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4. RAZONES PARA LA FE DEDICAR TIEMPO PARA DIOS: TERCER MANDAMIENTO DE DIOS.

Dios le dio la orden a Moisés, de acuñar en tablas de piedra 10 mandamientos y entre ellos el santificar las fiestas.
Santificar se puede reemplazar por el verbo respetar. Dedicar por lo menos un día a la semana, al descanso, a la
convivencia familiar y a ocuparse en las cosas de Dios.
Tanto el Ex 20, 8-11; 35, 1-2 como el Deut 5, 12-15; Levítico 19,3.30; 23,3 dicen mucho acerca de lo que supone
santificar el día del Señor: “Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus
trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para Yahveh, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu
hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis días hizo Yahveh el
cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahveh el día del sábado y lo
hizo sagrado.”
En la ley antigua los días de fiesta eran los sábados y otros días particularmente solemnes para el pueblo hebreo. En
el antiguo testamento Dios estableció varias fiestas solemnes y sagradas para que Israel le honre (Ex 23,10-19; Ex
34,18-26; Lev 25,1-54; Deut 16,1-17).
Hay 4 fiestas en la primavera y 3 en el otoño.
 La Pascua (Pesach):Lev 23,4-8
 Fiesta de los panes sin levadura (Hag Ha Matzah):Ex 12,15.20
 Fiesta de las primicias (Yom HaBikkurim):Lev 23,7:14
 Fiesta de las semanas (Pentecostés) (Shavuoth): Se celebra 50 días después de la pascua
 La fiesta de las Trompetas ( Rosh Hashanah) (Yom Teruah)El nuevo año judío: Lev 23,23-25
 Día de la Expiación (perdón) (Yom Kippur):Lev 16,29-32
 Fiesta de los tabernáculos (enramadas): (Sucot):Lev 23,33
Teniendo estas fiestas se formula la fe, tanto los judíos como los cristianos, de un Dios eterno. Un Dios que está en
el tiempo pero no está sujeto al cambio ni atrapado en el funcionamiento del Universo físico. El tiempo creado es
algo separado de la propia eternidad del Creador. Él se halla por encima del tiempo cambiante precisamente porque
es eterno, es decir, porque como bien dice el salmista: "antes que naciesen los montes y formases la tierra y el
mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios. [...] Porque mil años delante de tus ojos son como el día de ayer,
que pasó, y como una de las vigilias de la noche" (Salmo 90,2.4)
El Dios que se revela en la Biblia no está atado a su creación, no empieza a existir con el universo, sino que lo ha
hecho desde la eternidad. Que Dios sea eterno significa que es atemporal y que todo el tiempo creado se encuentra
a la vez delante de sus ojos, "como el día de ayer". Dios ve el pasado y el futuro como si fueran presentes. Su
eternidad hace que todos los tiempos le sean simultáneamente actuales. Las distancias temporales que a los humanos
nos resultan definitivas, para él son insignificantes ya que no está sujeto a la mutabilidad del tiempo y, por tanto,
Dios no cambia como lo hacemos nosotros. A esto se refiere Santiago en su epístola, al escribir: "en el cual (en Dios)
no hay mudanza, ni sombra de variación" (Stgo 1,17)
La Biblia enseña asimismo que tanto la omnisciencia como la omnipotencia y omnipresencia de Dios están íntimamente
relacionadas con su eternidad. El hecho de que el tiempo como un todo se muestre delante de él, así como el espacio
y la materia creada, significa que Dios está siempre presente y domina absolutamente toda la creación. Es el sentido
de la respuesta de Job: "Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti" (Job 42,2)
Llamar omnipotente a Dios es reconocer que su poder no tiene límite, definirle como omnipresente significa aceptar
su presencia en todo lo creado, ser omnisciente es saberlo y conocerlo todo y referirse a su eternidad es creer que
existe "desde el siglo y hasta el siglo", al margen de la creación.
