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UNA REPETICION POSMODERNA
Rosalind Krauss
• Este articulo apareció originalmente en Octover, 18 (1981), pp. 4 7 66.
En el verano de 1981, la National Gallery de Washington organizó una muestra que, no
sin cierta soberbia, calificó como «la mayor exposición de Rodin de todos los tiempos».
No sólo fue la más importante reunión pública de esculturas de Rodin, sino que además
incluía una buena parte de su obra que nunca se había expuesto anteriormente. En ciertos
casos estas obras no habían salido a la luz antes porque se trataba de piezas en escayola
que habían permanecido almacenadas en los anaqueles de Meudon tras la muerte del
artista, apartadas de los ojos curiosos tanto de eruditos como del público. En otros casos,
la obra no se había expuesto antes porque acababa de elaborarse. La exposición de la
National Gallery incluía, por ejemplo, un vaciado completamente nuevo de Las puertas
del infierno, tan reciente que quienes visitaron la exposición tuvieron la oportunidad de
ver, en un pequeño teatro dispuesto para la ocasión, una película recién terminada del
vaciado y acabado de esta nueva versión de la obra.
Algunas de las personas difícilmente todas que se sentaron en ese teatro y vieron el
fundido de Las puertas del infierno, debieron pensar que estaban presenciando la factura
de una falsificación. Después de todo, Rodin llevaba muerto desde 1918 y, ciertamente,
una obra suya producida más de sesenta años después de su muerte no podía ser el
artículo genuino, no podía ser un original. La respuesta a esta cuestión es más interesante
de lo que se podría pensar, ya que no puede resolverse en sentido afirmativo ni negativo.
Cuando Rodin falleció legó a la nación francesa todos sus bienes. La herencia no sólo
incluía todas las obras que poseía, sino también los derechos de reproducción, esto es, el
derecho a hacer ediciones en bronce de los yesos de su patrimonio. La Asamblea
Francesa, al aceptar su dádiva, decidió limitar las ediciones póstumas a doce vaciados de
cada pieza de escayola. Así pues, Las puertas del infierno fundidas en 1978 por el Estado
con perfecto arreglo a derecho son una obra legítima: un auténtico original, podríamos
decir.
No obstante, una vez que abandonamos el ámbito legal y los términos del testamento
de Rodin, caemos inmediatamente en un lodazal ¿.En qué sentido se puede decir que el
nuevo vaciado es un original? En la época en que murió Rodin, Las puertas del infierno
yacían en su estudio como un colosal tablero de ajedrez de escayola, con todas sus piezas
desmontadas y esparcidas por el suelo. La disposición de las figuras en Las puertas, tal y
como la conocemos, refleja la idea más habitual que el escultor tenía de su composición,
una disposición documentada por números rotulados a lápiz en los yesos que se
corresponden con los números ubicados en distintos puntos de Las puertas. Sin embargo,
esos números variaron en numerosas ocasiones a medida que Rodin jugaba a recomponer
la superficie de las puertas; así, en el momento de su muerte, Las puertas distaban mucho
de estar concluidas. Además, no se había efectuado el vaciado. En realidad, desde el
momento en que el Estado las encargó y pagó, ya no era asunto de Rodin realizarlas en
bronce, ni siquiera aunque hubiera querido hacerlo así. Sin embargo, el edificio para el
que habían sido encargadas no se llegó a construir; nadie reclamó Las Puertas, por lo que
nunca llegaron a finalizarse y, por eso, nunca se vaciaron. El primer bronce se hizo en
1921, tres años después de la muerte del artista.
Así pues, a la hora de acabar y patinar el nuevo vaciado, no existe ningún ejemplo
ultimado en vida de Rodin que sirva como guía de las intenciones del artista sobre el
aspecto final que debía presentar la pieza. Debido a la doble circunstancia de que no se
realizó ningún vaciado en vida de Rodin y, de que en el momento de su muerte, no existía
más que un modelo en escayola aún en proceso de composición, podríamos decir que
todos los vaciados de Las puertas del Infierno son ejemplos de copias múltiples que
existen en ausencia de un original. La cuestión de la autenticidad es igualmente
problemática para cada uno de los vaciados que existen, lo que ocurre es que resulta más
conspicuo para el más reciente.
No obstante, como hemos recordado constantemente desde «La obra de arte en la
época de su reproductibilidad técnica» de Walter Benjamin, la noción de autenticidad se
vacía de " sentido a medida que uno se aproxima a aquellos medios que son
intrínsecamente múltiples. «De un negativo fotográfico, por ejemplo» argumenta
Benjamin, «uno puede hacer un número indeterminado de copias; preguntar por la copia
"auténtica" no tiene sentido». Para Rodin el concepto de «vaciado auténtico» parece
haber sido tan insignificante como el de «copia auténtica» para muchos fotógrafos. Así
como Atget dejó miles de negativos en cristal que, en algunos casos, no llegaron a
positivarse en el transcurso de su vida, Rodin dejó muchos de sus yesos sin realizar en un
material imperecedero, como el bronce o el mármol. Al igual que ocurría con
CartierBresson, que nunca revelaba sus propias fotografías, la relación de Rodin con el
vaciado de sus esculturas es poco menos que remota. Gran parte se realizó en fundiciones
a las que Rodin nunca iba mientras la producción estaba en marcha; nunca seguía
trabajando ni retocaba las ceras a partir de las que se fundían los bronces finales, nunca
supervisaba o controlaba el acabado ni el patinado y, por último, ni siquiera revisaba las
piezas antes de que fueran embaladas para ser enviadas al cliente o al marchante que las
había comprado. Si se tiene en cuenta su profundo emplazamiento en el ethos de la
reproducción mecánica, resulta menos extraño de lo que cabría pensar que Rodin legase a
su país los derechos de autor sobre su propia obra.
