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¿Fascismo millenial o populismo fascistoide?

Rolando Jaime

En la historia, el fascismo siempre se asoma luego de una profunda crisis del


liberalismo. A comienzos del siglo XX explotó una gran crisis política de representatividad,
luego de que la reciente “democracia de masas” no cumpliera con la democratización
prometida. A los ya consabidos vicios del liberalismo político—la brecha entre un discurso
meritocrático y la realidad de nepotismo y cuoteo político, la consecuente exclusión
política y social de sectores postergados (especialmente las clases medias), la
imposibilidad de seguir manteniendo la retórica liberal del exclusivo esfuerzo individual
para el bienestar material, en un contexto social donde era evidente la corrupción de la
elite dirigente— se sumaron las catástrofes de la Primera Guerra mundial y el crack
económico de 1929. Esto significó un verdadero mazazo para el sistema liberal. Frente a
la grave crisis que azotaba a Europa surgieron alternativas políticas radicales; primero en
la Italia de Mussolini, luego en la Alemania de Hitler. En la actualidad podemos encontrar
ciertas similitudes; el azote de la crisis subprime generada en Estados Unidos el 2008
terminó siendo exportada a Europa. Fueron especialmente los latinos —España, Italia y
Grecia— quienes pagaron los platos rotos. A nivel político, el declive económico vino
acompañado por una nueva crisis de representación. En esta oportunidad, el sueño
tecnocrático del neoliberalismo —basado en una dominación sobre supuestos de
pretendida neutralidad científica— estallaba en mil pedazos. La crisis fue de tal magnitud,
que la misma economía resultó fuertemente cuestionada en su dignidad de ciencia,
quedando develada su faceta como “dispositivo de dominación”. Los gobiernos actuales,
en su conducción populista, evidencian una debilidad de conducción preocupante.
El fascismo es un fenómeno particularmente alentado por una clase social, aquella
resentida por excelencia; la pequeño burguesía. En la sociedad de comienzos de siglo XX
— todavía fuertemente influenciada a nivel cultural por el racionalismo ilustrado— las
burguesías y los sectores obreros se encontraban resguardados frente a la crisis; los
primeros por su condición de elite o clase privilegiada, y los segundos por su alto nivel de
organización político-social. En la Alemania de Weimar, la clase obrera estaba organizada
tanto en la SPD (partido de influencia obrera más grande a nivel mundial, en aquel
momento) como en el partido comunista alemán. El sentimiento de claudicación nacional
concretado en el pacto de Versalles, luego de la derrota en la guerra, fue especialmente
fuerte en la clase media alemana, la cual recibió un doble impacto, al verse desprotegida
a nivel económico como desposeída culturalmente, por los procesos de cambio
organizativo en la estructura económica mundial. Con el desarrollo de un capitalismo ya
globalizado, se genera un nuevo sector social; el de los asalariados (trabajadores de
cuello blanco y burócratas), los cuales ya no se identifican con el obrero fabril, pero
tampoco pueden imitar el estilo de vida burgués bajo el contexto de creciente desempleo;
esto claramente alimentó el resentimiento hacia ambos lados de la pirámide social.