Ya que al mundo le gusta dictar lo que deberíamos hacer en nuestro tiempo, lo satura de elementos que llevan al
hombre a sentir el cansancio, la zozobra, la rutina; el aburrimiento, que es el mal del siglo, originado en la
incapacidad del hombre de estar a solas consigo mismo; a normalmente andar alienado, es decir, salido de sí mismo
en su actividad diaria, a ser consciente o inconscientemente un fugitivo de sí mismo, evadiendo el enfrentamiento de
su propio misterio; a no soporta la soledad y el silencio, y combatirlos echa mano de un transistor o de un televisor,
evadirlos echándose a ciegamente en brazos de la dispersión, distracción y diversión, produciendo en el interior la
desintegración y ésta acaba por engendrar la sensación de soledad, desasosiego, tristeza y angustia. He ahí la
tragedia del hombre actual. El tercer mandamiento de la ley de Dios le dicta al hombre dedica tiempo a Dios y el el
encontraras descanso. El descanso fue diseñado para ser la norma, no la excepción.
Este mandato del Creador es, esencialmente o, mejor, muestra, lo que ha de ser la vida de un hijo de Dios que así se
considera, en lo que respecta al día del Señor y demás fiestas a santificar.
La ley natural prescribe al hombre el santificar de tiempo en tiempo un día, consagrándolo al culto de Dios, pero no
determina ningún día particular. El sábado fue establecido en el Antiguo Testamento en memoria del descanso de
Dios después del sexto día de la creación, así como también por el beneficio que concedió a su pueblo librándole de
la servidumbre de Egipto (Deut. 14, 15). La ley del sábado parece haber existido antes de Moisés y se remonta
probablemente al origen del género humano.
La fe al ser razonable es una actividad evangelizadora, donde ni las palabras ni las predicaciones tienen “nada de los
persuasivos discursos de la sabiduría, sino … una demostración del Espíritu y del poder para que la fe se fundase, no
en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1 Cor 2,4-5) y el actuar, como “demostración del Espíritu”, da
razones de la fe, y no es desde un “discurso de la sabiduría”, donde se lleva a los demás a inquietarse del porqué del
actuar, porque se preocupa de dedicar tiempo para Dios.
¿Está la vida regida por el calendario? Cada año comienza con una avalancha de resoluciones: bajar de peso, pasar
más tiempo con los niños, dormir más, cambiar de empleo.
Hoy en día hemos entendido el descanso como algo que no tiene nada que ver con Dios. Nuestras diversiones y
pasatiempos en ocasiones están muy alejadas de Dios y de la convivencia familiar. A veces, incluso, no podemos
asistir a Misa porque no nos dio tiempo sabiendo que el domingo es "día del Señor".
En el tiempo de descanso debes tener siempre dos prioridades: la atención a la familia y las cosas de Dios. La
atención a la familia es importantísima, pues en los días de trabajo, hoy en día, se sabe que es muy difícil que todos
los miembros de la familia puedan estar reunidos, debido a los diferentes horarios de estudio y trabajo y a las
diversas actividades que cada miembro debe realizar. Es necesario aprovechar los fines de semana para platicar,
convivir y conocerse mutuamente.
La Iglesia, en su esfuerzo por ayudar al hombre, establece un mínimo indispensable que consiste en asistir a Misa y
no realizar trabajos que impidan el culto a Dios o el debido descanso. "Santificar las fiestas" es dar un sentido de
unión con Dios al descanso merecido y a la necesaria convivencia familiar.
El cultivo del espíritu, la atención a las cosas de Dios, se hace necesario en un mundo en el que todo pasa de prisa.
Los domingos y días de fiesta debemos aprovecharlos para conocer más a Dios y saber qué vamos a hacer para
alcanzar la felicidad eterna. Lo ideal es inventar actividades en las que se reúnan las dos prioridades, como puede
ser ir al campo para admirar la Creación, leer juntos una frase del Evangelio, visitar en familia a alguna persona
enferma o necesitada.
¿En qué consiste el descanso?
Descansar no significa estar sin hacer nada. La misma naturaleza del hombre se rebela en forma de aburrimiento
cuando éste no realiza ninguna actividad.
Las actividades deportivas, recreativas, culturales y apostólicas en familia nos darán más descanso corporal y
espiritual que una mañana entera viendo televisión. La ociosidad es la madre de todos los vicios. Si no ocupamos
nuestra mente y nuestro tiempo en cosas buenas, el demonio se encargará de llenarlos de cosas malas.
Lo mejor es programar nuestro descanso incluyendo momentos para recuperar el sueño, pero también con
actividades que relajen la mente y el cuerpo: deporte, lectura, pintura, visitas turísticas, convivencia familiar,
escuchar buena música, ver una buena película, etc.