El ethos de la reproducción en el que Rodin estaba inmerso en modo alguno se
limitaba a la cuestión relativamente técnica de lo que ocurría en la fundición. Habitaba en
el interior de las propias paredes, cubiertas de polvo de escayola la nieve cegadora que
Rilke describe del estudio de Rodin. Así pues, los yesos que constituyen el núcleo del
trabajo de Rodin son, ellos mismos, vaciados. Son, de este modo, múltiples potenciales.
En la proliferación estructural nacida de esta multiplicidad está la raíz de la vasta
producción de Rodin.
En su trémulo equilibrio, Las tres ninfas componen una figura de espontaneidad
impresión que resulta alterada cuando nos damos cuenta de que las tres son vaciados
idénticos de un mismo modelo; del mismo modo, el magnífico aire de improvisación
queda extrañamente en suspenso cuando se advierte que Los dos bailarines no son
meramente gemelos espirituales, sino también mecánicos. Las tres sombras, la
composición que corona Las puertas del infierno, es asimismo una obra de múltiples, un
vaciado triple, tres figuras idénticas acerca de las que no tendría sentido preguntar como
en el caso de las ninfas o los bailarines cuál de las tres es la original. Las propias
Puertas son otro ejemplo del funcionamiento modular de la imaginación de Rodin, con la
misma figura compulsivamente repetida, reubicada, recombinada y emparejada
sucesivamente1. Si el vaciado en bronce es el extremo del espectro escultórico
inherentemente múltiple, podríamos pensar que la formación de los originales figurativos
se encuentra en el otro extremo el polo consagrado a la unicidad. Sin embargo, los
procedimientos de trabajo de Rodin hacen que el hecho de la reproducción esté presente
todo a lo largo de este espectro.
Ahora bien, no hay nada en el mito de Rodin como prodigioso donador de fórma que
nos prepare para enfrentamos a la realidad de estas composiciones de clones múltiples.
Pues el donador de forma es el hacedor de originales, exultante ante su propia
originalidad. Ya Rilke había compuesto, tiempo atrás, un cautivador himno a la
originalidad de Rodin que describía la profusión de cuerpos inventados para Las puertas:
... cuerpos que escuchan como rostros y se alzan como brazos; cadenas de cuerpos, guirnaldas y
organismos sencillos; cuerpos que escuchan como rostros y alzan zarcillos y pesados racimos de cuerpos en
los que la dulzura del pecado surge de las raíces del dolor [...] La multitud de estas figuras se hace
demasiado numerosa para acomodarse al marco y las hojas de Las Puertas del Infierno. Rodin realizó una
elección tras otra y eliminó todo aquello que resultaba demasiado peculiar para integrarse en el gran
conjunto; todo lo que no era estrictamente necesario fue rechazado 2.
El texto nos induce a creer que este enjambre de figuras que Rilke evoca está
compuesto de figuras diferentes. Alienta esta creencia el culto a la originalidad que creció
en torno a Rodin y que él mismo propició. A través del tipo de imaginería manodeDios,
reflexivamente entendida, que aparece en su obra y mediante una publicidad
cuidadosamente escenificada como en su famoso retrato como genio progenitor, de
Edward Steichen, Rodin coqueteó con una imagen de sí mismo como donador de forma,
creador, crisol de originalidad. Rilke canta,
Al caminar entre esa miríada de formas, abrumado por la imaginación y el oficio que se percibe en ellas,
involuntariamente, uno busca las dos manos de las que ha surgido este mundo [...] Uno se pregunta por el
hombre que dirige estas manos3.
1 Para un análisis de las repeticiones de figuras en la obra de Rodin. Véase mi obra Passages in Modern Sculpture, Nueva York, The
Viking Press, 1977, capítulo 1: así como Leo STEINBERG. Other Criteria: Confrontations with TwentiethCéntury Art. Nueva York,
Oxford University Press, 1972. pp. 322403.
2 Rainer Maria RILKE, Rodin. trad. inglesa de Jessie Lemont y Hans Trausil. Londres. Grey Walls Press. 1946, p. 32 [ed. cast.:
Buenos Aires. Poseidón, 1943].
3 Ibid., pp. 12 [La siguiente cita de Henry James. The Ambassadors. Nueva York y Londres. Harper & Brothers Publishers, 1903, p.
135 – Es un epígrafe del Rodin de Rilke. [N. del ed.]
Henry James, en Los embajadores, había añadido,
Con el genio en los ojos, los modales en los labios, una prolongada experiencia profesionál a sus espaldas y
sus medallas y recompensas alrededor, el gran artista [...] impresionó a nuestro amigo como un
deslumbrante prodigio de persona [...] con lustre personal casi violento, brillaba en medio de una
constelación 3bis.
3 bis H. JAMES. Los embajadores [ed. east.: trad. de A.P. :Moya, Barcelona, Momtesinos, 1981, Libro V, 1, pp. 142143
(N. de los T.)].
¿Cómo debemos entender este pequeño capítulo de la Comédie humaine, en el que el
artista más proclive del último siglo a ensalzar tanto su propia originalidad como su
capacidad como autor para imprimir a la materia vida formal, ese artista, ofrece su propia
obra para una eternidad de reproducciones mecánicas? ¿Debemos pensar que Rodin, en
este peculiar testimonio final, reconocía hasta qué punto era el suyo un arte de
reproducción, de múltiples sin originales?
Pero, en una segunda reflexión, ¿cómo debemos tomarnos nuestros propios remilgos a
la hora de pensar en los futuros vaciados póstumos que aguardan a la obra de Rodin? ¿No
estaremos empeñados en aferrarnos a una cultura de originales que carece de lugar entre
los medios reproductivos? Dentro del actual mercado fotográfico, esta cultura del
originalla copia clásica tiene una rotunda operatividad. La copia clásica se define como
aquella efectuada «cerca del momento estético» así pues, no sólo es un objeto realizado
por el propio fotógrafo, sino además producido contemporáneamente al acto de tomar la
imagen. Se trata, por supuesto, de una visión mecánica de la autoría que no tiene en
cuenta que algunos fotógrafos no son tan buenos revelando como los profesionales que
contratan; o que años después de tomar la fotografía los fotógrafos reeditan y recuperan
imágenes antiguas, en ocasiones mejorándolas notablemente; o también que es posible
recrear viejos papeles y antiguos componentes químicos y, así, resucitar el aspecto de las
clásicas fotografías decimonónicas, de este modo, la autenticidad no tiene por qué estar
en función de la historia de la tecnología.