Actualmente, destruida la clase obrera por un sistema económico que giró desde el
ámbito de la producción al del intercambio financiero y la especulación, un enorme
contingente de sujetos pasó a engrosar las filas de la llamada clase media. La clase
media actual parece definirse, más que en ninguna otra época, como clase en transición:
“ni pobres ni ricos”, o mejor dicho, “casi pobres” que pretenden vivir como ricos. El
componente económico perdió casi todo su peso frente al componente cultural. La clase
media se define así por un estatus propio basado en la capacidad de consumo, cuyo
sistema de expectativas consiste en “llegar a pertenecer” a la burguesía, junto a un
profundo rechazo de hecho hacia los sectores populares, los cuales son considerados
como “marginales” (como era considerado el lumpen-proletariado para la antigua clase
obrera). Cuando las expectativas de ascenso social se ven frustradas —o sea, cuando se
desatan las grandes crisis económicas— el gran grueso de este gran “ejército de reserva”
heterogéneo, es golpeado por la cruda realidad. Esto sucedió en Estados Unidos el 2008,
cuando muchos terminaron siendo engañados con la promesa de la casa propia. La
codicia e irresponsabilidad de los intermediarios financieros —quienes conscientemente
otorgaron créditos hipotecarios a quienes no tenían la suficiente solvencia para poder
retribuirlos y comprometieron a empresas como mediadores en el cobro de créditos,
utilizando instrumentos financieros engorrosos sin ningún tipo de regulación— creó la
corrida de ejecuciones hipotecarias en Estados Unidos (cifra cercana al millón) luego que
la Reserva Federal aumentara la tasa de interés para evitar la inflación. El golpe fue
devastador para la clase media estadounidense. Por primera vez, el capitalismo neoliberal
norteamericano mostró hacia el mundo la monstruosa cara de desigualdad en todo su
brutal esplendor. Hileras de homeless adornaron el desolador paraje, siendo California el
estado más golpeado de todos; la clase media engañada fue arrojada sin reparos a la
calle. Condados ricos como el de Orange County tuvieron que convivir con desalojados
viviendo en carpas o en el interior de sus automóviles (uno de los pocos bienes que
pudieron conservar luego del embargo). El malestar social fue creciendo; las masas
empobrecidas encausaron su rabia hacia la tecnocracia neoliberal encarnada en el
Partido Demócrata gobernante, al cual hacían responsable político por no poner coto a la
ambición privada que propició la crisis, acusando connivencia entre ambos poderes. El
resultado se vería concretado en el sorpresivo ascenso y posterior elección de Donald
Trump a fines de 2016.
Los fascismos clásicos son de carácter ambiguo, ya que combinan elementos de la
modernidad (la exaltación por la máquina, evidente en el movimiento futurista que adhirió
al fascismo italiano) con elementos reaccionarios (por ejemplo, la búsqueda del mito
fundador, presente en su ideología). En el caso italiano, Mussolini buscaba revivir las
viejas glorias del Imperio Romano, Hitler retrocedió hacia los mitos nórdicos e hindú. En la
actualidad, la ilustración como fundamento de certeza racional, cayó en un profundo
descrédito, dejando ver el totalitarismo oculto en su pretensión de verdad. Como asevera
Habermas, una crítica radical a la razón moderna no solo rechaza las consecuencias
degradantes de una relación consigo misma objetualizada, sino que rechaza también
todas las connotaciones de la subjetividad; la praxis autoconsciente en que la
autodeterminación solidaria de todos puede conciliarse con la autorrealización de cada
uno. O sea, una crítica radical a La Razón no solo hecha por la borda las pretensiones de
poder en el sujeto, sino que extermina toda posibilidad de emancipación. Cuando le
decimos adiós a la Ilustración, rechazamos tanto sus aspectos negativos como positivos.
Por el contrario, el relativismo radical subsecuente ha sido fermento para los populismos
de todos los signos. El principal culpable —la tecnocracia liberal— abusó de la retórica
cientificista económica para justificar el dominio político. Desprestigiada la
(pseudo)ciencia, luego de no cumplir con las expectativas de estabilidad y abundancia, las
mayorías desconfiadas del discurso científico se vuelcan hacia líderes con explicaciones
de mundo más sencillas, pero a la vez, más portadoras de sentido. Siempre será más fácil
culpar a la inmigración de las elevadas tasas de desempleo, y no a las necesidades
inherentes de un sistema económico que busca urgentemente mantener a grandes
ejércitos de reservas —desempleados activos que figuren en la PEA como sujetos
buscando trabajo— para bajar el costo al valor de la fuerza de trabajo. Para un sistema
económico centrado en la oferta, la situación del pleno empleo es siempre un potencial de
desastre inflacionario. De esta manera, la ilustración se transforma radicalmente en mito;
“make America great again” es el mito fundador del trumpismo, el cual apela a un pasado
remoto en el cual, presuntamente, las antiguas consignas liberales presentes en el
emprendimiento del colono norteamericano, pujaron para llevar la prosperidad a toda la
nación, consagrándola como potencia mundial. Claro, para erigirse el mito, tuvo que
ocultar muchos hechos; el etnocidio perpetrado hacia los nativos norteamericanos, y un
contexto económico global propicio, que difícilmente pueda volver a repetirse.