Ahora bien, debemos de santificar toda la vida, sería incorrecto santificar las fiestas y vivir el resto de la vida
alejados de la santidad. Todas las cosas profanas pueden hacerse santas en el momento en que las utilizamos para
dar gloria a Dios. Ej. El coser, el cocinar, etc. Es elevarlo todo al nivel de Dios. La vida del hombre puede
santificarse o dejarse en el simple nivel natural. Dios nos pide que santifiquemos las fiestas en el tercer
mandamiento. Y Cristo lo amplía pidiéndonos que santifiquemos todas las áreas de la vida. En el dialogo con la
samaritana dice: “Jesús le dice: ‘Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis
al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los
judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en
verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en
espíritu y verdad’.” (Jn 4,21-24)
Si Dios es espíritu y tú tienes espíritu, es el espíritu el verdadero lugar del encuentro con el Padre. Los verdaderos
adoradores, de ahora en adelante, deben adorarlo más allá de los ritos, templos, ceremonias y palabras: lo harán en
espíritu y verdad. Son éstos los adoradores que el Padre necesita y desea (Jn 4,1-27).
Dice Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él, y haremos morada en él”
(Jn 14,13). Y a mayor amor, una morada más interior y entrañable. En esas regiones profundas de sí mismo es donde
el alma experimentará la presencia activa y transformadora de Dios.
Al confrontarse con el Dios de la paz y al quedar interiormente iluminado por el rostro del Señor, el cristiano
constata que su subsuelo se agita como cuando se presiente un temblor de tierra: siente que allá abajo se acumuló
mucha energía agresiva. Y, como consecuencia, se experimenta a sí mismo como un acorde desabrido, como si en el
templo de la paz alguien gritara: ¡Guerra!
Se da cuenta de que el egoísmo ha desencadenado en su interior un estado general de guerra. Llamas altas y vivas
de resentimientos se respiran por doquier en contra de sí mismo principalmente, en contra de los hermanos, en
contra del misterio general de la vida, e, indirectamente (en inconsciente transferido), en contra de Dios. Cuanto
más abre los ojos de la sensibilidad y se asoma analíticamente a sus mundos más recónditos, el hombre se encuentra,
no sin cierta sorpresa, con un estado general lamentable: tristezas depresivas, melancolías, bloqueos emocionales,
frustraciones, antipatías alimentadas, inseguridades, agresividad de todo estilo...
Esa persona se parece, por dentro, a un castillo amenazado y amenazador: murallas y antemurallas defensivas,
trincheras de escondite o de defensa, fosos de separación, enemistades, resistencias de toda clase...
El cristiano advierte que con semejante turbulencia interior no le será posible establecer una corriente de intimidad
pacífica y armónica con el Dios de la paz. En consecuencia, siente vivos deseos de purificación, y percibe claramente
que tal purificación sólo puede llegarle por la vía de una completa reconciliación.
Siente necesidad y deseo de apagar las llamas, cubrir los fosos, silenciar las guerras, sanar las heridas, asumir
historias dolientes, aceptar rasgos negativos de personalidad, perdonarse a sí mismo, perdonar a los hermanos,
abandonar todas las resistencias. En una palabra: reconciliación general.
Y como fruto de eso, la paz.
Para ello se requiere la experiencia del amor oblativo y no emotivo. Es un amor puro (oblativo) porque no existe en él
compensación de satisfacción sensible. Además, es un amor puro porque se efectúa en la fe oscura: el cristiano,
remontándose por encima de las apariencias visibles de la injusticia, contempla la presencia de la voluntad del Padre,
permitiendo esta prueba.
Impresiona el silencio de la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Allá no hay ningún signo de vida, ningún signo de
presencia; allá nada se oye, nada se ve; contra todas las evidencias sólo queda el silencio irreductible.
Sólo la fe nos libra de la perplejidad.
Al acercarse a Dios debe haber un abandono ¿Qué se abandona? Se abandona una carga de energía enviada desde mi
voluntad contra aquel hecho o persona. Sólo con eso se apaga una guerra y llega la paz. Eso sí: se supone que el acto
de desligar ese enlace de energía se- efectuó en la fe y en el amor; y en este caso el abandono viene a constituirse
en la vía más rápida de sanación liberadora.