Sin embargo, la fórmula que determina que un original fotográfico es una fotografía
revelada «cerca del momento estético» depende evidentemente de la noción histórico
artística de «período estilístico» tal como es definida por los expertos. El estilo de un
período es una forma especial de coherencia que no se puede quebrar fraudulentamente.
La autenticidad implícita en el concepto de estilo es producto de la manera de entender la
génesis del estilo: esto es, colectiva e inconscientemente. Así pues, por definición, un
individuo no puede crear conscientemente un estilo. Las copias posteriores son
desenmascaradas precisamente porque no son de ese período; se ha producido un cambio
de sensibilidad que nos hace ver un claroscuro equivocado; los contornos demasiado
marcados o demasiado turbios, que desbaratan, en definitiva, los antiguos patrones de
coherencia. Este concepto de estilo de una época es el que sentimos que viola el vaciado
de 1978 de Las puertas del infierno. Nos importa un bledo si todos los papeles de los
derechos de autor están en orden; lo que está en juego son los derechos estéticos del
estilo, basados en una cultura de originales. Sentados en el pequeño teatro, al observar el
vaciado de las novísimas Puertas, al contemplar esta violación, deseamos gritar,
«¡fraude!».
Ahora bien, ¿por qué comenzar una discusión sobre la vanguardia artística con esta
historia sobre Rodin, vaciados y derechos de autor? Especialmente cuando el nombre de
Rodin parece ser el menos indicado para citar con este objeto, tanto por lo renombrado, lo
célebre que fue durante su vida, como por lo rápidamente que accedió a participar en la
transformación de su propia obra en kitsch.
El artista de vanguardia ha mostrado distintos semblantes durante sus primeros cien
años de existencia: revolucionario, dandy, anarquista, esteta, tecnológico, místico.
También ha predicado una gran variedad de credos. Sólo un elemento parece haberse
mantenido completamente constante en el discurso vanguardista: el tema de la
originalidad. Por originalidad entiendo aquí algo más que esa especie de revuelta contra
la tradición que resuena en el "¡Hazlo nuevo!» de Ezra Pound, o en la promesa futurista
de destruir los museos que cubren Italia como "incontables cementerios». Más que como
un rechazo o una disolución del pasado, la originalidad vanguardista debe entenderse
literalmente como un origen, un comienzo desde cero, un nacimiento. Una noche de
1909, Marinetti cayó desde su automóvil a la cuneta llena de agua de una fábrica y salió
de ella, como si de fluido amniótico se tratara, para nacer sin antepasados como
futurista. Esta parábola de la absoluta autocreación con la que comienza el primer
Manifiesto Futurista funciona como modelo de lo que significó originalidad para la
vanguardia de principios del siglo xx. La originalidad se convierte en una metáfora
organicista que remite no tanto a una invención formal como a las fuentes de la vida. El
yo [self] como origen está a salvo de las contaminaciones de la tradición. porque posee
una especie de ingenuidad originaria. Así lo muestra la sentencia de Brancusi.<<Cuando
dejamos de ser niños, ya estamos muertos». En otras palabras, el yo [self] como origen
tiene potencial para continuos actos de regeneración, una perpetuación del
autonacimiento. De aquí el pronunciamiento de Malevich, «Sólo está vivo quien rechaza
sus convicciones de ayer». El yo [self] como origen es la fórmula que permite trazar una
distinción absoluta entre un presente experimentado ex novo y un pasado cargado de
tradición. Las reivindicaciones de la vanguardia son precisamente estas exigencias de
originalidad.
No obstante, si bien la propia noción de vanguardia puede entenderse como una
función del discurso de la originalidad, la práctica efectiva del arte de vanguardia tiende a
revelar que «originalidad» es una hipótesis de trabajo que surge de un fondo de repetición
y recurrencia. Una figura característica de la práctica vanguardista en las artes plásticas
proporciona un ejemplo. Esta figura es la cuadrícula.
Al margen de su presencia casi ubicua en la obra de aquellos artistas que se consideraron
a sí mismos como parte de la vanguardia entre quienes se cuentan desde Malevich a
Mondrian, Léger, Picasso. Schwitters, Cornell, Reinhardt y Johns, así como Andre,
Le Witt, Hesse y Ryman la cuadrícula posee varias propiedades estructurales que la
hacen intrínsicamente susceptible de ser apropiada por la vanguardia. Una de ellas es su
impermeabilidad al lenguaje. «Silencio. exilio y astucia» fueron las consignas de
Stephen Dedalus: preceptos que en la visión de Paul Goodman expresan el código
autoimpuesto del artista de vanguardia. La cuadrícula fomenta este silencio, expresándo
además como una negación del habla. La absoluta estasis de la cuadrícula. Su ausencia de
jerarquía. de centro, de inflexión, no sólo enfatiza su carácter antirreferencial, sino lo
que es más importante su hostilidad frente a lo narrativo. Esta estructura. impermeable
tanto al tiempo como a lo accidental no permite la proyección del lenguaje en el dominio
de lo visual: el resultado es el silencio.
Este silencio no se debe simplemente a la extrema efectividad de la cuadrícula como
barricada frente al habla, sino al amparo que procura su malla contra toda intrusión del
exterior. Sin ecos de pisadas en habitaciones vacías, sin gritos de pájaros a través de
cielos abiertos, sin torrentes de agua en la lejanía la cuadrícula ha colapsado la
espacialidad de la naturaleza en la superficie limitada de un objeto puramente cultural. El
resultado de esta proscripción de la naturaleza, tras la del habla, es un silencio aún mayor.
Muchos artistas pensaban que en esta quietud recuperada podían oír el comienzo, los
orígenes del Arte.
