En la historia, el fascismo siempre se asoma luego de una profunda crisis del
liberalismo. A comienzos del siglo XX explotó una gran crisis política de representatividad, luego de que la reciente “democracia de masas” no cumpliera con la democratización prometida. A los ya consabidos vicios del liberalismo político—la brecha entre un discurso meritocrático y la realidad de nepotismo y cuoteo político, la consecuente exclusión política y social de sectores postergados (especialmente las clases medias), la imposibilidad de seguir manteniendo la retórica liberal del exclusivo esfuerzo individual para el bienestar material, en un contexto social donde era evidente la corrupción de la elite dirigente— se sumaron las catástrofes de la Primera Guerra mundial y el crack económico de 1929. Esto significó un verdadero mazazo para el sistema liberal. Frente a la grave crisis que azotaba a Europa surgieron alternativas políticas radicales; primero en la Italia de Mussolini, luego en la Alemania de Hitler. En la actualidad podemos encontrar ciertas similitudes; el azote de la crisis subprime generada en Estados Unidos el 2008 terminó siendo exportada a Europa. Fueron especialmente los latinos —España, Italia y Grecia— quienes pagaron los platos rotos. A nivel político, el declive económico vino acompañado por una nueva crisis de representación. En esta oportunidad, el sueño tecnocrático del neoliberalismo —basado en una dominación sobre supuestos de pretendida neutralidad científica— estallaba en mil pedazos. La crisis fue de tal magnitud, que la misma economía resultó fuertemente cuestionada en su dignidad de ciencia, quedando develada su faceta como “dispositivo de dominación”. Los gobiernos actuales, en su conducción populista, evidencian una debilidad de conducción preocupante. El fascismo es un fenómeno particularmente alentado por una clase social, aquella resentida por excelencia; la pequeño burguesía. En la sociedad de comienzos de siglo XX — todavía fuertemente influenciada a nivel cultural por el racionalismo ilustrado— las burguesías y los sectores obreros se encontraban resguardados frente a la crisis; los primeros por su condición de elite o clase privilegiada, y los segundos por su alto nivel de organización político-social. En la Alemania de Weimar, la clase obrera estaba organizada tanto en la SPD (partido de influencia obrera más grande a nivel mundial, en aquel momento) como en el partido comunista alemán. El sentimiento de claudicación nacional concretado en el pacto de Versalles, luego de la derrota en la guerra, fue especialmente fuerte en la clase media alemana, la cual recibió un doble impacto, al verse desprotegida a nivel económico como desposeída culturalmente, por los procesos de cambio organizativo en la estructura económica mundial. Con el desarrollo de un capitalismo ya globalizado, se genera un nuevo sector social; el de los asalariados (trabajadores de cuello blanco y burócratas), los cuales ya no se identifican con el obrero fabril, pero tampoco pueden imitar el estilo de vida burgués bajo el contexto de creciente desempleo; esto claramente alimentó el resentimiento hacia ambos lados de la pirámide social. Actualmente, destruida la clase obrera por un sistema económico que giró desde el ámbito de la producción al del intercambio financiero y la especulación, un enorme contingente de sujetos pasó a engrosar las filas de la llamada clase media. La clase media actual parece definirse, más que en ninguna otra época, como clase en transición: “ni pobres ni ricos”, o mejor dicho, “casi pobres” que pretenden vivir como ricos. El componente económico perdió casi todo su peso frente al componente cultural. La clase media se define así por un estatus propio basado en la capacidad de consumo, cuyo sistema de expectativas consiste en “llegar a pertenecer” a la burguesía, junto a un profundo rechazo de hecho hacia los sectores populares, los cuales son considerados como “marginales” (como era considerado el lumpen-proletariado para la antigua clase obrera). Cuando las expectativas de ascenso social se ven frustradas —o sea, cuando se desatan las grandes crisis económicas— el