Es en este espacio de soledad, donde Dios espera al hombre para el diálogo, para hacerlo participar de su vida y
para plenificar y dar cauce a las altas energías de la criatura.
Esto significa a su vez, que el valor máximo en cuanto a la estructura psíquica del hombre es el Dios que en la
interioridad lo invita al diálogo.
Hacia ese valor máximo tienden las energías vitales del hombre, cuando busca el silenciamiento para la
contemplación (GS 8). Todo lo cual conduce a la sabiduría, que es el resultado final de la plenificación de ese espacio
de soledad: “Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible a lo invisible” (GS 15), es decir, al Dios
absoluto.
Cuanto más se resiste a un imposible, más oprime sobre la voluntad. Cuanto más oprime, más se le resiste,
generándose un estado de angustia acelerada, entrando el hombre, poco a poco, en un furioso círculo
autodestructivo.
Así se generan los estados depresivos, obsesivos y maniáticos.
Mucha gente vive completamente dominada por ideas fijas y manías: son víctimas infelices de su falta de sabiduría,
aquella sabiduría que enseña que la única manera de neutralizar un imposible es precisamente aceptándolo,
abandonándose en la fe y en el amor.
Si el cristiano abandona la resistencia y se abandona en las manos del Padre, aceptando con paz aquellas realidades
que nadie puede alterar, mueren las angustias y nace la paz de un sereno atardecer.
El abandono engendra un espíritu sereno, disipa las más vivas inquietudes, endulza las penas más amargas.
El hombre abandonado está dispuesto a todo.
Solamente en Dios Padre, el hijo amado quiere olvidarse, morir y perderse, como quien se deja caer en un abismo de
amor, y allí encuentra el descanso completo. Pueden llegar pruebas, dificultades, crisis, enfermedades... El hijo
amado se deja llevar sin dificultades por cada una de las voluntades que se van manifestando en cada detalle.
Por eso, el hijo abandonado nunca está abandonado. El Padre tiende la mano al hijo, y más fuerte se la aprieta cuanto
más difíciles son los trances.
El abandono es la ruta más rápida y segura de toda liberación.
En sus momentos decisivos, el hombre percibe vivamente ser soledad (identidad inalienable y única), por ejemplo en
la agonía. En ese momento, el que se va puede estar rodeado, imaginemos, de las personas más queridas que, con su
presencia, palabras y cariño, tratan de estar con él, acompañándolo en esta travesía decisiva. Los cariños y las
palabras no pasarán de su piel o de su tímpano.
En su última estancia, allá donde es él mismo y diferente a todos, el que se va está completamente solitario, y no hay
consuelos, palabras o presencias que lleguen hasta allá.
Todo encuentro es intimidad; y toda intimidad es recinto cerrado, y recinto cerrado significa silenciamiento de todo
y alumbramiento de una soledad (presencia de sí mismo o insistencia). Es un encuentro singular de dos sujetos
singulares que se hacen mutuamente presentes en un aposento particularmente singular: en espíritu y verdad.
Para que aparezca Dios, para que su presencia, en la fe, se haga densa y consistente, es necesaria una atención
abierta, purificada de todas las adherencias circundantes, preparando de esta manera una acogedora sala de visitas,
vacía de gentes. En una palabra, un recipiente de acogida del Misterio.
Cuanto más silencien las criaturas y las imágenes, cuanto más despojada esté el alma, tanto más puro y profundo
será el encuentro.
Toda oración es don de Dios, y mucho más lo es el don de la contemplación.
Cuanto más profundo es el encuentro, la Presencia comienza a hacerse presente, impactar, iluminar e inspirar la
persona en sus realidades más profundas como son el fondo vital, el inconsciente, los impulsos, los reflejos, los
pensamientos, los criterios... Cuanto más vivo y profundo sea el encuentro, repito, en esa misma proporción la
Presencia embiste, penetra y alumbra los tejidos más entrañables y decisivos de la persona.
Hay que alabar a Dios con culto exterior, visible y público, con sinceridad y desde el interior debe nacer. Sucede la
evasión, compensación, sublimación y alienación, porque la" interioridad del hombre es asaltada y abatida por la
velocidad, el ruido y el frenesí; el hombre mismo es, a un tiempo, víctima y verdugo de sí mismo, y acaba por sentirse
inseguro e infeliz.