Para quienes consideraban que el arte comienza en una especie de pureza originaria. la
cuadrícula era un emblema del carácter totalmente desinteresado de la obra de arte. de su
absoluta carencia de objetivo, de la que derivaba su promesa de autonomía. Este sentido
de la esencia originaria del arte es el que se hace patente cuando Schwitters insiste en que
«el arte es un concepto primordial, exaltado como la divinidad, inexplicable como la
vida. indefinible y carente de propósito». La cuadrícula proporcionó este sentido de haber
nacido en la nueva apertura de un espació de libertad y pureza estética.
Por el contrario, para quienes los orígenes del arte no se encuentran tanto en la idea del
puro desinterés cuanto en una unidad empíricamente fundada, el poder de la cuadrícula
reside en su capacidad para figurar la base material del objeto pictórico. inscribiéndolo y
representándolo simultáneamente, de tal forma que la imagen de la superficie pictórica
puede ser vista como si se originara a partir de la materia pictórica. Para estos artistas la
superficie marcada por la cuadrícula es la imagen de un comienzo absoluto.
Quizá este sentido de comienzo. de principio inédito, de punto cero, sea la causa de
que un artista tras otro haya adoptado la cuadrícula como medio para desarrollar Su
trabajo, siempre apropiándoselo como si acabara de descubrirlo. como si el origen que
había encontrado al eliminar capa tras capa de representación hasta llegar finalmente a
esta esquematizada reducción, a este papel cuadriculado, fuera su origen, y su
descubrimiento un acto de originalidad. Sucesivas oleadas de artistas abstractos
«descubren» la cuadrícula: podría decirse que parte de su estructura consiste en que en su
carácter revelador hay siempre un descubrimiento nuevo y único.
Así como la cuadrícula es un estereotipo que, paradójicamente, se redescubre
constantemente, también es una prisión en la que, en una nueva paradoja, el artista
enjaulado se siente en libertad. Porque lo notable de la cuadrícula es que a pesar de ser un
eficaz distintivo de libertad, resulta extremadamente restrictiva en el ejercicio efectivo de
la libertad. Al ser, sin lugar a dudas, la construcción más formularia que se puede trazar
en una superficie plana, la cuadrícula resulta altamente inflexible. Por la misma razón que
nadie puede reclamar haberla inventado, una vez que uno está involucrado en su
despliegue, la cuadrícula es enormemente difícil de usar al servicio de la invención. Así,
cuando examinamos las carreras de aquellos artistas que más se han comprometido con la
cuadrícula, podemos decir que desde el momento en que se someten a esta estructura, su
obra cesa de desarrollarse a efectos prácticos y queda marcada por la repetición.
Artistas ejemplares en este sentido son Mondrian, Albers, Reinhardt y Agnes Martin.
No obstante, al decir que la cuadrícula condena a estos artistas a la repetición y no a la
originalidad, no pretendo llevar a cabo una descripción negativa de su obra. Más bien
estoy tratando de enfocar un par de términos originalidad y repetición y considerar su
acoplamiento con una mirada libre de perjuicios: en el paso que estamos examinando.
ambos términos parecen vincularse recíprocamente en una especie de economía estética,
interdependientes y mutuamente sostenidos, si bien uno la originalidad es el término
valorizado y el otro repetición, copia o duplicación está desacreditado.
Ya hemos visto que el artista de vanguardia, por encima de todo, reclama la
originalidad como su derecho su derecho de nacimiento, por así decirlo. Con su propio
yo [self] como origen de su obra, esta producción tendrá la misma unicidad que él; la
condición de su propia singularidad garantizará la originalidad de lo que hace. Al haberse
proporcionado a sí mismo esta garantía, pasa, en el ejemplo que estamos considerando, a
afirmar su originalidad en la creación de cuadrículas. Como ya hemos visto, no sólo no es
él el artista x, y o z el inventor de la cuadrícula, sino que nadie puede reclamar esta
patente: los derechos de autor expiraron en algún momento en la antigüedad y desde hace
muchos siglos esta figura ha sido del dominio público.
Estructural, lógica, axiomáticamente, la cuadrícula sólo puede ser repetida. Y como su
uso en la experiencia de un artista determinado tiene como momento «original» un acto
de repetición o de reproducción, la vida renovada de la cuadrícula en el despliegue
progresivo de su obra será una repetición más, con el artista ocupado en sucesivos actos
de autoimitación. El que tantas generaciones de artistas del siglo xx se hayan situado en
esta paradójica y particular situación que les condena a repetir, de forma casi
compulsiva, el original inevitablemente fraudulento resulta verdaderamente asombroso.
Pero no es más sorprendente que esta otra ficción complementaria: la ilusión no de la
originalidad del artista, sino del estatuto originario de la superficie pictórica. Este origen
es lo que el genio de la cuadrícula supuestamente nos manifiesta a nosotros como
espectadores: un indiscutible puntocero más allá del cual no hay modelo, ni referente, ni
texto. Ocurre, sin embargo, que esta experiencia de originariedad vivida por generaciones
de artistas, críticos y espectadores es en sí misma falsa, una ficción. La superficie del
lienzo y la cuadrícula que lo marca no se funden en esa absoluta unidad necesaria para
configurar la noción de origen. La cuadrícula sigue la superficie del lienzo, la duplica. Es
una representación de la superficie, trazada, es cierto, en la misma superficie que
representa, pero, aún así, la cuadrícula no deja de ser una figura que muestra
gráficamente ciertos aspectos del objeto «originario»: a través de su malla, crea una
imagen de la infraestructura tejida del lienzo; a través de su red de coordenadas, organiza
una metáfora de la geometría plana del campo; a través de su repetición configura el
despliegue de la continuidad lateral. Así pues, la cuadrícula no revela la superficie
dejándola finalmente desnuda; más bien la vela mediante una repetición.