gran grueso de este gran “ejército de reserva” heterogéneo, es golpeado por la cruda realidad. Esto sucedió en Estados Unidos el 2008, cuando muchos terminaron siendo engañados con la promesa de la casa propia. La codicia e irresponsabilidad de los intermediarios financieros —quienes conscientemente otorgaron créditos hipotecarios a quienes no tenían la suficiente solvencia para poder retribuirlos y comprometieron a empresas como mediadores en el cobro de créditos, utilizando instrumentos financieros engorrosos sin ningún tipo de regulación— creó la corrida de ejecuciones hipotecarias en Estados Unidos (cifra cercana al millón) luego que la Reserva Federal aumentara la tasa de interés para evitar la inflación. El golpe fue devastador para la clase media estadounidense. Por primera vez, el capitalismo neoliberal norteamericano mostró hacia el mundo la monstruosa cara de desigualdad en todo su brutal esplendor. Hileras de homeless adornaron el desolador paraje, siendo California el estado más golpeado de todos; la clase media engañada fue arrojada sin reparos a la calle. Condados ricos como el de Orange County tuvieron que convivir con desalojados viviendo en carpas o en el interior de sus automóviles (uno de los pocos bienes que pudieron conservar luego del embargo). El malestar social fue creciendo; las masas empobrecidas encausaron su rabia hacia la tecnocracia neoliberal encarnada en el Partido Demócrata gobernante, al cual hacían responsable político por no poner coto a la ambición privada que propició la crisis, acusando connivencia entre ambos poderes. El resultado se vería concretado en el sorpresivo ascenso y posterior elección de Donald Trump a fines de 2016. Los fascismos clásicos son de carácter ambiguo, ya que combinan elementos de la modernidad (la exaltación por la máquina, evidente en el movimiento futurista que adhirió al fascismo italiano) con elementos reaccionarios (por ejemplo, la búsqueda del mito fundador, presente en su ideología). En el caso italiano, Mussolini buscaba revivir las viejas glorias del Imperio Romano, Hitler retrocedió hacia los mitos nórdicos e hindú. En la actualidad, la ilustración como fundamento de certeza racional, cayó en un profundo descrédito, dejando ver el totalitarismo oculto en su pretensión de verdad. Como asevera Habermas, una crítica radical a la razón moderna no solo rechaza las consecuencias degradantes de una relación consigo misma objetualizada, sino que rechaza también todas las connotaciones de la subjetividad; la praxis autoconsciente en que la autodeterminación solidaria de todos puede conciliarse con la autorrealización de cada uno. O sea, una crítica radical a La Razón no solo hecha por la borda las pretensiones de poder en el sujeto, sino que extermina toda posibilidad de emancipación. Cuando le decimos adiós a la Ilustración, rechazamos tanto sus aspectos negativos como positivos. Por el contrario, el relativismo radical subsecuente ha sido fermento para los populismos de todos los signos. El principal culpable —la tecnocracia liberal— abusó de la retórica cientificista económica para justificar el dominio político. Desprestigiada la (pseudo)ciencia, luego de no cumplir con las expectativas de estabilidad y abundancia, las mayorías desconfiadas del discurso científico se vuelcan hacia líderes con explicaciones de mundo más sencillas, pero a la vez, más portadoras de sentido. Siempre será más fácil culpar a la inmigración de las elevadas tasas de desempleo, y no a las necesidades inherentes de un sistema económico que busca urgentemente mantener a grandes ejércitos de reservas —desempleados activos que figuren en la PEA como sujetos buscando trabajo— para bajar el costo al valor de la fuerza de trabajo. Para un sistema económico centrado en la oferta, la situación del pleno empleo es siempre un potencial de desastre inflacionario. De esta manera, la ilustración se transforma radicalmente en mito; “make America great again” es el mito fundador del trumpismo, el cual apela a un pasado remoto en el cual, presuntamente, las antiguas consignas liberales presentes en el emprendimiento del colono norteamericano, pujaron