Sin duda que el cultivo, por tiempos, del silencio, de la soledad y de la misma contemplación es ahora más necesario
que nunca religiosa y psicológicamente.
A veces se dan situaciones indescriptibles, incluso indescifrables para nosotros mismos; no se sabe si es soledad,
frustración, nostalgia, vacío o todo junto. Sólo Dios puede llegar hasta el hondón de esa sima.
No hay alma que no tenga la experiencia de que, hallándose en ese estado, repentinamente y sin saber cómo, uno
siente una profunda consolación como si un aceite suavísimo se hubiera derramado sobre las heridas. Dios bajó
sobre el alma herida como una blanca y dulce enfermera.
Otras veces el hombre llega a sentirse como un niño impotente: desengaños, una grave enfermedad, un fracaso
definitivo, la proximidad de la muerte... La desolación es demasiado grave, sobrepasa todas las medidas. ¿Quién
podrá consolarlo? ¿El amigo? ¿La esposa? “Como una madre consuela a su niño, así os consolaré yo” (Is 66,10-14). El
consuelo de Dios sabe a aceite derramado que llega hasta las heridas de la desolación.
Y si la desolación es debida a la ausencia de Dios, entonces una visita de Dios es capaz de “trocar la oscuridad en
luz; brotarán manantiales de agua y los montes se transformarán en caminos y los desiertos en jardines” (Is 43,1-4).
San Pablo descubrió que la consolación brota de la desolación. Había sobrevivido a una tribulación desgarradora
hasta el punto de sentir en su carne la garra de la muerte; allá mismo comprobó al Dios de toda consolación que
consuela sobre toda medida. Su Segunda carta a los Corintios es la Carta Magna de la consolación bíblica. La
introducción al capítulo primero es un juego alternado de consolación y desolación. Da la impresión de que ambas
impresiones acababa de sufrirlas de manera vivísima.
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda
consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para poder nosotros consolar a los que están
en toda tribulación mediante el consuelo con que nosotros somos consolados.
Si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación nuestra. Si somos consolados, lo somos para el
consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros
soportamos.
Es firme nuestra esperanza respecto de vosotros; pues sabemos que como sois solidarios con nosotros en
los sufrimientos, así lo seréis también en la consolación” (2 Cor 3-8).
Y en el capítulo séptimo sentimos a Pablo triturado por dentro y por fuera, combatido por luchas y temores. Pero,
una vez más, vemos cómo desde las heridas de la tribulación nace la llama de la consolación.
“Efectivamente, llegando a Macedonia no tuvo sosiego nuestra carne; antes bien, nos vimos atribulados en
todo: por fuera luchas, por dentro temores.
Pero Dios, que consuela a los débiles, nos consoló con la llegada de Tito, y no sólo con su llegada sino
también con el consuelo que le habíais proporcionado, comunicándonos vuestra añoranza, vuestro pesar,
vuestro celo por mí hasta el punto de colmarme de alegría” (2 Cor 7,5-8).
De esta manera, la invitación a santificar las fiestas es una norma para buscar en el tiempo a Dios y renovar las
fuerzas para continuar en el trabajo, recibiendo el consuelo en los mementos difíciles de la vida y el ánimo de no
estar solo en la lucha de cada día.
El trabajo es una actividad humana que se destina a la consecución de los medios de subsistencia y a la realización
personal. Cuando el ser humano dedica su energía para lograr los bienes materiales que necesita para sí y para sus
familiares, está realizando un acto de gran sentido cristiano. Cuando omite el trabajo para dedicarse a Dios (Misa) o
por los demás (apostolado y caridad) está enriqueciendo su tiempo por una vía no material. Por eso el descanso
dominical representa un modo de santificación de las fiestas, pues es dedicar el tiempo de trabajo a beneficios
espirituales y caritativos, y no a beneficios materiales. Y cuanto el hombre comienza a caminar en la presencia del
Señor (la Presencia está encendida en la conciencia). Los impulsos y reflejos, al salir afuera, salen según Dios. Y así,
el comportamiento general del cristiano (su estilo) aparece ante el mundo revestido de la figura de Dios. Su figura
se hace visible a través de mi figura, y así el cristiano se convierte en una transparencia de Dios mismo.
Esta transparencia se adquiere dejándose trascender.