Como ya he dicho, esta repetición que la cuadrícula efectúa debe seguir o ser posterior
a la superficie real, empírica, de una pintura determinada. No obstante, el texto
representacional de la cuadrícula precede a la superficie, llega antes que ella, impidiendo
incluso que esa superficie literal aparezca como un origen. Tras de ella, lógicamente
anteriores a ella, se encuentran todos esos textos visuales a través de los cuales el plano
limitado fue organizado colectivamente como un campo pictórico. La cuadrícula resume
todos estos textos: los retículos superpuestos en cartones, por ejemplo, usados en la
transferencia mecánica del dibujo al fresco; o la perspectiva reticular creada para plasmar
el paso perceptual de tres dimensiones a dos; o la matriz sobre la que se representar
relaciones armónicas, como la proporción; o las millones de veces que, se ha enmarcado
una pintura, reafirmándola así como un cuadrilátero regular. Todos estos son los textos
que el primer plano «original» de un Mondrian, por ejemplo, repite y, al repetirlos, los
representa Así, el fondo mismo que la cuadrícula supuestamente revela, está ya
desgarrado internamente por un proceso de repetición y representación; siempre se
encuentra ya dividido y múltiple.
Lo que he llamado la ficción del estatuto originario de la superficie pictórica es lo que
la crítica artística arrogantemente denomina la opacidad del plano pictórico de la
modernidad. Desde el momento mismo en que utiliza esta expresión, el crítico ya no
piensa en esta opacidad como ficticia. En el espacio discursivo del arte moderno, es
preciso sostener la opacidad atribuida al campo pictórico como un concepto esencial.
Este es el fundamento sobre el que se puede construir toda una estructura de términos
afines. Todos estos términos singularidad, autenticidad, unicidad, originalidad, original
dependen de un momento originario en el que esta superficie constituye tanto la instancia
empírica como la semiológica. Si el ámbito moderno del placer es el espacio de la
autorreferencia, esta bóveda del placer se erige sobre la posibilidad semiológica del signo
pictórico como no representacional y no transparente, de modo que el significado se
convierte en la condición redundante de un 'significante cosificado. Pero desde nuestra
perspectiva, desde la que vemos que el significante no puede ser reificado; que su
objetualidad, su quididad, es sólo una ficción; que todo significante es el significado
transparente de una decisión ya dada que lo modela como vehículo de un signo desde
esta perspectiva no hay opacidad, sino únicamente una transparencia que se abre a la
vertiginosa caída en un insondable sistema de reduplicación.
Esta es la perspectiva desde la cual la cuadrícula que da sentido a la superficie
pictórica, al representarla, sólo logra establecer el significante de otro sistema de
cuadrículas previo que, a su vez, sucede a otro sistema anterior. Esta es la perspectiva
desde la que la cuadrícula moderna es, como los vaciados de Rodin, lógicamente
múltiple: un sistema de reproducciones que carece de original. Desde esta perspectiva se
ve cómo la auténtica condición de uno de los principales vehículos de la práctica estética
moderna no deriva del término valorizado de la pareja que invoqué antes el par,
originalidad / repetición sino de la parte desacreditada del duplo, la que opone lo
múltiple a lo singular, lo reproducible a lo único, lo fraudulento a lo auténtico, la copia al
original. Sin embargo, esta es la parte negativa del conjunto de términos que la crítica
moderna busca reprimir, que, de hecho, ha reprimido.
Desde esta perspectiva podemos comprobar que tanto el arte moderno como la
vanguardia son funciones de lo que podríamos denominar el discurso de la originalidad
discurso que sirve a intereses mucho más amplios y que, por tanto, recibe el apoyo de las
más diversas instituciones que el restringido círculo de profesionales de la producción
artística. Dado que el tema de la originalidad, está vinculado a las nociones de
autenticidad, originales y orígenes, constituye una práctica discursiva que comparten el
museo, el historiador y el productor de arte. A lo largo del siglo XIX todas estas
instituciones se concertaron, se reunieron para encontrar la marca, la garantía, la
certificación del original4.
4 Sobre el discurso de los originales, véase Michel Foucalt, Las palabras y las cosas.
Una arqueología de las ciencias humanas [ ed. Cast.: tra. de Elsa Cecilia Frost. Madrid.Siglo XXI. 1991], pp. 319326: <<Pero esta
pequeña superficie de lo originario que aloja toda nuestra existencia [ ... ] no es lo inmediato de un nacimiento: está poblada de estas
mediaciones complejas que han formado y depositado en su propia historia el trabajo, la vida y e1 lenguaje: de tal suerte que [...] son
todos los intermediarios de un tiempo que lo domina casi hasta e1 infinito, que el hombre reanima sin saberlo» (pp. 321 322).
La conciencia de que esto ocurría a pesar de la ubicua realidad de la copia como
condición subyacente del original, afloraba con mucha más claridad en los primeros años
del siglo XIX de lo que luego se llegaría a admitir. Así, en La abadía de Northanger,
Jane Austen enviaba a Catherine, su dulce y joven heroína provinciana, a dar un paseo
con dos nuevos amigos, bastante más sofisticados que ella; éstos pronto se lanzan a
contemplar el campo, como dice Austen, «con ojos de personas habituadas a dibujar y
convencidas de la aptitud de la campiña para ser plasmada en imágenes, con toda la
avidez del auténtico gusto». Catherine comienza a discernir que sus rústicas nociones en
torno a lo natural» un despejado cielo azul» es, por ejemplo, «prueba de un hermosos
día» son enteramente falsas y que sus compañeros, mucho más instruidos, están a punto
de construir para ella lo natural, es decir, el paisaje:
... y ello le valió una lección sobre lo pintoresco, tan clara y terminante que Catherine pronto empezó
encontrar la belleza en cada cosa que él admiraba [ ... ] El hablaba de primeros planos, distancias y
segundos términos enfoques y perspectivas luces y sombras; y Catherine era una estudiante tan aplicada
que, cuando alcanzaron la cima de Beechen Cliff, denunció por su cuenta y riesgo la ciudad de Bath al
completo, como indigna de formar parte de un paisaje5.