para llevar la prosperidad a toda la nación, consagrándola como potencia mundial. Claro, para erigirse el mito, tuvo que ocultar muchos hechos; el etnocidio perpetrado hacia los nativos norteamericanos, y un contexto económico global propicio, que difícilmente pueda volver a repetirse. Una de las características del fascismo, es su tendencia a la totalización de la vida nacional. En su necesidad de cohesión integradora, los fascismos necesitan de jerarquías rígidas en torno a valores morales y culturales, junto a un imaginario típico de las clases medias. Como bien plantea De Felice, Los nazis intentaron generar un orden social y una identidad cultural basada en una ideología de racismo radical (la superioridad de la raza aria). Los fascistas italianos, crearon el relato relacionado a “los derechos de la nación proletaria joven”, frente a la vieja nación plutocrática. En la actualidad, los gobiernos post- liberales enarbolan un relato heterogéneo, para poder captar sectores también heterogéneos. La distinción del grupo viene dada por un lenguaje radical de odio hacia las minorías; ya sea apelando a la xenofobia, mediante un rechazo acusado hacia grupos pertenecientes a la diversidad sexual, o un desprecio profundo por ideologías de izquierda. Las clases medias actuales, en su incapacidad para generar una distinción de los sectores populares (por la casi nula diferencia de ingresos económicos entre clases, todo propiciado por una economía ortodoxa centrada en la oferta, que resta poder adquisitivo a los consumidores y los deposita en las grandes empresas), necesitan reforzar su diferenciación identitaria con una retórica de la exclusión hacia otros grupos. Esto ha sido muy bien aprovechado por ciertos líderes, quienes toman la coyuntura de crisis humanitaria junto a los desplazamientos migratorios que lo acompañan, para convertir al inmigrante en chivo expiatorio de los males sociales, políticos y económicos en las sociedades del capitalismo tardío. La otredad alienta además el odio en otro sentido; el grueso de los inmigrantes proviene también de sectores excluidos en sus sociedades de origen. O sea, el migrante carga con un doble estigma; ser extranjero y pobre. Estos grupos desplazados a menudo generan empatía en sectores políticos identificados con la izquierda, quienes aún mantienen resabios del humanismo racionalista en su concepción de mundo. Esto provoca rechazo inmediato en las clases medias poco ilustradas, haciendo resurgir la alicaída identidad nacional perdida en los procesos de globalización, junto a una creciente y agresiva aporafobia hacia los desposeídos. Igual de agresiva es la discriminación hacia la comunidad LGTB. Como ideología de corte tradicionalista (moralmente conservadora), necesita desatenderse de todo aquello que no sea representativo de aquel relato. El imaginario en torno a la familia tradicional pérdida y los valores de la disciplina y sumisión autoritaria cuestionados, están a contramano con aquello que consideran como “libertinaje sexual” y “perversión”, encarnados en la diversidad sexual. La ideología política actual es una basada en “los contra”, pero tiene bastantes problemas para articular un proyecto propio, en proponer una salida a la crisis... Goebels y Himmler fueron los encargados de dotar al nazismo de aquella cualidad “teatral” en la lucha política. La estetización de la política era evidente en las fastuosas puestas en escena que rememoraban verdaderas epopeyas (dignas de la tetralogía wagneriana del Nibelungo), las gesticulaciones exageradas en los discursos de Hitler, los slogans y “frases aladas” que enamoraron al banal y clase-mediero Adolf Eichmann; todas estrategias y recursos acordes con una política que abandonaba el argumento racional, para abrazar la política de las apariencias. A partir de ahí, se estableció aquella máxima de la política moderna que reza; “las cosas no son como son en realidad, sino como parecen ser”. Luego de casi un siglo de intromisión de la psicología y el marketing en política, este lema ha sido explotado hasta sus últimas consecuencias. Ahora más que nunca los argumentos racionales han sido perseguidos