Una de las características del fascismo, es su tendencia a la totalización de la vida
nacional. En su necesidad de cohesión integradora, los fascismos necesitan de jerarquías
rígidas en torno a valores morales y culturales, junto a un imaginario típico de las clases
medias. Como bien plantea De Felice, Los nazis intentaron generar un orden social y una
identidad cultural basada en una ideología de racismo radical (la superioridad de la raza
aria). Los fascistas italianos, crearon el relato relacionado a “los derechos de la nación
proletaria joven”, frente a la vieja nación plutocrática. En la actualidad, los gobiernos post-
liberales enarbolan un relato heterogéneo, para poder captar sectores también
heterogéneos. La distinción del grupo viene dada por un lenguaje radical de odio hacia las
minorías; ya sea apelando a la xenofobia, mediante un rechazo acusado hacia grupos
pertenecientes a la diversidad sexual, o un desprecio profundo por ideologías de
izquierda. Las clases medias actuales, en su incapacidad para generar una distinción de
los sectores populares (por la casi nula diferencia de ingresos económicos entre clases,
todo propiciado por una economía ortodoxa centrada en la oferta, que resta poder
adquisitivo a los consumidores y los deposita en las grandes empresas), necesitan
reforzar su diferenciación identitaria con una retórica de la exclusión hacia otros grupos.
Esto ha sido muy bien aprovechado por ciertos líderes, quienes toman la coyuntura de
crisis humanitaria junto a los desplazamientos migratorios que lo acompañan, para
convertir al inmigrante en chivo expiatorio de los males sociales, políticos y económicos
en las sociedades del capitalismo tardío. La otredad alienta además el odio en otro
sentido; el grueso de los inmigrantes proviene también de sectores excluidos en sus
sociedades de origen. O sea, el migrante carga con un doble estigma; ser extranjero y
pobre. Estos grupos desplazados a menudo generan empatía en sectores políticos
identificados con la izquierda, quienes aún mantienen resabios del humanismo
racionalista en su concepción de mundo. Esto provoca rechazo inmediato en las clases
medias poco ilustradas, haciendo resurgir la alicaída identidad nacional perdida en los
procesos de globalización, junto a una creciente y agresiva aporafobia hacia los
desposeídos. Igual de agresiva es la discriminación hacia la comunidad LGTB. Como
ideología de corte tradicionalista (moralmente conservadora), necesita desatenderse de
todo aquello que no sea representativo de aquel relato. El imaginario en torno a la familia
tradicional pérdida y los valores de la disciplina y sumisión autoritaria cuestionados, están
a contramano con aquello que consideran como “libertinaje sexual” y “perversión”,
encarnados en la diversidad sexual. La ideología política actual es una basada en “los
contra”, pero tiene bastantes problemas para articular un proyecto propio, en proponer
una salida a la crisis...
Goebels y Himmler fueron los encargados de dotar al nazismo de aquella cualidad
“teatral” en la lucha política. La estetización de la política era evidente en las fastuosas
puestas en escena que rememoraban verdaderas epopeyas (dignas de la tetralogía
wagneriana del Nibelungo), las gesticulaciones exageradas en los discursos de Hitler, los
slogans y “frases aladas” que enamoraron al banal y clase-mediero Adolf Eichmann; todas
estrategias y recursos acordes con una política que abandonaba el argumento racional,
para abrazar la política de las apariencias. A partir de ahí, se estableció aquella máxima
de la política moderna que reza; “las cosas no son como son en realidad, sino como
parecen ser”. Luego de casi un siglo de intromisión de la psicología y el marketing en
política, este lema ha sido explotado hasta sus últimas consecuencias. Ahora más que
nunca los argumentos racionales han sido perseguidos y denostados como
“academicistas”; ya no importa lo que los políticos dicen, sino “cómo lo dicen”. Resulta
impresionante cuántas “frases aladas” por minuto puede enunciar un político como Jair
Bolsonaro en Brasil (“Estoy a favor de la tortura. Y el pueblo está a favor también”. “Hay
que dar seis horas para que los delincuentes se entreguen, si no, se ametralla el barrio
pobre desde el aire”) o J.A. Kast en Chile (“Las fuerzas armadas no usaron la fuerza para
tomarse el poder, sino para recuperar Chile”. “Si Pinochet estuviese vivo votaría por mí”).
