LA reverencia es una de las más hermosas virtudes del hombre, que
destaca no su debilidad sino su poder. Se ha dicho que el amor es el supremo atributo humano; y también que la simpatía mutua es otro de los principales dones. Pero yo colocaría a la reverencia inmediatamente después del amor. ¿Qué es la reverencia? Es un profundo respeto amalgamado con el amor (significado de amalgamado : unir o mezclar dos o más cosas diferentes)—“una compleja emoción que emana de los sentimientos combinados del alma.”
La reverencia contiene contemplación, deferencia (significado de
deferencia: Muestra de respeto y cortesía), dignidad y estima. Sin un cierto grado de la misma, por consiguiente, la cortesía, la gentileza o la consideración por los sentimientos o los derechos de otros, no serían posibles.
Esta incomparable virtud constituye uno de los principales
fundamentos de la religión. La reverencia hacia Dios y las cosas sagradas es una de las más grandes características de toda alma noble. El hombre puede triunfar, pero si no sabe ser reverente nunca llegará a ser un gran hombre. Un gran hombre es reverente ante Dios y todo lo que con Él se asocia. Precisamente el mayor de los problemas mundiales en la actualidad, deriva de la actitud de los individuos hacia Dios y Su Hijo Jesucristo.
Cierta vez visité el Taj Mahal, en la India- todo “un poema de
arquitectura”—el más hermoso edificio en el mundo entero, conforme a la aseveración de muchos, mandado a construir por Shah Jehan en memoria de su esposa, Mumtaz Mahal. No se trata de una capilla o casa de oración; es, en realidad, una tumba. Cuando me encontraba allí, observé una gran cantidad de visitantes, turistas, curiosos y lu- gareños. Todos hablaban quedamente (significado de quedamente: en voz baja). En verdad, podría decirse que el ambiente creaba un espíritu de reverencia. Todos los visitantes procedían reverentemente porque sabían que el edificio no había sido erigido precisamente para dar cabida a actitudes irrespetuosas o desconsideradas.
En la Iglesia, los edificios han sido construidos con el propósito de
proveernos de un ambiente propicio para la comunión con nuestro Padre Celestial. No puedo concebir que alguien entre en nuestra casa de oración y solaz espiritual, animado en su corazón por impulsos alborotados. Cuando entramos en una capilla, lo hacemos con el deseo de adorar al Señor. Queremos participar de Su Espíritu y por medio del mismo desarrollar nuestra fuerza espiritual. La primera frase de la oración que nos recomendara el Maestro, dice; “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.” (Mateo 6:9.) La palabra “santificado” está estrechamente asociada con el espíritu de la reverencia, porque ésta es el más sagrado de los atributos del alma.
Pero cuando entramos en la casa de oración, nos allegamos a la
presencia de nuestro Padre Celestial. Y este solo pensamiento debiera ser suficiente incentivo para que preparemos nuestros corazones, nuestras mentes y aun nuestra vestimenta, de manera que podamos estar adecuada y convenientemente en Su presencia.
Los niños, mediante el ejemplo y el precepto de los mayores, deben ser
enseñados e impresionados acerca de lo improcedentes que en las reuniones de culto resultan la confusión y el desorden. Debiera con- vencérseles durante la niñez y recalcárseles en su juventud, que el conversar o aun murmurar durante un sermón constituye una marcada falta de respeto.
El buen orden en la clase es esencial para poder sembrar en los
corazones y en las vidas de los jóvenes, el principio del autodominio. Además, es menester que desde nuestra edad temprana sepamos todos que nadie puede atropellar los derechos de nuestros semejantes.
Sea que nos reunamos en una humilde capilla o en “un poema de
arquitectura”, nuestro acercamiento y actitud ante el Señor no varía. El sólo saber que Él está allí debe ser el factor que determine nuestra conducta.
En todo hogar, la reverencia hacia el nombre de Dios debe ser algo
predominante. En ninguna familia de la Iglesia debiera manifestarse expresión alguna de profanación al respecto. Esto es malo; es absolutamente irreverente tomar el nombre de Dios en vano. No existe una sola provocación que lo justifique. Apliquemos constantemente en nuestras vidas diarias esta cualidad virtuosa de la reverencia.
Si hubiera más reverencia en los corazones de los hombres, habría
menos lugar para el pecado y el dolor, y una creciente capacidad para el gozo y la alegría. El hacer que de entre todas las brillantes virtudes, esta joya que es la reverencia sea más atractiva, más adaptable y mucho más practicada, es un proyecto digno de todo esfuerzo por parte de los padres, y especialmente entre los miembros de la Iglesia.