y denostados como “academicistas”; ya no importa lo que los políticos dicen, sino “cómo lo dicen”. Resulta impresionante cuántas “frases aladas” por minuto puede enunciar un político como Jair Bolsonaro en Brasil (“Estoy a favor de la tortura. Y el pueblo está a favor también”. “Hay que dar seis horas para que los delincuentes se entreguen, si no, se ametralla el barrio pobre desde el aire”) o J.A. Kast en Chile (“Las fuerzas armadas no usaron la fuerza para tomarse el poder, sino para recuperar Chile”. “Si Pinochet estuviese vivo votaría por mí”). Es una nueva política de nichos, donde lo importante radica en que el contenido de lo expresado —independiente si es verdadero o no— calce con el ideario de mundo del electorado al cual se apela. La posverdad inunda las redes sociales con hordas de furibundos simpatizantes que replican los mismos lugares comunes una y otra vez. Toda una paradoja; en una era donde las comunicaciones y el avance tecnológico han facilitado el acceso a la información, terminamos ahogados en un océano de noticias falsas y teorías conspiranoicas que arrebatan a la sociedad el cetro de la verdad. Aunque debemos ser claros, esto es en gran parte responsabilidad de un racionalismo que renunció a la crítica, siendo permeado fácilmente por la ideología. La ciencia se doblegó y prestó sus servicios al dominio del poder. Porque detrás del absurdo presente en declaraciones como “los nazis eran socialistas”, se encuentra el delirio hayekiano que confunde toda intervención del estado con autoritarismo. Podemos decir que tanto los regímenes de Hitler como Stalin compartían efectivamente ciertas características proteccionistas (de la misma manera que la mayoría de los Estados de Bienestar en casi todo el mundo occidental de la postguerra), pero de ahí a igualar el resguardo de derechos sociales básicos con el autoritarismo o paternalismo dada por la intervención estatal, hay un gran abismo. Primero, porque la intervención del Estado aparece en todos los sistemas económicos. Aún en el modelo de apertura económica más recalcitrante ha sido frecuentemente necesaria la labor del Estado. Qué serían las ideas monetaristas implementadas por los Chicago Boys en Chile sin la labor previa del poder coercitivo estatal, quien intervino brutalmente para establecer “la libertad” (de mercado). Es más, aquel modelo fue profundizado en Chile por la activa iniciativa del Estado (la serie de concesiones otorgadas por Ricardo Lagos, los subsidios estatales constantes a los grandes conglomerados económicos, etc.). Sería muy fácil contrarrestar a Hayek con los razonamientos de otro liberal, Karl Popper. Para este pensador, uno de los requisitos para que una teoría pueda ser considerada como científica, es que sus relaciones causales expliquen una variedad acotada de fenómenos. Para Popper, el psicoanálisis sería calificado como pseudociencia, ya que cualquier comportamiento en el organismo conductual (incluso si es contradictorio), puede ser explicado retrotrayéndose a la ontogénesis paterna y la consecuente represión libidinal. De la misma forma, si toda anomalía del mercado puede ser explicada por intervención o proteccionismo del Estado (como recurrentemente aseguran los profetas del libre-mercado), la teoría se vacía en sí misma. Si solo una variable explica todos los fenómenos, entonces esa variable no explica nada. Así recae la ciencia en dogma, y el presunto autoritarismo del Estado se trastoca en un efectivo autoritarismo de pequeños grupos oligopólicos de mercado. Resultado frecuente y muy lejano de la situación de mercado perfecta, con pequeños grupos económicos diversos disputando el espacio del mercado. Uno de los errores frecuentes de esta concepción económica, es la confusión del tipo ideal (tipo construido por la ciencia) con la realidad (con su concepción de mundo). El homo economicus como herramienta heurística para estudiar los comportamientos en el intercambio de bienes, es reemplazado entonces con el deber-ser particular del economista. Esto es visible finalmente, en la construcción —por parte del mercado— de los mismos sujetos cuyo comportamiento debía explicar en primer