Ya que era vía mercado que
el Atlántico unía» los dos continentes, entonces, la economía de la colonia
ganaba autonomía.
El título de uno de sus libros más influyentes no explicitaba, gritaba,
esa autonomía: Coyunturas opuestas. La crisis del siglo XVII en Europa e His­
panoamérica (Romano, 1993). Cuando se coloca ese título en la perspectiva
de lo que habían afirmado los clásicos, que asignaba aquel sentido a la colo­
nización, pasa a ser más clara aún (si es que eso es posible) la beligerancia de

269
Carlos Eduardo Valencia Villa

Romano, que no solo negaba la condición de correlato americano, sino que la


autonomía llegaba a los contornos grandilocuentes del término “oposición”.
La fuerza de la interpretación de la autonomía americana llegó a ser
tan expresiva que incorporó a la historiografía brasilera que, aun cuando con
un poco de retraso y superando resistencias mayores que las enfrentadas en
Hispanoamérica, terminó por afirmar que la colonia portuguesa también
gozaba de amplia autonomía frente a Lisboa.
Uno de los libros de referencia que acogió esa interpretación fue O
arcaísmo como projeto (2001) de Manolo Florentino y Joáo Fragoso. En el
capítulo 2, los autores se lanzan a la batalla de debatir los clásicos. Primero
contra Caio Prado, después Celso Furtado, luego Fernando Nováis y así
continúan, insistiendo en ese debate que Brasil no podía ser pensado como
correlato de Portugal. Las hipótesis que defienden para confrontar esos
clásicos son semejantes a las que hemos enunciado para Hispanoamérica.
Estas interpretaciones sobre la autonomía se basan en las evidencias
que provienen de la circulación de objetos y de mercancías, de los circuitos
que recorría la moneda, de la variedad de la producción americana, de las
formas que adquiría la reproducción demográfica, de la importancia de las
alianzas familiares para entender la actividad económica y de la observación
de los mecanismos que actuaban en la movilidad social (para arriba y para
abajo) de los agentes.
Presentar como un grupo coherente al conjunto de los autores que
afirmaban la autonomía americana no debe ser confundido con la idea que
no existieran debates animados o incandescentes entre estos historiadores.
Por el contrario, asistimos a algunos muy interesantes, como, por ejemplo,
el sostenido por Antonio Ibarra (1999) y Ruggiero Romano (1998) sobre mer­
cado y economía monetaria en Nueva España, o el de Robert Sienes (1999)
que confrontaba el modelo de Manolo Florentino y José Roberto Góes (1997)
sobre las formas de reproducción social en la esclavitud en Brasil.
Estos debates, internos al conjunto, contribuyeron a afianzar la
superación de los clásicos, lo que, en otras palabras, quiere decir que la in­
terpretación de la autonomía americana pasaba a ser hegemónica. A partir
de esa interpretación, pasa a ser claro que los datos empíricos, los análisis
restringidos a regiones específicas, las combinaciones de marcos teóricos
(en alguna medida o totalmente) eclécticos, el abordaje de agentes o grupos
con nombres propios y, sobre todo, la negación de la centralidad del vínculo
unidireccional con Europa, para entender la economía de las sociedades
coloniales (y el plural pasó a ser común) fueron la norma.

270
Pistas de una historia microeconómica colonial

En la búsqueda del Atlántico

Com o decim os, buena parte de las investigaciones que criticaban a los
clásicos se transformaron, a su turno, en la nueva hegemonía, en el para­
digma dominante. Así, las economías de la América colonial pasaron a ser
entendidas como autónomas frente a sus respectivas metrópolis, con ciclos
económicos propios y con cartografías de circulación para productos, mer­
cancías, capitales e individuos que no eran determinados por las condiciones
que existían en Europa.
A l construirse como la historiografía hegemónica,4 estas interpre­
taciones pasaron a recibir críticas de un nuevo revisionismo que ha crecido
en los últimos años. Ese neorrevisionismo (decimos neo-revisionismo pues
se puede pensar que las interpretaciones sobre la autonomía fueron en su
momento revisionistas de los clásicos), por ahora, no se constituye en un
nuevo paradigma de interpretación, pues, por un lado, las propuestas de los
actualmente establecidos no están agotadas y seducen a bastantes grupos
de historiadores, sobre todo entre los más jóvenes que son atraídos por la
fuerza de los argumentos y de las evidencias en el debate a los modelos de
dependencia o de América como correlato de Europa. Muchos de estos jóve­
nes, que defienden monografías, disertaciones o tesis, parece que se sienten
partícipes de la refutación a los modelos clásicos y, por lo tanto, aun izan la

4 Establecer la hegemonía de un grupo de historiadores siempre tiene algo de subjetivo. Sin


embargo, es posible calcular algunos índices que verifican la interpretación. Por ejemplo, uno
de los profesores citados en los agradecimientos del artículo de Joáo Soarez que defendía la
validez de la hipótesis del sentido de la colonización de Caio Prado, que citamos al comienzo
de este texto, es Nelson Nozoe, profesor de la Universidad de Sao Paulo (USP). Entre 2000 y
2015 este profesor orientó (dirigió o tuteló, la palabra varía de país en país) cinco disertaciones
de maestría, seis tesis de doctorado, dos supervisiones de posdoctorado y cuatro de otro tipo
(CNPq, s. f./b). En contraste, Joáo Fragoso, profesor de la Universidad Federal do Rio de
Janeiro (UFRJ), que fue uno de los autores del libro O arcaísmo como projeto, que afirmamos
pertenecer al conjunto hegemónico, en el mismo periodo (2000-2015) orientó diecinueve