5 Jane AUSTEN. Northanger Abbey and Persuasion (1818), ed. John Davie [ ed. cast.: Londres. Oxford University Press. 1971],
vol.1. cap. XIV. p.100 [ ed. cast.: La Abadía de Northanger. Trad. Isabel' Oyarzabal. Buenos Aires. EspasaCalpe. 1951. pp. 102
10:3].
Leer cualquier texto sobre lo pintoresco es caer presa inmediatamente de esa divertida
ironía con la que Austen observa cómo su joven pupila descubre que la naturaleza misma
está en relación a su «aptitud para ser plasmada en imágenes». Es absolutamente obvio
que la propia noción de paisaje se construye, a través del expediente de lo pintoresco,
como un segundo término cuyo antecedente es una representación. El paisaje se convierte
en reduplicación de una pintura que lo precede. De este modo, cuando asistimos a una
conversación entre uno de los principales cultivadores de lo pintoresco, el Reverendo
William Gilpin, y su hijo, que está visitando el País de los Lagos, se muestra con total
claridad el orden de prioridades.
En una carta a su padre, el joven describe su decepción durante el primer día de
ascenso a las montañas, pues el tiempo perfectamente claro hacía imposible la presencia
de aquello a lo que el viejo Gilpin constantemente se refería en sus escritos como
«efecto». Pero el segundo día, le asegura su hijo, hubo una tormenta seguida de un claro
entre las nubes.
Y entonces ¡qué efectos de penumbra y efulgencia! No puedo describirlos no necesito hacerlo pues no
tienes más que mirar en tu propio archivo [de bocetos] para echarles un vistazo Me proporcionó una
particular satisfacción comprobar cómo las observaciones de ese día confirmaban por completo tu sistema
de efectos dondequiera que dirigiese mis ojos. contemplaba un dibujo de los tuyos6.
En este texto, el dibujo con su propio conjunto previo de decisiones sobre el efecto se
encuentra tras del paisaje autentificando su pretensión de representar la naturaleza.
6 En Carl Paul BARBIER. William Gilpin. Oxford. The Clarendon Press. 1963. p. 111.
El Suplemento de 1801 del Johnson's Dictionary ofrece seis definiciones del término
«pintoresco», Las seis se mueven, dibujando una suerte de ocho, en torno a la cuestión
del paisaje como experiencia originaria. Según el Diccionario lo pintoresco es : (1) lo que
agrada a la vista; (2) notable por su singularidad; (3) lo que afecta a la imaginación con la
fuerza de un cuadro; (4) ser expresado pictóricamente; (5) aquello que proporciona un
buen tema para un paisaje; (6) apropiado para obtener un paisaje. No debería ser
necesario indicar que el concepto de singularidad, tal y como aparece en la parte de la
definición que reza «notable por su singularidad», está reñido semánticamente con las
otras partes de la definición, tales como «aquello que proporciona un buen tema para un
paisaje», donde paisaje se entiende en el sentido de un género de pintura. Porque este
género pictórico en el aspecto formulario de los «efectos» de Gilpin no es individual (o
singular) sino múltiple y convencional; surge a, partir de una serie de recetas sobre la
fragosidad, el claroscuro, las ruinas y las abadías; por tanto, cuando se encuentra el efecto
en el mundo, ese orden natural se entiende simplemente como si repitiera otra obra un
«paisaje» que ya existe en algún otro lugar.
7 Citado en ibid., p. 98.
Pero la singularidad de la definición del Diccionario merece un examen más profundo.
La obra de Gilpin Observations on Cumberland and Westmorland se enfrenta a esta
cuestión de la singularidad convirtiéndola en una función del espectador y de la serie de
momentos singulares de su percepción. La singularidad del paisaje, por tanto, no es algo
que una parcela topográfica posea o deje de poseer; es más bien una función de las
imágenes que proyecta en algún momento en el tiempo y del modo en que estas figuras se
registran en la imaginación. Que el paisaje no es estático sino que se recompone
constantemente en imágenes diferentes, separadas o singulares, Gilpin lo expresa como
sigue:
Si pudiera ver la forma en que una escena se ve distintamente afectada por un cielo encapotado, o por
otro brillante, probablemente podría ver dos paisajes muy diferentes. No sólo contemplaría cómo las
distancias se oscurecían o se mostraban espléndidamente, sino que incluso podría notar variaciones
producidas en los objetos mismos en virtud, sencillamente, de los diferentes momentos del día en que se
examinaron8.
Con esta descripción de la noción de singularidad como la unidad empíricoperceptual
de un momento incorporado a la experiencia de un sujeto, sentimos que nos adentramos
en la discusión decimonónica sobre el paisaje, así como en la creencia en el poder
fundamental y originario de la naturaleza, intensificado a través de la subjetividad. Esto
es, en los dos paisajesdiferentes porquecorresponden a dos momentosdiferentes
deldía de Gilpin, sentimos que el paisaje se libera de la necesidad de ser una imagen
pictórica previa. Pero entonces Gilpin continúa, «A la cálida luz del sol las colinas
púrpura ciñen el horizonte y aparecen quebradas en innumerables formas placenteras; en
cambio, bajo un cielo plomizo puede producirse una transformación total», en este caso,
insiste, <<las montañas distantes y todo su bello relieve pueden desaparecer y su lugar lo
ocupa un llano yerto», Gilpin, por
8 William GILPIN, Observations on Cumberland and Wéstmlorland. Richmond. Ing... The Richmond Publishing Co.. 1973), p. vii. El
libro fue escrito en 1972 y Se publicó por vez primera en 1786.
tanto, nos asegura que la pintura ha obtenido la patente de las formas placenteras como
opuestas al llano yerto.
Así pues, lo pintoresco en Austen, Gilpin, así como en la definición que aparece en el
Diccionario, nos revela que aunque lo singular y lo formulario o repetitivo puedan ser
semánticamente opuestos, no obstante, son condiciones el uno del otro: las dos caras
lógicas del concepto paisaje. La anterioridad y la repetición de imágenes pictóricas es
condición necesaria de la singularidad de lo pintoresco, ya que para el espectador la
singularidad depende de que sea reconocida como tal, un reconocimiento que sólo es
posible en virtud de un ejemplo anterior. Si la definición de pintoresco resulta
hermosamente circular, es porque lo que permite que un momento dado de la serie
perceptual sea visto como singular es precisamente su conformación como multiplicidad.