lugar. El mercado machaca constantemente la ideología del consumo, predicando a su vez el sostenimiento general de salarios que bordean la línea de la pobreza (recientemente los profesores —gremio incluido dentro de “la elite” chilena por el relato liberal, solo por el hecho de haber recibido formación universitaria— han caído en su mayor parte bajo la línea de la pobreza), esto acaba por moldear las conciencias hasta conformar aquel homo economicus, portento de racionalidad en las transacciones, maximizador de beneficios y minimizador de pérdidas. Homúnculo formado a golpes por las mismas necesidades (artificiales) que emanan de la teoría económica. Esta es solo una breve indagación epistemológica a la economía liberal buscando el origen de su actual descrédito, el cual viene acompañado por la debacle de los liberalismos políticos, que marcan el comienzo de la crisis actual y el ascenso de los populismos fascistoides. Debemos sopesar bien aquel relato que pretende ver como “peligroso” per-se, el surgimiento de posicionamientos políticos diferentes al clásico liberalismo. Porque aquella crítica proviene del “extremo centro” liberal, el cual renunció a hacer política, depositando los centros de decisión y deliberación en cúpulas de economistas y “administradores” de lo público. Ahora, viendo perdido su poder, y temerosos de dónde vaya a parar la otrora democracia secuestrada, rasgan vestiduras en torno al “extremismo político” reciente. Si bien se pueden y deben ser criticados los verdaderos excesos —sobre todo de aquellos sectores que promueven un lenguaje de incitación al odio entre las minorías— debemos rescatar una característica de esta época. Aunque la calidad de la política efectuada es dudosa, debemos resaltar el hecho de que comienza a hacerse efectivo una vez más el ejercicio político, en el sentido de que reaparecen en escena las pugnas por valores y visiones de mundo en confrontación, abriendo una vez más la posibilidad de la utopía y los proyectos a largo plazo, los cuales fueron negados sistemáticamente por el pragmatismo liberal. Una autocrítica hacia la tecnocracia negacionista y la cobardía a no ejercer política, desde el mismo liberalismo, podría ser un puntapié inicial hacia la recuperación de la crisis política actual. Si bien el fascismo clásico dejó incólume las estructuras capitalistas basadas en la propiedad privada, conserva un gran mérito; la proposición de un proyecto social propio, diferente al del liberalismo capitalista o del socialismo. Este proyecto está basado en el corporativismo y la organización de un Estado centralizado y autoritario. Su radicalidad revolucionaria radica en la solución a problemas universales dejados por el desgaste del liberalismo en el plano político; el agotamiento de la democracia parlamentaria burguesa, el falso pluralismo liberal y un discurso insostenible de libertad individual. Es por esto que, los gobiernos postliberales que emergen tras la crisis no pueden ser categorizados como “fascistas”. Ya que su única radicalidad se encuentra en el radical lenguaje de odio hacia las minorías. Pero detrás de su retórica incendiaria, se esconde la misma administración liberal fracasada. El equipo económico de Bolsonaro es practicante de una ortodoxia económica recalcitrante. De hecho, prometen seguir con el régimen económico de privatizaciones y disminución estatal. En esto, no habrá sustancial diferencia con los denostados gobiernos del PT. Joaquim Levy, integrante del equipo económico de Bolsonaro, fue exministro de Hacienda durante el gobierno de Dilma Rousseff, llevando a cabo una estricta política de ajuste fiscal. El gobierno de Piñera —prototipo tecnocrático por excelencia— ha sabido cambiar de ropajes con las demandas de la época. Ya en el final de su primer gobierno tuvo que morderse la lengua y sacar a relucir la misma “política de bonos” utilizada por Michelle Bachelet, y criticada por su mismo sector político. El segundo gobierno de Piñera ha demostrado expertiz comunicacional manejando la agenda cada vez que la temática social se muestra incómoda para el gobierno. Aunque claro, los límites de tal manejo se encuentran