Es una nueva política de nichos, donde lo importante radica en que el contenido de lo
expresado —independiente si es verdadero o no— calce con el ideario de mundo del
electorado al cual se apela. La posverdad inunda las redes sociales con hordas de
furibundos simpatizantes que replican los mismos lugares comunes una y otra vez. Toda
una paradoja; en una era donde las comunicaciones y el avance tecnológico han facilitado
el acceso a la información, terminamos ahogados en un océano de noticias falsas y
teorías conspiranoicas que arrebatan a la sociedad el cetro de la verdad. Aunque
debemos ser claros, esto es en gran parte responsabilidad de un racionalismo que
renunció a la crítica, siendo permeado fácilmente por la ideología. La ciencia se doblegó y
prestó sus servicios al dominio del poder. Porque detrás del absurdo presente en
declaraciones como “los nazis eran socialistas”, se encuentra el delirio hayekiano que
confunde toda intervención del estado con autoritarismo. Podemos decir que tanto los
regímenes de Hitler como Stalin compartían efectivamente ciertas características
proteccionistas (de la misma manera que la mayoría de los Estados de Bienestar en casi
todo el mundo occidental de la postguerra), pero de ahí a igualar el resguardo de
derechos sociales básicos con el autoritarismo o paternalismo dada por la intervención
estatal, hay un gran abismo. Primero, porque la intervención del Estado aparece en todos
los sistemas económicos. Aún en el modelo de apertura económica más recalcitrante ha
sido frecuentemente necesaria la labor del Estado. Qué serían las ideas monetaristas
implementadas por los Chicago Boys en Chile sin la labor previa del poder coercitivo
estatal, quien intervino brutalmente para establecer “la libertad” (de mercado). Es más,
aquel modelo fue profundizado en Chile por la activa iniciativa del Estado (la serie de
concesiones otorgadas por Ricardo Lagos, los subsidios estatales constantes a los
grandes conglomerados económicos, etc.). Sería muy fácil contrarrestar a Hayek con los
razonamientos de otro liberal, Karl Popper. Para este pensador, uno de los requisitos para
que una teoría pueda ser considerada como científica, es que sus relaciones causales
expliquen una variedad acotada de fenómenos. Para Popper, el psicoanálisis sería
calificado como pseudociencia, ya que cualquier comportamiento en el organismo
conductual (incluso si es contradictorio), puede ser explicado retrotrayéndose a la
ontogénesis paterna y la consecuente represión libidinal. De la misma forma, si toda
anomalía del mercado puede ser explicada por intervención o proteccionismo del Estado
(como recurrentemente aseguran los profetas del libre-mercado), la teoría se vacía en sí
misma. Si solo una variable explica todos los fenómenos, entonces esa variable no
explica nada. Así recae la ciencia en dogma, y el presunto autoritarismo del Estado se
trastoca en un efectivo autoritarismo de pequeños grupos oligopólicos de mercado.