disertaciones de maestría, catorce tesis de doctorado, cinco supervisiones de posdoctorado
y veintiuna de otro tipo (CNPq, s. f./a). En el total, el profesor de la USP tiene diecisiete
orientaciones y el profesor de la UFRJ tiene cincuenta y nueve. Claramente el segundo supera
al primero. Sin embargo, es posible crear algún argumento para no aceptar el índice de número
de orientaciones como referencia de hegemonía, pero, la proporción entre los dos datos es
bastante elocuente. Para no entrar aún más en este tipo de mediciones, que pueden resultar
incómodas, preferimos parar aquí e' invitar a los lectores a hacer sus propios cálculos.

271
Carlos Eduardo Valencia Villa

bandera como si la batalla estuviese ocurriendo y se esfuerzan por refutar


con vehemencia lo que hace varias décadas fue refutado.
Por otro lado, la hegemonía actual también se mantiene porque ese
neorrevisionismo no presenta un consenso en las críticas que efectúa al
modelo establecido.5 Para el objetivo de este texto, y a pesar de las grandes
divergencias que existen dentro de él, ese neorrevisionismo podría ser definido
como aquel que debate las ideas de singularidad de los espacios coloniales.
Expliquemos. La interpretación sobre la autonomía, en su lucha con­
tra las ideas de dependencia y en su combate para que América no fuese vista
como un apéndice de Europa, enfatizó lo específica que eran las realidades
de cada espacio estudiado. Luego, de esa condición de realidad específica se
pasó a inferir una singularidad para cada lugar, ya que este espacio no tendría
lazos fuertes que transmitiesen de forma directa y clara los auges o caídas de
un territorio para otro. En otras palabras, aunque los vínculos entre espacios
existiesen, ellos no serían tan importantes cuanto los factores internos que
le daban autonomía y, en ese sentido, singularidad a cada territorio colonial.
Era a este énfasis en la singularidad al que se refería Romano en la
primera página de su último libro (2004), y frente a la cual veía la necesidad
de explicar la razón para hacer un estudio de Iberoamérica de forma gene­
ral. Él no pretendía negar la importancia de la especificidad, en sus palabras,
“ tantas veces formulada”, y sí afirm ar que “existían grandes problemas [de
investigación] compartidos para un conjunto de ese tipo de espacios” (Ro­
mano, 2004: 25).
En un artículo reciente, Herbert Klein también se refería a la pre­
ponderancia que adquirieron los estudios sobre áreas específicas, que él
caracterizó como la “concentrado da historiografía latino-americana em
detalhados estudos locáis [...] [que] negligenciaram o retorno á questáo
comparativa” (Klein, 2012: 96).
Así, la norma pasó a ser que los estudios se concentrasen en un área
específica y afirm ar cómo ella era diferente a las otras o, por lo menos, no
interesarse por los rasgos comunes o diferenciales que tenía con otras áreas.
Como ejemplo de eso, recuerdo a algún comentador anónimo que insistía
que no era posible com parar la esclavitud urbana norteamericana y brasile­
ra y, al parecer, consideraba que decía algo inteligente al subrayar que eran
espacios diferentes, como si eso no fuese obvio.

5 Un balance sobre esa cuestión puede verse en Guardia Herrero, 2010.

272
Pistas de una historia microeconómica colonial

De esa forma, la interpretación sobre la autonomía de Am érica que


se construyó para desmitificar los clásicos fue convirtiéndose en un énfa­
sis contundente en la singularidad. Esa relación lógica, de la categoría de
autonomía para la de singularidad, actualmente blanco de críticas de los
neorrevisionismos.
Sin embargo, como acabamos de afirmar, ese neorrevisionismo no
tiene un consenso que sobrepase esa crítica general e, incluso, esa crítica sig­
nifica cosas diferentes para los grupos de historiadores que se contraponen
a la interpretación de autonomía-singularidad.
Para un grupo, la singularidad y autonomía serían más pequeñas
que lo afirmado por la interpretación hegemónica ya que todas las regiones
interactuaban dentro de un único y gran espacio que ellos definen como el
mundo Atlántico. Historiadores como Dale Tomich (2004b), Tom Down-
ley (2005), Rafael Marqúese (2006) y varios otros buscan demostrar que los
grandes espacios de Europa, África y de la América colonial y del siglo XIX
estaban estrictamente enlazados entre sí por los lazos que el Atlántico es­
tablecía y de los cuales era imposible escapar. En las palabras de uno de los
abanderados de esta posición:

Nao se trata de agregar impérios ou sociedades nacionais tomadas


como entidades discretas para formar um conjunto maior. Antes,
propóe-se que se formule urna arma^áo conceitual inclusiva no
espado e no tempo que permita o entendimento das condi^óes e
processos que diferenciam form ajes sociais, políticas, económi­
cas, ou culturáis particulares no interior dos campos relacionáis
da economia-mundo. (Tomich, 2004a: 226)

Es decir, la observación de lo que Tomich llama de entidades discretas


(para él objetos tales como naciones, áreas, clases, grupos sociales, agentes,
entre otros) por sí sola no desvenda los procesos históricos. En ese sentido,
combate abiertamente el presupuesto de singularidad de los espacios estu­
diados. Para él, es necesario encuadrar esos espacios en un andamio con­
ceptual mayor, predefinido, en el que cada una de las entidades discretas se
encaja de formfc diferente.
Esta perspectiva propone explícitamente retomar el estudio del an­
damio, de la estructura, en la que se integran las partes. Por ejemplo, Rafael
Marqúese afirma que la postura teórica de Tomish (que él abiertamente
comparte) trae para el prim er plano analítico la s fuerzas estructurales del
capitalismo global que moldea un ámbito específico de estudio (Marqúese,
2013: 52). Así, la estructura general antecede las cuestiones específicas.