Ahora esta economía de la pareja de opuestos singular y múltiple puede examinarse
fácilmente desde ese episodio estético que conocemos como lo Pintoresco, un
acontecimiento crucial en la aparición de una nueva clase de espectador artístico, un
público que ha convertido la práctica del gusto en un ejercicio de reconocimiento de la
singularidad o en la acepción romántica del término de la originalidad. Sin embargo, a
poco que avancemos algunas décadas en el siglo XIX, ya resulta difícil toparse con estos
términos actuando aún en mutua interdependencia, el discurso estético tanto oficial
como oficioso da prioridad al término originalidad y tiende a suprimir la noción de
repetición o copia. No obstante, más o menos oculta, la noción de copia resulta aún
fundamental en la concepción del original. De hecho, la práctica artística del siglo XIX se
coordinó en orden a realizar copias que recreasen esa misma capacidad de
reconocimiento que Jane Austen y William Gilpin llamaban gusto. Adolphe Thiers, el
ardiente republicano que apreciaba la originalidad de Delacroix hasta el punto de haber
conseguido para él la adjudicación de importantes encargos gubernamentales, erigió, no
obstante, un museo de copias en 1834. Y cuarenta años después, en el mismo año de la
primera exposición impresionista, se inauguró un vasto Musée des Copies bajo la
dirección de Charles Blanc, por entonces Director de Bellas Artes. Las nueve salas del
museo albergaban 156 copias al óleo de tamaño natural, recién encargadas, de las más
importantes obras maestras de museos extranjeros, así como réplicas de los frescos de
Rafael de las Estancias Vaticanas. La necesidad de este museo era tan apremiante, en
opinión de Blanc, que durante los tres primeros años de la Tercera República, todos los
fondos destinados a encargos oficiales del Ministerio de Bellas Artes se destinaron a
pagar copistas9. A pesar de lo cual, esta insistencia en la prioridad de las copias para la
formación del gusto no impidió, en modo alguno, que Charles Blanc, al igual que Thiers,
admirase profundamente a Delacroix, ni tampoco que ofreciera la explicación más
accesible de la teoría avanzada del color disponible por aquel entonces. Me refiero a la
Gramática de las artes del diseño, publicada en 1867 y, ciertamente, el texto básico en el
que los impresionistas en ciernes podían leer sobre contraste simultáneo,
complementariedad, acromatismo o iniciarse en las teorías y diagramas de Chevreul y
Goethe.
9 Para más detalles sobre esta cuestión, véase Albert BOIME. <<Le Musée des Copies>>. Gazette des BeauxArts LXIV (1964), pp.
237 247.
No es este el lugar para desarrollar el tema, verdaderamente fascinante, del papel que
desempeñó la copia en la práctica pictórica decimonónica y de su ineludible función en la
formación del concepto de lo original, de lo espontáneo, de lo nuevo10. Simplemente diré
que la copia sirvió como base para el desarrollo de un signo o sema de espontaneidad
cada vez más organizado y codificado algo que Gilpin llamó «fragosidad», Constable
denominó «el claroscuro de la 1a naturaleza» en referencia a una capa completamente
convencional de pequeñas pinceladas y leves toques de puro blanco dispuestos con una
espátula y Monet más adelante llamó instantaneidad, vinculando su aparición al
convencionalizado lenguaje pictórico del boceto o pochade. Pochade es el término
técnico para un apunte hecho rápidamente, apenas una notación taquigráfica. Como tal,
es codificable, reconocible. Así, un crítico como Edouard Chesneau supo ver en la obra
de Monet tanto la rapidez de la pochade como su lenguaje abreviado, y se refirió a la
forma en que se elaboraba hablando de «el caos de las raspaduras de espátula» 11. Sin
embargo, tal y como los recientes estudios del impresionismo de Monet han puesto de
manifiesto, el carácter de esbozo, que operaba como signo de espontaneidad, estaba
preparado con el mayor cálculo y, en este sentido, la espontaneidad constituía el más
fingido de los significados. A través de sucesivas capas superpuestas de pintura con las
que Monet desarrollaba aquellos espesos corrugados que Robert Herbert denominó «su
pincelada textural», Monet disponía pacientemente la red de ásperas incrustaciones y
surcos direccionales que expresaba velocidad de ejecución y, a partir de esta velocidad,
denotaba tanto la singularidad del momento perceptual como la unicidad del orden
empírico12. Encima de este «instante» construido, delgadas capas de pigmento
cuidadosamente dispuestas establecen las relaciones cromáticas efectivas. No hace falta
decir que estas operaciones le llevaban incluido el tiempo de secado necesario muchos
días de realización. Pero el resultado inquebrantable de estas operaciones es la ilusión de
espontaneidad, el estallido de un acto instantáneo y originario. Rémy de Gourmont cae
víctima de esta ilusión cuando en 1901 describe los lienzos de Monet como «la obra de
un instante», el instante específico de «ese destello» en el que «el genio colabora con el
ojo y la mano» para fraguar «una obra personal de absoluta originalidad»13. La ilusión de
instantes escindidos, irrepetibles, es el producto de un procedimiento totalmente
calculado, necesariamente dividido en etapas y secciones, elaborado paso a paso en
varios lienzos al mismo tiempo, al estilo de una cadena de montaje. Quienes visitaban el
estudio de Monet en las Últimas décadas de su vida se sorprendían al encontrar al
maestro de la instantaneidad trabajando en una cadena de una docena o más de lienzos.