Resultado frecuente y muy lejano de la situación de mercado perfecta, con pequeños
grupos económicos diversos disputando el espacio del mercado. Uno de los errores
frecuentes de esta concepción económica, es la confusión del tipo ideal (tipo construido
por la ciencia) con la realidad (con su concepción de mundo). El homo economicus como
herramienta heurística para estudiar los comportamientos en el intercambio de bienes, es
reemplazado entonces con el deber-ser particular del economista. Esto es visible
finalmente, en la construcción —por parte del mercado— de los mismos sujetos cuyo
comportamiento debía explicar en primer lugar. El mercado machaca constantemente la
ideología del consumo, predicando a su vez el sostenimiento general de salarios que
bordean la línea de la pobreza (recientemente los profesores —gremio incluido dentro de
“la elite” chilena por el relato liberal, solo por el hecho de haber recibido formación
universitaria— han caído en su mayor parte bajo la línea de la pobreza), esto acaba por
moldear las conciencias hasta conformar aquel homo economicus, portento de
racionalidad en las transacciones, maximizador de beneficios y minimizador de pérdidas.
Homúnculo formado a golpes por las mismas necesidades (artificiales) que emanan de la
teoría económica. Esta es solo una breve indagación epistemológica a la economía liberal
buscando el origen de su actual descrédito, el cual viene acompañado por la debacle de
los liberalismos políticos, que marcan el comienzo de la crisis actual y el ascenso de los
populismos fascistoides.
Debemos sopesar bien aquel relato que pretende ver como “peligroso” per-se, el
surgimiento de posicionamientos políticos diferentes al clásico liberalismo. Porque aquella
crítica proviene del “extremo centro” liberal, el cual renunció a hacer política, depositando
los centros de decisión y deliberación en cúpulas de economistas y “administradores” de
lo público. Ahora, viendo perdido su poder, y temerosos de dónde vaya a parar la otrora
democracia secuestrada, rasgan vestiduras en torno al “extremismo político” reciente. Si
bien se pueden y deben ser criticados los verdaderos excesos —sobre todo de aquellos
sectores que promueven un lenguaje de incitación al odio entre las minorías— debemos
rescatar una característica de esta época. Aunque la calidad de la política efectuada es
dudosa, debemos resaltar el hecho de que comienza a hacerse efectivo una vez más el
ejercicio político, en el sentido de que reaparecen en escena las pugnas por valores y
visiones de mundo en confrontación, abriendo una vez más la posibilidad de la utopía y
los proyectos a largo plazo, los cuales fueron negados sistemáticamente por el
pragmatismo liberal. Una autocrítica hacia la tecnocracia negacionista y la cobardía a no
ejercer política, desde el mismo liberalismo, podría ser un puntapié inicial hacia la
recuperación de la crisis política actual.
Si bien el fascismo clásico dejó incólume las estructuras capitalistas basadas en la
propiedad privada, conserva un gran mérito; la proposición de un proyecto social propio,
diferente al del liberalismo capitalista o del socialismo. Este proyecto está basado en el
corporativismo y la organización de un Estado centralizado y autoritario. Su radicalidad
revolucionaria radica en la solución a problemas universales dejados por el desgaste del
liberalismo en el plano político; el agotamiento de la democracia parlamentaria burguesa,
el falso pluralismo liberal y un discurso insostenible de libertad individual. Es por esto que,
los gobiernos postliberales que emergen tras la crisis no pueden ser categorizados como
“fascistas”. Ya que su única radicalidad se encuentra en el radical lenguaje de odio hacia
las minorías. Pero detrás de su retórica incendiaria, se esconde la misma administración
liberal fracasada. El equipo económico de Bolsonaro es practicante de una ortodoxia
económica recalcitrante. De hecho, prometen seguir con el régimen económico de
privatizaciones y disminución estatal. En esto, no habrá sustancial diferencia con los
denostados gobiernos del PT. Joaquim Levy, integrante del equipo económico de
Bolsonaro, fue exministro de Hacienda durante el gobierno de Dilma Rousseff, llevando a
cabo una estricta política de ajuste fiscal. El gobierno de Piñera —prototipo tecnocrático
por excelencia— ha sabido cambiar de ropajes con las demandas de la época. Ya en el
final de su primer gobierno tuvo que morderse la lengua y sacar a relucir la misma
“política de bonos” utilizada por Michelle Bachelet, y criticada por su mismo sector político.