273
Carlos Eduardo Valencia Villa

Este es un tipo de neorrevisionismo que asume de forma explícita


su inspiración braudeliana y wallersteniana, en la que el mundo produce si­
nergias que generan características y diacronías para los espacios menores o
para, en las palabras de Tomich, las entidades discretas. Esas características y
diacronías son, simultáneamente, causas y consecuencias de las estructuras
que cubren el Atlántico. Por tanto, las hipótesis e interpretaciones de este
grupo de historiadores no son reducibles a los clásicos, a la manera de Celso
Furtado o Earl Hamilton, pues para estos historiadores no existe una direc­
ción univoca de relaciones de Europa hacia Am érica y sí múltiples vigas y
columnas, aunque también reconocen que sí existieron asimetrías regionales.
En todo esto, siempre prevaleciendo la idea de una estructura general que
subyace (Bailyn y Denault, 2009).
Otro grupo de historiadores que también matizan la idea del paso de
la autonomía al de singularidad en las economías de las regiones de América
colonial, busca efectuar sus críticas desde un prisma diferente al que aca­
bamos de comentar. Este segundo grupo puede ser visto como uno que no
enuncia la existencia predefinida de una estructura y sí busca los vínculos
concretos entre las regiones por medio de los flujos de agentes, recursos o
instituciones. En ese sentido, este grupo tendría como método una derivación
de la historia comparada, pues establece semejanzas y diferencias entre espa­
cios, pero, a diferencia de la concepción clásica de la historia comparada, tiene
el objetivo explícito de ver los enlaces físicos y materiales entre esas áreas.
En consecuencia, ellos no estarían interesados por encontrar o des­
cribir la estructura subyacente, latente y preexistente, sino que investigan
las conexiones entre espacios. A diferencia del grupo anterior de neorrevi-
sionistas, estos no necesariamente se reconocen como un grupo y no tienen
un manifiesto que los englobe. Esta agrupación es una interpretación que
proponemos en este texto, que podríam os definir como las investigaciones
que insisten en los vínculos entre agentes concretos, a través de flujos obser­
vables empíricamente que llevan a que las influencias mutuas en los proce­
sos históricos entre regiones sean explícitas, sin que sea necesario que esas
conexiones generen algún tipo de estructura y mucho menos la afirmación
que esa estructura estaba predefinida.
Un trabajo que ejemplifica esa postura es el John Elliott sobre los im ­
perios británico y español en las Américas (2008), pues en él se observa cómo
las historias de esos dos imperios se influyeron mutuamente mediante lazos o
actos concretos. Al grupo ser definido de esa manera, en él podríamos colocar
investigadores como Alejandro de la Fuente (2004), Sheryllynne Haggerty y
John Haggerty (2010) o Carlos Gabriel Guimaráes (2012), entre varios otros,

274
Pistas de una historia microeconómica colonial

pues para ellos lo que ocurrió en un lugar específico del Atlántico tuvo efectos
sobre otros lugares específicos de ese mismo Atlántico. Además, debemos
repetirlo de nuevo, esas influencias son directas y empíricamente verificables.
Un buen ejemplo de esas relaciones es dado por David Hancock:

One contemporary, the scion of an Atlantic wine-shipping family


whose operation connected Funchal, Lisbon, Bordeaux, London,
Bahia, Barbados and Philadelphia, responded in 1810 to a question
raised by a relative residing in France: “How Wide was the Atlan-
tick?” “From the forest of what we called Pologne [Poland],” he re-
plied, “to the banks of the Mississippi”. This panoptic perspective is
not captured by confining history to the limits of the nation-states
[...] These realities were not abstractions; they comprised the warp
and woof of the lived American experience. (Hancock, 2009:112-113)

Así, en esa historia específica de finales del siglo XVIII se enlazaban


agentes y actividades que estaban en Pensilvania, Bahía, Alemania, isla de
Madeira, el Caribe, Portugal y varios otros lugares. Esas conexiones eran
fruto de decisiones concretas de los agentes y ellos podían percibirlas clara­
mente. Por supuesto que esto no quiere decir que los agentes tuviesen una
libertad absoluta o una soberanía sin límites para sus acciones. Todos estos
historiadores saben, obviamente, que los agentes están inmersos en las co­
nexiones que fueron tejidas, pero esas conexiones les son claras, manifiestas,
no les subyacen ni los subsumen ni los sobredeterminan.
De esa forma, la singularidad de cada región se relativiza a las in­
fluencias que recibe y que ofrece de, y para otros lugares. Al mismo tiempo,
el Atlántico es una red de interacciones y flujos. Lo que se contrasta con la
idea de estructura predefinida y subyacente.
Para esquematizar y resumir, podemos decir que el campo de inter­
pretaciones sobre la historia económica colonial lo hemos definido por la
conjunción de tres grupos de historiadores. El primero, hegemónico,6aunque
cuestionado, está formado por la idea de autonomía que ha derivado hacia la
de singularidad de cada espacio colonial. El segundo, en contrapunto desde
la perspectiva braudeliana y wallersteniana, prefiere poner el acento no en
la especificidad sino en el Atlántico, que poseía una estructura subyacente y

6 Como ejemplo de la vitalidad que esta interpretación tiene en la actualidad pueden consultarse
las recientes e importantes obras de Mauricio Abreu, 2010, Marta Herrera, 2009, Lía Quarleri,
2009, Carlos Contreras, 2014 y Guillermina del Valle, 2012.