Trascender es superarse. Trascender es salirse. Trascender es amar. El amor es siempre fecundo, siempre
engendra. Es precisamente la fecundidad de la trascendencia.
Si el hombre responde afirmativamente a la invitación de Dios, ya estamos formando la comunidad de vida, como
compañeros de vida. El encuentro presupone un clima de hogar. La Escritura explica este clima con expresiones como
“habitar entre nosotros” (Jn 1,14), “haremos mansión en él” (Jn 14,23), expresiones muy hogareñas que evocan
ciertos matices como calor, gozo, confianza, ternura, cosa parecida al hecho de sentirse en el interior de un hogar
dichoso.
El Padre sacia enteramente al hombre con su Amor Envolvente. Con esto, el hijo encuentra que todo lo que apreciaba
hasta ahora es artificial, que son vanas aquellas ilusiones con las que adornaba el yo. Con su presencia, pues, el Padre
purifica al hijo, lo despoja y libera, destruye sus castillos en el aire, quema sus muñecos de paja y, como resto,
emerge la verdadera realidad, en su pureza desnuda. Cuanto más se avanza en el mar de Dios la claridad que
distingue y divide resulta fulgurante y dolorosa al comprobar la hermosura de Dios frente a la miseria del alma.
El adorador no escapa a la temporalidad y a las leyes del espacio. Pero, por esa unidad profunda con Dios, percibe un
vislumbre experimental de la unidad que coordina los instantes sucesivos que forman la cadena del tiempo, y ese
vislumbre le hace participar en algún grado de la intemporalidad del Eterno.
De esta manera el adorador llega a superar la angustia que no es sino efecto de las limitaciones del tiempo y del
espacio, mejor, de la no aceptación de esas limitaciones.
Abandonado en Dios, el hijo no siente temor a la vejez ni a la muerte sino que, de alguna manera, participa de la
eterna juventud de Dios. Por eso admiramos en muchos contemplativos la serenidad imperturbable de quien se halla
por encima de los vaivenes de la vida. Vive en un descanso en el tiempo y en el espacio.
Y en la medida en que el encuentro con Dios es más avanzado y contemplador, tiende a desaparecer la reflexión, que
se realiza en el meditar, y el encuentro viene a ser un momento (¿acto?) más simple y totalizador.
La meditación debe desembocar en la contemplación, como toda subida finaliza en la cumbre. La meditación es el
camino; la contemplación es la meta. Alcanzado el fin, cesan los medios. Tocado el puerto, cesa la navegación.
Terminada la peregrinación, cesan la fe y la esperanza que son como el viento que conduce la nave al Puerto. Una vez
que, a través de la meditación, el alma ha llegado al reposo sabático, debe abandonar los remos y dejarse llevar por
las olas de la admiración, asombro, júbilo, alabanza, adoración.
Cuando el contemplador entra en la zona profunda de la comunicación con Dios, ha cesado la actividad diversificante
y pluralizadora de la conciencia; y, en este acto simple y total, el contemplador se siente en Dios, con Dios, dentro
de él, y él dentro de nosotros (He 17,28).
Un contemplativo no toma a Dios, es tomado por El. Es un hombre eminentemente seducido y arrebatado.
Un meditador (o teólogo) primeramente toma, no a Dios mismo sino los conceptos sobre Dios. Luego distingue esos
conceptos y los divide; los ordena y combina; saca las conclusiones y las aplica a la vida.
El contemplativo no es, ante todo, un espectador sino un admirador. En su entender (verbo activo) hay elementos
pasivos: admiración, gratitud, emoción. Por consiguiente, la contemplación está en las mismas armónicas que la
admiración. Se trata de aquella suspensión llena de asombro que experimentaba Pablo cuando decía: “¡Oh
profundidad de la riqueza, de la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus pensamientos, qué
indescifrables sus caminos!” (Rom 11,33).
El meditador es expresivo y elocuente. En su interior bulle una actividad de colmena, en un perpetuo ir y venir,
saltando sin cesar de las premisas a las conclusiones, de las inducciones a las deducciones. La cabeza del meditador
está poblada de conceptos que incansablemente analiza y descifra, distingue y divide, explica y aplica.