El segundo gobierno de Piñera ha demostrado expertiz comunicacional manejando la
agenda cada vez que la temática social se muestra incómoda para el gobierno. Aunque
claro, los límites de tal manejo se encuentran en la exclusiva negatividad de una
conducción política que solo es capaz de bajar temas que compliquen a los suyos,
instalando en la ciudadanía otros temas que tocan la sensibilidad social, pero que
finalmente no tienen posibilidad de concretarse en políticas institucionales. Esto resulta
muy evidente en el último intento desde el ejecutivo por legislar sobre el control preventivo
de identidad, tratando de aplicarlo a menores de 14 años. La iniciativa no cuenta con
respaldo desde el legislativo para ser aprobada, pero eso es intrascendente, ya que
cumple bien su función como “luces de bengala”, útiles para reencausar a la opinión
pública, sobre todo cuando los fuegos de artificio son lanzados durante el peak del
movimiento feminista, luego del pasado 8 de marzo. También, el uso de la política externa
(entiéndase “el caso Venezuela”) como herramienta personalista para acrecentar la
popularidad interna del presidente, son formas de hacer política que coinciden mucho más
con el populismo que el mismo Piñera desdeñaba, que con los fascismos clásicos
estudiados o con la pretendida desideologización tecnocrática proclamada a cada tanto.
Detrás del recurso de utilizar la agenda internacional para beneficio nacional, se
encuentra el conocido tecnócrata chileno Cristián Larroulet, fundador de la Universidad
del Desarrollo y del Instituto Libertad y Desarrollo.
Entonces, con los antecedentes sobre la mesa, podemos concluir finalmente que, en
su cobardía por proponer un proyecto de sociedad alternativo propio, los gobiernos
surgidos luego de la crisis liberal no merecen el calificativo de fascistas. Por el contrario,
la característica más importante de este fascismo millenial —o mejor dicho, este
populismo fascistoide— es su retórica extrema; lenguaje de odio hacia las minorías
(sectores sociales que podrían proponer una verdadera salida a la crisis) que sirve de
cubierta transitoria mientras el liberalismo rearma su liderazgo económico-político tras
bastidores. No debemos subestimar la potencialidad del lenguaje extremo (hasta la
Kristallnacht de 1938, el hostigamiento de los nazis hacia los judíos se limitaba al lenguaje
de odio y ciertas disposiciones legales discriminatorias), y sobre todo en contextos de
crisis donde la asimetría de poder entre el líder y las masas es notoria, pero es nuestro
deber desenmascarar la irresponsabilidad de gobiernos que re-ejecutan las viejas
máximas del conservadurismo; “cambiar todo para que nada cambie”, mientras alientan el
odio hacia masas aturdidas por una época en que la desinformación ha logrado
descalificar y reducir la evidencia empírica en su totalidad a mera ideología. El sujeto
político actual se encuentra en mayor indefensión que aquel de los populismos clásicos
(durante el peronismo, el movimiento obrero como sujeto político se construyó mediante
décadas de aprendizaje en la lucha política y sindical, erigiéndose como un actor de poder
frente al gobierno de Perón). Este se nutre del resentimiento, luego de una coyuntura de
crisis económica que ha vapuleado sus esperanzas de ascenso social y consumo
económico. No posee capital económico ni cultural para poder transformarse en agente
de peso dentro del campo político, ni tiene capacidad para lograr una articulación
organizativa que le permita capear de mejor manera la situación de crisis. Se convierten
así en instrumento perfecto para líderes desaforados que buscan mantener cuotas de
poder, aprovechando las crisis para seguir inclinando la balanza a favor de las elites,
creando un “contra” como volador de luces, mientras tras bambalinas se busca estirar el
festín liberal inaugurado a comienzos de los noventas. Estos personajes están jugando
con fuego, porque las consabidas “consecuencias no deseadas de la acción” nos pueden
llevar, en el peor de los escenarios, al surgimiento de líderes nefastos, que aprovechen el
analfabetismo político imperante en beneficio de las mismas elites corruptas que
“rompieron el saco” de la economía, a gobiernos de corte totalitario donde el despliegue
sistemático del terror sea la tónica frente al Estado de derecho o a un desastre bélico de
connotaciones mundiales.

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