275
Carlos Eduardo Valencia Villa

preexistente a las actividades que se daban en cada región.7 El tercer grupo


también relativiza la autonomía regional pero no destaca una estructura,
por el contrario, enfatiza en los fenómenos, en especial en los flujos y las
conexiones tejidos por los agentes concretos.8

El diálogo a la altura del agente •

Como mostramos en las páginas anteriores, el escenario de debates e inter­


pretaciones sobre la historia económica colonial de las Américas vive un
momento dinámico y productivo que emergió luego de que durante algunos
años los problemas de investigación sobre la economía de esas sociedades
estuviesen rezagados u olvidados.
Una parte de la explicación del renacer de la historia económica
colonial, aunque no necesariamente la más importante para entender ese
renacimiento, viene del énfasis dado al estudio de los agentes y sus acciones
específicas. Como afirmamos hace algunas páginas, los autores clásicos se
caracterizaban por miradas generales y su estilo de narración era de una
tendencia clara hacia el ensayo. Por eso, los que los debatieron insistieron
en la investigación empírica de contextos específicos y en ese tipo de estudio
terminaron por hallar a los agentes y sus acciones concretas.
Cuando destacamos los tres grandes conjuntos de interpretaciones
sobre la historia económica colonial: aquellos que afirman la especificidad-
singularidad, los que insisten en la estructura subyacente y aquellos que
enfatizan en las conexiones, lo que encontramos en todos es la importancia
de los agentes concretos que son estudiados.
En ese sentido, en estas investigaciones lo que ha ganado espacio es
la mirada microeconómica. Sin embargo, la mención explícita de esta ca­
tegoría analítica (microeconomía) no es frecuente. Los métodos que usan
suelen ser enunciados, de forma abierta, como biográficos (Daza Villar,
2009), prosopográficos (Hancock, 1997), gremiales (Álvarez-Nogal, 2011),
microanalíticos (Ruiz, 2004) o microhistóricos (Fragoso, 2006), a los que
se les puede agregar el empleo de métodos de redes sociales (Lamikiz, 2010)
e incluso los recientes desarrollos de sistemas de información geográfica

7 Adicionales a los autores ya citados dentro de este grupo también pueden verse: Salles, 2008,
Anthony Kaye, 2009 y Edward Baptist, 2002.

8 Otros ejemplos en esta perspectiva: Jonathan Israel, 1989, Margarita Suárez, 2001, David Eltis,
2006, Linda Newson y Susie Minchin, 2007 e Isabel Paredes y Fernando Jumar, 2008.

276
Pistas de una historia microeconómica colonial

aplicado a la historia económica (Gil, 2014; Crespo y García, 2012; Carrara


y Laguardia, 2013; Valencia Villa, 2016), todos con características diferentes
entre sí pero que comparten la preocupación por el agente y, por esa vía, por
el ámbito microeconómico.
Esta preocupación microeconómica implícita pone de relieve dos ca­
racterísticas del debate historiográfico para la economía colonial Iberoameri­
cana. Por un lado, la poca atención relativa que reciben las regresiones linea­
les y el cálculo de simples modelos econométricos como método de estudio
de fenómenos macroeconómicos. Esto significa que la práctica de cálculos
aritméticos, muchas veces sin el menor cuidado en las suposiciones matemá­
ticas de las operaciones y sin llevar a cabo las transformaciones algebraicas
necesarias, que son comunes para el siglo XIX y para otros parajes geográfi­
cos, no son corrientes en las investigaciones de los siglos XVI, XVII y XVIII.
Por otro, que la preocupación microeconómica sea implícita deja de
manifiesto también que es común el poco cuidado con las cuestiones pura­
mente teóricas de la microeconomía, pues es difícil encontrar citas a textos
de teoría o método microeconómico. En ese sentido, existe un tipo de uso
intuitivo de la categoría de agente o un empleo de esa categoría a partir de
otros ámbitos tales como la sociología o la antropología, lo que es curioso,
ya que los problemas estudiados son económicos y por lo tanto se esperaría
una referencia más clara a las discusiones teóricas propias de la economía.
El uso intuitivo de la microeconomía se facilita cuando los estudios
se realizan sobre agentes de gran capacidad económica, entendida como el
movimiento de grandes volúmenes financieros y densas redes de articula­
ción dentro de posiciones políticas destacadas, pues las acciones de ese tipo
de agentes y las consecuencias que esas acciones individuales tienen son
relativamente fáciles de percibir.
Así, los tres conjuntos de interpretación que hemos descrito terminan
enfatizando ese tipo de agentes, sea porque se interpreta que consiguieron
imprimir cierta especificidad o singularidad a los territorios en los que se
encontraban o porque se afirma que eran ellos los que estaban anclados y
recreaban las estructuras subyacentes, o porque se percibe que eran estos los
que claramenteJtejían conexiones entre ellos en una amplia escala geográfica.
No obstante, sería un paso importante lograr descender de esos gran­
des agentes a los agentes más sencillos, que no mueven grandes volúmenes
financieros ni participan de densas redes que atraviesan las posiciones de
importancia política, pues los pequeños agentes también tienen operaciones
financieras, decisiones de inversión, consumo y ahorro y participan de redes
sociales y políticas. Pero, sobre todo, porque eran la inmensa mayoría de esas