en la exclusiva negatividad de una conducción política que solo es capaz de bajar temas que compliquen a los suyos, instalando en la ciudadanía otros temas que tocan la sensibilidad social, pero que finalmente no tienen posibilidad de concretarse en políticas institucionales. Esto resulta muy evidente en el último intento desde el ejecutivo por legislar sobre el control preventivo de identidad, tratando de aplicarlo a menores de 14 años. La iniciativa no cuenta con respaldo desde el legislativo para ser aprobada, pero eso es intrascendente, ya que cumple bien su función como “luces de bengala”, útiles para reencausar a la opinión pública, sobre todo cuando los fuegos de artificio son lanzados durante el peak del movimiento feminista, luego del pasado 8 de marzo. También, el uso de la política externa (entiéndase “el caso Venezuela”) como herramienta personalista para acrecentar la popularidad interna del presidente, son formas de hacer política que coinciden mucho más con el populismo que el mismo Piñera desdeñaba, que con los fascismos clásicos estudiados o con la pretendida desideologización tecnocrática proclamada a cada tanto. Detrás del recurso de utilizar la agenda internacional para beneficio nacional, se encuentra el conocido tecnócrata chileno Cristián Larroulet, fundador de la Universidad del Desarrollo y del Instituto Libertad y Desarrollo. Entonces, con los antecedentes sobre la mesa, podemos concluir finalmente que, en su cobardía por proponer un proyecto de sociedad alternativo propio, los gobiernos surgidos luego de la crisis liberal no merecen el calificativo de fascistas. Por el contrario, la característica más importante de este fascismo millenial —o mejor dicho, este populismo fascistoide— es su retórica extrema; lenguaje de odio hacia las minorías (sectores sociales que podrían proponer una verdadera salida a la crisis) que sirve de cubierta transitoria mientras el liberalismo rearma su liderazgo económico-político tras bastidores. No debemos subestimar la potencialidad del lenguaje extremo (hasta la Kristallnacht de 1938, el hostigamiento de los nazis hacia los judíos se limitaba al lenguaje de odio y ciertas disposiciones legales discriminatorias), y sobre todo en contextos de crisis donde la asimetría de poder entre el líder y las masas es notoria, pero es nuestro deber desenmascarar la irresponsabilidad de gobiernos que re-ejecutan las viejas máximas del conservadurismo; “cambiar todo para que nada cambie”, mientras alientan el odio hacia masas aturdidas por una época en que la desinformación ha logrado descalificar y reducir la evidencia empírica en su totalidad a mera ideología. El sujeto político actual se encuentra en mayor indefensión que aquel de los populismos clásicos (durante el peronismo, el movimiento obrero como sujeto político se construyó mediante décadas de aprendizaje en la lucha política y sindical, erigiéndose como un actor de poder frente al gobierno de Perón). Este se nutre del resentimiento, luego de una coyuntura de crisis económica que ha vapuleado sus esperanzas de ascenso social y consumo económico. No posee capital económico ni cultural para poder transformarse en agente de peso dentro del campo político, ni tiene capacidad para lograr una articulación organizativa que le permita capear de mejor manera la situación de crisis. Se convierten así en instrumento perfecto para líderes desaforados que buscan mantener cuotas de poder, aprovechando las crisis para seguir inclinando la balanza a favor de las elites, creando un “contra” como volador de luces, mientras tras bambalinas se busca estirar el festín liberal inaugurado a comienzos de los noventas. Estos personajes están jugando con fuego, porque las consabidas “consecuencias no deseadas de la acción” nos pueden llevar, en el peor de los escenarios, al surgimiento de líderes nefastos, que aprovechen el analfabetismo político imperante en beneficio de las mismas elites corruptas que “rompieron el saco” de la economía, a gobiernos de corte totalitario donde el despliegue sistemático del terror sea la tónica frente al Estado de derecho o a un desastre bélico de connotaciones mundiales.