La producción de espontaneidad a través de la constante superposición de pintura sobre
los lienzos (Monet reelaboró las series de la Catedral de Rouen, por ejemplo, a lo largo de
tres años antes de entregárselos a su marchante) emplea la misma economía estética
basada en la conjugación de singularidad y multiplicidad, de unicidad y reproducción,
que vimos al principio en el método de Rodin. Además, implica la quiebra del origen
empírico que opera en el ejemplo de la cuadrícula moderna. Sin embargo, tal y como
ocurría en los otros casos, también aquí el discurso de la originalidad del que participa el
impresionismo reprime y desacredita el discurso complementario de la copia. Tanto la
vanguardia como el arte moderno dependen de esta represión.
10 Para un análisis de la institucionalización de la copia en la preparación artística del siglo XIX. véase Albert BOIME The Academy
and French Painting in the 19th. Century, Londres. Phaidon Press. 1971.
11 Citado por Steven Z. LENINE. «"The Instant" of Criticism and Monet's. Critical Instant».Art Magazine 55, 7 (marzo. 1981). P..
118.
12 Véase Robert HERBERT. «Method and Meaning in Monet».ArT in America.67.5 (Septiembre. 1979), pp. 90108.
13 Citado por Levine,. «Instant of Criticism», cit., p. 118.
¿Cómo serían las cosas si no se reprimiera el concepto de copia? ¿Qué resultado se
obtendría al producir una obra que exteriorizase el discurso de la reproducción sin
originales, ese discurso que sólo podría operar en la obra de Mondrian como la
subversión inevitable de su propósito, el residuo de representatividad que no pudo purgar
suficientemente del dominio de su pintura? La respuesta, o al menos una respuesta
posible, es que el resultado podría ser un cierto tipo de juego con las nociones de
reproducción fotográfica que comienza en los lienzos serigrafiados de Robert
Rauschenberg y que ha florecido recientemente en la obra de un grupo de jóvenes artistas
cuya producción ha sido identificada por la crítica con el término pictures14. Me centraré
en el caso de Sherrie Levine, porque es el que parece cuestionar más radicalmente el
concepto de origen y, así, la noción de originalidad.
El medio de Levine es la fotografía pirateada. Así, en las series que hizo a partir de
fotos tomadas por Edward Weston de su joven hijo Neil, se limita sencillamente a volver
a fotografiarlas, violando de este modo los derechos de autor de Weston. Pero, como se
ha señalado, los «originales» de Weston están tomados a su vez de otros modelos;
aparecen ya en las largas series de kouroi griegos mediante los que el torso desnudo
masculino, mucho tiempo atrás, se procesó y multiplicó en el seno de nuestra cultura15. El
robo de Levine, que tiene lugar, por así decido, frente a la superficie de la fotografía de
Weston, abre esta última obra a las series anteriores de modelos de las que esta foto, a su
vez, ha robado, de las que ella misma es la reproducción. Varios escritores han
desarrollado el discurso de la copia en el que se encuadra la acción de Levine, entre ellos
Roland Barthes. Estoy pensando en su caracterización del realista, en S/Z, no como un
copista de la naturaleza, sino más bien como un plagiario, o alguien que hace copias de
copias. Como dice Barthes:
Describir 15 bis [dépeindre] es [ ... ] remitir de un código a otro y no de un lenguaje a un referente. Así, el
realismo no consiste en copiar lo real sino en copiar una copia (pintada) [ ... ] Por obra de una mimesis
secundaria [el realismo] copia de lo que ya está copiado16.
14 Los textos relevantes son de Douglas CRIMP; véase su catálogo de la exposición Pictures. Nueva York, Artists Space, 1977; y
«Pictures», October 8 (primavera.1979),
pp. 7588 [trad. en este volumen. «Imágenes», pp. 175187].
15 Véase Douglas CRIMP, «The Photographic Activity of Postmodernism». October. 15 (invierno. 1980), pp. 9899.
15 bis El término utilizado en la traducción inglesa de la obra de Barthes es «depict», cuya significado se acerca a la idea de
«representar pictóricamente». No obstante, Barthes habla aquí de cómo los escritores realistas, de algún modo, necesitan recurrir a una
cierta imagen pictórica para que su labor tenga sentido. Por eso, hemos preferido conservar la voz «describir» que utiliza Nicolás Rosa
en la traducción castellana de esta obra: si bien no se corresponde exactamente con «dépeindre», resulta más adecuada al contexto de
la obra fuente [N. de los T].
16 Roland BARTHES, S/Z, trad. Nicolás Rosa. Madrid. Siglo XXI. 1981, p. 46.
En otras series de Levine en las que se reproducen los paisajes de exuberante colorido de
Eliot Porter, de nuevo nos trasladamos desde la fotografía «original» a su origen en la
naturaleza y como en el modelo de lo pintoresco a través de una puerta falsa de la.
«naturaleza», a la construcción puramente textual de lo sublime y su historia de
degeneración en copias cada vez más estridentes.
Ahora bien, en la medida en que la obra de Levine deconstruye explícitamente la
noción moderna de origen, su esfuerzo no puede ser visto como una extensión de la
modernidad. Es como el discurso de la copia, posmoderno y, en este sentido, tampoco
puede ser interpretado como vanguardia.
A causa del ataque crítico que lanza sobre la tradición que la precede, se podría ver el
movimiento de la obra de Levine como otro paso más en la progresiva marcha de la
vanguardia. Pero sería un error. Dado que deconstruye las nociones hermanas de origen y
originalidad, la posmodernidad establece un cisma respecto al dominio conceptual de la
vanguardia, al reconsiderar este dominio desde el otro lado de un abismo que establece
una divisoria histórica. El período histórico que la vanguardia compartía con la
modernidad ha terminado. Esto parece un hecho obvio. Lo que lo convierte en algo más
que un titular periodístico es una concepción del discurso que lo ha conducido a su
acabamiento. Se trata de todo un conjunto de prácticas culturales, entre ellas un
criticismo desmitificador y un arte auténticamente posmoderno, que actúan con el objeto
de vaciar de sentido las proposiciones básicas de la modernidad, de liquidarlas
exponiendo su índole ficticia. Así, miramos al pasado desde una nueva y extraña
perspectiva y comprobamos como el origen moderno se hace añicos en una repetición
interminable.