277
Carlos Eduardo Valencia Villa

sociedades y, por tanto, y como no podría ser de otro modo, cuando ellos son
agregados lo que resulta es que las actividades económicas son comparables
o incluso mayores que las de los grandes agentes (Valencia Villa, 2011 y 2015).
La investigación sobre estos pequeños agentes parte de lo que solía
pensarse como una cuestión difícil: ¿quiénes eran los pequeños agentes?
Pero con las actuales discusiones entre y dentro de los tres^grandes conjun­
tos de interpretaciones esa pregunta pasó a ser relativamente fácil de ser
resuelta, pues no se trata de llegar con categorías predefinidas que procuran
establecer de antemano el lugar de los mosaicos de producción (Linhares,
1998) o de las brechas campesinas (C. Cardoso, 1987) o de las formas de
circulación (S. M intz, 1989) o cosas de ese tipo, tan comunes en los debates
entre los clásicos. Se trata de perm itir que la observación directa y empírica
establezca quiénes eran los pequeños en esos contextos.
La caracterización de esos agentes como pequeños debe ser resulta­
do de la observación de sus fuentes de renta, de las formas que adquiría la
circulación de sus recursos, de los enlaces que se tejían entre los individuos
y sus familias, de las decisiones de cuándo y en qué invertir, de cuáles eran
las forma de acumular y atesorar, de qué se privilegiaba en el consumo y, no
menos importante, cuáles variaciones macroeconómicas en sus contextos
los impactaban más y cuáles eran los canales de transmisión de esos cambios
macro en las economías micro. Así, podremos tener una noción de cómo
percibían el contexto y cómo se lograba sacar ventaja o se intentaba superar
los obstáculos.
Esta perspectiva enriquecería el debate entre los tres grupos de inter­
pretaciones sobre la historia económica colonial sin que necesariamente los
historiadores tengan que renunciar a la perspectiva que defienden, pues de
la microeconomía de los pequeños agentes se puede derivar tanto la im por­
tancia de la autonomía regional como el peso y la recreación de la estructura
o la importancia de las conexiones.
Si la caracterización de los agentes es consecuencia y no punto de
partida, esto termina remitiendo el problema de por dónde empezar a las
fuentes y no en la definición de antemano de quién era pequeño, es decir,
lo importante pasa a ser cuáles son las fuentes que pueden ser usadas para
estudiar los que serán caracterizados como pequeños. Esto también es un
asunto fácil de resolver y es casi una tautología, pues si la sociedad colonial
está formada mayoritaria o abrumadoramente por pequeños agentes, enton­
ces en las fuentes hablan y se habla básicamente de ellos.
C artas de m anum isión de esclavos, registros parroquiales, pe­
queñas causas judiciales, sean civiles o penales, definiciones de ámbitos y

278
Pistas de una historia microeconómica colonial

jurisdicciones tributarias, actividades de hermandades, cuestiones de abas­


tecimientos de productos básicos, esfuerzos por crear, regular o restringir la
oferta de trabajo (por dentro o por fuera del mercado), escrituras notariales
de transacciones de bajo monto, estas y muchas más son fuentes que están
en los archivos y en las que se deja constancia de la actividad económica de
las mayorías, es decir, de los pequeños.
Todas esas son fuentes conocidas. La diferencia con la investigación
de los grandes agentes se encuentra en que para hallar la caracterización
de los menores es necesario mover, leer y procesar grandes cantidades de
información. Pero, de nuevo, esta es también una cuestión que los estudios
de los tres grandes conjuntos de interpretación ya resolvieron. Lo que hasta
hace solo veinte años era casi imposible de imaginar, ahora es la norma: ¡los
historiadores usan computadores!
Los programas de hojas de cálculo pasaron a ser normales en los
computadores de los investigadores en historia económica. Todos (de los que
conozco, casi todos) los investigadores y grupos de investigación construyen,
alimentan y procesan bancos de datos con miles de registros. Si veinte años
atrás, a mediados de la década de 1990, le dijese a uno de mis profesores de his­
toria que eso iba a suceder, nunca me lo creería. Además, no solo se emplean
los programas básicos de hojas de cálculo y bases de datos (las marcas de esos
programas están en la boca de todos), sino programas más sofisticados que
procesan redes sociales, hacen análisis cuantitativos y recientemente hasta
los que usan sistemas de información geográfica aparecen en las pantallas de
los equipos de trabajo de los historiadores.
Además, cada día gana espacio el trabajo colaborativo y la dispo­
nibilidad de esos bancos de datos en red. Claro que en algunos lugares ese
avance es más rápido que en otros, y también es claro que los viejos costos de
transacción para acceder a la información no ceden tan fácilmente, pero, con
todo y eso, se impone la práctica de compartir y colaborar de forma amplia,
sin mediación de la íntima relación personal.
La información que se produce a partir de esos procesamientos infor­
máticos y prácticas colaborativas ha venido a enriquecer el conocimiento del
pasado y el debate entre los historiadores. De esa forma, lo que sería deseable,
como ya dijimos, es que no solo las miradas se centren en la microeconomía
de los grandes agentes y se pase, al mismo tiempo, a observar en detalle a
los pequeños.
Pero el asunto no es solo una cuestión de deseo, es decir, que sea
deseable enfatizar en los agentes que serán caracterizados como pequeños,
es también un asunto de comprensión de las economías coloniales, pues es