El contemplativo, en cambio, está sumergido en el silencio. En su interior no hay diálogo pero sí una corriente cálida
y palpitante, aunque latente, de comunicación. Es el silencio poblado de asombro y presencia que sentía el salmista
cuando decía: “Señor, nuestro Dios, qué admirable es tu nombre en toda la tierra” (Sal 8). No afirma nada. Nada
explica. No entiende ni pretende entender. Llegó al puerto, soltó los remos y entró en el descanso sabático. Está en
la posesión colmada en que los deseos y las palabras callaron para siempre. Ahora la unión se consuma de ser a ser
(no se necesita la expresión como vehículo intermediario), de dentro a dentro, de misterio a misterio.
Al contemplativo le basta estar a los pies del Otro sin saber y sin querer saber nada, sólo mirar y saber que es
mirado, como en un sereno atardecer en que se colman completamente las expectativas, donde todo parece una
eternidad quieta y plena. Podríamos decir que el contemplativo está mudo, embriagado, identificado, envuelto y
compenetrado por la presencia. La contemplación, en cambio, es intuitiva, integradora, subjetiva, sintética,
totalizadora, afectiva y unificante.
Esta realidad se va a reflejar en la forma como asumes el trabajo y el quehacer de cada día. La contemplación y
encuentro con Dios, para llevar y vivir el descanso no quiere decir que quien tiene la necesidad de trabajar en
domingo, esté pecando. Siempre se puede ofrecer a Dios y cuando las razones son poderosas se puede trabajar.
Esto no quiere decir que el asistir a Misa quede dispensado, hay diferentes horarios de Misas para poder hacer
ambas cosas. Son los casos en que es por el bien común que se tiene que trabajar. Ej.: policía, médicos, personas que
laboran en los servicios públicos esenciales, etc.
El origen del domingo como día del Señor se encuentra en el Sabath judío, durante el cual ellos descansan
recordando la Creación que, como seguramente recuerdas, terminó el séptimo día cuando Dios descansó.
Después de la Resurrección, los cristianos decidieron cambiar el sábado por el domingo, para recordar que ese día
había resucitado Jesucristo.
El sentido de asistir a Misa es reunirnos con muchos otros cristianos para celebrar juntos la Resurrección de Jesús.
Por esto, decimos que el domingo es día de fiesta. “La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el
mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón
`día del Señor´ o domingo" (SC 106). El día de la Resurrección de Cristo es a la vez el "primer día de la semana",
memorial del primer día de la creación, y el "octavo día" en que Cristo, tras su "reposo" del gran Sabbat, inaugura el
Día "que hace el Señor", el "día que no conoce ocaso" (Liturgia bizantina). El "banquete del Señor" es su centro,
porque es aquí donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor resucitado que los invita a su banquete (cf
Jn 21,12; Lc 24,30).
El Papa san Juan Pablo II, con fecha 31-V-1998 publicó la Carta Apostólica “Dies Domini”, en la que trata
extensamente de la importancia del Domingo.
Pueden existir actitudes internas que busquen un descanso inmoral, realizando actividades peligrosas para el alma:
- Es importante distinguir el descanso como fin y no como medio, cayendo en el pecado de pereza o sensualidad.
- Si se dedica demasiado tiempo al trabajo, descuidamos a la familia, la salud física y mental, y a Dios.
- No debemos faltar a Misa el domingo o las fiestas de guardar.
LEER EN EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA: 2168-2195
Meditar durante la semana
Reflexione en el Salmo 27,14. ¿Qué sucede cuando esperamos en el Señor? ¿Puede la espera en el Señor ayudarnos
a tener un corazón tranquilo y fortalecido? ¿Por qué?
¿Qué hace difícil descansar y esperar tranquilamente en Dios? ¿Cuándo le resulta a usted más difícil soltar el
control que tiene sobre su vida? ¿En qué casos le produce tensión el deseo de creer lo que dice Dios, y de creer que
su vida no es aquello en lo que la ha convertido?
Observe las diversas maneras en que nos gobierna el calendario. ¿Qué dice acerca de nuestra perspectiva del mundo
nuestra actitud ante la semana de trabajo, los fines de semana o los días de descanso?
¿Cuál es su mayor ansiedad en cuanto a su vida y su futuro? ¿Está sintiendo la invitación de Dios de estar quieto y
esperar en Él?
¿De qué manera el ver esta temporada de manera diferente le da una nueva visión y una nueva esperanza?

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