279
Carlos Eduardo Valencia Villa

necesario encajar el análisis de los grandes agentes dentro del inmenso uni­
verso de los pequeños. Aprovechemos para aclarar que los análisis microeco-
nómicos evidentemente están lejos de los problemas y métodos de la historia
social y política que tratan de los subordinados, subalternos, dominados, en
resistencia, en adaptación y demás categorías usuales de esas narraciones.
Como ya dijimos, la cuestión microeconómica hace énfasis en deci­
siones de inversión, consumo, ahorro, atesoramiento y empleo de recursos,
entre otras, y por lo tanto, no es propia solo de los pequeños agentes, esto es,
que la mención a la condición de micro se refiere al agente y no a su tamaño.
Así, lo que afirmamos es que el análisis microeconómico que se ha efectuado
sobre los grandes agentes debe ampliarse para incluir a los pequeños.
Las fuentes, y la información procesada de miles y miles de acciones,
están disponibles o puede ser construida, por eso el énfasis está en ampliar
horizontes de observación. Como decimos, esa ampliación es fundamental
para entender el universo en el que se encontraban los grandes agentes. E s­
to es válido para las tres grandes interpretaciones de la historia económica
colonial.
Ya que así se puede establecer, y no presuponer, hasta dónde llegaban
los territorios de los agentes y, por lo tanto, cuáles eran las zonas específicas
o singulares que emanaban de las prácticas microeconómicas generales y
no solo de los mayores agentes. También permitirá comprender, a los que les
interese esa cuestión, cómo la estructura fijaba y recreaba la acción repetida
por miles de agentes que pueden ser observados directamente y no mediante
agregaciones preestablecidas. Además, posibilitará sobrepasar el análisis de
los agentes que están directamente conectados para ver cómo esos vínculos
directos entre agentes impactaban en otros agentes que se relacionaban de
forma indirecta por medio de ellos. Por último, y tal vez más importante,
permitirá que las tres interpretaciones discutan de forma aún más intensa
sobre la comprensión de la economía colonial.
Esta perspectiva permitirá valorar también las regiones y relaciones
regionales que a primera vista no han parecido tan relevantes (Crespo, 2009;
Wood, 2009), pues el análisis centrado en grandes agentes ha terminado por
enfocarse más en los espacios en que estos se encontraban sin dar lugar a la
comprensión de los territorios que eran construidos por las interacciones
microeconómicas más amplias. Así, la definición del territorio debe ser con­
secuencia de la investigación y no punto de partida implícito que el análisis
de los grandes agentes conlleva (Gomes, 2011; Sánchez, 2011; Moraes, 2011).
Para esta ampliación del foco de investigación en realidad solo se
requiere un esfuerzo adicional a todos los avanzados hasta ahora. Se trata de

280
Pistas de una historia microeconómica colonial

transformar en explícitas las referencias microeconómicas que hasta ahora se


mantienen implícitas y generalmente en la condición de nociones intuitivas
o sacadas de la sociología y de la antropología. No es que sea problemático
que sean los abordajes sociológicos o antropológicos los que dictan la pauta,
el asunto es que, ya que los problemas son económicos, entonces la micro-
economía puede ayudar bastante a resolver los problemas.
Por ejemplo, la sociología y la antropología nos han ayudado a en­
tender la importancia fenomenológica de las interacciones sociales. De la
lectura de los autores de esas disciplinas la historia ha logrado sacar partido.
Pero tenemos otros ámbitos en los que avanzamos poco, por ejemplo, el uso
de lógicas difusas, teoría de juegos o el modelaje de procesos estocásticos
podrían ser mejor aprovechados en el estudio de los agentes históricos, sobre
todo de los pequeños.
Pero hay un ámbito en el que es fundamental avanzar: ¿cómo agregar
los millares de acciones microeconómicas de los agentes para producir una
imagen inteligible de las economías coloniales? No se trata de sumar y res­
tar, como si un procedimiento aritmético pudiese representar las complejas
economías del pasado, o del presente. Tampoco es tan simple como hacer
cálculos estadísticos, pues los índices son necesarios, pero no suficientes
para entender las relaciones económicas. Y a esta altura del debate historio-
gráfico es claro que la solución narrativa, narrar y narrar historias, no nos
permite hacernos a una idea explícita de la economía que incluya los agentes
pequeños y mayoritarios.
Así como los procesos de redes sociales nos ayudan a establecer las
interacciones, y los sistemas de información geográfica a comprender las
tendencias del accionar de los agentes, la microeconomía nos debería ayu­
dar a resolver el problema de la agregación, de pasar de uno a millares que
considero es una de las tareas apremiantes que debemos enfrentar.

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286
AUTORES

Alvaro Acevedo Tarazona


Historiador y magíster en Historia de la Universidad Industrial de Santan­
der. Doctor en Historia de la Universidad de Huelva, España. Especialista en
Filosofía de la Universidad de Antioquia. Magíster en Historia de América
de la Universidad Pablo de Olavide, España. Posdoctorado en Ciencias de la
Educación de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia-Rude-
colombia. Profesor titular de la Universidad Industrial de Santander. En la
actualidad es integrante del Consejo Nacional de Acreditación de Colombia,
miembro de número de la Academia de Historia de Santander, miembro
correspondiente de la Academia Colombiana de Historia, miembro de la
Junta Directiva de la Asociación Colombiana de Historia y miembro de la
Asociación Colombiana de Historia Regional y Local.

Alexander Betancourt Mendieta


Realizó estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Caldas, Colombia.
Magíster y doctor en Estudios Latinoamericanos (historia) de la Universidad
Nacional Autónoma de México. Profesor e investigador de historia en la Fa­
cultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de
San Luis Potosí, México. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores
de México y autor de varios trabajos entre los que se destacan Círculos letra­
dos y conocimiento. Las Juntas Auxiliares de la Sociedad Mexicana de Geogra­
fía y Estadística en San Luis Potosí, 1850-1953 (2016) y Escritura de la historia
y política: el sesquicentenario de la Independencia en América Latina (2016).

Hernando Cepeda Sánchez


Historiador de la Universidad Nacional de Colombia, magíster en Historia
de la Pontificia Universidad Javeriana y Ph. D. en Historia de la Universidad
Libre de Berlín. Desarrolló estudios posdoctorales en la Universidad Federal
de Río de Janeiro en Geografía Cultural. Profesor asistente del Departamento
de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Investiga­
dor de los grupos Prácticas, Representaciones e Imaginarios Sociales y Red
Asia-América Latina. Tiene experiencia universitaria como docente de las
cátedras de historia de Colombia (siglos XIX y XX), historia contemporánea
de América Latina, historia contemporánea de Asia, teoría de la historia y
geohistoria. Entre sus publicaciones se destaca Imaginarios sociales, política y
resistencia. Las culturas juveniles de la música rock en Argentina y Colombia

287
Los historiadores colombianos y su oficio

desde 1966 hasta 1986, además de capítulos y artículos relacionados con la


historia cultural latinoamericana.

José David Cortés Guerrero


Doctor y maestro en historia de El Colegio de M éxico; magíster en Historia
de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá; licenpiado en Cien­
cias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional. Profesor asociado del
Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.
En 1997 ganó el Premio nacional de historia del M inisterio de Cultura con
su obra Curas y políticos. Mentalidad religiosa e intransigencia en la diócesis
de Tunja, 1881-1918. En 2015 la Secretaría de Relaciones Exteriores de México
le otorgó la Beca de Excelencia Genaro Estrada para Expertos Mexicanistas
para desarrollar la investigación Representaciones e im aginarios sobre el
protestantismo en México. 1824-1860. Su libro más reciente es La batalla de
los siglos. Estado, Iglesia y religión en Colombia en el siglo XIX. De la Indepen­
dencia a la Regeneración (2016). En 2016 la Facultad de Ciencias Humanas
de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, le otorgó la distinción de
Investigación meritoria.

Helwar Hernando Figueroa Salamanca


Doctor en Estudios Latinoamericanos, magíster en Historia de la Universi­
dad de Toulouse Le-M irail. Historiador de la Universidad Nacional de C o ­
lombia. Profesor asociado de la Universidad Industrial de Santander. Editor
del Anuario de Historia Regional y de las Fronteras y director de Investigación
y Extensión de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Industrial
de Santander. Sus investigaciones se han centrado en la historia social del po­
der y la cultura, con énfasis en la historia de la educación y sus repercusiones
en el ejercicio de las políticas públicas. Actualmente adelanta investigaciones
en el campo del hecho religioso y sus relaciones con la política y la violencia en
Colombia, las cuales soportan el grupo de investigación Sagrado y Profano.
Además, investiga los problemas del desplazamiento asociados al conflicto
interno de Colombia y su repercusión en la cultura colombiana.

Aimer Granados
Licenciado y maestro en Historia por la Universidad del Valle. Maestro y
doctor en Historia de El Colegio de México. Se desempeña como docente e
investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimal-
pa, de la Ciudad de México. Ha impartido la docencia en universidades de
Colombia y México en los niveles de pregrado y posgrado. Sus principales

288
Autores

líneas de investigación son la historia intelectual y de los intelectuales en


América Latina, la historia de las relaciones culturales en Iberoamérica y
la historia de la construcción del Estado nacional en M éxico y Colombia,
asuntos sobre los cuales ha publicado libros y artículos. Actualmente ade­
lanta una investigación sobre Alfonso Reyes y la reconfiguración del campo
cultural e intelectual en América Latina durante las décadas centrales de la
primera mitad del siglo XX.

Gilberto Loaiza Cano


Profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle.
Licenciado en Filología y magíster en Historia de la Universidad Nacional
de Colombia (Bogotá); doctor en Sociología de la Universidad París 3-Sor-
bonne Nouvelle (2006). Autor de Luis Tejada y la lucha por una nueva cul­
tura, 1898-1924 (Bogotá, Tercer Mundo, 1995); Manuel Ancízar y su época,
1811-1882 (Medellín, Eafit, Universidad de Antioquia, Universidad Nacional
de Colom bia, 2004); Sociabilidad, religión y política en la definición de la
nación. Colombia, 1820-1886 (Bogotá, Universidad Externado de Colombia,
2011). En el 2012 recibió el Premio Ciencias Sociales y Humanas otorgado por
la Fundación Alejandro Ángel Escobar. Es miembro del grupo de investiga­
ción Nación-Cultura-M emoria y responsable de la línea de investigación en
Historia intelectual de Colombia, siglos XIX y XX.

Renzo Ramírez Bacca


Ph. D. en Historia por la Universidad de Gotemburgo (Suecia). Profesor titu­
lar adscrito a la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas y al Departa­
mento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín,
e investigador sénior del grupo de investigación Historia, Trabajo, Sociedad
y Cultura (categoría A i en Colciencias). Director y editor de HiSTOReLo.
Revista de Historia Regional y Local (categoría C-Publindex, Q4 SCImago).
Presidente de la Asociación Colombiana de Historiadores (2015-2017). Autor
de libros y artículos sobre la historia sociolaboral de la caficultura, colo­
nización y poblamiento andino, teoría, metodología e historiografía de la
historia e historia comparada de Colombia y México, entre otros asuntos. Se
le han otorgado las distinciones de Investigación Meritoria (2015) y Mérito
Universitario (2013).

Andrés Ríos Molina


Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, maestro en Ciencias
Antropológicas de la Universidad Autónoma Metropolitana de M éxico y

289
Los historiadores colombianos y su oficio

doctor en Historia de El Colegio de México. Actualmente es investigador del


Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autóno­
ma de México. Es autor de los libros Cómo prevenir la locura. Psiquiatría e
higiene mental en México, 1934-1950 (2016), La locura durante la Revolución
mexicana. Los primeros años del Manicomio La Castañeda 1910-1920 (2009) y
Memorias de un loco anormal (2010). Además, ha publicado diversos artícu­
los sobre la historia de la psiquiatría y las enfermedades mentales en México.

Jorge Enrique Salcedo Martínez, S. J.


Doctor en H istoria de la Universidad de O xford, Inglaterra. Teólogo y
magíster en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana. Licenciado
en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional. Fue decano
del Medio Universitario de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia
Universidad Javeriana y actualmente es profesor de historia de la misma
universidad. Coordinó el proyecto de conmemoración del Bicentenario de
la Restauración de la Compañía de Jesús, 1814-2014. Sus áreas de investiga­
ción son las relaciones Iglesia-Estado en Colombia durante los siglos XIX y
XX y la historia de los jesuítas en Latinoamérica durante el mismo periodo.

Natalia Silva Prada


Doctora en Historia de El Colegio de México. Profesora titular e investiga­
dora en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa y miembro del
Sistema Nacional de Investigadores de México de 1997 a 2010. Investigadora
en la Library o f Congress y gestora de los blogs Los reinos de las Indias y
Paleografías americanas. Autora de los libros Los reinos de las Indias y el
lenguaje de denuncia política en el mundo Atlántico (2014); William Lam­
port (2009); La política de una rebelión: los indígenas frente al tumulto de
1692 (2007); Manual de paleografía y diplomática hispanoamericana (2001).
Coordinó los libros Tradición y modernidad en la historia de la cultura po­
lítica (2009) y Cultura política en América (2006).

Carlos Eduardo Valencia Villa


Historiador de la Universidad Nacional de Colombia (2002), magíster en His­
toria Social de la Universidad Federal de Río de Janeiro (2008) y doctor en His­
toria de la Universidad Federal Fluminense (2012). Actualmente, es profesor
e investigador de Historia de América en la Universidad Federal Fluminense
en Campos. Ha sido profesor visitante en la Universidad de la República de
Uruguay, investigador invitado en la Universidad de Virginia y de la Sociedad
Histórica de Virginia, profesor de la Universidad del Rosario en Bogotá y de

290
Autores

la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Tiene experiencia en el


área de historia, con énfasis en historia de América y en la aplicación de sis­
temas de información geográfica en historia, principalmente en los temas de
historia económica. Entre sus libros se destacan: Ao Longo Daquelas Rúas. A
Economía dos Negros Livres em Richmond e Rio de Janeiro, 1840-1860 (2016),
La producción de la libertad. Economía de los esclavos manumitidos en Río
de Janeiro a mediados del siglo XIX (2011) y Alma en boca y huesos en costal.
Una aproximación a los contrastes socio-económicos de la esclavitud. Santafé,
Mariquita y Mompox, 1610-1660 (2003).

291
§
Los historiadores colombianos y su oficio
se compuso con tipografía
de la fuente M inion Pro.
Se terminó de im prim ir en los talleres
de Javegraf en el mes de octubre de 2017.
§
El aumento de profesionales de la historia, la aparición de cen­
tros de formación de historiadores en diversos niveles (del pre­
grado al doctorado), el incremento y sostenimiento de revistas
especializadas en historia y la ampliación de materias de in­
vestigación son muestras de la robustez actual de la disciplina
histórica en Colombia. Aunque estas condiciones son propi­
cias, en el ambiente hay una discusión sobre el quehacer del
historiador que este libro ha intentado resolver.
Los historiadores colombianos y su oficio reúne los ensa­
yos de doce reconocidos académicos que pertenecen a las gene­
raciones posteriores a la llamada nueva historia de Colombia.
En estos, reflexionan sobre el oficio a partir de su propia expe­
riencia. Por ello, los textos aquí reunidos no se preguntan por la
historia en sí misma, sino por la forma en que los historiadores
—desde su formación académica y su quehacer en el día a día,
entre la docencia y la investigación— se asumen como tales. En
definitiva, los textos muestran la reflexión de cada autor sobre
su propio trabajo y al autor en el escenario de la historia y la
historiografía colombianas.

ISBN 9 7 8 -9 5 8 -7 8 1 -1 2 0 - 9

Pontificia Universidad
JAVERIANA
■■ Bogotá-------------
9 789587 811209 >

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